Sociedad y Cultura
Blanquitud y blancura: una lectura critica a Bolívar Echeverría
BLANQUITUD AND BLANCURA (WHITENESS): A CRITICAL APPROACH TO BOLÍVAR ECHEVERRÍA
Blanquitud y blancura: una lectura critica a Bolívar Echeverría
Revista de Investigación del Departamento de Humanidades y Ciencias Sociales, núm. 25, pp. 49-94, 2024
Universidad Nacional de La Matanza

Recepción: 21 Julio 2023
Aprobación: 11 Diciembre 2023
Resumen:
Bolívar Echeverría planteó que la modernidad capitalista desarrolló un ethos basado hábitos de comportamiento y de consumo propicios para que el capitalismo pudiera generarse: la blanquitud. A partir de éste se desarrolló un racismo que establecía criterios de diferenciación con base en el cumplimiento de la ética capitalista. Así, distinguió la blanquitud de la blancura. Esta última definida por el color de la piel que, a diferencia del racismo pre-capitalista, ya no fue determinante para la estructuración jerárquica de la sociedad. En este escrito se propone una crítica del planteamiento anterior bajo la tesis de que la blancura y la blanquitud no pueden separarse. Esto ya que la ontologización somato-corporal (primariamente el color de la piel), fue el elemento necesario para la instauración de regímenes coloniales, para los procesos de acumulación primaria necesarios para el desarrollo del capitalismo, así como para la consolidación vigente de las formas de producción capitalistas.
Palabras clave: Blanquitud, blancura, capitalismo, racismo, cuerpo.
Abstract:
Bolívar Echeverría proposed that the capitalist modernity developed an ethos, based on behavioral and consumption habits conducive to capitalism being generated: whiteness (blancura). From this point, a racism was developed that established differentiation criteria based on compliance with capitalist ethics. Thus, he distinguished blanquitud from blancura. The last one defined by the color of the skin, which, unlike pre-capitalist racism, was no longer decisive for the hierarchical structuring of society. This paper proposes a critique of the previous approach under the thesis that blancura and blanquitud cannot be separated. This since the somato-corporal ontologization (primarily skin color) was the necessary element for the establishment of colonial regimes, for the processes of primary accumulation necessary for the development of capitalism, as well as for the current consolidation of the capitalist forms of production.
Keywords: Blanquitud, blancura, whiteness, capitalism, racism, body.
Introducción
Comienzo desarrollando dos planteamientos sobre la blanquitud y la blancura cuya confrontación permite generar una hipótesis de inicio sobre los mecanismos políticos que históricamente la modernidad ha configurado como base para la creación e imposición de subjetividades a partir de su modelo civilizatorio a través de la colonización y la consolidación del capitalismo.
En 1952 se publicó el libro Piel negra, máscaras blancas de Frantz Fanon. En este libro Fanon propone una interpretación y una explicación de la forma en que se ha construido la identidad del negro en procesos históricos de dominación y colonización. Explica como el negro ha interiorizado y asumido, a través de mecanismos psicológicos y de prácticas cotidianas violentas, como una verdad natural la caracterización despectiva y denigrante que el blanco ha hecho sobre éste. De manera que muchas de las personas negras a través de esa identidad impuesta y autoasumida, pretenden parecerse al blanco, que es el polo positivo que configura la imagen identitaria, reproduciendo la violencia de manera horizontal contra otras personas negras. Sin embargo, nunca alcanzan el grado de igualdad y semejanza que la blanquitud promete porque su determinación como negros no lo permite.
En esta obra Fanon señala que el blanco, a través de múltiples formas de violencia, ha impuesto una ontología que, como tal, se hace pasar por natural. De esta manera, el cuerpo y la mente del negro se amoldan a las determinaciones ontológicas impuestas (2009). En contra de esto, Fanon señalará que el negro es una categoría histórica y política y una de las tareas de la des-colonización es desarmar esa categoría.
Para su análisis toma como referencia una reflexión que hizo Jean Paul Sartre en 1946 con el título Reflexiones sobre la cuestión judía. En esta obra Sartre hace una indagación sobre la identidad judía. Una de sus tesis es que la identidad del judío es construida de manera exterior a él; el antisemita y el filosemita lo forman. Y esta identidad termina siendo asumida por el mismo judío como constitutiva de sí (1948).
Sartre acepta que la identidad del judío no pude determinarse por lo somático, sino que son más bien rasgos culturales los determinantes en su identidad (1948).
En esto Fanon le da la razón a Sartre: el judío puede pasar como no judío. Puede esconder su judeidad; puede pasar inadvertido porque su definición como judío no es somática. El judío es un blanco más; es un europeo más que se define más bien por sus acciones y no por su corporalidad. Y esto es radicalmente diferente a lo que pasa con respecto del negro: el negro es negro, nace negro y nunca puede dejar de serlo (2009). Las características que definen al judío son contingentes. El judío es judío por elección y como tal puede o no puede serlo. En el caso del negro no es una elección. No hay posibilidad alguna de asimilarse porque su determinación es fenotípica (Fanon, 2009).
Lo que hace evidente la reflexión de Frantz Fanon es que el negro es definido por lo somático como una marca esencial, natural e indeleble, y el primer rasgo de esta definición es la tez oscura. Y esa diferencia somática con que se ha construido la categoría de inferioridad de negro puede gradarse y difuminarse en mayor o menor medida, pero nunca desaparece porque su base originaria con que se ha construido es ontológica.
Ahora bien, por su parte el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría hizo una importante e influyente propuesta teórica en la que diferenció la blancura de la blanquitud. La primera es una caracterización somática que es definida históricamente a partir de rasgos físicos de la población noroccidental de Europa identificada principalmente por la tez clara; y a partir de ésta, y con la consolidación de la modernidad y el capitalismo, se estableció como patrón y parámetro positivo en procesos de discriminación y exclusión para con otras sociedades en otras partes del mundo.
Por otro lado, la blanquitud estaría definida por el éthos que esa población generó que tenía raigambre protestante. En cierto momento, cuando el capitalismo se consolidó y se hizo necesario el generar patrones de comportamiento y de consumo acordes a éste, la blancura pasaría a un segundo plano y los parámetros jerárquicos de la estructura social planetaria estarían definidos básicamente por el éthos moderno y capitalista. De modo que la blanquitud se definiría por el grado de adscripción a la ideología moderna, al lugar en el proceso productivo y a los hábitos y capacidades de consumo. Asimismo, la blanquitud consiste en un modelo de aspiración que, retóricamente, promete inclusión en una serie de privilegios económicos, sociales, culturales y políticos; así como la disminución de las cargas de violencia que la no pertenencia conlleva.
Los planteamientos son disímiles en el sentido que le dan a la categoría de blanquitud: uno asume que la blanquitud es una identidad construida en términos éticos y el otro, en términos somato-corporales. Es justo señalar que tanto en una postura como en la otra los aspectos somáticos y socioculturales están presentes. Sin embargo, como se ha señalado, juegan funciones diferentes.
No obstante que la teorización de Bolívar Echeverría tiene potencialidades interpretativas y explicativas importantes en cuanto al problema de la generación de modelos sobre los procesos ideológicos civilizatorios de inclusión y de exclusión dentro de las dinámicas de producción y consumo capitalista, así como en la modernidad en el contexto del colonialismo, el planteamiento subestima, en favor de una lectura preponderantemente económica, sin un respaldo considerable de interpretación genealógica, histórica y geopolítica, los procesos y efectos históricos de la racialización[2] que la modernidad capitalista con el colonialismo generó en las naciones colonizadas y que posteriormente adquirieron independencias políticas bajo proyectos políticos liberales actualizando los mismos esquemas de racialización.
Otra cuestión fundamental, que resulta criticable en el planteamiento de Echeverría, es que en su definición de la blanquitud no hay referencia a la relación dialéctica genealógica constitutiva con sus conceptos dicotómicos que le dan consistencia: blanco y negro. Este aspecto resultaría de suma importancia en la medida en que la configuración del capitalismo y la modernidad se fundamentan, tanto materialmente como ideológicamente, en diversas series de oposiciones mutuamente fundantes. Y una de éstas, que le da pleno sentido, tanto a la blancura como a la blanquitud, es la definición del negro y de la negritud.
En este escrito se presentarán argumentos para sostener la tesis, a partir de una lectura crítica al planteamiento de Echeverría, que la configuración de la blanquitud como modelo civilizatorio ha requerido, tanto históricamente como conceptualmente, un fundamento ontológico y este parte de un proceso de racialización que parte del cuerpo; de tal manera que entenderla a partir de un registro preponderantemente económico, resulta insuficiente. La explotación humana y los requerimientos de producción y consumo que le son necesarios al capitalismo son eminentemente interseccionales en los que las determinaciones que éste mismo crea necesitan fundamentaciones ontológicas recuperadas y actualizadas de los procesos de diferenciación colonialista. Tal es el caso de la determinación racial.
Blancura y blanquitud de acuerdo con Bolívar Echeverría
En su escrito Imágenes de la blanquitud el filósofo mexicano-ecuatoriano desarrolló de manera puntual su concepción sobre dos categorías de análisis de las sociedades moderno-capitalistas: blancura y blanquitud. Estas son categorías analíticas que se vuelven herramientas teóricas potentes para interpretar y comprender los procesos culturales, sociales, políticos y económicos que el racismo con el colonialismo europeo desplegó en todo el mundo.
Echeverría señala, siguiendo a Max Weber,[3] que el capitalismo generó un “espíritu” que adecua el comportamiento humano a las exigencias del capitalismo. Éste se caracteriza por una entrega al trabajo, de ascesis en el mundo, una conducta moderada y virtuosa, racionalidad productiva y la búsqueda de beneficio (Echevarría 2010).
Echeverría señala que Weber sostuvo que la expansión capitalista estuvo acompañada del ethos cristiano protestante, en especial la del puritanismo o protestantismo calvinista, que salió del centro de Europa y que se extendió históricamente en los Países Bajos, al norte de Europa, a Inglaterra y finalmente a Estados Unidos (2010).
Max Weber plantea la idea de que la capacidad de corresponder a la solicitación ética de la modernidad capitalista, es decir, la aptitud para asumir la práctica ética del protestantismo puritano, puede tener un fundamento étnico y estar conectada con ciertas características raciales (Echeverría, 2010). De este modo, dice Echeverría que la intención es justamente problematizar este planteamiento de Weber: la idea de que hay un racismo constitutivo de la modernidad capitalista que exige una “blanquitud” de tipo ético o civilizatorio como condición de humanidad moderna.
La blanquitud consistiría en un espíritu, una forma de comportamiento: un conjunto de características que constituyen sujetos adecuados para satisfacer el “espíritu capitalista” e interiorizar el comportamiento necesario para esto.
Esta forma de comportamiento determina un modo de vida que se confronta con los modos de vida tradicionales pre-modernos o no-modernos (Echeverría, 2010). El modo de vida de la blanquitud es violento y esencialmente opresor. Se instaura como principio y fin; se instaura como el “grado cero” de la identidad humana.
Así, además de ser la blanquitud una exigencia sociocultural y económica, ésta requiere ser interiorizada por los sujetos como una exigencia personal de pertenencia, como ubicuidad social y como posibilidad de salir de esa ubicuidad. La blanquitud se presenta como: “el conjunto de rasgos visibles que acompañan a la productividad, desde la apariencia física de su cuerpo y su entorno, limpia y ordenada, hasta la propiedad de su lenguaje, la positividad discreta de su actitud y su mirada y la mesura y compostura de sus gestos y movimientos” (Echeverría, 2010, p. 59).
Sostiene Echeverría que la blanquitud se convirtió en un rasgo esencial de la nacionalidad moderna. Esto independientemente si se trata de una población no-blanca o no. De manera que la blanquitud, de acuerdo con Echeverría, trasciende las determinaciones étnicas particulares de las comunidades sobre las que se impone un Estado capitalista.
Esto representaría la paradoja de cómo es que una nación de población “de color” pueda ser “blanca” o pretender la blanquitud. La razón, supone Echeverría, es que la constitución primera fundacional de la vida económica moderna fue de corte capitalista-puritano y que casualmente tuvo lugar en poblaciones blancas del noroeste europeo (2010).
De esta manera la blanquitud sería entendida como signo y símbolo de la modernidad y racionalidad. Ese signo estaría representado, de manera arbitraria y casual, por la apariencia étnica de la población europea noroccidental, sobre el trasfondo de una blancura racial (Echeverría, 2010). Plantea una distinción entre la blancura y la blanquitud. La primera tendría que ver con una serie de rasgos fisionómicos afines a un grupo europeo cuya característica más destacable es la tez de color clara (blanca). Por otro lado, la blanquitud se refiere a una serie de comportamientos individuales y sociales, a una forma de comprensión de la realidad, individual y colectiva, afín a las configuraciones capitalistas; y que son totalmente excluyentes y buscan generar diversas formas de opresión a las poblaciones llamadas “tradicionales”, “precapitalistas” o “no capitalistas”. En esta diferencia se podría resolver la aparente paradoja de que una nación no-blanca, en términos fenotípicos, esté estructurada en términos de blanquitud. Ésta terminaría separándose de la blancura de piel. La determinación del grado de modernidad llegó a incluir entre sus determinaciones necesarias y esenciales la raza blanca. Esto implicó que se relegó a todos los individuos y colectivos que no fueran de “color blanco”.
Así, la identidad moderna quedó caracterizada por la blanquitud: “Podemos llamar blanquitud a la visibilidad de la identidad ética capitalista en tanto que está sobredemanda por la blancura racial, pero por una blancura racial que se relativiza a sí misma al ejercer esa sobredeterminación” (2010, p. 62).
Aquí es importante hacer un señalamiento sobre la idea de racismo que desarrolla Bolívar Echeverría. En una conferencia de 2009 titulada Blanquitud, Considerations on racism as a specifically modern phenomenon Echeverría señala que la intención de diferenciación entre grupos humanos ha sido una constante a lo largo de la historia. Y estas diferenciaciones podría estar basadas en múltiples elementos. Sin embargo, el establecimiento de la mismidad y de la alteridad como raza surgiría cuando rasgos biológicos (“human animal features”) comienzan a ser percibidos en una unidad consolidada con una sustancia ética (Echeverría, 2020). Es decir, cuerpo y ethos se perciben como una unidad indisociable. De esta manera, un comportamiento racista sería cuando se dirigen a otra persona a través del filtro de una determinación que califica su apariencia como éticamente significativa. Sin embargo, como se desarrollará a continuación, el racismo que caracteriza Echeverría como propio de la modernidad capitalista es uno ético, en el que, en vez de lo somático, lo corporal, como símbolo de supremacía o de inferioridad, los comportamientos, los hábitos y las capacidades de consumo, etc., son los que lo definen.
Ahora bien, en la propuesta de Echeverría, el racismo que conlleva la blanquitud como modelo identitario civilizatorio no coincide enteramente con el racismo étnico que quedaría definido totalmente por la fisionomía, sino que se despliega hacia la identificación de un ethos capitalista. La inclusión dentro de la blanquitud no exigiría necesariamente que el individuo o la colectividad tenga piel blanca, sino que manifieste de manera visible algún rasgo de blanquitud. De este modo, las personas no blancas, negros, orientales o latinos pueden ser coparticipes de la blanquitud si muestran un comportamiento afín a ésta. Señala Echeverría que, incluso con el tiempo las personas fisionómicamente no blancas pueden llegar a parecerse a la raza blanca (2010).
No obstante que el racismo étnico de la blancura queda relegado como determinante de la blanquitud, en situaciones determinadas puede emerger para identificarse íntegramente con esta última. El caso puede ser que el Estado capitalista requiera una recomposición de su soberanía y, ante esta necesidad, redefina su identidad nacional basada en la blancura étnica (Echeverría, 2010).
Señala Echeverría que éste fue el caso del nazismo en el que la blanquitud fue sustituida por un racismo basado en la blancura. A comienzos del siglo XX los judíos participaban de la blanquitud. Estaban asimilados a la modernidad y al capitalismo. Esto a tal grado que muchos se afirmaban dentro de la blanquitud en términos somáticos. Sin embargo, esto no era conveniente al Estado nacional socialista lo que requirió que éste retomara la blancura étnica o pura que pudiera marcar una distinción con respecto de los judíos. La retórica nazi giraba en torno a la purificación y fortalecimiento de la nación. Se revivieron los viejos prejuicios antisemitas y los trataron de dotar de una materialidad fisiológica.
El ensayo de Echeverría termina reiterando su tesis de que el racismo normal de la modernidad capitalista es un racismo de la blanquitud. Esto ya que el tipo de ser humano que requiere la organización capitalista de la economía es aquel que se someta a la lógica de la acumulación de capital y que imponga y se autoimponga el imperativo de autosacrificio que tiene su origen en la ética protestante. Así, mientras prevalezca la modernidad capitalista el racismo será una inseparable de la vida civilizada (Echeverría,2010).
Ahora bien, en consonancia con las ideas anteriores, Echeverría, en una reflexión sobre Brack Obama y la blanquitud, señala que sólo en casos extremos, como el del ku-kux-klan o el de nazismo, el racismo de la modernidad capitalista remite a la raza de aquellos a quienes oprime, excluye y segrega. En la mayoría de los casos el racismo moderno es de orden ético-antropológico (Echeverría, 2011a).
Echeverría es insistente en mencionar que la blancura, en el sentido anteriormente descrito, es un elemento imprescindible para la blanquitud la cual está definida esencialmente por una forma de comportamiento que implica la inclusión y la exclusión a ésta. En la medida que un sujeto se adhiera a ese modo de comportamiento, al modo de vida y de pensamiento podrá formar parte de la modernidad capitalista y coparticipar de los beneficios que ésta propugna tener. Sin embargo, esta idealidad del modo de vida se presenta como un imaginario inalcanzable en una búsqueda interminable de la misma manera que la completitud de la producción capitalista es imposible.
Señalaba Echeverría en su columna Ziranda de la Revista de la Universidad de México, con referencia una película norteamericana de 1978 titulada Invasion of the body, que el alma está indisolublemente ligada al cuerpo y que para cambiar el alma a alguien es indispensable sustituirle también el cuerpo (2003). Con esto Echeverría indica que el intento de dominio del capitalismo es totalizante. Este se despliega sobre el ser humano de manera total.
La totalización de la modernidad capitalista pasa por mente y cuerpo. Necesita ambos como forma de reproducción. El encadenamiento del cuerpo al proceso productivo requiere no solamente de una violencia física que ejerza su coerción desde forma exterior, sino que ésta, que vienen desde el mismo proceso de dominio del capitalismo, se interiorice. La forma en que se logra esto es a través del deseo de formar parte de la modernidad, de la blanquitud. Pero ese encadenamiento no se da en términos somato-raciales, sino en términos esencialmente de fuerza de trabajo. Sería necesario apuntar que la participación en la blanquitud y en la modernidad puede ser también una forma de sobrevivencia, tal es el caso de la nacionalidad, por ejemplo, o de la ciudadanía.
Como ya se ha ido esbozando, en la interpretación de Echeverría la modernidad capitalista generaría una confrontación entre los modos de vida pre-modernos o tradicionales y la forma organización social que necesita para su reproducción. De este modo, las identidades particulares requerirían ser eliminadas, transformadas o adecuadas en pos de la valorización del cuerpo para su explotación. Esa identidad impuesta es la blanquitud, de manera que ésta es, justamente, el rostro del capitalismo (García Conde, 2016).
La blanquitud se configuraría como un sistema ideológico que constituye y demarca ideas, sentimientos, emociones, prácticas sociales, formaciones culturales y sistemas de inteligibilidad que se identifican con los blancos, o lo que se atribuye a estos y que la gente blanca considera como “blancos” (McLaren, 2003).
Ahora bien, a pesar de que la formulación de Echeverría resulta potente para comprender ciertas dinámicas de identidad que hacen funcionar a la modernidad-capitalista, enflaquece a la luz del fenómeno del colonialismo y las implicaciones que éste ha tenido para la configuración de la modernidad y del capitalismo en países con historias de colonialismo.
La implicación de la teoría echeverriana es que el capitalismo, para su funcionamiento y reproducción, construye una serie de subjetividades que se definen no en términos de somático-corporales primariamente, sino en términos de clases sociales bajo el supuesto de una serie de valores y formas de comportamiento propicios para la reproducción del sistema capitalista. Esto constituiría la blanquitud. Sin embargo, como se argumentará más adelante, el capitalismo y, por lo tanto, la blanquitud ha requerido, tanto por motivos históricos como por fundamento teórico, de la caracterización somato-corporal como elemento necesario y esencial. De modo que la blancura es fundamento de la blanquitud. Sin éste, la última pierde su sentido explicativo e interpretativo. La blancura se vuelve imprescindible para dar consistencia a la blanquitud; y la gestación y articulación de ambas categorías es previa y necesaria para el capitalismo.
El surgimiento y la definición de la modernidad y el capitalismo
Uno de los principales y más fecundos planteamientos en la obra de Echeverría y también de los más polémicos, y que está relacionado directamente con el tema de la blanquitud, es el supuesto del origen de la modernidad.
Echeverría señala que la modernidad puede ser vista como una forma ideal de totalización de la vida humana (2018a). Por otro lado, señala que el capitalismo es una forma o modo de producción de la vida económica del ser humano (Echeverría, 2018a). Estos dos términos resultan de suma importancia para el planteamiento de Echevarría ya que el segundo, el capitalismo, termina dando los contornos a una forma particular de modernidad. Con esta tesis Echeverría entra en confrontación teórica con la propuesta teóricas llamadas decoloniales porque estas tienen como premisa teórica la existencia de una sola forma de modernidad y que ésta tiene una relación indisoluble y causal con el colonialismo.
Para Echeverría la relación esencial entre capitalismo y modernidad se encuentra en su pretensión de totalización y en la forma de organización productiva totalizadora. Hasta antes de la Revolución Industrial la escasez fue una amenaza real para la extinción de la humanidad. Sin embargo, después de ésta ya no se presenta como una amenaza real, sino que se gestiona como una estrategia diseñada para defender la permanencia de las formas de dominación que el mismo sistema genera, y que son necesarias para la reproducción del sistema. Es pertinente señalar que para Echeverría la modernidad es una forma ideal de totalización de la vida humana que se articula a través de un discurso teórico que se formula sobre posibilidades empíricas que presenta como realidad de concreción y que queda en suspenso ya que se apertura en un horizonte por venir.
Por otro lado, la modernidad representa una configuración histórica efectiva que deja de ser una realidad de orden ideal. Se presenta de manera plural en una serie de proyectos históricos de actualización con formas diversas que pueden vivir en conflicto por el predominio. Generando así, formas particulares variadas (Echeverría, 2018a). Es decir, la modernidad es múltiple.
De acuerdo con Echeverría, la modernidad se construyó en un momento determinado de la civilización occidental europea que fue la que estuvo en condiciones de elegir un “cauce histórico de orientaciones radicalmente diferente a las tradicionales” ya que es ésta la que tienen las posibilidades reales instrumentales que tienen una efectividad técnica que permite la abundancia que sustituya la escasez (2018a). Las diferentes formas de modernidad son, justamente, re-formulaciones del occidente europeo. De estas diversas formas, el capitalismo ha sido la más funcional para desplegar sus potencialidades (2018a).
El capitalismo requiere de crear una región destinada a los seres humanos “civilizados”, que son los propiamente humanos, cuya existencia sólo se pude mantener mediante la creación de un entorno miserable destinado a ser marginales. Requiere, dentro de este proceso, la uniformización de las características de lo humano civilizado. Echeverría señala que este prototipo quiere ser impuesto también en América Latina (2011b). Este es el sentido pleno de la blanquitud.
Por otro lado, la modernidad implica una revolución civilizatoria radical en la que todas las formas “identitarias arcaicas” son obligadas a dudar de su validez y obligadas a generar una identidad que responda a esas exigencias de la cultura y organización moderna.
La identidad que se concreta en el mundo latinoamericano es una que afirma y reivindica el mestizaje a través del que multiplica toda posible identidad que le permita autoafirmarse. De modo que la modernidad Latinoamérica es abierta, capaz de incorporar y apropiar y, también, mercantilizar formas de vida “no-modernas”.
Ahora bien, Echeverría supone que en el siglo XII en Europa se gestaron condiciones particulares que posibilitaron lo que llama protomodernidad que causalmente precede a la modernidad. Son tres las condiciones de esta protomodernidad que identifica Echeverría: 1) en el siglo XII se alcanzó el grado de complejidad más alto de complejidad de la dialéctica entre la escasez de los medios de vida y el productivismo de la vida. La capacidad de producción superó las necesidades de consumo; proceso que no se presentó sólo como un exceso excepcional, sino que se configuró como una condición generalizada de la existencia humana (2018a). Europa se encontraba en una “revolución civilizatoria” que buscó constituirse como una totalidad concreta de fuerzas productivas; era la única región que “disponía entonces del lugar funcional adecuado para aceptar y cultivar un acontecimiento que consiste… en una potenciación de la productividad del trabajo humano y por tanto una ampliación de la escala en que tiene lugar ese metabolismo del cuerpo social” (2018a). En esa región, la organización económica posibilitó dividir el trabajo con coherencia tecnológica dentro de fronteras geográficas precisas; 2) en la Europa se gestaba la mercatificación del proceso de circulación de la riqueza desbordaba los límites de esa esfera y penetraba en la estructura misma de la producción y del consumo. Se generalizaba una subordinación real del trabajo y el disfrute concreto a las necesidades en el sentido que se desbordaban las necesidades de realización del valor de las mercancías en el mercado. De modo que el intercambio dejó de ser una forma de “cambio de manos” de bienes posteriores a la producción y se transformó en la escenificación de la circulación de la parte excedentaria de la riqueza en la forma de mercancía. La mercantilización privilegió y promovió la valoración aún no producida y se convirtió en la mediación técnica indispensable en la reproducción de la riqueza social; 3) la transformación cristiana de la cultura judía que se concretó mediante la refuncionalización de lo occidental grecorromano que sólo pudo consolidarse a través del colonialismo de las culturas germánicas. Ésta había preparado la estructura de las prácticas y discursos de las poblaciones europeas para acompañar y potenciar el florecimiento de la modernidad.
De acuerdo con Echeverría la configuración cultural europea mostraba ya un comportamiento conflictivo entre una concepción anímica celestial que ya estaba perfilada para asumir un interés privilegiado en el valor: “en tanto cuerpo terrenal… sólo tenía ojos para el valor de uso” (2018a). Como cristianos asumieron una empresa colectiva la salvación colectiva universalizada para todo ser humano, lo que implicaba la integración de los destinos de todas las comunidades autóctonas y de seguir un sentido único y racional.
Estas condiciones, en la interpretación de Echeverría, fueron condiciones causales que permitieron la emergencia de la modernidad. Sin embargo, señala Echeverría que el capitalismo no habría podido constituirse como el modo dominante de reproducción de la riqueza social sin la proto-modernidad. Pero, de manera inversa, el capitalismo, fue fundamento de la modernidad y sin éste no hubiera sido posible provocar la conversión de lo que eran tendencias o prefiguraciones modernas del Occidente europeo en una forma desarrollada de la totalidad de la existencia social (Echeverría, 2018a).
Una vez que ese modo particular de reproducción de la riqueza social se constituyó y se consolidó como tal, se pudo extender y planetarizarse sin la necesidad de los encuentros y coincidencias con civilizaciones ajenas y hostiles al fundamento de la modernidad (Echeverría, 2018a). La expansión de la modernidad y del capitalismo necesitó de los metales preciosos americanos amén de la explotación de la mano de la fuerza de trabajo.
Como se ha insistido, la modernidad-capitalista no sólo requirió y requiere de la sujeción física coercitiva, sino que requirió de la represión y el sacrificio de las pulsiones; una represión que garantizara un comportamiento económico obsesivamente ahorrativo y productivista de autoexigencia que coincidió con el despojo de la “consistencia eclesiástica” que fue remplazada por la interioridad psíquica de la satisfacción en el cumplimento moral.
Ahora bien, parece adecuado insistir en que, en el planteamiento de Echeverría, la blancura y de la blanquitud están directamente relacionados con la consolidación de la modernidad capitalista en los términos que se acaban de describir. De este modo explorar la teoría de la configuración moderno-capitalista permite comprender de manera más precisa la configuración de la blanquitud en la teoría echeverriana. La modernidad capitalista busca generar un modelo de subjetividad que esté acorde con los requerimientos de la producción: esta subjetividad es la blanquitud. Sin embargo, en el planteamiento de Echeverría el proceso de formación de la blanquitud, de igual forma que la configuración moderno-capitalista, no insiste lo necesario en cómo ésta se forma, en un proceso identitario, en su relación contradictoria con la no-blanquitud. La modernidad-capitalista se forma en contraposición con las sociedades tradicionales o pre-capitalistas. En ese contexto identitario se configura la modernidad con sus pretensiones de totalidad y universalidad; se opone a las identidades particulares que no están a tono con las formas de producción no-capitalistas. En un proceso de diferenciaciones identitarias, en el sentido que la universalización y totalización que requiere como su fundamento, la blanquitud, como parámetro jerárquico positivo, se gesta a través de su referente negativo que es la no-blanquitud que es lo no-moderno, lo tradicional, lo no-capitalista y que termina configurándose como un racismo ético.
Una vez expuesto lo anterior es pertinente señalar la crítica que hace Enrique Dussel al planteamiento sobre el origen de la modernidad de Echeverría. Dussel en su crítica a la tesis 5 de Modernidad y capitalismo de Echeverría señala y recrimina que este último da muy poca importancia a la “apertura de América” en el llamado descubrimiento y, por tanto, al proceso de colonialismo y a la explotación de la fuerza de trabajo para la consolidación de la modernidad y del capitalismo (Dussel, 2014). Dussel insiste que la apertura de Europa al Atlántico fue lo que posibilitó el desarrollo de la modernidad y no como lo plantea Echeverria: como un proceso endógeno (2014). Señala que la Edad Media estuvo definida por el enclaustramiento europeo por el Islam. En este mismo orden de ideas señala que no hubo Edad Media ni feudal fuera del Occidente europeo. No la hubo en África, ni en Asia, ni en el Este europeo (bizantino, otomano y ruso). Así, al respecto, Dussel sentencia: “La modernidad no pudo darse en la Europa enclaustrada, subdesarrollada, periférica del sistema más desarrollado: el mundo islámico y chino” (2014, p. 182).
La crítica de Dussel parece adecuada, toda vez que Echeverría no explica, lo que parece raro en su postura radicalmente materialista, el proceso histórico de acumulación que posibilitó el desarrollo de la mercantilización. Si bien, hace unas pequeñas referencias a la cuestión de la extracción de minerales preciosos de América y la explotación del trabajo de las comunidades autóctonas, la explicación del surgimiento de la modernidad y del capitalismo sin esta referencia es por mucho insuficiente. Como ya se apuntó, el planteamiento central de la genealogía de la modernidad en la formulación echeverriana tiene que ver con un proceso de desarrollo tecnológico que posibilitó la nueva formación económica que fue el capitalismo.
También habría que mencionar que para Echeverría la modernidad es anterior al capitalismo y que, precisamente, el adelanto tecnológico fue resultado del desarrollo de una nueva forma de concepción de la realidad basada en la racionalidad que instrumentalizó la naturaleza en pos del desarrollo “humano” que posibilitó la transformación de la estructura socioeconómica feudal.
Echeverría insiste en que la forma de organización precapitalista es imprescindible para que el capitalismo pueda estructurarse en cuanto a la posibilidad de generar la esfera de la circulación mercantil necesaria. Esta importancia radica en que la reproducción de la riqueza capitalista depende del actuar de los dueños de la tierra; depende de la violencia institucional. Esta violencia pone freno a la tendencia destructiva de la economía mercantil; su tendencia a eliminar el mundo concreto de la vida que se deriva de la tendencia a imponer la mercantificación de los valores de uso en pos de su valorización. La reproducción del capital tendría que imponer un factor contramercantil para que pueda existir en el mundo histórico. La razón de esto, dice Echeverría siguiendo a Marx, es que el capitalismo, para incrementar la productividad, tiene que apropiarse de una parte injustificada de la ganancia global común. Esta tendencia sería el motor del capitalismo histórico que propiciaría un desarrollo tecnológico permanente (Echeverría, 2005).
De acuerdo con Echeverría los descubrimientos tecnológicos pueden ser vistos como aperturas en el campo inédito de transformaciones de la naturaleza, que está dirigido a generar valores de uso y de nuevas necesidades (2005). De ahí que, en la misma lógica, el desarrollo tecnológico se asemejaría al descubrimiento territorial de nuevos y mejores suelos para la agricultura, la minería o la explotación de fuentes de energía, y multiplicadores de la productividad del proceso de trabajo (Echeverría, 2005). De modo que, en esta argumentación, el descubrimiento tecnológico sería equivalente, o incluso de mayor potencialidad, al descubrimiento de un nuevo continente en términos de productividad.
Resulta importante reiterar que, en la propuesta de Echeverría sobre la consolidación del sistema mercantil capitalista, la economía capitalista moderna no está organizada para partir de la nulificación de los comportamientos que el ser humano tuvo previamente a éste. Comportamientos tales como la producción, la circulación y el consumo de bienes pre-mercantiles. Éstos permanecen siempre activos y, a pesar de que están sometidos a éste, mantienen su normatividad específica y la hacen valer de muchas formas (Echeverría, 2018b).
Ahora bien, el mismo Dussel ha argumentado de manera enérgica e insistente en el gran papel que tuvieron los procesos de colonialismo en América para posibilitar el proceso de acumulación originaria del capital. La desmitificación del eurocentrismo que lleva a cabo Dussel muestra que el origen de la Modernidad es material. Éste es la expansión imperial española desde el siglo XVI: el colonialismo español en América (Dussel, 1999). Fue el proceso de la acumulación originaria. Y éste significó el dominio sobre el cuerpo del hombre y la mujer indígena como ”trabajo vivo” (Dussel, 2012, p. 52). Así, de acuerdo con Dussel, la Modernidad no sería un fenómeno extraeuropeo. Se configura como un sistema mundial colonial que comienza con la constitución simultánea de España como centro frente a una periferia americana.
La postura de Dussel en gran parte se contrapone a la explicación cuasi euro-endógena que propone Echeverría del desarrollo mercantil-capitalista que llevó al capitalismo a consolidarse como un sistema global-planetario. Como se ha mostrado, la explicación de Echeverría pone en gran peso en el desarrollo tecnológico que se dio en Europa desde el siglo XV. Sobre esta tesis hay de fondo una gran polémica sobre las implicaciones tan determinantes del desarrollo tecnológico para la transformación de las relaciones de producción. El peligro de esta concepción es caer en una especie de determinismo tecnológico. A propósito de esto, se puede señalar que el desarrollo del capitalismo más bien depende básicamente de la forma de apropiación de la producción, del cambio y del consumo de la producción. De manera que el desarrollo tecnológico, que puede aumentar la producción, no es el que determina las relaciones sociales de producción. De hecho, no hay posible avance tecnológico sin el desarrollo de las fuerzas productivas, que es lo que origina y agudiza las contradicciones de un modo de producción; que sería lo que origina su transformación y desarrollo. La tecnología es una expresión del avance alcanzado por los instrumentos de trabajo, pero no define las relaciones de producción. La organización técnica del trabajo no explica la forma particular de desarrollo de las fuerzas productivas. La organización técnica y división social del trabajo pueden contribuir a explicar el condicionamiento histórico particular de las relaciones sociales de producción, pero no las determinan de manera general y necesaria. Son así criterios secundarios (Bate, 1984). Echeverría, en su supuesto del surgimiento de la modernidad-capitalistas y la consolidación de un orden económico planetario con base en la tecnología, no explica el sustento material de ésta. Lo cual implicaría pensar la forma en cómo las fuerzas productivas fueron desarrolladas a tal grado que pudieran promover, sostener y potencializar el avance tecnológico. Es decir, se requiere la explicación material de cómo se posibilitó el desarrollo tecnológico sobre el que Echeverría pone gran peso para el surgimiento de la modernidad (Echevarría, 2005).
Ahora bien, Echeverría sitúa como el momento de origen de la modernidad el desarrollo de lo que él llama la “neotécnica”.[4] Ésta representa un momento en que hay un giro radical en que se reestructura la productividad del trabajo humano. En dicho giro, la productividad del trabajo humano dejará de residir, como se venía dando anterior a ésta, en el descubrimiento fortuito o espontaneo de nuevos instrumentos, y va a residir en la capacidad de emprender premeditadamente la invención de nuevo instrumentos y la su aplicación en nuevas técnicas de producción (Echeverría, 2009). Con esto, de acuerdo con Echeverría, se inauguró la posibilidad de que la sociedad humana pudiera construir una civilización sobre una base totalmente diferente de interacción entre lo humano y lo otro o natural. Esta relación ahora partiría de una escasez sólo relativa de la riqueza natural y no de una escasez absoluta. A diferencia de lo anterior, de la “construcción arcaica de la vida civilizada, en que la naturaleza era algo “otro” o sobrehumano y enemigo amenazante, la nueva concepción, de mano de la nueva técnica, es tratada como un adversario/colaborador (Echeverría, 2005). Así, la naturaleza termina siendo convertida en “lo otro amenazante”; un objeto que sólo existe para servir de espejo a la autoproyección humana: La naturaleza dejade ser un enemigo y se inaugura una relación puramente utilitaria con ésta. Y este momento iniciaría en el siglo XI.
El desarrollo de la neotecnología traería un sinnúmero de transformaciones en el proceso de trabajo. Si bien acepta que la llamada neotecnología se desarrolló en varias partes, en Oriente primero y después en Occidente, entre todas estas partes ésta se enfocó en la potenciación cuantitativa de la producción de manera que fue ahí donde se promovió y procuró esa neotecnología de manera más abstracta y universalista; más explotable y más evidente en el plano económico; “más exitosa en términos históricos pragmáticos” (Echeverría, 2005, p. 23). Este supuesto “éxito histórico” hizo que del “Occidente romano cristiano” un Occidente europeo y capitalista.
Echeverría asume que este “éxito” se debió a varios factores. Entre éstos es la dimensión “reducida” del “mundo civilizado”, del continente europeo, en el que se experimentó en la práctica la presencia de la revolución neotécnica: “Se trata, además, de un escenario práctico dinamizado… por una dialéctica muy peculiar, la “dialéctica norte-sur” –“de amor-odio”- entre la Europa mediterránea y la del Mar del Norte” (Echeverría, 2005, p. 24).
El otro hecho sería la presencia, ya para ese momento, del comportamiento capitalista dentro de su economía mercantil. Señala Echeverría, siguiendo a Braudel y a Marx, que el comportamiento capitalista existe en el mediterráneo europeo desde la épica homérica (Echeverría, 2005). Desde ese entonces el capitalismo se encontraría determinado desde el comercio y la usura en la esfera de circulación mercantil, el proceso de producción y consumo de las sociedades europeas, y que produjo una fe productivista que antes no se conocían.
Así pues, en Occidente la neotécnica se convirtió en la base del incremento excepcional de la productividad de una empresa privada que llevó la consecución de una ganancia extraordinaria. En gran parte esto sería el fundamento de la idea moderna del progreso.
Ahora bien, como se ha planteado anteriormente, la blanquitud, en la propuesta de Echeverría, sería la forma de comprensión y de autocomprensión que Europa occidental desarrolló en el proceso de dominación económica, tecnológica y cultural mundial. Representaría la forma de identidad autorreferencial de las sociedades europeas occidentales que definiría el “deber ser” exigido por el modelo civilizatorio que está determinado por las necedades de producción y de reproducción capitalista.
Si bien Echeverría explica que este modelo se impone con violencia a la par de un ideal particular de la modernidad relacionado estrictamente con el capitalismo, y llama la atención en que ésta se forma en contraposición con lo tradicional, con lo pre-moderno y con lo arcaico, el planteamiento no desarrolla con suficiente fuerza y consistencia en qué consiste eso tradicional o pre-moderno y cómo esto configura como oposición a la blanquitud. En la lógica de Echeverría, lo tradicional implicaría una identidad cultural y también material-económica. Esta última se refiere a la primacía del valor de uso sobre el valor de cambio. Por el lado de lo simbólico-cultural estaría representado por la asunción de una serie compromisos sociales innatos que se conjugan con una jerarquía social y natural. Lo tradicional también está ligado, en la interpretación e Echeverría, a una relación con lo otro o natural definida por una escasez absoluta de la riqueza natural, lo que configuraba una concepción de humanización de la animalidad. La naturaleza es tratada como enemiga amenazante a la que hay que vencer y dominar.
Sin embargo, estos elementos de definición de lo premoderno o tradicional que configura la misma lógica de la modernidad, que está definida por la violencia del colonialismo en su necesidad de dominio y expansión económica, no se agotan simplemente en formas de organización social y cultural per se, sino que remite ineludiblemente a identificaciones somáticas. Lo colonialismo requiere del esencialismo somático. Lo premoderno o tradicional se asocia de manera ineludible al color de la piel no clara. Definir lo tradicional o lo premoderno exclusivamente a través de la organización sociocultural y/o económica resulta ser insuficiente. En primer lugar, la conceptualización de estos términos se hace a partir de la homogenización de una heterogeneidad de sociedades que la modernidad plantea. Es decir, su definición se asume desde una definición moderna que es la que se les opone. Así, termina cayendo en el reduccionismo de la diferencia no-occidental-moderno. Lo que en sí es problemático porque es resultado del proceso de violencia que despliega la modernidad imponiendo clasificaciones, definiciones, jerarquías, etc. Si bien Echeverría señala que en un primer momento el racismo étnico es la marca del proceso de dominación de occidente y señalar que después se vuelve secundario, este desarrollo teórico no permite comprender la hondura que los procesos de colonización y esclavitud tienen en los procesos de dominación occidental; mismos procesos que siguen definiendo las relaciones sociales de los países colonizados y las relaciones geopolíticas de los países llamados del sur-global con el norte-global basados en un racismo que no es sólo ético, sino preponderantemente somático. O en todo caso, al racismo somático quedan asociadas a las cualidades morales. Las identidades somáticas siguen determinando y configurando las relaciones sociales al interior y al exterior de las naciones con pasados de colonialismo.
Ahora bien, la blanquitud debe comprenderse, interpretarse y explicarse en la relación dialéctica de formación y gestación con su opuesto en la estructura jerárquica que configura el proceso de dominación. Y esta sólo puede hacerse a través de la comprensión del proceso histórico de su gestación. La formación de la identidad que representa la blanquitud se moldea en una relación dialéctica con su opuesto o con sus referentes negativos. La confrontación con América cimentó la diferencia identitaria que ya occidente había configurado con África, con el mundo musulmán y con la cultura judía. Y el primer rasgo de ese proceso identitario fue, y sigue siendo, somático.
Me parece correcta la idea de que el capitalismo valorizó al ser humano a través de la imposición de una identidad formada por la blanquitud. Pero la valorización de éste no podría haberse sostenido sólo en una definición ética que, para los propósitos de mantener la estructura social y económica jerárquica, resulta demasiado endeble y relativa. Para lograr esto, requiere de una esencialización del mismo. Requiere de la fetichización del cuerpo y esto sólo se posibilita a través de un esencialismo somato-corporal con todas las implicaciones morales y espirituales asociadas.
Marxismos negros: la relación entre el racismo y el capitalismo
Como se ha insistido, una interpretación de la blanquitud como forma preponderante de diferenciación y clasificación de subjetividades en la modernidad-capitalista, que sea conceptualizada a partir de una determinación primariamente económica para países con pasado colonial, resulta insuficiente y burda toda vez que el capitalismo y la modernidad requieren de diferenciaciones no solo clasistas, raciales, para poder estructurarse y mantener sus formas de producción, de consumo y de explotación.
Algunos marxistas negros en los años ochenta comenzaron a señalar que el racismo, que comienza por lo somato-corporal, es un proceso organizador de la acumulación de capital y de la modernidad (Grosfogel, 2018). Cedric J. Robinson señalaba que el racismo estaba arraigado firmemente en la civilización premoderna y sirvió de base para el desarrollo del capitalismo. Siguiendo al sociólogo Oliver Cromwell Cox, cuestiona la idea de que el capitalismo fue un desafío al orden feudal. Sostiene que el capitalismo surgió dentro del orden feudal y que se desarrolló en el suelo de la cultura de occidente sobre el racismo que llegó a caracterizar a la sociedad europea. Así, el capitalismo evolucionó a partir del racismo y produjo el orden moderno generando una “capitalismo racial” que era dependiente de la esclavitud, de la violencia y del imperailsimo (Robinson, 2021).
De acuerdo con Robinson, el capitalismo racial es en primer lugar una cuestión vinculada al trabajo. Para él la fuerza de trabajo esclava fue una de las bases de lo que Marx llamó “acumulación primitiva u originaria”. Sin embargo, el esclavismo siguió siendo un elemento determinante para la producción de riqueza capitalista y es un error no tomarlo en cuenta. Un error que proviene de la interpretación de la historia en término de la dialéctica de las luchas de clases generada por la preocupación del marxismo por los centros industriales y fabriles del capitalismo; errores basados en la presunción de una perspectiva eurocéntrica (Robinson, 2021).
De manera que, de acuerdo con la propuesta de Robinson, el capitalismo debe pensarse en múltiples diferenciaciones de trabajo y dichas diferenciaciones se organizan básicamente a través de la raza. Sostiene Robinson que la burguesía que lideró el desarrollo del capitalismo procedía de diversos grupos étnicos y culturales; los proletarios europeos y los mercenarios de otros países; sus campesinos de otras culturas y sus esclavos de mundos totalmente diferentes (Robinson, 2021). De modo que: “La tendencia de la civilización europea en el capitalismo no era pues homogeneizar sino diferenciar, exagerar las diferencias regionales, subculturas y dialectales convirtiéndolas en «raciales»… Los pueblos del Tercer Mundo comenzaron a ocupar esa categoría en expansión en la civilización reproducida por el capitalismo” (Robinson, 2021, p. 78).
Así, en la perspectiva de Robinson, el capitalimo no sería una fuerza modernizadora universal, sino una fuerza que preserva el apecto de la sociedad precapitalisa. Y el racismo es el medio por el cual codifica, gestiona y legitima las relaciones entre estos modos de producción y las formas diferenciadas de trabajo. Y la racialización tiene que ver directamente con la diferenciación entre el trabajo asalariado, el no asalariado y el trabajo excentario, que a su vez se asocia con aspectos del colonialismo (Kundnani, 2022).
A través de los contenidos racistas, y acorde con las necesidades del capitalismo, se crean regímenes raciales que son sistemas en los que la raza se usa como justificación de las relaciones de poder. Y estos se construyen bajo la idea de inmutabilidad ocultando su contingencia. Sin embargo, estos regímenes tienen historia (Robinson, 2007).
Otro pensador marxista negro, Suart Hall, a finales del siglo 1970 y principios de los 80, desarrolló una reflexión sobre la relación capitalismo y marxismo sobre la base del colonialismo. En específico de Sudáfrica. Hall señala que en los contextos coloniales no existe una tendencia a universalizar el trabajo asalariado, sino que tiende a mantener la diferencia en el trabajo. Bajo la diferencia racial naturaliza esa diferencia (Hall, 1980).
Hall hace el señalamiento de que el capitalismo se desarrolla de diversas formas en diferentes lugares del mundo. Se refiere específicamente al caso de Sudáfrica. Señala que, a diferencia del desarrollo del capitalismo con base en la expansión de relaciones de mercado en Sudáfrica éste surge sobre la base de las conquistas de los pueblos batúes y en su incorporación a las relaciones económicas sobre la base del trabajo no libre como parte de un sistema de producción capitalista eficiente (Hall, 1980). Esta forma del capitalismo incorpora, para mantener diferentes formas de dominio, otros elementos más allá de las relaciones de clase, tales como las relaciones raciales. De esta manera, supone que la configuración del capitalismo es mucho más complejo y, en el caso de Sudáfrica se sobreponen modos de producción que no pueden ser explicados en términos de un conflicto entre propietarios y no propietarios de los modos de producción (Hall, 1980).
Los planteamientos de Robinson y de Hall proponen de manera consistente que el desligar las identidades raciales (de origen colonialista y de extracto somáto-corporal) de las formas de explotación capitalista es un error que genera simplificaciones y explicaciones burdas. Si bien, en el planteamiento de Bolívar Echeverría sobre la blanquitud y la blancura sí está presente esta problemática, las diferencias raciales que entrañarían estos dos conceptos son definidos en términos, no sólo en el sentido de relaciones económicas, sino en términos de construcciones ideológicas de consumo y de coparticipación en procesos de explotación capitalista dejando de lado las implicaciones genealógicas que conllevan y que apuntan al colonialismo.
Ahora bien, parece necesario hacer algunas referencias a los señalamientos que se han hecho desde los feminismos negros y los feminismos decoloniales sobre la tesis de que la esencialización de cuerpo, en términos de sexo-género y raza, le fueron necesarios primero al colonialismo y después al capitalismo para concretar sus formas de explotación.
Feminismos negros y decoloniales: la esencialización de la raza y del sexo
Una de las premisas centrales que muchos de los feminismos negros comparten es que en el proceso de esclavización de las personas negras, que es sobre el que se han soportado las definiciones raciales de dominación, ha requerido de la esencialización de las personas en términos tanto de sexo y género como en términos de raza y de clase.
Angela Davis, una muy importante teórica del feminismo negro, en su libro Mujeres, raza y clase (publicado en 1981) señala las distinciones raciales que se habían establecido durante la colonia, permearon la realidad material económica que comenzó a desarrollar con la época industrial desde las primeras décadas del siglo XIX. La principal fuente de fuerza de trabajo industrial la representó la mujer blanca. Estas, clase obrera, junto con las mujeres blancas de clases medias, comenzaron a generar un discurso feminista universalista que no atendía y no entendía las condiciones diferenciadas de trabajo de las mujeres negras que se había establecido durante el periodo esclavista (Davis, 2005). Por su parte, las mujeres negras, por la condición histórica, eran explotadas en trabajos de producción no industriales. Desde esta situación comenzaron a organizar sus diferentes y persistente experiencias de resistencia tanto en la lucha esclavista como contra las opresiones a que eran sometidas por su condición de sexo y género. Abolicionistas blancos y feministas blancas defendían al trabajo libre frente al trabajo esclavizado bajo sus principios de igualdad y libertad. No pensaban en lo absoluto en las condiciones y en las situaciones materiales e ideológicas diferenciadas que originaba a las personas negras esclavizadas. Las personas negras seguían sufriendo, a pesar del fin de la esclavitud, la privación económica y se enfrentaban a la violencia de los grupos racistas con una intesidad desconocida hasta entonces que ni siquiera se había dado durante el periodo de la esclavitud (Davis 2005). Las mujeres negras que trabajaban en la agricultura como aparceras, como agriculturas arrendatarias o como braceras estaba sometidas a la misma condición que los hombres negros. A menudo mujeres y hombres negros fueron obligados a firmar contratos con los propietarios de las tierras que definían la labor en los mismos términos de la esclavitud. Además, se configuraba todo un entramado de imaginarios, derivados de la esclavitud, en que a las personas negras se les caracterizaba como sirvientes (de manera más exacerbada a las mujeres). Imaginarios que se prefiguraban en una realidad que se había configurado históricamente en los procesos de explotación esclavista.
Por otro lado, la segregación racial continúo. Para finales del siglo XIX y principios del XX hubo una serie de medidas legales constitucionales en varios estados norteamericanos que mantenían las distinciones raciales e insistían en negar el derecho de voto a hombres negros y aún más a mujeres negras. La serie de premisas sobre las que se asentaban estas disposiciones legales remitían a los mismos imaginarios racistas del periodo esclavista. Esos imaginarios requerían reforzarse para legitimar la expansión norteamericana en Filipinas, Hawái, Cuba y Puerto Rico a finales del siglo XIX (Davis, 2005).
Lo que muestra la reflexión de Davis es que se ha generado históricamente una condición social y política que establece una relación intrínseca entre el género, el sexo, la clase y la raza. Y esa definición recae en una esencialización que define la situación de cada persona. Ésta recae en una identificación somática, tanto en términos de color de la piel como en las características sexuales que se imbrican. Esta identificación guarda remanentes de las situaciones históricas de esclavitud de las personas afrodescendientes. Su reflexión muestra que el desarrollo del capitalismo no homogeneizó a la población negra norteamericana (que es el objeto de reflexión de Davis) y a la población blanca explotada en términos de clase social; ni mucho menos en términos de género. Más bien, el capitalismo acentuó la distinción racial y sexual, entre otras cosas, a través de la división del trabajo que éste requería para su desarrollo y expansión.
Si bien la reflexión de Angela Davis está referida al caso específico de Estados Unidos, el señalamiento de la imbricación de las diversas formas de opresión y explotación que esencializan el cuerpo a partir de diferentes características (como la raza y el sexo) apunta a su origen colonial marcado, principalmente, por la esclavitud y el colonialismo. Al capitalismo, en sus diversas formas, no le fue necesario suprimir identificaciones esencializadas. Es más, las reforzó, ya que las requería. El efecto de la blanquitud que implicaba la asunción de principios universalistas liberales (tales como la igualdad y la libertad), apropiados al capitalismo, pretendía superar (por lo menos discursivamente) la diferenciación obviando que la esencialización de origen colonialista (llámese blancura) seguía y sigue operando en el proceso de explotación capitalista.
Ahora bien, por su parte Particia Hill Collins, otra importante teórica del feminismo negro estadounidense, ha insistido en que existe una interseccionalidad[5] de opresiones a partir de la cual se explota y violenta a las mujeres negras: intersecciones de raza, clase, de género, de sexualidad y de nacionalidad (2012).
Lo que indica Collins es que más allá de las diferentes formas de opresión, que pasan por las sexogenéricas y de clase, las mujeres afroamericanas comparten una opresión racial y ésta se expresa en su condición de negras o mujeres de color. La definición de esa negritud no proviene, primariamente, de características que tengan que ver con la clase social, tiene que ver con una corporalidad que remite a hábitos y a la sexualidad entre otras cosas y que se evidenciarían visiblemente por el color de la piel.
Collins señala que la mujer negra no existe como esencial o arquetípica; aquella cuyas experiencias sean las normales y, como tales, auténticas. La idea de una mujer negra, que es la que ha configurado la esclavitud y el colonialismo, suprime las diversas y diferentes experiencias de las mujeres negras (Hill, 2012). Entonces ¿a partir de qué se agrupa y esencializa a la mujer negra? Como lo ha señalado Collins, esa esencialización viene de la racialidad que se configura a partir su supuesto carácter y de la sexualidad, y, por supuesto, de la corporalidad que refiere en primer término al color de la piel (al que hace alusión el calificativo de “negras”).
El planteamiento de Collins es otro referente para insistir en que la esencialización del cuerpo, que marca diferencias entre las personas, se ha creado en los procesos de colonialismo y de esclavitud y que el capitalismo no requiere su eliminación, sino más bien su exacerbación.
En el planteamiento de estos feminismos negros se exhibe que la blanquitud sin el referente primario de la blancura (que define la identidad, por lo menos, a partir del color de la piel y de los genitales), se vuelve, más bien, una interpretación sesgada y simplista de la operación de explotación capitalista.
Por su parte, Lélia González, una importante teórica brasileña del feminismo negro en América Latina, ha señalado que tanto el sexismo, como el racismo parten de diferenciaciones biológicas para establecer sus ideologías de dominación (González, 2020). Señala que las mujeres negras, no blancas, son definidas por un sistema ideológico de dominación que las infantiliza, imponiendo el lugar más bajo dentro de una jerarquía. Esto se sostiene a través de la definición de características biológicas de raza y de sexo.
González hace una referencia histórica sobre la construcción racial que España y Portugal impusieron en América. Señala que su experiencia histórica antes de conquistar y colonizar América estuvo marcada por su guerra contra los moros que invadieron la Península Ibérica. Los cuales eran principalmente negros. De modo que al momento de llegar América ya tenían una sólida experiencia en la articulación de relaciones raciales (González, 2020). Las sociedades ibéricas estaban altamente jerarquizadas y, como tales, contaba con una serie de formas nominales de definición. Cada persona tenía su lugar adecuado. La organización era básicamente racial. Y, dice González, que la forma de mantener a indios y negros en su lugar fue la ideología blanqueadora que suponía la supremacía del blanco. Esto tuvo el efecto de desear ser blanco (González, 2020, p. 129).
La feminista decolonial María Lugones ha señalado que el despliegue de poder que necesitan el colonialismo y la colonialidad tiene que ser soportado por una construcción de la subjetividad que tenga como punto clave la naturalización del cuerpo. A través de éste, tanto el sexo,[6] como el género y la raza adquieren sentido, significación y la materialidad que posibilita ejercer el poder del colonialismo y de la colonialidad (Lugones, 2008). Las definiciones coloniales de sexo/género y de raza, se generó una distinción primaria entre la mujer blanca y la mujer no blanca. Las primeras entraban en la categoría de mujer con todas las implicaciones descritas. Las segundas, no sólo eran subordinadas sino también vistas y tratadas como animales en un sentido más profundo que el de la identificación de las mujeres blancas con la naturaleza (Lugones, 2008, p. 94).
La pensadora yoruba Oyeronké Oyewumí, a quien Lugones sigue, ha señalado la importancia que las referencias anatómicas tuvieron para consolidar y configurar los procesos de colonización europea para el caso yoruba (planteamiento que puede ser extensivo a muchos otros casos de sociedades colonizadas). El colonialismo conceptualizó al sexo binariamente (Oyěwùmí, 2017). En la lógica precolonial yoruba no utilizó al cuerpo humano como la base del rango social ni de las distinciones de género de la forma que lo hizo occidente. En contra de esta lógica, con el colonialismo las hembras “se volvieron subordinadas tan pronto como se les “inventó” como mujeres -una categoría homogénea y encarnada-. Así fueron invisibilizadas por definición” (Oyěwùmí, 2017, p. 253).
El corolario de esto fue el surgimiento de las mujeres como categorías identificables por la anatomía y subordinación a los hombres. Fue efecto de la imposición de un Estado patriarcal colonial. De modo que, aunado a la cuestión de la raza, para “las anahembras la colonización fue un doble proceso de interiorización racial y subordinación de género” (Oyěwùmí, 2017, p. 212).
La importancia de las referencias de estas últimas pensadoras radica en que la observación de que la definición del sexo en su relación con el género se configura a partir de la corporalidad; o, en otras palabras, de una identificación que se pretende natural y, como lo señalan ellas, ésta queda inscrita en el cuerpo imbricada con la raza y el color de la piel como forma de dominio colonial y forma persistente del colonialismo y la esclavitud. De esta forma empuja el análisis de la colonialidad a la observación de la primacía de la esencialidad corporal y la construcción de la blanquitud, desarticulando el supuesto de que la blanquitud, referente identitario-conceptual, sea más una serie de relaciones simbólico-culturales puramente ligadas al capitalismo (y a la configuración de la lucha clasista) que a la pretensión de la ontologización del cuerpo en términos materiales tomando como base la diferencia racial.
¿Se puede separar la blanquitud de la blancura? Apuntes genealógicos sobre la categorización del negro y del blanco
Ahora bien, la caracterización que propone Echeverría sobre la blanquitud, que le permite separarla de la blancura en un momento de su afianzamiento y mundialización, serviría de manera muy adecuada para comprender naciones europeas o a la nación estadounidense o canadiense, que imaginariamente estarían conformadas por personas que en su gran mayoría tienen rasgos físicos blancos. Esto porque el acento de su problemática y de su explicación está puesto en la cultura del capitalismo más desarrollado. Por ejemplo, se vuelve útil para pensar el racismo entre la misma población blanca. Sin embargo, en sociedades con composiciones multiétnicas con pasados coloniales, la blanquitud está engarzada con la blancura de una manera indisociable. La blanquitud sin su referencia necesaria a la blancura se vuelve insuficiente para interpretar la dinámica de sociedades, también capitalistas, pero que se han estructurado de manera determinante a través de criterios raciales, de sistemas de castas y de proyectos políticos de mestizaje. En este último caso la blancura y la blanquitud son elementos que nunca pueden conceptualizarse separados a riesgo de generar una interpretación que obvie la intersección (o la imbricación) de diferentes formas de opresión tales como la raza, la clase, el género y el sexo; amen de olvidar la genealogía y la carga histórica de dichas opresiones. Blancura y blanquitud son categorizaciones que siempre están presentes y siempre se activan mutuamente cuando alguna de éstas se dinamiza estructuralmente.
Para argumentar en favor de esta última postura habría que indagar sobre el significado del determinismo racial que occidente supuso para grupos no-blancos en contextos de colonialismo y que posteriormente se reactualizó con los proyectos del mestizaje.
En primer lugar hay que insistir en que la primera gran diferencia de Occidente es el negro; es la diferencia negativa por antonomasia de occidente.
El cuerpo ha sido el punto de anclaje en el proceso de construcción de la diferencia, con fines de dominio y de explotación, que Occidente creó. Los africanos fueron llamados bestias. Fueron descritos como “bestias”, “bestias brutas”, “bestias brutales que debían ser cazadas” (Lindqvist, 1996, p. 8). El negro fue el parámetro jerárquico inferior de la diferencia. Sin embargo, habría que señalar que griegos y romanos conceptualizaban la esclavitud en términos político-culturales, no necesariamente con una relación intrínseca con lo somático como se hizo posteriormente (Santibañez, 2021; Perfetti, 2011).
Desde el siglo XIII los europeos comenzaron a extender su domino en Asia y África ante la necesidad de aumentar la extracción de materias primas, principalmente de materiales preciosos. Para poder satisfacer esas demandas los europeos necesitaron mano de obra. Esto implicó la creación de una categoría para denominar a los sujetos que realizarían ese trabajo y que serían explotados: se terminó asociando, identificando y extrapolando las palabras negro y esclavo bajo el supuesto de una esencialidad. Para tal efecto las personas tenían que ser deshumanizadas y tenía que asociarse con algo evidente a los ojos del europeo. La marca fue el color de la piel, el criterio racial básico (Mbembe, 2016).
Durante la Edad Media los europeos utilizaron mitos bíblicos para justificar la inferioridad y la esclavitud de las poblaciones africanas. Dos fueron los más determinantes: la asociación de Satanás con el color negro y la llamada “Maldición de Cam”. Desde el siglo VIII hay obras en las que Satán se representaba como un negro. Imagen que se reprodujo reiteradamente en pinturas románticas y que han pervivido hasta la actualidad en diferentes partes del mundo (Santana, 2017).
Luther Link sostiene que Satán era representado como negro porque contrasta con la blancura de los ángeles, además de que ese color estaba asociado con el mal y la impureza (2002). El nombre Mefistófeles, otro nombre de la encarnación de Satán, palabra hebrea, quiere decir “el que no ama la luz” y se presenta en una desnudez conectada con la idea del pecado (Link, 2002). Gran parte de la legitimación de la esclavitud hacia las personas de tez oscura (negra) se basaba en la idea de que eran espíritus inferiores y cercanos al mal. Se les calificaba con los estereotipos morales más bajos relacionados con la lascividad y físicamente con penes enormes, aspectos directamente relacionados con el Diablo. Pool W. Scott señala que la raza (caracterizada por el color de la piel) se volvió el primer referente para la construcción de lo demoniaco (Scott, 2009). La cristiandad blanca transfirió todas sus concepciones apocalípticas y diabólicas al cuerpo africano. El folklore europeo describía a Satán como un hombre negro (Scott, 2009).
Por otro lado, se encuentra el mito bíblico conocido como la “Maldición de Cam” como fundamento de la esclavitud africana. De acuerdo con este mito Noé, borracho, se desnudó y se exhibió. Miró pecaminosamente a su hijo pequeño, Cam. Cuando Noé despertó de su embriaguez y se dio cuenta de lo que había hecho, maldijo a Cam, le manchó la piel de negro y lo condenó a la esclavitud. Asimismo, maldijo Canán y a sus hijos condenándolos a la servidumbre. Así, se asoció a la población africana como “hijos de Cam” y esto justificaría la esclavitud.
Acorde con lo anterior, David M. Goldenberg ha argumentado que uno de los cuatro hijos de Cam fue Kush. Esta palabra se asoció durante mucho tiempo en la literatura antigua del Cercano Oriente y en la biblia con el sur de Egipto (Goldenberg, 2017). En la biblia se asocia la palabra con la piel oscura y en la traducción griega con Etiopía (Goldenberg, 2017).
En tradiciones etiológicas antiguas del mundo musulmán también era común el reconocimiento de la maldición de Cam en su relación con el color de la piel oscura. Ni en el Corán, ni en ningún texto que tienen significado legislativo para los musulmanes existe apoyo para la práctica de la esclavitud. El apoyo lo encontraron en los textos bíblicos que recogen el Talmud y el Medrás en el siglo X-IV a.C. en que se explica el castigo de servidumbre a Cam (Goldenberg, 2017).
La tez oscura de la piel quedó asociada con la esclavitud a partir de las conquistas musulmanas en África en el siglo VII y el aumento de esclavos negros en el Cercano Oriente. Estas conquistas trajeron como efecto el que miles de habitantes, desde el este de África hasta el norte de Zanzíbar, fueran esclavizadas por gobernantes musulmanes para ser enviadas a Irak en las marismas del Tigris y del Éufrates (Graves y Patai, 1969).
Por otro lado, las conquistas islámicas en partes de África, que comenzaron en Egipto en el año 604, trajeron consigo la esclavización de miles de personas. En estos años, que coincidieron con el surgimiento y auge del islam, la palabra “al-Nüba” se convirtió en sinónimo de “esclavos negros” debido al basto número de esclavos traídos de Bilad al-Südan, actualmente región de Sudán. El nombre designaba “país de los negros”. Los pobladores de esta región eran descritos en el siglo XIV como “una raza sudanesa, que andan desnudos como los zany[7] y parecen animales por su comportamiento estúpido; y no profesan ninguna religión” (Shiak-Eldin, 2007, p. 168).
En Occidente la asociación directa e inmediata de los etíopes con la esclavitud se consolidó como un efecto colateral de la Inquisición. Durante la Edad Media la esclavitud de los etíopes se relacionaba con el islam. De modo que religión y tez quedaron relacionadas de manera directa. La Inquisición que funcionaba a base de la identificación de la pureza de sangre, cuyo máximo grado de contaminación se definía, en primer lugar, en la relación intrínseca entre islam y tez oscura, afianzó el imaginario de la inferioridad racial de las personas negras que demostraba con la esclavitud. Había esclavos etíopes, “negros”, pero no eran particularmente pueblos esclavizados, ya que formaban parte de los sistemas geopolítico del Medio Oriente (Montaña, 2021). En el siglo XVII, en la época en que el tráfico de esclavos provenientes de África se había normalizado en Occidente, las personas de origen etíope eran una minoría.
El sacerdote jesuita evangelizador de esclavos africanos en el siglo XVI y XVII en su obra e Instauranda aethiopum salute, El mundo de la esclavitud negra in América de 1647 escribía sobre la asociación de las personas de tez oscura con Etiopía: “Plinio, en el libro sexto, capítulo treinta y seis, dice que tomó la denominación de etíope, hijo de Vulcano, que presidió en aquellas partes. Otros, que viene del verbo cremo, que significa quemar, y así tanto monta decir etíopes que hombres de rostro quemado” (Sandoval, 1956, pp. 20-21).
En occidente y en oriente las personas de tez oscura, nombradas con el término genérico de “negros”, quedaron estigmatizadas en una condición de bajeza moral sobre la que se naturalizaba una condición de esclavitud.
Se terminó asociando África con negro; y negro con esclavo. Hombres y mujeres originarios de África fueron transformados en objetos, mercancías y monedas de cambio. El padre capuchino antiesclavista Epifanio de Moirans, en un escrito titulado Servi liberi seu naturalis mancipiorum libertatis iusta defensio de 1682, con motivo de su contrargumentación a la legalidad de la esclavitud, reproducía los argumentos que los esclavistas utilizaban para defender esa práctica: “… los negros son animales vivientes, como bestias, malditos de Dios, de la raza de Cam a quienes Noé maldijo e hizo esclavos de los hijos de Sem. Por lo cual no hay necesidad de justificar el título de la servidumbre, ni contra el derecho natural divino o positivo, ni el título de posesión como esclavos” (López García, 1982, p. 210).
Ahora bien, como se ha mencionado ya, anterior a la llegada de los europeos a América, la esclavitud de personas negras en Europa era ya una constante. En España existía la esclavitud legal por lo que no hubo ninguna postura en contra de ésta con respecto de la población negra específicamente. Eran esclavas como muchas otras etnias
En 1511 se tomó la determinación de enviar esclavos negros de manera importante a las Indias, ya que los indígenas no resistían el brutal trabajo a que eran sometidos por los colonos españoles. Algunos religiosos aconsejaron que se introdujeran negros bozales de la Guinea (de las costas africana del sur del continente) ya que éstas habían sido las poblaciones que más comúnmente esclavizado en el flujo doméstico (Gallego, 2005). El requerimiento de mano de obra para las colonias americanas generó un gran comercio de esclavos en el que compitieron portugueses, ingleses y holandeses principalmente.
Así pues, frente a una categoría identitaria de marginación y exclusión que basaba sus procedimientos de caracterización en un elemento fisiológico (que tenía un fundamento esencialista) y que hacía identificable a las personas a simple vista (el color de la piel llamada negra). Sobre el polo jerárquico negativo esencializado, que representó el negro, occidente construyó la estructura de dominación planetaria.
La pureza de sangre y la esencialización de cuerpo
El primer colonialismo europeo en América se fundamentó a partir de distinciones raciales. Éstas estructuraron un sistema de castas y en éste, el negro es el parámetro inferior de diferenciación. Como se referirá más adelante, en el orden colonial las mezclas entre castas resultaban en una degradación de la sangre. En el sistema de castas novohispano se suponía que la impureza de sangre indígena podría limpiarse si se mezclaba con sangre española en tres generaciones. Sin embargo, la mezcla de sangre española o indígena con negro quedaba irremediablemente degradada (Katzew, 2006).
Los españoles en América no tenían interés en la integración. No pretendían la disolución de heterogeneidad identitaria. Las diferencias les eran necesarias para legitimar su dominio. Esta diferenciación identitaria articulaba todo el orden social colonial giraba en torno a la dicotomía entre españoles y no españoles. La distinción de ambos grupos se hacía evidente a través del cuerpo. De manera primaria recaía en el color de la piel, el color del cabello, la complexión, la estatura, etc.; de los rasgos fisionómicos. Al color de la piel se agregaban otros elementos culturales que resultaban secundarios para establecer la diferenciación entre españoles y no-españoles. El modelo de diferenciación somático-cultural que desarrolló el colonialismo español en América ensanchó, en el sentido de identidad somática, el modelo de diferenciación con que se jerarquizaba social, política y culturalmente en España.
Cuando lo somático no era suficiente para una identificación se recurría a otros procedimientos más sofisticados tales como la pureza de sangre. Ésta era la principal herramienta conceptual de identificación que impedía a cierta población transgredir el orden jerárquico estamental, pero su aplicabilidad era coherente sólo para la población blanca.
Este concepto definía si una persona era un “viejo cristiano”; definía si una persona era un “viejo cristiano”. Es decir, definía la antigüedad de adscripción cristiana a través de la probación de continuidad de linaje de ascendencia. La continuidad consanguínea marcaba el estatus de las personas dentro de la jerarquía estamentaria. Esta concepción se originó en España en 1449 como Sentencia en el Cabildo de Toledo. Se tenía la intención de establecer la autenticidad de un linaje y comprobar que no se tenía sangre musulmana o judía (Martín, 1862).
Como consecuencia de los motines de 1391 (que tuvieron que ver con el asesinato de población judía, principalmente en Sevilla, a la que se le culpaba de la peste, de las sequías y malas cosechas) y, después, con la expulsión de los judíos en 1492, se inició una ola de conversión religiosa de la minoría judía. El objetivo de la conversión fue la supervivencia y el mantener pertenencias y propiedades. Así, durante las conversiones de 1391 y de 1492 los judíos pasaron a ser cristianos adquiriendo privilegios y nuevas obligaciones. El proceso trajo consigo sospechas, envidias y miedos de los viejos cristianos. Y esto, lógicamente trajo consigo procedimientos de des-encubrimiento. El argumento del discurso antijudío era que “en los cuerpos de judeoconversos, pese a su pertenencia al cristianismo, la sangre judía tenía una incidencia negativa sobre su moralidad y su conducta. La sangre de los neófitos influenciaba su ser de tal forma que… se seguían comportando como judíos” (Hering, 2011, p. 37).
La pureza de sangre establecía un criterio separador y diferenciador que partía de una marca esencial u ontológica. Marcaba una diferencia irreductible. La conversión suponía que las personas que habían profesado otra religión podían adquirir un estatuto de igualdad con respecto de las personas cristianas. Sin embargo, la igualdad sólo podía adquirirse de manera parcial porque la pureza de sangre se establecía una gradación que seguía manteniendo un orden jerárquico.
Los procesos de conversión buscaban atajar el “problema judío y musulmán”, pero esto ocasionó un miedo profundo a los cristianos (Hering, 2011).
Entre el siglo XVI y XVII el pensamiento español estaba influenciado por dos concepciones en cuanto al tema de la sangre. Una era la teología cristiana y la otra era la ciencia médica grecorromana (Edwards, 1988-1989). A partir de estas se generaban definiciones morales y sociales: “la sangre, como impulso creador y recreador de vida, es un determinante esencial de la calidad no sólo física, sino que principalmente moral de las personas, es decir, del mayor o menor honor social del cual cada sujeto es una muestra tangible” (Arre, 2017, p. 24).
En el siglo XVII las cualidades morales estaban asociadas con la sangre, eran hereditarias y transmitidas a través de los fluidos del cuerpo. El semen, la leche materna y los fluidos vaginales eran parte de la sangre y transmisores de cualidades morales.
La sangre simbolizaba un impulso creador y recreador de la vida que era determinante esencial de la calidad moral de las personas, más allá de la calidad física. A pesar de tener un componente corporal, para ciertos grupos con características físicas determinadas, el elemento de esencialización quedaba oculto. De ahí que se tuviera que hacer un rastreo genealógico que permitiera precisar esa cualidad moral. A partir de éste, se podría certificar la cualidad moral. En este proceso la Inquisición jugó un papel de suma importancia.
La pureza de sangre era una determinación que implicaba tanto a judíos como a musulmanes conversos. A estos últimos se les llamó moriscos. Era un grupo heterogéneo que tenía grados de conversión diferenciados y no podría diferenciarse a simple vista, ni por el físico ni por la lengua más que a través de la vigilancia extrema de prácticas culturales que se ocultaban. Por lo que se generó un ambiente de recelo y desconfianza (El Alaoui, 2002). La principal forma de persecución estaba basada, al igual la de los judíos conversos, en la observancia de actitudes y comportamientos (Borja y Moreno, 2019).[8]
A partir de la puesta en práctica de los principios de la Sentencia de Toledo, la forma de detectar la impureza radicó en la memoria colectiva. Con el tiempo se volvió cada vez más difícil detectar la impureza de manera directa, así que se generó un sistema burocrático de investigación que administraba el saber genealógico para vigilar y castigar (Hering 2010).
Planteado lo anterior, hay que insistir en que la concepción de pureza de sangre se encuentra el fundamento de la diferenciación ontológica o esencialista que occidente trazó en los procesos de expansión colonial desde incluso antes del siglo XVI y a través de los que impuso un modelo civilizatorio a lo largo y ancho del mundo. Esa diferencia apelaba a un fundamento inmutable que era una determinación fisiológica y moral. Sin embargo, en ciertas poblaciones esa diferenciación era somáticamente evidente: el color de la piel. Ésta era la marca que evidenciaba la impureza y era una determinante que imposibilitaba llevar a cabo un proceso de limpieza. Como ya se ha señalado había una identificación directa entre la impureza de sangre, con sus implicaciones morales, con la tez oscura. Así, la impureza de las personas de tez oscura, llamadas negras, se volvió visiblemente evidente. Estas no requerían de una pesquisa genealógica. Su color de piel les delataba de forma determinante. En el caso español, las pesquisas que llevaba a cabo la Inquisición sólo se volvían necesarias para las personas cuyos rasgos fisionómicos.
Así, la pureza de sangre implicaba una verificación de la antigüedad del cristianismo y la limpieza de la sangre que implicaba que no hubiera ninguna “mancha de raza” (Hernández, 1992). El término cristiano se refería exclusivamente a los originarios de la Cultura del Occidente, excluyendo a quienes adscribían su origen espiritual y su origen biológico en otras áreas culturales. Estas personas fueron calificadas de infieles o herejes.[9]
De esta forma, no eran admitidos dentro de la dinámica nobiliaria los de “«raza de judíos, moros ni herejes y su descienden de tales, y si son o han sido convertidos de otra secta nuevamente a nuestra Santa Fee Catholica»; en la Órden de Santiago también se excluye a los descendientes de índios” (Hernández Franco, 1992, p. 84).
A las poblaciones no-blancas, relacionadas de manera inmediata como algo evidente con una ascendencia no cristiana, se les identificaba con una mancha de sangre originaria e indeleble en sí misma. Debe entenderse por poblaciones “no-blancas” aquellas identificadas somáticamente con la tez clara.
Parece necesario hacer explícito que en las dinámicas sociales estructuradas a través de la pureza de sangre había un componente económico y material importante. La pertenencia a un grupo étnico (a una casta) estaba determinado también por la riqueza. Las personas blancas requerían de cierta riqueza para poder mantener su adscripción, no obstante que la acumulación de capital económico no constituía para las élites el fin último y declarado de su posicionamiento social (Castro, 2005). Sin embargo, ésta era necesaria para poder seguir manteniendo la diferenciación superior en el sistema de castas. En varios casos la sola blancura no bastaba para mantenerse dentro del estatus de élite, no obstante que ésta era potencial para afianzar posiciones económicas a través del matrimonio con otras castas enriquecidas (como las mestizas) (Castro, 2005).
Así pues, la diferenciación colonial que establecieron los españoles, y en general los europeos en todo el mundo, se configuraba a través de un entramado simbólico en el que diferentes elementos se relacionaban de manera sistémica y jerarquizada para definir las identidades de las personas con el objetivo de mantener un dominio en su favor. Este sistema de diferenciación, además de a través del soporte simbólico referido se articulaba con una estructura socioeconómica también jerarquizada basada en la explotación.
Si bien los diversos elementos que estructuraban la diferenciación se articulaban de manera sistémica, al requerir de una fundamentación esencialista, naturalista u ontológica, todos esos elementos se interseccionaban simbólicamente en el color de la piel y en algunos otros rasgos fenotípicos. La tez, lo que Echeverría designa como el sistema de blancura, era la sinécdoque de todo el entramado jerárquico cuya referencia negativa estructurante estaba en la definición de la categoría de negro.
De la diferenciación somática colonial a la diferenciación somática liberal en América Latina
Cuando las naciones, ahora llamadas latinoamericanas, obtuvieron sus independencias los regímenes liberales post-coloniales que terminaron implantándose suprimieron constitucionalmente las diferenciaciones de castas. Los conceptos de igualdad y libertad fueron los que articularon los discursos constitucionales de los nuevos órdenes. Sin embargo, se desarrolló una construcción tras-discursiva desde diferentes saberes disciplinarios que afirmaron la inferioridad de los sectores de la población sin ascendencia europea. En esto se infiltró todo el bagaje colonial de superioridad étnica blanca (la blanquitud y la blancura) concretándose en los discursos cientificistas decimonónicos, principalmente por la biología evolutiva.
La ciencia del siglo XIX situó a diferentes grupos en el plano de inferioridad evolutiva de acuerdo con su concepción de la esencia natural de la especie humana que se ajustaba a los estándares y a los intereses de la burguesía blanca. Grupos tales como los negros africanos, los esclavos de las plantaciones americanas, los aborígenes australianos, los tasmanos, los indios botocudos, los malayas, los pigmeos, los nativos coloniales, así como las mujeres (Sánchez Arteaga, 2007). En general estos discursos sólo constataban los imaginarios que colonialistas que europeos habían hecho sobre las personas no-blancas.
El racionalismo político, que sentaba los fundamentos de los Estados modernos con sus ideas contractualistas y democráticas, no habían cambiado el fundamento mismo de la diferenciación. Por ejemplo, Montesquieu, el teórico ilustrado de los tipos de gobierno y de la división de poderes, seguidor de las ideas de John Locke y Thomas Hobbes, en los albores de la Revolución Francesa seguía defendiendo la esclavitud de las personas negras. Decía que la esclavitud era necesaria por cuestiones económicas y que las mejores personas para llevar a cabo ese trabajo eran los negros de África. Estas ideas eran la actualización del discurso racista de los siglos anteriores que definían la diferencia en términos esencialistas somático-corporales: “No se concibe que Dios, un ser tan sapientísimo, haya puesto un alma en un cuerpo tan negro, y un alma buena, es aún más inconcebible en un cuerpo semejante” (Montesquieu, 1906, p. 355).
El discurso cientificista de los finales del siglo XIX, permeado de principios evolucionistas darwinistas, definió la jerarquía de los grupos humanos de acuerdo con una supuesta esencia natural de la especie humana. Ésta se ajustaba a los intereses de la burguesía blanca de manera que hubo un consenso de la superioridad natural del hombre caucásico blanco (Sánchez Arteaga, 2007). Estas ideas estuvieron tan fuertemente enraizadas que incluso intelectuales negros asumieron las ideas de la inferioridad racial (Haller, 1995). Por ejemplo, los intelectuales negros norteamericanos Henry F. Kletzing y William H. Crogman en su libro de 1898 Progress of a Race decían que los grupos de Nueva Zelanda, Tasmania, las Islas del Pacífico y de Sudáfrica estaban destinadas al exterminio en favor de los grupos anglosajones por cuestiones evolutivas (Gibson y Crogman, 1989).
Así las sociedades occidentales del siglo XIX crearon un sistema simbólico de racionalización de las ideologías raciales previas. En éste se asumieron como las elegidas por la naturaleza. Las poblaciones no europeas fueron relegadas científicamente a un lugar inferior en las jerarquías naturales de los homínidos (Sánchez Arteaga, 2005).
En Latinoamérica estos discursos racionalistas y cientificistas a lo largo del siglo XIX y primera mitad del XX, por lo menos, moldearon las múltiples y diferentes formas de marginación, explotación y de segregación contra poblaciones no blancas. Las disciplinas médicas y antropológicas construyeron las identidades culturales en términos racistas bajo las ideas del mestizaje. Y éste, en primer lugar, estaban definidos de manera somática ya que la diferenciación política, bajo los ideales liberales de la igualdad y la libertad, retóricamente había sido nulificada. En lo somático, un nuevo-viejo esencialismo, se soportó la esencia natural del orden social y humano que ponía a criollos por encima. Esta estructura jerárquica, que actualizaba sus designaciones, ha articulado todos sus significados a través de la corporalidad y de ésta el color de la piel es el elemento privilegiado de identificación.[10]
La formación de los Estados-nacionales latinoamericanos se estructuró con base en la blanquitud en su relación intrínseca con la blancura. Sus diversos proyectos del mestizaje se configuraban en una aparente contradicción entre la integración y la diferenciación. Por un lado, se requería de la homogeneización poblacional, tanto como legitimidad soberana, como para la consolidación de una estructura económica que cada vez se desarrollaba como un capitalismo; por el otro, para mantener las jerarquías socioeconómicas, se requería de la diferenciación identitaria. La resolución de esta aparente paradoja fue la de una retórica de inclusión basada en la igualdad cultural y política; a la par de un sistema ideológico racista que configuraba las jerarquías sociales con base en la identificación fenotípica que recuperaba los contenidos racistas colonialistas.
Consideraciones finales
A lo largo del este trabajo se ha insistido en que la blanquitud no puede pensarse de manera separada de la blancura. Esto porque lo que Echeverría entiende como blanquitud se ha configurado a través de un esencialismo que remite a lo biológico. Todo lo social está remitido a ese esencialismo. El colonialismo por siglos cimentó la diferencia basada en lo biológico y natural bajo un fundamento teológico y posteriormente bajo un fundamento racionalista. La forma que ha asumido esa evidente (del latín evĭdens, -entis: cierto, claro, patente y sin la menor duda) diferencia ontológica era y es la corporalidad. La modernidad, que comenzaría con la expansión colonialista europea, tiene como uno de sus fundamentos la relación intrínseca entre blanquitud y blancura. El colonialismo se forjó a través de la diferencia. Esa diferencia requirió de la relación dialéctica de contrarios históricamente constitutivos; su polo jerárquico negativo que es el negro. Y es necesario aclarar que la denominación negro remite a una esencialización somato-coporal, con todas sus implicaciones de aptitudes, morales, etc., definida por tez no clara.
El ethos no nace separado de la identificación corporal. Para que la distinción entre blanquitud, como ethos, y la blancura, como corporalidad, puedan pensarse teóricamente como algo distinto hubiera sido necesario que su origen estuviera diferenciado. Pero, justamente, el colonialismo originó la relación inherente entre ambas. Y esta relación marca la única posibilidad de diferenciación en un contexto moderno-liberal-capitalista signado por la retórica de la igualdad y la libertad.
El posible contrargumento que podría esbozarse a esto último es que las personas de tez oscura pueden blanquearse debido a que la blanquitud no implica necesariamente un tono de piel blanco, es rebatible en el sentido de que el proceso de blanqueamiento (que lleva a la blanquitud) requiere para su concreción de tez clara. La blancura de la piel (que conlleva otros rasgos corporales como el tipo de cabello, la complexión, etc.), que sí parte de una referencia material, es sobre todo una idealización cuyo significante es la tez clara. El ser un ideal, como rasgo ontológico, implica un estado de inalcanzabilidad. En otras palabras, la blanquitud nunca, en ninguna circunstancia, es alcanzable para alguien que, ontológicamente, ha sido definida a partir de la marca ontológica que es la corporalidad.
La propuesta de Echeverría supone que el capitalismo elimina las diferenciaciones corporales porque el capitalismo requiere de incorporar a la mayor cantidad de personas en sus procesos productivos, de consumo y, por tanto, de explotación. Sin embargo, esta suposición obvia, debido a un velado reduccionismo economicista, las implicaciones de la esencialización histórica racial (por no mencionar la sexualización) que, en un primer momento, requirió el capitalismo para su instauración (con la colonización y el proceso de acumulación originaria) y, posteriormente, para su consolidación (con la formación de la geopolítica extractivista tanto de fuerza de trabajo como de los recursos naturales). Es un grave error pensar que el capitalismo promueve y exige una homogenización cultural. Requiere ciertas pautas de comportamiento que promuevan el consumo y enajenación en favor de la estructura de explotación del trabajo. Sin embargo, requiere diferenciaciones identitarias que se vuelven mucho más evidentes en las dinámicas actuales de la globalización del capital. Y esas diferencias identitarias se configuran en primer lugar a través de lo somático con su correlato geocultural.
La propuesta teórica que separa la blanquitud y la blancura como dos cosas ligadas, pero separadas y distintas, se posibilita por su enfoque que privilegia relaciones económicas en el análisis sobre otro tipo de relaciones. Si bien la explicación de Bolívar Echeverría, de influencia lukacsiana, propone un análisis sobre formaciones ideológicas que promueven, generan, mantienen y posibilitan las formas de producción, de consumo y de explotación capitalista, en específico en el contexto del colonialismo y del post-colonialismo, su análisis queda parco por su determinante económica de explicación. Lo que han mostrado los llamados marxistas negros, los teóricos decoloniales, las llamadas feministas negras y decoloniales es que las formas de explotación capitalista están configuradas constitutivamente a través de la racialización y la sexualización de las personas. Es decir, a partir de la ontologización de la identidad a través del cuerpo. Justamente la estructuración del orden colonial se basa en la esencialización de las identidades y la vía primaria para hacer esto es el cuerpo. El cuerpo, en especial el color de la piel y los genitales, se presenta como la sinécdoque de todo el sistema simbólico-imaginario de la supremacía blanca. El capitalismo post-colonial adecuó las diferencias coloniales para la explotación del trabajo en favor del mercantilismo. Así, la organización colonial ha servido como base de la estructuración de las relaciones sociales de producción capitalista.
Como se ha desarrollado, la propuesta echeverriana sobre la blanquitud supone que el capitalismo configura una diferenciación identitaria con base en las capacidades adquisitivas de las personas (que conlleva ciertos simbolismos tales como el comportamiento, las vestimentas, las formas de habla) pudiendo generar un imaginario que supone la posibilidad de inclusión dentro de la blanquitud, sin importar mucho el fenotipo de las personas. Y, como se ha presentado también, menciona varios ejemplos en que personas negras se han podido adscribir a la blanquitud con éxito. Sin embargo, si bien las personas, con base en el imaginario que configura la blanquitud, pueden disminuir y transformar su negritud (la tez oscura de la piel) en pos de ese imaginario, la determinante somática siempre es el punto elemental de anclaje y de estructuración jerárquica moderno-capitalista. Y esta determinante corporal afianza su fundamento en la diferencia colonial.
Habría que preguntarse en qué medida la explicación sobre la blanquitud como un ethos capitalista, desligada de la racialización somática, no cae en el grave error de no considerar la genealogía de las determinantes históricas no-económicas, en específico y el de asumir que el capitalismo fue capaz de configurar una estructura social nueva basada en identidades definidas por las relaciones sociales de producción. Es un error suponer que, por lo menos en países con pasado colonial, lo somático no es determinante en la adscripción en la estructura jerárquica social moderno-capitalista.
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Notas
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