Filosofía, Política y Economía
Sentido, definición de lo social y representaciones: una reinterpretación de las propuestas de Giddens, Bourdieu, Habermas y Luhmann
Sentido, definición de lo social y representaciones: una reinterpretación de las propuestas de Giddens, Bourdieu, Habermas y Luhmann
Revista de Investigación del Departamento de Humanidades y Ciencias Sociales, núm. 16, pp. 213-253, 2019
Universidad Nacional de La Matanza

Recepción: 10 Septiembre 2019
Aprobación: 03 Diciembre 2019
Resumen: Este artículo aborda el problema del sentido y las representaciones en las perspectivas de Giddens, Bourdieu, Habermas y Luhmann, con el objeto de realizar una reinterpretación de los alcances y limitaciones de sus pretensiones de reconfigurar la teoría sociológica contemporánea. Para ello, se analizan tres niveles teórico-analíticos: primero, el “giro del sentido” propuesto por los cuatro autores, con sus dimensiones de la contingencia, la temporalidad, la vida cotidiana, la conciencia y el cuerpo; segundo, sus definiciones de lo social, con sus dimensiones de la dominación y la comunicación; y tercero, sus planteos sobre las representaciones sociales, con sus dimensiones discursiva (vinculada a la significación) y simbólica (elusiva a su puesta en discurso). Cada perspectiva establece relaciones diferentes entre estos niveles y sus dimensiones (de oscilación, indecisión o primacía de unos sobre otros), lo que permite efectuar un balance sobre las limitaciones de estas fundamentales miradas.
Palabras clave: Teoría sociológica contemporánea, multidimensionalidad, sentido, representaciones.
Abstract:
MEANING, DEFINITION OF THE SOCIAL AND REPRESENTATIONS: A REINTERPRETATION OF THE PROPOSALS BY GIDDENS, BOURDIEU, HABERMAS AND LUHMANN This article draws upon the issue of meaning and representations in the perspectives by Giddens, Bourdieu, Habermas and Luhmann, with the aim of making a reinterpretation of the scope and limitations of their claim to reconfigure contemporary sociological theory. To this purpose, three theoretical-analytical levels are analyzed: first, the “shift in meaning” proposed by the four authors, with its dimensions of contingency, temporality, everyday life, consciousness and the body; second, their definitions of the social sphere, with its dimensions of domination and communication; and third, their proposals about social representations, with their discursive (linked to significance) and symbolic dimensions (in-keeping with discourse). Each perspective establishes different relationships between these levels and their dimensions (of oscillation, indecision or predominance of some of them over the others), a fact which enables us to assess the shortcomings of these crucial perspectives.
Keywords: Contemporary sociological theory, multidimensionality, meaning, representations.
Introducción
Han pasado varias décadas desde el auge en la sociología del “nuevo movimiento teórico”, que se extendió de forma decisiva durante la década de 1980 (Alexander, 1988). Sin desmerecer las múltiples miradas que han surgido en los últimos años, en particular aquellas vinculadas a las corrientes pragmatistas (Bialakowsky, 2017a), desde entonces resulta difícil encontrar un esfuerzo tan profundo por reelaborar los presupuestos generales de la sociología y, con ello, de la teoría social en general. Es momento de realizar una reinterpretación comparativa de los puntos más destacados de esas reflexiones que aún hoy son ineludibles para cualquier estudio teórico o empírico.
Entre los más diversos planteos que se desplegaron durante esa época, los de Giddens, Bourdieu, Habermas y Luhmann se han destacado por sus elevadas pretensiones teórico-analíticas. Tales pretensiones intentaron elaborar unas “teorías unificadas de lo social”, es decir, incorporar críticamente en unas propuestas “sintéticas” propias (Camic y Gross, 1998) distintas tradiciones teóricas señaladas como contradictorias –por ejemplo, la fenomenología social y el estructural-funcionalismo– (Belvedere, 2012). Por lo tanto, estos esfuerzos unificadores deseaban captar de modos distintos las características multidimensionales de lo social, al proponer evitar los dualismos y reduccionismos precedentes de la teoría sociológica. Ahora bien, ¿cómo abordar sus vastas obras con el objetivo de trazar una reinterpretación comparativa, una evaluación, una suerte de balance, de estas cuatro propuestas? ¿Cómo dar cuenta, para elaborar una teoría multidimensional de lo social, de los aportes y limitaciones de cada una de esas miradas y de las cuatro en conjunto?
Para este propósito, considero que es necesario realizar un “abordaje problemático” (Bialakowsky, 2017b), lo cual conlleva analizar un problema teórico de modo comparativo en un grupo de autores, de forma tal que se puedan captar las transformaciones claves que implican sus presupuestos generales y sus múltiples dimensiones. El enfoque de un problema teórico no puede reducirse ni a la definición de un concepto –ya que un problema está constituido por una variedad de ellos–, ni a ciertas cuestiones que atravesarían la disciplina desde sus comienzos –por ejemplo, los presupuestos de la acción y el orden para Alexander (1982), o las discusiones sobre lo micro y lo macro y sobre el subjetivismo y el objetivismo para Ritzer (1997)– (Zabludovsky, 2002). De esta manera, al abordar un problema teórico resulta factible comprender la singularidad de un conjunto de perspectivas, de una época y una generación específica, en la cual determinados problemas toman relevancia frente a otros, esto es, se vuelven el foco de una elaboración conceptual densa y productiva.
En este marco, se observa cómo las propuestas de Giddens, Bourdieu, Habermas y Luhmann dan un vuelco en sus elaboraciones hacia el problema del sentido y las representaciones, en especial, en las obras que se dedican a debatir los presupuestos generales de la sociología. Tal transformación es consecuencia del “giro del sentido” planteado por estos autores para reconfigurar la teoría sociológica (Bialakowsky, 2017b), a partir de sus conceptos de “saber mutuo” (Giddens, 1979; 1986; 1997; 1998a), “sentido práctico” (Bourdieu, 1985; 1997; 2007; 2012), “mundo de la vida” (Habermas, 1989; 2008a; 2010) y “sentido” (Luhmann, 1996a; 1998; 2007). Para ellos, el sentido adquiere una posición fundamental, ya que puede entenderse como la “condición de posibilidad de lo social”, emergente y procesual, que resulta ser el trasfondo u horizonte de las agencias (Giddens), las prácticas (Bourdieu), las acciones (Habermas) y las operaciones sistémicas (Luhmann), sin por ello estar “por fuera” de lo social de forma esencialista.
En estas cuatro perspectivas, la centralidad del sentido no implica la reducción de lo social a ese nivel o estrato teórico-analítico. También, resultan decisivos otros dos niveles: la definición de lo social que cada autor brinda y las formas en que lo social –y, con ello, el sentido– es representado de modo explícito, es decir, las representaciones. Por lo tanto, el sentido, la definición de lo social y las representaciones son tres niveles a partir de los cuales los autores dan forma a sus elaboraciones. No obstante, este artículo se focaliza en el problema del sentido y las representaciones, dado que ya se han analizado en profundidad las definiciones de lo social de estas miradas (Browne, 2017; Chernilo, 2006; Scribano, 2009). Aquí, tales definiciones de lo social son incluidas con relación al sentido y las representaciones, en el cuadro general propuesto de los tres niveles analíticos. Para dar cuenta de los vínculos entre estos tres niveles y cómo pueden ser abordados, se requiere desplegar las distintas dimensiones de los tres niveles y los nexos entre las dimensiones de un nivel con las del otro (Ver figura 1).
De esta manera, se pueden delinear cinco dimensiones respecto del sentido: la contingencia, la temporalidad, la vida cotidiana, la conciencia y el cuerpo. Las dos primeras (contingencia y temporalidad) refieren a la definición del sentido como “condición de posibilidad de lo social” emergente y procesual, mientras que la tercera (vida cotidiana) implica un espacio de observación privilegiado para el elusivo horizonte de sentido. En cuanto a la conciencia y el cuerpo, éstas son claves para comprender las divergencias entre las cuatro perspectivas, respecto de distintos énfasis en una u otra dimensión, o sobre las formas de tematizar la relación entre ellas. A partir de allí, se observan los nexos con dos dimensiones fundamentales para definir lo social que atraviesan estas teorías: una vinculada a la dominación y otra conectada a la comunicación. Por último, en el nivel representacional, estas perspectivas despliegan, con distintos acentos y modalidades, dos dimensiones: una significativa, enlazada a representaciones de corte discursivo y lingüístico, y otra simbólica, ligada a representaciones totalizantes y elusivas a su “puesta en discurso”.
A partir de este complejo juego planteado por los cuatro autores entre niveles y dimensiones, en particular respecto del sentido y las representaciones, considero que tiene lugar una propuesta sobre tres polos de la teoría sociológica y social que muchas veces son confundidos entre sí: el sentido, la significación y lo simbólico. Ciertas tradiciones anglosajonas han sido especialmente poco claras acerca de la relación entre el sentido, la significación e, incluso, lo simbólico, en muchos casos al coagularlos bajo el término meaning (Bialakowsky, 2017c; Casas, 1995: 55-56).
Más allá de algunas ambigüedades, estos cuatros autores conceptualizan tales polos analíticos de forma distintiva. Así, el sentido deviene condición y trasfondo de lo social, mientras que lo significativo y lo simbólico se vinculan a las dimensiones de la representación de ese trasfondo y de lo social en general, ya sea de manera centralmente discursiva, ya sea de manera esquiva a la discursividad, aunque pueda hacer uso de signos lingüísticos. Las relaciones entre estos tres polos están articuladas tanto por las definiciones de lo social vinculadas a la comunicación o a la dominación como por los énfasis y nexos entre las dimensiones de la conciencia y de la corporalidad en cada una de estas propuestas.
Por lo tanto, en este artículo me propongo analizar el esfuerzo de estas cuatro perspectivas por elaborar una teoría multidimensional de lo social, a partir de sus reflexiones sobre el problema del sentido y las representaciones, en particular, acerca de sus dimensiones centrales y sus complejas relaciones. Para ello, luego de introducir el esquema general comparativo del que hago uso, me detengo en un subapartado por autor para realizar un balance respecto de su propio esquema mutidimensional. En las conclusiones, retomo los alcances y limitaciones de las cuatro miradas para sugerir un diagnóstico de la situación de la teoría sociológica en la actualidad.
El problema del sentido y las representaciones: ¿una teoría multidimensional?
Los tres niveles analíticos y sus dimensiones
Para realizar un análisis del problema del sentido y las representaciones en las propuestas de Giddens, Bourdieu, Habermas y Luhmann, he confeccionado una figura que recoge sus principales dimensiones y las relaciones entre ellas, las cuales se delinean a partir de ciertos énfasis en unas u otras.

En esta figura, se observan los tres niveles teórico-analíticos que despliegan Giddens, Bourdieu, Habermas y Luhmann a partir de su propuesta del “giro del sentido”. La pregunta por el sentido, con su consecuente elaboración conceptual, implica una transformación decisiva de los presupuestos generales de la sociología. Tras la dispersión crítica posterior a la tan mentada hegemonía del “consenso ortodoxo”, centrada sobre todo en la etapa “estructural-funcionalista” de Parsons, estos cuatro autores hallaron en la conceptualización del sentido como condición de posibilidad de lo social el sostén para producir unas teorías unificadas y multidimensionales. Así, elaboraron las dimensiones constitutivas del sentido (contingencia, temporalidad, vida cotidiana, conciencia y corporalidad), unas definiciones de lo social (vinculadas a la comunicación o a la dominación) y un análisis de las representaciones (discursivas o simbólicas).
Desde estas cuatro perspectivas el sentido no posee cualidades esenciales o previas a lo social; por el contrario, está definido por sus características procesuales, contingentes y temporales, de límites difusos, lábiles y contextuales. En este horizonte o trasfondo de sentido, se imbrican la contingencia y la temporalidad, de modo tal que lo social resulta a la vez contingente y recursivo (Cristiano, 2011;Galindo, 2008; Pignouli Ocampo, 2016). Esto ocurre a través de la misma contingencia que, en su curso temporal, va hilvanando distintas modalidades de su recursividad: con la rutinización de las agencias en el juego entre su duración temporal reversible e irreversible (Giddens), con la reproducción de las lógicas de los espacios sociales a partir de la temporalidad urgente de la práctica (Bourdieu), con la coerción temporal a la selección comunicativa (Luhmann), o con los consensos alcanzados comunicativamente en una temporalidad abierta al futuro (Habermas).
A su vez, las otras tres dimensiones del sentido no son compartidas de forma conjunta por las cuatro perspectivas: se observan distintos énfasis y modos de relacionarlas entre sí. En principio, dadas las características elusivas del sentido (su forma lábil y contextual), en tres de los autores aquí tratados −Giddens, Bourdieu y Habermas−, la vida cotidiana se erige como un espacio privilegiado para observar sus cualidades específicas (Bialakowsky, 2018; Crook, 1998; Estrada Saavedra, 2000). Para ellos, hay una afinidad entre las características de la vida cotidiana y las maneras a través de las cuales el sentido puede ser analizado. En cambio, Luhmann relega un estudio de lo cotidiano y de los sistemas de interacción, al focalizarse en un concepto formal de mundo, el cual puede resultar explicativo de su abandono del concepto de acción.
Asimismo, en cuanto a la conciencia y a la corporalidad, se revelan las divergencias más manifiestas entre estas perspectivas. En este punto, reemerge una dicotomía en la conceptualización del sentido entre las dimensiones de la conciencia y del cuerpo que, negada por los propios autores, resulta visible en una comparación problemática de sus teorizaciones. Esta dicotomía tiene consecuencias fundamentales en las características de sus propuestas, ya que se despliega en los otros dos niveles teórico-analíticos: en la definición de lo social y en los modos de su representación. Aquí, esta generación encuentra los límites a sus esfuerzos por producir una teoría unificada y multidimensional de lo social.
Por una parte, desde un estudio del sentido, se debe revisar el supuesto abandono de la conciencia que los cuatro autores proclaman, en su búsqueda de abandonar las premisas, por ejemplo, de la “metafísica occidental”. Sólo Bourdieu se mantiene relativamente cerca de esa pretensión (Martínez, 2007); para los otros tres autores, la conciencia tiene un lugar de importancia en sus conceptualizaciones del sentido, ya sea en el estudio de la conciencia discursiva y de la conciencia práctica inmanente a la agencia en Giddens (Loyal, 2003), ya sea en el vínculo entre conciencia, planes de acción racionalizados y actos de habla en Habermas (McCarthy, 1987), o ya sea en el análisis de las relaciones entre los sistemas psíquicos y sociales en Luhmann (Vanderstraeten, 2000).
Por otra parte, la corporalidad supone un contrapunto con la dimensión de la conciencia. En este caso, Luhmann resulta el exponente de la primacía de la conciencia en detrimento del cuerpo en su mirada acerca del sentido, al afirmar que el cuerpo como sistema orgánico opera por fuera de éste (Lewkow, 2014). En cambio, en el caso de Bourdieu, a partir de su concepto de hexis, ocupa una posición preeminente la pregunta acerca de cómo lo social se “hace carne”, cómo se incorpora en disposiciones y se “pone en juego” (Dukuen, 2018). Tanto en Giddens como en Habermas, el cuerpo se encuentra tematizado en el marco de sus intentos más equilibrados para desplegar la multidimensionalidad de sus teorías: para Giddens en el carácter situado de la agencia y el manejo seguro del cuerpo (del Valle Vergara Mattar, 2008), y para Habermas en la duplicidad de un cuerpo socializado de forma intersubjetiva, pero interpelado por las motivaciones empíricas de castigos y recompensas –por ejemplo, del poder y del dinero– (Blanco Ilares, 2011).
En cuanto a las distintas definiciones de lo social, si bien tienen modulaciones diferentes según cada perspectiva, e incluso declinaciones particulares en distintas obras u objetos de análisis de un mismo autor, estas propuestas suelen optar por una preeminencia de la dominación o de la comunicación para dar cuenta de los procesos sociales. Habermas detecta con claridad este punto en su teoría “bigradual” de la acción comunicativa y la lógica funcional-sistémica (Noguera, 1996), en la cual se desarrolla un conflicto entre la comunicación intersubjetiva y las formas de dominación del capitalismo (que no son sólo de clase). Giddens distingue de manera similar entre estas dos definiciones, aunque pretende realizar un modelo más dinámico entre ambas, que resulta en gran medida ambiguo (Cohen, 1989). Nuevamente, a este respecto Bourdieu y Luhmann se encuentran en posiciones contrarias: Bourdieu comprende a la comunicación a partir de los modos de dominación y poder (Alonso, 2004), mientras que Luhmann incluye a la dominación como una forma más de la comunicación, a la cual define como la operación característica de los sistemas sociales (Torres Nafarrate, 1998).
Por último, las representaciones adquieren una forma explícita, muchas veces “puestas en escena”, a diferencia del transfondo de sentido, el cual no es observable de modo directo sino a través de sus “efectos” (y por ello el uso de metáforas espaciales para comprenderlo, como por caso la del horizonte). La relación entre este nivel representacional, el sentido y la definición de lo social implica, evidentemente, una distinción entre la representación y lo representado, ya que si fueran equivalentes no habría pues una representación, sino que estaríamos frente a lo representado mismo. Por lo tanto, la representación es siempre una transfiguración, producida de cierto modo, que supone –según la perspectiva– un grado de performatividad sobre lo representado. En esa dirección, para estos cuatro autores, las formas de representación adquieren dos dimensiones constitutivas: la significación o lo simbólico.
Por un lado, las representaciones discursivas se vinculan a las reflexiones de los autores tanto sobre el lenguaje como acerca de sus definiciones de la comunicación. Las posibilidades y limitaciones de representar lo social de manera discursiva están enmarcadas en sus mismas interpretaciones de la significación, lo cual también tiene consecuencias en sus reflexiones sobre los propios alcances y limitaciones de la sociología, en tanto representación discursiva singular de la sociedad moderna. Así, Giddens teoriza sobre las relaciones entre reflexividad práctica y racionalización discursiva (García Selgas, 1994); Bourdieu pretende dar cuenta reflexivamente de las lógicas sociales al “objetivar la objetivación” (Baranger, 2004); Habermas señala la emergencia de discursos racionalizados a través de criterios de validez universal que intervienen en la esfera pública (Goode, 2005); y Luhmann observa las autodescripciones, en la forma de teorías de reflexión, que construye cada sistema funcional moderno (Rasch, 2000).
Por otro lado, las representaciones simbólicas, a diferencia de las discursivas, movilizan símbolos que exceden a su mera “puesta en discurso”, los cuales en muchos casos se anudan a relaciones de jerarquía o dominación. Las representaciones simbólicas, que pueden ser religiosas, artísticas, políticas, comunitarias, etc., adquieren una cualidad distintiva: su forma totalizadora. Esta imagen de totalidad puede trastocar el lenguaje y la significación de modo decisivo, y por ende también la propia sociología. Al respecto, Giddens está atento a las cualidades de los órdenes simbólicos y los elementos ideológicos, que condensan los excedentes de significado (Kaspersen, 2000); Bourdieu se preocupa por entender cómo los discursos y prácticas sociales utilizan recursos simbólicos para ejercer la dominación (Gutiérrez, 2004); Habermas distingue las representaciones míticas y totalizantes de las discursivas, a la vez que critica las imágenes consecuentes de las comunicaciones sistemáticamente distorsionadas (Bohman, 2000); y Luhmann encuentra elementos simbólicos en las autodescripciones modernas, en particular, en aquellas que están en tensión con la diferenciación funcional (Braeckman, 2006).
A continuación, me aboco a desplegar, en cada de una de las cuatro perspectivas, los niveles y dimensiones del problema del sentido y las representaciones, que están relacionados según ciertos énfasis, como se indica en el esquema propuesto. Así, se podrán observar las maneras a través de las cuales estas cuatro miradas elaboran de forma restringida, aunque sumamente valorable, una teoría multidimensional de lo social desde el “giro del sentido”.
Giddens: las ambigüedades y oscilaciones
Con su teoría de la “estructura(c)ción”, Giddens se propone unificar las miradas centradas en las regularidades estructurales con aquellas focalizadas en el carácter activo de la agencia, la cual no sólo reproduce el mundo en el que se despliega sino que también lo transforma. Para ello, el autor brinda un lugar clave al concepto de “saber mutuo”, como trasfondo compartido de sentido, que otorga al agente una serie de destrezas, reglas tácitas y capacidades para actuar de modo reflexivo. Este saber habilita, a la vez que limita, la plasticidad del fluir de la agencia, al combinarse con ciertos recursos que se encuentran –o no– a disposición de los distintos agentes. Así, el autor sugiere un estudio de la contingencia –se podría decir, “estructurada”– que se conecta con el poder de los agentes para intervenir en el mundo.
Tal saber está inmerso en las diversas formas en que el tiempo y el espacio se enlazan socialmente. Según las maneras en que se anclan o desanclan las relaciones entre espacio y tiempo, se observa la primacía de las relaciones entre presentes (por ejemplo, en sociedades sin escritura) o entre ausentes (por caso, en la globalización contemporánea). A su vez, ese saber se ve permeado por las diferentes duraciones temporales de la agencia, ya sea por la irreversibilidad de los cambios del mundo (social y natural) que efectúan los agentes, ya sea por la reversibilidad de las instituciones y las estructuras en su recursividad del acontecer social (García, 2007). Estos procesos de reversibilidad e irreversiblidad se despliegan con claridad en la vida cotidiana: la agencia va situándose en diferentes contextos, los cuales, al mismo tiempo, se van rutinizando en distintas sendas que son transitadas de forma diaria (sendas temporales y espaciales).
Ahora bien, aunque este saber mutuo es eminentemente práctico, no por ello resulta irreflexivo. Giddens introduce el concepto de “conciencia práctica” para dar cuenta de ese “espacio gris” entre el inconsciente, marcado por la ansiedad de alcanzar una definición segura y ontológica del mundo, y la conciencia discursiva, que racionaliza de manera posterior el fluir de la agencia a través del uso del lenguaje. El autor explicita que no debe confundirse el “saber cómo” (know how) de la conciencia práctica con el “hablar sobre” (talk about), es decir, no se debe confundir el sentido de una agencia con su representación. Así, emerge un juego entre la reflexividad para manejar diestramente la propia agencia (sin requerir ponerla en discurso), los momentos en que los agentes deben “rendir cuentas” a los otros (al hacer uso de sus saberes para que su agencia sea plausible de accountability), y la racionalización discursiva de las razones de su agencia (las cuales pueden adoptar un tinte moral, de autojustificación y legitimación).
En esta perspectiva, esa importancia de la conciencia práctica reflexiva se aúna a la centralidad de la corporalidad. Por una parte, Giddens resalta el necesario control práctico del cuerpo como sostén del agente y de su seguridad ontológica. En cuanto ese control práctico es puesto en duda (por ejemplo, por una enfermedad o por la intromisión de ciertas instituciones), al agente le cuesta sostener una identidad, que no sólo es individual sino también compartida con otros. Por otra parte, el cuerpo está atravesado por las formas en que se divide socialmente el espacio. El cuerpo se ve segmentado en partes visibles (por ejemplo, el rostro) e invisibles u ocultadas (por caso, “lo trasero”), lo cual configura las formas de interacción entre agentes (las distancias, los modos). De forma directa o indirecta, tal segmentación del cuerpo se conecta a las maneras en que se regionaliza la sociedad, dividida también en espacios visibles y ocultos. En tales divisiones del cuerpo y del espacio social, se imbrican relaciones de dominación, al rotularse –incluso “estigmatizarse”– los cuerpos en las interacciones y al repartirse a los agentes, sus sendas e interacciones (por dónde transitan diariamente, con quién y en dónde interactúan) según la distribución de recursos y reglas legítimas.
En este marco de conceptualización de las dimensiones del sentido, ya se observa que Giddens ambiciona abarcarlas todas, sin en principio generar un desequilibrio entre unas y otras, al pretender eludir cualquier reduccionismo. Por ese motivo, al momento de dar cuenta de su definición de lo social, su teoría oscila entre una cercana a la comunicación, vinculada a las reglas y a los esquemas interpretativos de corte cognitivo, y otra más próxima a la dominación, conectada a los recursos y su distribución desigual. Si bien también agrega la dimensión normativa de lo social como constitutiva, en realidad, cuando realiza sus desarrollos no la tiene en cuenta más que, como ya mencioné, respecto de la racionalización de tintes morales (Livesay, 1985).
Por último, en cuanto a las dimensiones de las representaciones, el autor asegura que para su conceptualización se requiere distinguir entre los signos y los símbolos. Para ello, marca dos clases de representaciones: unas vinculadas a los modos del discurso, las otras a los órdenes simbólicos. Las primeras se anudan a una mirada práctica sobre el lenguaje, en la cual las reglas semánticas tácitas y las capacidades vuelven inteligibles esas modalidades del discurso. Las segundas despliegan la multiplicidad de significados que poseen los símbolos, por lo cual éstos atraviesan –y dislocan a– los signos lingüísticos, en muchos de los casos, de forma innovadora, al borrar los límites relativamente más rígidos de las representaciones discursivas.
Así, por un lado, las representaciones simbólicas están constituidas por excedentes de significado que, a la manera de aspectos ideológicos, articulan sistemas de símbolos que legitiman la dominación (Giddens, 1981; 1985). Se trata de aspectos ideológicos –y no de ideologías– no sólo por su carácter práctico, sino también porque se encuentran en las más variadas representaciones, incluso en las científicas. Estas representaciones simbólicas brindan seguridad ontológica a las identidades colectivas e individuales, al vincularse tanto con la dominación como con necesidades de corte cognitivo –por ejemplo, en el nacionalismo, las tradiciones, las señales simbólicas modernas como el dinero, o las “comunidades reflexivas” de la modernidad tardía como en las relaciones de intimidad– (Giddens, 1998b; 1999).
Por otro lado, las representaciones discursivas permiten la autorregulación reflexiva de la sociedad, la cual se acrecienta considerablemente a partir de la escritura. Esta autorregulación pretende ampliar las posibilidades de control de la propia sociedad y de sus agentes, pero tal pretensión resulta fallida ya que, a mayor reflexividad sobre un fenómeno, menos se consigue controlarlo. Esto ocurre debido a que la reflexividad genera nuevos “riesgos” y nuevas configuraciones sociales sobre las cuales todavía no se ha desplegado la propia reflexividad (González, 2003). Aún así, la sociología debe realizar una crítica a las representaciones discursivas que toman forma a partir del sentido común, que se diferencia del trasfondo de sentido del saber mutuo, el cual sólo es plausible de ser comprendido desde su autenticidad. El conjunto de creencias falibles del sentido común pueden ser puestas en cuestión desde una reflexión sociológica; para luego, a partir de ello, transformar el saber mutuo al cual legitima, junto a las relaciones de dominación a las cuales se vincula.
A pesar de su esfuerzo multidimensional, a mi entender, Giddens queda atrapado en una serie de ambigüedades. No logra conceptualizar con rigurosidad las relaciones entre las dimensiones que elabora, de modo tal que su perspectiva oscila enfatizando unas u otras, e incluso a veces confundiéndolas. Varios autores han marcado este punto, en particular, Archer (1997) con su crítica a las fusiones teóricas. Ahora bien, considero que estas ambigüedades sólo pueden comprenderse cabalmente desde el encadenamiento de niveles y dimensiones que he planteado. Giddens presenta una serie de “declaraciones de intenciones” que, sin dudas, propugnan una teorización multidimensional. Si se presta atención al “giro del sentido” dado por el autor, allí enuncia una necesaria distinción entre el sentido (el “saber cómo”), el significado (el “hablar sobre”) y lo simbólico (los “excedentes de significado”). Sin embargo, esas declaraciones de intenciones quedan frustradas. En su mirada, se observa una oscilación entre el sentido y la significación, la comunicación y la dominación, así como también entre el discurso y lo simbólico.
En primer lugar, como he indicado, en la propuesta de Giddens el saber mutuo se encuentra en otro nivel teórico-analítico que la comunicación, ya que resulta el saber de fondo de toda agencia. Sin embargo, por momentos, el autor parece reducir el sentido a una cuestión de índole cognitivo-comunicativa, a través del ambiguo concepto de “esquemas interpretativos”, que puede entenderse de modo general vinculado al horizonte de sentido o de forma restringida como interpretación lingüística. Esta imposibilidad del autor para salir de la coagulación –típicamente anglosajona– del meaning se observa con claridad en sus dificultades para dar cuenta de la dimensión de la conciencia del sentido. Su ambivalente definición de la relación entre la conciencia práctica y la discursiva se evidencia cuando, al explicitar las características de la reflexividad de la conciencia práctica –ese “espacio gris” entre el inconsciente y lo discursivo–, termina confundiéndola con la racionalización discursiva de tal agencia, a la cual se ven obligados los agentes para “rendir cuentas” frente a otros.
En segundo lugar, la separación y, también, la articulación de las reglas y los recursos en su concepto de estructura se encuentran signadas por la ambigüedad entre una definición de lo social asociada a la comunicación o a la dominación. Una vez que el autor delimitó una suerte de dimensiones de lo social –por una parte, las reglas semánticas y morales, vinculadas a la comunicación, y, por otra, los recursos, conectados a la dominación–, las relaciones que se establecen entre tales dimensiones son, cuanto menos, confusas. La capacidad de “seguir una regla” implica también la capacidad de manejar, apropiarse o legitimar recursos, incluso en su forma más básica del control del cuerpo que brinda el poder de intervenir en el mundo. Asimismo, la posesión de recursos, tanto materiales como de autoridad, en el marco de relaciones de dominación, permite imponer reglas y sanciones a otros. Este movimiento se repite, aunque menos explícitamente, en su tematización de la dimensión corporal del sentido. A veces enfatiza la faceta cognitiva y discursiva del control corporal que brinda seguridad ontológica, en particular, frente a otros agentes, y a veces sugiere una correlación, vinculada a la dominación social, entre el cuerpo y las formas en que se divide espacialmente la sociedad.
Finalmente, estas oscilaciones se vuelven a observar en su delimitación entre los modos del discurso y los órdenes simbólicos. Por un lado, en su propuesta sobre la factibilidad de una crítica sociológica a unas determinadas relaciones sociales, ésta se asienta en la puesta en cuestión de unas representaciones discursivas, las “creencias proposicionales falibles” del sentido común. Ahora bien, si parte de esa crítica se dirige también a las representaciones totalizantes, vinculadas a la dominación social –es decir, simbólicas–, no se comprende cómo podría realizarse ese ejercicio, ya que el autor sólo enfatiza la dimensión plausible de crítica cognitiva de las representaciones. Por otro lado, incluso en su tematización acerca de las propias representaciones simbólicas, Giddens pendula entre una faceta más cognitiva-comunicativa, de corte psicológico social, y otra asociada a la dominación, cercana a su relectura del materialismo histórico. Así, en su crítica y reconstrucción del materialismo histórico las representaciones simbólicas son inseparables de los aspectos ideológicos; mientras que en su diagnóstico de la modernidad tardía, en particular, en su análisis de la destradicionalización, el centro explicativo se encuentra en las necesidades de seguridad ontológica cognitiva.
Bourdieu: el cuerpo y lo simbólico
En el constante diálogo entre la elaboración teórica y las investigaciones empíricas, Bourdieu plantea resolver las falsas dicotomías de la sociología a partir de conceptualizar el “sentido práctico”, en tanto sentido del juego social que atraviesa los más diversos agentes, espacios, disposiciones y taxonomías. El sentido práctico es impreciso y generativo, ya que no determina o pauta taxativamente opciones y estrategias de los agentes, sino que las orienta en forma de “improvisaciones reguladas” en el curso del juego social mismo. Así, se comprende el carácter difuso, práctico y contingente, que es “condición de posibilidad” de las relaciones objetivas de los espacios sociales –en la modernidad capitalista, los campos y sus capitales específicos–, esto es, el “sentido objetivo” de lo social.
Esas improvisaciones reguladas se desarrollan en el tempo singular de la práctica. En sus trayectorias, los agentes se enfrentan a la urgencia práctica, a la necesidad de efectuar anticipaciones y, por tanto, moverse en un tiempo de “oportunidades” –del kairós, distinto al chronos objetivo–, que modulan el ritmo de la práctica. De esta manera, se favorecen las prácticas “posibles”, “sensatas”, por sobre otras definidas como “imposibles”. De esta manera, se borran los trazos de la génesis social de las prácticas, las disposiciones de los agentes y los espacios sociales: la temporalidad urgente borra y oculta la temporalidad histórica de lo social, con lo cual lo “naturaliza”. Esto se manifiesta en la importancia que Bourdieu otorga a las primeras experiencias en la conformación mimética de las disposiciones del agente, como “herencia” de la cotidianidad de la vida familiar. Justamente, con esas disposiciones los individuos se enfrentan a la contingencia y la temporalidad prácticas de la vida cotidiana de los distintos espacios sociales.
Aquí ya se puede observar el énfasis que imprime la perspectiva de Bourdieu, plasmado en su forma de teorizar las relaciones entre las dimensiones de la conciencia y la corporalidad del sentido. En principio, el sentido práctico se subsume al concepto de habitus, al conjunto sintético de disposiciones generativas (esquemas perceptivos, apreciativos y de acción) de los agentes, con lo cual el sentido del juego pierde especificidad. A mi entender, a diferencia de ciertas interpretaciones (King, 2000), su postura no carece de desarrollo sobre la singularidad de las prácticas sociales, a partir de una supuesta introducción subrepticia de determinaciones de corte estructural. Por el contrario, Bourdieu hilvana una mirada aguda sobre las prácticas sociales con el mencionado despliegue de las dimensiones del sentido de la contingencia, la temporalidad y la vida cotidiana. Ahora bien, sí implica una primacía de la dimensión de la corporalidad por sobre la conciencia, que se combina con la mencionada subsunción del sentido práctico al habitus.
Esto ocurre al efectuarse una segunda subsunción teórica del habitus a la hexis –faceta corporal del primero–. La hexis permite comprender la durabilidad de las disposiciones que se “han hecho carne”, que se han incorporado de modo tal que eluden una racionalización consciente. En la perspectiva de Bourdieu, esas racionalizaciones conscientes deben criticarse, ya que suponen una mirada parcial desde el sentido común y la doxa, mirada interesada según su posición relacional en los espacios sociales. Para realizar esa crítica resulta necesario focalizarse en el cuerpo como “operador analógico” durable, que homologa las distintas divisiones y oposiciones –las taxonomías prácticas– del mundo natural y social (por ejemplo, las formas del cuerpo con posiciones de clase, modos de actuar y definiciones de “lo natural” y “lo civilizado”). Al hacerse cuerpo, se intensifica la borradura de la génesis histórica de lo social.
Por lo tanto, también se detecta un fuerte énfasis en la definición de lo social propuesta por Bourdieu: la preeminencia de la dominación por sobre la comunicación. Para el autor, el juego social está “fallado”, dado que, por parte de espacios e instituciones sociales, hay una reconocimiento desigual de los habitus y las hexis, distribuidos desigualmente según las trayectorias y, en especial, las “primeras experiencias”. La “magia social” tiene lugar cuando las reglas implícitas (incluso en sus detalles supuestamente menores), conformadas de acuerdo a grupos y clases dominantes, posibilitan que se reconozca a éstos como “predestinados” a sus posiciones. Así, se despliegan constantes luchas en torno a la dominación social, ya sea para producirla y sostenerla, ya sea para enfrentarla y ponerla en cuestión (Swartz, 1997). En esa dirección, las formas de la comunicación y el lenguaje (por ejemplo, distintos habitus en un “mercado lingüístico”) son interpretados por el modo en que intervienen en el juego social “fallado”, esto es, en las estrategias y los recursos para la dominación social y su resistencia.
Por último, sobre las representaciones, Bourdieu vuelve a centrarse en su dimensión simbólica. En el signo deben buscarse los trazos de lo simbólico, de lo eufemizado, de la magia social que produce y oculta la dominación. No obstante, esto no implica la inexistencia de un desarrollo acerca de las representaciones discursivas, ya que éstas son importantes para comprender tanto las distintas elaboraciones de la doxa y la alodoxia como el propio discurso sociológico con pretensiones científicas. Allí, se despliega una dinámica crítica entre las clasificaciones sociales existentes y aquellas que la sociología propone, en su forma a la vez lingüística y simbólica.
Por un lado, las representaciones discursivas se conectan a las elaboraciones discursivas de la doxa y la alodoxia, en el uso de Bourdieu de la sociología de la religión. La doxa implícita del sentido común vuelta discurso supone un proceso de “oficialización” de las relaciones sociales existentes, la elaboración de una “ortodoxia”, en general, como respuesta a los desafíos de la alodoxia. Justamente, la forma discursiva de esos desafíos a lo consagrado eufemísticamente conlleva la producción de una “herejía”. No obstante, por caso, el “triunfo” de una herejía no implica la transformación de las relaciones de dominación en general de un espacio social, aunque sí de ciertas posiciones dentro de él, ya que se deben comprender los habitus lingüísticos y las posiciones diferenciales que se despliegan en ese triunfo (tanto en ese espacio social como en las relaciones de dominación en general): por ejemplo, la herejía puede ser la manera de reproducir una dominación de clase de sus “jóvenes” aspirantes. Por ende, la sociología debe “objetivar la objetivación” como crítica a la falta de reflexividad de las perspectivas que se enfocan sólo en el “sentido vivido” experiencial o las que únicamente lo hacen en el “sentido objetivo” panorámico de la sociedad en su conjunto (Pinto, 2002).
Por otro lado, las representaciones simbólicas se vinculan con una performatividad sobre las formas de dividir el mundo social, la cual toma su fuerza en la objetividad de representar lo implícito del sentido práctico y la dominación social. El poder simbólico se trata, entonces, de la capacidad de imponer esas divisiones del mundo y las formas de clasificarlo en taxonomías. Por ende, la violencia simbólica implica el uso del poder simbólico para legitimar las arbitrariedades de la dominación social, al delimitar muchas veces de forma implícita y eufemística los cuerpos, las prácticas y los discursos legítimos (Bourdieu, 2000; 2005). Esto ocurre, por ejemplo, en los conocidos casos de las capacidades requeridas por los sistemas educativos, en el “interés” eufemizado en “lo desinteresado” de los discursos conservadores de la comunidad, o en la definición de aquello por lo que “vale la pena jugar” en los campos diferenciados modernos, esto es, la ilussio de que “vale la pena jugar” por ello (luchar, trazar estrategias). La sociología debe dar cuenta reflexivamente de su capacidad de imponer divisiones del mundo, a partir de sus “efectos de teoría” que pueden reforzar las relaciones de dominación o ponerlas en cuestión.
A diferencia de la propuesta de Giddens, en Bourdieu no falta rigurosidad o se presentan ambigüedades, nexos difusos u oscilaciones entre conceptos y dimensiones, sino más bien lo contrario. El autor traza una suerte de “circularidad teórica” entre los tres niveles analíticos del sentido, de la definición de lo social y de las representaciones, la cual articula una perspectiva que, una vez tomado uno de ellos, remite directamente a los modos de conceptualizar los otros niveles y dimensiones (Bialakowsky, 2016a). Ahora bien, a mi entender, esto es posible por la mencionada doble subsunción del sentido práctico a los conceptos de habitus y de hexis, con un fuerte énfasis en su dimensión corporal, su durabilidad y su anclaje en las “primeras experiencias”, que habilita a trazar esa doble juntura entre la imprecisión práctica (y su carácter contingente y urgente) y la recursividad de las relaciones objetivas del mundo social. Tal primacía se conecta con aquellas de la dominación sobre la comunicación, de lo simbólico sobre lo significativo y de las representaciones simbólicas sobre las representaciones discursivas.
Al igual que en las otras perspectivas –y, en especial, en la de Luhmann, aunque de forma opuesta–, la pretensión de elaborar teorías unificadas de lo social los obliga a dar cuenta, al menos de algún modo más o menos sofisticado, de los niveles y dimensiones que, para este conjunto de propuestas, se vinculan al problema del sentido y las representaciones. Sin embargo, la serie de preeminencias teóricas antes mencionadas conducen, en el planteo de Bourdieu, a un recorte de la multidimensionalidad de sus reflexiones y, por ende, de los presupuestos generales de la sociología, aunque permiten una fuerte capacidad analítica basada en su cualidad circular. Tal capacidad es utilizada, en especial, para señalar cómo el juego social está “fallado” (con sus “trampas” eufemizadas y ocultas en él), en la reproducción y legitimación de las relaciones de dominación social.
Esta circularidad que une el sentido práctico con las representaciones, particularmente en sus marcas simbólicas, postula una reflexividad de la sociología sobre sus prácticas, posiciones y elaboraciones, en la cual los efectos de teoría (en el reforzamiento o puesta en duda de las clasificaciones sociales) deben ponerse a contraluz de las relaciones de dominación social y la borradura de su génesis histórica. Considero que aquí emerge una tensión entre su propuesta de una sociología reflexiva y científica y sus pretensiones emancipatorias de las relaciones de dominación social, es decir, las tensiones sociológicas entre sus luchas y su oficio práctico. Así, la preeminencia de unas dimensiones por sobre otras deja sin resolver los modos de intervención de la sociología sobre los discursos, al pretender colaborar en la formulación de otros modos de clasificación social, operación distinta de una “toma de conciencia”. La sociología produce efectos de teoría (refuerza, disloca, elabora divisiones sociales), al intervenir en el mundo social desde la autonomía del campo intelectual (desde su propio poder simbólico). Entonces, se observa una tensión entre representaciones simbólicas, sociología y emancipación social, ya que surgen una serie de preguntas: ¿la puesta en cuestión de unas relaciones de dominación, en realidad, se trataría del establecimiento de otras formas de dominación?; ¿cómo explicar una alianza posible entre sociología y grupos dominados sin recaer, o bien en la fuerza de lo simbólico, o bien en una excesiva distancia crítico-reflexiva de la sociología sobre esos grupos?
Bourdieu puede convocarnos a indagar sobre la temporalidad de las oportunidades, del kairós, de las anticipaciones, en las urgencias y necesidades prácticas de la propia construcción conceptual. Una mirada sobre las luchas entre “herederos” y “desheredados” –y, en un plano más general entre dominados y dominantes–, que se dan en –y por– el juego social desde el sentido práctico, podría permitir un marco específico para comprender las tensiones entre dominación y emancipación dentro de la disciplina y su vínculo posible con grupos sociales por fuera de ella. No obstante, a mi entender, la falta de atención a la multidimensionalidad en su teoría muestra su costado más débil, en especial, en la deglución de las representaciones discursivas por las simbólicas, vinculada de forma directa con su teorización sobre el sentido práctico. Una foco más directo sobre esta cuestión posibilitaría interrogarse por el rango de alcance de la subversión de ciertos presupuestos generales de la sociología que acompañan estos movimientos de Bourdieu. En otras palabras, qué se conserva y se arrastra, en su mirada, de la illusio sociológica respecto de sus tradiciones anteriores: en la cientificidad, que en su caso a veces implica una crítica excesiva a la labor teórica; en el interés emancipatorio; en ciertas dicotomías no tematizadas, como la relación entre lo simbólico y lo discursivo. Justamente, una reflexión de corte teórico sobre la perspectiva de Bourdieu habilita a rastrear y dar cuenta de estas falencias no multidimensionales.
Habermas: la mediación y la indecisión
A partir de su teoría sociológica de la acción comunicativa con pretensiones críticas, Habermas reinterpreta el concepto de “mundo de la vida” de la fenomenología social para dar cuenta del horizonte de sentido como contexto y trasfondo implícito, irrebasable y aproblemático de situaciones y acciones modernas. Si bien el autor articula el problema del sentido con el de la significación, esto es posible ya que se tratan de dos cuestiones distintas: se deben definir el trasfondo de sentido y la acción comunicativa para comprender cómo se relacionan, condicionan y transforman mutuamente. De esta manera, el mundo de la vida provee destrezas, identidades (individuales y colectivas), normas y saberes dados por sentados, que reproducen simbólicamente la sociedad moderna al racionalizarse y legitimarse mediante la comunicación –sin coerción externa y a través del consenso basado sólo en razones. Ahora bien, los consensos alcanzados en y sobre el mundo de la vida no sólo son parciales, ya que únicamente se tematiza una porción de este mundo, sino que también resultan abiertos a la contingencia, a la imprevisibilidad de los resultados de los debates, por ejemplo, sobre los modos legítimos de coordinación social.
Más allá de sus formas incipientes en otras sociedades, el mundo de la vida es específicamente moderno. Resulta consecuencia tanto de un proceso de racionalización cultural, en el que las imágenes del mundo y sus núcleos sagrados indiscutibles tienen que justificarse cada vez más a través del lenguaje proposicional, como del “desacoplamiento” de la reproducción material de la sociedad, que comienza a darse a través de plexos de acciones estratégicas –orientadas al éxito– y lógicas de reproducción sistémica autorreguladas que no requieren de un consenso comunicativo para funcionar –el mercado capitalista y el Estado burocrático moderno– (Berger, 1991). Este proceso supone la emergencia de una temporalidad moderna singular como historicidad del sentido abierta al futuro, que permite revisar y modificar el pasado, al racionalizarlo con vistas a un entendimiento futuro no prefigurado. Así, las diferenciadas estructuras del mundo de la vida –cultura y sus saberes, sociedad y sus normas e identidades, y personalidad y sus destrezas e identidades– se enlazan a debates y consensos desplegados en el habla cotidiana y en la esfera pública. En ellas se pueden observar implícitos criterios de validez con pretensiones universales (verdad del mundo objetivo, rectitud del mundo social y veracidad del mundo subjetivo), que permiten reconocer acerca de qué se está discutiendo y, con ello, no quedar atrapados en un debate infinito.
Aunque crítico de la “filosofía de la conciencia” desde su concepto de intersubjetividad (Habermas, 2008b), en la mirada de Habermas esta dimensión del problema del sentido no desaparece. En principio, se vincula a la mencionada habla cotidiana: deviene central –en detrimento de la escritura– en su teorización sociológica de los actos de habla, a partir de un análisis focalizado en las “emisiones simples” (oraciones distinguibles de modo directo). El habla se encuentra cercana a la conciencia de los individuos (a la perspectiva de los actores), accesible en el curso de las racionalizaciones intersubjetivas producto de la acción comunicativa. Esto también se puede rastrear en la importancia que tienen, para el autor, los planes de acción y las identidades individuales en las racionalizaciones comunicativas del mundo subjetivo. Las normas legítimas son resultado de la coordinación de planes de acción individuales (guiados por estándares valorativos), que requieren de identidades subjetivas articulables de modo consciente y comunicables. Si bien mediado por el lenguaje de forma estética o erótica, el “acceso” privilegiado a las experiencias internas del mundo subjetivo (pasadas y presentes) obliga a una racionalización consciente de las identidades y los planes de acción en términos de pensamientos internos y de evaluación particular de cada individuo. Para ser legítimos, éstos deben coordinarse entre sí permitiendo el máximo potencial para cada uno de ellos sin perjudicar a los otros, en pos de un “interés general” no definido previamente.
Como ya se puede notar, en su teoría bigradual de la sociedad –entre mundo de la vida y sistema, entre conexiones de sentido y observaciones objetivas externas–, Habermas establece una variedad de correspondencias, correlaciones y posibles mediaciones entre los diferentes conceptos que elabora o reconceptualiza de otras perspectivas (Joas, 1991). Esto se evidencia en su despliegue de la dimensión de la corporalidad. Por un lado, se trata de la socialización del cuerpo en la formación de la identidad individual. En el marco del proceso de individuación moderno, se incorporan destrezas, en especial, aquellas lingüísticas, que posibilitan la acción comunicativa. Esto supone un cuerpo abierto al futuro para constituir una identidad, a partir de su disponibilidad como “natural”, a diferencia de, por ejemplo, una intervención genética predeterminada (Habermas, 2004). Así, las vivencias corporales son comunicadas, mediante estándares evaluativos y el criterio universalista de la veracidad, cultivados reflexivamente en el arte moderno y el erotismo. Por otro lado, Habermas otorga un lugar central a la corporalidad en sus análisis de las acciones estratégicas. La eficacia de la coordinación sistémica e imperativa orientada al éxito –y no al entendimiento– se basa en motivaciones empíricas. Éste es el caso de las gratificaciones o privaciones materiales para el dinero, o el uso de la violencia para la protección o el castigo del poder, es decir, en las formas de jerarquización y dominación social modernas a través de medios de control que reemplazan al lenguaje proposicional.
En esta dirección, Habermas establece dos definiciones sobre la coordinación de acciones en las sociedades modernas, las cuales están mediadas entre sí –o deberían estarlo–: una coordinación comunicativa de la sociedad, con pretensiones universales, emancipatorias y consensuales; y una coordinación sistémica de la sociedad, que la reproduce materialmente (en términos de su complejidad creciente, no sólo económica), vinculada a las formas imperativas y técnicas de dominación capitalistas. Para el autor, el problema no reside en la existencia de estos dos modos de coordinación social, dado que sin ellos la modernidad no sería posible; según él, cualquier “vuelta atrás” a esta diferenciación traería consigo nuevos particularismos no emancipatorios, como los comunitarismos. Más bien, para el autor, se trata de una patología de otro tipo: la “colonización” del mundo de la vida por parte de las lógicas sistémicas del mercado y del Estado burocrático moderno, esto es, la “extracción de sentido” por parte del sistema, por ejemplo, para legitimar unas políticas públicas o para la formación de identidades de trabajadores-consumidores. Esta mediación fallida impide una reproducción del mundo de la vida bajo su propia dinámica, lo cual provoca una serie de patologías por cada una de sus estructuras: pérdida de sentido (cultura), anomia (sociedad) y psicopatologías (personalidad). Por el contrario, sería necesario que el mundo de la vida y la acción comunicativa dirijan (o al menos controlen) las lógicas sistémicas.
Por último, en su desarrollo sobre las representaciones, Habermas despliega este juego analítico acerca de las mediaciones entre las dos formas de coordinación de la sociedad. Mientras que las representaciones discursivas están evidentemente vinculadas al mundo de la vida y a la acción comunicativa, las que en este artículo he denominado representaciones simbólicas se encuentran enlazadas a las lógicas sistémicas autorreguladas y a la acción estratégica. Resulta importante aclarar que Habermas define como simbólica a la faceta comunicativa de la sociedad (su reproducción simbólica), ya que engloba bajo ese concepto a su mencionada interrelación entre el lenguaje, la comunicación y el sentido. No obstante, este concepto de simbólico no tiene entidad propia, sino que se diluye en lo comunicativo y lo lingüístico. De esta manera, se requiere una mirada desde las representaciones simbólicas –elusivas de su puesta en discurso– para dar cuenta de sus análisis de, por ejemplo, las ideologías o las comunicaciones sistemáticamente distorsionadas.
En cuanto a las representaciones simbólicas, éstas se han transformado profundamente durante el proceso de racionalización cultural. El lenguaje de los gestos, de señales y paleosímbolos de los rituales y las imágenes míticas del mundo, al no diferenciarse proposicionalmente, están inmunizados al entendimiento, a su discusión lingüística. Incluso, las religiones que racionalizan sus creencias, obligadas a dar razones comunicativas, mantienen un núcleo sagrado inmunizado a la comunicación. Así, plasman una imagen totalizante del mundo en la cual no están diferenciados los mundos formales (objetivo, social y subjetivo). En la modernidad, con la emergencia del mundo de la vida y las lógicas sistémicas, esas imágenes se diferencian a partir de los mencionados criterios de validez. No obstante, eso no implica una falta de representaciones simbólicas. En principio, desde el mundo de la vida emergen imágenes totalizantes (las ideologías burguesas) como legitimación de la dominación de clase. Ahora bien, luego, frente a la colonización del mundo de la vida por el sistema, junto a otra patología que corte discursivo que se verá a continuación (la “desertización” del mundo de la vida), comienzan a producirse tanto comunicaciones sistemáticamente distorsionadas (que generan una “ilusión de consenso” sin haberse producido) como ideologías que reaccionan a las patologías modernas. Ambas ya no suponen imágenes totalizantes del mundo, sino que son fragmentarias y señalan la ruptura de las mediaciones entre las distintas facetas de la sociedad.
Acerca de las representaciones discursivas, Habermas se detiene con detalle en las formas de tematización constante del mundo de la vida y su institucionalización, a partir de su énfasis en los actos de habla. Diferencia, por una parte, los tipos de discurso entre teóricos y prácticos según los modos de argumentación (ya sea hacia el entendimiento, ya sea hacia el éxito). Por la otra, distingue entre los discursos, con pretensiones universales, y la crítica, particularista. También, incluye el discurso explicativo, focalizado en la coherencia interna e inteligibilidad de la comunicación. En este marco, analiza otra patología de la sociedad moderna, la “desertización” del mundo de la vida, producto de la especialización de las esferas culturales y sus discursos –ciencia, derecho y arte– respecto de las comunicaciones de la vida cotidiana. Estas últimas no incorporan los desarrollos racionalizados de los especialistas, por lo cual quedan atrapadas en la continuidad irreflexiva de tradiciones despotencializadas o se “repliegan” reflexivamente en las tradiciones del mundo de la vida (como en las gramáticas de ciertos “nuevos movimientos sociales”). De esta manera, sin posicionarse como un observador externo, la sociología interviene en los debates comunicativos suscitados en la esfera pública; así, colabora en la racionalización emancipadora de las condiciones y consecuencias sociohistóricas de la emergencia y transformación de las sociedades modernas (White, 1989).
Entonces, al igual que Giddens, Habermas da cuenta explícitamente de las dimensiones del sentido, la definición de lo social y las representaciones. De hecho, su teoría despliega con rigurosidad una serie de tipologías que se van encadenando, vinculando y oponiendo. Así, se observa una “sociología de las mediaciones”. Es decir, en su conceptualización multidimensional, el autor señala con detalle (por momentos, excesivamente minuciosos) los modos de equivalencia y enlace casi “perfecto” entre las escisiones que propone: modos de coordinación, tipos de acción, criterios de validez, estructuras del mundo de la vida, esferas especializadas, lógicas sistémicas, etc. Surgen patologías cuando esas mediaciones se muestran fallidas, por un desbalance entre una y otra (la colonización) y por debilidad de la mediación (la desertización). A mi entender, en particular, en el desbalance patológico entre mundo de la vida y sistema se encuentra el punto clave para comprender las falencias propias de la propuesta del autor: sus indecisiones respecto del modo de mediación entre ambas y, por ende, tanto en las formas posibles de reversión de esa patología como en la misma definición del mundo social dentro del mundo de la vida. Se trata de indecisiones ya que el autor presenta diferentes respuestas a esta suerte de enigma en su teoría, sin optar taxativamente por una de ellas. Esto, incluso, se despliega en obras no dedicadas a la teoría sociológica, en las cuales sigue uno u otro camino.
De esta manera, la parcelación del trasfondo de sentido –imbricada con la acción comunicativa significativa–, la primacía del habla –como forma de comprender la comunicación y el discurso– y la detección de patológicas mediaciones –entre mundo de la vida y sistema– lo llevan a trazar diferentes vías para delimitar el mundo social del mundo de la vida. Éste se define, en principio, como las relaciones legítimamente reguladas, vinculadas a normas también legítimas. Ahora bien, la cuestión comienza a resultar dubitativa en esta doble definición: ¿se trata de las relaciones o de las normas legítimas?, ¿qué ocurre cuando, en el curso de un debate comunicativo, se pone en duda, justamente, la legitimidad de esas normas y, por lo tanto, de ciertas relaciones?
A diferencia de los debates sobre la rectitud de ciertas normas y relaciones, en aquellos sobre la verdad de un “estado de cosas” (en el mundo objetivo) o la veracidad de una “vivencia” (en el mundo subjetivo), se observa una referencia “externa” sobre la que se discute en la propia afirmación comunicacional. En cambio, una vez que se pone en duda la legitimidad de ciertas normas y relaciones, no hay otra referencia, ya que la definición misma de ese mundo está dada por su legitimidad. El mundo social se “desfonda”. Frente a este problema, Habermas sostiene tres posibles respuestas, entre las que no opta explícitamente: su vínculo con el saber cultural, su relación con las vivencias subjetivas y su nexo con las lógicas sistémicas.
En cuanto a la variante “culturalista”, el debate social normativo está enmarcado por un “núcleo de valores” estable que, si bien discutible en última instancia, suele aceptarse. Las relaciones sociales, entonces, se discuten a contraluz de tal núcleo. Así, deviene central la patología de la “pérdida de sentido”, conectada a su desertización por la falta de mediación con los especialistas culturales, ya que irradia a los debates normativos esa falta de racionalización cultural. En esta línea, la esfera pública resulta el espacio predilecto de intervención sociológica, como posible mediación entre vida cotidiana y especialistas culturales.
Acerca de la variante “estética”, la discusión normativa está delimitada por la interrelación entre los diferentes planes de acción individuales y sus identidades en la elaboración de un interés común que contemple, en su máximo potencial, las orientaciones de esos individuos. De esta forma, los debates respecto del mundo social se vinculan al pasaje de la crítica –en especial, la estética, con cierto viso particularista– hacia la acción comunicativa con pretensiones universalistas, pasaje en el cual la sociología podría realizar su aporte desde su mirada general.
Por último, sobre la variante “jurídica”, los debates del mundo social refieren a aquello que se encuentra “por fuera” del mundo de la vida: las lógicas sistémicas autorreguladas y dirigidas por el éxito y no por el consenso comunicativo. Se trataría del espacio desde el cual la intersubjetividad del mundo de la vida regularía la funcionalidad sistémica, a partir del derecho, al oponerse a la colonización del mundo de la vida. Tanto el derecho como la política muestran en Habermas la doble cara de su propuesta: por un lado, son parte del mundo de la vida, en el derecho como racionalización cultural de las normas y en la política como una esfera pública que se legitima en el debate comunicativo; por el otro, son parte de las lógicas sistémicas, al resultar el derecho una herramienta de “juridificación” burocrática del mundo de la vida y la política una lógica sistémica basada en el medio de control no lingüístico del poder.
En otros textos no centrados en la teoría sociológica, despliega esas variantes con mayor o menor detalle. La última variante se desarrollada en su libro sobre el derecho (Habermas, 1998): hay que focalizarse en la relación entre su dimensión de facticidad (vinculada a lo que antes mencioné como sistémico) y su validez (conectada a lo comunicativo). También, se encuentra en su defensa del “patriotismo de la constitución” y los derechos humanos frente a la globalización neoliberal. A su vez, por ejemplo, en otros textos sugiere propuestas que se acercan a la variante “culturalista”, al reivindicar la religión y la memoria como fuente de valores para lidiar públicamente, a través de razones, con la racionalidad estratégica y sistémica globalizada y neoliberal. En cuanto a la variante estética, Habermas discute en reiteradas ocasiones esta posición, de la cual retoma algunos puntos pero con distancia, como en su debate con la teoría estética de Adorno y con las miradas “posmodernas” (Ingram, 1991). En definitiva, si bien el peso “jurídico” podría parecer mayor, considero que en la teoría sociológica de Habermas el modo de desplegar la multidimensional a partir de mediaciones de no consigue salirse de la indecisión fundamental que la atraviesa.
Luhmann: la conciencia y el discurso
Desde su original propuesta de la teoría de sistemas, Luhmann define el sentido a partir de una distinción observacional: actualidad / potencialidad. Los autopoiéticos sistemas sociales y psíquicos se autoorganizan al autoproducir sus propios elementos mediante una operación distintiva: la comunicación (sistemas sociales) y la conciencia (sistemas psíquicos). Cada una de estas operaciones, al clausurarse frente a su entorno, sólo puede enlazarse consigo misma. Clausuradas entre, sí dado que los sistemas psíquicos y los individuos no son parte de los sistemas sociales, ambas operaciones se realizan en el sentido como medio; todas sus selecciones operativas en la actualidad mantienen un horizonte disponible de potenciales selecciones comunicativas o de conciencia, de manera tal que el mundo con sentido es onminabarcador (por ejemplo, cuando se comunica que algo “no tiene sentido”, esa comunicación es una posibilidad del sentido).
Esto supone distinguir entre sustrato medial y formas dotadas de sentido: el sustrato medial, como acoplamiento amplio de los elementos del sentido en el horizonte potencial; y las formas, en tanto acoplamientos estrechos de esos elementos en la actualidad de las selecciones. Así, estas selecciones con sentido implican contingencia, dada su apertura a posibilidades latentes, a la negatividad de lo no seleccionado. Cuando los sistemas sociales se diferencian internamente, no sólo consiguen un mayor procesamiento de la contingencia externa, como “ruido” e “irritación” del entorno hipercomplejo, sino también lo hacen respecto de la contingencia interna del sistema, es decir, autoproducida, ya que al reducir la complejidad del entorno, se amplía la complejidad interna del sistema (Gonnet, 2015).
Aunque, para Luhmann, el sentido no es un medio específicamente moderno –como lo es para Habermas–, sí despliega en este tipo de sociedad la forma con la que lo define. En el curso de la coevolución de los sistemas sociales y psíquicos, el sentido se va diferenciando en tres dimensiones con sus respectivas actualidades y potencialidades: entre adentro y afuera (material u objetual), entre ego y alter (social), y entre pasado y futuro (temporal). Mientras que las dimensiones material y social se vinculan, respectivamente, al límite entre sistema y entorno –que es un límite de sentido– y a la doble contingencia de la indeterminación de las selecciones de alter y ego, la tercera dimensión implica que toda operación en el medio del sentido está temporalizada. Toda selección es actual, a la vez que mantiene el horizonte de aquellas pasadas y futuras disponibles para su selección en una siguiente actualidad (Luhmann, 1978). Justamente, este carácter temporalizado coerciona a la selección, ya que en la actualidad debe seleccionarse algo, por ejemplo, aceptar o rechazar una comunicación. La improbable evolución de la sociedad (sistema que incluye todas las comunicaciones) supone la posibilidad tanto de desincronizaciones dentro de los sistemas y respecto de los ruidos del entorno como de diferenciación entre estructuras reversibles y procesos irreversibles.
A diferencia de las otras tres perspectivas, Luhmann no se focaliza en la vida cotidiana como dimensión del sentido. En vez de elaborar un concepto de mundo conectado a ella, el autor opta por la noción de “mundo formal”, como unidad de las dimensiones del sentido. Esta unidad resulta paradójica dado que lo es toda observación, al no poder observar la unidad de su distinción, es decir, no es factible observar a la vez los dos lados de su forma (por ejemplo, la actualidad y la potencialidad, o el pasado y el futuro). Por tanto, se asimetriza la forma, al indicar uno de los lados y dejar inobservado el otro, lo cual puede modificarse en otra observación. Tal formalidad del sentido se conecta a sus análisis de la sociedad moderna, diferenciada funcionalmente a partir de subsistemas autopoiéticos (política, ciencia, economía, arte, etc.), en la cual los sistemas de interacción, de copresencia, pierden cada vez más importancia. Por ende, este concepto de sistemas de interacción, que podría aproximarse a la vida cotidiana, tiene poco desarrollo en su obra.
En cuanto a la dimensión del cuerpo, la perspectiva de Luhmann se opone a la de Bourdieu, dado que la relega en detrimento de la conciencia. La operación “vida” del clausurado sistema orgánico corporal no se realiza en el medio del sentido. Por ello, se encuentra fuera de los sistemas psíquicos y sociales. Al irritarse continuamente con el sistema psíquico, el cuerpo se acopla a éste, por lo que sólo irrita a los sistemas sociales a través del acoplamiento y del filtro entre sistemas psíquicos y sociales. Estas irritaciones toman la forma de símbolos simbióticos, por ejemplo, en las condiciones de aceptación en última instancia de los medios de comunicación simbólicamente generalizados de los sistemas funcionales modernos (por caso, la violencia para el poder o la percepción para la verdad). También relega un estudio sobre la corporalidad en la poca importancia que le otorga, en sus análisis de la modernidad, a los sistemas de interacción, los cuales requieren copresencia física. Ahora bien, en las situaciones de exclusión de los sistemas funcionales, esto puede modificarse, y el cuerpo reaparece con contundencia, en la búsqueda de la supervivencia.
Acerca de la dimensión de la conciencia, como ya se ha señalado, ésta es la operación de los sistemas psíquicos en el medio del sentido, realizada mediante la diferencia y la limitación de los pensamientos, que demarcan las expectativas como pretensiones psíquicas y permiten (auto)observaciones. Si bien Luhmann parecería distanciarse de la conciencia con su abandono del concepto de acción –el cual supone que los individuos son parte de lo social–, en cuanto se focaliza en el problema del sentido esto no es así, más bien, tal dimensión resulta nodal. Los sistemas psíquicos son el entorno de los sociales con los cuales coevolucionan, a partir de su interpenetración (puesta a disposición al otro sistema de la propia complejidad) y del acoplamiento estructural (una continuada irritación entre ambos a partir de “sensibilidades” e “indiferencias”). Entonces, la conciencia filtra para los sistemas sociales –a través de la “percepción” – el entorno que no opera en el sentido. Esto ocurre en el marco de la ampliación de los “grados de libertad” entre ambos sistemas a partir de su complejidad interna, en especial, de los sistemas sociales modernos, y el mencionado relegamiento de los sistemas de interacción. Así, además de facilitar la diferenciación de pensamientos y ser un medio de comunicación, el lenguaje acopla estructuralmente la conciencia con la comunicación, al atraerlas mediante su carácter arbitrario (Maurer, 2010).
No hay ambigüedades en la definición de lo social de Luhmann: se trata de la comunicación como operación específica de este tipo de sistemas. Esta operación permite la clausura operativa de los sistemas sociales, ya que sólo se enlaza con otras comunicaciones. Para ello, primero, debe comprenderse que un ego o un alter participa una información (algo nuevo) como comunicación (es decir, que no resulta ser un mero ruido). Luego, debe aceptarse o rechazarse esa comunicación, al tomarla –o no– como premisa de una siguiente comunicación; esto se observa, por ejemplo, en la codificación binaria del lenguaje sí / no. También, la siguiente comunicación se puede enlazar reflexivamente, ya sea como respuesta a la incomprensión de que se estaba comunicando, ya sea como respuesta al rechazo. En este marco, en sus análisis sobre la sociedad moderna, la dominación no ocupa un lugar de relevancia. Si bien aparece en otro tipo de sociedades (la dominación estratificada o centro-periferia), ésta se disuelve en sus mayoritarios estudios sobre la modernidad, dado que este tipo de sociedad es acéntrica y policontexturada.
De esta manera, Luhmann aborda las representaciones discursivas y simbólicas a partir de su teoría de la comunicación y de la observación, con lo que resalta una primacía de las primeras respecto de las segundas, en la compleja relación entre observación y operación. No obstante, Luhmann realiza aquello que él mismo denomina como re-entry: el reingreso de la parte inobservada (por ejemplo, el entorno) en la observada (por ejemplo, en el sistema, al diferenciar entre sistema y entorno dentro del propio sistema). Así, aparece la pregunta por lo simbólico al interior de lo comunicativo, mediante las paradojas de la (auto)observación y la (auto)descripción, en particular, en la elaboración de autodescripciones totalizantes de la sociedad. En ese juego, Luhmann se desplaza desde un concepto de semántica como condensación de sentido hasta uno de teoría de reflexión, como autodescripción singular de los sistemas funcionales modernos, observaciones que son redescriptas por las observaciones de segundo orden de la misma sociología.
En su forma más elemental, las representaciones discursivas se vinculan con las semánticas. Estas últimas son condensaciones lingüísticas de sentido que permiten continuar la comunicación desde el plano observacional, no desde el plano únicamente operacional. La observación es una operación específica, posterior a la operación observada, a partir del ya mencionado esquema de distinción e indicación de una de la partes distinguidas. En las semánticas, se detecta cómo este plano observacional se conecta con el sentido e, incluso, con su lado potencial. Las semánticas son la memoria social, en tanto olvido de la mayoría de sus temas, conceptos o ideas, para conservar unos pocos de ellos. A su vez, las semánticas se van transformando a la par de los cambios en los medios de difusión y la diferenciación estructural de la sociedad; principalmente, con la escritura se hace posible diferenciar entre las estructuras sociales y las semánticas. Así, emergen autodescripciones posteriores a tales estructuras; y, con la diferenciación funcional y los medios de comunicación generalizados simbólicamente, el lenguaje pierde su centralidad para la comunicación y aparecen las teorías de reflexión de cada sistema funcional, que facilitan un mayor procesamiento de la contingencia y de la observación desde la actualidad selectiva de los propios sistemas. En este marco, inserta en organizaciones científicas, la sociología debe poder aplicar a sí misma su código verdad/no-verdad científico (del sistema funcional al que pertenece) y sus programas y descripciones (Luhmann, 1996b). De este modo, observa observadores desde una postura que enfatiza la selectividad operativa de los sistemas (con sus paradojas y limitaciones), por lo cual posterga el carácter potencial de la crítica, que implica observar –según Luhmann– lo inobservable (la sociedad que no es).
En cuanto a las representaciones simbólicas, las semánticas vinculadas al lenguaje oral se condensan en símbolos (cuasi-objetos, como la memoria topográfica). Por su parte, las semánticas vinculadas al lenguaje escrito –las autodescripciones– elaboran un espacio imaginario para describir lo social como totalidad, conectadas con la religión, la moral y las relaciones de dominación social. Estas autodescripciones son modos más elaborados de autoobservación de la sociedad y del mundo con sentido, de las paradojas y tautologías del sentido (por caso, los límites de sentido entre sistema y entorno) y de la observación (por ejemplo, la inobservabilidad de la unidad de la propia distinción). En estas sociedades no modernas estratificadas y de centro-periferia, las semánticas textuales son escritas en el estrato dominante, que proyecta la dominación social hacia la trascendencia Así, aparecen las formas simbólicas de la observación religiosa del mundo, tales como Dios en tanto observador sin diferencias, que puede observar la unidad de la distinción. En cambio, las semánticas y autodescripciones modernas implican otras fórmulas de contingencia, símbolos sobre los que no se duda, que limitan la contingencia observacional (como la escasez para la economía, la legitimidad para la política o la justicia para el derecho), subordinadas a las teorías de reflexión. Esto ocurre con la mayoría de las comunicaciones, de los medios de comunicación simbólicamente generalizados y de los sistemas modernos, que permiten una compleja continuidad comunicativa, por ejemplo, al presionar a que se acepten las comunicaciones de un sistema funcional. Por su parte, en aquellos que contrastan con la diferenciación funcional (movimientos de protesta, exclusión social, arte y amor) se observa cierto desfasaje entre la condensación semántica de sentido y la operatividad de los sistemas, lo cual otorga más peso a la dimensión simbólica de sus representaciones. Eso también puede darse en la sociología cuando se utilizan descripciones de la sociedad que, según Luhmann, son atrasadas respecto de su forma acéntrica –sin jerarquías entre los sistemas funcionales–, por ejemplo, una teoría de la dominación de clase en el capitalismo, que remitiría a una sociedad estratificada, o la búsqueda de una comunidad actual o perdida, en tanto observación del mundo social como totalidad, que adjudica el valor positivo a las relaciones inobservables (pasadas y futuras).
De esta manera, en el complejo –y, por momentos, hermético– entramado conceptual de Luhmann, se enfatizan ciertas dimensiones en detrimento de otras. Así, de modo opuesto a Bourdieu, da primacía a la conciencia como dimensión del sentido, a la comunicación en su definición de lo social y a las representaciones discursivas. Ahora bien, al igual que Bourdieu, su teoría desarrolla las otras dimensiones de cada nivel, aunque de forma subordinada. Esta subordinación conceptual y analítica se realiza, en gran medida, bajo la figura del re-entry, el reingreso de una en la otra. ¿Cómo aparece el cuerpo en la conciencia y, de ahí, en la comunicación? ¿De qué modo la dominación puede ser una forma más de la comunicación? ¿Cómo en la modernidad las representaciones simbólicas son absorbidas por las discursivas? A mi entender, este juego de subordinación y reingreso de unas dimensiones en otras se sostiene en dos cuestiones fundamentales: una definición formal del sentido, que se despliega tanto en un “mundo formal” con sentido como en la relación entre operación (selectividad) y (auto)observación (potencialidad); y una construcción conceptual que une nociones abstractas y generales con una mirada específica de la modernidad como acéntrica, mundial y diferenciada funcionalmente (Bialakowsky, 2016b).
La diferencia constitutiva del sentido entre actualidad y potencialidad implica “vaciar de contenido” aquello que en los otros autores aparecía como “saber mutuo” (Giddens), “sentido práctico” (Bourdieu) y “mundo de la vida” (Habermas), es decir, formalizarlo en un “mundo”, unidad paradójica de las dimensiones del sentido en el que operan los autopoiéticos sistemas psíquicos y sociales. Esta formalización se conecta tanto con la exclusión del cuerpo del medio del sentido, específico de los sistemas psíquicos y sociales, al ser “filtrado” por la conciencia, como con la pérdida de peso analítico de la vida cotidiana, en especial, en la modernidad (por ejemplo, con la diferenciación cada vez mayor entre sistemas de interacción y sistema sociedad).
En esta dirección, Luhmann traza una continuidad, por una parte, entre el horizonte potencial del sentido, el lenguaje y las (auto)observaciones y, por la otra, entre el lado de la actualidad selectiva del sentido, las operaciones sistémicas y las estructuras sociales. El sentido con su horizonte potencial se vincula al lenguaje, ya que este último es una condensación de sentido, al igual que las semánticas son condensaciones lingüísticas. Desde el plano observacional, las semánticas, las autodescripciones (semánticas escritas) y las teorías de reflexión (autodescripciones de los sistemas funcionales modernos) facilitan la continuidad de la comunicación (como “memoria social” de temas, conceptos o ideas), desplegando las paradojas de la observación, pero de modo retrasado respecto de las estructuras sociales que observan. Aquí, emerge una tensión entre el sentido formal, en el cual el horizonte potencial es clave, y su “puesta en forma”, esto es, las selecciones operativas de los sistemas. Luhmann opta por asimetrizar su observación en el lado operacional del sentido: la actualidad. Esto repercute de modo decisivo en su mirada sobre la propia sociología, que debe enfocarse centralmente en ese lado de la observación, sin desarrollar el lado potencial y semántico que podrían elaborar sus propias comunicaciones. Así, el autor se aleja de una mirada crítica, en la cual la observación sociológica no se conecta a la posibilidad de una transformación social emancipatoria.
Este abandono de la crítica se sostiene en su modalidad de construcción conceptual, la cual extrapola la observación de la modernidad a conceptos de corte universal. Es decir, Luhmann construye sus conceptos de manera general y abstracta, pero sus características se pliegan a su definición de la modernidad, lo cual da forma a la primacía de unas dimensiones teóricas por sobre otras. Esto se puede detectar, por ejemplo, en el sentido diferenciado por dimensiones y su intensa contingencia y temporalización, en la separación entre sistemas de interacción y sociedad, en la simbolización del cuerpo por los medios de comunicación simbólicamente generalizados, en la pérdida de importancia de la dominación por la diferenciación funcional y la forma acéntrica de la sociedad, o en la absorción de las representaciones simbólicas totalizantes por las discursivas de cada sistema funcional (teorías de reflexión). Entonces, su teoría general de sistemas sociales se recorta acorde a los contenidos de un análisis de la sociedad moderna que presenta una mirada particular y restrictiva.
En definitiva, la menor multidimensionalidad de la perspectiva de Luhmann se vincula a ciertos presupuestos y análisis también limitados en el desarrollo de sus diversas facetas. En ese contexto, al enfocarse en la actualidad moderna selectiva, la sociología quedaría circunscripta a un espacio de observación de observaciones y de redescripción de descripciones que, si bien la incluye reflexivamente (la sociología no está por fuera de la sociedad), cercena sus posibilidades de intervención o colaboración con otros procesos sociales. Así, desde su planteo, estas posibilidades quedan enmarcadas en un juego de irritaciones mutuas entre las comunicaciones sociológicas y sus entornos.
Conclusión
En este artículo he realizado una reinterpretación y un balance de las propuestas de Giddens, Bourdieu, Habermas y Luhmann, quienes en la actualidad se nos presentan entre los posibles “últimos clásicos” o “clásicos contemporáneos” de la teoría sociológica. Este abordaje comparativo se centró en sus esfuerzos por elaborar unas teorías unificadas de lo social, vinculadas a agudos análisis de la modernidad. A partir del “giro del sentido” plasmado en tales teorías, he rastreado las maneras distintivas con las que dan cuentan de las dimensiones de cada nivel de sus reflexiones sociológicas: el sentido como condición de posibilidad de lo social (con las dimensiones de la contingencia, la temporalidad, la vida cotidiana, el cuerpo y la conciencia), la definición de lo social (con las de la dominación y la comunicación) y las representaciones de los otros dos niveles (ya sean discursivas o simbólicas). Al contrastar estas ambiciosas construcciones desde tal perspectiva multidimensional, también he estado atento a las características multidimensionales de cada elaboración. Así, esta reinterpretación resulta ser tanto singular para cada una de sus propuestas como conjunta respecto de los alcances de estas producciones pertenecientes al “nuevo movimiento teórico” de las últimas décadas del siglo XX. Aquí me interesa detenerme en las limitaciones y los alcances conjuntos de estos cuatro autores respecto de la teoría sociológica contemporánea.
En principio, cabe destacar que las cuatro miradas reflexionan sobre las relaciones y tensiones entre el sentido, lo significativo y lo simbólico. El “giro del sentido” que proponen con los conceptos de “saber mutuo” (Giddens), “sentido práctico” (Bourdieu), “mundo de la vida” (Habermas) y “sentido” (Luhmann) demarca un espacio teórico específico, más allá del modo en que, luego, se entrecruce –según cada propuesta– con el lenguaje y las representaciones. La distinción entre representaciones discursivas y simbólicas señala con claridad este punto. El sentido, implícito y no directamente observable, y las formas de configuración social comunicativas o de dominación social se representan a partir de discursos lingüísticos o de elaboraciones simbólicas, elusivas a su puesta en discurso. Allí, la sociología irrumpe como representación discursiva que pretende dar cuenta de sí misma, de las representaciones simbólicas (que pueden impregnar a la propia sociología) y de los otros dos niveles con sus dimensiones.
A su vez, en estas cuatro perspectivas, la centralidad y la combinación de las dimensiones de la contingencia y la temporalidad definen al sentido como emergente y procesual (ni esencial, ni previo), a la vez que dan cuenta de las modalidades en que se vuelve recursivo. Ahora bien, para la observación del difuso y lábil sentido, la vida cotidiana resulta decisiva para tres de las cuatro perspectivas (Giddens, Bourdieu y Habermas), mientras que Luhmann se inclina por una concepto formal de “mundo”, en su formalización del sentido. Esta divergencia en el foco de la mirada se conecta, aunque no de modo lineal, con la tensión dicotómica que atraviesa al problema del sentido en las cuatro perspectivas, entre sus dimensiones de la conciencia y del cuerpo. Así, para cada autor, tal tensión se despliega a su vez en las tensiones entre una definición de lo social en torno a la comunicación o a la dominación y entre las dimensiones simbólica o discursiva de las representaciones.
De esta manera, se observan cuatro caminos posibles en la elaboración multidimensional a la cual, de una u otra forma, estos autores se dedican: la primacía de unas dimensiones sobre otras (en la “circularidad teórica” de Bourdieu y la “formalización” de Luhmann), la ambigüedad y oscilación entre dimensiones (en Giddens) y la proliferación de escisiones, mediaciones e indecisiones entre dimensiones (en Habermas). Considero que ninguno de estos derroteros consigue salirse de las dicotomías que en principio pretendían resolver, lo cual implicaría una teoría que abarque los problemas analizados de forma rigurosamente multidimensional. Ahora bien, esto no significa que sus esfuerzos no sean relevantes. Por el contrario, sus creativas transformaciones de los presupuestos generales de la sociología y de los análisis de la modernidad vinculados a ellos han modificado los modos de comprender y conceptualizar ciertos dilemas sociológicos, de manera tal que, para realizar sus aportes, cualquier reflexión contemporánea debe efectuar una reinterpretación de sus planteos.
En esa dirección, creo que el balance aquí desarrollado es fructífero para el debate de la teoría sociológica. Así, propuestas de corte pragmático como las de Archer, Boltanski, Honneth y Latour toman distancia crítica de las postulaciones de las cuatro perspectivas analizadas. Frente a éstas u otras propuestas, desde la investigación presentada en este artículo, cabe preguntarse en qué medida las tensiones y los dilemas heredados no han empujado a esta nueva generación de teóricos a abandonar el sentido como condición de posibilidad de lo social y, con ello, reflexionar si el foco pragmatista es suficiente para elaborar novedosas teorías unificadas de lo social. De esta manera, resulta necesario retomar la pretensión de construir teorías de ese cuño, aunque de fuerte impronta multidimensional, que tomen en cuenta los debates contemporáneos sobre tradiciones alternativas y nuevas preguntas a viejos y emergentes dilemas y tensiones. Esto no debe ser un obstáculo, sino más bien, un desafío auspicioso para quienes encontramos en la teoría un espacio de investigación de fundamental importancia para la sociología.
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