Vária
Juan L. Ortiz y el budismo: vacuidad y reescritura del dolor
Juan L. Ortiz y el budismo: vacuidad y reescritura del dolor
Caracol, núm. 15, pp. 394-415, 2018
Universidade de São Paulo
Recepción: 06 Agosto 2017
Aprobación: 30 Septiembre 2017
Resumen: En más de una ocasión, Juan L. Ortiz sugirió posibles anclajes de su poética en puntuales accesos a la doctrina del budismo zen. En su escritura, la luz es la principal herramienta para delinear las formas que subyacen al despliegue de la materia natural; se trata de una poesía que, guiada por una voluntad “iluminadora”, insiste en proyectar luz allí donde se enseñorea la oscuridad. La iluminación budista (la disolución de las oscuridades de la mente que generan sufrimiento y dolor) es el horizonte indefectible hacia el que conduce el camino del dharma. Y la poesía de Ortiz, también, parece perseverar lenta, incansablemente, en esa senda. En el presente trabajo se intentará sugerir algunos acercamientos de la obra orticiana a nociones clave de la doctrina budista, en especial la de vacuidad, la naturaleza última del camino de la vida humana, tal como lo entiende el budismo.
Palabras clave: Juan L. Ortiz, poesía, vacuidad, budismo.
Abstract: More than once, Juan L. Ortiz in his poetic writing suggested possible references in his poetry to specific aspects of the Zen Buddhist doctrine. In his work, light is the main tool for delineating the forms that underlie the unfolding of natural matter. This poetry, guided by an “enlightening” will, insists on projecting light where darkness dominates. Buddhist enlightenment (the dissolution of the mind darkness that generates suffering and pain) is the unfailing horizon towards which the path to dharma leads. And the poetry of Ortiz, too, seems to slowly and tirelessly persevere on that path. In this paper, we try to suggest some approaches to his poetry, to key notions of the Buddhist doctrine, especially the emptiness one, the last nature of the pathway of human life, as Buddhism understands it.
Keywords: Juan L. Ortiz, poetry, emptiness, buddhism.
El mundo del artista es un mundo de libre creación, y ésta sólo nos la pueden dar las intuiciones directamente surgidas de la mismidad de las cosas, no obstaculizadas por los sentidos y el intelecto. De este modo crea formas y sonidos de lo que no tiene forma ni sonido. En esa medida, el mundo del artista coincide con el del zen.
Daisetz SuzukiEn una entrevista que le fuera realizada en 1972, consultado acerca de su visión en relación con aquello que convenimos en llamar lenguaje poético, Juan L. Ortiz responde:
Cuando es utilizado de una manera, diríamos... (claro, hay que hablar de una manera, en cierto modo, religiosa) de “iluminación”... Es decir, se carga tanto, pone en función tantas virtualidades fonéticas, conceptuales, rítmicas, que paradójicamente y a la vez se hace transparente y recibe (justamente ahí está la doctrina Zen), por hacerse casi inexistente, recibe, digo, ciertas esencias, ciertas atmósferas, ciertos aires de esa realidad que al hombre se le escapa... y que no puede asir.
(Conti, 1995, 73)La iluminación (o satori, desde la pespectiva zen) se prefigura como el punto de llegada que desea alcanzar el bodhisattva, es decir, quien aspira a la suprema iluminación, correlato inherente al camino de la budeidad. El logro de la iluminación es, según el budismo, el verdadero significado de la vida humana y Ortiz, a la manera de un maestro zen, persevera para proyectar luz donde no la hay. La iluminación budista (la disolución de las oscuridades de la mente, es decir, de las perturbaciones producidas por los venenos de la ignorancia, la ira y el apego) es el horizonte indefectible hacia el que conduce el camino del dharma. Y la poesía de Ortiz, también, parece perseverar, lenta e indefectiblemente, en esa senda.
El propio Ortiz aludía, en la cita precedente, a un modo justamente “religioso” en la forja de una palabra poética que, por un lado, hace de la luz el pincel que desoculta los colores y las formas en el incesante despliegue de la materia natural y que, por otro, está guiada por una voluntad “iluminadora” en el sentido más idiosincráticamente budista: ir al asedio de la sombra, esos venenos de la mente que generan sufrimiento y dolor.
Ortiz, insistentemente, caracteriza el paisaje en el que se desarrollan las escenas de su poesía como “manchado de injusticia y desolación”,1 una mácula que instaura el sufrimiento en un paisaje hecho para el goce y el disfrute de todos los seres vivos. En amplias zonas de su obra nos enfrentamos a la evidencia, por un lado, de una poesía de intenso arrebato lírico, a partir de la vislumbre de la simbiosis del sujeto con el paisaje (una simbiosis en la que el elemento estético y el religioso por momentos confluyen). Por otro lado, sin de ninguna manera generar una ruptura con la línea anterior (al contrario, fundiéndose con ella), aparece la fuerza del imperativo ético que el poeta asume en el sentido de la misión redentora del arte y el artista, señalando un futuro donde la naturaleza arcádica y virginal, previa al momento de la comprobación de la “mácula” aludida, se reconstituya, en el afán de que la belleza sea, algún día, patrimonio común de la especie humana.
En un poema de su primer libro de 1933, que se transcribe a continuación, el mundo es sugestivamente presentado como “pensamiento realizado de la luz”.
El mundo es un pensamiento
realizado de la luz.
Un pensamiento dichoso.
De la beatitud, el mundo
ha brotado. Ha salido
del éxtasis, de la dicha,
llenos de sí, esta tarde,
infinita, infinita,
con árboles y con pájaros
de infancia ¿de qué infancia?
¿de qué sueño de infancia? (AN 166)
Aquí, Ortiz parece abrevar en la noción budista de que el mundo no tiene existencia inherente; dicho en términos propiamente budistas, no existe de su propio lado, sino que es la creación que resulta de un proceso mental. Este pensamiento, caracterizado como “realizado de la luz”, como “dichoso” e identificado con “la beatitud”, el “éxtasis”, la “dicha”, no se trataría de una construcción mental ordinaria, sino del resultado de la actividad de una mente iluminada, de una mente asimilable a aquellas que habrían alcanzado el estado de budeidad. De la beatitud subyacente a ese pensamiento de dicha el mundo “brota”.
Desde una perspectiva doctrinaria budista se plantea lo siguiente: “Buda dijo: «Debes saber que todos los fenómenos son como sueños»” (Gueshe Kelsang Gyatso 94). Y, en esa misma clave, Ortiz se pregunta: “¿de qué sueño de infancia?”. Podría, quizás, entenderse el estatuto de realidad de este mundo orticiano, en tanto apariencia mental, asimilado al ámbito de los sueños; es que, tanto el mundo onírico como el que creemos experimentar en el estado de vigilia, son, para el budismo, apariencias de la mente ya que la verdadera naturaleza del mundo es la vacuidad.2
Del vacío emerge un mundo cuya realidad objetiva no parece ser tal; un pensamiento venturoso (un pensamiento iluminado) ha, literalmente, generado ese mundo. Del vacío emerge ese mundo, no obstante, “lleno” de ese éxtasis, desbordante de dicha. No hay transición entre el lleno y el vacío: un vacío que se distancia de la noción de nada reconocible en la tópica metafísica presocrática cuando postula que “de la nada nada sale”. Por el contrario, del vacío más pleno (valga el oxímoron) es que puede surgir un mundo autosuficiente, un mundo que no precisa más que de sí mismo: su mismidad que es, a la vez, su causa eficiente y su correlato.
Oscar del Barco, en su reflexión en torno al poema referido, enfatiza el hecho de que, para Ortiz, “el poema es un brotar y no una construcción realizada por el hombre” (Del Barco, 1996, 19), un mundo en armonía con la naturaleza (entendida como aquello que “brota” más allá del hacer humano), una aspiración a la unidad esencial que se realiza, un fluir en el que el propio hombre se deja llevar por un ritmo que lo guía y lo contiene, lo libera de los barrotes que lo hacen prisionero de sí, que lo esclavizan al aferramiento del propio yo:
Pensamiento quiere decir hombre en cuanto unidad con luz y mundo. El giro significa que no hay hombre, mundo y luz sin su participación en la unidad. Mas en el giro se borran, paradojalmente, cada uno de los términos. De esta manera la luz, el hombre y el mundo, en cuanto entes separados, carecen de ser: cada término es en los otros en el giro del poema. El mundo, la luz y el pensamiento, brotan. No de la nada sino de la “beatitud”, de la “dicha” y del “éxtasis”.
(Del Barco, 1996, 19)Es, insistirá Del Barco, una noción de mundo como donación: “la unidad vivida como otorgamiento gratuito” (Del Barco, 1996, 20). El hombre escindido, al liberarse de sí, recupera una unidad primigenia, esencial: la unidad de la infancia, de un mundo hecho con “árboles y pájaros de infancia”. Continúa diciendo al respecto Del Barco:
La infancia es el territorio de la desposesión del éxtasis, y no es casual que la palabra éxtasis esté colocada, en la mitad del poema, frente a la palabra dicha [subrayado mío], como si una fuera el espejo de la otra. Éxtasis y dicha se anillan hasta formar una unidad, y es a esa unidad a lo que llama infancia. El poema debe leerse como una afirmación de la dicha: sus palabras señalan el paso que trasciende la desgracia del hombre escindido volcándolo en el espacio de la unidad.
(Del Barco, 1996, 21)La infancia parece representar el estadio previo al momento “adversativo” de la poesía de Ortiz, el de la evidencia de un “pero” opuesto a la arcadia originaria y al cual sucederá el momento “profético” del anuncio de la redención.3 Asimismo, el tópico de la pureza infantil identifica insistentemente en la poesía del entrerriano a la naturaleza con la infancia. En el poema “Las colinas”, para citar uno de las textos emblemáticos en ese sentido, tales colinas entrerrianas “continúan niñas porque sus rasgos siguen puros.” (AyC, 489) También se señala la femineidad de la tierra que está hecha para abrirse al poder fecundante de la semilla ya que la ondulación de esas colinas-niñas es presentada también como un juego femenino, de seducción dirigida hacia otros elementos de la naturaleza como el aire (“una nube”) o el agua (“un arroyo íntimo”). Y, por supuesto, también, para con el hombre que contempla, obnubilado, la magnificencia de ese paisaje cincelado por la ondulación incesante de las colinas, un paisaje móvil que en razón de ese mismo movimiento, recompone el equilibrio cromático permanentemente y hace que el cuadro, trabajado también por el juego de esa luz –por los infinitos e irrepetibles matices de esa luz, desde el alba al anochecer, desde una primavera a la siguiente, desde un cerro o un valle, desde el río y su reflejo hasta la sombra proyectada por el bosque–, nunca sea el mismo.
Ortiz es explícito al referirse al modo de considerar la noción de vacío, entendida –desde la perspectiva del budismo zen– como instancia fundadora de su escritura poética.4 Es necesario vaciar los cuencos de agua estancada para que puedan ser colmados con la pureza y la frescura del agua de lluvia. En los estudios doctrinales que se desarrollan en el ámbito de las diversas tradiciones budistas, el problema del vacío o vacuidad resulta, como se ha dicho, un tópico crucial y determinante: la noción, a todas luces engañosa y precaria, de realidad encubre la evidencia de que, paradojalmente, nada es literal, fácticamente real; lo que experimentamos como tal es resultado de elaboraciones mentales que, a su vez, resultan viciadas por el hecho de que regularmente nuestra mente se encuentra perturbada por múltiples falseamientos, engaños y falsificaciones. Es entonces la vacuidad un horizonte deseable –incluso irrenunciable– para el practicante del dharma, ya que todo surge del vacío y todo retorna a él.5
Vivimos una cultura de la saturación. Todos los espacios (los físicos, los mentales, los psicológicos y espirituales) están llenos, ocupados por doctrinas, vivencias, saberes, etc. que se encuentran firmemente asentados y que ejercen una primacía absoluta. No hay forma de abrirse a lo otro, de propiciar la expansión de nuestra mente cuando todas las posiciones están ocupadas y el margen de movimiento resulta cada vez más acotado. Tania Favela Bustillo, en una interesante reflexión acerca de este tópico en Ortiz, transcribe un cuento de inspiración zen, “La taza de té”, el cual ilustra claramente el hecho de que la naturaleza esencial del hombre es esa vacuidad –clave de la liberación, para el budismo– a la que, paradójicamente, tanto parecemos temer:
Nan-in, maestro japonés que vivió en la era Meiji recibió a un profesor universitario que había acudido a informarse sobre el zen.
Nan-in sirvió el té. Llenó la taza de su visitante, y siguió vertiéndolo.
El profesor se quedó mirando el líquido derramarse, hasta que no pudo contenerse:
–Está llena la taza. ¡Ya no cabe más!
–Como esta taza –dijo Nan-in–, está usted lleno de sus propias opiniones y especulaciones. ¿Cómo puedo mostrarle el zen si no vacía su taza antes?6
Tal vez, la más radical de las apuestas orticianas se encontraría precisamente en ello: en “vaciar la taza” para escribir una obra poética que excede todas las matrices, se apropia de variadas tradiciones literarias para reinventarlas y recodificarlas en función de la necesidad que le imponía la ejecución de su propio proyecto poético. Así como el budismo se reconoce como un cuerpo de reflexiones filosóficas y de doctrinas religiosas, un método de realización personal, un ideal de solidaridad universal esencialmente sincréticos, la poesía de Ortiz también ostentaría esta misma sincreticidad.7
El mapa poético de la provincia de Entre Ríos que resulta de la traza de la poesía de Juan L. Ortiz, lo sugeríamos en otro lugar,8 se conforma también a partir de esa matriz sincrética; esos “campos de Entre Ríos con aún países absolutos de injusticia” (AyC, 289), enclavados en los desarrollos de su poesía, son un artificio orticiano: significan haber vaciado el cuenco para volver a ser llenado. La necesidad raigal de acudir a “intuiciones directamente surgidas de la mismidad de las cosas, no obstaculizadas por los sentidos y el intelecto”, como planteaba Daisetz T. Suzuki en la cita que presentábamos a modo de epígrafe en este apartado, es lo que quizá lleva a Ortiz a alejarse del centro metropolitano del campo literario argentino, Buenos Aires, (¿lo lleno?) y “recluirse” en la interioridad de su paisaje natal (configurando con ello un modo característico de la renuncia –un modo de entregarse al vacío–, otra noción cara al ideario budista) para, precisamente, en el contacto íntimo con la mismidad de las cosas –la materia proliferante de su entorno natural– disponerse a llenar el cuenco previamente vaciado: escribir su notable obra poética.9
El del vacío se presenta como tópico explícito en uno de los poemas del segundo libro de Ortiz:
Ráfaga del vacío, del abismo,
que hace temblar como húmedos cirios a las plantas con luna
y vuelve los caminos arroyos helados hacia la nada.
Ráfaga del vacío, del abismo.
(AS 204)Lo que en este inicio del poema parece orientar una lectura en clave metafísica (el vacío entendido como “abismo” y sus caminos como “arroyos helados hacia la nada”), en seguida nos orienta hacia una reflexión acorde con el desarrollo de las ideas precedentemente examinadas. El matiz porvenirista presente en grandes áreas de la poesía orticiana nuevamente es reconocible aquí: el “todo”, es decir, lo lleno, lo que inmoviliza, lo que sostiene acaso las fuerzas regresivas que impiden la difusión de “la belleza” (que bien podría ser “la felicidad”, en un sentido propiamente budista) debe ser vaciado para que, cual la aurora, esa belleza (una “belleza nueva”, inédita) se imponga, como lo hace la luz del sol, abriéndose paso en el ámbito nocturno de las sombras.
¿Será esa belleza nueva,
la belleza que crearán ellos,
esa belleza activa que lo arrastrará todo,
un fuego rosa contra el gran vacío,
o el viento que dará pies ágiles a la mañana,
sobre esta enfermedad aguda, terrible, de la sombra?
(AS 204)Así operaría, acaso, el sol: para que los “pies ágiles” de la mañana comiencen a desandar el día, resulta imperativo vaciarlo de la noche del mal, el sufrimiento, el dolor. Las enseñanzas doctrinarias budistas insisten en la focalización de ese centro: la evidencia del dolor, la sostenida costumbre del sufrimiento asumido como carga inherente a nuestra naturaleza humana, se nutre y se fortalece por el desconocimiento de que a todo subyace la vacuidad como sustrato fundamental. Lo que nos oprime y perturba podría ser desarticulado, suprimido de manera muy simple a partir de la acción de una mente que, reduciendo hasta la insignificancia las causas de la perturbación y el dolor, logre diluirlo en ese vacío que envuelve nuestro ser “como un gato”, dirá el poeta cubano José Lezama Lima. Entonces, por la acción de una mente virtuosa, y desde esa misma vacuidad –que es el fondo último de todos los fenómenos del mundo y de las innumerables vidas que por él erran–, resurgirá “la aurora”: un espacio acogedor, un refugio ante la miseria del mundo; la belleza, en suma, para Ortiz.
Ortiz, como el príncipe Siddharta, el primer buda,10 coloca en el centro de su sistema poético la evidencia de la primera de “las cuatro nobles verdades” comunicadas por Buda Shakiamuni: la persistencia del dolor dominando la vida de los hombres. No obstante, para el poeta, el dolor humano es un hecho que de ninguna manera tendría una justificación o necesidad “natural”. El hombre puede y debe ser redimido por una ética de la solidaridad universal, del amor prodigado a todo ser viviente, de una felicidad que esté al alcance de todos, ya que no habría por qué dejar a nadie afuera del disfrute de la alegría de vivir. La poesía orticiana, creemos no equivocarnos en ello, estaría animada por ese imperativo (ético, religioso, político) de mostrar los caminos (trazándolos en el mapa de su obra) de la felicidad posible para el hombre. En relación con ello, resulta muy oportuno traer a colación estas palabras de Juan José Saer al respecto:
El deseo de conocer cada vez mejor su propio instrumento para utilizarlo con mayor eficacia, esa disciplina a la que únicamente los grandes artistas se someten, tenía como objetivo el tratamiento de un tema mayor, del que toda la obra es una serie de variaciones: el dolor, histórico o metafísico, que perturba la contemplación y el goce de la belleza que para la poesía de Juan es la condición primera del mundo. El mal corrompe la presencia radiante de las cosas y cuando sus causas son históricas sus efectos perturbadores se multiplican. La lírica de Juan recibe, en ondas constantes de desarmonía, los sacudimientos que vienen del exterior, y su respuesta es la complejidad narrativa de sus obras mayores, en las que esos sacudimientos son incorporados como el reverso oscuro de la contemplación. Y el objeto principal de la contemplación, lo que engloba la multiplicidad del mundo, es el paisaje.
(Saer, 1996, 12-13).Sería oportuna aquí, quizá, una breve referencia al último poema que se conoce que haya escrito José Lezama Lima, a quien aludíamos algunos párrafos atrás. “El pabellón del vacío”, tal es el nombre del poema, parece también abrevar de la doctrina budista, en relación con lo que el poeta cubano llama el tokonoma,11 en referencia a ese espacio tan característico de la arquitectura japonesa y que es posible encontrar en muchas de las salas de las casas niponas. Pero ese tokonoma, para Lezama se convierte en una especie de altar, un espacio que no se restringe necesariamente a un ámbito físico ritual sino que es, más bien, un espacio interior; basta una pequeña hendidura hecha con la uña para que esa mínima oquedad, ese tokonoma sólo reconocido como tal por el sujeto de esa acción de horadar superficialmente la pared, se transforme en el “pabellón del vacío”, ámbito para el recogimiento, para el refugio de un ser que, sutilizado, despojado de los ropajes de su fisicidad, cabe en ese pequeño hueco:
De pronto, recuerdo,
con las uñas voy abriendo
el tokonoma en la pared.
Necesito un pequeño vacío,
allí me voy reduciendo
para reaparecer de nuevo,
palparme y poner la frente en su lugar.
Un pequeño vacío en la pared.
(Lezama Lima, 1985, 547)El tokonoma lezamiano puede ser generado en cualquier lugar: en esa pared rasgada con la uña, en una mesa de bar ahuecada de la misma manera, o en “un papel de seda raspado con la uña”, también. El vacío, dice Lezama, es “como un gato / que nos rodea todo el cuerpo”, un vacío que es presentado también – y apelando con ello a una bella sinestesia – como “un silencio lleno de luces”.
Tener cerca de lo que nos rodea
y cerca de nuestro cuerpo,
la idea fija de que nuestra alma
y su envoltura caben
en un pequeño vacío en la pared
o en un papel de seda raspado con la uña.
Me voy reduciendo,
soy un punto que desaparece y vuelve
y quepo entero en tokonoma.
(Lezama Lima, 1985, 548)Hay un ahuecamiento, una reducción paulatina hasta el vaciamiento total de “nuestra alma y sus vestiduras”, la que luego renace para caber por entero en el tokonoma. Es notable cómo Lezama ejecuta el poema al modo de un ejercicio de meditación budista: el yo, una vez reducido hasta la insignificancia, una vez desligado de ese vasto mundo que constituye su circunstancia – un yo que se sabe cada vez más aferrado y limitado por esas circunstancias – decretada la caducidad de ese mundo opresor, el ínfimo tokonoma, la pequeña hendidura tallada en la pared, basta para fundar un nuevo orbe surgido de ese vacío, confinando a la irrealidad y la inexistencia aquel otro hecho de apariencias exteriores. Es que el tokonoma lezamiano se postula como un refugio, una interioridad redescubierta: basta sólo con rasgar cualquiera de las aparentemente compactas superficies que recubren la fachada de este mundo como para comprobar que su inconmovible solidez zozobra y se desvanece.
Tania Favela Bustillo, en el artículo previamente aludido, introduce una waka del bonzo Myoe (1173-1232), referida a su vez por el novelista japonés Yasunari Kawabata en las palabras que pronunciara en ocasión de la recepción del Premio Nobel de Literatura, en 1968:
Mi corazón
resplandece, pura
expansión de la luz y
sin duda la luna piensa
que la luz es suya.
Kawabata, en su reflexión acerca del poema, propone lo siguiente: “Viendo la luna, se convierte en la luna, la luna vista por él llega a ser él. Él se suma a la naturaleza, se hace uno con ella. La luz del «claro corazón» del bonzo, sentado en la Sala de la Meditación antes del alba, llega a ser para la luna del alba su propia luz” (Favela Bustillo, 2014, 47). En relación con lo cual, señalando la notable coincidencia entre este breve poema japonés y “Fui al río...” de Ortiz, apunta:
Satori [subrayado mío], dicen los maestros zen, es volver a nuestra naturaleza; a nuestra naturaleza de flor, de luna, de nube, etc. Al igual que el bonzo Myoe, Juan L. Ortiz, en pleno siglo XX, vuelve continuamente a su naturaleza para reencontrar la armonía perdida. Su poesía es consecuencia de un estado de contemplación similar al de la meditación del bonzo; ambos renuncian a sí mismos para compenetrarse con lo otro, para compenetrarse con el mundo. Pero esa comprensión intuitiva “no surge cuando un mundo de vacuidad es asumido fuera de nuestro cotidiano mundo de los sentidos; pues estos dos mundos, sensible y suprasensible, no están separados, sino que son uno” (Suzuki, 163). El poeta, entonces, despierta al mundo a partir de los sonidos, colores, texturas, movimientos. Contemplación es atención total a todo lo que sucede. Sólo a través de la contemplación, nos diría Ortiz, se pueden percibir los movimientos cotidianos, el nacimiento de las flores, el temblor de las yerbas, el susurro del viento en los ramajes, los hondos reflejos. Mientras Myoe, el bonzo japonés, se funde con la luz de la luna, Juan L. Ortiz se hace uno con el río.
(Favela Bustillo, 2014, 47)Esa dilución del yo, ese dejarse llevar, resulta de un imperioso llamado a la entrega incondicional a un caudal vital de tan evidente potencia que sería una necedad rehusarse a ser llevado por ese río, a fluir con él por ser también el sujeto, propiamente, ese río, simbiotizándose con esa vida total que es también la propia vida identificada de manera radical, en el poeta, con la poesía.
Era yo un río en el anochecer,
y suspiraban en mí los árboles,
y el sendero y las hierbas se apagaban en mí.
Me atravesaba un río, me atravesaba un río!
(AI 229)Referencias Bibliográficas
Conti, Jorge. “Juan L. Ortiz en el límite”. In: Poesía y poética. 18, 1995, 64-76.
Del Barco, Oscar. Juan L. Ortiz: Poesía y ética. Córdoba: Alción Editora, 1996.
Favela Bustillo, Tania. “La armonía del devenir: zen y poesía en Juan L. Ortiz”. In: Acta Poética. 35.2, 2014, 35-49.
Gramuglio, María Teresa. “Juan L. Ortiz, un maestro secreto de la poesía argentina”. In: Cuadernos Hispanoamericanos. 644, 2004, 45-57.
Gueshe Kelsang, Gyatso. Budismo moderno. El camino de la compasión y la sabiduría. Alhaurín el Grande (Málaga): ftarpa, 2011.
Dumoulin, Heinrich. “Religión y política. Evolución del budismo japonés hasta nuestros días”. In: Mircea Eliade (org.). Historia de las creencias y de las ideas religiosas: Desde la época de los descubrimientos hasta nuestros días. Barcelona: Herder, 1999, 409-516.
Lezama Lima, José. “El pabellón del vacío”. In: Fragmentos a su imán. Poesía completa. La Habana: Letras Cubanas, 1985, 547-549.
Saer, Juan José. “Liminar: Juan”. In: Juan L. Ortiz. Obra completa. UNL: Santa Fe, 1996, 11-14.
Suzuki, Daisetz T. “¿Qué es el zen?”. In: El zen y la cultura japonesa. Barcelona: Paidós, 1996, 13-23.
Bonsai en el Trópico. Disponível em: <http://www.bonsaieneltropico.com/tokonoma.htm>. Acesso em: 22 ago 2016.
Zampini, Fabián Humberto. Tesis doctoral. FFyH/UNC, Córdoba: 2017.
Obra de Juan I. Ortiz
Edición consultada
Ortiz, Juan L. Obra completa. Santa Fe: UNL, 1996.
Títulos de los poemarios referidos (abreviaturas)
El agua y la noche (1924-1932) AN El alba sube... (1933-1936) AS
El ángel inclinado (1937) AI
La rama hacia el este (1940) RE El alma y las colinas (1956) AyC De las raíces y del cielo (1958) RC
Poemas citados
“Sí, el nocturno en pleno día”. In: La rama hacia el este [pp. 277-278] “Tarde”. In: El agua y la noche [p. 166]
“Las colinas”. In: El alma y las colinas [pp. 488-520] “Ráfaga del vacío...”. In: El alba sube... [p. 204]
“Deja las letras...”. In: De las raíces y del cielo [pp. 543-547] “Fui al río...”. In: El ángel inclinado [p. 229]
Notas