Artículos
Recepción: 20 Septiembre 2017
Aprobación: 23 Octubre 2017
Resumen: En el acuerdo final pactado entre el Estado colombiano y las FARC-EP se establecieron unas medidas que son necesarias para satisfacer los derechos de las víctimas; dentro de estas se acordó la creación de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) como una fórmula de justicia novedosa para facilitar el proceso de reconciliación política, mientras se garantiza la asunción de responsabilidades con apego a los estándares internacionales. No obstante, en medio de una álgida disputa política, no se ha valorado, en sus reales dimensiones, la importancia de dicha propuesta para el proceso de superación del conflicto armado. El presente texto analiza, con herramientas de la teoría del derecho y del derecho internacional, los derechos humanos y los elementos del acuerdo sobre la JEP, para, a partir de allí, reflexionar sobre la importancia de su implementación.
Palabras clave: justicia transicional, conflicto armado, Jurisdicción Especial para la Paz, amnistías, indultos, delito político, implementación.
Abstract: In the final agreement between the Colombian State and the FARC-EP, a series of measures were established that are necessary to satisfy the rights of the victims: within these measures, the creation of the Special Jurisdiction for Peace was agreed, as a novel justice formula to facilitate the process of political reconciliation, while guaranteeing the assumption of responsibilities in accordance with international standards. However, in the midst of a heated political dispute, the importance of this proposal for the process of overcoming the armed conflict has not been assessed in its real dimensions. This paper aims to analyze, with tools from the theory of law and international human rights law, the elements of the agreement on the JEP, and from there, reflect on the importance of the implementation of the samet.
Keywords: transitional justice, armed conflict, Special Jurisdiction for Peace, amnesties, pardons, political crime, implementation.
Introducción
El proceso de diálogo sostenido entre el gobierno nacional y las FARC-EP, y los acuerdos que han surgido del mismo, marcan el centro de la actual coyuntura política en Colombia.
Desde el inicio de dicho proceso han existido voces que, amparadas por engaños y manipulaciones, exigen que “las FARC tienen que ceder en temas de justicia y elegibilidad política”. De esta forma, se busca fortalecer las visiones de pax romana, desconociendo un presupuesto fundamental del proceso: el reconocimiento político entre las partes.
En este sentido, los desarrollos en materia de justicia transicional se convierten en uno de los puntos centrales de discusión. No obstante, habría que hacerse la siguiente pregunta: ¿Conoce el país el contenido del acuerdo en dicho tópico? La campaña del plebiscito, por poner un ejemplo, fue demasiado corta y se basó, fundamentalmente, en la movilización de las emociones en torno a una u otra posición. Pero en muchas ocasiones no se discutía el contenido de los acuerdos.
De esta forma, se hace necesario que los colombianos conozcamos el contenido de los acuerdos, principalmente, para poder saber de qué se habla cuando se discute sobre justicia transicional. No se trata de llorar sobre la leche derramada, sino de tener elementos racionales para entender la actual coyuntura nacional. Resulta necesario acercarse a lo acordado para tratar de comprender lo que allí se establece, y de esa manera no caer en los lugares comunes que se imponen en los medios, como aquellos que utilizan expresiones como “el tribunal de las FARC” o “la justicia de la guerrilla” para referirse a la JEP.
El presente texto, el cual es una reflexión teórica, fruto de las discusiones al interior de la Red de Colectivos de Estudios en Pensamientos en Latinoamérica-Red CEPELA, alrededor de las perspectivas de paz en nuestro país, pretende realizar un análisis del componente de justicia del acuerdo sobre víctimas logrado en la Mesa de Conversaciones de La Habana, o lo que en el mismo se llama Jurisdicción Especial para la Paz. Dicho análisis busca alejarse de los lugares comunes que se manejan en los medios de comunicación, a la par que incorpora algunos elementos conceptuales que permitan dimensionar, en sus justas proporciones, el acuerdo antedicho y su importancia en el proceso de construcción de paz.
En primer lugar, es importante aclarar que en el acuerdo final se encuentra estipulada la creación de un “Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición”. Pues bien, tanto en la academia, como en las decisiones de los tribunales internacionales, se ha elaborado una serie de conceptos que constituyen los derechos de las víctimas de violaciones de Derechos Humanos y que serían los que en cualquier proceso de superación de un conflicto armado habrían de ser garantizados, a saber: la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición. Es necesario aclarar que el objeto del presente escrito no es analizar el contenido que habría de tener cada uno de estos componentes, y tampoco hacer un análisis de las condiciones de emergencia del discurso de la justicia transicional en Colombia ( Gómez, 2014). Valga señalar que en la discusión sobre los derechos de las víctimas se creó un sistema complejo que abordaría cada uno de estos derechos. En efecto, como puede leerse en el acuerdo y en las normas que, lentamente, se han promulgado para implementarlo, dicho sistema contaría con los siguientes componentes: 1) Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, 2) Unidad Especial para la Búsqueda de personas dadas por desaparecidas en el contexto y en razón del conflicto armado, 3) Jurisdicción Especial para la Paz, 4) Medidas de reparación integral para la construcción de paz y 5) Garantías de No Repetición. Cada uno de estos elementos del sistema contribuirá a la realización de los derechos de las víctimas.
En desarrollo del componente de Justicia del Sistema Integral, se acordó la creación de una JEP, la cual, de manera sintética, tiene los siguientes elementos centrales:
Sala de reconocimiento de verdad, de responsabilidad y de determinación de los hechos y conductas.
Sala de amnistía o indulto.
Tribunal para la Paz, que sería el encargado de adelantar los juicios en contra de quienes no reconozcan responsabilidad.
Unidad de Investigación y Acusación, la cual debe satisfacer el derecho de las víctimas a la justicia, cuando no haya reconocimiento colectivo o individual de responsabilidad.
Sala de definición de situaciones jurídicas, para los casos diferentes a los literales anteriores o en otros supuestos no previstos.
Este es el esqueleto institucional creado por el Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera. A continuación, procederemos a analizar, de una forma más detallada, el contenido del acuerdo, y cómo el mismo constituye un avance, no solo para garantizar los derechos de las víctimas, sino para la consolidación del proceso de construcción de paz en nuestro país.
El delito político, las amnistías y los indultos
Las amnistías y los indultos son dos tipos de perdones judiciales otorgados por el poder ejecutivo con autorización del legislativo. Las amnistías consisten en exonerar a una persona de un proceso judicial en curso o que se inicie en el futuro, mientras que con el indulto se exime del cumplimiento de una pena ya impuesta. Es decir, la amnistía procede antes de la sentencia, mientras que el indulto se concede en los casos en los que ya hay una condena ejecutoriada.
En nuestro país, la discusión sobre la posibilidad de otorgar amnistías e indultos ha estado vigente desde el nacimiento de la república. En efecto, han existido al menos siete eventos en los que se otorgaron este tipo de perdones judiciales, desde la guerra de independencia hasta llegar a las negociaciones políticas de finales de la década de 1980, que derivaron en la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente y la Constitución de 1991.
En la historia colombiana muchos perdones judiciales han generado fuertes debates por motivos más o menos similares: en una primera época, en el siglo xix y parte del siglo pasado, se cuestionó que los beneficios penales cobijaran a individuos que en tiempos de guerra civil habían cometido delitos comunes y contrarios al Derecho de Gentes, a los “principios cristianos” y a la legalidad vigente que permitía otorgar perdones únicamente a delincuentes políticos. Y en la época actual, aunque los cuestionamientos todavía se centran en la obligación de exceptuar a quienes hayan cometido delitos comunes y crímenes de lesa humanidad, las inquietudes mayores surgen en torno a la necesidad de responder cabalmente con los derechos de las víctimas y de evitar una eventual intervención de la justicia penal internacional ( Aguilera, 2012, s. p.).
En nuestro país, estos perdones siempre han estado vinculados con episodios de guerra, como las guerras civiles del siglo xix o el periodo conocido como La Violencia, en la década de 1950, los cuales, como lo plantea Hernando Valencia (2010), siempre han derivado en un nuevo arreglo constitucional.
Lo relevante aquí es señalar que, en el acuerdo sobre víctimas, la concesión de amnistías e indultos está vinculada con los delitos políticos y los que resulten conexos con este. ¿Por qué vincular los perdones judiciales con los delitos políticos?
El delito político ha sido un tema de constante desarrollo en la historia política colombiana ( Aguilera, 2012). Consiste en la decisión de un grupo de ciudadanos de organizarse y confrontar, por medio del uso de la violencia, al Estado. Dicha decisión tiene un componente político fundamental, consistente en la intención de derrocar al Estado para fundar uno nuevo, no siendo posible predicar el ejercicio del delito político respecto de aquellas personas que hacen uso de la violencia para coadyuvar al Estado en el ejercicio de su poder. Es decir, que el ejercicio de la rebelión es esencialmente contra-estatal.
…La guerra civil no se refiere sólo a una sociedad dividida en dos (o más) grandes bandos no estatales enfrentados entre sí. El Estado es parte en conflicto, en la medida en que se desconoce su autoridad, el poder centralizado es disputado y aquél se ve forzado a transitar de la represión a la guerra contra los rebeldes ( Franco, 2008, s. p.).
Como se ve, el recurso de la rebelión no puede estar vinculado con un mero desacuerdo con un gobierno específico; para poder invocar el derecho a la rebelión es necesario estar en una situación de abierta injusticia.
La validez de la rebelión, como último recurso ante situaciones de opresión política y social, encuentra respaldo en dos premisas. En primer lugar, el bien del Estado no puede prevalecer por encima del bienestar de los ciudadanos, de modo que su preservación sólo sería valiosa en cuanto medio real y efectivamente al servicio de la libertad y bienestar general y específico de todos los ciudadanos, considerados en sus múltiples determinaciones —socioeconómicas, religiosas, étnicas—. En segundo lugar, el valor ético de la vida no es absoluto e independiente, sino que se deriva de aquello que en cada contexto cultural y temporal la hace valiosa de ser vivida ( Franco, 2008, s. p.).
Esta discusión es el centro del problema de la justificación de la rebelión; es decir, de si es posible construir criterios éticos y políticos que “autoricen” a los ciudadanos a tomar las armas en contra del Estado. 1 Lo anterior implica que los rebeldes tienen la carga política de construir un discurso en el que su alzamiento armado se encuentre justificado, con el fin de legitimar su proyecto y sus acciones ante la población.
Tal es el caso de las organizaciones insurgentes en Colombia, quienes, históricamente, han elaborado un discurso en el que justifican su levantamiento en armas para luchar en contra de un orden social y político que consideran injusto: injusticia vinculada con la persecución al movimiento campesino y popular, las condiciones precarias de vida en el campo y lo cerrado del régimen político para aceptar movimientos políticos alternativos. Tal es el caso de las FARC, que tienen un discurso centrado, en sus orígenes, en el problema agrario del país, y que se ha ampliado hacia temas diversos de la agenda nacional.
A la tradicional narrativa de los agravios, que busca legitimar el uso de las armas, se sumará una narrativa de las injusticias, recogiendo los debates que se venían adelantando en el seno de otras organizaciones de izquierda, y tratando de ganar la solidaridad para su lucha de importantes franjas de la opinión pública nacional e internacional ( Beltrán, 2015, p. 4).
En este punto, hay que aclarar que el hecho de reconocer el carácter político de los insurgentes no implica validar todas sus acciones. Pero sí exige la comprobación de que la guerra tiene orígenes sociales, económicos y políticos; y que la superación del conflicto depende, en gran medida, de la transformación de dichas causas. En este sentido, las amnistías son el reconocimiento, por parte del Estado, del abandono y el incumplimiento de sus obligaciones para con un sector de la sociedad que dice representar.
Entonces, dentro de este marco interpretativo, las conductas que materializan el alzamiento armado de los rebeldes son calificadas como delitos políticos, en oposición a los comunes, porque se reconoce que tras su comisión existe una intencionalidad política altruista, en virtud de la cual el Estado reconoce a su contradictor armado como un enemigo ético, y no como uno absoluto. En la tradición política y jurídica colombiana ha existido esta consideración del delito político como objeto de un tratamiento penal diferenciado, por el móvil que alimenta esas conductas, precisamente por el hecho de que nuestra historia ha estado atravesada por la realidad de la guerra. Así lo planteaba Carlos Gaviria Díaz en su salvamento de voto de la sentencia C-456 de 1997.
La Constitución no sólo autoriza, sino que incluso exige un tratamiento punitivo benévolo en favor de los rebeldes y sediciosos, el cual, como acertadamente lo señala uno de los intervinientes en el proceso, implica la conexidad, vale decir la absorción de los delitos comunes cometidos en combate por el delito político. En efecto, la penalización, como delitos autónomos, de los homicidios, las lesiones o los daños en cosa ajena, que inevitablemente se producen durante los enfrentamientos armados, hace que sea, en la práctica, imposible el privilegio punitivo del rebelde. Este aspecto ha sido reconocido desde antaño, pues el artículo 139 del Código Penal de 1936 ya disponía un trato especial para los delitos políticos ( República de Colombia, 1997).
Fue a partir de la sentencia anteriormente citada que se empezó a modificar la tradición de trato benévolo a los rebeldes. En ese mismo momento, se inició la consolidación de un discurso político que abogaba por la vía militar como el único camino para enfrentar a las organizaciones insurgentes ( Martínez, 2015). A pesar de que dicho discurso aún tiene presencia en la discusión pública, el hecho concreto es que la existencia de una mesa de diálogos primero, y de un acuerdo entre las partes después, constituye una realidad en la que a los insurgentes se les considera como actores políticos. No sobra decir que es esta la opción de mayor carácter ético en un país atravesado por conflictos bélicos que no han sido resueltos.
Es por esta consideración de los grupos insurgentes, como organizaciones de carácter político, que las conductas de sus miembros pueden ser objeto de amnistías e indultos, de acuerdo con el Derecho Internacional Humanitario; 2 y es en este sentido que deben entenderse las declaraciones del comandante de las FARC-EP, Timoleón Jiménez, cuando expresa que su organización no pediría perdón por su rebeldía ( “Entrevista especial con Timoleón Jiménez, líder de las FARC-EP”, 2015). Esto, lejos de ser la muestra de cinismo que los medios han querido vender, es la constatación obvia de que el ejercicio político del grupo insurgente ha estado enmarcado en lo que la declaración universal de los derechos humanos, en su preámbulo, llama “el supremo recurso de la rebelión”.
Como se ve, el otorgamiento de amnistías e indultos resulta una herramienta fundamental con la que cuentan los Estados en ejercicio de su soberanía para la terminación del conflicto armado, y para garantizar la participación política de los insurgentes. En el marco del proceso de implementación del Acuerdo Final, se expidió la ley 1820 de 2017, por medio de la cual se legislaron las amnistías derivadas del mismo. En esta ley se establecieron dos tipos de amnistías: las amnistías de iure y las que son otorgadas por la sala de amnistías e indultos de la JEP.
Las amnistías de iure son aquellas que se otorgan a quienes son investigados o condenados por los delitos de rebelión, sedición, asonada, conspiración y seducción, usurpación y retención ilegal de mando. También por los delitos conexos señalados en el artículo 16 de dicha ley. Por otro lado, es importante señalar que estas amnistías, en desarrollo del acuerdo, también están destinadas a las personas que hayan sido privadas de la libertad o vinculadas a un proceso judicial en ejercicio de la “protesta pacífica”, sin que sean parte de organizaciones rebeldes. Esta es una medida de vital importancia, por la cantidad de personas que se encuentran privadas de la libertad, como parte de una estrategia de estigmatización y criminalización del movimiento social.
Estas amnistías de iure son otorgadas, especialmente, por el presidente de la República y por los jueces de ejecución de penas. Esta situación ha generado varios inconvenientes al momento de aplicar las amnistías, pues los jueces de ejecución de penas se han negado a darles trámite a las solicitudes, alegando problemas de presupuesto y dotación, lo cual ha hecho que cerca de tres mil prisioneros de las FARC continúen en las cárceles, exigiendo que se cumpla el acuerdo y la ley ( “Presos políticos de las FARC exigen que se cumpla ley de amnistía pactada”, 2017).
Por otro lado, las amnistías de la sala de amnistías e indultos son aquellas que no están cobijadas por los casos anteriores y que exigen un análisis distinto respecto a la aplicación de los criterios de conexidad que establece el artículo 23 de la ley 1820. Dicho análisis se enmarca en la consideración de acuerdo con la cual resulta claro que, para poder organizar un ejército que combata de manera efectiva en una guerra al Estado, es necesario adelantar una serie de conductas tendientes a su financiación, entrenamiento, consecución de armas, etc. Todas estas conductas, vistas desde la óptica de la legalidad estatal, resultarían ilegales. Pero, toda vez que se adelantan con el fin de hacer efectiva la rebelión, sobre ellas no podría realizarse un reproche independiente al que se realiza de esta. Todas se consideran conexas al delito político, es decir, que su realización está enmarcada en la de este.
A su vez, el acuerdo establece unos límites a esta conexidad. En primer lugar, es claro en señalar que la concesión de amnistías está condicionada a la finalización de la rebelión; es decir, que las mismas solo procederán una vez se dé la transformación de las FARC-EP de organización político-militar a un movimiento político legal. Para tal fin, el acuerdo establece, dentro de la JEP, una Sala de Amnistías e Indultos, que se encargaría de determinar en cada caso la procedencia de la amnistía o indulto, de acuerdo con lo pactado En desarrollo de este punto, el artículo 23 de la ley de amnistía establece dos tipos de criterios para crear la conexidad de una conducta con el delito político. En primer lugar, un criterio incluyente, según el cual son conexas con el delito político aquellas conductas que reúnan uno de los siguientes criterios:
El artículo citado desarrolla los numerales 25, 40 y 41 del acuerdo de la JEP, y excluye la conexidad en los delitos internacionales; es decir, los tipificados en el derecho internacional como Crímenes de Lesa Humanidad (CLH), Crímenes de Guerra (CG) y genocidio. También excluye todos los delitos que no se hayan cometido en el contexto y en razón al conflicto.
Por último, es importante señalar que, toda vez que la legislación internacional prohíbe las amnistías a los agentes del Estado, el acuerdo sobre víctimas, el acto legislativo 01 de 2017 y la ley 1820 de 2016, establecen para ellos una serie de “tratamientos penales especiales diferenciados” que se otorgarán por la Sala de Amnistías e Indulto, y que implican la renuncia a la persecución penal.
Ahora bien, respecto a las conductas que están excluidas de las amnistías y del tratamiento penal especial, entrarían a operar las demás instancias de la JEP, como veremos a continuación.
Justicia transicional y la Jurisdicción Especial para la Paz
Antes de proseguir con al análisis de la JEP es necesaria una breve reflexión. En el acuerdo se señala que este sería el componente de “justicia” del mismo. Pues bien, ante dicha afirmación cabe preguntarse ¿qué se entiende por justicia?
Generalmente, en el uso que se ha impuesto de dicha palabra, especialmente en los medios de comunicación, se iguala la idea de justicia con la de pena privativa de la libertad ( Rodríguez, 2015). Así, pareciera que hay un vínculo indisoluble entre la justicia y la cárcel. Pero dicho vínculo no es necesario, ni resulta siempre conveniente. En efecto, al lado de la idea de justicia retributiva, es decir, aquella concepción que considera que ante un daño debe generarse un castigo igual, de tal manera que el daño sea debidamente “devuelto”, aparece la idea de justicia restaurativa, según la cual, más importante que generar un castigo resulta necesario la generación de un contexto en el que se superen las condiciones que generan la victimización y la violación de los Derechos Humanos.
En el corazón de la justicia restaurativa está la necesidad de enmendar los daños que se generaron por las conductas de los ofensores atendiendo a las necesidades del directamente afectado y de la sociedad, no la sanción. Esta justicia no considera al castigo causalmente como la consecuencia indefectible en las conductas humanas, a pesar de que ha sido una construcción socialmente aceptada ( Echavarría, 2016a).
La idea de justicia restaurativa, si bien tiene connotaciones más amplias dentro de la teoría del derecho, en el contexto colombiano y sobre todo a partir del Acuerdo Final para la terminación del conflicto, está íntimamente relacionada con la de justicia transicional. Esta surgió al final de la Segunda Guerra Mundial, con la formación del Tribunal de Núremberg, que juzgó la responsabilidad de los mandos alemanes en los crímenes cometidos en el marco de la guerra y contra la misma población alemana ( Gómez, 2014). A partir de ese momento, la conformación de tribunales internacionales y el principio de justicia universal se han consolidado como mecanismos para la imposición de penas a los responsables de graves violaciones de Derechos Humanos y al Derecho Internacional Humanitario. No obstante, dichos mecanismos adolecen de dos fallas: 1) mantienen como idea rectora la justicia retributiva, es decir, que solo hay justicia en tanto hay castigo penal, y 2) son mecanismos impuestos desde la perspectiva de la justicia de los vencedores, sea una de las partes del conflicto, o bien la llamada “comunidad internacional”.
El presente texto no es un análisis sobre la historia y las tensiones que encierra el concepto de justicia transicional. Si se desea profundizar en estas reflexiones se recomienda el trabajo de Teitel (2003). Estas breves líneas son necesarias para entender la dimensión del componente de víctimas del Acuerdo Final, así como para comprender por qué resulta de gran trascendencia, no solo nacional, sino también como un precedente internacional, como fórmula de justicia en un proceso de superación de un conflicto armado.
De las fases que ha vivido la justicia transicional a nivel internacional muchos son los aprendizajes a tener en cuenta en nuestro país. En todo ese proceso “se ha construido el lenguaje de justicia transicional con base en los reclamos de las víctimas, de quienes han padecido la violencia, la injusticia y graves violaciones de derechos humanos en conflictos o dictaduras” ( Echavarría, 2016b).
En primer lugar, ¿qué conductas serían objeto de la JEP? Anteriormente, nos hemos referido a la posibilidad de amnistías e indultos frente a los delitos políticos y los conexos, por lo que de entrada estos son excluidos del ámbito de acción de dicha jurisdicción. El acuerdo, y posteriormente el Acto Legislativo, que crea constitucionalmente la JEP, señalan textualmente que serán objeto de investigación y juzgamiento:
los delitos de lesa humanidad, el genocidio, los graves crímenes de guerra, la toma de rehenes u otra privación grave de la libertad, la tortura, las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada, el acceso carnal violento y otras formas de violencia sexual, la sustracción de menores, el desplazamiento forzado, además del reclutamiento de menores conforme a lo establecido en el Estatuto de Roma.
Tal y como quedó establecido en lo referente a las amnistías, las conductas que serían objeto de investigación, por parte de la JEP, son las que se ubican en el límite de la competencia soberana de los Estados en el otorgamiento de amnistías. Dicho de otro modo, el Estado tiene la obligación internacional de investigar, juzgar y sancionar a los responsables de este tipo de conductas. Sobre los contenidos de esta obligación volveremos más adelante.
Ahora bien, ¿sobre quién actuaría la JEP? O, dicho de otro modo, ¿quiénes serían los destinatarios de los procesos y sanciones establecidas en dicha jurisdicción? Este es uno de los elementos más relevantes del acuerdo alcanzado entre el gobierno nacional y las FARC-EP, puesto que establece que la JEP tendrá competencia “respecto de todos los que de manera directa o indirecta hayan participado en el conflicto armado interno, incluyendo a las FARC-EP y a los agentes del Estado, por los delitos cometidos en el contexto y en razón del conflicto” ( Presidencia de la República de Colombia, 2015). Aquí resulta importante resaltar dos cosas: 1) la expresión “todos los que de manera directa o indirecta hayan participado en el conflicto”, la cual permite que se incluyan las conductas de aquellos que, si bien no participaron directamente en la confrontación sí la propiciaron y se beneficiaron de ella, abarcando lo que en la doctrina internacional se ha llamado instigadores y 2) que el acuerdo abarca a los miembros de la insurgencia y a los actores estatales, lo cual confirma que el actual proceso de diálogo no busca sentar en el banquillo de acusados a una de las partes, sino garantizar los derechos de todas las víctimas del conflicto.
Esto incluye a las personas y empresas que, sin ser parte directa de los ejércitos combatientes, han contribuido, de manera voluntaria, a financiar a los mismos, pues ven en ellos un instrumento para consolidar sus proyectos económicos y políticos en las distintas regiones del país. Es necesario recordar que, en el año 2016, la Sala de Justicia y Paz del Tribunal de Bogotá realizó un informe para que la Fiscalía General de la Nación investigara a 57 empresas que financiaron a los grupos paramilitares ( Hurtado, 2016); empresas que coinciden, en gran medida, con sectores económicos y políticos que han liderado la oposición a la mesa de diálogos y a los acuerdos que están en proceso de implementación. Este hecho permite constatar que la guerra en Colombia no ha sido tan solo una confrontación entre ejércitos; también ha implicado el proceso de consolidación de un modelo económico a partir de lo que se ha llamado la acumulación por despojo.
La nueva geografía del capital, la que ha emergido de la mano de las nuevas dinámicas regionales de la acumulación, ha demandado la ocupación de nuevos territorios, así como la desocupación o la reocupación de otros. La conformación de esa geografía, la necesidad de transformar radicalmente el paisaje social a fin de dar respuesta a la dinámica expansiva del capital, de dar cuenta de su lógica territorial, explica, en buena medida, el núcleo duro de la fase actual de la violencia capitalista. Desde allí, se explican también la imbricación del ejército estatal con grupos narcotraficantes y fuerzas paramilitares, de éstas con empresas transnacionales, la intervención imperialista a través del Plan Colombia y la instalación de bases militares estadounidenses en el territorio nacional; asimismo, algunos desarrollos legislativos, para darle un cauce institucional al proceso. El ciclo de violencia de los últimos treinta años, además de producir una mayor concentración de la propiedad sobre la tierra, ha provocado más de cuatro millones de desplazados forzosamente y decenas de miles de víctimas. En general, se ha tratado, sin duda, de genuinos procesos de acumulación por despojo ( Estrada, 2011, p. 16).
Sin embargo, en el proceso de implementación normativa de la JEP, específicamente en el Acto Legislativo 01 de 2017, se limitó la posibilidad de que la Jurisdicción Especial investigue y juzgue a los civiles que tengan el tipo de responsabilidad y participación en el conflicto del que venimos hablando. Esto es así, pues se estableció que los civiles solo acudirán a la JEP de manera voluntaria, y en caso de que no lo hagan su juzgamiento será competencia de la jurisdicción ordinaria.
Un punto vital dentro del acuerdo consiste en la exigencia de que sean todos los actores quienes asuman la responsabilidad, y esto incluye a quienes desde el Estado hayan cometido delitos de lesa humanidad y de guerra. Este es uno de los aspectos más importantes dentro del acuerdo, no solo porque rompe con la visión según la cual este era un proceso en contra de la insurgencia y que solo a ella le correspondía asumir responsabilidades, sino que lo que se está discutiendo es la verdad COMPLETA del conflicto. Y aquí al Estado le corresponde contarle a la sociedad su alta dosis de responsabilidad en la generación de sufrimiento en esta guerra. Todos los actores tienen el deber de la verdad, no solo con las víctimas, sino con toda la sociedad, para que podamos comprender cuáles han sido las motivaciones y causas de la presente guerra. De lo contrario, estaremos allanando el camino para nuevas y renovadas confrontaciones, en las que perdamos todos y ganen los mismos. Es esta una oportunidad histórica para que, en un acto de valentía nacional, nos digamos en la cara las verdades que como sociedad necesitamos ver.
Lamentablemente, el acuerdo excluye de manera explícita a las personas que hayan ejercido la presidencia de la República, por lo que estas seguirían siendo juzgadas por la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, o la entidad que asuma sus funciones.
Las sanciones
Este es un punto crucial para entender el contenido y los alcances que puede tener la implementación de la JEP en el actual momento histórico del país.
Pues bien, ¿qué tipo de sanciones establece el acuerdo? Aquí es necesario insistir en una diferencia enunciada anteriormente: el concepto de “sanción” es diferente al de “pena”. La idea de sanción, dentro de la teoría jurídica, tiene cuatro propiedades definitorias, a saber: 1) es un acto coercitivo, de fuerza potencial o efectiva, 2) consistente en la privación del ejercicio de un derecho, 3) impuesto por una autoridad reconocida y 4) es consecuencia de la conducta de algún sujeto, quien sería el destinatario de la sanción ( Nino, 2003). Como puede verse, dentro de esta definición pueden caber muchos tipos de sanción; mientras que la idea de pena se restringe a la imposición de castigos por el aparato penal del Estado, teniendo como referente el castigo de la cárcel. El Comité Internacional de la Cruz Roja ha establecido que, si bien la sanción penal debe ser el eje primordial para el tratamiento de las graves violaciones al DIH, esta
no puede contemplarse en su única dimensión de pena privativa de libertad. Debe entenderse en términos de eficacia en relación con el contexto, es decir, del conjunto de elementos que permiten que la sanción tenga un mayor impacto en el individuo al que se aplica y en la sociedad de la que constituye el tejido, teniendo sobre todo en cuenta el factor cultural ( Comité Internacional de la Cruz Roja, 2008).
Es necesario tener en cuenta esta diferencia entre sanción y pena privativa de la libertad, para entender que dentro del acuerdo hay sanciones distintas a la prisión, pero que cumplen con los requisitos y principios establecidos en el derecho internacional para los casos de superación de un conflicto armado. En efecto, cuando en el acuerdo se habla de “restricción de libertades y derechos que garantice el cumplimiento de las funciones reparadoras y restauradoras de las mismas” se está frente a la imposición de una privación de un derecho; impuesta por una autoridad cuya validez es reconocida por las partes por medio del acuerdo, debidamente incorporada al ordenamiento jurídico por medio de una reforma constitucional, la cual es consecuencia de una actuación individual o colectiva en el marco del conflicto. La coercitividad de dichas sanciones está garantizada por el hecho de que quien no reconozca su responsabilidad en los delitos competencia del sistema puede ser destinatario de una pena de prisión de hasta veinte años. Lo que quiere decir que, dentro del acuerdo relativo a la justicia, no solo conviven diferentes tipos de sanciones, sino que la sanción penal persiste dentro de la imposición de sanciones como coerción potencial, tal y como lo establecen los conceptos del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) (2008).
Así, en el acuerdo existen tres tipos de sanciones, dependiendo del reconocimiento que se haga de responsabilidad frente a los delitos competencia del sistema, a saber:
Para quienes reconozcan de manera temprana su responsabilidad ante la “Sala de reconocimiento de verdad, de responsabilidad y de determinación de los hechos y conductas”, se impondrán sanciones restrictivas de la libertad, acompañadas de la realización de trabajos que cumplan con las funciones reparadoras y restaurativas de la sanción. Dichas sanciones tendrán una duración de cinco a ocho años de restricción efectiva de la libertad. El reconocimiento podrá hacerse de manera individual o colectivo, dentro del año siguiente a la formación de la Sala.
Para quienes reconozcan la responsabilidad, luego de iniciado el proceso ante una de las Secciones del Tribunal para la Paz y antes de la sentencia, se impondrán penas privativas de la libertad de cinco a ocho años.
Para quienes no hagan ningún tipo de reconocimiento y sean hallados responsables, se les impondrá una pena de prisión de hasta veinte años.
Lo anterior quiere decir que, en el acuerdo, junto con otras sanciones, pervive el derecho penal como mecanismo coercitivo para imponer sanciones. Es esta una combinación magistral de sanciones alternativas, penas de prisión y medidas restaurativas que demuestra el alto grado de conocimiento que los redactores del acuerdo tenían sobre la doctrina del Derecho Internacional Humanitario, la jurisprudencia internacional y las normas nacionales, junto con la voluntad existente en ambas partes para llegar a un acuerdo final que garantice los derechos de las víctimas.
Conclusiones
Lo anterior es un breve análisis de algunos de los elementos del acuerdo sobre Víctimas en su componente de Justicia. Como se ha señalado, el acuerdo alcanzado en materia de justicia reviste una importancia vital, no solo para el avance del actual proceso de diálogo, sino que por su contenido está llamado a convertirse en un referente internacional para los demás procesos de paz que se adelantan en el presente y que se abran en el futuro. En efecto, tal como lo señala Vicenç Fisas, 3 ningún acuerdo en el mundo había establecido asuntos como los siguientes:
Este es, a grandes rasgos, el contenido del acuerdo en lo que se refiere a Justicia. Se cumplen las obligaciones del Estado de juzgamiento, a la par que se garantiza la reparación de las víctimas y el proceso de reconciliación.
El “Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera” no representa, como algunos engañosamente han planteado, la transformación radical de la sociedad colombiana. Implica, eso sí, el reconocimiento de que la guerra existe como consecuencia de una estructura social que no solo genera exclusión y desigualdad, sino que se sustenta en el ejercicio de la violencia para el mantenimiento y expansión de un modelo de sociedad. En este sentido, el acuerdo establece unas transformaciones mínimas que son necesarias para que los conflictos sociales puedan tramitarse por vías políticas, y así evitar el sufrimiento que genera la guerra. Para las víctimas, y para la sociedad colombiana en su conjunto, la mejor garantía de no repetición es darle fin al conflicto armado. Así también lo reconoce el acuerdo.
En materia de víctimas, específicamente en el tema de justicia, la JEP no solo garantiza seguridad jurídica para quienes deban responder por los delitos de su competencia. Representa, además, un escenario en el que se podrán conocer muchos detalles de la historia del conflicto y, en consecuencia, del país. Por lo tanto, lo que está en juego no son solo las consecuencias jurídicas que un grupo determinado de personas deben asumir. Sobre todo, lo que se discute es la posibilidad de que el país conozca las realidades más dolorosas de la guerra para, a partir de allí, construir un país con horizontes más amplios.
Referencias
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Notas
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