ARTÍCULOS DE INVESTIGACIÓN
Recepción: 20 Junio 2019
Aprobación: 15 Agosto 2019
Publicación: 30 Diciembre 2019
Resumen: El presente artículo busca explicar el proceso de insurrección de la guerrilla del Partido de los Pobres, liderada por el maestro rural Lucio Cabañas Barrientos, en Atoyac, Guerrero (México). El enfoque de esta investigación busca estudiar las violencias culturales y sociales cotidianas como parte de un proceso histórico que conformó el fenómeno de la violencia política-caciquil. El problema-eje de esta investigación será la contrarreforma agraria, iniciada durante los años cuarenta del siglo XX, que hacia los años sesenta producirá, en Guerrero, un acentuado problema agrario cruzado por el problema de la herencia de la tierra, las tensiones en torno a los linderos y los pleitos familiares y comunitarios por el usufructo del trabajo familiar o colectivo. Se verá el alejamiento institucional del Estado para intervenir en las disputas y cómo el gobierno promovía una cultura de violencia, en la que los actores dominantes podrían legitimarse con la “ley del más fuerte”. Se estudiarán diversas reglas comunitarias, no escritas, que establecían como legítimo el recurso de la venganza y la justicia por propia mano. En dicho contexto de furor campesino, acrecentado por el agravio económico de caciques locales y el abuso de corruptos gobernantes, se explicará el salto de la violencia social a la política; el camino que los campesinos de Atoyac seguirían para organizar una lucha armada de pobres contra ricos.
Palabras clave: Guerrilla del Partido de los Pobres, Lucio Cabañas Barrientos, Atoyac, violencias culturales y sociales cotidianas, la violencia política-caciquil.
Abstract: This article seeks to explain the insurrection process of the guerrilla of the Party of the Poor, led by the rural master Lucio Cabañas Barrientos in Atoyac, Guerrero (Mexico). The focus of this research seeks to study the daily cultural and social violence, as part of a historical process that was part of the phenomenon of political-caciquil violence. The problem-axis of this investigation will be the agrarian counter-reform initiated during the forties of the twentieth century, which in the sixties will produce in Guerrero an accentuated agrarian problem crossed by the problem of land inheritance, tensions around boundaries and family and community lawsuits for the usufruct of family or collective work. The institutional distance of the State to intervene in the disputes and how the government promoted a culture of violence, in which the dominant actors could legitimize themselves with the “law of the strongest” will be seen. Various unwritten community rules will be studied, which established as legitimate the resource of revenge and justice by their own hands. In this context of peasant rage, aggravated by the economic offense of local chieftains, and the abuse of corrupt rulers, the leap from social violence to politics will be explained; the path that the peasants of Atoyac would follow to organize an armed struggle of the poor against the rich.
Keywords: Guerrilla of the Party of the Poor, Lucio Cabañas Barrientos, Atoyac, daily cultural and social violence, political-caciquil violence.
INTRODUCCIÓN
Atoyac, Guerrero, es un municipio de la Costa Grande que forma parte de una región tropical en la que se juntan el mar con una intrincada sierra montañosa rica en fauna y flora, que ha sido escenario de importantes movimientos sociales en los años sesenta y setenta del siglo XX en México. La riqueza agrícola, generada por la economía campesina, contrasta con la miseria de la mayoría de los habitantes de esa región. Como en muchas partes de México, los grupos dominantes, acuerpados en cacicazgos, han mantenido un férreo control durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX.1 No es extraño que en Guerrero, un estado lleno de contrastes, surgieran, en los años sesenta, varios movimientos guerrilleros, entre los que sobresalen la Brigada Campesina de Ajusticiamiento (BCA) del Partido de los Pobres (PDLP) y la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR), que lideraron, respectivamente, los profesores Lucio Cabañas Barrientos y Genaro Vázquez Rojas (véase figuras 11.1 y 11.2).


Dichas guerrillas han sido poco estudiadas y la historiografía del tema presenta muchas deficiencias, pues predomina una visión reduccionista que simplifica la explicación del fenómeno armado a sus vertientes económica y política. Una de las limitaciones más importante es que la mayoría de los textos académicos que hablan de dichos movimientos se basan en fuentes indirectas hemerográficas. Por tal motivo, en este trabajo se hablará de un problema desconocido que me llevó a fundamentar mi investigación en fuentes testimoniales directas, provenientes de aquellos sujetos sociales que tuvieron un papel principal en diversos procesos políticos e insurreccionales en el estado de Guerrero (Ávila, 2016).
A principios de los años sesenta se conformó en Atoyac un importante movimiento agrario, magisterial y estudiantil, que articuló una lucha clasista que sería capitalizada por una célula del Partido Comunista Mexicano (PCM), que a nivel local lideraban los profesores Lucio Cabañas Barrientos y Serafín Núñez. Entre 1965 y 1967 se dieron dos movimientos importantes en las escuelas primarias Modesto Alarcón y Juan Álvarez. El primero saldría victorioso, pero el otro terminaría con una masacre de campesinos perpetrada por la policía judicial. En este artículo no explicaré en qué consistieron dichos movimientos, ni expondré cómo es que el PCM llegó a liderar la lucha campesina, sino que abordaré cuáles fueron las subjetividades que alimentaron el proceso popular insurreccional regional. Para ello echaré mano de la cultura local y estudiaré las formas cotidianas de violencia social, que son una base importante para comprender la violencia política caciquil. Con base en lo anterior, se explicará cómo se dio el salto hacia la violencia revolucionaria de la guerrilla.
Violencia social y de género y el vacío de las instituciones en la sierra de Atoyac
En los años sesenta había altos índices de violencia familiar y comunitaria en Atoyac, heredados de pleitos agrarios, algunos con una larga historia de enfrentamientos que databan de una o dos generaciones atrás. Algunos jóvenes estudiantes de la Escuela Modesto Alarcón vivían una violencia cotidiana en sus comunidades y en sus familias. El referente que los campesinos tenían para mediar en sus conflictos era la moral cristiana, que aconsejaba el amor al prójimo y la unidad; sin embargo, predominaba la tradición que recomendaba la venganza, el honor y el prestigio.
La religión fue importante para los campesinos, aunque la Iglesia tenía vacíos en los pueblos serranos, al grado de que muchos lugareños ignoraban los principales postulados cristianos. La distancia geográfica de los templos no sería el único obstáculo para que la doctrina católica llegara a la sierra, sino también la complicidad del sacerdote Isidoro Ramírez con los caciques. Al aliarse la Iglesia local con el poder, algunos campesinos optaron por distanciarse de la religión. El tradicionalismo y la cultura patriarcal también pesaban, pues muchas mujeres y sus hijos no salían de sus comunidades porque sus maridos eran celosos, prohibiéndoles ir a misa a la ciudad de Atoyac. La desconfianza marital llegaba frecuentemente a la violencia psicológica, física y al asesinato.2
Las escuelas también eran limitadas, pues algunas familias no tenían recursos para pagar las cuotas que en ellas se cobraban.3 Había dificultades especiales para que las mujeres estudiaran, pues encontraron discriminación en sus propios maestros;4 incluso, para algunos padres era mejor que sus hijas no aprendieran a leer, pues en su imaginario solo les serviría para escribirle cartas al novio o firmar el acta de matrimonio.5 La mujer tenía un estado permanente de minoría de edad.6 Estar casadas o solteras, en muchos casos, no las eximía de la vigilancia y el castigo masculino. La segregación femenina de la tenencia ejidal se legitimó, entre otras cosas, en la creencia de que la mujer debía ser restringida al hogar, pues el trabajo en el campo se podría prestar a las “debilidades carnales” (Guinto, 1999). Para cuidar su pulcritud y, por lo tanto, asegurar la limpieza de la progenie y de todo el clan familiar, era necesario vigilar al género femenino.7 El encierro no salvaguardaba su integridad, pues en el hogar se dieron abusos sexuales por parte de patrones, parientes e incluso familiares cercanos.8
Ante el rapto, la seducción o el abuso sexual, la costumbre campesina consistía en resolver el conflicto con la unión marital de la víctima con el agresor. El matrimonio forzado era infernal para las féminas, pues sufrían palizas o la muerte.9 Algunos padres, indignados por el maltrato a sus hijas, optaron por apoyarlas para su separación o divorcio.10 Pero no se denunciaban las zurras y solo llegarían algunos casos ante las autoridades civiles, cuando había homicidios o los padres reclamaban alguna joya o propiedad de valor que se hubiera quedado el hombre.11 A pesar de que muchos raptos involucraron violencia y estupro,12 a menudo el síndico municipal determinaba como prueba de violación el desgarramiento del himen. Cuando, a juicio del médico municipal, la mujer no era virgen, era difícil probar el abuso, y a los ojos de la familia del violador solía ser injustificado el pago de la dote.13 La deshonra femenina era más común en los inicios de la pubertad14 y provocaba enfrentamientos familiares.15
También había raptos perpetrados por policías y militares. Un caso ejemplar fue el de Prisciliano Medina, un atoyaquense que migró con sus padres y hermanos a Michoacán. Un teniente del Ejército pretendía a la hermana menor de Medina, quien tenía catorce años. El militar optó por raptarla cuando la niña y su madre lavaban ropa en el arroyo. Las mujeres se defendieron enérgicamente y el sujeto sacó un cuchillo para cortarle las manos a la señora que impedía que se llevara a su hija. El castrense, al oír que se acercaba alguien, disparó y fulminó al hermano de la muchacha, para después acribillarla a ella. Prisciliano, en venganza, emboscó al castrense cuando huía y asestó mortalmente el único tiro de su pistola. El gobierno lo persiguió y apresó, condenándolo a una larga pena por matar a un mando militar. El juez no consideró el agravio cometido en contra de su familia, sino que pesó el escarmiento, el encierro ejemplar por enfrentar al poder. Pasarían once años y veintiocho días para que Medina se fugara de la cárcel, regresara a su terruño en Atoyac y se incorporara a la guerrilla, a principios de los años setenta. 16
En ciertos hogares atoyaquenses la violencia de género se reproducía desde el día del casamiento. De acuerdo con la tradición serrana de algunas familias, en el rito de la unión marital el hombre tenía que cerciorarse de la pureza de su mujer. Fue común el uso de sábanas blancas para vigilar el flujo de sangre después del coito, pero algunos otros jóvenes de los años sesenta, más “modernizados”, usarían kleenex (papel higiénico) para verificar la desfloración.17 Muchos matrimonios, ya fueran legítimos o no, estaban envueltos en violencias cotidianas. Fueron comunes las agresiones verbales,18 los golpes contusos,19 los machetazos,20 las quemaduras21 o heridas que provocarían la muerte.22
Las instituciones encargadas de aplicar la justicia y la ley en los ejidos, al ausentarse, auspiciaban la impunidad, el despotismo hacia los más desprotegidos. Para muchas mujeres serranas, el peligro de ser abusadas sexualmente expresó el ejercicio de poder masculino, llevado desde los campesinos pobres hasta el propio presidente municipal. Por ejemplo, el alcalde de Atoyac, Luis Ríos Tavera, intentó públicamente raptar a una mujer casada23 y sobornó a la prensa local para acallar el escándalo.24 En muchos casos los policías urbanos y reservistas no tenían voluntad para capturar a violadores, raptores, asesinos o bandoleros, no solo por carecer de una adecuada preparación,25 sino porque moderarían sus acciones para evitar venganzas y enemigos fortuitos (Fierro, 1973).
La sociedAd moderna industrial y el choque con el tradicionalismo campesino: género, violencia y tensiones entre dos mundos
La sociedad moderna industrial de los años sesenta trajo a los pueblos de la sierra, y sobre todo a la ciudad de Atoyac, una oleada de sinfonolas que reproducían canciones de diversos géneros, llevando a la sierra una gama de ritmos.26 Los campesinos jóvenes tenían nuevos espacios de convivencia, pues la sociedad de consumo les ofrecía actividades de ocio y entretenimiento como el cine,27 así como las tardeadas de algunos centros sociales.28 Para muchos campesinos, las nuevas influencias culturales generarían una tensión entre lo tradicional y lo moderno, pues les chocaron el romanticismo de los boleros con los alocados movimientos de caderas del twist.29 Algunos integrantes de la Juventud Comunista escuchaban The Beatles por sus ideas rebeldes; sin embargo, ninguno comulgó con la libertad sexual que buscaría el movimiento de la contracultura, ni ingerían drogas, sino que tenían una mentalidad más apegada a las tradiciones campesinas.30 El propio Lucio Cabañas pensaría que los hippies eran delincuentes, porque además de ser “sucios y marihuanos” forzaban a sus mujeres a tener sexo con otros hombres (Suárez, 1978).31
Algunos jóvenes migraron para estudiar en el Distrito Federal y regresaban con aires de grandeza, pues eran admirados en sus comunidades “por ser profesionistas”. Cambiaron su acento (popularmente se decía que hablaban “muy físicos”, usando la “s”) y tenían ventajas para conquistar a las mujeres pues ganaban prestigio al estar aculturados al modo de vida citadino.32 Otros jóvenes, aunque eran estudiantes de la secundaria de Atoyac, no gozaban de la suerte de los campesinos ladinizados. Por ejemplo, Desidor Silva, de la Juventud Comunista, recuerda como uno de los momentos más embarazosos de su vida el rechazo de su enamorada por ser pobre.33 La humildad fue una desventaja para quien buscaba cortejar a una mujer, pues se enfrentaba al estigma de “estar jodido”. Algunos varones serranos, heridos en su orgullo al ser rechazados, optaron por el plagio y de esa manera compensaron su condición marginal.34 Muchas parejas enamoradas se saltaron las trancas sociales, dejaron de lado los intereses económicos y escaparon, oponiéndose a sus padres.35 En la “huida”, algunos jóvenes fueron acusados de rapto; sin embargo, el denominativo de plagiario solía ser pasajero, pues se borraba casándose.36
Las asimetrías sociales y los roles de género se expresaron en la recurrente violencia en los noviazgos.37 En algunas parejas, esa aspereza despertó reacciones sádicas y masoquistas.38 Frente a los duelos amorosos y emocionales la dominación caciquil dio soluciones mágicas, como el consumo de alcohol,39 agregando a los malestares psicológicos40 y culturales el de la dependencia de sustancias etílicas con el efecto deshinibitorio de los resentimientos sociales que, con frecuencia, agravaron la violencia familiar, de género y comunitaria.41 El alcohol, como ya se dijo antes, fue un agente de la violencia fortuita. Por ejemplo, un campesino en estado de ebriedad recuerda haber amenazado con un revólver al vendedor de cerveza, e incluso encañonó a su propio hijo. La esposa, a pesar de no consumir alcohol, también apuntó a su compadre con una pistola para evitar que se llevara de parranda a su marido.42
La violencia social era visible en los homicidios cometidos públicamente, pues las venganzas personales terminaban en enfrentamientos mortales o emboscadas.43 En ese contexto aparecían cadáveres en pozas o llanos (Fierro, 1973). A la ola de matanzas por rencillas se sumaban los homicidios con trasfondos agrarios y los muertos en manos de asaltantes o caciques.44 En todos los casos había consecuencias para las comunidades, pues cada homicidio o agresión resultaba en el avivamiento de las rencillas familiares.45 Los homicidas tenían que huir de la justicia y se sumaban al contingente de campesinos que vivían marginalmente. Las muertes dejaron grandes cantidades de viudas y niños huérfanos,46 legando a las nuevas generaciones los viejos odios y traumas. Es el caso del señor Noé Mendoza, quien de pequeño había sufrido el asesinato de su padre en un asalto perpetrado por unos bandidos: 47
Lo mataron para robarlo, yo dije cuando crezca yo voy a buscar al que lo mató y si no logro a aquel, entonces con el que sea, pero así como lloraron en mi casa van a llorar allá… y siempre me molestó mucho (me molesta todavía) la injusticia, sí, me cae mal que una persona vea menos a otro, que lo menosprecie, que porque es ignorante, pobre; ¡no, aquí todos somos iguales! 48
La búsqueda de la igualdad era un síntoma de los agravios cotidianos provocados por la estratificación comunitaria campesina, que basada en códigos discriminatorios (tradicionales, clasistas y racistas) provocó, en los subalternos, reacciones violentas, como una fórmula para salir de la marginación e inferiorización. Los atoyaquenses denominaron a los indígenas con el gentilicio de “chantes”; sin embargo, como estereotipo, también fue usado en contra de campesinos mestizos pobres, sierreños,49 desposeídos y morenos.50 Muchos indígenas eran maltratados por los ejidatarios que los contrataban, pues además de segregarlos racialmente les racionaban la comida y, en algunos casos, no les pagaban su jornal completo. Dichos abusos laborales también fueron aplicados a peones mestizos, oriundos de Atoyac.51 La opresión e injusticia cotidiana se expresó en actos violentos entre los sectores marginados. Había riñas a muerte entre algunos peones,52 pero también se presentaron casos ejemplares, como el de dos asalariados que mataron a un ejidatario, su esposa y su pequeña hija (Fierro, 1973). El triple homicidio tenía la forma de una venganza y mostró la acumulación de rencores de miembros de grupos indígenas, dominados mediante asimétricas relaciones interétnicas que los condenaban a trabajar por temporadas en la sierra de Atoyac.
Había ejidatarios con una ética más justa y solidaria con sus peones, y tenían una convivencia más respetuosa.53 Es el caso de quienes estuvieron encabezando el movimiento estudiantil y magisterial de la Escuela Juan Álvarez, quienes poseían una conciencia social basada en el principio de igualdad; por ello, su discurso calaría hondo en las conciencias campesinas, que se sentían atraídas por una visión dualista que oponía a ricos contra pobres y proponía dirimir las injustas diferencias. 54 Nicolás Manrique, Presidente del Comité Pro-Defensa de los Intereses de la Escuela Juan Álvarez, tenía una ética de la humildad, influenciada por el cristianismo igualitario. En su pensamiento, los campesinos pobres siempre serían humildes, pero nunca debían sobajarse ante los ricos, debían tener dignidad y “no andársele humillando a la gente que tiene dinero”.55
Hasta el momento se han explicado las bases culturales de la violencia social. Como se puede ver, la subjetividad campesina, inconforme con las desigualdades, daría un salto de la violencia cotidiana a la violencia política. Se procederá a exponer este aspecto en el siguiente apartado.
De la violencia social a la política
Como se puede advertir, las dos principales instituciones de Atoyac (el Cabildo y la Iglesia), que tradicionalmente podían intervenir para solucionar las tensiones producidas por la violencia social, estaban subordinadas a los caciques y tenían una función punitiva que reproducía los ciclos de venganzas y agravios.56 Por ejemplo, en la “zona roja”, donde operaban las meretrices y prostitutas de ese municipio, habría excesos cotidianos que fueron reflejo del malestar social, que se expresaba con los disturbios nocturnos de campesinos en estado de ebriedad. Esas “explosiones”57 fueron síntoma de frustraciones asociadas con la tradicional jerarquía patriarcal de los ejidos y con la segregación agraria. La labor principal de la policía, en los años sesenta, fue apresar a los borrachos, por “ebrios y escandalosos”. Los cabarets y prostíbulos generaron también un caudal de infractores por “faltas a la moral”. La policía actuó con despotismo e impunidad, ostentando jugosas ganancias a costa de extorsionar a los ciudadanos, especialmente en los centros de vicio.58
El agravio policiaco llegó a ser denunciado por el líder magisterial y agrarista Lucio Cabañas, que en un mitin del Frente Electoral del Pueblo (en la campaña presidencial de Ramón Danzós Palomino, dirigida por el Partido Comunista, en 1964) cuestionó la injusta actuación de la Policía Urbana de Atoyac, que “encarcela y golpea a inocentes borrachitos, sacándoles fuertes multas” (Fierro, 1973, p. 317). Los policías también eran asiduos clientes de las cantinas y prostíbulos y cometían abusos.59 El Procurador General de Guerrero optó por enviar el Reglamento Municipal al Presidente Municipal de Atoyac, para informarle que los policías urbanos, judiciales, municipales y auxiliares tenían estrictamente prohibido entrar a consumir alcohol a las cantinas y otros centros de vicio. La medida, según las autoridades, buscaba “moralizar los cuerpos policiacos para evitar escándalos y otros delitos”, 60 pero en realidad, el procurador Darío Arrieta quería mantener las apariencias, pues en los hechos, la policía, en todos sus niveles, fue cómplice de bandas de abigeatos y homicidas. Por ejemplo, había un famoso policía, Juan Ponce, quien era conocido porque asesinó a varios campesinos con impunidad, pues operaba como “agente confidencial y policía auxiliar” a quien el cabildo encomendó regular y vigilar que en los ejidos de la sierra de Atoyac “no se venda con exceso bebidas embriagantes” y evitar el “abigeato”.61
Desde finales de los años cincuenta, el bandolerismo se había convertido en un grave problema en todo Guerrero. En los sesenta se agravó y el gobierno tomó cartas en el asunto. Según la Secretaría de la Defensa Nacional (SDN), en Guerrero había tres motivos por los que se constituían las gavillas: por rencillas familiares, para delinquir y por problemas agrarios.62 La tipología del Ejército no contemplaba las bandas al servicio del gobierno, las guardias blancas caciquiles y la participación de los cuerpos policiacos en dichas mafias. Un caso importante fue el del ejido de Santa Lucía, cercano a la sierra de Atoyac, en el que se fusionaron gavilleros con el maderero Melchor Ortega y el rico cafetalero Demetrio Urioste. Según los informes de la DFS, dicha banda armada, además de amedrentar y reprimir a los ejidatarios inconformes, era protegida por las autoridades municipales, judiciales y militares.63 Los patrullajes castrenses en Guerrero y la sierra de Atoyac no buscaban resolver el problema de raíz, sino contenerlo, para enfrentar, sobre todo, a asaltantes de poca monta64 y bandas asociadas con problemas agrarios y rencillas familiares.65
Las bandas creadas con fines de delinquir fueron protegidas por el gobierno. Por ejemplo, la gavilla de la Yegua operaba en los municipios de Coyuca de Benítez, Atoyac y Acapulco. Esta banda, al igual que otras, tenía impunidad; sin embargo, su límite era el no afectar a los altos funcionarios del gobierno, los caciques y los grandes empresarios. Luis López Calderón, alias la Yegua, perdería su “licencia para robar” porque intentó extorsionar a un acaudalado comerciante del puerto de Acapulco, Roberto Rojas García. El burgués logró el apoyo de agentes secretos de la DFS, quienes “descubrieron” que “la Policía Judicial protege y obtiene beneficios de todo ese tipo de delincuentes”.66
El Ejército toleraba el gatillerismo profesional y por algunos años fue intocable la banda de los hermanos Zequeida de Cacalutla,67 que se había asociado con otros sicarios de la Costa Grande para formar un “circuito de matones a sueldo”. La banda tenía un matiz antiagrarista, pues se alió con la familia de abolengo terrateniente, de apellido Cortés. Entre 1963 y 1964 se avivó un viejo conflicto por el control de una franja extensa de la Laguna de Mitla, disputada desde los años veinte. En ese pleito tenía las manos metidas la familia del expresidente Miguel Alemán Valdés, que desde 1953 impugnaba el dictamen del ingeniero Guillermo Davis, del Departamento Agrario, quien hiciera un fallo a favor del ejido de Cacalutla.68 Los hermanos Zequeida, aliados con los Cortés y amparados por el alemanismo, destararon un periodo de terror y atacaron el pueblo en las noches para dispararle a todos los campesinos que encontraran a su paso.69 La ofensiva de los sicarios duró aproximadamente de 1962 hasta 1968; no obstante, encontraron una dura oposición, pues las familias agraristas (Carbajal, Villegas, Robles, Mendoza, entre otras) sumarían fuerzas para mantenerlos a raya (Secundino Robles, después de la muerte de José Carbajal, dominó la parte alta de Cacalutla). Buscarían imponer comisarios ejidales70 y usar las reservas rurales como grupo armado a su servicio, matando a algunos campesinos y aparceros de la parte baja del pueblo que vivirían en los dominios de los Cortés.71 A partir de 1967, los Zequeida se volvieron enemigos de la guerrilla, que empezaría a perseguir al profesor Lucio Cabañas.
En ese contexto, la familia Cortés se sintió con el derecho de invadir las huertas de sus familias enemigas, pues argumentaron que los terrenos les pertenecían desde antes de la Revolución Mexicana (y el reparto de tierras). El joven Humberto Rivera Leyva participó en una emboscada que la familia Carbajal hizo al clan de los Robles, cuando los Cortés intentaban robarles la cosecha de coco. Rivera, fogueado, saltaría tiempo después a las filas de la guerrilla. 72
El bandolerismo tenía expresiones agrarias, como el robo de cosechas entre vecinos73 o familiares. La marginación agraria en los ejidos, sumada a las jerarquías tradicionales de la cultura campesina, arrojó a una masa importante de campesinos al ruedo de la ilegalidad. Por ejemplo, José Carbajal Polea, además de mantener a su esposa e hijos, ayudó a su hermana y a Amado Carbajal, su sobrino, a quien financió por algunos años sus estudios en la capital del país. Al ser asesinado José Carbajal, en un pleito a muerte con la familia Cortés, heredó las tierras ejidales a sus hijos legítimos, cuestión que generó resentimientos en Amado, pues fue excluido de la herencia. Dichos rencores pesaron para que Amado le robara una máquina de coser a la viuda de Carbajal, Francisca Escalante, quien denunció a su pariente y logró que lo metieran a la cárcel. Los hurtos y las hostilidades familiares tenían un trasfondo agrario entre los hermanos del difunto José Carbajal y la señora Escalante. Las tensiones llegaron a los golpes entre cuñadas y las amenazas de muerte. Con el caso anterior, queda claro cómo algunos miembros excluidos de las familias ejidales basarían su supervivencia en el uso de la fuerza o el engaño. En la subjetividad de estos campesinos marginales, y en su contexto violento, el más fuerte tenía derecho a tomar lo propio. En ese acto había una reproducción caciquil, cuando el marginado se tornaba en usurpador. El caso de Amado es relevante, pues también se integraría a la guerrilla.74
En Atoyac continuaron los conflictos agrarios heredados de los años cuarenta y cincuenta. Se sintetizarán dichas disputas para mostrar la tesitura del problema de la tierra y explicar la compleja dominación caciquil: 1) el más importante tenía un carácter de género, pues eran las familias sostenidas por mujeres solteras, viudas, divorciadas o abandonadas [raptadas] las más vulnerables,75 2) pleitos por la sucesión de derechos ejidales entre parientes,76 los despojos entre campesinas77 y campesinos, sobre todo quienes no contaron con certificado de derechos agrarios ante el Departamento Agrario,78 apropiación de propiedades comunes por particulares,79 5) pleitos por linderos interejidales,80 6) el acaparamiento de parcelas ejidales81 y 7) en la cumbre estaba el despojo caciquil de cosechas y huertas, con ayuda del cabildo y mediante prestanombres. En cada estrato social, el invasor tenía la percepción de tener la razón, de reclamar un acto justo. El agraviado actuaba con los códigos de honor tradicionales que aconsejaban el “ojo por ojo”, lo que hizo que existieran guerras entre bandos antagónicos, con permanentes y cotidianos ciclos de crímenes y venganzas.82
La policía municipal de Atoyac se enfrentó a una violencia intrafamiliar cotidiana y se aprovechaba de ella imponiendo multas. A menudo, los policías se involucraban de manera personal en los altercados familiares; tal es el caso del comandante de la Policía Urbana de Atoyac, quien al querer separar una riña entre tres hermanos sufrió una golpiza, amenazas de muerte e intento de homicidio.83 El caso anterior expresa, con claridad, la reacción campesina de tomar venganza ante un agravio personal de las autoridades. En esas situaciones se catapultaban las condiciones para la rebelión, pues los códigos de honor de los subalternos los llevarían a enfrentarse a los poderosos. Esas formas culturales fueron parte de las reglas no escritas que asumía el propio presidente municipal, Luis Ríos Tavera, quien defendió el derecho de algunos ciudadanos priistas para portar armas y defenderse de sus enemigos personales.84
En ese contexto cultural fue legítimo atizar al golpeador, matar al asesino y destruir al enemigo. En la venganza entre clanes familiares es plausible la obligatoriedad social que adquirió el desquite, como conducta no solamente posible, sino exigida.85 Por ejemplo, el hijo del agrarista José Carbajal, en estado de ebriedad, fue informado de quién fue el asesino de su padre y tiró balazos al homicida.86 Para el joven vengador, que no acertó la puntería, su reacción estaba basada en el rencor, el coraje y en la evasión del estigma de ser un cobarde. Las mujeres también se veían obligadas a vengar a sus hijos, de lo contrario eran vistas en algunos pueblos como “malas madres”.87
Cuando el campesino acariciaba el gatillo, se enfrentaba a emociones contrapuestas de miedo y odio, cruzadas por el dilema de matar o morir. En ese contexto, se necesitaba guardar muchos resentimientos para que privara el impulso de asesinar, pues de lo contrario no se podría sobrevivir. El valor sería alimentado por dolencias convertidas en antipatías, desprecios y rabias. Dicha acumulación de malestares culturales y psicológicos activarían, inconscientemente, las pulsiones destructivas, no solo por agravios significativos, sino en situaciones cotidianas irrelevantes. Por ejemplo, a Humberto Rivera le tocaría ver un duelo en Cacalutla entre un campesino ebrio y otro sobrio. El problema empezó cuando Miguel Ramírez, en su función como reservista rural (una especie de policía voluntario y comunitario), desarmó a Emilio Castro pues podría ser peligroso que en estado de ebriedad portara un arma. Castro aceptó el desarme, sin embargo, guardaría resquemores, pues lo interpretó como una humillación. Meses después, Ramírez había terminado su servicio como rural. Castro, con intoxicación etílica, abordaría a Ramírez en un velorio y, después de reclamarle, lo retó. Ramírez, sobrio, intentó razonar con el borracho para evitar un duelo absurdo, pero ante la insistencia tenía que responder con valor. En el tiroteo ambos resultaron mortalmente heridos. El compadre de Ramírez, al verlo muerto, remató a Castro con un “tiro de gracia”.88
Otro caso ejemplar, que alumbra lo antes dicho, es el asesinato del Borrego por Chayo Cortés. El homicidio se ejecutó en el arroyo de ese poblado, estando presente Gabriel Mendoza, hermano de la víctima, quien contempló el crimen. Ante los ojos de la comunidad campesina Mendoza tuvo miedo de defender a su hermano y en su comunidad lo tacharon de cobarde. Además de un conflicto por tierras se enredaría un complicado pleito familiar, pues la esposa de Mendoza era hermana del asesino, es decir, que Gabriel Mendoza sería cuñado de Chayo Cortés. A pesar de que la tradición aconsejaba la venganza, Mendoza optó por no agredir a Cortés, para no enfrentarse a su mujer. Cuando Mendoza se emborrachaba, enfurecido por recordar el homicidio de su hermano, se desquitaba con su esposa a quien le tiraba balazos cerca de los pies.89
La violencia fue parte de las aspiraciones colectivas de los ejidos. Por ejemplo, en los bailes y casamientos los campesinos esperaban que hubiera riñas, que se convertían en parte del ritual, pues se decía popularmente que “si no hubo pleito no estuvo buena la boda”.90 De esta manera, la agresión era socialmente aceptada mediante códigos de honor y se convirtió en una práctica cotidiana que se expresaba con demostraciones públicas de fuerza.91
El problema de género, los conflictos sexuales, los odios causados por las asimetrías agrarias y sociales, aunado al dominio caciquil, alimentarían el furor campesino en los años sesenta y sentaron las condiciones subjetivas para que se iniciara un proceso insurreccional revolucionario que solo desembocaría en una guerrilla, después de que los caciques, en complicidad con el gobierno, orquestaran, el 18 de mayo de 1967, una matanza de campesinos en la que, icónicamente, los policías judiciales mataron a una mujer embarazada y a varios campesinos desarmados, en su intento por apresar y asesinar a Lucio Cabañas Barrientos, líder del movimiento de la Escuela Juan Álvarez. Cabañas usó el recurso de la venganza, que extrajo de la cultura regional, para convencer a los campesinos de hacer un cambio revolucionario.
Reflexiones finales
En la segunda mitad de los años cincuenta entró en crisis el modelo de industrialización nacional. La inflación y el desplome de los precios agrícolas se conjugaron y se hizo evidente la polarización social entre ricos y pobres. La crisis de la economía campesina, marcada por la predominancia de la ciudad sobre el campo, señaló una ruptura generacional, pues los infantes explotados en los años cuarenta y cincuenta fueron los jóvenes desheredados y excluidos de los años sesenta. En esa coyuntura hubo una ruptura entre padres e hijos, pero en algunos casos un acercamiento entre viejos y jóvenes, pues en ambos extremos había interés por el problema de la tierra: por una parte, el recuerdo de quienes traicionaron al movimiento agrarista pesó, y por otra, el deseo de cambio o la esperanza de empoderamiento.
La violencia social que se extendió en Guerrero, durante los años sesenta, se produjo y reprodujo con una cultura caciquil que se proyectó en la mentalidad campesina a través de normas comunitarias, costumbres, ritos, creencias y tradiciones que tendían a legitimar las prácticas autoritarias y patriarcales que generaron liderazgos caciquiles. Dicha cultura se desarrolla en un extendido estado de impunidad que el propio Estado auspició con la desatención intencional en la procuración de justicia. Aunado a lo anterior, el bandolerismo y el crimen fueron cobijados, institucionalmente, como mecanismos de control político y social, pues se convirtieron en una importante economía subterránea que permitió marginar a un amplio sector de la población de sus derechos agrarios.
La coexistencia de una organización estatal legal e ilegal hizo posible que los caciques contaran con mecanismos fuera de la ley, para despojar a las comunidades del valor agrícola generado colectivamente. El bandolerismo y los asesinos a sueldo se convirtieron en instrumentos al servicio del gobierno y de los caciques, pero también se legitimaron entre las comunidades, pues en una sociedad en la que primaba la justicia por propia mano los bandoleros más violentos y perseguidos fueron al mismo tiempo temidos y admirados. En algunos pueblos los caciques eran bandidos y empresarios al mismo tiempo, asesinos y justicieros. Tenían un doble carácter que los legitimaba, pues eran tiranos con sus enemigos y protectores con sus bases sociales. Muchas veces se apoyaron en las redes de parentesco, cuestión que les dio un poder corporativo, basado en fidelidades personales.
Los guerrilleros resignificaron la cultura campesina caciquil, pues al acorazarse con armas de grueso calibre y enfrentarse al gobierno fueron admirados como gente con coraje y gran valor. La guerrilla también logró articularse mediante un sistema de parentescos, cuestión que habla de una readecuación de la estructura corporativa caciquil a la lucha revolucionaria. El salto de la violencia social a la política se dio cuando Lucio Cabañas logró direccionar la lucha hacia un enemigo de clase y potencializó un generalizado malestar popular en contra del gobierno.
Referencias
Archivo Municipal de Atoyac (AMA) Archivo General Agrario (AGA) Archivo General de la Nación (AGN) Dirección Federal de Seguridad (DFS) Secretaría de la Defensa Nacional (SDN)
Ávila, F. (2016). Historiografía de la guerrilla del Partido de los Pobres. Secuencia, (95), 152-187.
Fierro, W. (1973). Monografía de Atoyac. S. e.
Guinto, G. (1999). Palpitaciones costeñas. S. e.
Los Hermanos Zequeida (2014). https://www.youtube.com/watch?v=xtP8x4rDUh4
Suárez, L. (1978). Lucio Cabañas. El guerrillero sin esperanza. Roca.
Notas