DOSSIÊ

Pensar en Poesía

Think about Poetry

Edgardo Dobry
Universidad de Barcelona, Espanha

Pensar en Poesía

Revista Caracol, núm. 21, pp. 36-55, 2021

Faculdade de Filosofia, Letras e Ciências Humanas da Universidade de São Paulo

Recepción: 29 Septiembre 2020

Aprobación: 30 Septiembre 2020

Resumen: Bajo un nombre semejante -estudios sobre poética-, encontramos, en los últimos cincuenta años, producciones con procedimientos e intenciones diversas. Por un lado, el estudio del lenguaje poético o de lo poético del lenguaje, que deriva de Jakobson y atraviesa el estructuralismo (Lévi-Strauss) y el postestructuralismo (Derrida, Paul de Man). En segundo lugar, y en contra del carácter inmanentista del anterior, la lectura del poema como manifestación del desamparo de los tiempos modernos, y que toma como consigna un pasaje de Hölderlin: "¿Para qué poetas en tiempos de angustia?". Heidegger, seguido por Agamben, Badiou, Rancière y Lacoue-Labarthe, están en esa línea. Por último, la disciplina que estudia la poesía como género específico, en sus tradiciones y renovaciones concretas, como T.S. Eliot y W.H. Auden. El presente artículo se pregunta en qué medida esas líneas son útiles para quien, en la actualidad, quiera pensar en la poesía.

PALABRAS CLAVE: Función poética, Postestructuralismo, Inmanentismo, Temps de détresse, Crítica de poesía.

Abstract: Under a similar name - poetic studies - we encounter, in the last fifty years, productions with diverse procedures and intentions. On one hand, the study of the poetic speech or the poetic language, which drifts from Jakobson and crosses structuralism (Lévi-Strauss) and post-structuralism (Derrida, Paul de Man). On the other hand, and on the contrary of the latest inmanentist character, the reading of the poem as a manifestation of the helplessness of the modern age, and that takes a landscape as Hölderlin’ spot: "What are poets for in times of anguish?". Heidegger, followed by Agamben, Badiou, Rancière and Lacoue-Labarthe, are in the same area. At last, the assignment that studies poetry as a specific genre, and its traditions and concrete renews, as T.S. Eliot and W.H. Auden. This article asks to what extension these lines are useful for who wants to think about poetry in the actuality.

KEYWORDS: Poetic function, Post-structuralism, Inmanentism, Temps de détresse, Poetic criticism.

NOTA ACLARATORIA:

Las páginas que siguen fueron escritas como prólogo al libro Celebración: lecturas de poesía americana, cuya publicación está prevista para el segundo semestre de 2021. Pero no fueron concebidas como una introducción o prefacio a las cuestiones tratadas en el libro. Su intención es delimitar el campo de los estudios sobre poesía y poética, a partir de un breve recuento de los modos en que la poesía fue leída desde los diversos ámbitos de las Humanidades en que ha estado presente en los últimos cincuenta años: el de la lingüística, la filosofía y el específico de la crítica y el ensayo literario. Eso pretende ser el marco histórico y teórico dentro del cual se insertan los capítulos del libro y, por eso, considero que puede ser comprendido como pieza independiente del conjunto.

Septiembre de 2020

Al referirnos a los estudios sobre poética, debemos distinguir tres áreas que, bajo nombres semejantes y con algunos objetos de estudio en común, se ocupan sin embargo de asuntos bien distintos. La primera es el estudio del lenguaje poético o de lo poético del lenguaje. Su raíz está en los formalistas rusos, y su expresión definitiva queda fijada en la última etapa, en Estados Unidos, de la trayectoria de Roman Jakobson -particularmente en Lingüística y poética (1960)-. De ahí deriva una rama fundamental de la producción teórica, cuyo dominio excede ampliamente el ámbito de la poesía y de la literatura. Para dejarlo definitivamente claro, Jakobson escogió, como uno de los ejemplos de la función poética -el núcleo de su sistema de las funciones del lenguaje-, el eslogan publicitario de una campaña presidencial. ¿Por qué un hombre que podía citar versos de los más grandes poetas en siete lenguas prefirió el lema “I like Ike”? ¿Acaso el lingüista más importante del siglo, en el umbral de los años sesenta, se había vuelto pop como Andy Warhol? Probablemente, pero no solo. Lo que le interesaba a Jakobson era señalar, ante todo, que la función poética es aquella que “proyecta el principio de la equivalencia del eje de la selección sobre el eje de la combinación”(Jakobson, 1984, 360): lanza lo metafórico sobre lo metonímico y los vuelve indiscernibles.

La función poética hace que, en un mensaje verbal, todo sea significativo: no solo el valor semántico de las palabras sino su representación gráfica o fónica, el ritmo, las rimas (y todas las formas de recurrencia, como anáforas o aliteraciones), incluso los signos de puntuación. Deja de haber equivalencias porque nada es sustituible. Lo cual parece especialmente pertinente para el estudio de la poesía, pero resulta, a la vez, insuficiente y excesivo en ese ámbito: “El estudio lingüístico de la función poética debe sobrepasar los límites de la poesía y, por otra parte, el análisis lingüístico de esta no puede limitarse a aquella” (Jakobson, 1984, 359). Hay función poética fuera de la poesía y hay poesía fuera de la función poética: decisiva determinación de la no equivalencia entre ambos objetos. Jakobson no se priva de advertir que el diptongo [ay], tres veces repetido en “I like Ike”, es similar al “núcleo dominante en algunos sonetos de Keats” (Idem). La alta tradición y el eslogan publicitario utilizan recursos semejantes. Por otra parte, los poetas a los que cita Jakobson son anteriores o exteriores a las rupturas de las formas tradicionales que predominaron en buena parte de Occidente desde la segunda década del siglo XX.

Desde entonces, toda una corriente de los estudios críticos se basa en la voluntad de sistematizar lingüísticamente el concepto de la poeticidad del lenguaje. La década de 1960 fue especialmente intensa en ese debate y rica en contribuciones decisivas: en 1962, Jakobson y Claude Lévi-Strauss escriben juntos un análisis exhaustivo de un soneto de Les Fleurs du Mal (“‘Les chats’ de Charles Baudelaire”, publicado en la revista L’Homme), en cuya nota introductoria dice Lévi-Strauss: “En las obras poéticas, el lingüista distingue estructuras que muestran una analogía sorprendente con las que el análisis de los mitos revela al etnólogo” (Sazbón, 1970, 11), es decir: la estructura determina la disposición de sus componentes y no al revés. Unos pocos años más tarde, Jacques Derrida sometió a un serio cuestionamiento el desiderátum cientificista que habían puesto en circulación los dos ensayos fundacionales que hemos mencionado. En “La estructura, el signo y el juego en las ciencias humanas” (1966), Derrida cuestionó el carácter esencialista del concepto de estructura, por su necesidad de sostenerse sobre un centro no relacional desde el que irradian los nexos entre los elementos discretos que la componen. Las funciones del lenguaje de Jakobson se apoyan sobre ese supuesto. En esa ponencia, leída durante el encuentro en Baltimore del que participaron, entre otros, Roland Barthes, George Poulet y Jacques Lacan, Derrida habló de una “estructura dislocada”, propuso darle preeminencia a los conceptos de juego y azar y al de “suplementariedad” frente a la idea de “exceso de significación” de Lévi-Strauss. Pero Derrida no abandonó lo que quizá sea la herencia permanente de Jakobson, ya que aceptó la imposibilidad de proponer un carácter específico para las artes de la literatura.

El radio de acción del pensamiento derrideano abarcó en poco tiempo al ámbito anglosajón, gracias sobre todo a sus viajes y docencia en los Estados Unidos, y también al trabajo de Paul de Man, otro europeo trasplantado. De Man fue un representante de la deconstrucción que, aunque cuestionara la gran labor crítica de la New Criticism, continuó practicando una forma de close-reading, de interpretación radicalmente inmanente del poema en cuestión. Al contrario de Derrida, sus ensayos se apoyan casi siempre en la lectura de la gran tradición literaria. Un ejemplo: el capítulo dedicado a Rilke, en Alegorías de la lectura, es de una gran agudeza al mostrar el modo en que la tantas veces admirada “profundidad espiritual” del Libro de las horas y de los Nuevos poemas -que hicieron de Rilke uno de los poetas más leídos del siglo XX, “incluso en Francia, donde Yeats, Eliot, Wallace Stevens, Montale, Trakl o Hofmannsthal no son muy conocidos” (De Man, 1990, 34)- radica, en verdad, en una excepcional destreza retórica: “La inversión del orden figurado, a su vez figura de un quiasmo que atraviesa los atributos del adentro y del afuera y conduce a la aniquilación del sujeto consciente, desvía los temas y la retórica de su modo en apariencia tradicional hacia un modo específicamente rilkeano” (Idem, 50). ¿Cuál es ese modo? El de una “pérdida de la referencialidad” que Rilke denomina “con el término ambivalente de ‘interioridad’ y que designa para el lenguaje de la poesía la imposibilidad de apropiarse de algo, ya sea de una consciencia, de un objeto o de la síntesis de ambos” (Idem, 60). El poema no se refiere a nada, no capta nada, no significa nada más que sí mismo: es su propio objeto y su propio fin, está clausurado en su caja de palabras.

Uno no vuelve a aproximarse a Rilke del mismo modo después de haber leído a De Man; su estudio desmonta las interpretaciones bienintencionadas y crea la sospecha de que la presunta espiritualidad rilkeana es un efecto de su maestría técnica. Ahora bien, ¿no era la convicción de que el lenguaje es retórico en sí mismo -es decir, siempre sustitutivo- y que, por lo tanto, la poesía no se refiere a otra cosa que a sí misma porque carece de la posibilidad de apropiarse de algo, aquello de lo que De Man partía, el argumento central de Alegorías de la lectura? ¿No puede extenderse la conclusión a todas las obras maestras de todas las artes? Aun reconociendo la gran inteligencia de su ensayo, ¿no tiene algo de “petición de principio”, es decir, de la falacia que consiste en dar por sentado, desde un principio, la verdad de aquello que se pretende demostrar? Por eso cuando Harold Bloom publica, en 1973, una de las contribuciones más originales del panorama post new crticism en Estados Unidos, La angustia de las influencias, deja constancia de su reconocimiento a -entre otros- Paul de Man, a la vez que se refiere al

callejón sin salida de la crítica formal, la estéril moralización en la que se ha convertido la crítica arquetípica y la pura monotonía antihumanística de todas esas ramas de la crítica europea que todavía no han podido demostrar en qué constituyen una ayuda para la lectura de cualquier poema de cualquier poeta que sea (Bloom 1977, 21).

En 1970 se publicó en Buenos Aires un volumen estratégico de la temprana entrada del estructuralismo en la cultura latinoamericana y, poco más tarde, en la española, deudora de aquella: Estructuralismo y literatura, compilado por José Sazbón. El libro recogía diversas intervenciones -de Barthes, Génette, Lotman y Todorov, entre otros: se repetía en buena medida el plantel de la controversia estructuralista de Baltimore- que se habían ido produciendo en torno del mencionado ensayo “‘Les chats’ de Charles Baudelaire”. Gerard Génette desplegó allí una estrategia semejante a la de Derrida frente a Lévi-Strauss, en este caso frente a Jean Cohen, uno de los representantes destacados de la estilística de base lingüística, derivada de Saussure. Cohen había publicado, en 1966, Estructure du langage poétique, en el que sistematizaba su tesis del lenguaje poético como apartamiento de la norma: “La poética es la ciencia del estilo poético” (Cohen, 1974, 15), declaraba, es una “ciencia cuantitativa, en la medida en que se puede medir, con estadísticas, el apartamiento de cada poeta respecto de la prosa, considerada como la expresión de lenguaje sin desviación” (1974, 15). Genette elogia la voluntad de desarrollar un análisis positivo frente al presunto “misterio de la creación poética”, una ya extemporánea herencia del romanticismo, pero observa a continuación que su desarrollo presenta “gravísimas dificultades metodológicas”. Por lo discutible de sus dos postulados fundamentales: el primero que, desde el siglo XVII, la poesía manifiesta progresivamente un mayor apartamiento de la norma - los románticos más que los clásicos y los modernos más que los románticos, según las estadísticas elaboradas por el propio Cohen; y el segundo, que el apartamiento es la esencia de la poesía. Genette argumenta que ambos postulados “se sostienen el uno al otro, un poco subrepticiamente, en una circularidad implícita de premisas y de conclusiones” (Genette, 1970, 59). Además, acusa a Cohen de haber manipulado la selección en favor de su teoría evolutiva -o, mejor dicho, involutiva, ya que la tesis de Estructura del lenguaje poético es que la poesía involuciona hacia su esencia pura, que es el mayor apartamiento de la norma-. Si hubiera elegido a poetas de la segunda mitad del siglo XVI, como Du Bellay, Ronsard o d’Aubigné, “se hubiera visto aparecer al comienzo del ciclo una ‘tasa de poesía’ (es decir, una tendencia a la desviación) superior, desde luego, a la del clasicismo, pero quizás también a la del romanticismo” (1970, 65). Así como Derrida ponía en cuestión la pertinencia del concepto de estructura para el discurso de las ciencias humanas, Genette muestra los límites del abordaje estadístico de la poesía, al menos cuando se trata de someterla a un examen diacrónico.

Diez años más tarde, salió en Madrid un libro de espíritu semejante, aunque más extenso y con distinto plantel de autores: Posibilidades y límites del análisis estructural. En este intercambio se incluyeron, entre otros, a Michel Riffaterre, Lucien Goldmann y Samuel R. Levin: escuelas y tradiciones nacionales muy distintas. Es sintomático que el editor del libro, José Vidal Beneyto, se vea en la obligación de justificar una suerte de intrusismo: “No es habitual, ni quizás recomendable, que un sociólogo […] proceda a exploraciones como las que se contienen en la compilación que aquí se presenta al lector” (1981, 9). El estructuralismo habilitaba al sociólogo, que recogía la innovación argentina, a incursionar más allá de su terreno “recomendable” y aventurarse en el ámbito de la poesía. Por otra parte, parafraseaba el íncipit del ensayo de Jakobson y Lévi-Strauss: “Quizá resulte sorprendente encontrar en una revista de antropología un estudio consagrado a un poema francés del siglo XIX” (Líevo-Strauss, 1970, 11). Una vez más, la poesía era el terreno de disputa sobre los límites y posibilidades del método científico en las ciencias humanas.

Aunque la deconstrucción cuestionase el cientificismo de base lingüística, la tradición de la lectura de poesía que atraviesa el siglo XX, ya fuese en sus vertientes anglosajonas o en la estilística francesa, incluso en la propia deconstrucción, no ha dejado de estar atenta a cierta especificidad de la lengua poética, fuese definible o no. Más allá de diferencias sustanciales entre Spitzer, Bally, Rifaterre, los New Critics y hasta Harold Bloom, todos ellos se han volcado sobre zonas literarias en las que la intensidad formal obliga a detenerse en lo abismal de ciertas reverberaciones de aquello que Paul de Man denominó “retoricidad” del lenguaje.

La segunda área de los estudios de poética es contraria al carácter autotélico y autorreferencial de los desarrollos de base lingüística: se apoya en la poesía moderna y contemporánea como espacio de manifestación de un malestar o inquietud, que incluye la historia y la filosofía: el tiempo del desamparo, de la angustia y del nihilismo. Maurice Blanchot fue uno de los precursores de esta configuración, que adquirió especial relevancia en los años del cambio de siglo. En 2005, Alain Badiou intentó encontrar las claves del momento en Le siècle. En 2008, Agamben se preguntaba “¿Qué es lo contemporáneo?”. Ambos tomaron como emblema y base de sus especulaciones el poema “El siglo”, de Osip Mandelstam, el poeta que, según Agamben, debió “pagar con su vida” (2011, 19) la contemporaneidad. En ambos casos, el poema aparecía como una cifra de su tiempo - un texto que, leído a la luz del destino de su autor, expresaba el revés de la trama en el tapiz de la historia. El movimiento es particularmente notable si se tiene en cuenta la estirpe heideggeriana de estos pensadores, porque aquí, para que el poema adquiera su pleno sentido, había que hacer presente a su autor, había que avalar con el destino del poeta el significado del poema. Ya en el Manifiesto por la filosofía (1989), Badiou había puesto la poesía en el lugar central, pero solo para señalar la necesidad de desplazarla:

La revancha sobre Platón [la expulsión de los poetas de la polis ideal en la República], de la que Nietzsche fue profeta, no pudo menos que tener lugar en la jurisdicción del poema. Descartes, Leibniz, Kant o Hegel podían ser perfectamente matemáticos, historiadores, físicos, pero seguro que no fueron poetas. En cambio, desde Nietzsche todos lo pretenden, todos envidian a los poetas, todos son poetas frustrados, o aproximados, o notorios, como se ve con Heidegger, pero también con Derrida o Lacoue-Labarthe.

La “edad de los poetas” abarca un ciclo bien fechado:

Hubo un tiempo, entre Hölderlin y Paul Celan, en el que el sentido tembloroso de lo que era el tiempo mismo, el modo de acceso más abierto a la cuestión del ser, el espacio de posibilidad menos ocupado por brutales suturas, la formulación más perspicaz de la experiencia del hombre moderno, fueron descubiertos y detentados por el poema (Badiou, 2019: 50).

La muerte de Celan, el último de los poetas-filósofos o poseedores del saber sobre la experiencia moderna, señala el regreso de los filósofos. En La poesía como experiencia (1986), Philippe Lacoue-Labarthe -quien unos años antes había publicado, junto a Jean-Luc Nancy, El absoluto literario, decisiva compilación, traducción y análisis de los fragmentos de la revista Athenaum, propuesta como “la teoría de la literatura del romanticismo alemán” (Lacoue-Labarthe; Nancy, 2012)- hace un exhaustivo examen de dos poemas de Celan, “Tüningen, Jänner” y “Todtnauberg”, y de sus traducciones al francés. Los poemas son leídos a la luz del traumático encuentro (y desencuentro) entre el poeta y Heidegger: “La pregunta que quiero plantear - la más brutal posible, quizás odiosa - es la siguiente: ¿Pudo Celan, no tanto situarse sino situarnos frente a ‘eso’? No deja de ser una forma […] de repetir la pregunta de Hölderlin [en “Brod und Wein”]: Wozu Dichter…? En efecto, ¿para qué?” (Lacoue-Labarthe, 2006, 17).

Lacoue-Labarthe se situaba en la serie de pensadores que volvieron literal una pregunta retórica: había que argumentar para qué sirven los poetas o la poesía en tiempos de desasosiego. Sobre la raíz hölderliniana de esta inquietud resuena otra más reciente, cuya lectura superficial se ha vuelto un lugar común: la cuestión planteada por Adorno acerca de la presunta imposibilidad de la lírica después de la shoá:

La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía (en la traducción de Manuel Sacristán) (Adorno, 1969, 230).

Mal leído, fuera de contexto, sin tener en cuenta el ensayo al que estas líneas sirven de cierre, este pasaje sazonó numerosas conjeturas sobre conceptos difusos como poesía y silencio, y otras formas de un vago misticismo sin confesión.

Lo cierto es que la pregunta de Hölderlin, vuelta literal, pesaba en la atmósfera de finales del siglo XX, seguramente más de lo que había resonado un siglo antes, cuando fue escrita. En 1975, la poeta judía alemana Hilde Domin, de vuelta a Europa después del largo exilio en República Dominicana (el pseudónimo Domin es un homenaje a su país de acogida), publicó un ensayo de título concomitante: ¿Para qué la lírica hoy? En 1992, Jacques Rancière editó un libro, resultado de unas jornadas de las que también participaron Badiou y Lacoue-Labarthe, entre otros, sobre La politique des poètes, con un subtítulo, “Pourquoi des poètes en temps de détresse”, que remitía de nuevo a la pregunta de Hölderlin, pasando por Heidegger: Wozu Dichter?: “¿Para qué poetas?”. La alusión no era casual: a la lectura ontológica, Rancière opone una interpretación política, a la que no es ajena la difícil cuestión de Heidegger y el nazismo, muy debatida por aquellos años - y reavivada más tarde, tras la publicación, a partir de 2014, de los Cuadernos negros, con contenidos explícitamente antisemitas. Pero ni Badiou ni los diversos exponentes de la lectura de poesía como documento o testimonio o clave de la era de la dürftig o détresse, ni los desarrollos heiddegerianos sobre la obra de Holderlin como “esencia de la poesía” se encargan del estudio de la lírica, de sus tradiciones, cambios, líneas, derivas, ni problemas formales. No se trata en absoluto de restar valor a esa producción, al contrario: algunos de esos pensadores y de esos libros son imprescindibles para entender la constelación de inquietudes y debates que marcan el ambiente intelectual entre finales del XX y principios del XXI. A la vez, los poemas de Mandelstam o de Celan, e incluso de Hölderlin, son leídos como síntoma o testimonio, como documento histórico o sociológico, en un movimiento contrario al inmanentismo del estructuralismo y la deconstrucción.

La tercera disciplina de los estudios de poética es la que se refiere a la poesía como género. El presente volumen se adscribe o quiere adscribirse a esta, aunque, en su desarrollo, se encontrarán elementos característicos de las dos líneas antes descriptas. En gran medida, los estudios específicos sobre poesía se han desarrollado en el ámbito anglosajón y en el alemán. Y algunos de los libros más importantes en esa línea fueron escritos por poetas, como es el caso de T.S. Eliot y de W.H. Auden. En Función de la poesía y función de la crítica (1933) escribía Eliot: “De tiempo en tiempo, cada cien años aproximadamente, es deseable la aparición de un crítico que emprenda una revisión de la literatura del pasado y establezca un nuevo orden de poetas y poemas. No se trata de una empresa revolucionaria sino de un reajuste” (1999, 147). La labor de darle sentido a las obras del pasado a la luz de los fenómenos recientes es lo que, ya en 1919, había estudiado Eliot como la relación entre “tradición” y “talento individual”. De ella se derivaba el “sentido histórico” que todo poeta debe poseer: la noción de que “toda la literatura… y dentro de ella, el conjunto de la literatura de su propio país, posee una existencia simultánea y constituye un orden simultáneo” (2004, 221). Entonces “no le parecerá descabellado que el pasado se vea modificado por el presente en la misma medida en que el presente se ve dirigido por el pasado”. (Ídem, 221) A diferencia del ámbito de la academia o la filología, la crítica propuesta por Eliot se basaba en una capacidad de juicio y de examen para delimitar aquellas obras del pasado (de la tradición) que resuenan en la obra presente y que, por tanto, se ubican respecto de ella en un plano de simultaneidad. Es una idea dinámica respecto de las delimitaciones de épocas y escuelas habitualmente establecidas por los estudios universitarios. En la dialéctica entre tradición y talento individual resuena la definición de Baudelaire acerca de la modernidad como “la mitad del arte”, en que la otra mitad es “lo eterno”. Saber determinar lo eterno en lo transitorio, lo aparentemente perimido en lo actual, lo olvidado en lo presente es la labor crítica suprema. Paralela, por otra parte, al trabajo que, en su poesía, Eliot llevaba a cabo al dejar de lado la deriva del romanticismo y remontarse al tronco de los poetas isabelinos (John Donne, Ben Jonson, Thomas Heywood). En esta nueva genealogía, Donne podía ser más contemporáneo del siglo XX que Keats o Shelley.

En “Dry Salvages” (1941), el tercero de los Cuatro cuartetos, la misma idea reaparece como “The point of intersection of the timeless/With time, is an occupation for the saint” (en el Eliot de madurez, la preocupación recae en las ocupaciones del santo, no en las del crítico). No es casualidad que en “Kafka y sus precursores”, Borges haya parafraseado la idea eliotiana -antihistoricista- de que, en la serie literaria, la dirección es opuesta a la cronológica y el presente modifica al pasado: se trata de una posición característicamente americana, en la que la noción de “tradición” es problemática y por eso mismo estimulante. A diferencia de las grandes literaturas europeas, en que el pasado aparece como extensa continuidad percibida como natural -lo sea o no-, más allá de los momentos de esplendor o, al contrario, de medianía que cualquier literatura nacional experimenta, en América la tradición es una construcción más o menos artificiosa y reciente, y exige ser razonada si se le quiere dar entidad y pertinencia. No puede reducirse al pasado como causa y al presente como efecto: “Para que siga existiendo orden tras la llegada de lo nuevo” -agrega Eliot-, “todo el conjunto debe ser modificado, aunque sea de manera mínima” (Eliot, 2004, 223). ¿Qué es eso nuevo, esa novelty sino las literaturas americanas -acaso no en su conjunto pero sí en sus acontecimientos significativos- y el modo en que obliga a reordenar la tradición occidental?

Soy consciente de que han pasado cien años desde que Eliot puso en circulación las ideas que acabo de glosar. De modo que bien podría objetárseme que parto de concepciones ya superadas. A lo cual debería responder que el crítico no está obligado a trabajar con lo último, sino con lo que resulte operativo a su labor, sin dejar de lado la incorporación de los desarrollos más recientes cuando resulten pertinentes en su trabajo, como he intentado mostrar más arriba. Por otra parte, ese es el estado actual de buena parte de los estudios de las Humanidades: el nombre de Walter Benjamin, muerto en 1940, es uno de los más repetidos en ese amplio territorio; o la importante presencia de los conceptos que Michael Foucault formuló hace medio siglo. Por último, las consecuencias de la reformulación eliotiana del concepto de tradición, tal como es leída en algunos de estos ensayos, no había sido -hasta donde sé- explorada suficientemente en el ámbito de la poesía latinoamericana. Esa noción y sus consecuencias aparecen en varios de los ensayos que componen este libro, en los que se intenta dilucidar el modo en que cada poema, o al menos determinados poemas significativos, construyen genealogías particulares.

Las concomitancias entre el pensamiento crítico de Eliot, sobre todo el anterior a la Segunda Guerra Mundial, y la crítica desarrollada en Estados Unidos y Europa son importantes. Eliot piensa en las literaturas nacionales “no como una colección de escrituras individuales sino como ‘conjuntos orgánicos’, como sistemas en relación con los cuales, y solo en relación con los cuales, una obra individual de arte literario, y la obra de cada artista, adquiere su significado” (Eliot, 1972, 23, mi traducción). Ese “sistema” es el que ordena cada elemento, y poco importan en él las circunstancias biográficas en que las obras hayan sido escritas: “sabemos [dice, también en “The Function of Criticism”] que el descubrimiento de las facturas de la lavandería de Shakespeare no nos sería de gran utilidad” (Eliot, 1972, 33, mi traducción); un argumento que Michel Foucault retomó casi cuarenta años más tarde en su célebre conferencia “¿Qué es un autor?” (1969): “[…] cuando en el interior de un cuaderno lleno de aforismos, se encuentra una referencia, la indicación de una cita o una dirección, una cuenta de lavandería ¿es obra o no? ¿Y por qué no?” (1984, 57).

Estoy muy lejos de pensar que solo los poetas deban encargarse de la crítica de poesía, por mucho que, en la modernidad, los poetas hayan ejercido con frecuencia esa labor, en todas la variedades de sus formas. Por otra parte, Eliot y Auden son críticos distintos -así como fueron poetas muy diferentes-, con preocupaciones e inclinaciones diversas e incluso opuestas, pero ninguno de los dos tiene la pretensión de enfrentarse al poema de manera virginal, sin tener en cuenta la producción anterior o contemporánea. Es probable, en todo caso, que sean los poetas quienes se hayan sentido especialmente interpelados frente a la pérdida de una identidad definida y acotada del objeto poético y de sus fronteras, a veces borrosas, con otras disciplinas. Como dice Jacques Rancière:

Las especulaciones de Blanchot sobre la experiencia literaria, sus referencias a los signos sagrados o su decorado de desierto y murallas solo serían posibles en la medida que, pronto hará dos siglos, la poesía de Novalis, la poética de los hermanos Schlegel y la filosofía de Hegel y de Schelling confundieron irremediablemente el arte y la filosofía -junto a la religión y el derecho, la física y la política- en la misma noche de lo Absoluto” (Rancière, 2009, 19).

Los poetas pueden dejarse halagar por el alcance filosófico o histórico de su obra, pero finalmente necesitan recuperar lo específico de su práctica, sobre todo desde el momento en que buena parte de los elementos formales que la distinguían han desaparecido. En este sentido es significativo que Eliot saque a relucir la noción de tradición en el momento de eclosión de las vanguardias y cuando estaba por publicar La tierra baldía, que no es un poema tradicional en el sentido de los saberes y costumbres heredados sino en el del uso original de la literatura europea como repertorio de posibilidades. Como diría Curtius: es un poema “alejandrino”, en el sentido en que tiene consciencia de su llegar después, de su utilización de lo anterior para lo nuevo.

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Notas de autor

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