Artículos de investigación
DE LA NATURALIZACIÓN DE LA VIOLENCIA A LA BANALIDAD DEL MAL *
FROM THE NATURALIZATION OF VIOLENCE TO THE BANALITY OF EVIL
DE LA NATURALIZACIÓN DE LA VIOLENCIA A LA BANALIDAD DEL MAL *
Ratio Juris, vol. 12, núm. 24, pp. 111-125, 2017
Universidad Autónoma Latinoamericana
Recepción: 17 Mayo 2017
Aprobación: 08 Julio 2017
Resumen: Este artículo indaga sobre los temas de la naturalización de la violencia y la banalidad del mal, como un acercamiento a la realidad colombiana actual. Se analiza cómo, en una época de adelantos científicos e información al alcance de todos, en un contexto de Modernidad, no se razona sobre las consecuencias de los actos inhumanos, lo que permite visualizar la pérdida del sentido del concepto de persona. Se concluye con el planteamiento de posibles alternativas alrededor de la necesidad de reflexionar sobre los procesos de subjetivación, como parte indispensable en la construcción de ciudadanía, vista como la formación de la persona para la participación activa en un colectivo que parte de la necesidad de formarse a sí misma para conocer las capacidades propias desde las necesidades, los intereses y las diferencias, a fin de poder identificarse con el otro y con lo otro, y, a partir de ahí, construir sociedad.
Palabras clave: Violencia, banalidad del mal, Modernidad, subjetivación.
Abstract: This article studies the issues of naturalization of violence and the evil´s banality to get closer to the reality Colombian, this reality is living today. The reality Colombian is an age of scientific advances and information available to all. However, the context of modernity, there is a lack of reasoning about the consequences of inhuman acts, which allows one to visualize how one loses the human being. So, with the possible alternatives that express the need to reflect the processes of subjectivation as an indispensable part in the construction of citizenship as formation of the person to public participation, to start from yours need, capacities, interests and differences. Therefore they can identify with the other and with the other and from there build society.
Keywords: Violence, evil´s banality, modernity, subjectivation.
INTRODUCCIÓN
Este artículo parte de la hipótesis de que la violencia está presente en la cotidianidad de los colombianos, manifiesta en diferentes formas y situaciones que afectan el sentido del concepto de persona, como la delincuencia común, la violencia doméstica, los grupos armados al margen de la ley y la misma violencia estructural ejercida por el Estado, entre otras. Son tan cotidianas estas acciones que se naturalizan y se llegan a justificar, al punto de que no se piensa en ellas ni se racionalizan; se llega a formar parte de la violencia, se llega a ser perpetradores, se llega a lo que se denomina la banalidad del mal.
Estas situaciones permiten que no se reconozca a las personas como individuos, sino solo como números estadísticos, que sean cosificadas y, por lo tanto, que puedan ser maltratadas, violentadas y hasta eliminadas. Cuando desde una óptica de superioridad no hay un reconocimiento del otro como un semejante, se asume que se pueden permitir dichas acciones en contra de su dignidad, pues, como alguien inferior, se le desconoce su humanidad. Ante este panorama, abarcar el tema de la violencia no es sencillo, por la dificultad de tener una definición concreta del concepto. Al respecto, Blair (2009) indica:
Se podría decir que en la mayoría de los casos se señala el uso extensivo de la palabra violencia, no solo para constatar que con ella se nombran fenómenos muy diferentes sino, sobre todo, para explicar la dificultad de su conceptualización ( p. 12).
Por eso, para referirse a la violencia en este escrito, se expondrá la posición de algunos autores, no para describir las formas particulares de esta, sino para analizar el proceso de naturalización de las acciones violentas dentro de la sociedad y cómo afectan el sentido del concepto de persona, lo que se visualiza en la banalidad del mal. Ambos fenómenos, entendidos como patologías de la razón, cuya manifestación fundamental es la socialidad irracional representada en instituciones y empresas sociales carentes de razón ( Lizárraga, 2011), conllevan tal degradación social, que permite que se cometan actos de barbarie a pequeña escala que pasan desapercibidos —intencionalmente o no—, pero que, a mediano o corto plazo, pueden ocasionar una catástrofe mayor; tal vez, si se detectaran a tiempo los síntomas de estos actos inhumanos podrían evitarse.
UN CONTEXTO PARA ESTOS DOS CONCEPTOS
“Hay destinos mucho peores que la muerte, y los nazis tuvieron buen cuidado de que sus víctimas los tuvieran siempre presentes en su mente” ( Arendt, 1999, p. 12). Es de tener en cuenta esta afirmación para comprender un poco más el concepto de persona, ya que para justificar algunos actos de violencia se habla de la pérdida de los valores y de que esto afecta de manera negativa a la sociedad y, por lo tanto, a las personas; pero la persona es un valor en sí misma y si se ve afectada, directa o indirectamente, se afectará también el valor principal. “Solo es persona quien tiene posesión de sí mismo y esa posesión es y debe ser exclusiva e individual” ( López, 2015a, p. 33). El reconocimiento de cada ser humano como persona es lo que permite asumirlo como un igual, como un semejante, y considerarlo digno; cuando este se pierde y se cosifica al otro se empieza a dar el fenómeno de la naturalización de la violencia y esta, a su vez, degenera en la degradación humana. Cuando se habla de la naturalización de la violencia se hace referencia al proceso de acostumbrarse a aquellas acciones caracterizadas por la agresión, en sus diversas formas de expresión; esto permite que la violencia gane terreno en la cultura y se propague de manera silenciosa, es decir, que no solo nadie proteste, sino que se termine por justificar.
A partir de lo anterior, surgen preguntas como: ¿Por qué se acepta la violencia?, ¿hay algún objetivo que justifique ejercer la violencia? El pensador Walter Benjamin afirma que si el criterio es que la violencia es un medio para alcanzar algo y no un fin en sí misma, cabe preguntase si, en ciertos casos determinados, este medio se justifica para alcanzar fines que son justos. El mismo Benjamín responde que este no sería un criterio para juzgar la violencia en sí misma, ya que se justificaría tan solo con determinar qué es justo ( Benjamin, 2010), sino que se necesitaría un criterio más pertinente, aplicable solo a los medios, sin tener en cuenta los fines que estos persiguen.
Para Benjamin, sin duda, “es reprobable toda violencia mítica, (…) que funda el derecho y que se puede llamar dominante. Y reprobable es también la violencia que conserva el derecho, la violencia administrada, que la sirve” ( Benjamin, 2010, p. 206); pues con ella se intenta justificar la necesidad de ejercer la violencia para adquirir derechos.
Es de aclarar que no se puede justificar la violencia como medio para alcanzar un fin, ya que esto lleva a relativizar el juicio sobre las acciones que, precisamente, se van “normalizando” o institucionalizando como parte de la vida cotidiana. Esto se hace evidente cuando se escuchan frases como “si lo mataron fue por algo” o “deberían matarlos a todos”. Hablar de la muerte de otro ser humano “sin más, ni más” demuestra la incapacidad de reconocer al otro como un igual, de desconocer su humanidad.
Todo esto se da en una época en la que hay grandes avances científicos, en la que la gente es más racional, en la que se ha aprendido de la historia y en la que, por tener más acceso a la información se supone una reducción de la ignorancia. Esto se da en la época que conocemos como “Modernidad”.
La Modernidad, para Adorno, es sinónimo de derrumbamiento y, por ello, una puerta de entrada —siempre abierta— a la esperanza ( citado en Taub, 2015). Para él, es necesario recordar la barbarie para que no se repita ( citado en Mate, 2009). Es por eso que hace referencia a Auschwitz como un emblema del caos, una representación de la monstruosidad a la que puede llegar la humanidad contra sí misma; pero es aún más que eso, es un evento que obliga a replantear el concepto mismo de civilización. Según Adorno, lo que pasó en Auschwitz demuestra que tal proceso civilizador, que trató de introducir la Ilustración, es decir, el “endiosamiento” del progreso por la razón y la ciencia, donde se acepta que la naturaleza humana está determinada desde su origen en ese progresar ( Kant, 2015), no es más que una máscara de la barbarie, de la deshumanización, de la destrucción humana racionalizada.
Este proyecto de hombre, que pretende progresar, ha dado resultados catastróficos a la humanidad, destruyendo identidades en función de una búsqueda de “mejorar” a costa de eliminar al otro. En diferentes partes del mundo, después de los hechos históricos de barbarie, se pretende “reconstruir” para continuar luego con una naturalización de la violencia en la que todo lo que sucedió se considera como “normal”.
Por esta razón, Adorno está en contra de toda filosofía que haga un llamado a la “reconstrucción” después de la guerra; “reconstruir” es sinónimo de mantener vivas las dinámicas que produjeron la catástrofe y que tarde o temprano llevarán a una nueva barbarie cada vez peor. Tal vez, un ejemplo claro de este movimiento se puede ver en la reconstrucción de la cultura alemana que Hitler lideró por medio del nacionalsocialismo, después de la Primera Guerra Mundial. Tales nacionalismos ultraderechistas desataron de nuevo un caos, una guerra, un sufrimiento más devastador que la Gran Guerra, todo en nombre de la “reconstrucción” de una “verdadera cultura” amparada en la “razón”. Para Adorno, todo lo que tenga que ver con “reconstrucción”, ya sea desde las costumbres, la política o el arte, es incluso una prohibición desde el punto de vista moral, ya que en el fondo significa un deseo de prolongación del pasado.
El final radical (Auschwitz) interrumpe toda pretensión de continuidad en la praxis social, el pensamiento o el arte, esa catástrofe sin precedentes exige al mismo tiempo que estos se vuelvan contra sí mismos bajo el imperativo de resistir al olvido culpable y de evitar su repetición (Adorno, citado en Zamora, 1997, p. 256).
Sin embargo, al contrario de lo que plantea Adorno, lo que se hace es reconstruir, por lo cual la naturalización de la violencia se prolonga y se ve reflejada en la aparición de la banalidad del mal, un mal que acaso se puede testimoniar —no explicar, porque, como sugiere Levi ( en Hincapié, 2014), explicarlo significaría haber resuelto la “cuestión”—; es un mal que empuja a pensar la Modernidad y, en tal caso, que se debe asumir desde otros recursos. Al respecto, Gómez-Esteban ( en Hincapié, 2014) afirma que si elaboramos un recurso teológico-político se podría sostener que el mal es “esa nada inescrutable que ni Dios mismo puede explicar” ( p. 160); son esas acciones humanas que no están al alcance del entendimiento, por la magnitud de destrucción que comportan en eso que precisamente nos humaniza.
Es por esto, que el mal no puede estudiarse a partir de la búsqueda de sus orígenes, sino inscribiéndolo en unas coordenadas específicas en términos históricos y culturales ( Hincapié, 2014). En este caso, dichas coordenadas son el contexto colombiano en la actualidad; al respecto de ese mal, Hannah Arendt indica:
Así, la noción de “la banalidad del mal” hace referencia a la ausencia de pensamiento crítico, a la irreflexión, a la superficialidad, a la conciencia sustitutiva generada por el espíritu gregario del hombre, por su conformidad a las reglas sociales, por los criterios de éxito, obediencia y eficiencia de la organización burocrática ( Botero y Leal, 2013, p. 124).
Con esto se cosifica al ser humano y se lo ve como un medio para alcanzar un fin, desconociendo sus capacidades y el hecho de que cada persona es un fin en sí misma. Reconocer dichas capacidades, según el enfoque de Nussbaum (2012), significa preguntarse qué es capaz de hacer y de ser cada persona, siendo esta una aproximación a la evaluación de calidad de vida y a la teorización sobre justicia social básica ( Nussbaum, 2012). Esta concepción de capacidad desaparece cuando se deja de pensar por sí mismo y se delega dicha función a otro, como se explicará más adelante, por lo cual se pierde la voluntad, entendida esta como “fuerza”, pues la voluntad es la raíz de la acción ( López, 2015a). Con la pérdida de la voluntad se pierde la libertad.
Al parecer, esa pérdida de la libertad es uno de los objetivos de las instituciones “disciplinarias”, como las llama Foucault (2002) —la familia, la escuela, el ejército, la fábrica—. Era y sigue siendo disciplinar la mente de los niños, así como de los ciudadanos: callar las preguntas, para que así todos y cada uno, sin excepción, puedan adoptar ortodoxamente las respuestas que se les dan, respuestas de las que no se puede dudar en estos sistemas cada vez más estandarizados y certificados por procesos de “calidad”, que homogenizan las instituciones y con ellas el pensamiento.
Entonces, el niño tal vez algún día pensó que la sociedad siempre fue así, y que es normal el machismo del padre en la familia, el autoritarismo del policía, la ortodoxia del sacerdote, la corrupción del político o la doble moral de la sociedad; así como la manipulación de la que su cerebro continuamente es objeto por parte de las industrias culturales de masa, por nombrar solamente unos cuantos fenómenos típicos de las sociedades disciplinarias que, posteriormente, Deleuze (1991) denominó como sociedades de control. Estas incluyen otra característica que consiste en que en ellas nunca se termina nada: la empresa, la formación, el servicio son los estados metaestables y coexistentes de una misma modulación, como un deformador universal.
En ese proceso histórico, en el que cambian las estructuras sociales después de guerras y reconstrucciones, se consolida una sociedad en la que, de una u otra forma, se repite la pérdida de la capacidad de pensar, de razonar reflexivamente para tomar posturas frente a las dinámicas sociales que se deforman y deshumanizan, lo que genera una falta de accionar colectivo que construya sociedad, que dignifique a la persona. Esto abre paso a que se inicien nuevamente actos de una barbarie que pasa desapercibida al principio, pero que no se sabe en dónde va a terminar.
COLOMBIA
A la hora de hablar sobre estos temas, tanto de la naturalización de la violencia como de la banalidad del mal en Colombia, no es tan sencillo identificar el problema cuando se está inmerso en él; por eso es necesario alejarse de la emocionalidad que las acciones cotidianas generan para poder ver un poco más allá, para leer entre líneas esta realidad, para detectar esos síntomas que llevan a este país a una naturalización de la violencia y a una banalidad del mal y, posiblemente, a más barbarie.
Por ejemplo, en un artículo de la revista Semana titulado “El dilema del ‘mal menor’” ( Ruiz, 2004), se menciona a Michael Ignatieff, quien, como periodista e historiador, afirma que ese “mal menor” es una doctrina en la que se apoyan hoy muchas democracias occidentales que, en el fondo, la utilizan para justificar la guerra “preventiva” y que, además, intenta encubrir actos que violan los principios en los que se asientan los ideales democráticos, incluso hasta justificar el asesinato selectivo y la tortura. En este artículo se explica, en general, cómo es evidente ese dilema en Colombia ante la situación del “terrorismo”, en un país en el que la Corte Constitucional tendría que poner en una balanza una dosis de seguridad y otra tanta de derechos a la hora de debatir el Estatuto Antiterrorista, que en los años 2003-2004 estaba en discusión ( Ruiz, 2004).
En la misma revista hay otros que se oponen a esa situación. El columnista Rodolfo Arango (2004) no se queda solo en explicar el dilema del mal menor, sino que va más allá y toma postura al afirmar que:
La doctrina del mal menor es inaceptable como criterio de justificación de los actos del poder estatal. Ello por las siguientes razones: se basa en premisas que se revelan como falaciosas o insuficientes; deja más interrogantes abiertos que los que contribuye a resolver, y carece de sustento teórico, esto es, no se preocupa por discutir e invalidar los argumentos en su contra, con lo cual renuncia a su defensa racional ( párr. 5).
Lo anterior deja en evidencia que en Colombia la naturalización de la violencia forma parte de las discusiones públicas, pero esto no es garantía de que la mayoría de colombianos asuman ese proceso de reflexión que les permita tomar una postura frente a la realidad a la que se enfrentan; basta con ver las noticas en la televisión o en los periódicos: por secciones desarrollan los temas económicos, las catástrofes naturales, el asunto de los procesos de paz, narran algunos delitos, denuncian la corrupción política, cuentan chismes de farándula y presentan la jornada de los deportes, todo al mismo nivel, como si no hubiese diferencia entre una situación y otra, como si fuese igual de normal contar los goles del día que el asesinato de alguien, de un ser humano.
¿Cómo evidenciar la banalidad del mal en Colombia? Es un poco más complejo ya que se camufla en pequeñas acciones u omisiones cotidianas, en los procesos de las organizaciones, como por ejemplo, las personas que laboran en el sistema de salud que niegan autorizaciones para medicamentos por un tema administrativo y económico, sin importar si está o no en riesgo la vida de alguien, o en los mismos medios de comunicación en donde los periodistas afirman cumplir con su deber al dar información parcial, demagogia en la que se repite tantas veces la misma mentira que la gente cree y reproduce. Pero, para los medios de comunicación es fácil tratar a las personas como objetos aptos para ser manipulados, ya que no tienen cómo verlas de otra manera ( Nussbaum, 2010).
En este orden, los sistemas de gestión de calidad, la competitividad y la rentabilidad son los criterios que dirigen al mundo, siguiendo las lógicas de la Modernidad, a través de procesos sistemáticos para alcanzar sus metas empresariales; como lo señala Hannah Arendt (2010), al expresar que el mal no es una monstruosidad, sino la acción de un ser humano irreflexivo que solo cumple órdenes, un individuo mejor conocido como “burócrata”.
Como lo afirma Kant (2009):
¡Es tan cómodo ser menor de edad! “Si tengo un libro que piensa por mí, un director espiritual que reemplaza mi conciencia moral, un médico que me prescribe la dieta, etc., entonces no necesito esforzarme Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar: otro asumirá por mi tan fastidiosa tarea” ( párr. 2).
En la actualidad, se le deja dicha tarea a las normativas institucionales. La sociedad civil está invadida por todo lo que no es auténtico, por lo sucedáneo puesto al servicio de los intereses y de la moda ( Levinas, 2009).
Esto permite que el comercio, las empresas, las cosas y los sistemas sean más importantes que las personas:
El gobernante que gobierne, la fábrica de galletas que elabore galletas, el transporte que desplace cosas y personas. Y sin más, la vida del ser humano se encoge a ser un engranaje del sistema, y las posibilidades de la existencia se minimizan a ser condiciones de supervivencia. Mientras las empresas, sean pequeñas o multinacionales, se conviertan por sus directores en sedes de búsquedas financieras, el trabajo no tendrá nada de dignificador humano ( López, 2015b, pp. 23-24).
De acuerdo con esto, es necesario pensar si como personas duele lo que le pasa a hombres y mujeres, si se sufre con los niños, si angustia la pobreza o si, simplemente, se va por la vida con los ojos cerrados y con la mente llena de tonterías para no preocuparse ( López, 2015a). Las respuestas a estas preguntas son variadas, pero, para efectos del tema, es necesario concentrarse en que, efectivamente, se llena la mente con tonterías y con esto se naturaliza la violencia, lo cual se corrobora al encontrar frases cotidianas como: “si lo mataron es porque se lo merecía”, “esas cosas son normales en este país”, “que maten a todos esos guerrilleros que se lo merecen”, “¿por qué perdonar a esa gente?”. Se banaliza el mal al escuchar frases como “no puedo hacer nada, es cuestión del sistema”, “es una orden y no puedo poner en riesgo mi trabajo”, “es una instrucción del jefe y hay que cumplirla, así no esté de acuerdo”, “sé que es absurdo, pero hay que hacerlo”.
La naturalización de la violencia y la banalidad del mal, como se mencionó, se evidencian en un empresario que está preocupado por la rentabilidad de su empresa y no por el bienestar de las personas que ahí trabajan; en las EPS colombianas que niegan medicamentos o procesos diagnósticos por ahorrar y hacer de su empresa una entidad con altos índices de ingresos, y cuyos trabajadores son burócratas que cumplen órdenes y niegan los procedimientos médicos, pese a estar en riesgo la vida de un ser humano; esto permea incluso a la academia cuando las universidades se ven a sí mismas como empresas que deben ser rentables y se dejan de lado las discusiones que permitirían analizar las situaciones para poder hacer los juicios reflexivos; pero no, los estudiantes son clientes y los docentes empleados que deben cumplir con los formatos de calidad, el horario y satisfacer al cliente, instruyéndolo en competencias para ser los mejores en el mercado; efectivamente, la naturalización de la violencia y la banalidad del mal trascienden todas las esferas de la sociedad.
Hablar del tema, de la situación de la guerra que se da en Colombia, sobre todo en las zonas rurales, es fácil desde la comodidad de la ciudad —porque los que más opinan suelen estar en una posición muy cómoda—; se habla desde el desconocimiento real de la situación solo con base en la información que los medios de comunicación suministran, a sabiendas de que son medios manipulados y manipuladores. Se opina, sobre todo, sin detenerse a pensar en las personas, en los niños, en los campesinos que están involucrados en esta guerra, sin pensar en que esos guerrilleros y soldados son personas, en su mayoría, de procedencia pobre, que no tuvieron más alternativa que la de meterse en esa guerra, o los civiles cuya única opción es huir para salvar sus vidas y terminar desplazados en las ciudades, en donde engrosan las franjas periféricas en barrios de invasión y pobreza, sin muchas oportunidades para salir adelante.
Por ejemplo, en el conflicto armado colombiano, entre el gobierno y el grupo guerrillero Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), se realizaron procesos para llegar a tener acuerdos de paz; para legalizarlos se optó por un referendo, para votar si la Nación los aprobaba. El resultado fue la No aprobación, en la que se evidenció que la elección fue más por las emociones que por los argumentos. ¿Por qué los habitantes de las ciudades votaron por el No y los de las zonas de conflicto aclamaron el Sí? aunque esto tiene variables, que están fuera del alcance de este escrito, es necesario hacer énfasis en la falta de argumentos de las personas de la ciudad ante la pregunta “¿por qué votaron por el No?”. Esto es lo que permite cuestionarse sobre el tema de la banalidad del mal, y sobre el hecho de que hay colombianos que no piensan por sí mismos y, lo peor de todo, es que son un número significativo, aunque más significativo aún es el número de personas que son indiferentes y se abstienen de votar, porque pareciera que el problema no es con ellos.
Los argumentos para justificar su voto, o no voto, se basan en lo que las noticias dicen o, peor aún, no explican lo que oyeron, sino que muestran un meme o un mensaje en redes sociales como Facebook o Twitter, como si fuese el sustento teórico clave para entender la situación. Parece que se olvidan de lo que significa acercarse al otro como un alma, más que como un instrumento utilitario o un obstáculo para los planes personales ( Nussbaum, 2010).
¿QUÉ HACER?
“La fuente de los valores morales es el amor, que conjuga en sí la experiencia del valor por el deber y por el valor en sí mismo” ( López, 2015b, p. 33). Por esto, cuando la naturalización de la violencia atraviesa todas las esferas de la vida humana surge la pregunta que se hace Benjamin (2010): ¿Es posible resolver los conflictos sin violencia alguna? Él mismo responde que sin duda sí: las relaciones privadas están llenas de ejemplos. El consenso carente de violencia se encuentra donde la cultura del corazón ha puesto, a disposición de los hombres, medios puros de acuerdo. ¿Y cuáles son? Según este autor son la cortesía del corazón, la inclinación y el amor hacia la paz junto con la confianza y otros medios de los que aún se podría hablar, son su presupuesto subjetivo ( Benjamin, 2010).
Para no naturalizar la violencia, ni permitir la banalidad del mal, el humano debe identificarse libre. Esta libertad se da en la medida en que actúa, y en que la persona se muestre como la estructura misma y real de la autodeterminación, como autogobierno y autoposesión. El hombre es persona porque es consciente y se autodetermina; decir que la persona es libre es afirmar su transcendencia ( López, 2015b), es reconocer la humanidad que ve reflejada en el otro y que puede identificar en sí mismo.
Entonces, ¿qué hacer ante todo esto? En primer lugar, es necesario reconocer los síntomas de estos fenómenos en la sociedad, buscar sus orígenes. En segundo lugar, la propuesta es pensar en que si un país desea fomentar una democracia humana y sensible, dedicada a promover las oportunidades de “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” para todos y cada uno de sus habitantes, debe pensar en promover aptitudes que permitan desarrollar las capacidades humanas que lleven a esto ( Nussbaum, 2010); estas aptitudes solo se pueden encontrar en las humanidades, que permiten esa constante búsqueda: unas aptitudes y capacidades que ayuden a reconocerse en el otro y en lo otro.
Ahí radica la importancia de la subjetivación, que implica darse forma a sí mismo, reconocerse en el entorno, como parte de él y, por ende, como transformador del mismo para el bien propio y el de los demás, al identificar a los otros como iguales y percibir, sin temor, un futuro en el que se pueda actuar de manera libre y consciente de las acciones y los impactos que estas generan.
En tercer lugar, se puede empezar por reconocer si como persona se hace parte del problema y, al ser consciente de esto, comienza a ser parte de la solución; buscar formarse para alcanzar esa “mayoría de edad” kantiana que permita construir en colectivo una sociedad para todos, ya que si los hombres obran aisladamente no podrán alcanzar su destino. No son los individuos, sino la especie humana la que debe llegar aquí ( Kant, 2009); lo que indica que el fin sí es el colectivo, por lo cual, aunque la búsqueda del destino, según Kant, inicia con el propio concepto, esto es algo que trasciende a lo colectivo porque le compete a la humanidad.
Por otra parte, Foucault (2015) plantea una Ilustración no como una época histórica, sino como una actitud crítica constante que permita alcanzar ese conocimiento que busca el hombre, ya que no se sabe si algún día la humanidad pueda llegar a ser “mayor de edad”; esto se da a través de esa misma actitud de cuestionarse constantemente. Sea como sea, hay que intentar alcanzar esa postura crítica para avanzar, y es importante repensarse para construir, a partir de posturas críticas y reflexivas, un mundo mejor para todos.
Ese educarse es la formación, vista como el incesante trabajo que el hombre realiza para darse forma y para alcanzar una imagen conforme a la idea de hombre, en sentido pleno ( Hincapié, 2014). Entonces, el educador trabaja para despertar el pensamiento y para que el hombre se haga dueño de sí mismo ( Hincapié, 2015) y, de esta manera, tener un pensamiento crítico y reflexivo para la toma de decisiones que lleve a la transformación social y a la transformación de la humanidad. En otras palabras, la formación significa el ascenso de lo particular a lo universal ( Hegel, 2010); solo así se puede trascender lo individual e ir más allá.
En este aspecto, las Instituciones de Educación Superior (IES) tienen un papel importante desde la responsabilidad social universitaria, en los procesos de formación de la persona como ciudadano que transforma su realidad. Es de tener en cuenta que la ciudadanía no es una condición natural, sino una construcción social, fruto de un proceso de socialización ( Berger y Luckmann, 1983); es por esto que la ciudadanía se debe formar, pero para ello son necesarios los procesos de subjetivación en los que la persona, por medio de sus prácticas y modos de darse forma a sí misma, pueda identificarse con las necesidades colectivas.
Esta educación institucionalizada genera la necesidad de repensar la formación que se le brinda al individuo y reflexiona sobre los procesos de enseñanza-aprendizaje que se desarrollan en las instituciones de educación, que tienen incidencia en la construcción de la sociedad, en función de la humanidad, para que se asuman posturas y acciones frente a la realidad a fin de eliminar la indiferencia, de ser críticos ante los actos crueles e inhumanos y de generar propuestas de cambio: convertirse en un ser pensante y actuante que construya sociedad, en busca de un mundo mejor para la humanidad.
Referencias
Arango, R. (2004). Los desvaríos de la doctrina del mal menor. Recuperado de http://www.semana.com/on-line/articulo/los-desvarios-doctrina-del-mal-menor/67527-3
Arendt, H. (1999). Eichmann en Jerusalén. Barcelona: Lumen. Recuperado de http://www.psicosocial.net/grupo-accion-comunitaria/cen-tro-de-documentacion-gac/areas-y-poblaciones-especificas-de-trabajo/tortura/864-eichman-en-jerusalen-un-estudio-sobre-la-banalidad-del-mal/file
Arendt, H. (2010). Eichmann en Jerusalén. Bogotá: De Bolsillo.
Benjamin, W. (2010). Hacia una crítica de la violencia. Madrid: Abada.
Berger, P., y Luckmann, T. (1983). La construcción social de la realidad. Buenos Aires: Amorrortu.
Blair, E. (2009). Aproximación teórica al concepto de violencia: avatares de una definición. Política y Cultura, (32), 9-33. Recuperado de http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pi-d=S0188-77422009000200002
Botero, J., y Leal, Y. (2013). El mal radical y la banalidad del mal: las dos caras del horror de los regímenes totalitarios desde la perspectiva de Hannah Arendt. Universitas Philosophica, 30(60), 99-126.
Deleuze, G. (1991). Posdata sobre las sociedades de control. Recuperado de http://www.fundacion.uocra.org/documentos/recursos/articulos/Posdata-sobre-las-sociedades-de-control.pdf
Foucault, M. (2002). Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo XXI.
Foucault, M. (2015). ¿Qué es la Ilustración? Medellín: Editorial Universidad de Antioquia.
Hincapié, A. (2014). La “cuestión” del mal y la modernidad: a propósito de una lectura desde Walter. Revista de Estudios Sociales, (59), 155-165.
Hincapié, A. (2015). ¿Qué podemos decir hoy sobre la inacabada pregunta por la educación y la formación? Itinerario Educativo, 29(66), 17-43.
Hegel, G. W. F. (2010). Principios de la filosofía del derecho. Buenos Aires: Random House.
Kant, I. (2009). Pedagogía. Madrid: Akal.
Kant, I. (2015). Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? Medellín: Editorial Universidad de Antioquia.
Levinas, E. (2009). Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo. En M. Beltrán, J. Mardones, y R. Mate (Eds.), Judaísmo y límites de la modernidad (pp. 65-73). Barcelona: Riopiedras.
Lizárraga, A. (2011). Reseña de “Patologías de la razón: Historia y actualidad de la Teoría Crítica” de Axel Honneth. Nóesis, 20(40), 163-167.
López, A. (2015a). Junto a cada pobre me encontrarás cantando: historia y crítica del fenómeno económico y político en Colombia. Medellín: Bonaventuriana.
López, A. (2015b). Personalismo filosófico y fenomenología de la persona en Karol Wojtyla. Medellín: Universidad Pontificia Bolivariana.
Mate, R. (2009). Herencia del olvido. Madrid: Errata Naturae.
Nussbaum, M. (2010). Sin fines de lucro: por qué la democracia necesita de las humanidades. Buenos Aires: Katz.
Nussbaum, M. (2012). Crear capacidades: propuesta para el desarrollo humano. Bogotá: Planeta.
Ruiz, M. (2004). El dilema del “mal menor”. Recuperado de http://www.semana.com/on-line/articulo/el-dilema-del-mal-menor/67461-3
Taub, E. (2015). Rememoración judía y tiempo meseánico: sobre la potencia y la esperanza del lenguaje. En A. Liviana, y E. Taub, Filosofía y mesianismo: lenguaje, temporalidad y política (pp. 35-61). Chilie: Metales Pesados.
Zamora, J. (1997). Civilización y barbarie: sobre la dialéctica de la Ilustración en el 50 aniversario de su publicación. Scripta Fulgentina, 7(14), 255-291.
Notas
Notas de autor