ENTREVISTAS
“¿Quién escribe mis palabras?”. Entrevista a Juan Mayorga
“Pensando en el pasado fallido, quizá nos podamos plantear cómo organizarnos en el presente, cómo hacer una sociedad que no sea un espacio de caza”
Juan Mayorga (Madrid, 1965) es uno de los dramaturgos españoles más conocidos internacionalmente en la actualidad. Licenciado en Matemáticas y Doctor en Filosofía, ha sido profesor de ambas disciplinas y actualmente dirige un Máster en Creación Teatral en la Universidad Carlos III. Entre sus obras más reconocidas podemos citar Cartas de amor a Stalin, Himmelweg (Camino del cielo), Animales nocturnos, La tortuga de Darwin y El cartógrafo (Varsovia 1:400.00). Ha obtenido importantes premios, entre los cuales se encuentran el Nacional de Teatro, el Nacional de Literatura Dramática, el Premio Max de las Artes Escénicas y el Premio Europa de Nuevas Realidades Teatrales.
Acceder a la totalidad de sus obras dramáticas es relativamente sencillo para el lector interesado, pues prácticamente todas ellas están recogidas en el volumen Juan Mayorga. Teatro (1989-2014) publicado por La Uña Rota y recientemente reeditado al haberse agotado la primera edición (algo realmente inusual en el mundo del libro teatral en España). Así mismo, todos sus artículos y ensayos breves han sido recopilados en el volumen titulado Elipses (Segovia, La Uña Rota, 2016), en el que se recogen sus ideas sobre el teatro, la filosofía, la sociedad en que vivimos, la historia… Un compendio de su pensamiento imprescindible para conocer su teatro y su visión del mundo.
La entrevista tiene lugar en una cafetería de Madrid, una tarde de noviembre de 2016. Con motivo de la elaboración de este monográfico de Caracol en torno a “Trauma, memoria y teatro”, intentamos indagar en su forma de trabajar a partir de estos tres conceptos que son recurrentes en sus obras y en su pensamiento.
Berta Muñoz Cáliz: Tanto en tu teatro como en tus ensayos el tema del Holocausto tiene un peso importante, yo diría que decisivo. Refiriéndote al filósofo Reyes Mate, señalas que para él es el punto de partida del cual arranca toda su filosofía1. ¿Ocurre algo similar en tu obra?
Juan Mayorga: Claro. Hay un grupo de personas, entre las cuales la más relevante para mí es Reyes Mate –ha sido mi director de tesis y ha dirigido un grupo de investigación al que yo he pertenecido– que pensamos que la Shoah, el Holocausto, no es solo un acontecimiento extraordinario; de algún modo es el acontecimiento. Estamos convencidos de que lo resignifica todo: todo el legado, toda la tradición; de algún modo lanza un foco hacia atrás, porque te obliga a preguntarte por qué la filosofía, el teatro, en general todo lo que consideramos fundamental en nuestra civilización, no supieron anticipar Auschwitz, no fueron capaces de ofrecer resistencia. Pero además, también el Holocausto lanza un foco hacia adelante, porque fenómenos contemporáneos –como la emergencia del populismo, la banalización de la política, el trato como animales a muchos seres humanos– pueden ser comprendidos de otra manera a la luz de Auschwitz. De forma que, siendo la Shoah el acontecimiento oscuro por excelencia, sin embargo, de él procede una paradójica luz. Estoy leyendo ahora a Paul Celan, y es estremecedor observar cómo él se hace esa pregunta: cómo la lengua que él amaba, la lengua alemana, había sido incapaz de ofrecer resistencia, e incluso, en un determinado momento, había cooperado, había sido partícipe de la aniquilación. ¿Cómo seguir hablando alemán, después?, ¿cómo seguir confiando en la palabra?, ¿cómo seguir escribiendo poesía? Bueno, pues paradójicamente en él se produce un fenómeno de refundación. Auschwitz es el final de todo y al mismo tiempo es también el principio de todo.
BMC: Escuchándote, pienso en la idea del fin de la historia tal como la expones al referirte al teatro de Heiner Müller2: la esperanza de caminar hacia un mundo sin barbarie ha desaparecido, por eso solo puede arrancar pedazos de otros textos y citarlos. Tú, en cambio, pese a tener tan presente en tus obras un hecho tan traumático, no caes en esa desesperanza.
JM: Claro, mencionas a Heiner Müller y también podríamos citar al Beckett de Final de partida, donde parece que todo lo que quedaría sería citar, hacer combinaciones con los escombros. Sin embargo, mi experiencia es otra. Yo siento que el apocalipsis ya estuvo aquí. ¿Qué pudo ser peor que el asesinato sistemático de personas por su mero origen, sin siquiera una finalidad económica, ideológica, o de ocupación de un terreno? El exterminio como mera demostración de fuerza y en la que es central, a mi juicio, el hecho de que se asesinase a más de un millón de niños. ¿Qué puede ser peor? No nos pueden amenazar con un futuro apocalíptico, porque el Apocalipsis ya sucedió.
BMC: ¿Solo queda coger impulso tras haber tocado fondo como civilización?
JM: Pero tampoco quiero sostener un discurso optimista, voluntarista, del tipo “ya vimos el horror y, gracias a lo que aquella experiencia nos enseñó, conseguiremos que lo que venga sea una superación de aquel horror”; no. Creo que la bestia está agazapada y que está permanentemente alrededor e incluso dentro de cada uno de nosotros, también dentro de mí; en este sentido, aquello que sucedió me concierne permanentemente, y es fundamental, a mi juicio, no refugiarse en discursos o en relatos cómodos o complacientes. Es decisivo recordar que la del Holocausto no es solo la historia del ataque de unos malvados alemanes contra unos pobres judíos; también hay que hablar de la inacción, de la indiferencia, de la complicidad de quienes pudiendo ayudar a los judíos no lo hicieron; no se puede hablar del Holocausto sin decir que Europa no defendió a sus judíos, no les prestó auxilio. De algún modo fue el ser humano el sacrificado, la Humanidad. En este sentido, ese es un acontecimiento que nos interpela a todos –especialmente a todos los europeos- permanentemente. Y si bien hay que evitar correspondencias inmediatas, la memoria viva de aquello, sí creo que puede fortalecer nuestra sensibilidad, nuestro esqueleto moral, en el tiempo que nos toca vivir.
BMC: ¿Y cómo puede el teatro abordar algo así? En alguno de tus artículos te preguntas qué derecho tiene nadie a representar aquello, hasta qué punto no es inmoral representar el dolor de las víctimas. Entonces, cuando abordas este tema como autor, ¿cuáles son los límites que te autoimpones para no traspasar esa frontera?
JM: La pregunta que me planteas es muy importante para mí, y para intentar contestarla te contaré lo que ha sucedido en el último espectáculo que he dirigido, además de haber escrito, que es El cartógrafo (Varsovia 1:400.000). Hay un momento en que Blanca Portillo y José Luis García Pérez interpretan a una niña y un anciano en el gueto de Varsovia, y entonces ella rompe la ficción y dice al espectador: “No somos un anciano y una niña, y sobre todo, no estuvimos aquí. Cada día nos preguntamos si tenemos derecho a representar a esos personajes, pero cada día nos decimos: ‘tenemos que intentarlo’. Ahora llega una página que no podemos representar, solo podemos decirla”. Y entonces, durante una página de la obra, ella solamente la recita, la dice sin interpretarla. Creo que ese es un momento clave, y tiene que ver con la pregunta que me haces.
Creo que Himmelweg, El cartógrafo y algunas otras piezas mías fueron animadas por un impulso moral (y utilizo ese adjetivo, “moral”, con cautela, recordando que en el ámbito artístico se utiliza con frecuencia para embellecer la obra y protegerla frente a la crítica); siento que ha habido, sí, un impulso moral al concebirlas y al realizarlas y, al mismo tiempo, cada día me pregunto si tenía derecho a escribir esas obras. Cada día me pregunto hasta qué punto tengo derecho a hacer ficción sobre el Holocausto. Y en esa encrucijada me hallo. Yo creo que, como he escrito en algún momento, no podemos abandonar el escenario a los negacionistas, a los que se burlan de las víctimas, a los que son más compasivos con los verdugos que con las víctimas; pero también debemos ser extremadamente cautelosos y preguntarnos una y otra vez por los límites de la representación; debemos preguntarnos hasta qué punto no estamos haciendo uso del prestigio que parece que ofrece llevar las ficciones a esos personajes, a esos tiempos, a esos espacios. Creo que es necesario hacer un teatro sobre la caza del hombre por el hombre, y en particular hay que hacer un teatro sobre el Holocausto, pero al mismo tiempo hay que hacerse preguntas una y otra vez dentro de lo que podríamos llamar la ética de la representación.
El cartógrafo es una obra en cuyo centro está el acoso a 400.000 personas por su origen, porque tal cosa fue la historia del gueto de Varsovia, pero ese acoso es representado a través de un dispositivo dramatúrgico tal que nunca aparecen en el espectáculo imágenes explícitas de la violencia; solo sabemos de ésta a través de lo que una niña cuenta a un anciano. Por otro lado, en la propia obra se pone en duda el estatus de esos personajes; una y otra vez se dice: “esa historia es una fábula, esa historia no pudo ocurrir”. En cierto momento, un personaje, dice: “Qué importa si la niña existió o no; pudo existir. Lo importante es que esa historia sirve para recordar”. Y eso tiene que ver con mi propia posición, yo tengo que advertir una y otra vez al espectador: “Esto que estás viendo no es la verdad, pero quizá sí te sirva para recordar, y quizá te anime a hacer tu propia indagación sobre lo que sucedió, o a plantearte en qué medida lo que sucedió o pudo suceder te concierne”.
También Himmelweg, siendo extremadamente violenta, evita la representación directa de la violencia. Himmelweg, cuyo título es un eufemismo, es de hecho una obra sobre un eufemismo, sobre un ocultamiento. La no exhibición de la violencia es un límite que también me he impuesto en otras obras muy violentas, como lo son Animales nocturnos o El jardín quemado. En ninguna de ellas ofrezco una representación explícita de la violencia, porque cualquier cosa que yo presentase en el escenario sería una sustitución obscena, frívola, reductora de lo que el espectador puede imaginar si se atreve.
BMC: Tus palabras me recuerdan en parte a las de otros autores españoles que han hecho teatro histórico, como Antonio Buero Vallejo, que hablaba de la necesidad de reflexionar sobre el pasado para “iluminar el tiempo presente”, o Domingo Miras, para quien la historia no es sino “un gran depósito de víctimas”. ¿Existe cierta influencia de estos autores en tu teatro?
JM: Has mencionado a dos autores a los que respeto y admiro. Creo que tanto Antonio como Domingo han tenido un fuerte sentido de la responsabilidad hacia su sociedad, han sentido que el teatro es importante, que puede entregar algo importante; y desde luego me siento muy cerca del interés que ellos tienen por el pasado. Cuando observas en algunos autores ese interés por el pasado es porque comparten una convicción que alguna vez he manifestado: que, finalmente, todos los seres humanos somos contemporáneos. El Holocausto está sucediendo de algún modo ahora, y esas víctimas te piden hoy que las nombres, que las recuerdes, que pienses en ellas. La muerte es invencible, pero no lo es el olvido, la desmemoria. Y tiene razón Domingo cuando habla de la historia como “un depósito de víctimas”; esa visión tiene que ver con Benjamin: cualquier pasado nos importa, pero el pasado fallido es el que nos lanza las mejores preguntas; no hay mayor capital que el pasado fallido. Lo que triunfó no nos interpela tanto como aquello que fracasó. Por ejemplo: ¿por qué la madre de Paul Celan fue asesinada? ¿Qué estado de cosas pudo propiciar y consentir que una mujer inocente fuese asesinada? Aceptando esa pregunta, quizá nos podamos plantear cómo organizarnos en el presente, cómo hacer una sociedad que no sea un espacio de caza.
BMC: La sociedad como un espacio de caza es una idea que aparece en varias de tus obras. ¿Piensas que la sociedad en que vivimos es un espacio donde el enemigo está al acecho?
JM: El enemigo está al acecho y está dentro. Precisamente lo que probaron aquellos tiempos, y lo que se manifiesta una y otra vez, es que lo que llamamos civilización es muy frágil, y resulta que nos encontramos, una y otra vez, con que hay seres humanos que, si pueden ejercer su dominio sobre otros, lo hacen; que si pueden agredir impunemente a un ser más débil –una mujer, un niño, un mendigo- lo hacen; y se habla mucho de derechos humanos, pero reina la indiferencia hacia la injusticia que sufre mucha gente a nuestro alrededor. Observamos por doquier el signo de Caín, la voluntad de dominar al otro; y también la frialdad ante el dolor ajeno, la indiferencia, la mirada ausente, el no querer ver de la mayoría. En este sentido, yo creo que vivimos en sociedades desde luego injustas y de hecho potencialmente muy violentas.
BMC: Quizá sea en Animales nocturnos donde esto se percibe de forma más clara que en ninguna otra de tus obras de teatro.
JM: Alguien podría decirme que las leyes de extranjería y de control de la inmigración son necesarias y desafiarme a presentar una alternativa a esas leyes. Pero mi trabajo, el trabajo de la gente de teatro, no es presentar alternativas, sino revelar contradicciones, y es lo que intento en Animales nocturnos: mostrar que esas leyes están en conflicto con una visión conforme a la cual hay derechos universales más allá de los derechos asociados a pasaportes o a documentos de identidad, a privilegios de una determinada ciudadanía. Creo que la propia noción de “extranjero” es una noción excluyente y violenta, porque esconde una advertencia: simplemente porque tú no has nacido en este territorio, no tienes en él los derechos que yo tengo. Cuando concibo Animales nocturnos evito la tentación de escribir una obra en la que el que se aprovecha de la ley es un policía u otro funcionario del Estado y elijo observar a un ciudadano cualquiera, a un hombre que se da cuenta de que esa ley divide a la sociedad en dos, en hombres documentados y hombres sin documentos, y que por tanto le da a él un poder sobre otros; y si se ofrece un poder, alguien puede sentir, en un momento dado, la tentación de disfrutarlo.
BMC: Otro de los temas que te preocupan es el de la censura, al que dedicas Cartas de amor a Stalin. Aunque lo centras en la Unión Soviética, ¿crees que se puede aplicar al mundo de hoy? ¿Hay censura, en tu opinión, en nuestra sociedad?
JM: Claro, he comentado alguna vez que, después de ver muchas veces Cartas de amor a Stalin, llegué a pensar que, antes que una miniatura sobre el mundo soviético, es una obra sobre la pregunta: “¿quién escribe mis palabras?”, que es una pregunta vinculada decisivamente a la cuestión de la censura. En la obra, Bulgákov comete un pecado original, que es dejar de escribir para su gente, de la que el poder lo ha apartado, para escribir a un solo lector, el cual en la ficción se convertirá en quien le dicte, será el dictador de sus cartas, y finalmente las escribirá él mismo. Bulgákov comete un error que se convertirá en fatal, porque buscando palabras para un lector, Stalin, se está colocando en el espacio marcado por ese lector. Y a mí me resulta estremecedora esa imagen de Bulgákov escribiendo al dictado y finalmente firmando cartas que otro escribe.
De algún modo ese tema aparece también en Animales nocturnos, que concluye con el Hombre Alto dando forma literaria a las imágenes, las experiencias del Hombre Bajo. Y se da también en una escena de Alejandro y Ana en la que aparece un personaje, el Poeta que escribe los discursos “espontáneos” del Presidente. El del escritor a sueldo es un tema que me concierne personalmente, y yo me pregunto una y otra vez: viviendo en una sociedad comparativamente libre –creo que la sociedad española es, en comparación, una sociedad relativamente abierta, donde hay unas posibilidades de expresión y de representación de mundos que en otras sociedades están prohibidas–, ¿en qué medida estoy también, sin embargo, escribiendo al dictado? ¿En qué medida obedezco, por ejemplo, a las reglas de decoro de mi época, a lo políticamente correcto y a la presión del mercado? En este sentido, me digo que tengo que ser capaz de mirar sin ingenuidad mi propia obra, tengo que ser capaz de lanzar sobre ella una mirada de sospecha.
BMC: Afirmas que el teatro tiene por misión “desvelar la realidad, decir la verdad”3, y para ello, es necesario rescatar la memoria del sufrimiento, una memoria que “siempre está en peligro”4. ¿El poder intenta acallar los discursos de las víctimas, los está censurando de algún modo?
JM: Creo que estamos rodeados de ficciones, y que nosotros mismos, en cierta medida, somos una ficción, en parte construida por otros. ¿Hasta qué punto, por ejemplo, cualquiera de nosotros no está repitiendo gestos, acciones, discursos que le ofrecen los medios de representación hegemónicos: el cine, la televisión…? Es decir, que los Stalin pueden tener formas muy diferentes. Y desde luego, en lo que a las víctimas del pasado se refiere, hay una dictadura del presente, de la que se habla en El cartógrafo. En esta obra, Deborah dice: “Desconfía de tus ojos, lo que ves oculta cosas”. El ojo oculta cosas. Por ejemplo, aquí cerca estaba la cárcel de mujeres de la que salieron hacia el paredón las Trece Rosas. Recordar aquella cárcel y a aquellas mujeres exige esfuerzo. El presente suele realizar dos tipos de operaciones respecto de las víctimas del pasado: una, la invisibilización; dos, la utilización, que consiste en darles visibilidad conforme a a intereses actuales. En ambas operaciones los españoles somos especialistas; en España una y otra vez las víctimas –también las del presente- son ignoradas o utilizadas como arma política de presente; en uno y otro caso falta una mirada compasiva hacia ellas.
En Himmelweg hay dos discursos de presente, que son el del Delegado de la Cruz Roja y el del Comandante. Porque el presente es el tiempo de los vencedores, y en la obra ellos interpelan al público como si fuesen hombres de la actualidad, mientras que esa comunicación es inaccesible a las víctimas, que no pueden hablarnos directamente.
Volviendo a la primera pregunta que me has hecho, por un lado hay que recordar una y otra vez la centralidad del testimonio, que es insustituible: la voz del testigo es fundamental y no ha de ser suplantada. Es fundamental que leamos una y otra vez a gentes como Primo Levi o Elie Wiesel… Pero, al mismo tiempo, la muerte de los últimos testigos hace cada día hace más necesaria la tarea de los que deberíamos recoger ese testimonio sin pretender nunca suplantarlo. Yo no puedo decir, como Levi, “Yo estuve allí”. Pero creando una ficción como la de El cartógrafo, con todos sus límites, acaso pueda hacer que algunas personas se sientan interpeladas por lo que aconteció.
BMC: De tus palabras se desprende que concibes el teatro, ante todo, como un proyecto cívico, como un proyecto de ciudadanía, de convivencia. ¿Es así?
JM: La primera razón por la que hago teatro es que soy feliz haciendo teatro. El teatro me ayuda a vivir, para empezar por lo mucho que disfruto escribiéndolo. No pertenezco a la Hermandad de los Agonistas de la Página en Blanco, esos que te dicen “cómo sufro escribiendo”; yo disfruto escribiendo, y últimamente también dirigiendo. Y al mismo tiempo disfruto pasándolo mal, porque parte del gozo está precisamente en que es difícil, en que cabe el fracaso, en que tus soluciones pueden ser fallidas; no diré “soluciones”, porque si utilizamos la palabra “soluciones” es como si estuviéramos ante algo calculable. Simplemente, uno intenta construir una experiencia poética y en ocasiones acierta y en otras ocasiones no. Yo gozo escribiendo, y escribir es una parte fundamental de mi vida, pero el teatro me ayuda a vivir también cuando no escribo; el teatro me ayuda a fijarme, por ejemplo (refiriéndose a una pareja de ancianos sentados en una mesa próxima) en esos señores, tan mayores, juntos, en cómo se relacionan, en cómo se hablan o no se hablan… El teatro nos ayuda a fijarnos.
Dicho esto, creo que en mí sí que hay, desde adolescente, una preocupación ciudadana, y en este sentido, al encontrarme con el teatro, creo que eso también lo he llevado conmigo; no entiendo el teatro solo como un lugar de expresión del yo; al contrario, creo que mi yo está inevitablemente ahí y mi problema es precisamente cómo compartir, cómo hacer que el espectador sienta que estoy contando su vida. Y el teatro creo que es inmediatamente un acto político, construye una asamblea, y desde luego, creo que los grandes asuntos, los asuntos fundamentales, esenciales, de la cosa política, cómo organizarnos, cómo tratarnos unos a otros, están en el teatro desde los atenienses, y en este sentido sí creo que mi teatro está atravesado por una voluntad cívica.
BMC: Aprovechando que haces referencia al gozo de escribir, me gustaría que nos hablaras del proceso de creación de tus obras. Al leer Elipses, y al ver las imágenes con las que está ilustrado y sus epígrafes (“Ejes”, “Intersecciones”, “Tangentes”…), pensaba que esos elementos me estaban dando una clave, y es que tus obras están planificadas como si se tratara de artefactos matemáticos perfectamente construidos. ¿Hay algo de verdad en esta idea?
JM: Las obras nacen y se desarrollan de formas muy diversas. En algunas piezas es cierto que he trabajado en un plan a partir de un primer impulso, y luego he ejecutado más o menos ese plan, pero en otras ocasiones no ha sido en absoluto así. Por ejemplo, he escrito una obra durante el curso pasado, que se llama Amistad, y lo hice a partir de una imagen que desarrollé con mucha rapidez y sin planificación. Cartas de amor a Stalin también surgió de un impulso semejante: supe de las cartas que había escrito Bulgákov a Stalin, supe que él había recibido una llamada –o decía haber recibido una llamada– de alguien que se le presentó como Stalin, e inmediatamente pensé la historia que quería desarrollar: Bulgákov escribe carta tras carta a Stalin hasta que su deseo de dialogar con el tirano, que nunca le contesta, se hace tan intenso, que aparece ante él un Stalin imaginado, proyectado por la fantasía del escritor. Luego, poco a poco, fue apareciendo en mi cabeza la mujer, Bulgákova, como personaje que, de algún modo, abre la puerta a ese Stalin fantasmal… De modo que hay casos en que veo la forma muy clara, otros en los que tengo un impulso y la forma va apareciendo en el proceso de escritura, y en otras ocasiones… Esta semana he estado trabajando en una obra, que titulo “El mago”, a partir de un impulso muy fuerte, pero que puede tardar mucho tiempo en encontrar su forma o no hacerlo nunca. En todo caso, es cierto que mi formación matemática me atraviesa en la medida en que me reclama una y otra vez una composición y, de acuerdo con ella, una economía de signos; creo que las matemáticas me han educado, sí, en la búsqueda de las formas. Pero también que en mis obras hay mucho menos cálculo de lo que parece.
BMC: He llegado a pensar que a través de este tipo de construcciones lo que estás haciendo es romper la ilusión de realidad, al modo brechtiano; recordándole al espectador que no está ante una realidad, sino ante una construcción artística.
JM: Es muy interesante lo que mencionas. Es cierto que en ocasiones la construcción formal, más o menos compleja, advierte al espectador contra el ilusionismo, le advierte de que se halla ante un artificio. Por ejemplo, Animales nocturnos es una obra de diez escenas en las que los cuatro personajes se relacionan en distintas combinaciones. Si llamásemos a los personajes A, B, C y D, ahí sí que te podría presentar de algún modo una ley; que no es sin embargo una fórmula, nunca intento completar una fórmula a priori.
BMC: ¿Y en El cartógrafo, o en Himmelweg?
JM: En Himmelweg la estructura en cinco capas, en cinco modos –por lo demás muy heterogéneos– descoloca, creo, una y otra vez a los espectadores y de algún modo rompe su ilusión, pero sin embargo mi experiencia es que la obra es recibida con emoción. He asistido recientemente a una Himmelweg y se producía emoción, así como se produce en El cartógrafo. Precisamente esa construcción artificiosa, esa mostración del artefacto, esa exposición del teatro en tanto que teatro, esa hiperteatralización, hace, me parece, que el espectador baje sus defensas y sea asaltado, de pronto e inesperadamente, por la emoción. Yo creo que debemos evitar la tendencia del espectador a deslizarse hacia el lugar de la víctima, a identificarse con ella, pero que es bueno, sin embargo, que se produzca una emoción que excluya el sentimentalismo, una emoción que sea finalmente compasión por el ser humano.
BMC: Además de escribir, también eres profesor de escritura dramática. ¿Qué es para ti la enseñanza? ¿La enseñanza del teatro también forma parte de ese proyecto ético de algún modo?
JM: Primero, yo he sido hijo de enseñante; mi padre, al que dedico un texto que se llama Mi padre lee en voz alta, fue maestro, director de colegio e inspector de educación, de forma que la enseñanza siempre se ha vivido en mi casa como un asunto propio. Por otro lado, yo mismo he sido profesor de Matemáticas en Secundaria, luego he sido profesor de Dramaturgia en la Escuela de Arte Dramático y ahora dirijo un Master en Creación Teatral en la Universidad Carlos III de Madrid. Para mí es un privilegio estar en contacto con gente joven y sentirse interpelado por ellos; ellos van a mirar hacia donde tú no miras, y van a hacerte preguntas que tú nunca te harías, y van a leer cosas que tú nunca leerías o de un modo en que tú nunca lo harías. A mí a veces me gusta recordar esa idea de Benjamin conforme a la que la escuela no debería ser el lugar del dominio de una generación sobre otra, sino el lugar de encuentro de dos generaciones; y en este sentido, mi trabajo en la enseñanza del teatro pretende ser lo menos autoritaria posible; es decir, yo lo único que puedo es compartir mi experiencia, y en el Máster en Creación Teatral dirijo lo que llamo el Taller de Forma, en el que además de hablar de algunos grandes maestros –por ejemplo, el otro día hablamos de Kantor, y ayer estuve proponiendo una apropiación crítica de la Poética aristotélica–, generamos una conversación en torno a los proyectos de los alumnos; una conversación que intenta no ser invasiva, que intenta hacerse cargo de las intenciones implícitas en el proyecto y acompañar a su autor para que él se haga sus propias preguntas y encuentre sus propias respuestas. La educación en artes es especialmente difícil en la medida en que hay que conseguir acompañar sin invadir.
BMC: En tu teatro histórico, además de abordar la invasión de Europa por los nazis, o la dictadura estalinista en la Unión Soviética, también has abordado el tema de la guerra civil española y sus consecuencias.
JM: He escrito varias obras sobre la guerra civil española; quizá la más significativa sea El jardín quemado, que es una obra que tiene mucho que ver con lo que estamos hablando. Hay un personaje que se llama Benet, que entra a un psiquiátrico hacer una indagación sobre un momento del pasado, indagación que en realidad es una búsqueda de confirmación al discurso que él ya se ha hecho, que él ha construido, y se va a encontrar con que el pasado es mucho más complejo de lo que él creía, y va a salir de allí con más preguntas que con las que había entrado. Creo que nunca debemos acercarnos al pasado como si estuviese clausurado y nosotros conociésemos su verdad. Yo decía algunas veces a los actores cuando trabajábamos en La lengua en pedazos que mucho más importante que lo que nosotros pudiésemos decir sobre Teresa de Jesús era lo que Teresa pudiese decir sobre nosotros; que teníamos que escucharla, y que sería tanto o más importante la pregunta cuanto más misteriosa nos resultase. En El jardín quemado resulta que las víctimas no son aquellas que Benet tomó por tales, sino otras que han sido de algún modo víctimas de las víctimas; unos pobres diablos, unos pobres inocentes que han sido víctimas, por un lado, de la violencia fascista, pero también de otra violencia que, conforme a un discurso, digamos, hegeliano, un discurso de progreso, considera que hay vidas que valen más que otras. Es una obra a mi juicio extraordinariamente compleja cuyo primer estreno profesional ha tenido lugar en Italia, en la ciudad de Verona, hace unos meses. Es una obra que escribí hace veinte años y no se ha representado profesionalmente en España.
BMC: ¿Cuáles son las fuerzas míticas de nuestro tiempo, contra los que tiene que luchar el escritor hoy?
JM: El otro día hice unas declaraciones que inmediatamente me valieron el enfado de alguna gente. Decía que “nación”, “bandera” y “frontera” son fracasos para mí. Yo creo que ahora, con la información que tenemos, deberíamos reconocer que el único sujeto político que merece tal nombre es la humanidad. En este tiempo de migraciones masivas y de peligros globales como el calentamiento terrestre, deberíamos ser capaces de pensar, por fin, en toda la humanidad. Si se me dice que un discurso así es utópico, contestaré que es necesario sostenerlo frente a esos otros discursos que están cada día ganando más terreno, discursos identitarios en los que aparecen de nuevo todos esos fantasmas: nación, frontera, bandera… Por supuesto que puede haber comunidades de gentes que comparten una tradición, unas costumbres, pero ello no excluye que debamos darnos como horizonte crear un espacio de convivencia para toda la humanidad. Creo que las fuerzas míticas son las que trabajan para lo contrario, las que fortalecen discursos identitarios que son finalmente discursos sacrificiales. Sé que no es posible hoy vivir sin fronteras, pero éstas pueden ser más o menos porosas, los territorios pueden ser más o menos hospitalarios al que sufre o al que huye. En este sentido, los resultados de las últimas elecciones norteamericanas o los espantajos políticos que están proliferando en Europa me hacen pensar que aquellas fuerzas míticas tienen un enorme vigor. Por otro lado, creo que la acción política siempre está vinculada a una cultura política; por ello, es importante que nuestros discursos alienten la hospitalidad y la ética y la política del auxilio. Lo cual no tiene por qué llevarnos hacia la ingenuidad o hacia eso que llaman buenismo; hay que recordar una y otra vez que somos seres peligrosos, también cada uno de nosotros.
BMC: ¿El teatro podría ser un espacio de hospitalidad?, ¿un espacio de resistencia en el mundo en que vivimos?
JM: Yo creo que lo es, y aquí quiero mencionar a Paul Celan. La ciudad en que nació es mencionada en El cartógrafo. En un momento dado, la vieja cartógrafa, Deborah, dice: “Fíjate cómo cambian las fronteras en el tiempo, cómo los lugares cambian de nombre: Czernowitz, Cekanti, Chernovstsi…”. Ése es el lugar en que vivió y padeció Paul Celan; un lugar que cuando él nació era hasta cierto punto hospitalario, un lugar de encuentro –y por qué no, de tensiones– de razas, de religiones, de lenguas; pero que luego se convirtió en una jaula, en un lugar de caza del diferente. Pues en ese espacio, Paul Celan descubrió que escribir poesía era un acto de resistencia; claro, no escribir cualquier poesía; escribir una poesía que fuese capaz de expresar lo no expresado, de expresar la voz del diferente acosado por serlo. Y en un sentido semejante, creo que el teatro ha de ser un espacio en que sea posible escuchar otras voces que las hegemónicas. Hablábamos antes de la verdad; no me interesa un teatro en que uno diga “yo tengo la verdad y la manifiesto”. Antes que ese modelo, religioso, me interesa el de Sócrates, que sale al espacio público y abre una conversación sobre algunas palabras importantes, por ejemplo, “belleza”, “justicia”, “bondad”, “amistad”: ¿Qué es la amistad?, ¿qué es la justicia?, ¿qué es la belleza? Si el teatro es capaz de convocarnos en torno a esas preguntas, se constituye inmediatamente en espacio de resistencia.
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