Resumen: Este artículo propone la lectura de dos obras de la literatura cubana reciente como un ejercicio reflexivo en torno a la problemática racial. Ambas, publicadas en las primeras décadas del nuevo siglo, coinciden en instalar, incluso desde sus títulos, preguntas en torno a la raza. Por un lado, Corazón mestizo. El delirio de Cuba de Pedro Juan Gutiérrez trae como interrogante la actualidad y pertinencia del concepto de mestizaje como definidor de la nacionalidad en pleno contexto de globalización y de supuesta desintegración de las identidades fijas y compactas que caracterizan al pensamiento moderno. Por el otro, La catedral de los negros de Marcial Gala compone una incómoda definición con la cual parecen ser despertados antiguos fantasmas que se creían extintos en la isla. De este modo, nos interesa indagar sobre las huellas y señales que cada una de las narrativas despliega en torno al tema teniendo en cuenta, por un lado, las peculiaridades de la historia del racismo y el debate racial en Cuba; por otro, la particular actualización y enfoque de la problemática en cada una de ellas.
PALABRAS CLAVE: RazaRaza,MestizajeMestizaje,Literatura cubanaLiteratura cubana,Marcial GalaMarcial Gala,Pedro Juan GutiérrezPedro Juan Gutiérrez.
Abstract: This article proposes the analysis of two works of recent Cuban literature as a reflexive exercise on racial issues. Both, published in the first decades of the 21st century, coincide in installing, since their titles, questions about the race. On the one hand, Corazón mestizo. El delirio de Cuba by Pedro Juan Gutiérrez brings the concept of miscegenation as a definition of nationality in the context of globalization and the supposed disintegration of the fixed and compact identities that have been designing the modern thought. On the other hand, Marcial Gala’s Catedral de los negros composes an uncomfortable definition with which old ghosts that were supposed to be extinct on the island seem to be awakened. In this way, we are interested in inquiring about the traces and signs that those narratives display around the racial subject, considering the peculiarities of the history of racism and racial debate in Cuba; and also the peculiarity of each book.
KEYWORDS: Race, Miscegenation, Cuban literature, Marcial Gala, Pedro Juan Gutiérrez.
Vária
Corazón mestizo de Pedro Juan Gutiérrez y La Catedral de los Negros de Marcial Gala: dos intervenciones de la narrativa cubana reciente en el debate racial
Recepción: 18 Junio 2019
Aprobación: 23 Julio 2019
Reconocer la inexistencia de razas como criterio natural puede llevarnos a desconsiderar la discusión racial como un debate apropiado para cuestionar y abordar los conflictos, desigualdades e injusticias que atraviesan a las sociedades contemporáneas y a sus discursividades. Sin embargo, cierta dimensión fantasmagórica que acarrea la raza como concepto no anula la dimensión real y los efectos materiales que ha producido en tanto operación imaginaria a lo largo y a lo ancho de la historia mundial. Siguiendo a Mbembe (2016), podemos afirmar que la raza es una figura de lo real poderosa, pero a la vez versátil e inestable, que funciona como armazón de una red compleja de saberes, discursos y prácticas que configuran y sostienen la lógica colonial. La literatura no escapa a esta perversa maquinaria simbólico-material y muchas veces se torna pieza fundamental de su engranaje discursivo.
Particularmente en Cuba, Roberto Zurbano (2006) ha llamado la atención sobre la invisibilización, marginación y distorsión de las problemáticas raciales en el campo literario nacional durante el siglo XX e, incluso, en años más recientes. El autor reconoce la existencia de un “muro de contención” (112) que ha impedido una reflexión crítica sobre el asunto. Este se sostendría en tres modalidades de evasión: 1) la negación de la complejidad racial y la invisibilización de los sujetos negros, sus acciones, posiciones y aportes; 2) una producción teórica, crítica e historiográfica que se ocupó de distorsionar las problemáticas bajo presupuestos racistas; y 3) la carencia de debates y reflexiones teóricas sobre conceptos y problemas en torno al tema racial, así como la emergencia, en los últimos años, de lo que el autor denomina un “sutil neorracismo” (112). En coincidencia con esta reflexión, Uxó González (2010a, 2010b, 2013) ofrece análisis globales sobre el problema de la representación del negro en la literatura cubana, y defiende que la tendencia en la literatura más reciente sería la reproducción de esquemas heredados. Esto es la relegación de los personajes negros a roles secundarios o casi nulos, así como la reproducción acrítica de ciertos estigmas y estereotipos que recaen sobre esta parcela de la población cubana. El rastreo y análisis realizados por Uxó González (2010a, 2010b, 2013) revelan, por ejemplo, la ausencia de personajes afrocubanos protagonistas en las narrativas producidas tanto por la generación conocida como Los Novísimos como en generaciones más jóvenes. Este resulta un fenómeno llamativo teniendo en cuenta el carácter renovador que ofrecía la literatura de estos jóvenes escritores durante el Periodo Especial, quienes traían fuertes cuestionamientos tanto temáticos como estéticos a las letras cubanas. Asimismo, aunque el autor reconoce la aparición de algunas pocas producciones a partir del 2000 con una explícita preocupación por la problemática racial desde un punto de vista afrocubano, estas sólo parecen constituir un tímido gesto innovador con respecto a la década anterior.
Teniendo en cuenta este panorama, nuestro artículo propone la lectura de dos obras de la literatura cubana reciente como un ejercicio reflexivo en torno a la problemática racial. Ambas, publicadas en las primeras décadas del nuevo siglo, coinciden en instalar, incluso desde sus títulos, preguntas en torno a la raza. Por un lado, Corazón mestizo. El delirio de Cuba de Pedro Juan Gutiérrez (2007) trae como interrogante la actualidad y pertinencia del concepto de mestizaje como definidor de la nacionalidad en pleno contexto de globalización y de supuesta desintegración de las identidades fijas y compactas que caracterizaron al pensamiento moderno. Por el otro, La catedral de los negros de Marcial Gala (2012) compone una incómoda definición con la cual parecen ser despertados antiguos fantasmas que se creían extintos en la isla. De este modo, nos interesa indagar sobre las huellas y señales que cada una de las narrativas despliega en torno al tema teniendo en cuenta, por un lado, las peculiaridades de la historia del racismo y el debate racial en Cuba; por otro, la particular actualización y enfoque de la problemática en cada una de ellas.
Corazón mestizo. El delirio de Cuba de Pedro Juan Gutiérrez fue lanzada en 2007 por Editorial Planeta y es catalogada en la página oficial del escritor, junto con Vivir en el espacio, como una de sus obras de “no-ficción” (Gutiérrez, sitio oficial). Siguiendo las indicaciones del prólogo, esta debería leerse como una crónica o un relato de viaje que expone el recorrido que el propio autor realizó por Cuba en el año 2006 con el objetivo de retomar una práctica abandonada desde que dejó su oficio de periodista, aunque esta vez con la posibilidad de dejarse “llevar por el azar, sin programa alguno” (2007, 8). De este modo, Gutiérrez anticipa que el libro es una colección de “apuntes de un viaje múltiple y simultáneo: por dentro de Cuba y, al mismo tiempo, por el interior de [su] gente y de [sí] mismo” (2007, 7). Aunque el tono despreocupado configurado por el narrador sugiera una invitación desinteresada por la isla, otra línea de abordaje es posible, aquella que ponga atención en lo que el título deja deslizar como problema. Gutiérrez coloca una vez más en el tapete del mundo literario la noción – recurrente y problemática – de mestizaje y, en esta elección, entendemos, existe una toma de posición particular en torno al debate racial.
Todavía en el prólogo, llama la atención que no se aluda directamente a lo que se puede suponer el principal tema de la narrativa, es decir, la propuesta de una definición de lo nacional como mestizo. Como contraparte, advertimos un esfuerzo del narrador por definir su práctica. La experiencia de la escritura, se presenta como una tarea – en el sentido del deber ser – agotadora, al mismo tiempo que como un impulso incontrolable y, por lo tanto, “inevitable” (10). Pero más aún, este doble sentido de la escritura, como mandato y como impulso involuntario, es configurada como una experiencia angustiante para el narrador: “¡Qué horror! Nadie imagina qué doloroso es descubrir siempre, una y otra vez, el lado oculto y salvaje de sí mismo y de la gente que me rodea. Pero todo indica que seguiré así hasta el final. Con el látigo, flagelándome, libro tras libro” (Gutiérrez, 2007, 10).
De este modo, por un lado, se advierte como estrategia la exaltación de una figura de escritor sacrificada y portadora de una facultad diferencial, basada en su capacidad de revelar las verdades ocultas o inconfesables de la sociedad. Sin embargo, por otro, queda irresuelta la conexión que existe entre esta presentación con lo que, a priori, se anticipa como el tema principal de la obra. ¿O debemos leer la afirmación del vínculo entre nación y mestizaje como la revelación o el desocultamiento de -parafraseando a Gutiérrezalgún tipo de perversión, secreto o lujuria inconfesable (2009, 10)?
En la historia del pensamiento latinoamericano y caribeño – con diferentes matices, denominaciones y desdoblamientos –, la idea del mestizaje puede rastrearse como un emergente insistente. Desde Martí, pasando por escritores como Guillén o Arguedas; intelectuales como Ortiz, Cornejo Polar o Rama; o bien pensadoras como Rivera Cusicanqui o Anzaldúa – y aquí estamos ampliando el ámbito de las reflexiones si acordamos en que lo ch’ixi y lo chicano, respectivamente, no pueden tan fácilmente asociarse a lo latinoamericano –; entre muchos otros, han colocado el tema del mestizaje en el centro de sus reflexiones. A la luz de los extensos debates que aún hoy continúan dándose en torno a este concepto problemático (Wade, 2003; Bueno, 2012; Romay, 2014); la insinuación de Gutiérrez resulta, al menos, llamativa.
A lo largo del relato analizado, encontramos pocos momentos donde se aluda directamente al mestizaje. Sin embargo, en un pasaje del capítulo cuatro, el narrador deja plasmado, en un desarrollo muy explícito, su concepción en torno al tema. En este pequeño fragmento, partiendo de una argumentación de carácter histórico, se propone una definición racial determinante de la cubanidad. Según Gutiérrez, es la economía azucarera la que forjó la matriz “étnica” nacional al introducir la población negra en la isla: “Los esclavos africanos fueron traídos a Cuba – y a otras zonas del Caribe y Brasil – a partir del siglo XVI porque es un trabajo tan brutal que personas muy fuertes y resistentes pueden hacerlo” (2007, 59). Y el narrador insiste: “Ese mestizaje entre africanos superseleccionados y europeos define toda la cultura cubana. Somos mestizos de sangre y de espíritu. Y eso es una posición ante la vida” (2007, 59). De este modo, en la explicación de lo que para él constituye la mezcla fundamental de la nación, se omiten las violencias que estos procesos suponen, desde el desarraigo cultural que implicó la esclavización hasta las violaciones ejercidas por hombres blancos y sufridas por mujeres negras como una de las principales causas de la mezcla interracial, así como la reproducción del estereotipo que asocia la fuerza física con un grupo humano determinado.
Por otra parte, no es una elección insólita ni mucho menos casual la de asociar lo mestizo a lo nacional. En realidad, podríamos decir que se trata de todo lo contrario. Existe una amplia tradición que sostiene esta alianza en América Latina y el Caribe. En el ámbito de la literatura, es ineludible la figura de Cornejo Polar (2002) que ya nos advertía sobre los riesgos que implicaba el uso de ciertas categorías extrapoladas de otras áreas de conocimiento y, en particular, sobre el uso de la categoría de mestizaje. Al autor le preocupaba el carácter falsificador de esta noción en la medida en que ofrece “imágenes armónicas de lo que obviamente es desgajado y beligerante, proponiendo figuraciones que en el fondo sólo son pertinentes a quienes conviene imaginar nuestras sociedades como tersos y nada conflictivos espacios de convivencia” (2002, 867). En una línea similar, Raúl Bueno (2012) se ocupa del tema acusando de “genocidio virtual” a un tipo de utilización que se ha hecho del concepto para proponer una solución al problema del indio, principalmente, pero también extensible al del negro en América Latina. Esta opción constituye, para él, una solución maligna, aunque revestida de benignidad que consiste en “eliminar las razas reputadas de inferiores mediante su absorción sistemática por un mestizaje que las cubra y suplante” (2012, 142)
Como adelantamos, estas reflexiones no han sido ajenas a las preocupaciones de los intelectuales cubanos. En un estudio reciente, por ejemplo, Zuleica Romay (2014) alerta sobre el uso amortiguador de figuras como las del mulato y del mestizo en el contexto iberoamericano en la medida en que “el discurso del mestizaje también fue un modo de racionalizar y asimilar míticamente la subalternidad racial y cultural” (61). Sin embargo, para la autora, Cuba cuenta con una particularidad. La fuerte visibilización política de negros y mulatos en el tardío proceso de independencia ligado, además, a la lucha abolicionista, impidió la emergencia de un discurso aplanador de las diferencias y los conflictos raciales como resultó ser el del mestizaje en la mayoría de los países del continente. Por el contrario, en la isla, las representaciones de lo nacional “no requirieron construirse en torno a un híbrido equilibrador de colores y culturas. La gesta independentista (…) cimentó lo cubano en el sentimiento nacionalista y anticolonial, redujo brechas clasistas y dibujó jerarquías no necesariamente asociadas al color” (64) En el caso cubano, “el ideal de igualdad racial se incorporó al discurso legendario de la sociedad como mito tranquilizador” (64).
Teniendo en cuenta estas particularidades del caso cubano, resulta difícil concluir fácilmente que Gutiérrez se alinea tan sólo a una tradición de larga data al proponer una relación indisoluble entre lo nacional y lo mestizo. Sin embargo, resulta evidente que una definición tan armoniosa y poco problemática de mestizaje como la que pudimos reconocer en la propuesta de Gutiérrez es la que le permite al narrador autoafirmarse y reconocerse como representante de un ser nacional característico:
Yo soy mestizo, de sangre, de cultura, de sicología, de espíritu (...) Dentro de mí suenan al mismo tiempo Beethoven y los tambores yorubá, Hemingway, Kafka y los relatos orales que me hacía mi abuelo de las islas Canarias y una negra vieja que fue esclava en aquella finca de Pinar del Río y siempre se refería a espíritus y muertos africanos ancestrales.
Ser mestizo es vivir en el caos y la alucinación de esa mezcla fascinante que acabo de esbozar. Quizá por eso los cubanos siempre somos delirantes
(2007, 60)Como esta cita permite entrever, el supuesto equilibrio otorgado por la simultaneidad de elementos que conviven en un mismo cuerpo comienza a desgajarse cuando advertimos qué elementos se destacan de las dos “razas” que componen la “delirante” mezcla cubana. La precisión de nombres de una cultura blanca prestigiosa contrasta con el anonimato e imprecisión de los representantes de la cultura negra, que sólo cuentan con una referencia común: el tambor y la religión (si tomamos lo “yorubá” en su sentido restringido). Al mismo tiempo, aunque ambos sean rescatados por su aporte oral, otras desigualdades se deslizan en el contrapunto entre la declaración de un vínculo familiar (el abuelo español) y la alusión a una mujer anónima que sólo existe como fuente de historias de antepasados que no son propios (la negra vieja que cuenta con un pasado de esclavización). Pero, además, la armonía de esta afirmación comienza a fracturarse cuando a lo largo del texto el propio narrador debe admitir, por ejemplo, que está en un “... país machista, racista, verticalista y autoritario” (2007, 94)”; o cuando a pesar de no “querer enjuiciar ni juzgar” (60) él mismo deja en evidencia sus propias valoraciones que esconden matrices de jerarquías sociales y, por qué no raciales, si pensamos en la distribución histórica de los cuerpos, los saberes y culturas. Por ejemplo, cuando en uno de sus viajes, el narrador, un escuchador de música clásica, ve perturbada su tranquilidad con una de las músicas más populares de la isla: “… pone reguetón a todo volumen. Es insoportable. La necesidad del ruido, necesitan entorpecer la mente. El sol apenas ha salido y ya me rompen los tímpanos con esa música repetitiva y absurda” (67). De igual manera, esto ocurre cuando manifiesta su empatía con la travesti Babi que visita en Guanabacoa: “Es un barrio de los arrabales. Todos los barrios son así. Reguetón sobre todo. Babi se disculpa, un poco apenada tal vez de vivir en un lugar demasiado vulgar” (166).
El mestizaje cubano se presenta con mayor claridad en la obra cuando se habla de sincretismo religioso. Varios pasajes están destinados a remarcar este tipo de relación advirtiendo las equivalencias existentes entre santos o personajes bíblicos y orixas: San Lázaro y Babalú Ayé (85), Francisco de Asís y Orula (95), la Virgen negra o Virgen de Regla y Yemayá (153-154). Sin embargo, la mezcla se torna menos homogénea cuando en boca del narrador o de alguno de los personajes nos encontramos frente a concepciones claramente sexualizadas sobre la raza, con expresiones del tipo: “son dos negras hermosas”, “te quedaste bobo con esa mulatica”, “dando mordiditas en los pezones de las mulatas sabrosonas” (132), “era un indio negro, más bien feo, musculoso, pero con un aparato descomunal. Le colgaba hasta la rodilla” (150). Esto acontece incluso cuando se destacan atributos intelectuales del sujeto en cuestión: “Es una negra grande, saludable y sonriente, avispada y despierta. Con pechos voluminosos” (21). En ocasiones, el elemento racial emerge como criterio de valoración y de acción en determinadas situaciones, aunque sean cuestionadas: “-Y a ustedes les gustan las negras. ¡Están del carajo! / No jodas Anselmo. Vas a ponerte con ese racismo a estas alturas?” (66); y otras veces resulta el elemento ineludible de una anécdota: “si eras negro, no te dejaban entrar. Sólo aceptaban a blancos, bien vestidos, que se pusiera de manifiesto a simple vista que eran personas ‘decentes y correctas’. Al parecer nosotros cumplíamos los requisitos” (106)”. La desigualdad y la diferencia racial aparecen una y otra vez minando la supuesta armonía del mestizaje cubano.
En relación con este punto, resulta válido recuperar la clasificación realizada por Roberto Zurbano (2006) para entender los diferentes modos de asumir la problemática racial en el campo literario cubano. Como vimos, para el autor, se ha conformado un “muro triangular” de contención donde “los temas raciales quedaron aprisionados en el silencio, en las letras cubanas, durante todo un siglo” (112). Es importante considerar que esta mirada se vincula, sin dudas, con la configuración de un particular imaginario nacional en la isla. Las especificidades de la historia cubana ofrecen un escenario diferencial en torno a la problemática racial. Como señalamos con Romay (2014), la idea de nación cubana se construyó a partir de un efectivo “mito de la igualdad racial” que disimuló la continuidad de las relaciones coloniales sobre todo en el periodo republicano (1902-1959). Por ello, aunque uno de los más significativos quiebres en materia racial así como en otros planos de la vida social llegaría a Cuba sólo en 1959, con este no se lograría desarticular completamente las representaciones y estructuras racistas tan enquistadas en el imaginario nacional. De este modo, a pesar de los innegables avances que han existido en materia de políticas de Estado contra el racismo señalados por numerosos estudiosos (como Romay, 2014; Feraduy Espino, 2015; Fernández Robaina, 2009 y 2012; Zurbano, 2015 etc.), “la plena igualdad racial no ha sido aún establecida” (Romay, 2014, 236). Por el contrario, y ahora convertido en un tema tabú por su supuesta superación, persiste una dimensión subjetiva del racismo que continúa actuando como factor de relegación social de ciertos sectores de la población (Romay, 2014, 269).
En este sentido, creemos que el relato de Gutiérrez despliega un juego zigzagueante entre los puntos de muro contenedor descripto por Zurbano (2006). Esto en la medida en que se presenta como una narrativa que va de un lado al otro entre la exposición de una intencionalidad supuestamente desprejuiciada que ingresa en el debate ignorando las diferencias y disputas constitutivas de la sociedad cubana, la construcción de un relato que hace uso de la reproducción y banalización de estereotipos racistas, y la limitada exploración de las bases ideológicas y epistemológicas que sustentan estas posiciones conflictivas. Pero, por otro lado, advertimos, en la elección de esta temática como eje de su narración, un uso estratégico de un debate silenciado que le permite colocarse como portador de un saber diferencial. Este lugar no sólo lo habilitará a autolegitimarse aliándose con una tradición bien distinguida de intelectuales (entre ellos, Ortiz y Carpentier) como, una y otra vez, exaltar su propio lugar de enunciador, como aquel capaz de revelar los aspectos más secretos de la sociedad cubana.
La obra de Marcial Gala (2015), en contrapunto con el diagnóstico realizado por Zurbano (2006), y alejada de la narrativa autorreferencial de Gutiérrez (2007), ofrece un camino alternativo para nuestro análisis. Se trata de una propuesta literaria en la que voces diversas, la mayoría marcadas por su negritud, se entrelazan para construir un escenario disonante y problematizador ante la pretendida homogeneidad exaltada por el discurso nacional hegemónico.
La palabra “catedral”, proviene del latín cathedra, término que hace referencia al sillón utilizado por el obispo en los oficios litúrgicos. En una especie de relación sinecdóquica, el nombre del edificio como un todo coincide con el nombre de ese lugar jerárquico que representa el sillón, aquel donde el cuerpo portador de la palabra autorizada reposará. Este asiento es el lugar desde donde el obispo ejerce el poder de la palabra o, dicho de otro modo, donde su lugar de habla privilegiado encuentra su máxima expresión simbólica y material. La palabra proferida desde ese espacio se torna sagrada e irreprochable, por lo tanto, unívoca. El uso del término se ha extendido al ámbito universitario haciendo referencia a la silla del profesor, portador de un saber que lo distingue y le permite ocupar un lugar de privilegio y reconocimiento en el ámbito académico; así como, en un sentido ampliado, la palabra también puede usarse para expresar el carácter emblemático de un lugar o institución. Por su parte, La catedral de los negros es el nombre elegido para un libro que nada tiene de unívoco y unilateral. Por el contrario, en la catedral de Gala no hay una voz única y principal que conduzca a los lectores, sino un conjunto de relatos y múltiples narradores que se entrelazan, completan, dialogan o simplemente se yuxtaponen contribuyendo a la construcción de una historia que los personajes comparten: los sucesos que devienen de la llegada de la familia Stuart al barrio cienfueguero de Punta Gotica y del proyecto frustrado de la construcción de una catedral que tiene como líder e ideador a Arturo, el padre de esta familia.
Incluso si dejáramos de lado las relaciones etimológicas y pensáramos en el término catedral en su sentido más llano y literal, como iglesia principal de una ciudad, distinguida como tal por ser sede de líder religioso de una comunidad de fieles (más precisamente del obispo como máxima autoridad religiosa de un territorio), la novela de Gala genera con su título un primer movimiento perturbador. ¿Por qué la catedral es “de los negros”?, ¿qué la distingue de otras catedrales (¿de blancos?)? ¿quiénes son esos negros que (¿“tienen”?, ¿“ocupan”?, ¿“visitan”?) esa catedral? Manzoni (2015) también entiende que el gesto desacralizador de la novela comienza desde su título en la medida en que “la narración coloca al lector frente a disyuntivas inesperadas y crea esa cierta forma de inestabilidad sobre la que se articula ejemplarmente la poética del asombro” (13). En cuanto al título, la autora se pregunta: “Ese ‘de’ ¿sería signo de origen, posesión, de pertenencia? O, de manera algo inesperada ¿un retorno a las prácticas teóricamente ya superadas de la segregación racial?” (13)
Como podemos ver, la noción “catedral” entra en fricción con el complemento calificativo que lo acompaña. En contraposición a la solemnidad y contundencia del primer término, el sintagma que tiene como núcleo la palabra “negro” genera incomodidad y desconcierto. Esto se debe a que, como explica Mbembe (2016), dicha noción “no designa a simple vista una realidad significante, sino un yacimiento o, mejor dicho, una ganga compuesta de tonterías y de fantasías con las que fue revestida la gente de origen africano mucho antes de que cayera en las redes del capitalismo emergente de los siglos XV y XVI” (Mbembe, 2016, 84). Dicho reservorio de fantasías se ha convertido en un envoltorio que sustituye “el ser, la vida, el trabajo y el lenguaje del negro” (85). Por esto mismo, ese negro no es un “en sí” perfectamente identificable, sino aquel sujeto que ha sido envuelto por esta cáscara que lo cosifica y lo escinde su propia humanidad. Si durante el primer capitalismo fue el hombre de origen africano el que sufrió esta sustitución, a lo largo de la historia y hasta los días actuales el destinatario de dicha transformación ha ido variando, así como el procedimiento se ha ido actualizando siempre en función de las necesidades del sistema capitalista mundial. Por ello, para Mbembe, el debate en torno al problema racial no es un asunto del pasado sino “un imperativo fundamental para el tiempo presente y un ejercicio vital hacia un futuro que está por construirse” (Kabalin Campos, 2016).
Creemos que La Catedral de los Negros logra intervenir en este debate llamando la atención sobre la vigencia del problema de la raza y particularmente del negro como sujeto marginalizado en la Cuba actual. A partir de la exploración del lenguaje, la recuperación de una serie de estereotipos, la configuración de relaciones y espacios atravesados por factores raciales, la obra de Gala evidencia una discursividad social cargada de racismo.
Ahora bien, es importante tener en cuenta el contexto particular de esta intervención. La Catedral de los Negros fue publicada por primera vez en 2012 por la Editorial Letras Cubanas luego de haber obtenido el Premio Alejo Carpentier en el rubro novela. Dicha premiación no sólo habla de la calidad literaria del libro, sino, probablemente también, de un contexto más favorable para la discusión de temáticas raciales. Como explica De la Fuente, usando como intertexto al poema “Balada de los dos abuelos” de Guillén: “… Taita Facundo se ha hartado de callar. Uno de los efectos inesperados del Período Especial, con sus desigualdades sociales crecientes y su racismo resurgente, es que convirtió a la raza en un tema inevitable” (De la Fuente, 2009, 41). De esta manera, el autor considera que desde mediados de los 90 es posible advertir el surgimiento de un “movimiento afrocubano” conformado por un “grupo creciente de intelectuales, artistas, literatos, ensayistas, cineastas, académicos y activistas [que] ha venido denunciando la existencia de imaginarios y prácticas racistas en Cuba y la necesidad de enfrentarlos” (De la Fuente, 2009, 42).
Cabe recordar que uno de los objetivos fundamentales del proyecto revolucionario cubano fue la erradicación del racismo. Este afán llevó a su principal líder, Fidel Castro, a manifestarse en contra de este tipo de discriminación en numerosas oportunidades durante los primeros años de la Revolución (Castro Ruz, 1959a, 1959b, 1960) e, incluso, a proclamar la supresión de “la discriminación por motivo de raza o sexo” (Castro Ruz, 1962) como una de sus principales victorias. El discurso nacionalista que emergía y se consolidaba por aquellos años sostuvo un nosotros integrador que quería dejar atrás, de un momento para el otro, el pasado esclavista y racista que marcaba la historia de la isla.
A pesar de las eufóricas y bien intencionadas afirmaciones de Fidel Castro en ese entonces, son otras las realidades que autores más contemporáneos vienen a mostrarnos hace algún tiempo con relación a la situación actual del problema racial en el país caribeño. Fowler (2001 y 2009), F. Robaina (2009 y 2012), Zurbano (2006 y 2015), Romay (2014), entre otros, son algunos de los intelectuales cubanos que, en las últimas décadas, sin desconocer el esfuerzo antirracista de la Revolución y los logros alcanzados en este sentido, apuntan dichas acciones como insuficientes para un problema de tamaña complejidad como lo es el vinculado al prejuicio y la discriminación racial. Asimismo, los autores coinciden en reconocer cierto manto de silencio que se fue desarrollando a lo largo de las décadas subsiguientes a la Revolución. El proyecto de una Cuba antirracista se transformó en la idea de una Cuba sin racismo que actuó como una especie de carcasa tranquilizadora ante la irresolución de un conflicto más profundo y que, lejos de desaparecer, ha continuado enquistado en el seno de la sociedad cubana. Como explica Fowler: “...ni las medidas antirracistas tomadas desde el triunfo mismo de la Revolución, ni la existencia de un marco constitucional al efecto, han sido suficientes para eliminar una convicción y una práctica con hondas raíces en la historia y tradiciones culturales del país” (Fowler, 2009, 84).
Como dijimos, en el trabajo de Gala son, en su mayoría, personajes negros los que asumen la voz de la narración proponiendo un doble quiebre desde allí: en primer lugar, la estrategia de la narrativa coral propone una alternativa a los discursos autoritarios caracterizados por admitir una única versión de la historia relatada (el discurso religioso, la historiografía oficial, las narrativas realistas con narradores omnipresentes, son algunos de ellos) al apelar a una discursividad plural que no requiere mediación de un narrador intérprete. Pero, sobre todo, se trata de una novela que deja en evidencia las fisuras del discurso utopista al configurar ficcionalmente la posibilidad de un relato asumido por las voces preteridas y silenciadas de la historia.
Los relatos testimoniales de los personajes permitirán reconstruir una historia compartida, que, como adelantamos, tiene como eje principal el paso de los Stuart por Punta Gotica, un barrio pobre de la ciudad de Cienfuegos. Con su cuartería y su mala fama (Gala, 2015, 33, 36, 47, 74, 115), éste será presentado como contraparte de la turística Punta Gorda considerada, como lo señala el único personaje proveniente de este barrio, “con mucho la mejor zona residencial de la ciudad” (164). Ambos enclaves urbanos se establecen en dos puntos opuestos de El Prado, una de las avenidas principales de la ciudad. La distancia geográfica que separa a los barrios tendrá un correlato simbólico en la narrativa de Gala al trasladar la dicotomía norte/sur a una oposición de clase y raza entre sus habitantes. Por ello, en la novela, Punta Gorda no será convocada por su hermoso malecón o su imponente arquitectura de estilo francés, sino por la distancia que los habitantes de Punta Gotica establecen con su población: esos “meros blancos” que lo resuelven todo con dinero (42) y esas “blancas buenas” que vale la pena mirar (79). La narración convoca las voces de los olvidados, desplazando la atención de los lectores a los márgenes de la ciudad. La desconocida Punta Gotica, ese “barrio de negros olvidados y de blancos desamparados” (75), se vuelve, así, centro de atención y lugar de enunciación privilegiado de la novela.
Por ello, no sólo llama la atención la insistente calificación de los personajes entre sí a partir de aspectos fenotípicos y, sobre todo, apelando a distinciones que refieren al color de la piel, sino, además, el modo en el que estas categorizaciones funcionan en el marco de las relaciones específicas que la narrativa configura.
Algunas elucubraciones de personajes negros revelan, por ejemplo, la normalización de un sustrato racista en el marco de las relaciones interpersonales, tanto dentro como fuera de la isla: “‘Odia a los negros’, pensé” (161), “Será homosexual, o no le gusta la gente de su raza, pensaba yo” (171). Los personajes, exponen en sus relatos el modo en el que evaluaron comportamientos ajenos, en principio, hostiles o de rechazo hacia el grupo racial al que ellos pertenecen. Aunque luego no sean convalidadas por las acciones de los sujetos en cuestión, los testimonios ponen de manifiesto el funcionamiento de un pensamiento racial que no causa extrañamiento y que, por lo tanto, es factible en el marco de relaciones en el que estos se inscriben. En otras palabras, la sospecha racista puede leerse como la verificación de la existencia de un contexto de discriminación en vigencia que no se circunscribe al dominio geográfico de la ciudad. De hecho, no faltan pasajes que evidencian este marco de discriminación estructural. Entre ellos, recordemos el rechazo explícito de un personaje blanco ante la posibilidad de establecer una relación sexual interracial (59), la sádica alegría de un “jaba’o (...) que pasa por blanco” cuando recibe el encargo de golpear a un negro (159-160) o incluso la violenta defensa de un personaje negro obsesionado con mujeres blancas ante un episodio de xenofobia y discriminación racial en una ciudad europea (113).
Es que lejos de ofrecer estructuras dicotómicas y simplificadoras, La obra de Gala apela a una lectura atenta sobre las contradicciones y complejidades que atraviesan y configuran las realidades de los miembros de esta pequeña comunidad que, como lo expresa uno de sus personajes, parece estar predestinada a la marginalidad y al mal:
En realidad éramos unos inocentes, aunque ya desde entonces no teníamos futuro. EL QUE CAE EN ESTE BARRIO NO SALE, había puesto alguien en la pared de una casa, y es que el barrio estaba malo, pero malo de verdad. Uno nace negro y ya está embarcado, imagínate si además tiene que vivir en la cuartería de un barrio así; y yo soy universitario, psicólogo, e incluso tengo un máster en dirección de empresas, no era para que estuviera tan jodido. Pero con cuatrocientos pesos de sueldo, sin estimulación en divisas, ¿qué se puede inventar?”
(36-37)Como esta cita deja al descubierto, el aspecto racial, en la novela de Gala, encuentra espacios de intersección con otros marcadores (como los de clase, género, orientación sexual, etc.) que complejizan y diversifican las trayectorias de marginalidad que definen a los personajes. En este caso, la posibilidad de acceder a una formación superior no resulta suficiente para sortear ni las dificultades económicas, ni las estigmatizaciones vinculadas con el color de la piel y la pertenencia a un barrio marginal.
De este modo, la inscripción urbana recuperada a modo de sentencia de una de las paredes del barrio resuena en las demás voces que componen el relato coral. Ya sea en tensión, disputa, condescendencia o resignación, los habitantes del barrio establecen una particular relación con ese marco de condiciones que parece condenarlos a repetir estructuras pasadas.
Como hemos podido observar, ambas propuestas literarias, de manera más o menos explícita, convocan y se posicionan frente a las derivas materiales y simbólicas de una particular distribución, clasificación y jerarquización histórica de los cuerpos en el espacio nacional cubano. Mientras que en una la recuperación y la actualización del discurso del mestizaje resulta una estrategia pertinente para la afirmación e identificación nacional, la otra explora un sustrato discursivo que evidencia el funcionamiento de un imaginario racial, que sigue subalternizando y estigmatizando los cuerpos marcados por su negritud.
En gran medida, Corazón Mestizo continúa reproduciendo lógicas racistas de antaño. El estilo despojado que caracteriza a la escritura de Gutiérrez, si bien resulta perturbador en muchos aspectos, parece incapaz de escapar a las artimañas del discurso moderno. En la obra, la mezcla como estrategia identitaria puede ser leída como una elección apropiada para quien ocupa un lugar de privilegio y, por lo tanto, no precisa enfrentar las disparidades que caracterizan a una sociedad que no ha podido superar su racismo estructural.
Por su parte, La Catedral de los negros configura un mundo ficcional que pone de manifiesto el funcionamiento de una lógica racial que determina prácticas, valores, sentidos y relaciones. En esta organización, los sujetos están atravesados por una serie de asimetrías que resquebraja la posibilidad de acudir al mito del mestizaje como metáfora del ser nacional y evidencia las heridas de un aspecto inconcluso de la Revolución.
En este sentido, creemos que la aproximación crítica a estas obras literarias no sólo nos ha permitido evidenciar la actualidad de un debate que por muchos años se creyó concluido, sino también reconocer su activa participación en él a través de posiciones y estrategias diferenciadas. Será necesario, para dar continuidad a este ejercicio crítico, seguir indagando en torno al lugar que ocupan los discursos literarios en la dinámica social para entender de qué manera estos colaboran hoy para reforzar o tensionar las perspectivas dominantes en torno al problema racial.
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