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Cuerpos del Desastre: Mutantes, Transformistas y (A) normales
Melania Ayelén Estevez Ballestero
Melania Ayelén Estevez Ballestero
Cuerpos del Desastre: Mutantes, Transformistas y (A) normales
Bodies of the disaster: mutants and (ab)normals
Revista Caracol, núm. 18, 2019
Universidade de São Paulo
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Resumen: El siguiente trabajo propone articular una reflexión teórico-crítica sobre la novela La Mucama de Omicunlé (2015) de la escritora dominicana Rita Indiana Hernández centrada en las conexiones que se formulan entre desastre y cuerpo. En relación a estas conexiones nos interesa específicamente indagar y problematizar aquellas dislocaciones que opera la novela al exponer los cuerpos a un atípico y disruptivo relato del fin.

Palabras clave:cuerpocuerpo,catástrofecatástrofe,biopolíticabiopolítica,relatos del finrelatos del fin,disrupcionesdisrupciones.

Abstract: The following article proposes to articulate a theoretical-critical reflection about the novel La Mucama de Omicunlé (2015), by the Dominican writer Rita Indiana Hernández, focused on the connections that are formulated between disaster and body. In relation to these connections, we are specifically interested in investigating and problematizing those dislocations that the novel operates when exposing the bodies to an atypical and disruptive story of the end.

Keywords: body, catastrophe, biopolitics, stories of the end, disruptions.

Carátula del artículo

Dossiê

Cuerpos del Desastre: Mutantes, Transformistas y (A) normales

Bodies of the disaster: mutants and (ab)normals

Melania Ayelén Estevez Ballestero
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Revista Caracol, núm. 18, 2019
Universidade de São Paulo

Recepción: 17 Marzo 2019

Aprobación: 11 Julio 2019

1. Primera escena

Comenzar por balbucear aquello que acontece, eso que irrumpe sorpresivamente y nos choca, aquello que nos deja al borde de la palabra y del relato: un desastre, “el desastre del 19 de marzo” (Hernández, 2015, 12). En efecto, ese evento que sobreviene demasiado rápido y abre (léase corta, parte, desgarra) sin preámbulos el espacio textual de la novela La mucama de Omincunlé (2015), nos coloca ante un abismo significante. Se pregunta Jacques Derrida en una conferencia pronunciada en 1977: “Decir el acontecimiento, ¿es posible?” (p. s/n). La pregunta no se responde, simplemente reverbera y concita otras. ¿Qué decir de este desastre del cual alcanzamos a entrever apenas indicios? Tan solo algunas alusiones fragmentarias y dispersas dan cuenta de lo que ha sucedido: un maremoto, la contaminación del mar Caribe, su exterminio, la extensión de una epidemia, una crisis ambiental y social inaudita. Ahora bien, el cómo, cuándo o porqué se mencionan al pasar omitiendo los detalles, evadiendo las descripciones y entrecortando los recuerdos de modo tal que, en torno a lo ocurrido, todo lo que nos queda es un inquietante vacío informativo. Un vacío que, por ausencia de palabras y de imágenes, acentúa el carácter ominoso del evento y evidencia una crisis de los modos de representación tradicional del mundo y de los cuerpos que lo habitan y constituyen.

¿Qué apuntar entonces sobre el acontecimiento de esta catástrofe que nos deja desamparados? Tal vez lo evidente: aquello que, en medio de este desamparo al que nos arroja el texto, se palpa y se experimenta. Así, podemos empezar señalando que la catástrofe entorno a la cual se articula la trama narrativa produce un desgarramiento del curso normal del tiempo comprendido en términos de una sucesión cronológica. La novela, situada en el horizonte de un futuro distópico, narra y pone en escena el desencadenamiento del tiempo del fin. Tal desencadenamiento, no obstante, se plantea desde el inicio del relato como un movimiento plural y múltiple: su primera vez, su puesta en marcha, ha tenido y tiene lugar varias veces, se reitera en los diferentes presentes en los que habitan los personajes tanto como en los múltiples pasados que se entremezclan con esos presentes y en los futuros potenciales que se ramifican de modo rizomático. Esa iteración profusa, por consiguiente, desmultiplica y replica el fin al infinito. Lejos de trazar una linealidad que se proyecta siempre en una misma dirección, el tiempo del fin que construye esta textualidad se disemina, se pliega y despliega: comienza por ser numeroso. Dando lugar a estas distorsiones temporales en la trama, la misma noción de fin se desconstruye: ya no nos encontramos ante un punto singular del tiempo que marca un antes y después, que delimita y permite ordenar la historia tanto como su sentido. Asimismo, junto con la idea del fin lo que se inficiona desde el comienzo de la novela es aquella concepción teleológica que ha organizado el relato hegemónico de la historia a partir de la idea moderna de un progreso continuo y de la existencia de una finalidad última que otorga sentido a todo el desarrollo temporal, un final que justifica y redime todo el daño, la destrucción y los horrores cometidos para garantizar la supervivencia del sistema neoliberal-postcolonial.

Por oposición a este esquema unidireccional, al reduplicarse sin límites el final y desdibujarse tanto los puntos de partida como los de llegada que estructuran la cronología, la experiencia temporal que atraviesa a los cuerpos puestos en escena estalla y se enrarece en extremo. En un mismo instante los protagonistas de la novela, Alcide Figueroa y Argenis, pueden vivir y sentir con cada órgano de su cuerpo el presente y el pasado, o el pasado en el futuro como así también un futuro presente y pasado. La experiencia material y sensible del aquí/ahora se torna a partir de entonces multidimensional y polimorfa. A cada movimiento de los personajes la percepción de la realidad se desdobla en cientos de posibles planos de lo real, el mundo dado y significado se abre a otros mundos proponiendo nuevas circulaciones de sentido y, entonces, otras formas de comprender y experienciar el desastre. Leemos:

La celda de Alcide tenía un inodoro, un lavamanos, una estufa, una neverita, una cama y una mesa con un monitor antiguo de cuarenta y cuatro pulgadas conectado a un teclado. […] Allí Alcide permanecía recostado gran parte del día ahora que el hombre que había empezado a ser en Sosúa se movía a su antojo. Aprendió cosas sobre ese tiempo y sus gentes y se hizo una idea de lo que de él esperaban. Al mes de haber llegado, ya Nenuco había compartido con él cuanto sabía. El portal de las anémonas, cada animal de la posa (…) las yerbas que tenía en el patio y para qué servían, de dónde venían ellos; y del más allá, de dónde según ellos, venía él. Alcide lo dejaba fantasear porque si Nenuco se enteraba que el más allá era una celda en el 2027, se hubiese pegado un tiro (Hernández, 2015, 116).

Tal como evidencia la cita, el orden del tiempo y en consecuencia la progresión sucesiva de la historia se ha desarticulado dado que el presente de Alcide convive con el pasado y el futuro en la extensión desmultiplicada de un mismo cuerpo y en el espacio cerrado de una celda que se experimenta, a la vez, como un dilatado paisaje costero. Expuesta al evento ominoso de la catástrofe y el desencadenamiento del fin, la percepción del aquí/ahora se descentra y pierde unicidad: la línea temporal se quiebra y fragmenta en indefinidas conjunciones, todas las cuales pueden atravesar una misma piel dislocando sus coordenadas espacio-temporales.

Por otra parte, al desencadenarse el desastre la concepción cronológica de la historia no es la única desmontada. De igual forma, la concepción de un tiempo cíclico vinculado al relato mítico y a las religiones afroantillanas acaba por descomponerse. Precisamente, ante el inicio del tiempo del fin, un conjunto de personajes vinculados al culto religioso y la mitología Yoruba[1] esperan y trabajan por el cumplimiento de la profecía que posibilitará reparar la historia y el tiempo, salvar el mar y la humanidad. Esa profecía que enlaza presente, pasado y futuro, y por momentos parece concatenar una circularidad temporal perfecta, sin embargo, no llega a cumplirse. El oráculo, narrado de forma parcial a través de la voz de una serie de personajes que habitan distintos tiempos, profetiza que cuando el tiempo lo necesite desde las profundidades del océano emergerá el cuerpo que “sabe lo que hay en el fondo del mar” (114) y que puede impedir la catástrofe. Desatado el desastre natural que abre el tiempo de la profecía aquel cuerpo emerge, pero el oráculo falla. El ciclo queda inconcluso y no llega a su término pues Alcide, quien tras ser iniciada en dicho culto religioso por Esther Escudero y Eric Vitier, deviene la reencarnación del mito, el Omo Olokun[2] que viene de “la tierra del principio” (105) y “camina hacia atrás en el tiempo” (144), abandona su destino mesiánico, rechaza el sacrificio que le toca asumir y en el acto de esa sublevación epidérmica deja abierto el fin. Nos cuenta el narrador:

Sintió miedo. Un flash de discoteca hacía que todo se moviera en cámara lenta. Aquí estaba el responsable del estado deplorable en que el mar estaría en unas décadas. Aquí estaba la razón de su iniciación. Tanto bulto para esto. Repentina y aplastante, tenía enfrente la verdadera meta de su misión: darle un mensaje a Said Bona, evitar que, cuando fuera presidente, aceptara esas armas biológicas de Venezuela. Decirle que en el futuro cuando fuera presidente, las rechazara: convencerlo. De inmediato llegó a otra conclusión: si Said Bona se llevaba del consejo y tras el tsunami los químicos letales no se derramaban, ¿lo hubiese buscado Esther Escudero? ¿Lo hubiese encontrado Eric Vitier[…]? ¿Lo habrían coronado en aquella choza de Villa Mella y permitido vivir la vida que más apreciaba? ¿Desaparecería Giorgio? (Hernández, 2015, 177).

Tras este encuentro con su destino y con su meta, Alcide despide a Said Bona sin decir nada. El sacrificio que conlleva salvar al océano y a la humanidad resulta demasiado grande: su vida como Giorgio Menicucci, la única vida que le ha resultado vivible, la única en la que ha alcanzado el cuerpo deseado, es aquella a la que no puede y no quiere renunciar. Consecuentemente, tampoco en la estructura de este otro tiempo mítico-religioso será posible hallar un sentido ni una reparación para el desastre desatado por un progreso fallido que a los territorios del Caribe solo les reditúa muerte y destrucción.

En virtud de todo ello, es posible advertir que ante la irrupción del desastre el relato se abre a una a-temporalidad que insiste en el fragmento, la disgregación de la historia y el desdoblamiento de los planos de lo real. Tal redefinición del tiempo, por lo tanto, pone en juego una experiencia sensible que en todo caso resulta anti-totalizante. Así, lo que adviene tras la catástrofe no es concretamente “el mundo de después del fin” que James Berger (1999) enuncia y caracteriza al analizar las ficciones post-apocalípticas. En el universo que construye la novela antes y después se solapan, se enredan y derivan indecidibles. Sin coordenadas de delimitación claras, lo que adviene es la proliferación de una diversidad de mundos paralelos convivientes que son permeados por ese desencadenamiento numeroso del fin y que desmultiplican las sensaciones de un cuerpo intensamente vibrante y receptivo.

Junto a la dislocación del tiempo lo que se torna evidente y palpable es la descomposición del medio ambiente que conlleva el desborde de la catástrofe. Tras el maremoto, el paisaje de las ciudades costeñas del Caribe adquiere los rasgos de una ruina en proceso de destrucción: por una parte, amplias regiones del asentamiento urbano han sido tragadas por el mar, de ellas quedan solo escombros y despojos; por otra, como consecuencia del derrame de residuos tóxicos, los recursos naturales que fundamentalmente corresponden a la flora y fauna marina se extinguen en razón de pocas semanas. Intervenido por un régimen político-económico totalitario y neoliberal que ha instaurado un “Estado de inseguridad” (Lorey, 2016), el medio ambiente trasmuta de modo radical y pasa de ser el sustrato material de la vida a ser un foco de infecciones en el cual toda vida deriva invivible. Enfermo y contaminado como consecuencia de las políticas predatorias y expropiadoras que sucesivos gobiernos han impuesto en la región, el medio ambiente trasmite la epidemia a sus habitantes: en una superficie estrecha cercada por un mar muerto y pestilente, el contagio resulta prácticamente irrefrenable, el cuerpo de la población se mezcla y confunde con el paisaje devastado. Los niveles de toxicidad del aire, la tierra y el mar no sólo se elevan de modo drástico, sino que además parecen extenderse hacia el conjunto de la población que sobrevive día a día a base del consumo de todo tipo de drogas y estupefacientes. En las primeras páginas de la novela una imagen condensa estas transfiguraciones sufridas por el medio ante el impacto del desastre:

Los chicorros de fritura que el maremoto del 2024 había borrado del Malecón reaparecieron en el Parque Mirador como moscas tras un manotazo. Este nuevo malecón, con su playa contaminada de cadáveres irrecuperables y chatarra sumergida, parecía un oasis comparado con algunos barrios de la parte alta, donde los recolectores atacaban no sólo a sus blancos usuales, sino también a indigentes, enfermos mentales y prostitutas (Hernández, 2015, 15)

Como correlato de esta descomposición del hábitat y el ecosistema, las representaciones canónicas del Caribe y de sus islas como exóticos paraísos terrenales se invierten. De la utopía del paraíso tropical, de su exuberancia, de la sensualidad de su belleza y de su desborde festivo no quedan huellas. La imagen idealizada de este espacio simbolizado como santuario de la naturaleza en su estado puro y pre-moderno se corroe en el espacio/tiempo distópico que opta por mostrar la novela. Todo lo que vemos, olemos y tocamos es un horizonte manchado por la polución, plagado de cadáveres y de desperdicios, que se recorta sobre las costas de un mar putrefacto y estéril. Un Caribe devastado de tanto uso y comercialización, de tanta extracción indiscriminada, de tanto saqueo y rapiña legalizada por un sistema de explotación patriarcal, neocolonial y corporativista. Devastado ese paisaje de postal que funcionaba como fachada mediática para vender las islas al resto del mundo, en el tiempo del desastre que presenta esta textualidad se visibiliza la cara oculta del progreso indefinido y se desmontan las narrativas legitimantes del modelo global-neoliberal-extractivista.

2. Segunda escena

Si tal como hemos señalado el acontecimiento del desastre que marca la trama de esta novela no alcanza a describirse mediante la palabra, sino puede ser articulado en un relato lineal y ordenado que otorgue sentido al final del tiempo, el desastre, no obstante, se expone y se experimenta en la piel. La catástrofe se somatiza, invade cada fibra y cada célula, se esparce por el torrente sanguíneo y toma todo el cuerpo. Asediado por la catástrofe, ese cuerpo, en un intento exasperado por sobre-vivir, por seguir viviendo sobre todo, comienza a mutar a cambiar de forma y de género, de especie y de vida. Deviene un fenómeno inclasificable, un otro extraño y ajeno que contraviene la normalidad y los ordenamientos biopolíticos instituidos en estos mundos en los cuales el fin se ha desencadenado. Un otro extraño e inespecífico que inaugura nuevas formas de percepción y de sentir, radicalmente desviadas de lo predecible o esperable en el mismo espacio-tiempo del fin.

Tal es el caso de Alcide Figueroa, personaje protagonista que hace carne la experiencia de la crisis. En efecto, el de Alcide es un cuerpo del resto, de aquello que ha dejado el desastre a su paso. Abandonada por su núcleo familiar tanto como por un Estado deficitario y despótico cuya política es la de dejar morir a esa porción de la población pauperizada por la crisis, su cuerpo es uno más de los desechos que saturan el espacio de la isla. Despojado de todo derecho e incluso de las más básicas condiciones que hacen posible la vida, este cuerpo puede violarse y violentarse sin consecuencias e igualmente usarse y descartarse como se descartan los envases plásticos o cualquier otro residuo. Lejos de constituir una prioridad dentro de la comunidad política y social, es uno más de los recursos prescindibles que el sistema aún puede explotar impunemente para intentar sostener la reproducción del orden y sus estructuras elementales de dominación. Consecuentemente, recuperando los planteos de Judith Butler (2017) podríamos decir que se trata de una vida en extremo precarizada, expuesta de manera radical a la vulnerabilidad, la desprotección, la violencia en sus múltiples formas y, en última instancia, a una muerte prematura. De hecho, desamparada tanto por una madre que la depositó con sus abuelos como por un padre que nunca conoció, Alcide ha crecido en medio de una orfandad marcada por los golpes. A fuerza de estos mismos golpes su cuerpo se ha ido formando/deformando según las cicatrices variables que imprime un entorno en el cual la violencia se ejerce de manera sistemática para modelar a las y los sujetos según los marcos regulatorios de la norma hegemónica heteropatriarcal:

A Alcide le daban golpes por gusto, por marimacho, por querer jugar pelota, por llorar, por no llorar, golpes que ella se desquitaba en el liceo con cualquiera que la rozara con la mirada, y cuando peleaba perdía el sentido del tiempo y un filtro rojizo le llenaba la vista. Con el tiempo, los nudillos se le agrandaron a fuerza de cicatrices forjadas contra frentes, narices y muros. Tenía manos de hombre y no se conformaba: quería todo lo demás (Hernández, 2015, 19).

Cuerpo del resto precarizado y expuesto al desafuero jurídico-social, Alcide representa asimismo lo anormal, el cuerpo extraño que al interior de la comunidad es constituido como un otro amenazante, el cual debe ser sometido o en caso contrario eliminado. Incrementadas de modo drástico las condiciones de inseguridad, en el mundo distópico que sobreviene a la catástrofe, el gobierno instala un régimen biopolítico inmunitario que estratifica a la población jerárquicamente distinguiendo vidas a proteger de vidas a exterminar. Dentro del estrato pasible de ser eliminado serán encasillados inmigrantes haitianos, enfermos, indigentes, negros, prostitutas y todos aquellos otros cuerpos que pongan en riesgo la frágil seguridad del Estado. En este contexto Alcide, que nace mujer y contra “la naturaleza” se siente y desea hombre, es sometida por sus abuelos a una violación que se propone como un mecanismo de disciplinamiento del cuerpo malsano y sus deseos anómalos:

Los viejos aborrecían sus aires masculinos. El abuelo César buscó una cura para la enfermedad de la nieta, y le trajo un vecinito para la que la arreglara mientras él y la abuela la inmovilizaban y una tía le tapaba la boca. Esa noche Alcide se fue de la casa (Hernández, 2015, 19).

Percibida y significada por su entorno más íntimo en los términos de un otro patológico, de un cuerpo enfermo que desafía el control y el orden patriarcal garante de las estructuras de poder intrafamiliares, es sometida a un castigo ejemplar que mediante la tortura física apunta a doblegar y anular tanto el deseocomola acción del cuerpo rebelde. Lo singular del caso es que,tras la violación, Alcide en vez de acatar el mensaje subordinante del castigodecide abandonar el hogar y la familia que ha personificado el ejercicio despótico de la autoridad. Desde entonces vive a la intemperie de las calles y, travestida de varón, vende su cuerpo para ganar las pocas monedas que le permiten comer y pagar su sistema de datos integrados, un dispositivo tecnológico incorporado a su cuerpo mediante el cual puede evadir la desolación de la realidad o bien habitar una realidad virtual paralela. De tal modo, en la intemperie Alcide deviene un cuerpo limítrofe e inespecífico que oscila entre lo femenino y lo masculino, la naturaleza y la técnica, lo legal y lo ilegal, el adentro y el afuera de la comunidad inmunizada.

Asimismo, en el espacio/tiempo de esa intemperie de su vida residual y limítrofe, Alcide conoce a Erick Vitier, un médico cubano que le ofrecerá comenzar a trabajar para Esther Escudero, una vieja santera que es la última esperanza para todos los que recurren a ella. Estos personajes la iniciarán en el culto Yoruba añadiendo un nuevo elemento mítico-religioso a la densa zona de articulación y tensión que a estas alturas constituye el cuerpo de Alcide. Desbordando el lugar residual y abyecto que le ha sido prescripto por su inadecuación al marco normativo, al contacto con estos personajes, sus espacios de acción y sus tradiciones, Alcide pasará de ser un cuerpo comprendido como meramente descartable a ser aquel que, para contrarrestar los efectos de la catástrofe, se entrega y sacrifica al cumplimiento de la profecía.

El desborde de los marcos de referencia y de las posiciones sociales que delimitan lo posible y lo deseable para este cuerpo anormal, sin embargo, no se detiene allí. Lo que resta de él o ella después de la catástrofe y de los innumerables finales que vive en carne propia inscribe, tal como propone Jacques Derrida (2007), una “restancia”. A pesar de las condiciones de extrema precariedad que hacen de su vida una paradoja invivible, este cuerpo se resiste a morir, insiste en seguir palpitando y respirando e incluso en continuar deseando. Movido por la pulsión de esta resistencia a desintegrarse y desaparecer, este cuerpo comienza a mutar inventándose una sobre-vida que desborda todos los marcos de inteligibilidad y reconocimiento según los cuales en diferentes tiempos, espacios y mundos su vida y su experiencia es regulada y normalizada. Así, en el trance de esta sobrevida mutante que se juega siempre en el límite de la muerte y la desolación, gracias al desarrollo de una vacuna que posibilita un cambio de sexo total -la “Rainbow Brigth” (20)- Alcide cambiará del femenino al masculino, mudará su piel, modificará la contextura de su masa corporal al igual que las líneas de su forma. Desmontará y subvertirá no solo su identidad de género sino también su configuración biogenética:

Tan pronto como la Rainbow Brigth entró a su corriente sanguínea, Alcide comenzó a convulsionar. […] Cuando comenzó a mover la cama con sus sacudidas, Eric le inyectó un sedante. A media noche sus pequeños senos se llenaron de burbujas humeantes, las glándulas mamarias se consumían dejando un tejido rugoso que parecía chicle alrededor del pezón y Erick retiraba con una pinza para que no se infectara. Debajo surgía la piel nueva de un pecho masculino, las células se reorganizaban como abejas obreras alrededor de la mandíbula, los pectorales, el cuello, los antebrazos y la espalda, llenando de nuevos volúmenes rectos las suaves curvas de antes. Amanecía cuando el cuerpo enfrentado a la destrucción total del aparato reproductor femenino, convulsionaba otra vez. Presa de contracciones […] expulsó lo que había sido su útero por la vagina. Los labios se le sellaron en una efervescencia celular que pronto dio forma al escroto, que albergaría a sus testículos, mientras el clítoris crecía, haciendo sangrar la piel estirada […] A las doce del mediodía Alcide Figueroa ya era un hombre completo (Hernández, 2015, 66).

Este nuevo hombre completo que después de sobrevivir al proceso parece haberse estabilizado dentro de los límites y las estructuras de un cuerpo perfectamente orgánico, no obstante, vuelve a desacomodar los esquemas. Antes de que Alcide despierte y se reconozca en esta nueva piel, nos enteramos que la mutación ha ido mucho más lejos porque ese cuerpo que se deshace para reinventarse en una nueva figura, a la vez, reencarna como el Omo Olokun: aquel ser mitológico mezcla de animal y humano que puede desplazarse por el tiempo. Desde entonces, dislocando las referencias espacio/temporales de la materia, Alcide comenzará a desdoblarse en varios otros cuerpos: el de Giorgio en un pasado cercano, el de Roque en uno que se remonta al tiempo de la conquista. Disuelta la unidad orgánica del cuerpo, en este desdoblamiento múltiple rápidamente su cuerpo se expondrá como una otredad ajena incluso a sí misma. Percibiéndose al despertar en dos tiempos y espacios simultáneos que se solapan desorganizando la percepción y la experiencia, el personaje se pregunta: “¿Tengo dos cuerpos o es que mi mente tiene la capacidad de transmitir en dos canales de programación simultanea?” (110).

Extranjero de cada uno de los mundos que transita, este cuerpo asediado por la catástrofe no deja de desarticular todos los cosmos de sentido, todos los destinos normativos, las circunscripciones y clasificaciones a las que son sometidos los cuerpos en uno o en otro universo. Expuesto al desastre, en el fin del tiempo, el cuerpo anormal y mutante de Alcide-Giorgio-Roque experimenta nuevas alianzas transgénero y transespecie que corroen las verdades y las imágenes moderno-coloniales a las que nos hemos acostumbrado. Al borde de la representación, este cuerpo monstruoso traza una línea de fuga que deja en suspenso el relato del apocalipsis y las narrativas canónicas del fin.

Material suplementario
Referencias Bibliográficas
Berger, James. After the end. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1999.
Butler, Judith. Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea. Buenos Aires: Paidós, 2017.
Derrida, Jaques. La diseminación. España: Espiral/Fundamentos, 2007.
Derrida, Jaques. Decir el acontecimiento ¿es posible? España: Arena Libros, 2007.
Giorgi, Gabriel. “Las vueltas de lo precario”. En: ¿Qué hacemos con las normas que nos hacen? Usos de Judith Butler. Córdoba: Sexualidades Doctas, 2017.
González-Wippler, Migene. Santería: la religión. Madrid: Arkano Books, 2008.
Hernández, Rita Indiana. La Mucama de Omicunlé. Buenos Aires: Periférica, 2015.
Lorey, Isabell. Estado de inseguridad. Gobernar la precariedad. Madrid: Traficantes de sueños,2016.
Llorens Alicea, Idalia Ivelisse. Sincretismo religioso: pervivencia de las creencias yorubas en la isla de Puerto Rico. Tesis para obtener el grado de doctor. Facultad de Geografía e Historia, Departamento Historia de América II. Universidad Complutense de Madrid. Madrid: 2003.
Nancy, Jean Luc. Corpus. Madrid: Arena Libros, 2010.
Nancy, Jean Luc. Archivida. Del sintiente y del sentido. Buenos Aires: Cuadrata, 2013.
Masiello, Francine. El cuerpo de la voz (poesía, ética y cultura). Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2013.
Notas
Notas
[1] La religión Yoruba, popularmente conocida como Santería, nace el seno del pueblo Yoruba, una comunidad etnolingüística originaria del África Occidental que habitó los territorios de Nigeria y Benín. Durante el período de la conquista y colonización, este pueblo fue uno de los más afectados por la trata de esclavos: fueron perseguidos, capturados y enviados hacia América para ser explotados en el mercado de la caña de azúcar. Al llegar al nuevo continente, en el que fueron esclavizados y obligados a adoptar la cultura de los amos blancos, estos pueblos lograron conservar sus tradiciones y creencias religiosas a través de un complejo proceso de sincretismo en el marco del cual sus deidades se fusionaron con aquellas otras que les eran impuestas por la religión oficial católica. De tal modo, el panteón religioso conformado por divinidades tales como Shangó, Obatalá, Oggún, Yemaya, Oshún, Babaluaye, entre otros, se mezcló con las imágenes de aquellos santos católicos con los que compartían alguna semejanza.
[2] Omo Olokun es una de las deidades veneradas por el culto Yoruba. Dentro de la jerarquía de su panteón religioso, ocupa la posición de un Orisha los cuales son concebidos como guardianes e intérpretes del destino universal que han emanado directamente de Olodumare, el creador, Dios único y omnipotente. Entre los Orishas, Olokunes una de las representaciones mayores, considerado uno de los más antiguos y poderosos. Es el Orisha del océano, dueño de las profundidades del mar, de todas sus riquezas y también de todos sus secretos. Esta deidad, como el mismo océano, puede ser terrible y peligrosa cuando se enfurece, pero es también fuente de la vida, capaz de proporcionar salud, prosperidad y evolución material a quienes lo veneran. Consecuentemente, junto con él se sostiene que viven dos dos espíritus: uno que representa la vida (Samugagawa) y otro que representa la muerte(Acaro). Por otra parte, se sostiene que posee la capacidad de transformarse, es andrógino y en ocasiones también se le representa mitad hombre, mitad pez. Se cree que siempre baja enmascarado y que sólo se le puede ver sin máscaras en sueños.
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