Artículos conceptuales
El problema del conocimiento: historia de una malformación conceptual
The problem of knowledge: History of a conceptual malformation
El problema del conocimiento: historia de una malformación conceptual
Revista Mexicana de Análisis de la Conducta, vol. 47, núm. 2, pp. 211-235, 2021
Sociedad Mexicana de Análisis de la Conducta
Recepción: 06 Octubre 2021
Aprobación: 28 Noviembre 2021
Resumen: Se argumenta que la noción de conocimiento no se refiere a un tipo particular de actividad individual privilegiada para relacionarse con el mundo. Se analiza críticamente el origen de esta concepción examinando la noción de conocer y conocimiento en las prácticas del lenguaje ordinario, su transformación como resultado histórico de concebir aislado del lenguaje al individuo social, la formulación del conocimiento como una facultad psicológica llamada cognición, y soslayar la existencia de diversos modos de conocimiento. Se concluye que el conocimiento en su diversidad de formas y criterios siempre tiene lugar como un episodio social en el lenguaje, y no como un proceso individual.
Palabras clave: lenguaje ordinario, contemplación, modo de conocimiento, consciencia, individuo social.
Abstract: It is argued that the notion of knowledge does not refer to a particular individual activity that privileges the relations with the world. The origin of this conception is critically examined in the context of how the notions of knowing and knowledge are used in ordinary language practices, its transformation as the historical outcome of isolating the social individual from language, the formulation of knowledge as a psychological faculty called cognition, and by neglecting the existence of a diversity of knowledge modes. It is concluded that knowledge, in its diversity of forms and criteria, always takes place as a social episode in language. and not as an individual process.
Keywords: ordinary language, contemplation, mode of knowledge, consciousness, social individual.
Introducción
El término ‘conocimiento’ ha sido conceptualmente elusivo y, por esa razón, ha sido abordado desde distintas disciplinas como si fuera un “problema” propio de cada una de ellas, desvinculándolo de las distintas lógicas que sustentan su uso en las prácticas del lenguaje ordinario. Como suele suceder en estos casos, se supone que al emplear el mismo término se está haciendo referencia a lo mismo, cuando en realidad se trata de asuntos muy distintos. Sin embargo, quizá sea posible establecer una semblanza o parecido de familia entre las distintas maneras y circunstancias de emplear el término y, de ser así, poder entonces delimitar las distintas lógicas específicas subyacentes a su aplicación y las formas en que se pueden articular unas con otras. Cuando se habla de ‘conocimiento’ y ‘conocer’ aparentemente se hace referencia a una sola “cosa”, o un tipo de ”actividad”, pero esto, en realidad, no es así. En primer lugar, porque la referencia de dichos términos no es unívoca o singular, sino multívoca y plural y, en segundo lugar, porque ‘conocimiento’ y ‘conocer’ son términos que no se refieren a cosas o actividades, aunque estén implicadas una diversidad de cosas y de actividades cuando hacemos uso de dichos términos.
Sobre las nociones de conocer y conocimiento
En las lenguas romances y en el alemán también se distingue la noción general de ‘conocimiento’ en dos usos lingüísticos, adaptando el análisis de Austin (1962) sobre la locución: uno, como saber, que implica un referente actuativo, es decir, a una forma de “hacer” y, otro, como conocer propiamente, que implica un referente constativo, es decir, a una forma de mostrar, señalar, informar y situaciones similares (Ribes, 2007). Sin embargo, la diversidad de usos de ambos términos, saber y conocer, no coincide necesariamente con los criterios actuativo y constativo (e.g., “te conozco bien y no confío en ti” como actuativo, o bien, “sé dónde está esa tienda” como constativo). Por lo general, conocer y saber no implican algún un tipo de actividad especial. Conocer tiene que ver con la exposición a entidades, acontecimientos, situaciones, o actos de otros individuos o colectivos y, por consiguiente, con la posibilidad reactiva de ver, oír, oler, degustar, sentir táctilmente, y de los sentidos propioceptivo, interoceptivo y gravitacional. Resulta evidente que, sin sentidos, no se puede conocer. También tiene que ver con la realización de actividades y comportamientos en situación que cumplan con ciertos criterios, ya sea de índole mecánica, ecológica o social y, por consiguiente, cubre desde patrones de actividad, movimientos finos y articulados, manipulaciones especiales, hasta lo que podemos designar en este contexto como actos de hablar, gesticular, leer y escribir en muy diversas situaciones. Sin actos y comportamientos tampoco se puede conocer.
Considerando que los sentidos sean funcionales y que los actos puedan ocurrir, se requieren también objetos, acontecimientos y circunstancias ambientales y sociales, incluyendo a otros individuos y su comportamiento, por lo que se puede concluir que sin entorno tampoco puede haber conocimiento. Parece, pues, que nos encontramos con una noción que abarca toda relación posible de los individuos entre ellos y con el mundo físico, biológico y social pero que, a la vez, no nos dice nada específico respecto de dichas relaciones. Conocimiento y conocer son términos ‘comodín’, de aplicación múltiple, pero por sí mismos vacíos de significado o sentido. Ambos términos son inseparables. El conocimiento solo puede referirse como resultado, momentáneo o acumulado, del conocer y, este último solo tiene aplicación cuando un acto o conjunto de actos resultan en conocimiento de algún tipo. En este punto, son necesarias dos observaciones. La primera, tiene que ver con la extensión o inclusividad de la noción de conocimiento y, la segunda, con la posibilidad de aplicar la noción a los actos de los animales no humanos.
Usualmente, conocer y conocimiento se sobreentienden como actos y resultados que son útiles o informativos, de modo tal que se considera que su aplicación se limita a las relaciones sociales, a los “hechos” naturales y sociales, así como a las prácticas expertas en distintos campos de la convivencia: habilidades, rutinas. técnicas, tecnologías, y artesanías o “artes prácticas” diversas. Sin embargo, esta concepción del conocimiento y conocer resulta paradójicamente restrictiva. Se pueden destacar, por lo menos, dos campos de la actividad humana en los que esta concepción resulta insuficiente y limitada. Se trata de las prácticas artísticas y religiosas. En el primer caso, el ejercicio de la práctica artística puede ser englobada bajo los criterios del saber como experticia, pero, sorprendentemente, sus resultados o productos no suelen considerarse, en sentido estricto, como alguna forma de conocimiento. Sin embargo, es indudable que mediante el arte se “ve” el mundo de otra manera. En el segundo caso, el de la práctica religiosa, los rituales no forman parte necesariamente de un tipo de experticia, pero sus resultados difícilmente pueden considerarse como conocimiento genuino, a menos que se suponga que en algún momento, siempre poco frecuente y breve, la o las personas entran en contacto con una condición trascendente, y que dicho episodio místico o de revelación representa una forma de entrar en contacto con los no aparente en situación.
El segundo punto tiene que ver con la cuestión de si los animales no humanos conocen y producen conocimiento. Aquí es menester introducir un considerando nodal para cualquier análisis o discusión sobre el problema del conocer y el conocimiento. ¿Tiene sentido hablar del conocimiento y el conocer fuera del lenguaje? Varias interrogantes surgen como resultado de esta pregunta: ¿se conoce solo por los sentidos? ¿se transmite conocimiento automáticamente por medio de los actos? ¿es la ocurrencia de un acto fuera del lenguaje prueba de experticia o sabiduría, como acto de conocimiento? Una característica de las prácticas sociales a lo largo de la historia es la de atribuir, por analogía, características “psicológicas” o virtudes y defectos humanos a los animales, ya sea porque forman parte de su ámbito doméstico o porque representan circunstancias significativas para la vida de la comunidad. Por ello, no es sorprendente que biólogos y psicólogos, bajo la influencia de la teoría darwinista de la evolución (Romanes, 1883), también hayan atribuido a los animales “capacidades” humanas relacionadas o identificadas con el conocer y el conocimiento (Ribes, 2021).
El lenguaje ordinario constituye una práctica propia de la convivencia entre humanos y sus términos, expresiones y criterios de ejercicio están regulados por la naturaleza de dicha práctica. El lenguaje ordinario es un lenguaje entre humanos y sobre las actividades de los humanos y, por ello, sus extensiones a la vida de los animales constituyen solamente analogías que no se ciñen a los criterios usuales. Constituyen, por decirlo, un juego de lenguaje específico para referirse a ciertas relaciones con algunos animales, que no es equivalente, aunque se usen términos y expresiones compartidos, a los diversos juegos de lenguaje que se dan en la práctica social entre humanos. Por ello, dicho lenguaje sobre los animales es más bien semejante a algunas obras musicales, como Pedro y el Lobo (Prokofiev) y El Carnaval de los Animales (Saint-Saëns), en las que el sonido de algunos instrumentos se asemeja a o compara con los de los animales.
En el lenguaje ordinario, no obstante, existen términos especiales para identificar sonidos en muchas de las especies, aunque no en todas: maullar, ladrar, rebuznar, y tantas más, subrayando que no constituyen un lenguaje propiamente dicho aunque sean actos de comunicación entre los animales. Sin embargo, cuando se examinan los argumentos, razones o criterios empleados para establecer dichas analogías, es posible percatarse que se trata de analogías aparentes, cuyas circunstancias de aplicación carecen de criterios comunes.
El comportamiento o actos de los animales no son comparables al comportamiento y actos humanos, aunque en ocasiones también se habla de los actos de algunos humanos como si fueran actos propios de ciertos animales. Se atribuye a los animales conocimiento o un saber como capacidad efectiva cuando se comportan apropiada o adecuadamente en una situación determinada, orientándose, desplazándose, actuando sobre un objeto (alimentos incluidos) o respecto de un acontecimiento o el comportamiento de otro animal. En estas circunstancias, coloquialmente y, en ocasiones, en algunas aproximaciones teóricas, se predica que el comportamiento de los animales es un indicador de que saben qué hacer y que, por consiguiente, es una muestra de conocimiento. La suposición se “completa” extrapolando términos psicológicos del lenguaje ordinario, constitutivos de episodios sociales entre individuos, en la forma de procesos del conocer. Es así que la propuesta de la existencia del conocimiento animal, se fundamenta y explica, mediante una extrapolación lógica deficiente, en términos de la memoria, el aprendizaje, el razonamiento y algún otro “proceso representacional”, cuando se requiere.
Sin embargo, al extender el conocer y el conocimiento a los animales, se pierden de vista dos aspectos fundamentales: a) el primero, es que el conocimiento, en cualquiera de las modalidades en que se le conciba, lo es solo en la medida en que cumple con dos requerimientos: uno, que pueda transmitirse a otro mediante el ejemplo estructurado, no incidental y, otro, que pueda transmitirse y reproducirse mediante el lenguaje hablado y el lenguaje escrito, lo que significa que un acto presencial no es suficiente como criterio de conocimiento; b) el segundo, tiene que ver con el hecho de que conocer no implica solamente ser consciente en el sentido “perceptual” del término (Ribes, 2011), sino también ser consciente de que se conoce, es decir, conocer es saber que se sabe ante qué o quién se está, y se sabe lo que se hace, y se sabe cómo se hace, en otras palabras, conocer es ser consciente de que se conoce y se sabe algo. Toulmin (1977), al examinar el entendimiento humano en términos del uso y evolución colectiva de los conceptos, expresa:
“El problema del entendimiento humano es doble. El hombre sabe, y también es consciente de que sabe. Adquirimos, poseemos, y hacemos uso de nuestro conocimiento, pero al mismo tiempo, nos percatamos de nuestras propias actividades como conocedores.” (p. 1)
Ser conscientes de que se conoce y poder transmitir intencionalmente a otro(s) dicho conocimiento no es un episodio de origen y ocurrencia individual, sino que tiene lugar como resultado de una práctica colectiva en el lenguaje. El conocimiento tiene sentido solo en la medida en que se comparte como práctica con otros y respecto de otros, adquiriéndolo, ejercitándolo o transmitiéndolo. Se tiene certeza de que se sabe y de lo que se sabe solo en los actos en interrelación con otros, participando de episodios compartidos en donde los actos tienen sentido, como cotejo basado en los actos de los otros. Esto es lo que Wittgenstein (1969) describe como estar seguros del (o en el) juego de lenguaje (Rhees. 2003).
La certeza de y acerca de los actos y resultados no está fundamentada en ningún criterio racional, sino que es intrínseca, inherente a la práctica social de cada uno de los múltiples juegos de lenguaje posibles. La certeza, el estar seguros, en tanto conocimiento o conocer, solo tiene lugar como sentido en la práctica de una forma de vida. Un conocimiento encapsulado en el individuo no podría ser considerado como tal, ni siquiera en la más sublime concepción cartesiana de un acto reflexivo, paraóptico, puramente racional, teniendo lugar, abstraído de los sentidos en el espíritu del individuo, a la vez recipiente, espectador y protagonista de su “consciencia” acerca del mundo y de sí mismo. Wittgenstein (1967/1979) nos dice:
“Si hubiera solo unas cuantas personas capaces de encontrar respuesta a un problema de aritmética, sin hablar o sin escribir, su existencia no podría tomarse como prueba de que también se puede calcular, sin acudir a algún tipo de signo. Ello obedece a que no sería seguro que tales personas siquiera ‘calcularan’. De la misma manera, tampoco el testimonio de Ballard (en James) llega a convencer que sea posible pensar sin hablar. En efecto, ¿en base a qué se puede hablar de ‘pensar’, cuando no se hace uso alguno del lenguaje? Si se hace tal cosa, eso muestra algo sobre el concepto del pensar.” (109),
En consecuencia, es importante subrayar que no se puede afirmar que ha tenido lugar un acto de conocimiento solo por sus resultados. Solo se puede considerar que un acto es un acto de conocimiento cuando es pertinente a un criterio episódico en el contexto de una práctica social, que tiene lugar siempre en el lenguaje (o juego de lenguaje). Por consiguiente, el conocimiento solo se “revela”, empleando el término agustiniano y cartesiano, frente al criterio episódico como acto en relación con otros y respecto de otros, y no por la realización del acto en sí y por sí.
Las nociones de conocer y de conocimiento se han identificado con diversos términos y expresiones en el lenguaje cotidiano y en muchas prácticas disciplinares vinculadas a la educación, la ciencia histórico-social, la psicología y las distintas tradiciones filosóficas. Entre otras acepciones, se ha identificado al conocimiento con saber, “conocer” en un sentido más laxo, comprender, entender, “ver” (ver cómo, anticipar, apreciar), notar, distinguir, inteligir, darse cuenta, ser consciente, percatarse, observar, reconocer, poder explicar, recordar, razonar, pensar, percibir, juzgar, deducir, creer, estar seguro y otras más. Cada una de estas “formas” de la noción de conocer tienen a su vez una multiplicidad de sentidos dependiendo de las situaciones en que se aplican, es decir, de los diversos juegos de lenguaje de los que forman y pueden formar parte. No abundaré sobre este particular, y remito a los interesados a los análisis realizados por Ryle (1949) y Malcolm (1963), entre otros.
La transformación del individuo social
Las nociones de individuo y de conocimiento guardan una relación de complicidad fraterna históricamente, vinculadas con las concepciones del entendimiento o comprensión del mundo y de las prescripciones morales y éticas, en relación con las prácticas de ejercicio del poder de las instituciones políticas, religiosas y jurídicas. Al organizarse en la historia las diversas sociedades con base en jerarquías o con un Estado formal, las relaciones de producción y apropiación pasaron de un modo de intercambio contributivo a un modo retributivo no proporcional (Ribes, Pulido, Rangel & Sánchez-Gatell, 2016).
La implantación social de criterios asimétricos de apropiación individual de la riqueza y de los productos del trabajo, y la consiguiente estructuración de clases con diferentes tipos de privilegios y acceso a procedimientos coercitivos, directos e indirectos, para mantenerlos, se vio acompañada por el desarrollo de prácticas ideológicas dirigidas a la justificación y aceptación de tales condiciones sociales. En ese contexto histórico surgió la categoría social de ‘individuo’, como unidad fundamental responsable de la existencia y estructura de la sociedad y, por consiguiente, de su buen funcionamiento en términos de las obligaciones y derechos propios derivados del segmento, jerarquía o clase de pertenencia.
Uno de los mitos fundacionales de la categoría social del individuo como unidad originaria, es la falacia mereológica de la sociedad como resultado de la asociación voluntaria de los individuos que la conforman. La falacia consiste en suponer que los individuos, como unidades o partes diferenciadas de una formación social, poseen dicho carácter antes de asociarse en grupo. En otras palabras, se supone que la formación social constituye únicamente una agrupación composicional de individuos ya diferenciados como tales y que, en esa medida, las características y organización de esa sociedad son solo el resultado inevitable de la aglutinación de sus miembros. En consecuencia, los individuos sociales (no biológicos) son los responsables de la estructura y funcionamiento social. Se descarta que los individuos adquieran sus atribuciones sociales en su interrelación mutua y las circunstancias en las que tienen lugar y que, en esa medida, sus funciones dependan de la organización social. La falacia mereológica sostiene que el todo social está determinado por las características, virtudes y defectos, de sus individuos miembros y no por la organización que resulta de su interrelación en circunstancias diversas. Si hay jerarquías sociales se debe a que hay individuos superiores a otros, y ello explica y justifica las diferencias y desigualdades. Cada individuo debe aceptar la función y lugar en la sociedad que corresponde a sus capacidades y características, y ser responsable de dicha aceptación ante los otros, especialmente aquellos jerárquicamente superiores.
En toda sociedad jerarquizada y clasista, el individuo social, no la mera persona singular, constituye el elemento a partir del cual se establecen y regulan las responsabilidades y privilegios diferenciales en el conjunto de relaciones del trabajo productivo y de la apropiación de la riqueza y servicios correlativos. En cada formación social y época histórica, distintos segmentos de individuos han ocupado distintas funciones y posibilidades de subsistencia en el entramado institucional. La división social del trabajo ha ido aparejada con la división social de los privilegios, satisfactores y riqueza.
En las distintas formaciones sociales de carácter retributivo, la acumulación de la riqueza, de los privilegios y la detentación del poder, por lo general, se han relacionado inversamente con el esfuerzo individual y dedicación a las actividades relacionadas con el trabajo productivo y los servicios. Con el objeto de consolidar la desigualdad inherente a estas relaciones de intercambio, las clases y segmentos dominantes han instrumentado prácticas ideológicas justificantes del statu quo. Dichas prácticas ideológicas se dirigen a “persuadir” a los individuos sociales de que las condiciones de vida de los distintos estamentos sociales son “naturales”, universales y, en un cierto sentido, “eternas”. Para ello se valen de distintos tipos de discurso que, de manera articulada, refuercen las creencias resultado de las propias prácticas de vida de la formación social en cuestión.
Las instituciones de gobierno, militares, eclesiástico-religiosas, laborales y educativas, en las distintas formas que han adoptado en la historia y en cada formación social, fomentan y vindican un discurso en el que se justifica, con razones aparentes, el papel y función que cada individuo social desempeña, ya sea con base en supuestas diferencias biológicas, en las capacidades de entendimiento, en virtudes o vicios intrínsecos a la clase social o raza, o en el papel que les ha asignado un ser superior, la divinidad (o la selección natural), en este mundo, a cambio de mejores condiciones en otra vida. No es posible que ninguna fórmula ideológica pueda ser desacreditada, si se concibe al individuo social como un individuo no social, solo frente al mundo y no íntimamente relacionado con él. Por esta razón, qué es lo que se conoce, cómo se conoce y la fiabilidad de lo que se conoce, se convierten en un elemento central de esta fórmula ideológica. Dicha fórmula se “reforzó” en el pasado planteando los asuntos éticos y morales, que en Aristóteles eran virtudes vinculadas a la razón práctica (Aristóteles, 1981 - versión castellana; Anscombe, 1976), como juicios racionales o imperativos transcendentales prescritos por la divinidad.
El discurso ideológico, como práctica de dominación, restructuró la vida social reemplazando al mundo cotidiano, un mundo de contactos directos con la naturaleza y los otros miembros del grupo, por un mundo de representaciones. El individuo social se concibió como un individuo aislado frente al mundo, al que solo podía conocer mediante sus representaciones en la consciencia. Las acciones respecto del mundo estaban reguladas por el conocimiento que aportaban sus representaciones. La consciencia, se convirtió en un mundo interior, el mundo que realmente procuraba conocimiento del mundo exterior, un mundo constituido por tres tipos de conocimiento; el sensorial, el racional, y el revelado. De este modo, se desarticuló al individuo del conjunto de relaciones sociales que daban y dan sentido a la vida. Sin embargo, la suplantación del mundo social así realizada no constituyó un mero artificio del discurso. Todo lo contrario. Justificó y alentó las prácticas sociales de dominación existentes y, en esa medida, como resultado de dichas prácticas, auspició y fortaleció las creencias correspondientes sobre un mundo de difícil comprensión y de desigualdades y asimetrías inevitables. Es por ello, que la práctica ideológica, al apuntalar la hegemonía de una clase dominante sobre otras, mediante la negociación, la conciliación y la justificación, funcionando como un instrumento del poder social, complementario a la coerción directa e indirecta.
Como resultado de la desarticulación del individuo respecto de las relaciones sociales que lo conforman, surgió la lógica del individuo psicológico, un individuo contemplativo frente al mundo y alejado de la vida social. El individuo solidario fue transformado en el individuo solitario. De esta manera, el individuo psicológico, en contraste con el individuo social, fue un individuo que podía estar dotado o no de facultades universales por condiciones biológicas (raciales, entre otras), que determinaban directa o indirectamente su posición en la jerarquía social. Al psicologizar al individuo social se eliminó al lenguaje como medio en el que tienen lugar y son posibles las relaciones sociales, y toda posibilidad de conocimiento, directo o indirecto, se localizó en una entidad interna, la consciencia.
A partir de Agustín de Hipona (426/2014, traducción castellana), la consciencia se constituyó en la entidad sede del conocimiento, con tres niveles distintos de fiabilidad y acceso a juicios verdaderos. Una primera consciencia, la menos fiable, se basaba en los sentidos, y el conocimiento provenía directamente de los objetos y acontecimientos en el mundo. Una segunda se basada en el razonamiento, abstrayéndose de la realidad empírica. Finalmente, una tercera consistía en la revelación por el contacto directo con la divinidad. En esta concepción, y las que se derivaron de ella, como fue el caso de Descartes, el lenguaje fue considerado un mero conjunto de signos empleados para denotar los contenidos de la consciencia como objetos o conceptos. Por este motivo, se consideró que la gramática del lenguaje no era otra cosa más que un reflejo de la gramática del pensamiento o razonamiento, supuesto que sigue manteniendo en gran medida la psicolingüística contemporánea.
La representación ideológica del individuo aislado y contemplativo descalificó la fiabilidad del conocimiento ordinario o sentido común, basado en el contacto directo con otros individuos o el mundo natural. El conocimiento verdadero era solamente aquel que provenía de la deducción racional (a la que no podían acceder los iletrados obviamente) o de la revelación divina. Es a partir de este argumento, desde el Renacimiento, y especialmente en nuestra época, que se ha contrapuesto el conocimiento científico, especialmente el formalizado matemáticamente, como conocimiento auténtico y fiable, al conocimiento del sentido común, como conocimiento falso o inexacto.
A finales del siglo XV de nuestra era el feudalismo comenzó a ser remplazado en Europa por un nuevo tipo de formación social, la de las monarquías absolutas y el capitalismo mercantil. El desarrollo del comercio entre naciones, el auge de la navegación de largo alcance, y las conquistas militares en América, África, Asia y Oceanía, impulsaron la creación de nuevas tecnologías y conocimientos científicos, así como la posibilidad de mecenazgos artísticos que dieran lustre a los nuevos Estados absolutistas. Fue así como el individuo psicológico se convirtió en las nuevas formaciones sociales en un individuo emprendedor al amparo de las justificaciones religiosas, políticas y científicas del orden mundial que se iniciaba. En el transcurso de los siglos XVI y XVII, las formulaciones empiristas y racionalistas del conocimiento se instauraron como criterio para juzgar la validez de las nuevas formas de relacionarse con un mundo que se ampliaba y transformaba rápidamente. En el ámbito de las tecnologías, el empirismo basado en la observación y verificación se consolidó como criterio de validación, mientras que en las disciplinas que concurrían en la formación de lo que hoy denominamos física, como paradigma del conocimiento científico, se fue imponiendo el racionalismo cartesiano, en un proceso implícito de negociación institucional con el poder eclesiástico. El empirismo aportaba riqueza y poder, mientras que el racionalismo aportaba hegemonía y justificación.
El conocimiento como facultad psicológica
La literatura filosófica y “científica” sobre el conocimiento, desde el siglo XVI, está centrada en el individuo psicológico como ente cognoscente. La llamada teoría del conocimiento o epistemología y la ética abordaron el problema del conocimiento y de la justificación moral desde la perspectiva de un individuo contemplativo frente al mundo, que a la vez tenía que valorar sus acciones con base en criterios racionales respecto de universales sobre lo ‘bueno’ y lo ‘malo’. El pensamiento de Descartes se convirtió en el fundamento de esta concepción del conocimiento, como un proceso individual contemplativo de naturaleza racional, basado en un método que daba certeza sobre la verdad o falsedad de lo percibido y creído.
No obstante que el problema tradicional del conocimiento, desde tiempos de Platón, se había planteado siempre como un problema relativo a la relación entre ideas y sensaciones, a partir de Descartes la cuestión tomó un nuevo giro. El método racional deductivo basado en la geometría, disciplina de los cuerpos “vacíos” de materia, fue propuesto para determinar la validez de dos tipos de ideas: las que provenían de los sentidos, que tenían que depurarse mediante la formalización racional, y las reveladas y evidentes por sí mismas, como la idea de dios o las de la geometría, verdades axiomáticas, por definición. Fue así como las nacientes ciencias de la naturaleza, además de acudir a los métodos de constatación empírica propuestos por Bacon (1620/1980, traducción castellana), tuvieron que recurrir a la formalización matemática para justificar su validez última, situación que, después de cuatro siglos, no parece haber cambiado mucho en lo que podríamos llamar el imaginario filosófico de la ciencia. A la vez, el método cartesiano, justificaba de antemano el carácter verdadero de toda conclusión fundamentada en las reglas deductivas de la demostración axiomática, impulsando el estudio de las distintas variedades de lógica formal y pensamiento matemático destinados a “validar” las proposiciones acerca del mundo empírico. Toulmin (1977), al comentar el planteamiento cartesiano, expresó que:
“… Las legítimas demandas de la razón en la teoría científica podían ser satisfechas, a un cierto costo. Un sistema de conceptos científicos formulado de manera apropiada podía reclamar autoridad intelectual, con la condición de que cubriera las normas de rigor y certidumbre establecidas por la geometría…. El ideal ha mantenido su encanto, y la mayoría de los epistemólogos filosóficos ha continuado considerando a la necesidad matemática como epítome del conocimiento y la certeza.” (p. 18)
Descartes trazó los criterios o reglas para juzgar el conocimiento verdadero en su Discurso del Método (1637/1980, traducción castellana). No entraré en detalles sobre todos los aspectos de esta obra, en la que Descartes fundamentó una epistemología, un método del conocimiento verdadero y una ontología, con base en un doble argumento circular, a partir del reconocimiento de la substancia espiritual, Dios, en la forma de pensamiento revelado (ideas innatas) al estilo de Agustín de Hipona. La duda cartesiana, expresada como un escepticismo frente al conocimiento basado en los sentidos, se resolvió mediante el reconocimiento de que lo único indubitable era la propia duda. Esta, una verdad evidente por sí misma, que no requería de ningún otro medio de constatación, le permitió afirmar que, si algo era él como substancia, era su pensamiento. Concluía que “Yo, soy mi pensamiento” y que, en esa medida, estaba constituido por dos substancias, una, material como todo cuerpo, sometido a los principios de la mecánica y otra, espiritual, regulada por los principios de la razón a la manera de la geometría deductiva. El hombre, así concebido, a diferencia de los animales, era una entidad doble (una terrenal dualidad en vez de una santísima trinidad) en la que cohabitaban o coexistían dos sustancias, una, corporal, material, compartida con los animales y los otros cuerpos físicos y, otra, espiritual, en la forma de un alma racional creada por la divinidad de la tradición judeocristiana. Al margen de la doble ontología propuesta por Descartes que justificaba los criterios y medios del conocimiento verdadero con base en dos entidades o substancias distintas en la misma persona, otra consecuencia de dicho planteamiento fue convertir al conocimiento en un proceso propio y exclusivo del individuo humano, en tanto individuo singular, gracias a la cesión divina de una entidad racional, pensante.
Con el paso de los siglos surgió una nueva divinidad que reemplazó al alma racional cartesiana: el cerebro humano, obra maestra de la evolución biológica. Plantear que la mente era una función compleja del cerebro, permitía superar el problema de la interacción de dos sustancias, una de ellas, el alma, sin extensión espacial. Además. el cerebro, a diferencia del alma, podía segmentarse en distintos niveles de conocimiento y de integración de las “pasiones”, las “sensaciones”, el “pensamiento” así como de la “voluntad”, respecto de las acciones o mecanismos del cuerpo como comportamiento. Inherente a esta propuesta, fue la concepción del lenguaje como un fenómeno biológico de naturaleza individual, compartido por los demás miembros de la especie, igual que la posición bípeda o cualquier otra característica filogenética producto de la evolución. Fue así como el cerebro se convirtió en la sede, sustento material del conocimiento, en la forma de consciencia interna del mundo externo.
A partir de la psicología fenomenológica hasta las modernas teorías de la mente o de la neurocognición, el propósito fundamental ha sido relacionar los distintos procesos o funciones de conocimiento en un sistema integrado compatible con la organización cerebral. Términos multívocos, propios de las prácticas del lenguaje ordinario, se han convertido en segmentos funcionales de esa supra-facultad psicológica denominada cognición. Se identifican como parte de ella a la percepción, a la memoria, a la imaginación, al pensamiento, al razonamiento, a la categorización y muchos otros términos semejantes. El lenguaje, considerada también otra función biológica, es vista como un equivalente a los lenguajes de máquina computacionales que se han convertido en ejemplares cotidianos, desde mediados del siglo pasado, para examinar y modelar la cognición. En este particular, es cuando menos paradójico que se tome como modelo del funcionamiento de la cognición a las estructuras y procedimientos de lo que se supone son su análogo artificial, las computadoras: la llamada inteligencia ‘artificial’ modela a la inteligencia ‘natural’.
Al postular a la cognición, como una facultad psicológica (y biológica) individual, se ignora la naturaleza, origen y sentido social del conocimiento, en cualquiera de las múltiples acepciones que cubre esta noción. El conocimiento, reconocido como “acto de consciencia” no puede reducirse a un simple destello paraóptico ante la luz de la razón, como lo supusieron Agustín de Hipona y Descartes. Mucho menos puede aplicarse el término conocimiento a la simple consciencia fisiológica, es decir, a reaccionar sensorialmente ante la presencia de estimulación. Siguiendo la metáfora paraóptica, se ha privilegiado a la visión como el sentido del conocimiento, en detrimento de los otros sentidos, con la cancelación simultánea de la motricidad y toda actividad práctica como criterios de conocimiento. Sin embargo, es imposible concebir alguna forma de conocimiento o de saber que no pueda ser expresado, declarado, descrito, transmitido o registrado mediante palabras. Es evidente que los destellos sensoriales o perceptuales no constituyen formas de conocimiento, como tampoco lo son necesariamente los actos repetitivos, estereotipados, característicos de la reactividad biológica, aun cuando sean efectivos en un sentido biomecánico o ecológico. Si estos actos no se pueden transmitir a otros vicariamente, en ausencia de las circunstancias, no pueden considerarse formas de conocimiento. De otra forma, se tendría que considerar a la replicación celular, como paradigma último de reproducción, como el epítome del conocimiento, y este sería una característica de cualquier forma de vida.
Soslayar al lenguaje como el medio o condición en que tiene lugar y sentido el conocimiento equivale a soslayar la naturaleza social, colectiva, históricamente acumulada y trasmitida del conocimiento. La concepción racionalista del conocimiento aísla al individuo de su entorno social, de modo que todas sus acciones, incluyendo las “mecánicas” (o biológicas), se consideran reguladas y dirigidas por el pensamiento. El lenguaje, en esta formulación, no es más que la fonación de las ideas, con base en la gramática u organización del pensamiento. La gramática del lenguaje se considera un reflejo de la gramática del pensamiento y, en esa medida, se supone que sus características se ajustan a las de esa alma racional cartesiana remplazada por sistemas computacionales en el cerebro. La teoría de Chomsky (1957) constituye un ejemplo paradigmático de esta concepción, que sigue vigente en diferentes versiones. Citaré en extenso a Descartes sobre este particular, en su Discurso del Método:
“… No hay hombre, por estúpido que sea, que no coordine varios vocablos formando partes para expresar sus pensamientos; y ningún animal, por bien organizado que esté, por perfecto que sea, puede hacer lo mismo… Y no procede esta incapacidad de la falta de órganos, porque la urraca y el loro pueden proferir palabras lo mismo que nosotros, y sin embargo no hablan del mismo modo, puesto que no piensan lo que dicen, y los sonidos que emiten no constituyen un lenguaje porque éste requiere un fondo que es el pensamiento. En cambio, los sordomudos, privados de los órganos que los hombres empleamos para hablar, inventan una serie de signos para comunicarse con sus semejantes. Estos hechos nos indican, no que las bestias tienen menos razón que el hombre, sino que carecen por completo de ella, porque no se necesita mucha razón para saber hablar. Por grande que sea la desigualdad entre los animales de una misma especie y entre los hombres, no es creíble que un mono o un loro, los más perfectos entre los de su especie, igualen a un niño de los más estúpidos o que esté perturbado, a no ser que tenga un alma de distinta naturaleza que la nuestra, cosa inadmisible. No hay que confundir las palabras con los movimientos naturales, que pueden ser imitados por máquina y por animales, ni pensar, como los antiguos, que las bestias hablan, aunque nosotros no entendamos su lenguaje. Si eso fuera verdad, puesto que tienen órganos semejantes a los nuestros, podrían hacerse entender de nosotros tan perfectamente como de sus semejantes.” (pp. 31-32)
Descartes planteó con toda claridad, primero, que las palabras como expresión del pensamiento no son lo mismo que los sonidos equivalentes articulados por los animales que carecen de alma. La diferencia no estriba en la acción misma de la emisión de los sonidos sino a su origen, que les dota de una organización o gramática que les da significado. Sería conveniente que los modernos cartesianos atendieran a este argumento cuando plantean equivalencias entre la llamada inteligencia artificial y el comportamiento humano al resolver problemas. En segundo lugar, es claro que Descartes, reconoce que los hombres inventamos los signos para comunicarnos entre nosotros en el caso de los sordomudos y, por lo tanto, puede suponerse que hacemos lo mismo también con las palabras que conforman nuestro lenguaje. Sin embargo, en su argumento, pasa de largo sobre este punto fundamental, pues la invención o construcción de un lenguaje de palabras o signos no puede concebirse como una mera coincidencia afortunada de todos los hombres que expresan así su pensamiento individual con un efecto colectivo. Tampoco es posible que los individuos se pongan de acuerdo en pensamiento para convenir en las palabras y organización de su lenguaje. Sería absurdo también suponer que, siendo el pensamiento, el alma racional, o la cognición una facultad dada, posibilitada por los órganos corporales, en este caso el cerebro, dicha facultad pueda operar paralela e independientemente en todos los individuos las mismas palabras y estilos de hablar, como manifestación de lo que se conoce y de lo que se decida que hacer y decir. ¿Cómo dar cuenta de la diversidad de lenguajes siendo la cognición una misma facultad compartida por todos los individuos? Huir del lenguaje ha sido huir de la naturaleza social del ser humano, auspiciando el mito del ser humano como la culminación del proceso evolutivo: el individuo (o su cerebro) pensante, núcleo de toda forma de conocimiento.
¿Conocimiento o modos de conocimiento?
La caracterización del conocer como un acto de contemplación del y frente al mundo por parte de los individuos se basó, fundamentalmente, en la percepción de las cosas y de los actos. No es sorprendente que se diera un cuestionamiento persistente en relación con qué era lo que en realidad se conocía y como se podían tener elementos de certeza de que dicho conocimiento era fiable y/o verdadero. Esta disyuntiva confrontó a tres tipos de conocimiento. Uno, fue el llamado sentido común, basado directamente en los sentidos y el contacto con las cosas y actos, como acontecimientos singulares. Otro, incuestionable por razones ajenas a cualquier método y sí por el temor a los castigos terrenales, tenía que ver con la revelación divina y su sistematización como teología. Finalmente, un tercero se basó en el conocimiento formal a partir de las primeras formulaciones pitagóricas, transitando de Platón hasta Descartes, que fusionó la revelación religiosa con el rigor deductivo de las demostraciones geométricas. Este último tipo de conocimiento, no solo se mantuvo con el desarrollo de las disciplinas formales como la lógica y algunas ramas de la matemática, sino que se constituyó en el paradigma del conocimiento verdadero, en el que la deducción puramente formal se transformó simultáneamente en criterio de certeza y fiabilidad. Se igualó, de manera equivocada, a la verdad, la certeza, y la confianza. Todavía, hoy en día, siguiendo esta tradición, se habla de la matemática como una ciencia exacta.
Suponer que el conocer y el conocimiento constituyen episodios o logros propios de un individuo contemplativo es una ilusión y un serio error conceptual que ha llevado a considerar que el sentido común es poco fiable, que solo el conocimiento científico es creíble por que el “método” en que se basa distingue lo verdadero de lo falso. En algunos países de Occidente, en los que a pesar de que el poder eclesiástico se ha debilitado, todavía se puede observar una pugna entre el conocimiento científico y el religioso, nada excepcional, como lo prueban los conflictos sociales relacionados con el aborto y la eutanasia, o los argumentos creacionistas sobre el origen del hombre, por ejemplo. No se trata de contraponer la ciencia al sentido común, o a la experiencia religiosa, pues representan distintas formas de relacionarse con el mundo natural y social. Al contrario, lo que se requiere es explorar las distintas formas existentes de conocimiento, como modos o maneras de relacionarse con el mundo, y distinguir sus criterios y fines.
Cada modo de conocimiento, desde esta perspectiva, posee características específicas, tanto de adquisición, conservación, reproducción, transmisión y aplicación y, en esa medida, a todas luces (para seguir con la metáfora óptica de la consciencia), carece de sentido plantear cuál de ellos es el conocimiento verdadero o correcto. Todo conocimiento y proceso de conocer están articulados en el lenguaje, como lo está toda actividad humana, que siempre forma parte de una práctica colectiva. La vida en sociedad no es posible sin lenguaje, que es transversal a todos los individuos, actividades e instituciones. A diferencia de las agregaciones animales, las formaciones sociales se regulan por relaciones convencionales que emergen siempre de la división social del trabajo y de la distribución de sus productos y servicios. No podría tener lugar ningún intercambio productivo y de servicios si no se pudieran diferir en tiempo y espacio las actividades especiales, no de cada individuo, sino de cada grupo o segmento de individuos. Esto es posible solo en y mediante el lenguaje. Lenguaje y vida social aparecieron juntos en la historia, y los procesos de conocer y el conocimiento, como episodios y resultantes de la vida social, solo pueden entenderse a partir de sus distintas formas de articulación en el lenguaje como una práctica social.
Así como las computadoras procesan y almacenan información, pero no conocen ni aprenden, los animales, al igual que los humanos, también aprenden, pero con la diferencia de que los humanos aprendemos con y mediante el conocimiento articulado en el lenguaje. Son varios los criterios para poder decir que se conoce mientras se hace algo o como efecto de haberlo hecho. Algunos de ellos, es que el individuo pueda decir que está presenciando o haciendo mientras lo hace, pueda describir lo que presencia o está haciendo, pueda expresar las razones por las que lo está haciendo o las circunstancias en que las que está presenciando algo, pueda mencionar las condiciones y los requerimientos para poder presenciarlo o hacerlo, pueda referirse a lo hecho o experimentado en un momento y lugar distintos a aquellos en los que ocurrió el episodio en cuestión, pueda relacionar lo presenciado y hecho con otros episodios, pueda hacer algo hecho previamente de manera pertinente en otra situación, pueda repetir lo hecho o referirse a lo presenciado como una demostración de su participación en un episodio determinado, y muchos otros más, dependiendo del modo de conocimiento involucrado. En todos los casos, los criterios se sustentan en el lenguaje, como condición de haber estado expuesto o presenciado algo o de haber hecho algo o aprendido algo. Obviamente, la satisfacción de esta diversidad de criterios permite que el conocimiento de lo presenciado y realizado se comparta con otros individuos, ya sea como transmisión directa, como ejemplo y enseñanza, como registro y conservación, o bien como aplicación efectiva.
Se puede afirmar que, en las diversas acepciones y formas del conocer y el conocimiento, ambos pueden identificarse de alguna manera con la participación de los individuos en lo que Wittgenstein (1953) refiere como ‘juegos de lenguaje’. Los juegos de lenguaje constituyen las diversas lógicas o gramáticas específicas que dan sentido a las distintas prácticas sociales. La forma más elemental de conocimiento es aquella en la que el individuo participa en un juego de lenguaje, y sabe que “las cosas son así”, es decir, está seguro, cree sin margen de duda, que lo que dice y lo que hace frente a las cosas y los demás en una situación determinada es lo pertinente, pero que no lo sería en otra situación. Es a lo que Wittgenstein (1969) se refiere cuando subraya que las propias prácticas del juego de lenguaje son constitutivas de sus reglas (o gramática) y que, en consecuencia, los fundamentos de dichas reglas o práctica no están fundamentados en nada externo a ellas. Simplemente están ahí, como nuestra vida, la vida misma (Rhees, 2003). El conocimiento y el conocer son consustanciales a toda práctica social, y en cada práctica, en cada tipo de participación en una práctica, se dan conocimientos y modos de conocer distintos. Conocer no es la función de una facultad psicológica individual, la cognición, que permite entender o categorizar el mundo. Conocer es compartir los criterios, los actos, los resultados, las circunstancias, las relaciones con las cosas y los otros, en una diversidad infinita de prácticas sociales. El conocimiento emerge solo en la práctica colectiva, y cada individuo, con base en su participación comparte distintos momentos y resultados.
Los distintos modos de conocimiento constituyen distintos territorios o geografías en donde tienen lugar una diversidad casi infinita de prácticas sociales y sus múltiples juegos de lenguaje. Considerando que ya he examinado con detalle los distintos modos de conocimiento y modos de conocer, sus conjunciones históricas, los criterios institucionales que delimitan su identificación y ejercicio, así como las modalidades de explicación o entendimiento que aportan a la vida humana (Ribes, 2018, 2021), solo los enumeraré para evidenciar la riqueza de formas y criterios de conocimiento. Contrasta esta aproximación al conocimiento con la aridez y esterilidad de la visión de un individuo no social, contemplativo, que busca como saber si el mundo que conoce es o no verdadero.
Hemos identificado distintos modos de conocer, como episodios individuales que tienen lugar cuando se participa en distintas prácticas sociales y que, en sí mismos, pueden conformar juegos de lenguaje específicos. Los modos de conocer no constituyen contactos psicológicos, sino contactos sociales. Del mismo modo, hemos identificado distintos modos de conocimiento institucionales. Los modos de conocer ocurren siempre originalmente en las prácticas del lenguaje ordinario y forman parte de las lógicas que fundamentan dichas prácticas. Sus criterios han sido adoptados, separadamente, por los modos de conocimiento institucionales, todos ellos derivados de y sustentados por el modo de conocimiento ordinario.
Los modos de conocimiento van desde el modo científico, el modo tecnológico, el modo religioso, el modo artístico/estético, y el modo formal, al modo ético/jurídico. En la vida práctica, así como los modos de conocer pueden tener lugar en los distintos modos de conocimiento, aunque no como criterios institucionales, estos últimos pueden a su vez conjugarse en distintos momentos y situaciones históricas. Los puntos de fusión han sido múltiples, destacando las conjunciones de los modos artístico, técnico y religioso, del científico, técnico y formal, y del técnico y ético/jurídico, entre otros. Cada uno de estos modos de conocimiento, derivados de y sustentados en el modo ordinario abren un horizonte extremadamente rico de distintos criterios de conocimiento, y de como estos criterios se han ido conformando en el transcurso de la historia humana, modulando la diversidad de relaciones entre los seres humanos y su entorno.
El remplazo del individuo psicológico aislado por el individuo social en convivencia, conduce a revertir el supuesto de que el conocimiento se da en última instancia en el pensamiento. Tal como lo señala Wittgenstein, el concepto de pensamiento es un concepto extensamente ramificado que contiene múltiples manifestaciones de la vida, y “sus” fenómenos son muy diferentes entre sí. No es un proceso o tipo de actividad especial. En contraposición al planteamiento cartesiano, proponemos que el conocimiento reside en las prácticas sociales como prácticas en el lenguaje y que, por consiguiente, las diversas formas en que “participa” el pensamiento son auspiciadas por el lenguaje y no al contrario. La gramática del lenguaje no es un reflejo de una supuesta gramática del pensamiento, sino que la organización del pensamiento no es más que la proyección y resultante de las posibilidades creadas por las distintas gramáticas o lógicas de los diversos juegos de lenguaje en las que ‘pensar’ participa. El conocimiento y conocer, como contactos con el ‘mundo’ siempre se dan en el lenguaje, y por esta razón lo desconocido no solo es aquello que no se ha presentado a o ha sido experimentado por los sentidos, sino aquello de lo que no hemos y de lo que no se nos ha hablado o escrito, incluyendo lo que no tiene nombre.
Referencias
Agustín de Hipona (426/2014, traducción castellana). La ciudad de Dios. CDMX: Porrúa.
Anscombe, G.E.M. (1976). Intention. Ithaca, NY: Cornell University Press.
Aristóteles (1981, traducción castellana). Etica Nicomaquea. CDMX: Porrúa.
Austin, J. L. (1962). How to do things with words. Oxford: Oxford University Press.
Bacon, F. (1620/1980, traducción castellana). Novum Organum. CDMX: Porrúa.
Chomsky, N. (1957). Syntactic structures. The Hague: Mouton.
Descartes, R. (1637/1980, traducción castellana). Discurso del método. CDMX: Porrúa.
Malcolm, N. (1963). Knowledge and certainty. Englewood Cliffs, NJ: Prentice Hall.
Rhees, R. (2003). Wittgenstein’s On Certainty. Oxford: Blackwell.
Ribes, E. (2007). On two functional meanings of ‘knowing’. En E. Ribes & J. Burgos (Coords.), Knowledge, cognition, and behavior (pp. 139-150). Guadalajara:Universidad de Guadalajara.
Ribes, E. (2011). Perception and consciousness as behavior-referred concepts. En E. Ribes & J. Burgos (Coords.). Consciousness, perception, and behavior: Conceptual, theoretical, and methodological issues (pp. 191-223), Nueva Orleans, LA: University Press of the South.
Ribes, E. (2018). El estudio científico de la conducta individual: una introducción a la psicología. CDMX: El Manual Moderno.
Ribes, E. (2021) Teoría de la psicología: corolarios. Granada: Co-Presencias.
Ribes, E., Pulido, L., Rangel, N., & Sánchez-Gatell, E. (2016). Sociopsicología: instituciones y relaciones interindividuales. Madrid: La Catarata.
Romanes, J. (1883). Mental evolution in animals. Londres: Kegan, Paul French & Co.
Ryle, G. (1949). The concept of mind. Nueva York, NY: Barnes & Noble.
Toulmin, S. (1977). Human understanding. Princeton, NJ: Princeton University Press.
Wittgenstein. L. (1953). Philosophical investigations. Oxford: Basil Blackwell.
Wittgenstein, L. (1969). On certainty. Oxford: Basil Blackwell.
Wittgenstein, L. (1967/1979, traducción castellana). Zettel. CDMX: UNAM.