Identidades, naturalezas y poderes
Identities, natures and powers
Cuanto más se prohíbe pensar los híbridos,
más posible se vuelve su cruce
Latour (2007[1991], p. 29)
Imaginemos un escenario. Un barrio o un salón de clase, donde alguien, un líder comunal o un funcionario del Estado –posiblemente titulado en antropología–, solicite lo siguiente: “_Levante la mano los que son o quieran ser indígenas, ahora levanten la mano los que no lo son.” Imaginemos los gestos que haría mientras observa la diversidad de personas que levantan su mano para una u otra opción. Luego les solicita que expliquen por qué se adscribieron a una u otra alternativa. Lo inquietante es cómo entramos ahí los antropólogos y otros científicos sociales: como administradores (creadores) de la diferencia o como analistas de las causas y consecuencias de la producción de alteridad. Inquietudes similares son las que aborda Eduardo Viveiros de Castro (2018 en este número[1]).
El tema de la identidad en antropología quizá nunca pierda relevancia, preguntas tales como ¿de qué manera me represento? o ¿qué soy? sea en primera, segunda o tercera persona, han sido parte de la historia (implícita o explícita) de la antropología en todos sus periodos; incluyendo la pregunta si el Otro debe o puede ser representado. Como lo planteó Trouillot (1991), la antropología emerge en la episteme moderna-occidental como consecuencia de la necesidad de los modernos por identificarse en relación con sus otros. Así surgió la disciplina encargada de producir conocimiento sistemático sobre la diferencia cultural, produciendo las condiciones que acreditan a un grupo de personas autodenominadas antropólogos a ser los peritos de la certificación de identidades étnicas, con un diferenciado y quizá minoritario sector que, gracias a la reflexión postcolonial, se preguntan por su papel como productores de alter-representaciones.
El lenguaje nos obliga a referirnos a nosotros y a los otros de maneras históricamente determinadas. Por fortuna para las Ciencias Sociales, y en especial para los antropólogos, podemos decidir si concentramos nuestros esfuerzos intelectuales en crear o fortalecer categorías, o en entender esas determinaciones históricas que han llevado a escribir terabytes de información estableciendo discontinuidades históricas, sociales, políticas y ontológicas entre nosotros y los otros. Así, la pregunta sobre el otro, que llevaba implícita la inquietud sobre nosotros, ahora puede cambiarse por la indagación del por qué y para quién es importante esa pregunta, y cómo se produjeron esas representaciones de los otros y de nosotros.
En una editorial previa habíamos comentado cómo Jangwa Pana estuvo interesada en contribuir en la consolidación de una, aún anhelada, Identidad Caribe (Martínez-Dueñas y Arias-Ocampo, 2017); categoría supremamente densa, rica y dinámica como para definirla, si es que fuera posible hacerlo de manera definitiva. Revisar las diferentes contribuciones que hablaban sobre lo caribe en esta revista, dejó ver cómo los antropólogos y otros humanistas y científicos sociales, más que naturalizar (o purificar) la categoría, lo que produjeron fue heterogeneidad, una práctica común para los modernos; así parafraseando a Latour (2007 [1991]) se podría decir que “nunca hemos sido Caribe”.
En una reciente publicación con la colega Astrid Perafán (Martínez-Dueñas y Perafán-Ledezma, 2018) abordamos el tema de la producción de alteridades enfocándonos en las representaciones del otro que producen cosmopolíticas transnacionales y tecno-científicas como el desarrollo sostenible, dónde las marcas de alteridad no son solo fenotípicas, sino también económicas y ecológicas (e.g. pobre, ambientalista, sostenible). En este sentido Viveiros de Castro (2018, en este número) hace un aporte invaluable a la reflexión contemporánea del papel del antropólogo en esta discusión, que ha llevado a la disciplina por senderos que solo la experiencia etnográfica puede relatar, desde los otros internos, pasando por los radicales otros, hasta encontrarnos en la soledad de la reflexividad.
Justo ahora, mientras editamos este número y a pocos kilómetros de nuestra sede física, suceden dos acontecimientos que evidencian la necesidad de pensar antropológicamente los procesos de producción de diferencia. En el corregimiento de Taganga, Litoral Caribe Colombiano, una comunidad indígena está adelantando un proceso socio-jurídico para que el Estado los reconozca en perspectiva étnica e histórica; esto está ligado a un enriquecedor proceso de fortalecimiento de estructuras organizativas de la comunidad en su territorio, que no solo es terrestre sino marino dadas su actividad pesquera; actualmente reducida por factores ambientales (físicos y políticos) y por la relevancia económica del turismo en esta región, que ha llevado a las habitantes de esta localidad a prestar servicios turísticos a nacionales y extranjeros. Así mismo el saliente presidente de la república de Colombia Juan Manuel Santos, anunció un proyecto de decreto que consolida los límites del territorio de los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta, -macizo montañoso que podemos observar desde la Universidad del Magdalena-, noticia que pone nuevamente en los medios de comunicación el tema del territorio y el multiculturalismo. En estos casos vemos que lo que está en juego es la concepción misma de territorio-mundo; aquí nuevamente los aportes de Viveiros de Castro, sobre la naturaleza y el multinaturalismo, son importantes para entender antropológicamente lo que está en cuestión y lo que no deja ver el multiculturalismo que organiza toda la diferencia cultural en un mismo territorio sociomaterial conocido como ambiente o ecosistema[2]. En los dos casos el tema ambiental es central, puesto que las comunidades indígenas de la Sierra son representadas y se auto-representan como ecológicas (Ulloa, 2004); mientras que la comunidad del litoral tiene un interesante debate sobre el uso del territorio con los conservacionistas, debido a las políticas de conservación que no solo los desplazó de su territorio en la segunda mitad del siglo XX, sino que quiere controlarlo bajo los parámetros de la ciencia y la economía. Cabe aclarar que los territorios ancestrales comparten unas difusas fronteras con zonas de conservación del Estado, un caso común en Colombia y que es fuente de debate y conflicto (Martínez-Dueñas y Perafán, 2017, Martínez-Dueñas 2016, Martínez-Dueñas, 2012); aunque en el caso de los indígenas de la Sierra el debate mediático está centrado en el efecto económico puesto que los límites territoriales indígenas abarcan una extensa zona con diversos propósitos comerciales. Entonces ¿hasta dónde llega el Estado con el multiculturismo y cuánto puede aceptar la Nación?
En este número de Jangwa Pana contamos con dos contribuciones que precisamente abordan las relaciones entre los procesos político organizativos, en torno a la identidad y el territorio y su relación con dinámicas de poder. En este sentido, Ramírez-Monroy y Piraquive-Aldana (2018) exponen cómo los estudios de impacto socioambiental en Colombia, si bien son una herramienta jurídica de protección con la que cuentan las comunidades indígenas en un marco jurídico internacional, para el caso colombiano su implementación aún requiere ser afinado para garantizar la libre autodeterminación de los pueblos indígenas. Por su parte Castaño (2018) analiza los conflictos socioambientales asociados al cultivo de palma en una localidad de la región Caribe Colombiana. Para esto el autor nos ofrece un completo panorama teórico y conceptual desde la ecología política, para entender las relaciones de poder asociadas a los procesos neoestractivistas que reducen la naturaleza a recurso natural atentando contra la sustentabilidad y la seguridad alimentaria, propiciando procesos de “racismo ambiental”. En un escenario urbano Velandia (2018) presenta una reflexión sobre el papel de la agricultura en Bogotá (Colombia), dónde las prácticas agrícolas expresadas en las huertas caseras son objeto de intervención del Estado, dando origen a respuestas locales particulares. En tal medida estos espacios de producción de alimentos en medio de la gran urbe se presentan como un escenario heterogéneo donde confluyen el desarrollismo, el ambientalismo y apuestas locales que meritan ser etnografiadas para entender qué alternativas están proponiendo y llevando a cabo. Por su parte Paredes-Guerreo y Pat-Canul (2018) nos llevan al espacio rururbano en Yucatán (México) para mostrar, desde una perspectiva crítica, qué sucede cuando se encuentran dinámicas urbanas y rurales; planteando que la metropolización no es la única opción al momento de ordenar los territorios rurales que se traslapan con las grandes urbes, y por el contrario es posible pensar espacios heterotópicos como la agrópolis.
Finalmente contamos en este número con una contribución que vincula lo pedagógico y lo lingüístico para proponer una metodología intercultural de enseñanza del español como lengua extranjera. De esta manera Aponte-Buitrago y Cardozo-Rincón (2018) encontraron que el uso de publicidad colombiana es una herramienta útil para enseñar español en medio de un proceso de intercambio cultural.