ARTÍCULOS DE INVESTIGACIÓN
LA TRADICIÓN CATÓLICA, SU INFLUENCIA EN LA CONFORMACIÓN DEL ROL DE LA MUJER EN LA FAMILIA TRADICIONAL COLOMBIANA Y SU RELACIÓN CON LA VIOLENCIA DE PAREJA
THE CATHOLIC TRADITION, ITS INFLUENCE IN SHAPING THE ROLE OF WOMEN IN THE TRADITIONAL COLOMBIAN FAMILY AND ITS RELATIONSHIP WITH PARTNER VIOLENCE WITHIN
LA TRADICIÓN CATÓLICA, SU INFLUENCIA EN LA CONFORMACIÓN DEL ROL DE LA MUJER EN LA FAMILIA TRADICIONAL COLOMBIANA Y SU RELACIÓN CON LA VIOLENCIA DE PAREJA
Ratio Juris, vol. 14, núm. 28, pp. 219-252, 2019
Universidad Autonoma Latinoamericana
Recepción: 30 Mayo 2019
Recibido del documento revisado: 15 Junio 2019
Aprobación: 30 Julio 2019
Resumen: De acuerdo con el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, en su informe Forensis 2017. Datos para la vida, los hechos de discriminación y violencia de pareja contra las mujeres en Colombia se han incrementado en los últimos años; esta situación podría catalogarse como producto de una sociedad que ha sido moldeada a partir del esquema machista y patriarcal que caracteriza a las sociedades que han estado influenciadas por tradiciones como la religión católica, que parecen justificar, en algunos de los relatos de sus textos sagrados, la condición de dominación que ejerce el hombre sobre la mujer. El Estado colombiano, que en sus inicios normativos se vio influenciado por esta tradición, ha buscado, a partir de la Constitución de 1991, y a través de su posterior normatividad, no solo la reivindicación de la mujer, sino la sanción a los agresores; sin embargo, estas medidas no han sido eficientes ya que no se ha podido garantizar un verdadero ambiente de seguridad y respeto por los derechos fundamentales de las mujeres. Por lo tanto, se hace necesario intervenir la configuración de la cultura colombiana, en aras de modificar las bases culturales sobre las cuales se construyó el imaginario social que perpetúa la estructura de dominación y discriminación contra la mujer.
Palabras clave: mujer, tradición, violencia de pareja, catolicismo, esquema patriarcal, discriminación.
Abstract: According to the National Institute of Legal Medicine and Forensic Sciences in its report Forensis 2017, Data for life, the facts of discrimination and violence against women in Colombia, have increased in recent years; This situation could be cataloged as a product of a society that has been shaped from the machista and patriarchal scheme that characterizes societies that have been influenced by traditions, such as the Catholic religion, which in some of the stories of their sacred texts seem to justify the condition of domination exercised by men over women. The Colombian State, which in its normative beginnings were influenced by this tradition, from the constitution of 1991 and through its subsequent regulations, has sought not only the vindication of women, but to punish the aggressors; However, these measures have not been efficient as long as the laws have not been able to guarantee women a true environment of security and respect for their fundamental rights. For this, it is necessary to intervene the configuration of the Colombian culture, in order to modify the cultural bases on which this imaginary social tradition that perpetuates the structure of domination and discrimination against women was built.
Keywords: woman, tradition, partner violence, catholicism, patriarchal scheme, discrimination.
INTRODUCCIÓN
En la conformación de las primeras civilizaciones las mujeres no gozaron de un rol social y político privilegiado o equitativo; en muchos casos, su función fue relegada a la gestación y crianza de los hijos para asegurar la descendencia, las labores domésticas, oficios agrícolas y, especialmente, a ser parte de la propiedad privada de los hombres. Ha sido esta condición la que ha degenerado, a lo largo del tiempo, en situaciones de discriminación y violencia de pareja, justificadas socialmente, y que son características adaptadas y adoptadas de aquellos sistemas tradicionales; como lo expresa Saceda (2010):
Violencia que ha sido a veces manifestada sutilmente y de difícil apreciación, y otras, que de manera explícita y virulenta ha permanecido imbricada dentro de multitud de discursos, no solo en las sociedades actuales, sino de pueblos y gentes ancestrales, y de remotas culturas que, interactuando en connivencia sibilina, han logrado un arraigo cuya vigencia permanece hoy en día tan instaurada como lo ha venido estando secularmente (p. 307).
Dichas civilizaciones tuvieron a la mano los medios ideológicos para legitimar las estructuras jerárquicas, costumbres, creencias y tradiciones que dieron forma a su organización política, económica y jurídica. Podemos destacar aquí, especialmente, todo el esquema del pensamiento religioso (cosmogonías, teogonías, antropogonías) que no solo explican el origen del cosmos, de los dioses y del hombre, sino que sustentan, a través de relatos de carácter mágico, misterioso y sobrenatural, el orden de todas las cosas, su finalidad y su razón de ser; situación que nos permite pensar que:
Deteniéndonos en el discurso religioso podría decirse que este ha constituido a lo largo de la historia una fuente inagotable de recursos por parte del patriarcado en su lucha por la supremacía del varón. Textos, imaginería, tradiciones y costumbres. Todo en la corriente unívoca para la obtención de un solo fin: relegar a la mujer a un segundo plano (Saceda, 2010, p. 315).
En muchos casos, fue la supuesta relación entre la naturaleza y el comportamiento humano la que se utilizó para justificar ciertos paradigmas políticos, económicos y sociales que afectaban directamente a las mujeres.
Por ejemplo, en muchas sociedades agrícolas llegó a ser evidente la relación entre la tierra, en sus ciclos de siembra y cosecha, y los ciclos de fertilidad y fecundidad en la mujer, asumiendo entonces —a partir de esa simple metáfora— que las funciones familiares y sociales de la mujer debían reducirse a las labores domésticas de gestación y el cuidado de los hijos y a las labores en el campo, en los procesos de cultivo y cosecha. Esta situación les permitió desempeñar oficios concretos como el de parteras o comadronas, adquiriendo conocimientos sobre el manejo de las plantas para controlar la vida y la muerte, la salud y la enfermedad; 1 los demás oficios les estaban, dada su condición, “naturalmente” vedados. Como lo ha señalado gráficamente Munévar (2011):
Los argumentos dominantes, además de ser deterministas, han sido producto de la consolidación de una sociedad interesada en legitimar, con diversos mecanismos, la naturalización de las desigualdades entre mujeres y hombres, construidas a partir de diferencias biológicas y con base en los postulados del evolucionismo social y en la noción de progreso científico (p. 140).
Buena parte de la tradición católica, que irradia en gran medida nuestra cultura latinoamericana y colombiana, no es ajena a estas explicaciones míticas sobre el rol de la mujer en la familia y la sociedad. En ella es posible encontrar algunos relatos bíblicos que nos permiten caracterizarla como una cultura patriarcal2 en la que la mujer, además de su papel de madre, es víctima de formas específicas de discriminación y violencia por su condición de mujer. Algunos de ellos, como el relato de la creación del hombre y la mujer y otros referentes que podemos encontrar en el Antiguo Testamento, en libros como el Génesis, el Éxodo y el Deuteronomio, y en algunos textos del Nuevo Testamento, en especial las cartas del apóstol San Pablo a las primeras comunidades que dieron inicio a la Iglesia católica, giran en torno a los roles del hombre y la mujer en los ámbitos en los que acaecen la mayoría de actos de violencia y discriminación: las relaciones familiares y de pareja.
El propósito de este ensayo se orienta justamente a indagar en qué medida la tradición católica justifica la discriminación y la violencia hacia las mujeres, y plantear, de forma tentativa, la posible influencia —y por tanto, las posibles soluciones jurídicas— que ejerce esta tradición sobre los fenómenos de violencia que actualmente padecen las mujeres en Colombia; en otras palabras, identificar la relación que puede existir entre ciertos tipos de violencia (violencia social, violencia intrafamiliar, violencia de pareja, feminicidios) y aquella tradición religiosa que, estando arraigada en Colombia —un país que por muchos años se consideró constitucionalmente católico— justifica la existencia de una sociedad patriarcal. Y aunque el propósito del trabajo no es reducir las causas de la violencia contra la mujer solo a la tradición católica, ni señalar que esta es la única culpable del fenómeno, sí pretende establecer relaciones y presentar evidencias que aporten a una discusión amplia sobre el problema y ayude a encontrar las soluciones pertinentes.
Y es que, en Colombia, como en muchos países latinoamericanos, el fenómeno de violencia de pareja contra las mujeres es complejo y lamentable. Según el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses (en adelante INMLCF) (2018):
La violencia doméstica proviene de estructuras sociales, económicas, políticas y culturales desigualitarias e injustas. No se trata de un fenómeno nuevo, pero su reconocimiento como problema social sí es relativamente reciente. Para que la violencia ejercida contra las mujeres en el hogar haya trascendido desde el ámbito privado al ámbito público, ha sido necesario que las mujeres paguen un alto precio, pues han sido numerosas las víctimas que han muerto a causa de este tipo de violencia […] Los agresores más comunes en la violencia contra la mujer son compañeros (o excompañeros) íntimos de sexo masculino. La violencia de pareja inicia por lo regular durante las relaciones de noviazgo, y en la mayoría de los casos continúa y se acentúa en la vida conyugal; en una proporción importante sigue manifestándose después de terminada la relación, con agresiones hacia la mujer por parte de la expareja. De acuerdo con las estadísticas, el 26% de las mujeres solteras y el 35% de las casadas o unidas son víctimas de violencia de pareja (p. 15).
Para el desarrollo de este artículo se ha tomado como referente epistemológico la teoría criminológica de Émile Durkheim, quien, en su texto Las reglas del método sociológico, que fue publicado por primera vez en el año 1895, plantea cómo en la conformación del sujeto criminal los hechos sociales son modos de hacer o de pensar, identificables por una particularidad, y pueden ejercer una influencia coercitiva sobre las conciencias particulares. Durkheim asume la existencia de una realidad social objetiva cuyos objetos están por fuera de la conciencia del individuo y le son incorporados a través de mecanismos como la educación, cuya finalidad es la creación del ser social. De acuerdo con su planteamiento:
Los hechos sociales residen en la sociedad misma que los produce y no en los individuos, esto es lo que diferencia la sociología de la psicología; de tal manera que la sociedad genera fenómenos independientes de la conciencia del individuo, pertenecen a la sociedad que los genera y no en las conciencias de los individuos; son modos de hacer o de pensar, identificables por una particularidad y que pueden ejercer una influencia coercitiva sobre las conciencias particulares (Durkheim, 1974, p. 11).
Es así como podemos encontrar la influencia del positivismo sociológico en el pensamiento de Durkheim, en tanto asume la existencia de una realidad social objetiva cuyos objetos están por fuera de la conciencia del individuo y le son incorporados a través de mecanismos, como la educación, cuya finalidad es la creación del ser social. De modo que, si el individuo se opone a las manifestaciones colectivas, la corriente social ejercerá su control coercitivo; como él mismo lo afirma:
Se reconoce un hecho social en el poder de coerción externa que ejerce o que puede ejercer sobre los individuos; y la presencia de este poder se reconoce a su vez por la existencia de una sanción determinada, por la resistencia que el hecho opone a toda actividad individual que pretenda violentarlo (Durkheim, 1974, p. 25).
La sociedad, a través de estructuras como la educación, le impone al individuo modos de ver, de sentir y de actuar; crea el ser social a través de hábitos colectivos que se repiten y se fijan por escrito, configurando las reglas de las prácticas sociales, entre ellas, las relaciones entre los individuos.
El presente ensayo se aborda desde la perspectiva cualitativa, con un enfoque sociojurídico y hermenéutico, en tanto se pretende la comprensión de la posible influencia de la tradición católica en la conformación del rol femenino en la familia tradicional colombiana, a partir de la interpretación de algunos de sus textos bíblicos. Se trata de una investigación de tipo exploratorio y descriptiva, ya que busca un acercamiento al estado del arte, y correlacional, comparando diversas posiciones doctrinales sobre el tema. El ejercicio metodológico será de carácter deductivo y se acudirá a los métodos de la investigación teórica, concretamente el método teleológico.
Para efectos de su desarrollo, el presente trabajo está dividido en tres partes. En la primera se abordarán los inicios de la tradición católica, la cual en algunos de los textos del Antiguo y Nuevo Testamento parece justificar la discriminación y la violencia de pareja contra las mujeres. En la segunda se presentarán algunas estadísticas que ponen de relieve cómo los actos de violencia y discriminación contra las mujeres en Colombia, durante los últimos cuatro años, se ha incrementado en sus cifras; así lo demuestra el informe Forensis 2017 ( INMLCF, 2018) que detalla cómo “durante el año 2017 se registraron 23.798 casos de violencia sexual, lo que representa un incremento del 11,2 % respecto al año 2016” (p. 8); finalmente, en la tercera parte se abordará el tema de la discriminación contra las mujeres a la luz del ordenamiento jurídico colombiano, que con la expedición del Código Civil (ley 57 de 1887) le confiere al marido una serie de derechos y privilegios sobre los bienes y persona de la mujer o “potestad marital”, hasta la promulgación de normas como la ley 28 de 1932, en la cual se le otorgaron algunos derechos a las casadas; el decreto ley 2820 de 1974, en el cual se declara que “el marido y la mujer tienen conjuntamente la dirección del hogar”; los cambios significativos que introdujo la Constitución Política de 1991 y la expedición de normas como la ley 882 de 2004 o “Ley de ojos morados”; la ley 1010 del 2006 en la que se regulan y se sancionan conductas de discriminación y violencia contra las mujeres, desde la perspectiva del acoso laboral y el acoso sexual; la ley 1542 del 2012, en la que se hace una reforma al Código de Procedimiento Penal; la ley 773 de 2016 o “Ley Natalia Ponce de León”, por la cual se crea el artículo 116 que establece las lesiones con agentes químicos, ácido o sustancias similares como un nuevo delito; la ley 1761 de 2015 o “Ley Rosa Elvira Cely”, en la cual se crea el nuevo tipo de feminicidio delito en el Código Penal, que se define como causar la muerte a una mujer por el hecho de ser mujer o por motivo de identidad de género.
TRADICIÓN Y PATRIARCADO
Durante los primeros años de existencia del pueblo judío la religión permeaba cada una de las esferas de interacción social entre las personas. Los dogmas religiosos, especialmente los consignados en la Torá, no solo ordenaban las relaciones de Dios con los hombres, sino además todo tipo de relaciones humanas. Como señala Elisabeth Cook (2012):
En el mundo del antiguo Israel, la religión formaba parte de todos los ámbitos de la vida. No podemos hablar de economía, política, campo, ciudad; la vida de los hombres, mujeres y niños, sin que ello involucre las creencias y prácticas religiosas (p. 7).
Aunque esta situación ha cambiado recientemente y la política se ha hecho cada vez más laica en gran parte del mundo occidental, la religión aún goza de un importante estatus. Por eso, es importante tomar como base de este ensayo algunos de los relatos del Antiguo y Nuevo Testamento y algunos referentes bibliográficos de estudiosos de esta tradición, que nos podrán ilustrar las condiciones de vida de la mujer en el antiguo Israel.
Así pues, nos ubicamos —según el relato bíblico— en una época en la que el pueblo de Israel, conformado originalmente por un conjunto de tribus nómadas que buscaban la tierra prometida, se transformaba paulatinamente en un pueblo sedentario, unificado, cuya estructura social comenzaba a requerir no solo una serie de normas que regularan su vida social, económica, política y cultural, sino una fundamentación que les diese sustento. Para esta época, sus miembros solo contaban con el recurso de la tradición oral (con cuatro fuentes básicas de tradición: yahvista, elohista, sacerdotal y deuteronómica), que posteriormente se plasma en los libros y relatos del Antiguo y Nuevo Testamento, y que inician con los relatos de la creación en el libro del Génesis.
Siendo un pueblo de connotación agrícola y pastoril, con una fuerte tendencia patriarcal y con la convicción de la inalienabilidad de la propiedad privada, vieron en la institución del matrimonio —y con ella, en la subordinación de la mujer— un instrumento importante de regulación social. Como señala Crochetti (2004):
El clan, Mishpaha, tiene la necesidad de asegurar la propia descendencia, por la importancia de acceder a la propiedad de la tierra, considerada inalienable, que se transmitía por herencia masculina. De allí uno de los significados del matrimonio, institución en la que la mujer era considerada como una propiedad del marido, su Baal, amo, y su rol esencial lo constituía la maternidad (p. 177).
Pero es en el segundo relato de la creación, que nos presenta el Génesis 2:4 (cuya fuente se encuentra en la tradición yahvista),3 donde se pueden encontrar los elementos que justifican la posición que ha de ocupar la mujer en la estructura social del pueblo de Israel; el primero de ellos es aquel que hace referencia al cuándo, el segundo al cómo y el tercero al dónde surge la mujer, cada uno con unas implicaciones que, al menos desde el punto de vista simbólico, guardan importantes relaciones con el rol asignado tradicionalmente a las mujeres. Para efectos de este acercamiento hermenéutico se aplicará el método teológico-existencial, propuesto por Karl Barth, según el cual los contenidos de los textos bíblicos pueden ser entendidos y aplicados a las más profundas experiencias y situaciones de la vida humana.
En primer lugar, encontramos que la mujer no fue creada al mismo tiempo que el hombre; según el relato bíblico de la creación, esta primera situación va dejando en un lugar relegado a la mujer ya que primero pensó Dios en el hombre, a quien además le asigna la misión del dominio sobre la tierra y todo lo que ella contiene: la mujer se encuentra en una condición secundaria en cuanto a su posición social, puesto que el papel principal lo debe ocupar el hombre por ser la creación perfecta de sus manos. Así parece confirmarse en el relato bíblico cuando expresa:
Y Jehová Dios plantó un huerto en Edén, al oriente; y puso allí al hombre que había formado… Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase (Génesis 2:7).
El estatus subordinado de las mujeres se verá reflejado, por ejemplo, en la prohibición de ingresar al Templo, de leer la Torá y de participar en asuntos políticos (Saavedra, 2010). Estas restricciones se prolongan, incluso, hasta las narraciones del Nuevo Testamento, como al parecer ocurre cuando Jesús decide llamar a doce apóstoles, todos ellos hombres. De hecho, María, su madre, quien se encontraba con ellos en el momento del pentecostés, es asunta al cielo y no emprende la misión apostólica de formación de la iglesia y expansión del cristianismo por el mundo.
En segundo lugar, la condición de inferioridad de la mujer aparece también, simbólicamente, en los relatos sobre la forma en que fue creada por Dios. El Génesis (2:7) señala que el hombre, Adán, fue creado por Dios directamente del polvo de la tierra: “Formó, pues, Jehová Dios al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre alma viviente”. Pero la mujer fue construida con una parte del cuerpo de Adán, una costilla, para entregársela al hombre: “Y Jehová Dios hizo caer un sueño profundo sobre Adán, y este se quedó dormido. Entonces tomó una de sus costillas y cerró la carne en su lugar; y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre hizo una mujer y la trajo al hombre” (Génesis 2:21).
Desde el principio, Adán considera a Eva (mujer o varona) posesión suya, pues de su cuerpo fue tomada y construida, tal como lo exclama en el Génesis (2:23): “Y dijo Adán: Esta es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; esta será llamada Varona, porque del varón fue tomada”. Adicionalmente, es Adán quien da el nombre a su nueva compañera, haciendo uso del principal de los poderes que ya le había atribuido Dios, en tanto al nombrar las creaturas puede ejercer dominio y control sobre todo lo que ha nombrado; es decir, Dios le da a Adán, y no a Eva, todo el poder y el control sobre la naturaleza, sobre el mundo creado, incluso sobre la misma Eva:
Formó, pues, Jehová Dios de la tierra toda bestia del campo y toda ave de los cielos, y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar; y lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre. Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos y a todo animal del campo; más para Adán no se halló ayuda que fuese idónea para él (Génesis 2:19).
Es aquí donde se puede encontrar una relación con situaciones que parecen cotidianamente comunes, que se levantan como una forma de imaginario colectivo, pero que connotan comportamientos posesivos, discriminatorios y, eventualmente, violentos. Son estas condiciones iniciales la que de una u otra forma van dando justificación a la posición de la mujer en el pueblo de Israel, y que se reflejarán en muchas situaciones, algunas de ellas elevadas a norma, mandato o imperativo, como cuando afirma que Jehová entrega al pueblo las leyes o normas sobre los siervos y el matrimonio:
Y estos son los estatutos que les propondrás: si compras siervo hebreo, seis años servirá, más al séptimo saldrá libre, de balde. Si entró solo, solo saldrá; si tenía esposa, saldrá él y su esposa con él. Si su amo le ha dado esposa y ella le ha dado a luz hijos o hijas, la esposa y sus hijos serán de su amo, y él saldrá solo. Y si el siervo dice: yo amo a mi señor, a mi esposa y a mis hijos, no saldré libre, entonces su amo le llevará ante los jueces, y le acercará a la puerta o al poste, y su amo le horadará la oreja con lezna, y será su siervo para siempre. Y cuando alguno venda a su hija como sierva, ella no saldrá como suelen salir los siervos. Si ella no agrada a su señor, que la había escogido para sí, permitirá que sea rescatada, y no la podrá vender a pueblo extraño por haberla tratado con engaño. Más si la hubiere desposado con su hijo, hará con ella según la costumbre de las hijas. Si toma para sí otra esposa, no le disminuirá su alimento, ni su vestido, ni el deber conyugal. Y si no hace ninguna de estas tres cosas, ella saldrá de gracia sin pagar dinero… Si algunos riñen y hieren a una mujer encinta, y esta aborta, pero sin haber otros daños, el culpable será penado conforme a lo que le imponga el marido de la mujer y pagará lo que juzguen los jueces (Éxodo 21:1).
En este relato, la mujer (esposa) es considerada un objeto sobre la cual se ejerce no solo el dominio sino la absoluta posesión, al punto que la mujer y los hijos del esclavo son propiedad del amo y las hijas pueden ser vendidas como esclavas, o la mujer debe pagar por los beneficios que ha recibido del hombre que ha decidido tomar otra mujer como esposa y así poder ser libre; aún más, es el hombre quien establece el precio que han de pagarle quienes le causen daño a su mujer.
Pero un elemento clave en la configuración del papel de la mujer en los textos bíblicos lo encontramos en el relato del pecado original, en el cual se configuran varias situaciones, entre ellas:
La manera en que la serpiente logró seducir a la mujer (Eva) parece sugerirnos la aparente debilidad psicológica de las mujeres: “Ahora bien, la serpiente era astuta, más que todos los animales del campo que Jehová Dios había hecho” (Génesis 3:1).
La mujer es la causante de la desobediencia (no el hombre) y por ende la culpable que el pecado haya ingresado a la historia de la humanidad, no solo al pecar, sino al hacer pecar al hombre: “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos y deseable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto y comió; y dio también a su marido, el cual comió, así como ella” (Génesis 3:6).
Estas dos situaciones llevan, finalmente, a la sanción impuesta por Dios a cada uno de ellos, serpiente, hombre y mujer; pero cuando se detalla cada una encontramos cierta peculiaridad en el castigo impuesto a la mujer: “A la mujer dijo: multiplicaré en gran manera tus dolores en tus embarazos; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti” (Génesis 3:16). Es a partir de este relato del pecado original que pueden configurarse y se perpetúan en la historia bíblica de Israel tres aspectos que definen el rol tradicional de la mujer.
En primer lugar, Eva es condenada por Dios a tener sus hijos con dolor; es decir, que además de ser la responsable de la descendencia del hombre lo hará con el padecimiento del dolor; así se asigna tradicionalmente a la mujer la principal función de procrear hijos y, por ende, a ser ama de casa. Es por eso que la mujer deberá cumplir su papel fecundo en la procreación de los hijos que garantizarán la descendencia del hombre, hecho que se entiende preceptuado cuando el relato de su creación señala que: “Después, el hombre —Adán— le puso a su esposa el nombre Eva, porque ella sería la madre de todos los que viven” (Génesis 2:20); además, lo vemos ejemplificado en el relato del Génesis, en relación con la situación de Abraham, cuando al no poder tener descendencia su propia esposa le propone tenerla con su esclava:
Sarai, mujer de Abram, no le había dado a luz hijo alguno. Pero ella tenía una sierva egipcia que se llamaba Agar. Entonces Sarai dijo a Abram: “Mira, el Señor me ha impedido tener hijos. Llégate, te ruego, a mi sierva; quizá por medio de ella yo tenga hijos”. Y Abram escuchó la voz de Sarai. Después de diez años de habitar Abram en la tierra de Canaán, Sarai, mujer de Abram, tomó a su sierva Agar la egipcia, y se la dio a su marido Abram por mujer. Y Abram se llegó a Agar, y ella concibió (Génesis 16:1).
En segundo lugar, la mujer es considerada como un ser débil y frágil, por lo que no puede ser social y jurídicamente independiente. Como se observa en el capítulo 38 del libro del Génesis, la mujer que ha quedado viuda puede ser tomada como tal por el hermano del difunto, como si fuese un objeto que forma parte de la sucesión a repartir: “Y Er, el primogénito de Judá, fue malo ante los ojos de Jehová, y le quitó Jehová la vida. Entonces Judá dijo a Onán: llégate a la esposa de tu hermano, y despósate con ella y levanta descendencia a tu hermano” (Génesis 38:7). Situación que, en el libro del Deuteronomio, se configurará como la Ley del Levirato, según la cual:
Cuando habiten hermanos juntos y muera alguno de ellos y no deje hijo, la esposa del muerto no se casará fuera con un hombre extraño; su cuñado se llegará a ella, y la tomará por esposa, y hará con ella parentesco. Y será que el primogénito que ella dé a luz llevará el nombre del hermano muerto, para que el nombre de este no sea borrado de Israel. Y si el hombre no quiere tomar a su cuñada, irá entonces su cuñada a la puerta, a los ancianos, y dirá: mi cuñado no quiere perpetuar el nombre de su hermano en Israel; no quiere emparentar conmigo. Entonces los ancianos de aquella ciudad lo harán venir y hablarán con él; y si él se levanta y dice: no quiero tomarla, se acercará entonces su cuñada a él delante de los ancianos, y le quitará el calzado de su pie, y le escupirá en el rostro, y hablará y dirá: así será hecho al hombre que no edifica la casa de su hermano. Y su nombre será llamado en Israel: la casa del descalzado (Deuteronomio 25:5).
En tercer lugar, tenemos no solo su condición de sumisión y dependencia social y familiar, sino también psicológica y sexual: “Tu deseo será para tu marido” (Génesis 3:16). Desde esta perspectiva, para el pueblo de Israel la mujer debería estar desposada, tener hijos y un primogénito hombre. Toda esta tradición se extendió a los orígenes de la Iglesia cristiana y lo podemos evidenciar en la carta que Pablo le envía a Timoteo, en el que no solo confirma la posición de la mujer por su lugar en la creación, sino su papel en la sociedad judeocristiana:
La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero, después Eva; y Adán no fue engañado, sino la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión. No obstante, se salvará engendrando hijos, si permanece en fe, amor y santidad, con modestia (1 Timoteo 2:12).
Situación que se hace reiterada en la carta a los Efesios:
Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor. Porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia; y él es el salvador del cuerpo. Así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo (Efesios 5:22).
Y en la carta a Tito, cuando exhorta para “que enseñen a las mujeres jóvenes a amar a sus maridos y a amar a sus hijos, a ser prudentes, castas, cuidadosas de su casa, buenas, sujetas a sus maridos, para que la palabra de Dios no sea blasfemada” (Tito 2:2).
Al finalizar este primer apartado puede entonces concluirse cómo para la tradición católica, a partir de algunos de los relatos consignados en sus textos sagrados, la mujer es entendida como objeto, en tanto es considerada inferior al hombre y de su propiedad; situación que le confiere al hombre una condición de superioridad y por tanto un ejercicio de poder. De acuerdo con Inmaculada Jáuregui (2006), quien, al realizar un análisis sobre el fenómeno de la violencia contra las mujeres, desde el contexto social, estructural y cultural, encuentra que Hannah Arendt:
Realizó un estudio sobre las bases teóricas de la violencia, concluyendo que la violencia es la expresión más contundente del poder y que surge de la tradición judeocristiana y de su imperativo concepto de ley. En este sentido, la violencia se enraíza en lo más profundo y original de nuestra sociedad occidental, esto es, en los principios más antiguos que fundaron nuestro pensamiento (p. 1).
VIOLENCIA Y DISCRIMINACIÓN CONTRA LAS MUJERES EN COLOMBIA DURANTE LOS AÑOS 2014 - 2017
La violencia de la pareja contra las mujeres se manifiesta en hechos que van desde la discriminación, el maltrato hacia las esposas, compañeras sentimentales y sus hijas, hasta el delito de feminicidio. Según Munévar (2011): “La investigación social, en sus corrientes feministas, está contribuyendo a develar los trasfondos ideológicos de la violencia estructural que recae sobre el cuerpo de la mujer, atenta contra su integridad ciudadana y termina con su vida” (p. 137). Para efectos de esta segunda parte, se realizará un análisis comparativo de algunos factores en relación con la violencia de pareja contra la mujer en Colombia en el periodo comprendido entre los años 2014 y 2017; para ello, nos apoyaremos en los datos arrojados por el informe anual Forensis 2017 (INMLCF, 2018) y el informe que la Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer presenta anualmente al Congreso de la República, sobre el seguimiento a la implementación de la ley 1257 de 2008.
De acuerdo con el informe Forensis 2017:
La violencia doméstica proviene de estructuras sociales, económicas, políticas y culturales desigualitarias e injustas. No se trata de un fenómeno nuevo, pero su reconocimiento como problema social sí es relativamente reciente. Para que la violencia ejercida contra las mujeres en el hogar haya trascendido desde el ámbito privado al ámbito público, ha sido necesario que las mujeres paguen un alto precio, pues han sido numerosas las víctimas que han muerto a causa de este tipo de violencia (INMLCF, 2018, p. 15).
Son numerosos los casos de violencia de pareja y feminicidio en los cuales la causa alegada o probable son causas pasionales, es decir, agresiones que tienen como posible origen la mentalidad machista transmitida —entre otros factores importantes— por la cultura religiosa, en la cual la mujer no es libre, no tiene el poder para autodeterminarse y se le considera incapaz de tomar decisiones acertadas. De acuerdo con el informe Forensis 2017, para ese año, el 70,77% de los casos reportados de violencia de pareja y agresión contra las mujeres fueron por causa de la intolerancia y el machismo, mostrando un alto incremento respecto al comportamiento presentado entre el 2014 y el 2016, que estuvo en un promedio aproximado del 48%; y teniendo una diferencia significativa frente a otras causales como los celos, que desciende a un porcentaje del 14,48% en el 2017, cuando tuvo un 32,83% en el 2014, un 37,15% en el 2015, un 35,85% en el 2016; más significativo aún, su inferioridad frente a situaciones asociadas con los efectos de la droga o el alcohol que para el 2017 fue del 9,78% frente a un 15,51% en los años anteriores; es decir, que mientras los celos y las sustancias psicoactivas van disminuyendo su tasa de influencia, la intolerancia y el machismo van en aumento, como se puede apreciar en la siguiente figura.
No sin razón, la intolerancia y el machismo son los factores más comunes, en tanto se asocian al lugar donde ocurren estos hechos, con un porcentaje más o menos estable del 73,86% en el 2014 y un 72,38% en el 2017. Es al interior de la misma vivienda de la víctima donde ocurren estos hechos, siendo el politraumatismo, el trauma facial y el trauma de las extremidades los daños más significativos en las agresiones contra las mujeres, con porcentajes muy similares en dichos años. Todo ello sumado a que el principal causante de la agresión, como lo podemos observar en la figura anterior, es el compañero, con un porcentaje del 47,29% en el 2014 y un 45,11% en el 2017.
Cuando el INMLCF realiza una comparación de reporte de casos de violencia contra las mujeres, en el periodo comprendido entre los años 2008 a 2017, en su informe, encuentra que:
El mayor número de casos se presentó en el año 2009 (61.131), con posterior tendencia al descenso, que alcanza su mínimo en el año 2013, con 44.743 casos. Sin embargo, a partir del año 2014 se observa un incremento que tiende a mantenerse hasta el año 2016 y una disminución en 635 casos durante el año 2017, siendo las mujeres las principales víctimas durante todo el decenio, lo que evidencia que se trata indiscutiblemente de violencia de género (INMLCF, 2018, p. 294).
Y es precisamente el informe Forensis 2017 (INMLCF, 2018) el que nos reporta que el 70,77% de los casos de violencia y agresión contra las mujeres fueron por causa de la intolerancia y el machismo; así se evidencia entonces la perpetuación de una cultura que, desde su configuración como grupo socialmente constituido, se caracterizó por ser tradicionalmente patriarcal y machista; cultura que se expandió por buena parte del antiguo continente y que luego hace su aparición en América, con todo el proceso de colonización del nuevo mundo y con el que se difundió la tradición cristiana a través de las orientaciones de la Iglesia católica y sus representaciones; algunas de ellas permiten defender posiciones en las cuales:
La mujer es un objeto que se posee, la violencia es un medio para mantener el poder, a su vez la mujer como figura que cuida es una representación del amor como amor romántico que todo lo aguanta, además la mujer como figura sumisa frente al hombre dominante, en la que se establecen creencias arraigadas respecto a la familia ideal (INMLCF, 2018, p. 529).
La Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, al presentar su informe sobre el seguimiento a la implementación de la ley 1257 de 2008, haciendo referencia a los casos de violencia contra las mujeres, reporta que en el año 2014 se presentaron 8.089 casos, mientras que en el informe del 2017 aparecen 39.173 casos, lo que representa un significativo incremento; lo más destacado es que a la hora de hacer el análisis cualitativo, en torno a las posibles razones para que se diera esta situación, no dudan en afirmar que:
Una vez nombradas y reconocidas las violencias de género y las diferentes formas de violencias que mujeres y niñas afrontan de manera sistemática a lo largo de sus vidas, es necesario reconocer y comprender que este tipo de violencias no son producto de una manifestación biológica o natural, sino que responden a una estructura de género que se traduce en un sistema de discriminación como el sexismo, el cual posiciona a los sujetos femeninos en un lugar de inferioridad respecto a la hegemonía masculina imperante. Dicho de otra manera, las violencias que se ejercen contra los sujetos feminizados, por lo general, las niñas y las mujeres, son el resultado de un sistema de discriminación intemporal cuyo origen es una estructura sociocultural de naturaleza patriarcal, la cual atribuye a las mujeres una posición social específica y distinta a la que es otorgada a los hombres (Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, 2018, p. 3).
Lo preocupante del caso es que el mismo informe relaciona las acciones que desde diferentes estamentos gubernamentales se han adelantado para garantizar a las mujeres una vida libre de violencia; entre algunos de estos estamentos se nombran el Ministerio de Relaciones Exteriores, la Policía Nacional, la Procuraduría General de la Nación, el Consejo Superior de la Judicatura, la Defensoría del Pueblo, la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales de Colombia (DIAN), el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), el Ministerio de Cultura, el Ministerio de Salud y Protección Social (MSPS) y el Ministerio de Educación, entre otros, como organismos que han implementado toda una serie de planes y proyectos tendientes a mitigar los efectos causados en las mujeres (atención a víctimas) y campañas de prevención de la violencia; sin embargo, las cifras cada vez son mayores, lo que podría denotar una ineficiencia en las estrategias o un mal enfoque en las acciones y destinatarios de las mismas. En tal sentido, afirma la Consejería (2018) que:
Sin embargo, el Estado colombiano aún debe enfrentar tres importantes desafíos, tres importantes factores que impiden la transformación social y la erradicación de todas las formas de violencias de género que se dirigen hacía todas las mujeres y sujetos feminizados. El primero, y más común, está relacionado con el hecho de que las diferentes formas de violencias de género, que incluyen la violencia psicológica, sexual, física y económica o patrimonial, se encuentran aún naturalizadas en la sociedad colombiana, es decir, hombres y mujeres perciben estas diferentes formas de violencias como un instrumento que permite garantizar la sumisión de las últimas y, por tanto, conservar un orden social que evita la trasgresión del sistema patriarcal y garantiza la continuidad de un orden tradicional de valores impuesto por razón del género. El segundo está relacionado con el tipo de acciones que, desde la institucionalidad, se han adelantado con el propósito de promover los derechos humanos de las mujeres y garantizarles una vida libre de violencias. Estas acciones se centran, principalmente, en procesos y servicios de atención en salud, programas de protección y promoción de diferentes derechos que, si bien buscan restablecer los derechos de las niñas y mujeres víctimas de violencias, no impactan directamente la estructura de poder de género sobre la cual se afianza el sexismo y el machismo. El tercero se encuentra fundamentado en cómo se perciben las violencias de género y el lugar de ocurrencia de estas (p. 4).
LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES A LA LUZ DEL ORDENAMIENTO JURÍDICO
La violencia de pareja contra las mujeres es inadmisible en un país como Colombia, que en su Constitución Política se declara como un Estado Social de Derecho, donde debe existir una clara política estatal que no solo sancione sino que prevenga las conductas violentas, además que evite que dichas conductas sean repetitivas en aquellos individuos sancionados por cometerlas, ya que este tipo de comportamientos: “Afectan profundamente los derechos humanos de las mujeres, reproducen la violencia” y hacen que un alto porcentaje de mujeres en Colombia carguen el lastre de una situación de violencia sistemática al interior de su familia y de la sociedad (Munévar, 2011, p. 138).
Es por esto que debe considerarse no solo la responsabilidad clara del legislador (quien, ante el aumento de las situaciones en las cuales muchas mujeres han sido violentadas y asesinadas, ha debido emitir una serie de normas que regulen penalmente este tipo de comportamientos) sino la necesidad de intervención por parte de todos los estamentos del Estado, en tanto se deben instaurar políticas y acciones educativas de promoción y prevención contra la violencia de género que puedan ser aplicadas por las entidades encargadas de dar trámite a este tipo de situaciones, como las comisarías de familia, la Fiscalía, el ICBF, en forma preventiva (evitando así la proliferación de sucesos de violencia) y correctiva (en los procesos de resocialización de los sancionados), y que tengan como punto de partida un análisis sociológico de las raíces culturales de la violencia ejercida por los hombres contra las mujeres.
Si bien es cierto que con la Constitución de 1991 Colombia consolidó todo un proceso previo de reconocimiento de los derechos de la mujer, un breve recorrido histórico por la normativa anterior a la Carta Política del 91 nos permitirá rastrear algunos vestigios de toda esta tradición enmarcada en una visión patriarcal y machista de la sociedad, auspiciada —al menos en parte— por la tradición católica y que se insertan en la legislación colombiana en tanto perteneciente a la familia jurídica romano-germánica. Para ello, y en aras de ser concisos, nos remitimos a la ley 57 de 1887 o Código Civil, y al igual que se hiciera con la Biblia, mostraremos solo algunos artículos en los cuales se ve claramente la forma como la misma norma otorgaba al hombre unos privilegios no solo sobre la mujer, sino también sobre sus bienes.
Iniciaremos citando la ley 57 de 1887, artículo 87 (derogado por el artículo 70 del decreto 2820 de 1974), según el cual “la mujer casada sigue el domicilio del marido”, es decir, la mujer casada no solo pasa de la patria potestad de su padre a la patria potestad de su marido, sino que además pierde la autonomía para determinar su propio domicilio; en tal sentido, es la mujer la que está obligada a vivir con el marido y como tal debe seguirlo a donde este establezca su domicilio. Situación que se ratifica en el artículo 178: “El marido tiene derecho para obligar a su mujer a vivir con él y seguirle a donde quiera que traslade su residencia”.
De igual forma, observamos que en el artículo 154 (artículo modificado por el artículo 6 de la ley 25 de 1992) se establecía como una causal de divorcio el adulterio en la mujer, pero respecto del hombre solo se considera el amancebamiento; en tal sentido, el adulterio estaría equiparado a la prostitución, mientras el amancebamiento hace referencia a una relación estable con otra mujer que no es la propia, más en el hombre no es sinónimo de prostitución.
En cuanto a la potestad del hombre sobre la mujer, en el artículo 177 (derogado por el literal c) del artículo 626 de la ley 1564 de 2012) se definía que: “La potestad patrimonial es el conjunto de derechos que las leyes conceden al marido sobre la personas y bienes de la mujer”. Vemos entonces que la mujer casada es considerada una persona incapaz, en tanto no puede administrar sus propios bienes. Hecho que se ratifica en el artículo 180, según el cual: “Por el hecho del matrimonio se contrae sociedad de bienes entre los cónyuges y toma el marido la administración de los de la mujer”.
Retomando la condición de incapacidad a la que se ve sometida la mujer adulta, por el hecho de ser casada, encontramos el artículo 181 (subrogado por el artículo 5 de la ley 28 de 1932), en el que se preceptuaba que “sin autorización escrita del marido no puede la mujer casada comparecer en juicio, por sí, ni por procurador, sea demandado, o defendiéndose”, a lo que se suma el artículo 182 (derogado por la ley 28 de 1932) que establecía que: “La mujer no puede, sin autorización del marido, celebrar contrato alguno, ni desistir de un contrato anterior, ni remitir una deuda, ni aceptar o repudiarn una donación, herencia o legado, ni adquirir a título alguno oneroso o lucrativo, ni enajenar, hipotecar o empeñar”.
Y el artículo 185 (derogado por la ley 28 de 1932) en el que se ratifica que “la autorización del marido puede ser general para todos los actos en que la mujer la necesite, o especial para una clase de negocios o para un negocio determinado”.
Disposiciones similares a estas regulan también la capacidad de la mujer para desempeñarse laboral y profesionalmente, ya que el artículo 195 (artículo derogado por la ley 28 de 1932, la cual introdujo reformas al régimen patrimonial del matrimonio que suprimieron la potestad marital) establecía que:
Si la mujer casada ejerce públicamente una profesión o industria cualquiera (como la de directora de colegio, maestra de escuela, actriz, obstetriz, posadera, nodriza) se presume la autorización general del marido para todos los actos y contratos concernientes a su profesión o industria, mientras no intervenga reclamación o potestad de su marido, notificada de antemano al público, o especialmente al que contratare con la mujer.
De esta forma podríamos extendernos en otros artículos más de la citada ley, como el artículo 208, en el que se estipula que a “la mujer separada de bienes se dará curador para la administración de los suyos, en todos los casos en que siendo soltera necesitaría de curador para administrarlos”, y, finalmente, el artículo 288 en el que, al definir la patria potestad, la enuncia como el “conjunto de derechos que la ley da al padre legítimo sobre sus hijos no emancipados. Estos derechos no pertenecen a la madre” (cursiva fuera de texto). Los hijos de cualquier edad no emancipados se llaman hijos de familia, y el padre, con relación a ellos, “padre de familia”; es decir, la mujer no puede ejercer patria potestad en tanto los hijos pertenecen al padre, tal y como sucedía en la famulus romana con la figura del pater familias, y desconociéndose el rol de madre de familia a la mujer.
Sin embargo, toda esta condición ha cambiado notablemente, antes y después de la Constitución de 1991; es así como se han expedido leyes que han reconocido derechos civiles y políticos a las mujeres, como la ley 28 de 1932 sobre reformas civiles (régimen patrimonial en el matrimonio), que le otorgó a las mujeres casadas capacidad, aunque limitada, para administrar los bienes propios y los de la sociedad conyugal. Por su parte, el acto legislativo 1 de 1936, en su artículo 8, autorizó a la mujer para desempeñar cargos públicos. Mediante el acto legislativo 3 de 1954 se reconoció el derecho al voto por parte de las mujeres, aunque solo a partir de 1957 tuvo el derecho a elegir y ser elegida. El decreto 2820 de 1974 les otorgó iguales derechos a las mujeres y a los hombres. La ley 50 de 1990 otorga protección a la maternidad y prohíbe el despido laboral por motivo de embarazo o lactancia, la ley 54 de 1990 reconoce la unión marital de hecho y la sociedad conyugal entre compañeros permanentes, y la ley 823 de 2003, o Ley de Igualdad de Oportunidades para la Mujer, plantea, en su artículo 2, como su objeto, “garantizar a la mujer el pleno ejercicio de sus derechos, el desarrollo de su personalidad, aptitudes y capacidades”, y en su artículo 3 afirma que tiene como fundamento el “reconocimiento de la igualdad jurídica de la mujer para todos los actos y negocios jurídicos, por lo que las leyes que aún mantengan normas que excluyan o atenúen su capacidad jurídica son consideradas como discriminatorias a los efectos de esta”.
Si nos ubicamos en el marco de las políticas internacionales de protección de los derechos humanos, a partir de la Constitución de 1991 Colombia ha integrado, en su ordenamiento jurídico, los tratados internacionales sobre eliminación de la violencia y discriminación contra las mujeres, elevándolos a la categoría de norma interna.
Entre estas normas tenemos la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, aprobada por Colombia mediante la ley 51 de 1981; la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, o Convención de Belem do Pará, aprobada en 1996 y ratificada por Colombia con la ley 248 de 1997; el Convenio 100 de la Organización Internacional del Trabajo de 1951 en el que se reconoce el derecho a la igualdad en la remuneración, tanto para hombres como para mujeres, por un trabajo de igual valor, aprobada mediante la ley 54 de 1962, y el Protocolo Facultativo de la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, aprobado por Colombia a través de la ley 984 de 2005.
Pero es con la Constitución de 1991 cuando en algunos de sus articulados se hace un reconocimiento explícito de la necesidad y obligación del Estado en la protección de los derechos de la mujer, desde el enfoque de equidad de género. Es así como en el artículo 13 se reconoce que:
Todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, recibirán la misma protección y trato de las autoridades y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades sin ninguna discriminación por razones de sexo, raza, origen nacional o familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica. El Estado promoverá las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva y adoptará medidas en favor de grupos discriminados o marginados (Congreso de la República, 1991).
Igualmente, en su artículo 40 establece que “todo ciudadano tiene derecho a participar en la conformación, ejercicio, control del poder político. Para hacer efectivo este derecho las autoridades garantizarán la adecuada y efectiva participación de la mujer en los niveles decisorios de la Administración Pública”. Así mismo, al hablar de la conformación de la familia, en el artículo 42 señala que: “Las relaciones familiares se basan en la igualdad de derechos y deberes de la pareja y en el respeto recíproco entre todos sus integrantes”, a la vez que condena “cualquier forma de violencia en la familia se considera destructiva de su armonía y unidad, y será sancionada conforme a la ley” (República de Colombia, 1991).
El artículo 43, por su parte, señala que: “La mujer y el hombre tienen iguales derechos y oportunidades. La mujer no podrá ser sometida a ninguna clase de discriminación”; y otros como el artículo 53 en el que exige al Congreso expedir un estatuto del trabajo en el que se tendrá en cuenta, entre sus principios mínimos fundamentales, la protección especial a la mujer y la maternidad.
En desarrollo de estos requerimientos constitucionales, el legislador ha expedido normas como la ley 823 de 2003, por la cual se dictan normas sobre igualdad de oportunidades para las mujeres; la ley 1257 de 2008, en la cual se dictan normas de sensibilización, prevención y sanción de formas de violencia y discriminación contra las mujeres y se reforman los Códigos Penal, de Procedimiento Penal y la ley 294 de 1996; la ley 1542 de 2012, por la cual se dictan normas de sensibilización, prevención y sanción de formas de violencia y discriminación contra las mujeres y se reforman los Códigos Penal y de Procedimiento Penal. Sin embargo, como podemos observar, la mayoría de estas normas se limitan a enunciar una serie de situaciones ideales en las cuales la mujer podría desarrollarse como persona, en unas condiciones en las que su dignidad de ser mujer sería la razón suficiente, no solo para respetarla, sino para darle un lugar privilegiado en muchas circunstancias de la vida social.
Lastimosamente, a pesar del demostrado interés legislativo por regular los efectos de la discriminación y violencia de pareja contra la mujer, como se pudo evidenciar a través de los resultados presentados en el apartado anterior, la situación de la mujer en Colombia sigue siendo precaria, al punto que ser mujer se ha convertido en un riesgo social. Ante esta situación, el legislador no ha tenido más opción que emitir una serie de normas sancionatorias, que a la fecha tampoco han sido eficientes; no sin razón, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), al pronunciarse sobre la situación de las mujeres en Colombia, afirma que:
Se han promulgado numerosas leyes nacionales para prevenir y sancionar la violencia contra las mujeres, como la Ley 1257 de 2008. No obstante, las cifras siguen siendo alarmantes […] La violencia se agrava en países en conflicto como Colombia. Los efectos de la violencia contra la mujer y de la violación de sus derechos humanos en tal contexto los experimentan mujeres de todas las edades. Son víctimas de actos de amenazas, asesinato, terrorismo, torturas, desapariciones involuntarias, esclavitud sexual, violaciones, abuso sexual, embarazos y abortos forzados ((Organización de las Naciones Unidas, 2015).
Es así como encontramos una serie de normas significativas, como la ley 882 de 2004 o “Ley de ojos morados”, en la que se penaliza el delito de violencia intrafamiliar; la ley 1010 del 2006, en la que se regulan y se sancionan conductas de discriminación y violencia contra las mujeres, desde la perspectiva del acoso laboral y el acoso sexual; la ley 1542 del 2012, en la que se hace una reforma al Código de Procedimiento Penal en tanto los presuntos delitos de violencia contra la mujer ya no tendrán carácter de querellables y desistibles, como tampoco los delitos de violencia intrafamiliar e inasistencia alimentaria; la ley 773 de 2016 o “Ley Natalia Ponce de León”, por la cual se crea el artículo 116 que establece las lesiones con agentes químicos, ácido y sustancias similares como un nuevo delito, se modifican los artículos 68A, 104, 113, 359 y 374 de la ley 599 de 2000 y se modifica el artículo 351 de la ley 906 de 2004. De acuerdo con el articulado de esta última ley, la pena máxima agravada, que antes era de 25 o 26 años, ahora irá desde los 30 años si se causa deformidad o daño permanente, hasta los 50 años si el ataque es contra una mujer o un menor de edad. Finalmente, podemos citar la ley 1761 de 2015, o “Ley Rosa Elvira Cely”, en la cual se crea el nuevo tipo de feminicidio delito en el Código Penal, que se define como causar la muerte a una mujer por el hecho de ser mujer o por motivo de identidad de género.
A pesar de las penas drásticas que prevén estas normas, lo cierto es que la violencia de pareja, los ataques con ácido o los casos de feminicidio no han mostrado una disminución significativa; así lo evidencia el informe Forensis 2017 (INMLCF, 2018):
Según la información del Boletín Epidemiológico de Violencia de Género del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses —que comparte los datos de los años 2014, 2015 y 2016—, se tiene que aunque en el año 2015 se presentaron 140 casos menos que en el 2014, 2016 presenta un aumento de casos registrando 731 mujeres asesinadas hasta el momento del estudio… Respecto a la violencia intrafamiliar, el Sistema Médico Legal colombiano ha reportado desde 2007 a 2016 unos 527.284 casos atendidos en el contexto de violencia de pareja. El 86 % de los casos fue por violencia contra la mujer con una tasa de 213,48 por 100.000 habitantes… Se revisan las cifras de homicidio de mujeres según departamento del hecho, y de acuerdo con el INMLCF, durante los últimos tres años (2014, 2015 y 2016) Valle del Cauca ocupa el primer lugar en cuanto a los departamentos con mayor número de homicidios de mujeres, con 159 casos durante 2014, 146 en 2015 y 152 en 2016. La diferencia es significativa respecto a Bogotá porque ocupa el segundo lugar con 93, 97 y 88 casos en los años 2014, 2015 y 2016 respectivamente. Sin embargo, las cifras de la capital también son relevantes ya que tratándose de una única ciudad registra 25 casos más que todo el departamento de Antioquia, que ocupa el tercer lugar (p. 533).
Si se confronta el panorama jurídico, respecto a los resultados aportados por el INMLCF, se puede pensar que la solución a la violencia de pareja contra las mujeres no se encuentra en el establecimiento de normas en las cuales se haga explícito el reconocimiento de sus derechos, como tampoco la promulgación de leyes punitivas con las cuales se reconozca la discriminación y la violencia como delitos y así proceder a endurecer las penas y sanciones impuestas a los agresores, ya que en última instancia parece ser que detrás del agresor se tiene todo un imaginario colectivo, un andamiaje cultural que impide que todas estas medidas sean eficaces en cuanto logran la disminución de casos presentados.
Así lo establecen las profesoras Gloria Cardona y Daniela Onofre (2017) cuando afirman que: “Es en el sistema de contextos culturales donde se evidencian en mayor medida las características, creencias, actitudes y representaciones sociales que se utilizan para justificar y perpetuar la violencia contra las mujeres, tanto en el ámbito privado como en el público” (p. 528).
En su artículo, las autoras hacen referencia a la última Encuesta Nacional de Demografía y Salud (ENDS) realizada en el año 2015, en la cual se indagó a un grupo representativo de hombres y mujeres sobre cinco afirmaciones con las cuales se pretendía medir el nivel de subvaloración de las mujeres. A partir de las respuestas recibidas y tabuladas se pudo establecer que:
Las representaciones sociales de subvaloración de la mujer respecto al hombre; [sic] como se puede evidenciar, en general, los hombres tienen más arraigadas este tipo de creencias, esta situación puede estar relacionada con un trato violento, de dominación masculina, subvaloración de las mujeres y el refuerzo de la representación de los roles que ejercen hombres y mujeres que justifican la violencia en las relaciones de pareja (Cardona y Onofre, 2017, p. 535).
Desde esta perspectiva, cabe entonces preguntarnos ¿cuál puede ser una posible forma de intervenir la cultura, de modo que la normativa tenga los resultados esperados? Para dar una posible respuesta a esta inquietud nos apoyaremos en la propuesta de intervención que hace la doctora Cristina Oddone (2017), socióloga del programa Violence Against Women Division del Consejo Europeo, quien hace un interesante planteamiento de cómo enfocar el problema desde el reconocimiento de la configuración social de la masculinidad:
Los estudios sobre masculinidades profeministas, las experiencias prácticas con hombres a fin de prevenir la violencia contra las mujeres, junto con una investigación cualitativa sobre los perpetradores, muestran la posibilidad de un cambio social, aunque también destacan la necesidad de una transformación estructural radical en la construcción cultural de los géneros para prevenir esta grave violación de los derechos humanos de las mujeres (p. 145).
Según la autora, en el año 2006 la ONU insta a todos los estamentos privados y gubernamentales para que en los proyectos de prevención contra la violencia de género se incluya directamente a los hombres, especialmente a aquellos que han sido sancionados por este tipo de comportamientos. Es así como destaca proyectos como:
El programa Emerge (Abusive Education Program), fundado en Boston en 1977, que se propuso como objetivo poner fin a los comportamientos agresivos de los autores de la violencia.
El modelo Duluth, implementado en 1980 en Minnesota y que se basó en un modelo de intervención psicoeducativa.
El programa Alternative To Violence (ATV), implementado en 1987 en Oslo (Noruega), y que utilizaba la terapia de comportamiento dialéctico.
El Programa H del instituto Promundo, de Brasil, que moviliza las creencias y valores en los hombres con el fin de potenciar su concientización sobre el problema de la violencia de género y promover su participación activa en la lucha contra la violencia de género.
A través de todos estos proyectos, afirma Oddone, se ha logrado la consolidación de redes de apoyo y se han desarrollado eventos internacionales como el seminario “Therapeutic Treatment of Men Perpetrators of Domestic Violence Within the Family”, celebrado en Estrasburgo en el año 2004, así como la elaboración de proyectos y programas para incluir directamente a los hombres en las políticas de prevención contra la violencia hacia las mujeres; hecho que de alguna manera cambia su esquema cultural de machismo:
Pese a la carga de sufrimiento y de malestar que conlleva, la violencia funciona como una forma de arraigo de la identidad de hombre y como confirmación de su estabilidad. A raíz de la toma de conciencia de su propia responsabilidad en el ejercicio de la violencia, los hombres se encuentran desorientados, ajenos a sí mismos, aparentemente en shock por la pérdida de su centralidad y de sus referencias. Este proceso representa la brecha para cuestionarse a sí mismos; con el tiempo, y a través de continuas dificultades y resistencias, muchos de ellos deciden reorganizar sus vidas sin recurrir a la violencia (Oddone, 2017, p. 161).
No puede dejar de mencionarse el diplomado “Hombres cuidadores de vida: modelo de sensibilización y formación en masculinidades género-sensibles y prevención de las violencias hacia las mujeres” desarrollado por la Alcaldía de Medellín y la Secretaría de las Mujeres en el año 2012, con el cual se buscó:
Capacitar a los hombres en equidad de género y prevención de las violencias, era una demanda insistente de los grupos de mujeres. El cambio de mentalidad, en términos de género sensitividad, les favorece a ellos directamente y a las mujeres indirectamente; es decir, favorece a toda la ciudadanía. La formación educativa mediante la estrategia de pares es muy efectiva, y en este caso, los mensajes difundidos “de hombres para hombres” sobre la erradicación de las violencias contra las mujeres tendrán impacto a través de su desempeño laboral individual o desde su acción comunitaria en las diferentes organizaciones sociales a las que pertenecen (Geldres, 2013, p. 15).
Al decir de Céspedes (2011):
Poner en evidencia los compromisos de género de un Estado no es un ejercicio simplemente teórico, sino un método para entender cuáles son los arreglos entre hombres y mujeres que avala el Estado y que se van a reflejar en políticas públicas, apropiaciones presupuestales, actuar legislativo (p. 413).
El problema de la violencia social y sistemática contra la mujer no puede seguir siendo un asunto de instancias judiciales, debe ser prioridad de toda la estructura estatal, especialmente aquella encargada de la formación y educación de hombres y mujeres, de modo que las consecuencias sociales que la violencia conlleva para la mujer se vean disminuidas, especialmente desde el punto de vista cultural, ya que es la impotencia femenina ante su agresor y la impunidad que enmarca la negativa de muchas de ellas para denunciar al agresor lo que ha llevado al incremento de casos de mujeres víctimas de delitos como el homicidio.
CONCLUSIONES
Al finalizar este ensayo hemos logrado desarrollar algunas ideas importantes en torno a cómo la tradición católica, desde la interpretación realizada a algunos de sus textos, especialmente en los relatos de la creación, ha tenido una significativa influencia en la conformación del rol de la mujer en la familia tradicional colombiana, y una posible relación con la justificación de la violencia de pareja al interior de esta; análisis que hemos realizado desde la perspectiva cualitativa, con un enfoque sociojurídico, y a partir del método hermenéutico teológico-existencial propuesto por Karl Barth, para lo cual se ha realizado un breve recorrido por algunos textos bíblicos y la normativa colombiana en torno a la familia, pero en especial desde los datos suministrados por el informe Forensis 2017 (INMLCF, 2018), que ha dejado al descubierto la preocupante situación de discriminación y violencia que viven las mujeres en Colombia, y que podemos sintetizar en los siguientes elementos:
Desde el punto de vista de la teoría criminológica de Emile Durkheim, la influencia que ejerció, y ejerce históricamente, el catolicismo a través de los sistemas educativos en la conformación de las relaciones familiares y los roles sociales de las personas en aquellos territorios que fueron directamente influenciados por su tradición, como es el caso de España y Latinoamérica, han incidido muy probablemente en los imaginarios sociales y los estereotipos que generan discriminación y violencia contra la mujer. Como se ha mostrado en la primera parte de este trabajo, el mismo texto bíblico, sobre el que se estructura el orden social y familiar profesado por la Iglesia católica y sus enseñanzas, que suelen tomarse como modelo de conducta de todo buen cristiano, legitiman muchos de los actos de discriminación que a diario padecen las mujeres.
Es así como a través de la interpretación y análisis de los textos bíblicos seleccionados se pudieron evidenciar algunos relatos y prácticas culturales que nos permiten caracterizar la tradición judeocristiana como una cultura patriarcal, en la que la mujer, además de su papel de madre, es víctima de tipos muy específicos de discriminación y violencia por su condición de mujer, y que se sintetizan en tres aspectos. En primer lugar, la mujer se encuentra en una condición secundaria en cuanto a su posición social, puesto que el papel principal lo debe ocupar el hombre por ser creado primero que Eva. En segundo lugar, se encuentra subyugada al hombre, ya que ha sido creada a partir de una parte del cuerpo de Adán, lo que lo hace su dueño. Y en tercer lugar, la debilidad ante la tentación de la serpiente: ya que siendo la mujer la causante de la desobediencia (no el hombre) y por ende la culpable de que el pecado haya ingresado a la historia de la humanidad, no solo al pecar, sino al hacer pecar al hombre, es quien recibe de Dios la carga de castigo más grande al asignarle la función de dar a luz y estar sometida al deseo de su esposo.
Son numerosos los casos de violencia de pareja, violencia sexual, agresión social y feminicidio en los que la mujer ha sido víctima de discriminación y agresiones como consecuencia de la mentalidad machista; así se pudo evidenciar a través de los diferentes datos estadísticos aportados por el informe Forensis 2017 (INMLCF, 2017), en el que se demuestra que las motivaciones para estos hechos son los celos, la intolerancia y el machismo; a la vez que reconoce que estas situaciones de violencia contra la mujer provienen de estructuras sociales, económicas, políticas y culturales desiguales e injustas, en las que el hombre solo busca ejercer su autoridad y mantener su hegemonía de poder.
A partir de la Constitución de 1991 Colombia se ha declarado como un Estado Social de Derecho, en el cual se protegen los derechos fundamentales de las personas; sin embargo, no siempre ha sido así. En la historia de su normativa se pudo encontrar cómo la ley 57 de 1887, Código Civil, refleja en varios de sus artículos la influencia de la tradición judeocristiana, al considerar a la mujer como no emancipada de la patria potestad del hombre, al negarle el dominio sobre sus bienes, sobre sus hijos y su propia voluntad.
A pesar de sus esfuerzos por cambiar esta situación, como lo refleja la expedición de normas en favor de la mujer, como la ley 28 de 1932, la adhesión y ratificación de varios tratados internacionales, entre ellos la Convención de Belém do Para en 1996, y a pesar del demostrado interés legislativo por regular los efectos de la discriminación y violencia contra la mujer, como se pudo evidenciar a través de los resultados presentados en este ensayo, la situación de la mujer en Colombia sigue siendo precaria, al punto que ser mujer se ha convertido en un riesgo social. Es por ello que el legislador se ha visto abocado a emitir una serie de leyes con las cuales se pretende castigar a quienes ejercen la violencia contra la mujer, aunque todo este esfuerzo ha sido insuficiente en la medida en que los datos arrojados por el informe Forensis 2017 (INMLCF, 2018) muestran cómo las denuncias por hechos de violencia se han incrementado ostensiblemente en los últimos años.
Si se confronta el panorama jurídico con respecto a los resultados aportados por el citado informe, podríamos entonces pensar que la solución a la violencia de pareja contra las mujeres no se encuentra en el establecimiento de normas en las cuales se haga explícito el reconocimiento de sus derechos, como tampoco la promulgación de leyes punitivas con las cuales se reconozca la discriminación y la violencia como delitos, y así proceder a endurecer las penas y sanciones impuestas a los agresores, sino, en última instancia, parece ser que detrás del agresor se tiene todo un imaginario colectivo, un andamiaje cultural que impide que a pesar de la aplicación de todas estas normas y medidas pueda alcanzar el objetivo planeado.
Frente a esta situación, algunos teóricos, como la doctora Cristina Oddone (2017), hacen un interesante planteamiento al proponer que una posible vía de solución a esta problemática no se encuentra por el camino sancionatorio, sino en enfocar el problema desde la intervención de la configuración sociocultural de la masculinidad; es decir, que es necesario enfocarse en la elaboración de proyectos y programas en los que se incluyan directamente a los hombres en las políticas de prevención contra la violencia hacia las mujeres, de modo que puedan cambiarse tres imaginarios colectivos que enmarcan la problemática cultural de la violencia de género en Colombia, como son: la naturalización de la violencia como instrumento que permite conservar un orden social fundado en las diferencias de género; el tipo de acciones institucionales o de Estado que solo operan para atender a las mujeres cuando ya han sido víctimas de violencia, y no en programas de protección y promoción de los derechos de las mismas, y la costumbre de la sociedad colombiana a las manifestaciones de violencia de género, viendo como algo normal que los hogares sean el lugar común en donde ocurren dichas situaciones.
Desde este punto de vista de la intervención, podría pensarse en la posible vinculación del derecho con la psicología, en especial con la neurociencia, ya que a través de su trabajo conjunto es como se puede entender y analizar el perfil y el comportamiento del violento, el comportamiento de los hombres que ejercen la violencia contra las mujeres, ya que las formas de agresión estarían directamente relacionadas con factores como la personalidad, los valores, y, en especial, con el contexto sociocultural del agresor, en el que está incluida indudablemente la influencia de la tradición religiosa. No sin razón Eduardo Galeano, cuando escribió el prólogo de la canción Nunca más a mi lado, 5 compuesta por Emiliano Brancciari e interpretada por la banda de música No Te Va Gustar, nos legó las siguientes palabras:
Hay criminales que proclaman tan campantes “la maté porque era mía”, así no más, como si fuera cosa de sentido común y justo de toda justicia y derecho de propiedad privada, que hace al hombre dueño de la mujer. Pero ninguno, ninguno, ni el más macho de los supermachos tiene la valentía de confesar “la maté por miedo”, porque al fin y al cabo el miedo de la mujer a la violencia del hombre es el espejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo.
Referencias
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Notas