Artigo
Tiempo, historia y política. Una reflexión comparativa sobre las conmemoraciones bicentenarias en México y Argentina
Time, history and politics: a comparative analysis on the bicentennial commemorations of the Argentinean and Mexican independence revolutions
Tiempo, historia y política. Una reflexión comparativa sobre las conmemoraciones bicentenarias en México y Argentina
História da Historiografia, vol. 11, núm. 27, pp. 142-172, 2021
Brazilian Society for History and Theory of Historiography (SBTHH)
Recepção: 30 Setembro 2017
Aprovação: 13 Abril 2018
RESUMO: El objetivo de este artículo es comparar las conmemoraciones oficiales del bicentenario de las Revoluciones independentistas que tuvieron lugar en México y Argentina. Por un lado, se busca analizar cómo dos gobiernos ideológicamente diferentes conmemoraron el Bicentenario y representaron la idea de revolución y, por otro, examinar las relaciones que dichos gobiernos establecieron con el tiempo histórico. Las fuentes utilizadas para alcanzar dicho objetivo son los discursos oficiales de los presidentes y las celebraciones bicentenarias. Las hipótesis que se busca demostrar es, en primer lugar, la de que, mientras México intentó construir una memoria reconciliatoria, en Argentina se procuró poner en evidencia las rupturas entre los actores del pasado y el presente. En segundo lugar, esas dos formas de conmemorar dieron lugar a dos representaciones diferentes de la idea de revolución y a dos maneras de representar la tríada pasado-presente-futuro.
PALAVRAS-CHAVE: Memoria, Bicentenario, Tiempo histórico.
ABSTRACT: The article aims to compare the official Bicentennial commemorations of the independence revolutions that took place in Mexico and Argentina. The first objective is to analyze how two ideologically different governments commemorated the Bicentennial and represented the idea of revolution. The second is to see the relationships that these governments established with historical time. The sources used to achieve these objectives are the official speeches of presidents and the bicentennial celebrations. The thesis to be demonstrated is, first of all, that while Mexico tried to construct a reconciliatory memory, Argentina attempted to show the ruptures between the actors of the past and the present. Secondly, these two forms of commemoration gave rise to two different representations of the idea of revolution and two ways of representing the past-present-future triad.
KEYWORDS: Memory, Bicentennial, Historical Time.
El ciclo de celebraciones del bicentenario de las revoluciones independentistas hispanoamericanas comenzó en 2009, en Bolivia y Ecuador, continuó en 2010, en Argentina, México, Venezuela, Chile y Colombia, y culminó en 2011, en Uruguay, Paraguay y El Salvador. Dichas celebraciones forman parte de lo que Pierre Nora (1992) llamó “la era de la conmemoración”, donde el pasado se reactualiza en el presente, creando escenarios privilegiados para analizar los vínculos entre historia, memoria y política. Cuando estamos frente a conmemoraciones oficiales, la “presentificación” del pasado que cada país exhibe depende de los derroteros históricos, de las diferentes memorias construidas sobre esos derroteros y de las configuraciones políticas, que seleccionan aquello que consideran que merece ser recordado, olvidado o reactualizado ( CONNERTON 1996).
Los gobiernos hispanoamericanos de turno aprovecharon, con mayor o menor intensidad, la oportunidad de esas fechas para recrear los mitos fundacionales de las naciones y expresar el lugar que, para ellos, debían ocupar en sus contextos políticos del presente. Si la primera operación fue común a todas las celebraciones bicentenarias, la segunda presentó variantes según las características de las coaliciones gobernantes y los conflictos políticos por los que atravesaba cada gobierno.
En esas variantes se concentra el presente artículo, cuyo objetivo es explorar comparativamente las conmemoraciones organizadas por el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina (2007-2015) y por el de Felipe Calderón en México (2006-2012). El análisis comparativo es particularmente fructífero en este caso porque, como sostiene Marc Bloch (1963), presenta cierta similitud en los hechos observados y cierta desemejanza en los ambientes en los que se produjeron. El año de 2010 encontró a México y Argentina con gobiernos ideológicamente diferentes. El kirchnerismo se autosituaba entre los gobiernos latinoamericanos que habían realizado “un giro a la izquierda” en la primera década del siglo XXI, mientras que el Partido de Acción Nacional (PAN) representaba el ala liberal-conservadora dentro del espectro ideológico mexicano.
En el marco de esas diferencias, ¿cuál fue el papel que los respectivos gobiernos le otorgaron a las conmemoraciones oficiales del Bicentenario y en qué horizonte de expectativas las inscribieron? El propósito de las siguientes páginas es, pues, doble: por un lado, se busca analizar las diferencias que presentaron las conmemoraciones y los discursos oficiales en las que éstas se apoyaron, y por otro, penetrar en las representaciones que emanaron de dichos festejos y en las relaciones que establecieron quienes estuvieron a cargo de organizarlos respecto del tiempo.
El tema de este artículo se inscribe en el vasto campo de estudio sobre memoria, especialmente en el de aquellos trabajos que analizan cómo los gobiernos recurren al pasado, lo conmemoran y lo recrean en aras de consolidar una identidad colectiva y de legitimar los cursos de acción del presente. Pollack (1989) sostiene que las memorias oficiales son intentos de definir y reforzar sentimientos de pertenencia que apuntan a mantener la cohesión social y a defender fronteras simbólicas.
Tal como sostiene Jelin (2007), la memoria guarda una temporalidad compleja, ya que el sentido del pasado se ubica en un presente y en función de un futuro deseado. Al referirse al tránsito del siglo XVIII al XIX, Javier Fernández Sebastián (2013) explica que las revoluciones dieron lugar a una temporalización de la política y a una politización del tiempo. La temporalización de la política es, en palabras de Fabio Wasserman, “un fenómeno distintivo de las sociedades post-revolucionarias, cuando toda acción o reflexión política presupone una concepción del tiempo con la que está entramada” ( WASSERMAN 2016, p. 13). A su vez, la politización del tiempo es un fenómeno que pone en juego diversas formas de vincular pasado, presente y futuro, las cuales se recrean y resignifican en las celebraciones de los mitos fundacionales de la nación, que tienen a las revoluciones como acta de nacimiento. Fernando Devoto afirma, en ese sentido, que las conmemoraciones son acontecimientos previstos y construidos que deben ser pensadas “no sólo en relación con las dimensiones profundas de la historia sino con su propia temporalidad, entendida tanto como el proceso concreto que lleva a su realización como ‘el horizonte de expectativas’ de aquellos que lo formulan o de aquellos que lo esperan” ( DEVOTO 2014, p. 18).
En toda conmemoración se revive de forma colectiva la memoria de un acontecimiento considerado como fundante de la sociedad y se busca rastrear en el pasado las raíces identitarias de la nación ( RODRIGUES DA SILVA 2002). Al analizar las conmemoraciones de la Revolución francesa, Mona Ozouf sostiene que los desfiles, discursos y monumentos se basan en cuatro afirmaciones: “aquellos a los que honramos son los mismos (entre ellos), nosotros somos los mismos (entre nosotros), nosotros seguimos siendo los mismos que en ese entonces y seguiremos siendo los mismos” ( OZOUF 2000, p. 143). A pesar de ese objetivo subyacente en toda conmemoración, la autora remarca una paradoja: mientras los festejos resaltan la homogeneidad, los eventos del pasado ponen en evidencia rupturas dramáticas; o dicho en otros términos, mientras las conmemoraciones reclaman una memoria reconciliatoria —lo que Ozouf denomina irenique—, se escandalizan con las discordancias.
Cabe preguntarse, entonces, cómo resolvieron los gobiernos de México y Argentina esa paradoja y qué tipo de memoria se buscó recrear en los Bicentenarios de 2010. ¿Se trató de una memoria reconciliatoria? ¿Cómo aparecieron representadas las discordancias? ¿Qué valores adoptó en cada caso la noción de revolución? ¿Qué puentes se trazaron entre pasado, presente y futuro?
A partir de esos interrogantes se intentará argumentar, en primer lugar, que, mientras en el caso mexicano prevalecieron los intentos de construir una memoria reconciliatoria que acentuara la homogeneidad por sobre las rupturas dramáticas del pasado, en el caso argentino dominó una construcción polarizadora que buscó poner en evidencia las discordias entre los actores del pasado que hacían llegar sus ecos al presente. Ambos gobiernos, además de establecer vínculos de diferente intensidad entre política e historia, adoptaron distintas formas de conmemorar el pasado en sintonía con las diversas modalidades bajo las cuales tramitaron los conflictos políticos del presente y en relación con las tradiciones conmemorativas heredadas de los respectivos gobiernos anteriores.
En segundo lugar, se postula que las estrategias que los oficialismos adoptaron en la arena política para tramitar sus conflictos se expresaron en dos formas distintas de pensar el tiempo, de inscribir el presente en los mitos de los orígenes de la nación y de representar la idea misma de revolución. Así, los usos políticos del pasado vienen en cada caso a recuperar dos tradiciones y dos maneras de representar la tríada pasadopresente-futuro, fundante de la modernidad política, y que se podrían estilizar en el siguiente enunciado: para el panismo, la revolución ha terminado, mientras que, para el kirchnerismo, la revolución no ha concluido.
La revolución como un pasado compartido
En 2010, México conjugó una doble conmemoración: la de los 200 años del inicio del proceso de independencia y la de los 100 años del inicio de la revolución zapatista. Las celebraciones estuvieron jalonadas por una serie de dificultades y contratiempos y recibieron numerosas críticas, tanto desde la opinión pública como desde el campo académico. A partir de 2005, se presentó una serie de problemas en los organismos encargados de su preparación, vinculados a los cambios de dirección de la comisión organizadora y a las denuncias realizadas por corrupción y despilfarro de los fondos públicos. El contexto en el que se encontraba el país tampoco favorecía el desarrollo de las celebraciones, ensombrecidas por las consecuencias trágicas de la guerra contra el narcotráfico. A su vez, la fecha del Bicentenario abrió un intenso debate acerca de la interpretación de la historia que se promovía desde el gobierno.
En ese sentido, es preciso destacar que, dentro del imaginario social mexicano como desde el punto de vista historiográfico, el momento revolucionario por excelencia es el proceso abierto en 1910 con la llamada “Revolución mexicana”, mientras que el momento de 1810, que culmina con la independencia en 1821, resultó siempre un proceso complicado de interpretar en clave revolucionaria. La Revolución mexicana absorbió el concepto mismo de revolución, dejando al fenómeno desatado un siglo antes en un estatus ambivalente que, a partir de allí, debió medirse con lo ocurrido en 1910 ( ÁVILA; MORENO 2008).
Ambos acontecimientos, la independencia y la revolución, generaron numerosas disputas en cuanto al uso público de la historia. A lo largo del siglo XIX, la historia mexicana se debatió entre perspectivas liberales y conservadoras que incidían sobre el presente y condicionaban el futuro ( PÉREZ VEJO 2010). Durante el siglo XX, la tradición revolucionaria de 1910 fue institucionalizándose gradualmente a partir del partido que se situó como su legítimo heredero: el Partido Revolucionario Institucional (PRI). El déficit democrático que exhibieron los gobiernos del PRI fue permanentemente compensado con una apelación a la legitimidad histórica que le confería el proceso revolucionario, lo que implicaba una visión de la historia de carácter lineal, acumulativo y teleológico que marcaba las continuidades de un rumbo que había sido establecido en 1910. Desde esa perspectiva, la historia nacional estaría definida por tres procesos benéficos e indisolublemente ligados: independencia-reformarevolución ( GARCIADIEGO 2012). Al analizar los festejos del sesquicentenario de la independencia, Virginia Guedea (2014) sostiene que la idea de revolución adoptó una multiplicidad de significados que se entrecruzaron: fue entendida como doctrina, como parteaguas de la historia de México, como proceso inconcluso y como orientadora de un rumbo a seguir.
En 2010, las celebraciones contaron con una particularidad en comparación con las del siglo XX: los festejos los organizaría un partido político conservador que había mantenido una férrea oposición al PRI desde su fundación en 1939 y que, mientras estuvo en la oposición, había cuestionado el relato histórico establecido por aquél durante los 70 años en los que había dominado el escenario político mexicano.
Uno de los interrogantes que se plantea a la hora de analizar las celebraciones del PAN es sobre si hubo ruptura o continuidad con la vieja historia de bronce sostenida por el PRI. Lo que señalan diversos historiadores es que el PAN, una vez en el poder, no buscó dar una visión alternativa a la vieja historia forjada por el PRI a pesar de pertenecer a una corriente nacional que, históricamente, se había opuesto a dicho relato ( AGUILAR RIVERA 2010; GARCIADIEGO 2012; LOAEZA 2012; MEDINA PEÑA 2009). El gobierno de Calderón se sentía, al igual que los gobiernos del PRI, heredero de la independencia, la reforma y la revolución. En tal sentido, Aguilar Rivera sostiene que “el camposanto patriótico está en paz” y que “esto es notable sobre todo cuando el partido en el poder tuvo, en sus orígenes, una visión propia y distinta de la historia de México” ( AGUILAR RIVERA 2010). Para Garciadiego (2012), al PAN le hubiera convenido ubicarse “como parte fundamental del más reciente eslabón del complejo proceso histórico mexicano, el del período de la transición a la democracia, en lugar de insistir en identificarse como parte de otra historia” ( GARCIADIEGO 2012, p. 361).
El hecho de que Felipe Calderón no se propusiera dar una batalla por la historia no significa que el PAN no tuviera una visión propia del pasado. Desde la década del 1930, se produjo el resurgimiento de una historiografía conservadora que cuestionaba la “historia oficial” de los gobiernos posrevolucionarios. La historiografía conservadora, que hundía sus raíces en los historiadores conservadores del siglo XIX, era defendida por los sectores de la derecha católica. El clivaje era entonces entre la historia conservadora y la “historia oficial” o “historia liberal”. La editorial JUS, vinculada al PAN, era el principal espacio desde donde se difundían sus ideas. A pesar de su heterogeneidad, la historiografía conservadora compartía un mismo ideario, que comprendía la defensa de la Iglesia frente a los masones, la reivindicación de una historia unida estrechamente a la acción de la Iglesia católica, la conquista, la colonia, la república conservadora y los cristeros. La defensa del hispanismo como fuente de la fe católica y del idioma era un punto clave en ese imaginario. A su vez, eran antirrevolucionarios y antiliberales y veían a Estados Unidos como fuente de la desunión de la nación.
Ahora bien, ¿por qué el PAN no ofreció una visión diferente de la historia de México y recuperó las líneas trazadas por la historiografía conservadora? Frente a esa pregunta, diversos autores esbozaron una amplia gama de respuestas. Para algunos, existiría una represión consciente y deliberada de los gobernantes, que se encontraron frente a la incómoda situación de pertenecer a una elite formada en una historia patria conservadora y que debió dirigir un país formado en una historia patria liberal y revolucionaria ( MEDINA PEÑA 2009). Para otros, si no se logró impulsar una historia conservadora fue más por abulia intelectual que por conformismo ideológico, habida cuenta que los miembros del PAN no conocerían una versión conservadora de la historia de México ( AGUILAR RIVERA 2010). Y Carrillo Luvianos (2010) sostiene que habrían sido varios los factores que explican esa continuidad, entre los cuales destaca la ausencia de figuras, dentro de la tradición histórica del PAN, que pudieran transformarse en íconos de veneración nacional.
Entre las diferentes contribuciones que contienen balances de las conmemoraciones de 2010, es posible destacar el libro coordinado por Erika Pani y Ariel Rodríguez Kuri (2012). Pani (2012) señala allí que el clima de época de los centenarios hispanoamericanos, donde habían primado el optimismo y los motivos para festejar, contrastó con el de los Bicentenarios, que se encontraron con una América Latina periférica y subdesarrollada. A pesar de los contrastes, los gobiernos recurrieron, según la autora, a dispositivos similares a los utilizados cien años atrás, aunque más efímeros y llamativos que permanentes y solemnes.
Verónica Zárate Toscano (2012) comparte esa perspectiva pesimista del resultado que arrojaron los festejos al describirlos como un fracaso conmemorativo en el que no se cumplieron las expectativas que habían generado ni se logró difundir una versión sólida de la historia. Javier Garciadiego (2012), en cambio, define los festejos de 2010 como “polifónicos” en la medida en que la presencia de un gobierno democrático y pluripartidista permitió que las celebraciones no adquirieran un significado ideológico único, lo que, en contrapartida, trajo como consecuencia una marcada desorganización en su preparación. Para Loaeza (2012), el clima de época del Bicentenario se caracterizó por una ausencia de consenso en el seno de la sociedad y entre la sociedad y el Estado, dado que el nacionalismo ya no ofrecía una base de acuerdo general.
Al analizar las vísperas de los festejos, algunos autores observaron que la idea de futuro ya no podía invocarse “como fundamento de esperanza ni como garantía de seguridad del presente” ( RABOTNIKOF 2010, p. 222) y que el pasado ya no era una fuente de legitimidad. En esa línea, sostienen que el concepto de revolución se habría desmontado como concepto histórico al dejar de operar como guía para el futuro. La revolución habría ido borrándose en los discursos de la transición y abandonando su condición de “memoria viva” al desaparecer en las dos décadas precedentes al Bicentenario la nostalgia que por ella y por sus valores había reactualizado el discurso público mexicano ( ALLIER MONTAÑO; HESLES BERNAL 2010).
En el marco de esas variadas perspectivas, existe un relativo consenso en señalar las dificultades que el partido gobernante tuvo frente a la idea de revolución. Efectivamente, durante la transición democrática mexicana, iniciada en las últimas décadas del siglo XX, la idea de revolución fue resignificada por los partidos políticos. Tal mutación no implicó que la idea de revolución haya desaparecido del imaginario político, sino que lo que se clausuró fue la disputa en torno a su significado y herencia al pasar a ser un pasado compartido por los diversos partidos. Y fue durante la presidencia de Felipe Calderón, en el contexto de las celebraciones del Bicentenario, cuando se hizo visible esa idea en la medida en que un partido liberalconservador, que se había opuesto históricamente a dicha tradición, se presentaba ahora como heredero de la revolución de 1910. En un discurso del 29 de enero de 2009, el presidente sostuvo: “Somos ahora, por encima de nuestras naturales diferencias, una misma Nación, heredera de la insurgencia, la reforma y la revolución” ( CALDERÓN 29/01/2009).
¿Cuál fue, entonces, la representación de la idea de revolución esgrimida por el gobierno mexicano, tanto en sus discursos como en los festejos, y en qué sentido la conmemoración permitió establecer un puente entre el pasado, el presente y el futuro de México?
En el primer aniversario de la revolución de 1910 que celebró, Calderón afirmó que el “Gobierno de la República reivindica la importancia del 20 de Noviembre en nuestro calendario cívico, porque esta fecha es patrimonio de México y legado para las próximas generaciones” ( CALDERÓN 20/11/2007). Por otro lado, en diversos discursos reivindicó a los héroes revolucionarios como aquellos que “se alzaron para hacer de México un país justo e incluyente, un país democrático” ( CALDERÓN 17/11/2007).
En las conmemoraciones de 2009, el presidente se interrogaba sobre el significado de la revolución mexicana:
Qué significa Revolución Mexicana hoy. Qué significa para quienes tenemos responsabilidades en uno u otro ámbito de la vida pública o de la privada, de la academia, de la opinión pública. Qué significa para los mexicanos. Leopoldo Zea, y hago mías sus palabras, afirmaba que la Revolución Mexicana, por diversas que sean las circunstancias dentro de las cuales se encuentre, podrá seguir significando el mismo ideal que significó en sus inicios: el de un México mejor, un México en el que la mayoría de los mexicanos pueda alcanzar el máximo de oportunidades que haga su felicidad ( CALDERÓN 20/11/2009).
De los discursos se desprende una clara reivindicación de los ideales revolucionarios que en poco difiere de la realizada en el pasado por el PRI. En tal sentido se podría afirmar que, para Calderón, la revolución adquiría el mismo significado que para “los mexicanos”: el ideal de un México mejor y el de un acontecimiento defendido por todos. Las cuatro afirmaciones que Mona Ozouf (2000) postulaba para la conmemoración de la Revolución francesa parecen reactualizarse en el caso mexicano al hacer suya la memoria reconciliatoria que la autora señala como propia de las celebraciones.
Efectivamente, la absorción que el PAN hizo de la revolución como asimismo de la independencia en el contexto del bicentenario estuvo siempre acompañada por un llamado a la unidad de los mexicanos. En un discurso ofrecido frente al mural de Diego Rivera en el Palacio Nacional, Calderón pidió “que el Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución no sean más en el mural confrontación y desencuentro, sino espacio vivo, concreto y luminoso de unidad y de solidaridad entre los mexicanos” ( CALDERÓN 08/03/2007). En la conmemoración del 20 de noviembre de 2007, sostuvo que “los ideales de la Revolución encontraron límite en su alcance, en buena medida con las fracturas y divisiones entre los mexicanos”.
Tal como se planteó en la introducción, esa memoria reconciliatoria estaba en sintonía con las estrategias bajo las cuales el gobierno buscó tramitar el conflicto político. Desde los inicios de su gestión, Calderón convocó a superar las diferencias y a priorizar aquellas dimensiones que todos los mexicanos compartían:
La conmemoración del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución en el 2010 serán motivo de fiesta, serán motivo de alegría y de orgullo para todos. Nos unirá el sentir nacional, aquel sentir que señalara Renán en su tiempo: el tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; el haber hecho juntos grandes cosas y querer hacer otras más. La existencia de la Nación es un plebiscito cotidiano ( CALDERÓN 08/05/2008).
La referencia a Renán aparece en más de un discurso de Calderón, recuperándose así un uso político del pasado que apuntaba a borrar u olvidar las diferencias que existían en el interior del cuerpo político para congregarse en torno al “sentir nacional”. La estrategia de evitar una revisión y confrontación con la memoria del pasado consagrada por el PRI está, sin duda, en sintonía con el propósito de generar una política de negociación y reconciliación con el resto de las fuerzas políticas en el presente que compensara la ajustada legitimidad electoral de Calderón.
El año de 2010 representaba, así, el momento en el que los mexicanos debían unirse para preservar la libertad conseguida en los dos eventos celebrados:
Por eso ante el pasado México tiene el deber de la reconciliación, México debe reconciliarse con su pasado, escribió Octavio Paz. 2010 debe ser el año de esa reconciliación, pero frente al futuro México tiene un deber aún mayor: el deber de la unión. 2010 deber ser también el año de la unidad en la pluralidad, que nada ni nadie puede vulnerar ( CALDERÓN 26/01/2009).
Además del énfasis colocado en la unidad y la reconciliación de los mexicanos, el gobierno de Calderón presentó la historia de los 200 años transcurridos como una suerte de evolución progresiva hacia un mejor presente: “Conmemoramos no sólo lo que logramos hace 200 años, sino lo que hemos hecho en 200 años. Lo que estamos haciendo en estos 100 años primeros del México revolucionario” ( CALDERÓN 09/06/2010). El eslogan utilizado durante las conmemoraciones fue: “200 años de ser orgullosamente mexicanos”. Ese eslogan, que aparecía en publicidades, folletería, actos y discursos, se ratificaba en los mensajes emitidos por el presidente: ““Son muchos y muy vivos los motivos por los que nos sentimos orgullosos de ser mexicanos, orgullosos de nuestros héroes, orgullosos de nuestras raíces, orgullosos de nuestra historia, y de todo lo que hemos construido en estos 200 años de ser Nación libre, soberana y poderosa” ( CALDERÓN 30/05/2010).
La imagen que revelan los difundidos tópicos oficiales es la de una visión homogénea y complaciente con el pasado que se sitúa en las antípodas de las visiones decadentistas de la historia.
Finalmente, en los fastos del 15 y 16 de septiembre de 2010, hubo un gran desfile de carros alegóricos en el Paseo de la Reforma —entre otros desfiles que se realizaron en esos días— que combinó una exaltación de la identidad mexicana con escenas de la historia de México. El desfile contaba con 9 escenas: la independencia, la revolución e insurgencia, fase prehispánica, héroes y mitos, colonia y barroco, la gran nación mexicana, suave patria, celebración de muertos y cultura popular. El segmento de la “revolución e insurgencia” —con toda la polifonía que ambos términos asumen en la historia de México— ponía el acento en el valor de la batalla y en el carácter bélico del acontecimiento y estuvo dividido en dos fases. La primera consistía en un batallón de marionetas que representaba la Revolución como “el último gran relato nacional sobre la épica de un cambio”. El batallón estaba acompañado por una gran esfera que representaba el “caos” revolucionario. La segunda fase estaba formada por un grupo de trabajadores que arrastraba una ruina, la “estatua fragmentada de un héroe anónimo”, que representaba a un arcano que era traído y reconstruido en el presente. Una vez que el desfile arribó al Zócalo, se levantó “el Coloso”, una figura gigante de 20 metros de altura y 8 toneladas. Ante la fuerte polémica que desató dicha figura, el gobierno negó que tuviera una identidad específica.
Imagen 1 - El Coloso del Bicentenario
Las imágenes con las que en el desfile se buscó representar a la Revolución fueron alegóricas. Al analizar los festivales de la Revolución francesa, Mona Ozouf (1991) explica que la alegoría era la forma de representación favorita para los revolucionarios porque, a diferencia del simulacro y el símbolo, era una imitación nominativa, una representación más asociada a la sustitución que a la reproducción. De esa manera se lograba mantener cierta distancia con la realidad y se buscaba evitar cualquier invitación a la violencia. El problema de la alegoría era que podía aburrir y fracasar en su intento de persuadir, tal como sucedió en México. Según mostraron las crónicas de los festejos, el público asistente tuvo muchas dificultades para reconocer los eventos o personajes que cada uno de los carros representaba. El carácter abstracto y alegórico con el que deliberadamente se buscó diseñar la estética del desfile, con escenas que remitían a héroes anónimos y desencarnados, seguramente no fue ajeno a la voluntad política del gobierno de no abrir disputas en torno al pasado.
La revolución como un proceso inconcluso
A diferencia del caso mexicano, la conmemoración del Bicentenario en Argentina se convirtió en un éxito masivo. Se calcula que 6 millones de personas asistieron al Paseo del Bicentenario entre el 21 de mayo y el 25 de mayo de 2010. El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner transformó los festejos en una suerte de momento mítico de la gestión.
El segundo contraste se observa en la menor repercusión que la realización de la conmemoración tuvo en el campo académico en comparación con lo que se verificó en el caso de la historiografía mexicana. En Argentina, los historiadores se abocaron a debatir las renovaciones historiográficas que el fenómeno revolucionario e independentista venía recibiendo en los últimos años respecto de los relatos patrióticos de la historiografía canónica, en vez de discutir el evento bicentenario en sí o las continuidades y rupturas que los discursos oficiales establecían con las líneas históricas precedentes. En todo caso, tales debates fueron más bien de carácter periodístico y abrieron en esa sede fuertes polémicas sobre los usos políticos de la historia.
La intensa recurrencia a la historia y al pasado por parte de Fernández de Kirchner estimuló tales debates. A diferencia del caso mexicano, en el que Calderón eligió no abrir la disputa por el pasado, Fernández de Kirchner planteó que era preciso reescribir el pasado para dar a conocer la “verdadera historia” frente a una “historia falsificada”. La contraposición entre una historia verdadera y una falsificada formaba parte de la tradición conocida como “revisionismo histórico”, que remite a un conjunto de interpretaciones nacidas en la década de 1930 por fuera de los ámbitos académicos y cuya característica principal residió en la crítica a una historiografía denominada genéricamente como “liberal” u “oficial”. Para los revisionistas, los relatos de la llamada “historia liberal” —representada por sus padres fundadores, Bartolomé Mitre y Vicente F. López, en la segunda mitad del siglo XIX—, escrita en un período de optimismo hacia el futuro, ya no eran adecuados para la Argentina posterior a los años 1930, caracterizada por la crisis del paradigma liberal y, en consecuencia, por el pesimismo que venía a reemplazar la noción de progreso que estaba en la base del liberalismo.
El peronismo hizo suya la visión revisionista de la historia luego de la caída de Perón en 1955 y dicha apropiación se dio entrelazada con los tópicos que aportaba la izquierda nacional en un período de intensa movilización social y política. El repertorio original revisionista se nutrió de ese nuevo clima más radicalizado para consagrar los tópicos que fueron su marca registrada: la recusación de la tradición política liberal, la reivindicación del nacionalismo y del antiimperialismo, la insistencia en teorías conspirativas entre intereses extranjeros y las elites económicas y políticas locales y la denuncia del modelo agroexportador como usina de dependencia en contraposición a un modelo industrialista nacional.
El triunfo de Perón en 1973 vino a consagrar desde el poder esa versión de la historia que, desde los años anteriores, venía propagándose hasta alcanzar una amplísima difusión en amplios sectores de la población que no se reducían a los círculos intelectuales ( CATTARUZZA 2003; GOEBEL 2013; HALPERIN DONGHI 2005). Con los gobiernos kirchneristas, especialmente con el de Cristina Fernández de Kirchner, el revisionismo encontró en el Estado un apoyo y reconocimiento institucional que se expresó en discursos, rituales y museos, así como en la institucionalización de esa línea interpretativa del pasado, con la creación, por decisión presidencial, del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego en noviembre de 2011. No habría aquí, como en México, una disputa entre una visión de la historia liberal y una conservadora, sino, más bien, entre la tradicional versión liberal iniciada en la segunda mitad del siglo XIX y las versiones críticas emanadas de las variantes que adoptó el revisionismo.
En ese contexto, las reflexiones historiográficas acerca de los festejos y las imágenes que el gobierno buscó transmitir se encuentran más fragmentadas. Como destaca Omar Acha (2011) en el balance que realizó, las posiciones interpretativas de los intelectuales estuvieron estrechamente condicionadas por los antagonismos ideológicos que rodearon a la conmemoración. El autor afirma que “no existe una síntesis dominante de los puntos de vista, los que por otra parte fueron modificándose con rapidez” ( ACHA 2011, p. 57). Juan Suriano (2015) también ofrece un balance en el que analiza el discurso político y el rol de los historiadores en los festejos. Con respecto a la primera cuestión, el autor sostiene que la interpretación del pasado ofrecida por el gobierno se “amoldó a la lógica polarizadora de la política”, deslizándose “hacia el anacronismo, el maniqueísmo y el autoelogio” (SURIANO 2016, p. 161). Esta visión ha sido matizada por Nora Pagano y Martha Rodríguez, quienes, al examinar algunas iniciativas artísticas como ciertos emprendimientos editoriales y multimediales promovidos por el Estado durante el Bicentenario con la participación y asesoramiento de historiadores, destacan la polifonía de voces e interpretaciones sobre el pasado ( PAGANO; RODRÍGUEZ 2015).
Otras contribuciones han hecho hincapié en los aspectos multiculturales de los festejos para coincidir en que el relato del pasado elaborado por el gobierno rompió con las narrativas de un pueblo argentino homogéneo, blanco y de raíces europeas ( ADAMOVSKY 2012; RUFER 2012; MOLINARO 2013). Esto se evidenció en el desfile del Bicentenario, en el que participaron numerosos actores afroargentinos e indígenas. Pablo Ortemberg (2013/2014), por su parte, analiza detenidamente el papel que desempeñó el novedoso espectáculo del video mapping utilizado en diversos países —incluida Argentina— durante las celebraciones de 2010 y reflexiona sobre las nuevas tecnologías y las narrativas que expresan en las conmemoraciones bicentenarias.
Finalmente, es preciso señalar la publicación del libro Bicentenario argentino: celebrar en las calles, ser parte de la historia ( GUTMAN et al. 2016 ), en el que se reúne y sistematiza información y testimonios sobre las celebraciones que tuvieron lugar entre el 21 y 25 de mayo de 2010 en Buenos Aires. El libro fue encargado por la Unidad Ejecutora del Bicentenario de la Presidencia de la Nación con el objetivo de registrar los acontecimientos para luego difundirlos. La información allí recopilada está acompañada por una contextualización e interpretación de las fiestas en las que predomina el tono laudatorio. El prólogo del libro fue escrito por la entonces presidenta de la nación, donde sostiene que el Bicentenario fue una oportunidad para repensar la Argentina y que eso no “era sólo un ejercicio intelectual sino que tenía un carácter refundacional” ( GUTMAN et al. 2016 , p. 9). La idea de que el Bicentenario y, por lo tanto el kirchnerismo, representaba un momento refundacional en la política permearía los diversos discursos de la presidenta en torno al pasado y el presente.
A diferencia de México, en el caso argentino, la idea de revolución se filiaba a 1810, mientras que el momento del Centenario quedó asociado en el discurso oficial al último tramo de un régimen conservador y oligárquico. Las representaciones del pasado revolucionario esgrimidas por Fernández de Kirchner estaban, así, enmarcadas en una idea central: la revolución había quedado inconclusa. Por tal motivo, la presidenta convocó a una “gesta del Bicentenario” que terminara la “tarea inconclusa de los hombres y mujeres que desde el 25 de Mayo de 1810 soñaron con un país diferente” ( KIRCHNER 16/11/2011). El gobierno kirchnerista se presentó a sí mismo como el encargado de llevar adelante esa tarea hasta su destino final, tal como lo habían hecho los hombres de la generación del ’37 del siglo XIX al presentarse como continuadores de los héroes revolucionarios y, a su vez, los encargados de completar la tarea inconclusa de aquéllos.
En la conmemoración de la Revolución de Mayo de 2013, luego de una larga enumeración de las políticas adoptadas por el gobierno, la presidenta expresó que:
Hemos logrado articular esto, y este es el mejor homenaje que podemos hacer a esos hombres y a esas mujeres que liberaron un pueblo hace 203 años, pero que la tarea había quedado inconclusa, porque todavía estamos peleando también ya no por la libertad, sino por la igualdad que es el gran signo de esta década y de las que vendrán ( KIRCHNER 26/05/2013).
La realización en el presente del sueño revolucionario reactualizaba los valores e ideales encarnados por algunos de sus héroes. Para lograr ese objetivo no sólo se precisaba un gobierno que lo impulsara, sino también ciudadanos que con “valor y coraje” defendieran “los sagrados derechos de la libertad y de la igualdad” como 200 años atrás lo habían hecho los “hombres y mujeres que enfrentaron al ejército más poderoso en aquel momento” ( KIRCHNER 19/04/2010).
La figura de Belgrano, caracterizado como el prócer favorito de la presidenta, reunía los diversos atributos del héroe revolucionario:
Esta es una nueva epopeya, como la del éxodo de Belgrano, como la del Éxodo Jujeño […] A esta epopeya por la igualdad de oportunidades, por la distribución del ingreso, por la justicia territorial, es a la que estamos convocando a todos los argentinos de bien, millones y millones saben que estamos en el camino correcto y que habrá dificultades, siempre las hay ( KIRCHNER 08/05/2008).
La invocación de las dificultades unía a los revolucionarios de ayer con la voluntad de cambio que el gobierno le imprimía al presente. En un discurso en conmemoración por el Día de la Bandera en 2010, Fernández de Kirchner explicó que, durante el Éxodo jujeño, “algunos ricos que se negaron a quemar o a abandonar lo que tenían y preferían negociar con el enemigo, fueron fusilados por el general Belgrano por traidores a la Patria”. Este gesto del prócer era justificado con la afirmación de que “muchas veces […] hay que tomar decisiones que molestan por ahí a los que más tienen, porque si no la solidaridad es sólo un ejercicio retórico, porque si no la generosidad es sólo un discurso para las campañas” ( KIRCHNER 20/06/2010).
El espejismo que el discurso de la presidenta trazaba entre los conflictos del pasado y del presente se repitieron con distintas variantes durante toda su gestión; una operación que se inscribió en la búsqueda deliberada por trazar una genealogía histórica que legitimara el carácter polarizador que había adoptado el oficialismo en su estrategia política y discursiva.
Ese carácter polarizador se puede rastrear más nítidamente desde el año de 2008, cuando se abrió un conflicto entre el gobierno y los sectores agroexportadores. Existe cierto acuerdo en la literatura en torno a la profundización del rumbo, la radicalización o el giro populista que adoptó el gobierno a partir de ese momento ( NOVARO; BONVECCHI; CHERNY 2014; SVAMPA 2013). La distancia y la confrontación entre el oficialismo y la oposición se profundizó rápidamente, reflejándose en los discursos presidenciales a través del uso de un nosotros representado por el kirchnerismo y un ellos personificado por una multiplicidad de antagonistas que cambiaban según el contexto: las corporaciones rurales, los medios de comunicación, los partidos políticos opositores o algunos sectores del sindicalismo.
Las tensiones experimentadas en el presente se trasladaron a las visiones del pasado, creándose cadenas de equivalencias entre quienes habían buscado desplegar los ideales revolucionarios de igualdad y libertad y quienes se les habían opuesto a lo largo de un ciclo que, para el kirchnerismo, no se limitó al siglo XIX, sino que continuó vigente en los dos siglos de historia que separaban 1810 de 2010. La genealogía trazada en ese largo ciclo presentaba momentos negativos del pasado con los que se establecía una ruptura y momentos positivos con los que se buscaba marcar continuidades. Si el momento del Centenario figuraba entre los primeros, los años 70 del siglo XX se encontraban entre los segundos. La reivindicación de la militancia setentista y de sus valores e ideales buscaba abarcar un colectivo amplio que hacía hincapié en el rol de la juventud, heredera de un legado interrumpido por el terrorismo de Estado. Aquellos ideales y valores quedaban así filiados a los de 1810, mientras que sus sucesivas interrupciones quedaban filiadas a sectores, grupos o intereses que tanto en el pasado como en el presente se oponían al despliegue del rumbo inconcluso de la revolución celebrada en 2010 ( PEROCHENA 2016).
Tal cadena de equivalencias se reconoce en la expresión “200 años de frustraciones”, utilizada reiteradas veces por la presidenta:
Saber que estamos en una misma pelea que es la de revertir 200 años de frustraciones, de desencuentros, de fracasos. Siento, créanme, en el fondo de mi corazón que no tenemos derecho a equivocarnos otra vez. Nos hemos equivocado demasiado los argentinos, nos hemos enfrentado demasiado, hemos creído que algunos podían imponerse por sobre los otros y, tal vez, mi generación y nuestro espacio político, que tal vez haya sido el más castigado en toda la historia, haya hecho el aprendizaje histórico. Por eso hoy convocamos de esa historia de fracasos a esta nueva Argentina en que estamos construyendo éxitos y un lugar en el mundo a no desperdiciar esta fantástica oportunidad que tenemos y que venimos ejecutando desde 2003 ( KIRCHNER 24/04/2008).
El kirchnerismo venía así a erigirse en un nuevo origen frente a un pasado que era leído en clave decadentista, revelando la vocación refundacional que lo inspiraba. Desde esa perspectiva puede interpretarse la contraposición entre dos momentos marcados por un punto de inflexión en el año 2003, cuando Néstor Kirchner ganó las elecciones presidenciales. En casi dos siglos de historia, el país habría vivido dominado por los fracasos, desencuentros y frustraciones que venían a redimirse y corregirse desde 2003. El clima de las celebraciones del Bicentenario representó un instrumento muy eficaz para exhibir esa vocación refundacional y para establecer líneas históricas que ubicaban al nosotros y al ellos en fronteras que replicaban los conflictos del presente.
Finalmente, al igual que en México, el festejo del Bicentenario en Argentina contó con una diversidad de desfiles entre los que cabe destacar el desfile histórico realizado el 25 de mayo de 2010. Allí se representaron diversas escenas de la historia y cultura del país, de las cuales dos se correspondían con el momento revolucionario. Una simbolizaba el Éxodo jujeño liderado por Belgrano —su inclusión había sido solicitada explícitamente por la presidenta— y estaba compuesta por un amplio grupo de personas que se trasladaba con carretas llenas de alimentos, abrigos y ropa acompañados por hombres y mujeres que tocaban bombos. En un momento, se encendían antorchas que guiaban a las personas en la caminata por la noche. La segunda escena simbolizaba el Cruce de los Andes — que comandó el general San Martín en 1817— a partir de un ejército de granaderos que marchaba bajo una gran nevada que caía sobre ellos, acompañados de indígenas y criollos que los guiaban entre las montañas.
En las dos escenas, en contraste con los festejos de México, la forma de representación elegida no fue la alegoría sino el simulacro. No se buscaba allí sustituir, sino reproducir el pasado y, mediante su reproducción, traerlo al presente reduciendo la distancia que los separaban. El público al que estaban destinadas esas escenas del desfile debía conmoverse e identificarse con los personajes y acontecimientos; algo que difícilmente podía generarse con las representaciones alegóricas de la Revolución en México.
Pasado-pasado y pasado-futuro
La comparación entre las representaciones del pasado que emanaron de las celebraciones del Bicentenario en Argentina y México revela la memoria reconciliatoria que buscó imponer el gobierno mexicano en contraste con la memoria polarizadora del gobierno argentino. Mientras el primero postulaba la consigna de “200 años de ser orgullosamente mexicanos”, el segundo convocaba a superar “200 años de frustraciones”. Ante la vocación de Calderón de homogeneizar a los diversos actores del presente tras una imagen optimista y sin conflictos del pasado, se erigió la visión decadentista de la historia que dominó los discursos de Fernández de Kirchner y en la que el pasado regresaba con sus disputas y divisiones en el presente.
Esas imágenes no fueron ajenas, como dijimos, a las formas de concebir las estrategias políticas para tramitar los conflictos con los partidos y grupos de oposición por parte de ambos gobiernos. La política como radicalización del conflicto tuvo, durante el kirchnerismo, un correlato en las formas que adoptó la construcción del vínculo entre pasado y presente, estructurado como la división entre quienes habían luchado por encarnar durante dos siglos las promesas incumplidas de la Revolución y quienes habían representado alternativamente las fuerzas retrógradas que habían buscado impedirlo. Para el panismo, en cambio, la política se presentaba como un mecanismo de moderación del conflicto en sintonía con el intento de pacificar las representaciones existentes en torno al tormentoso vínculo entre pasado y presente, entre fuerzas revolucionarias y antirrevolucionarias en las diversas coyunturas que atravesaron los dos siglos.
En ese punto, las diferencias de los derroteros históricos de ambos países también incidieron en las formas de concebir la temporalidad. La coyuntura de 1910 fue para la Argentina un momento de apogeo económico que los fastos del Centenario buscaron exhibir en una suerte de autocelebración de la nación pujante. Fernando Devoto afirma, en ese sentido, que, si los festejos convencionales por la Revolución se caracterizaron en Argentina por una “variación entre presente y pasado (un pasado en el presente o mejor, un pasado excusa para ese presente)”, la conmemoración del Centenario de 1910 “enfatizó mucho más la dimensión de futuro” ( DEVOTO 2014, p. 24).
Si seguimos la pista que propone Devoto, se podría afirmar que las representaciones de la temporalidad en los Bicentenarios aquí analizados fueron diversas porque estuvieron en relación con los distintos derroteros históricos trazados en ambos países, con las diferentes valores que el concepto de revolución asumió en las respectivas memorias históricas y con los horizontes de expectativas que tuvieron en el presente.
La concepción del tiempo que atraviesa, entonces, ambas experiencias bicentenarias recolocan en un espacio central al concepto de revolución. En México, para establecer una distancia irreductible entre el pasado remoto y el presente: la Revolución ya no era disputada porque todos se reivindicaban como sus herederos y por ello se presentaba como un pasadopasado concluido. En Argentina, en cambio, fungió para reactualizar el pasado en el presente y para promover la idea de una revolución inconclusa que se presentaba como un pasadofuturo. Los ideales revolucionarios de 1810 permanecían vivos a la espera de un gobierno capaz de encarnarlos y cristalizarlos bajo la promesa de una sociedad mejor.
Desde esa perspectiva, y ya para concluir, algunos autores sostienen que el surgimiento de la memoria como un aspecto central de la cultura y de la política en el cambio de milenio puede ser explicado por la incertidumbre frente al futuro. El ejemplo del final de la experiencia socialista en Occidente habría llevado a una nueva forma de experimentar el tiempo en el que el porvenir ya no funciona como guía para la acción ( HUYSSEN 2007; LOWENTHAL 1998; NORA 2009). La opacidad del futuro tendría como contracara un vuelco hacia el pasado y la “ola memorial” —en palabras de Jaques Revel— se daría en sociedades que “ven su presente como incierto y el futuro como opaco” ( REVEL 2014, p. 15).
A la luz de lo dicho hasta aquí, cabe preguntarse si la reflexión precedente es extensible a los dos casos analizados y si estaríamos frente a un nuevo momento en el que, como afirma Reinhart Koselleck (1993) para el tránsito del siglo XVIII al XIX, se produjo un nuevo entrelazamiento entre pasado y futuro, entre los espacios de experiencia conocidos y los horizontes de expectativas. Por cierto que lo desarrollado en estas breves páginas no puede responder a ese interrogante. No obstante, ambos casos parecen expresar modalidades diversas. En México, la incertidumbre y opacidad hacia el futuro que en gran parte ensombreció los fastos bicentenarios no se reflejó en un vuelco hacia el pasado si consideramos que la relación entre historia y política fue para el panismo de baja intensidad. La memoria reconciliatoria que se reivindicó no ancló en una voluntad omnipresente de recurrir al pasado como herramienta política de consolidación y legitimación. En Argentina, en cambio, el vínculo entre historia y política fue de alta intensidad, como lo fue la recurrencia al pasado en una operación de memoria muy omnipresente. Sin embargo, esa explosión memorialista no estuvo teñida por una actitud vacilante con respecto al futuro, sino alentada por una idea prometedora del porvenir. La vocación refundacional de los gobiernos kirchneristas abría un horizonte de expectativas que poco lugar dejaba —o pretendía dejar— a la incertidumbre. Una muestra simbólica de ese horizonte se exhibió durante el desfile por los festejos del Bicentenario: una de las 18 escenas se titulaba “El futuro”. En ella aparecía un gran globo transparente en cuyo interior podía verse un grupo de niños con uniformes escolares, maestros y científicos. Esa era la imagen que el kirchnerismo buscaba dejar impresa para el porvenir.
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