Vária
Juego de viejas
Juego de viejas
Revista Caracol, núm. 18, 2019
Universidade de São Paulo

Recepción: 07 Marzo 2018
Aprobación: 29 Junio 2018
Resumen: El juego se reitera en la obra de José Donoso. Se puede rastrear una estética del autor a partir de las formas y horizontes que despliega la actitud lúdica en toda su producción. En El obsceno pájaro de la noche, los paquetes de las viejas, que no tienen ningún propósito, actúan como desdoblamiento del acto creativo que se gesta en esta novela/paquete/juego. Lo lúdico funciona tanto en el nivel básico de representación temática como a través de sus posibilidades en tanto dispositivo ficcional. Finalmente, a través del simulacro y la competencia, la novela resalta tanto el vínculo entre el espacio y el juego como la capacidad del espacio lúdico para enlazar tiempo histórico y mítico.
Palabras clave: Juego, Simulacro, Competencia, José Donoso.
Abstract: Game is a recurring motif in José Donoso’s production. An author aesthetics can be tracked upon the ludic forms and extents in his fiction. In The obscene bird of night, the wrappings created by the “old women”, which are completely pointless, become an unfolding of the creative act that grows in this novel-wrapping-game. The ludic matter works not only at the very basic level of representation, but also through a range of possibilities as a fictional device. Finally, through competition and mimicry, the novel displays the link between space and play, as well as the potential of ludic space to merge historical and mythical time.
Keywords: Play, Competition, Mimicry, José Donoso.
“He is a fantastic borrower of ideas.Creo que mi análisis sobre Fuentes
puede ser brillante con este conocimiento de Huizinga”
José Donoso
Libre y soberano, el juego
En 1969, tal como lo registra Correr el tupido velo (2009), Donoso quedó fascinado con la lectura de los conceptos propuestos por Johan Huizinga en torno al juego. Tanto es así que apunta en su diario la pretensión de usarlo para hacer el análisis de Zona Sagrada (1967), la novela de Carlos Fuentes. Y no era para menos. Homo Ludens (Huizinga, 1938) establece un amplio concepto de juego que se circunscribe no solo a un mecanismo, sino también a una actitud. Abarca desde su uso como divertimento hasta su faceta más sagrada. El juego no obedece a la utilidad, al deber o a la verdad, aunque pueda establecer relaciones con estos propósitos[1].
Por todo esto, explica el estudioso, se abre hacia una racionalidad liberada del peso de la causalidad unívoca y de la medida. Sin embargo, esto no exime al juego de seriedad. Al contrario, lleva siempre implícito un gesto de gravedad que obliga a sus participantes a cumplir con las reglas. De ahí que lo lúdico abarque tanto el juego de niños como el sacrificio ritual[2]. No es de extrañar, por lo tanto, que José Donoso hubiera presentido, desde mucho antes de leer a Huizinga, las múltiples posibilidades que el juego puede ofrecer para los temas y formas que le interesaban. La variedad de formas lúdicas presentes en la narrativa donosiana no pasa desapercibida y se constituye en clave para la comprensión de su estética.
Lo lúdico, entendido de esta manera, aparece desde los inícios del autor como cuentista hasta sus producciones postreras. No obstante, vale la pena detenerse un momento en Este domingo (1966), segunda novela de José Donoso, que recoge de manera efectiva los alcances de esta cuestión y la dirección a la que apunta en la escritura del autor chileno.En ellaconfluyen variados usos del motivo lúdico con que el autor maniobrará a lo largo de toda su carrera. La narrativa aborda directamente tanto la muerte del juego como la de la infancia. El personaje central, la abuela Chepa, revela a cada detalle una personalidad que abraza el deseo lúdico en su modo trágico. Le enseña a sus nietos un modo que le es característico: inventar sus propios juegos donde no caben los ya diseñados por otros. Por ese camino surgen juegosque expresan rasgos que perdurarían como marca de la escritura donosiana: los maniquíes viejos que se convierten en simulacros al acceder a un nombre, la identidad como idealización que se incorpora y deshace a cada instrucción nueva, la búsqueda de un tesoro compuesto nada más que de vejestorios y despojos.
Sin embargo, una gran transformación sobreviene el domingo destinado al “funeral”. Se trata del entierro de Mariola Rocanfort, personaje creado en el juego que abuela y nietos habían nutrido a cada encuentro. El lector asiste a una escena juguetona y ridícula: la abuela Chepa guía la procesión que conforman los niños. Disfrazados con cartón y jirones cargan un féretro cubierto de flores y avanzan solemnemente. Los participantes se lamentan y el narrador afirma: “Cantan como en un trance, los ojos apenas abiertos” (Donoso, 1966, 75). Salta a la vista lo poco usual del entretenimiento. El simulacro y el vértigo están a flor de piel. Los niños tiran desde el balcón la urna que no es más que una almohada, vieja y sucia. Es un juego solemne que no busca promover la risa sino el pesar. Lo que pudiera parecer más extraño es que el deseo de tragedia es lo que seduce a los participantes:
lo maravilloso que sería poder llorar así, arrodillados, mesándose los cabellos, tirando flores y esparciendo incienso, frente a una tragedia realmente grande bajo un atardecer dorado... Pero no pasaba nada si no lo inventábamos nosotros (Donoso, 1966, 99).
Un deseo que expresa de modo infantil lo que se convertirá en presupuesto estético para el autor. Nos damos cuenta, entonces, de que el influjo de la abuela se aparta del mero hecho de la diversión. Trasluce una vocación en ella por lo trágico y lo sórdido promovidos por la creación de estos juegos que los demás adultos le critican tanto como critican su persistente compromiso de auxiliar a los pobres. Una actitud benefactora que esconde el simulacro: ser como los desdichados a quienes ayuda. La resurrección, programada para el domingo siguiente, no se dará nunca. Mariola Rocanfort sufre el mismo destino de cualquier mortal: morir para siempre, como lo subraya con desilusión el narrador. Páginas después, Chepa abandonará el lado solar del juego, al que está acostumbrada, para entrar en aquel otro, que a la vez le asusta y le atrae[3].
Este ejercitarse –lo lúdico tiene que ver con escuela pero también con una práctica– en el placer y el ocio se resume como un hacer de cuenta. Valga recordar que en el juego todos los participantes permanecen dentro de la conciencia de la representación mientras que en el rito no siempreesasí. En todo caso, queda claro que la concepción de juego de Huizinga no se funda en dicha distinción y que, por el contrario, la omite. En el rito, la facultad para representar se vuelve mística, lo que conlleva una concretización cuyos efectos se mantienen incluso después de consumarse. Dentro de este panorama, el juego le permite a Donoso no solo sumergirse en ciertas cuestiones que le son fundamentales, sino que suministra, al tiempo, procedimientos con los que mantiene estrecha afinidad.
El autor muestra un interés particular por esa cualidad lúdica que no es exclusiva de los humanos. Le atrae no solo en su calidad de divertimento, sino también en su faceta sagrada, y así lo entendió y concibió ficcionalmente. Entendía la literatura como un ejercicio que no debía circunscribirse a los intereses prácticos y utilitarios. Más allá de defenderla como un espacio para preguntas y recreaciones, hay una comprensión de ella como experiencia del sentir. En El obsceno pájaro de la noche(1970), el juego funciona como vehículo que establece, sí, una relación de trascendencia con referentes fuera del texto pero, sobre todo, exhibe su potencia para engendrar una realidad en sentido completo (al modo del juego y a partir de él) dentro del universo mismo de la novela.
Juego en la noche: El obsceno pájaro
Diez años se demoró José Donoso escribiendo El pájaro. Considerada como su mejor novela, según una amplia cantidad de lectores, contribuyó de manera fundamental al reconocimiento y la consagración de su autor. En ella, la índole lúdica aparece de manera exacerbada, puesto que ofrece un recorrido en que el personaje despliega el funcionamiento del simulacro de manera incansable hasta su propia extinción vertiginosa. Esto, al mismo tiempo, provoca un vahído para el lector que pretenda echar mano de modos de lectura tradicionalmente realistas, dado que no encontrará más opción que enfrentarse al abismo interpretativo que trae la destrucción de todo intento por establecer una verdad del texto.
Viejas poderosas y desharrapadas
El obsceno pájaro de la noche es, por excelencia, novela del despojo. Al asomarse apenas a las primeras páginas, ya el lector comienza a cercarse de sobras que se amontonan ante sus ojos. Son desecho los objetos, personajes y planos de realidad que van superponiéndose, mezclándose, confundiéndose en exquisita y horrorosa concordancia, porque es también, por excelencia, novela de la simetría. Para el señor Jerónimo, la señora Inés, la santa y el niño milagroso existen, en paralelo, un secretario Humberto, una Peta Ponce, una bruja y un niño monstruo; así como para la Casa de la Rinconada, de lujos y esplendores, hay una Casa de Ejercicios Espirituales, de viejas y huérfanas. Aquí, el juego de inversiones y dobles, tan frecuentado por Donoso, alcanza proporciones monstruosas que derivan en esta simetría retorcida. Ante tal nivel de reciprocidad, el lector percibe una invitación a descifrar el sistema cuya existencia, no obstante, es tan vaga como el contenido de los paquetes hechos de paquetes que las viejas del asilo atesoran debajo de sus colchones. Tal vez la respuesta sea la del Mudito/Jerónimo/Humberto: “¿No ve, Madre Benita, que lo importante es envolver, que el objeto envuelto no tiene importancia?” (Donoso,2003, 29).
El mundo de las “viejas” constituye un motivo característico que atraviesa las diversas etapas de la producción donosiana. Aquí se convierte, sin embargo, en pura turbulencia. No es de extrañar que el mismo autor se haya referido a él explicitando que no le interesa la vejez como problema social o sentimental. Le atrae por la anarquía de ese universo, como “separación de un juego de leyes que funciona en sí, en ese mundo cerrado que es” (Moix, 1971, X). Esta anarquía –como el juego- establece su propio poder, cuyo centro radica en la apariencia de debilidad que ofrece: “Voy urdiendo algo nacido de la libertad anárquica con que funcionan las mentes de las ancianas de las cuales yo soy una” (Donoso, 2003, 132), dice el mudito, asimilado ya a su condición de vieja instituida. Es el poder del débil que establece el yugo sobre el otro a partir de la máscara hecha de fragilidad e incompetencia. La capacidad de las viejas empleadas radica en acumular aquello que los poderosos, los patrones, desechan: "las uñas y los mocos, las hilachas y los vómitos y los paños y los algodones ensangrentados con menstruaciones patronales" (Donoso, 2003, 62). Guardar el desecho es una de las formas de contrariar la dinámica propia de una “economía mercantil”, como denomina Georges Bataille aquella que se restringe a lo productivo. Sin embargo, las viejas lo hacen parodiando el funcionamiento mismo de esta economía que consiste en atesorar (Bataille, 1987).
La clave de cómo se radica ese poder de las viejas aparece en la novela un poco después: “una anarquía que todo lo permite, una falta de obligaciones que cumplir porque si las cumplen o no las cumplen no le importa a nadie” (Donoso, 2003, 381). Y precisamente no importan porque sus cuerpos están fuera del sistema de producción y aquí no me refiero únicamente al sentido más económico o social. Esos cuerpos que son solo migajas no producen tampoco placer. Su existencia pretende apenas señalar otro régimen, uno que importa precisamente porque no produce ni significa. No significar nada es el privilegio de las viejas. Su manera de razonar, de entender el mundo y, por lo tanto, de reaccionar frente a él, se gesta de otra manera. Ya lo apunta Raquel acerca de su empleada la Brígida: “jamás logré darle un concepto claro de la enormidad de dinero que tenía, porque ella comprendía el detalle, no la totalidad de su fortuna” (Donoso, 2003, 301).
Esta dimensión de lo inútil se concreta en los “bultos”, los pequeños envoltorios amarrados, envueltos en mil cosas, que no contienen nada en sí mismos y cuya única razón de ser es enseñar el vacío. Algo que no cabe dentro de la mirada racional, por ejemplo, de la Madre Benita quien insiste en darles un significado, en buscar en ellos una clave, discernir aquello que haya querido decir quien los ha creado. La monja hace de todo para darse cuenta, finalmente, de que no hay significado posible. Es una búsqueda inútil, claro, porque esos paquetes no fueron hechos con un objetivo, son apenas producto del mismo miedo. Lo que recuerda la observación en El libro que vendrá: “El símbolo no significa nada, no expresa nada. Solo hace presente –actualizándonos en ella– una realidad que escapa a otra audición” (Blanchot, 2005, 102).
Esas viejas desechadas y clausuradas remiten a una forma de comprensión del mundo que no tiene que ver con las totalidades, pues no pretende explicarlo como sistema. Su entendimiento radica en los detalles, donde se funda la singularidad. Una manera de aprehender el mundo a través de la minucia. El paquete de las viejas es metáfora de la escritura que seduce con la idea de un secreto que, sin embargo, se cierra sobre sí mismo. La novela/paquete es juego que instituye un orden estricto con potencial tanto para lo sagrado como para lo festivo porque es, sobre todo, espacio en que la fuerza lúdica, en sus diversas facetas y grados, se extiende y se regocija.
Espacio: dispositivo ficcional
El espacio es un componente fundamental en la escritura donosiana. La importancia que el escritor le da se trasluce en gestos tan visibles como el frecuente carácter espacial de los títulos de sus obras o la descripción de filigrana con que los crea. A pesar de esta ya recurrente predilección, el empleo y la construcción espacial aquí alcanzan niveles más elaborados por incluir el espacio en tanto fundador de realidad, como en el juego. Espacios que se cierran a partir de tapias que los expanden, propios del exceso que en lo vasto y lo diminuto ofrecen la posibilidad de transmitir el vértigo que obsesiona al autor. El carácter delimitado de los espacios, como opera en el juego, abunda en la novela. Ejemplo de ello son las reglas con respecto a la desnudez en el Mundo de los monstruos, el círculo de las viejas y los requisitos para ser una de ellas, así como las constantes transformaciones fruto de la interacción en los distintos planos. No se trata de un símbolo; los disfraces no personifican identidades, sino que son identidades, al modo del concepto de versipellis que implica constituirse en otro a partir del hecho de cambiar de piel.
El capítulo 8 es particularmente prolífico en referencias al espacio. La Damiana (una de las viejas) y la Iris (una de las huérfanas) acuden al piso de arriba desde donde contemplan el esplendor de la ciudad, mientras la primera instruye a la segunda para una probable fuga. Un evento que guarda cierta semejanza con la narración bíblica de la tentación a Jesús por parte del Diablo. El capítulo alude, además, a “una infinita perspectiva” falsa que alguien pintó en una ventana tapiada. Enfatizar el carácter artificial del espacio para regocijarse en el truco es una actitud que se repetirá también en Casa de campo (1980) y en El jardín de al lado (1981).
La novela brilla por sugerir tiempos y espacios que se emparentan con lo mítico y, en contrapeso, por la escasa alusión a lo que podríamos considerar de más factual. En ese sentido, se destaca la pared al lado de la cama sobre la que reposa la Iris. Está cubierta de recortes de periódico que contienen noticias y personajes de fácil reconocimiento para el lector dado su peso en la Historia: Allende, Fidel, Nikita. A través de ellos es posible situar históricamente la novela que se mueve entre un tiempo y espacio míticos (abierto) y uno decididamente fijo (cerrado). La aparición de estos referentes históricos hace que la fuerza de la Historia entre para concretarse en esta pared. De este modo, Donoso ha creado una manera de anclar el tiempo en el espacio. Este artilugio lleva a pensar ya no solo en un “tiempo histórico” sino en un “espacio histórico”. Una estrategia usada, precisamente, en el contexto geopolítico de Occidente alrededor de la Guerra Fría: la Historia resumida en un muro representa la Historia que se concretó en el Muro.
Este capítulo, el octavo, comienza: “El sótano estaba tibio y oloroso, iluminado por la vela que arde en su palmatoria” (Donoso, 2003, 114). Una clara alusión al lugar que se relaciona con lo bajo. Allí, una de las viejas, María Benítez, acostumbra revolver mixtos sobre el fuego y se realizan las reuniones de estas viejas encargadas de los ritos de nacimiento y de muerte. Es, seguramente, olor de brujería el que invade el lugar que se convierte en escenario de un juego de comicidad obscena. La Damiana, desdentada y llena de arrugas, cumple con el ritual del disfraz al ponerse el babero. Esta es la condición para entrar al espacio central que realmente la transforma, donde se comporta y es tratada como bebé, pues en ello se convierte cuando, viejísima y sucia, salta a la cuna para jugar a ser la muñeca de la Iris. Así pues, el impulso lúdico instaura espacio y se ciñe a él.
La cuna es la zona del juego que alberga la criatura indefensa que reclama los cuidados de todas las demás viejas. A través de esta forma lúdica que es el simulacro se construye la inversión en que la adolescente se convierte en madre de la anciana. Más que eso, el juego conlleva a la trasgresión del orden en una escena doblemente infractora: por un lado, el potencial lésbico que las caricias inducen y, por el otro, el coqueteo con el incesto, al interponer un matiz erótico en el acto de una madre que alimenta y cuida a su hijita. Una relación obscena de la que participan todas las viejas por medio de gestos exagerados. La intensidad, como que consensuada, de sus carcajadas trasluce el fingimiento que las torna macabras.
Más adelante, será el impulso lúdico de la competencia el que configure un espacio capaz de transformar el tiempo ficcional. Inés, una mujer acostumbrada a los lujos, ha tomado la decisión de mudarse de su casa al asilo, junto a las viejas. Ha pedido que le traigan tanto las finas ropas como los juegos en que pueda entretenerse. Entre ellos, llega un tablero que figura un canódromo, con perros de colores que compiten. Hay una conjunción, de larga data y múltiples facetas, entre perros y personajes donosianos (especialmente femeninos). La escena se desarrolla en el “vientre de la cocina negra”, una expresión bastante sugestiva donde se resalta el carácter oscuro de lo femenino y es allí donde se desata con toda fuerza la idea del despilfarro, tan propia de lo lúdico. “-No, así no tiene ninguna gracia, tengo que arriesgarme a perder algo yo también” (Donoso, 2003, 401), explica Inés.
Con esto propone apostar dentro del juego sus abrigos, brillantes, perlas y zafiros. Esta es su apuesta para igualar a la ofrecida por las viejas: chal deshilachado, escapulario de trapo, zapatillas aportilladas. Las apuestas se corresponden, sin embargo, dado que todas encarnan el principio de pérdida cuyo fundamento radica no en el carácter funcional del despojo, sino en el grado de sacrificio que implica. Es una idea similar a la que argumenta Bataille (1987) con respecto a las joyas cuando explica que son objetos cuyo valor no se deriva apenas de la belleza ni de la utilidad. Inés logra ejercer su voluntad de despilfarro, pero tal como conviene a la lógica de la novela, las viejas serán quienes terminen siendo despojadas incluso de sus propios deshechos. Aunque fétidos, Inés pasa a acumularlos, especie de Frankenstein vestido con los harapos de las demás asiladas. El juego trasgrede el orden productivo, en lo que tiene ya de cómico ya de trascendente, crea sordidez para darle lugar a lo miserable y malicioso.
En el juego, Inés escoge ser “perra amarilla”, una figura central en la conseja que es hilo conductor de la novela. Esta leyenda se abre como la posibilidad fundadora de la historia entera, tal es su alcance. Y a través de ella se siembra la ambigüedad que inscribe el pasado de la familia en el terreno mítico. La versión oficial dictamina la derrota perpetrada por parte del patriarca y ejercida en la destrucción de la bruja tras su larga persecución. La perra que es encarnación de la bruja, bruja que es Peta, Peta que es Inés, Inés que es bruja y perra amarilla. A la manera donosiana, el juego en el canódromo se vuelve frenético, ya que la Inés gana y continua en su carrera por acumular jirones mientras las viejas pierden y tiritan, desnudas de harapos.
Sobre la mesa en esa noche, las viejas son testigos de la persecución hecha a la perra amarilla y, una vez, más celebrantes, pues todas quieren que gane doña Inés. El espacio del tablero incluye bosques, campos y desiertos que el lector ve a través de la carrera agotadora que vive la perra enclenque. En el territorio del tablero, la persecución despliega detalles y vericuetos de los que no se había tenido noticia. El juego, es decir, viene a completar la versión de la leyenda que ha pasado de boca en boca. De este modo, el área del tablero no solo es canódromo donde aparecen los otros perros, sino que abre la puerta a otras regiones, plurales, diversas. Y lo mejor, aquí la perra no muere sino que gana, de modo que surge una versión que contradice a las oficiales. El espacio, ahora lúdico, transforma la textura ficcional.
El espacio que concentra el tablero se empalma con otros tiempos, pues la perra “duerme durante generaciones en los bosques” (Donoso, 2003, 403), e incluso aprovecha para asistir a un encuentro sexual en un parque. Dicho encuentro rememora –de manera indirecta– las múltiples ocasiones, muchos años después, en que la huérfana Iris “haría nanay” con la Cabeza (disfraz de cartón piedra) de Gigante. Al mostrar otra versión donde la perra/bruja logra escapar, el juego trasgrede el orden patriarcal representado en la conseja del hacendado que lidera la persecución de la perra y cuyo propósito era desterrar sus despojos. Se sabe que para el padre y potentado era fundamental deshacerse de ella puesto que la presencia de una bruja arruinaba las cosechas. Sobre todo, debía hacerlo en el marco de un castigo del que todos se enteraran, de modo que sirviera para limpiar su nombre e imponerlo. La competencia, pues, infringe el orden no tanto por contradecirlo abiertamente, dado que no se trata de “revelar la verdad” en el juego, sino porque degrada la versión oficial, al otorgarle la naturaleza de versión apenas posible, ya no única.
En otros momentos, de especial reverberación lúdica, la novela mostrará todo su potencial vertiginoso pues las formas del juego se mezclan. Aquí se ha dado énfasis a dos escenas en que sobresale la conjunción del juego y el espacio, que se funden y confunden recíprocamente. En la extensión que va del simulacro al vértigo se emplaza, a sus anchas, la estética donosiana. La seducción que ejercía en José Donoso la “zona sagrada”, instalada por el juego, está en la raíz del cuidado con que perfiló los espacios de sus narrativas. La pared como dispositivo espacio/temporal, la cuna que se convierte en espacio para la trasgresión y el canódromo que vincula espacios y tiempos míticos e históricos son muestras de la variedad de funcionamientos del espacio donosiano. El escritor, como una de las viejas, juega a crearla novela/paquete. Los lectores, necios, seguimos buscando razones, formas y significados en ese pasatiempo de criadas anárquicas.
Referencias bibliográficas
Epígrafe: Donoso, Pilar. Correr el tupido velo. Santiago: Alfaguara, 2009. 84
Bataille, Georges. La noción de gasto. Trad. Francisco Muñoz de Escalona. Barcelona: Ed. Icaria, S.A., 1987.
Blanchot, Maurice. El libro que vendrá. Madrid: Trotta, 2005.
Callois, Roger. Los juegos y los hombres. México. D.F: Fondo de Cultura Económica, S.a., 1986.
Donoso, José. El obsceno pájaro de la noche. Madrid: Diario El País, S. L., 2003.
Donoso, José. Este domingo. Barcelona. Seix Barral, 1982
Moix, Ana María. Introducción. In: DONOSO, José. Tres novelitas burguesas y otros cuentos. Barcelona: Círculo de Lectores, 1971. I – XI.
Notas