Artículos
La vigencia de la doctrina Monroe a doscientos años de su enunciación
The enduring relevance of the Monroe doctrine two hundred years after its enunciation
La vigencia de la doctrina Monroe a doscientos años de su enunciación
Foro internacional, vol. LXV, no. 1, pp. 123-157, 2025
El Colegio de México A.C.
Received: 01 April 2024
Accepted: 01 December 2024
Resumen: Este artículo analiza la vigencia de la doctrina Monroe en la política exterior estadounidense hacia los países del continente americano, a doscientos años de su formulación. Desde la perspectiva de análisis de sistemas-mundo, se argumenta que esta doctrina ha permanecido como un mecanismo de intervención de Estados Unidos (EE.UU.) en el continente. Para sustentar este razonamiento, se revisan continuidades y semejanzas en la política exterior de EE.UU. de tres presidentes, cuyas políticas y estilo suelen considerarse antitéticos. El estudio identifica tres ámbitos de continuidad en la instrumentalización de la doctrina: la contención de la influencia rusa y china, la militarización del combate al narcotráfico como mecanismo de intervención regional y la oposición a gobiernos nacionales-populares. Se concluye que las variaciones en el despliegue de la doctrina Monroe responden más a ajustes tácticos y coyunturales que a cambios sustantivos en los principios que guían la política exterior estadounidense hacia América.
Palabras clave: Doctrina Monroe, política exterior, geopolítica, imperialismo, relaciones interamericanas.
Abstract: This article examines the enduring relevance of the Monroe Doctrine in U.S. foreign policy toward the Americas, two hundred years after its formulation. Adopting a world-systems analysis perspective, it argues that the Doctrine has persisted as a mechanism for U.S. intervention in the region. To support this claim, the article reviews continuities and similarities in the foreign policies of three U.S. presidents whose policies and styles are often seen as antithetical. The study identifies three areas of continuity in the deployment of the Doctrine: the containment of Russian and Chinese influence, the militarization of counternarcotics efforts as a means of regional intervention, and opposition to national-populist governments. It concludes that variations in the implementation of the Monroe Doctrine reflect tactical and situational adjustments rather than substantive changes in the principles guiding U.S. foreign policy toward the Americas.
Keywords: Monroe Doctrine, foreign policy, geopolitics, imperialism, Interamerican relations.
Para crear debes ser consciente de las tradiciones, pero para mantener las tradiciones debes de crear algo nuevo.
Carlos Fuentes
Introducción
El 2 de diciembre de 2023 se cumplieron doscientos años de haber sido enunciada una de las más sólidas y auténticamente imperialistas doctrinas de política exterior de Estados Unidos: la doctrina Monroe. Para los pueblos de América,2 las distintas estrategias por medio de las cuales los gobiernos estadounidenses, desde 1823, han proyectado sus intereses estratégicos en el continente no han sido más que variaciones coyunturales o circunstanciales (corolarios) de los principios geopolíticos inscritos en el corazón de aquélla. Para una parte sustancial de la academia estadounidense (y de las americanas fuertemente influidas por ella), sin embargo, esta doctrina es susceptible de interpretarse en términos mucho menos lineales que los de una política exterior imperial y, en cambio, se piensa también en ésta, con profusión, como un recurso de defensa de la soberanía de los Estados americanos ante amenazas extracontinentales.
Para los pueblos de América, en este sentido, la univocidad de esta doctrina tiene que ver con el hecho de que su sistemática invocación (explícita o no) por las élites políticas y corporativas estadounidenses garantiza que aquel país se sostenga como la potencia dominante en la región. Esta invocación justifica por igual el recurso a la fuerza y la violencia (como en la promoción de golpes de Estado y el sostenimiento de dictaduras cívico-militares afines) que el despliegue consensuado de su proyecto civilizatorio de larga duración: un tipo de modernidad que apuesta por una virulenta disposición a buscar “la salvación eterna (celestial) a través de la entrega compulsiva [a un] comportamiento moral concebido para garantizar la supervivencia en condiciones de “amenaza total” a la vida humana”.3 Esto es, su destino manifiesto.
Entre la literatura especializada reciente que reivindica los aspectos positivos que tuvo y tiene esta doctrina para América, por el contrario, el consenso apunta al reconocimiento de la flexibilidad de la que goza para ser interpretada de los más variados modos, según lo demande el contexto imperante. Juan Pablo Scarfi,4 por ejemplo, destaca cómo las repúblicas americanas se acogieron a ella como un medio de defensa panamericano y como fuente de una tradición propia de derecho internacional contra el intervencionismo europeo. Jay Sexton5 defiende que las palabras de Monroe en 1823 no evolucionaron en doctrina al amparo de un proyecto unitario, predefinido y coherente, sin complicaciones y contradicciones (como las distintas interpretaciones que de ella hicieron el Norte y el Sur en medio de la Guerra Civil). Gretchen Murphy6 evidencia sus efectos domésticos en la construcción de una cultura política irreductible al imperialismo y al excepcionalismo. Y Willem Theo Oosterveld7 ha problematizado el matiz republicano que se buscó darle en distintos momentos de la historia estadounidense.
En medio de ambas posturas -por lo demás irreconciliables-, la discusión que propone este artículo toma partido por problematizarlas dialécticamente pues, sin negar la diversidad de interpretaciones que desde la academia se han hecho de las palabras de Monroe y de sus sucesivos corolarios, reconoce que, en el fondo de la planeación, la organización, el control y la ejecución de la política exterior estadounidense hacia América pervive cierto contenido geopolítico originario y elemental, verificable en la continuidad con la que se desarrollan las relaciones bilaterales y multilaterales de Estados Unidos (EE.UU.) con los Estados americanos, sin importar que en la presidencia de ese país se halle en funciones un demócrata o un republicano, un personaje de extrema derecha como Donald J. Trump, un liberal de centro clásico como Barack Obama o un conservador radical, como George W. Bush.
Así, con la perspectiva de análisis de sistemas-mundo, se asume aquí que la supervivencia de esta doctrina como recurso de intervención en América se debe a cierta vocación imperial inscrita en el corazón mismo de los principios políticos que la animan y en la visión geopolítica que defiende. Pero también al hecho de que los dos siglos de historia que han seguido a su formulación original se caracterizan por ser, para EE.UU., aquellos en los que esta potencia experimentó la larga duración de su ciclo hegemónico dentro del sistema-mundo moderno capitalista. De ahí que, sin desconocer las variaciones que la doctrina Monroe ha presentado en cada administración desde 1823 -y sobre todo desde que, después de sobrevivir a su Guerra Civil, por fin estuvo en condiciones de asumir su rol imperial en el continente americano-, sea necesario no obviar que esas diferencias contextuales acentuadas por los estilos personales de gobernar de cada mandatario se inscriben en un diseño y en una estrategia mucho más amplia, histórica y geográficamente, de liderazgo sistémico de sus élites.8
Problematizada de esta forma, la acusación que hacen de esta doctrina los pueblos y el pensamiento crítico de América, así como la defensa que de ella se hace desde la ciencia política anglosajona y sus centros de difusión entre los Estados americanos, lejos de representar dos visiones antitéticas de un mismo problema, son dos términos constitutivos de una misma ecuación en la que en un caso se coloca mayor énfasis en la coerción y, en el otro, se hace lo propio con el consenso. En ambos, no obstante, el proceso histórico señalado es el mismo: el de la construcción, consolidación, decadencia y crisis de la hegemonía estadounidense en la economía-mundo, en que el momento actual, desde 1967-1973,9 es aquel en el que se experimenta el tránsito de un Estado de decadencia a uno de crisis, objetivado en una estructura de poder global multipolar y de reequilibrios.
Dicho lo anterior, la elección de los gobiernos de Bush hijo, Obama y Trump como material de contraste respecto de los principios geopolíticos de la doctrina Monroe obedece a la necesidad de situar la instrumentalización que hicieran de ella en un contexto marcado por una doble crisis: la coyuntural de la hegemonía estadounidense y la de larga duración por la que atraviesa el capitalismo global. La primera, triangulada por la competencia global con China, Rusia y la Unión Europea (específicamente Francia y Alemania) y su posicionamiento en América, y10 la segunda signada por el desafío existencial (para el capitalismo y la vida orgánica en el planeta) que supone el cambio global antropogénico de raíz capitalogénica. Todo lo mencionado debe leerse a la luz de las resistencias que los intereses estadounidenses han encontrado a su paso en América desde comienzos del presente milenio, producto de la disputa en curso entre dos movimientos históricos de signo contrario, hoy en igualdad de circunstancias en cuanto a sus procesos de acumulación de fuerzas: por un lado, uno de rebelión nacional-popular en contra del neoliberalismo en la región y, por el otro, uno de reacción “retrotópica”,11 de contenido aún polimorfo, ante esa rebeldía de las masas.
En medio de una profusa producción literaria que observa en las presidencias de Bush hijo, Obama y Trump rupturas y discontinuidades, en donde George W. Bush aparece como el personaje que abandonó la doctrina Monroe para concentrar esfuerzos bélicos en Oriente Medio, Obama es visto como el liberal que rompió con el sueño imperial estadounidense en América, y a Trump se le presenta como el nacionalista que volvió a aislar a su país de sus compromisos internacionales. Esta investigación se suma a un cúmulo minoritario, pero sustancial, de investigaciones que ponen cada vez más de relieve las continuidades presentes entre estilos tan distintos de gobernar y de ejercer la política exterior de EE.UU. hacia América. Además, en ese marco, este artículo se suma a la escasa literatura especializada en este tema producida desde la perspectiva de los análisis de sistemas-mundo.
El proyecto continental inscrito en la doctrina Monroe
Uno de los principales problemas de la interpretación histórica del significado profundo que tiene la doctrina Monroe en la planeación, la organización, el control y la ejecución de la política exterior estadounidense, desde 1823, tiene que ver con el hecho de que, tradicionalmente, ha sido reducida al mantra que -supuestamente- mejor sintetiza y expresa su contenido político: ese que reza América para los americanos. Cuando el análisis de dicha doctrina comienza, transita y se agota en la puesta en juego de esa frase, sin embargo, dos imprecisiones hermenéuticas salen a relucir. La primera es que, al simplificarla en ese eslogan, su contenido político termina siendo tan abstracto que su invocación puede llegar a significarlo todo y nada a la vez. La segunda es que, en esta acepción disminuida, el aspecto puramente negativo inscrito en ella (la exclusión de tierras americanas de todo aquello que no sea americano) aparece como el dominante, a pesar de que históricamente ello sea refutable.12
La frase en cuestión (América para los americanos), por otro lado, no sólo no fue dicha por James Monroe en su séptimo mensaje anual al Congreso; ni siquiera figura en la versión original del mismo. Ésta fue, antes bien, una invención popular a posteriori que encontró eco entre los círculos intelectuales estadounidenses, desde finales del siglo XIX y hasta la mitad del siglo XX, que comenzaron a sistematizar la visión que tenían de la política exterior de su país a partir de las enseñanzas que extrajeron de las palabras de Monroe. Sus dichos, en esa línea de ideas, fueron considerados como la verbalización de la respuesta más acertada que pudo dar la diplomacia de su país a un contexto global particularmente adverso; y la convirtieron en el fundamento del primer ensayo de una política exterior independiente y con pretensiones de sistematicidad.13 Tal y como en su momento lo explicó Edward Howland Tatum (considerado dentro de la historiografía estadounidense, junto con George F. Tucker14 y Dexter Perkins,15 como uno de los pioneros en el estudio metódico de dicha doctrina), en su libro de 1936, The United States and Europe, 1815-1823. A Study in the Background of the Monroe Doctrine, dicha fórmula abreviada de la doctrina, popularizada desde 1856 por la revista literaria The North American Review: “Se fijó en el pensamiento estadounidense, apelando a su orgullo nacional y halagando su creciente vanidad”.16
Entre los pueblos de América, todavía hoy, de tanto repetirse la consigna, uno de los principales nodos de discusión presentes en las entrañas del pensamiento científico-social americano, a propósito de esta temática, sigue siendo aquel centrado en el esclarecimiento del significado diferenciado que en las lenguas española e inglesa tienen el sustantivo America y el adjetivo Americans en la frase America for the Americans. Así se señala que en aquel “idioma Americans es sinónimo de ‘estadounidenses’, no refiriendo, al menos en su uso habitual, al conjunto de habitantes del continente americano”.17 Y aunque las querellas sobre los nombres de América son tan antiguas como el acto de colonización que la inventó como una identidad geosocial, geopolítica y geocultural moderna, en este tipo de abordajes -con legítimas pretensiones decoloniales-, este tipo de discusiones suelen no pasar de la denuncia lingüística.
Las que llegan a superar esa barrera idiomática, por otra parte, a menudo presentan al despliegue del monroísmo o bien en clave de sobredeterminación histórica de la historia americana o bien como un recurso excepcional del poderío estadounidense. En el primer caso, la conclusión a la que se suele arribar es la reducción de la historia americana a una sucesión de imposiciones incontestables de dictados estadounidenses (como si los pueblos americanos no tuviesen agencia propia frente al coloso del Norte),18 y dando por hecho que esta doctrina es capaz de dar a luz a una tradición de política exterior estadounidense totalizante: libre de fisuras, de tensiones y de contradicciones internas y externas.19 En el segundo, se da por hecho que ésta sólo aparece cuando EE.UU. cuenta con la fuerza suficiente para imponer sus principios en contextos acotados.20
Problematizar la doctrina Monroe de este modo, empero, lejos de coadyuvar a su esclarecimiento, contribuye a enturbiar su comprensión debido a que, en lo fundamental, en este tipo de apreciaciones suele confundirse lo que en ella hay de contingente21 (es decir: de táctico y de estratégico en contextos particulares y siempre cambiantes) con lo que, en y por sí misma, representa como condensación programática de una particular concepción geohistórica, geopolítica y geocultural de América, funcional a la diversidad y a la multiplicidad de intereses y necesidades del proyecto de nación del American way of life. Y es que, en efecto, diferenciando ambos planos de la cuestión, puede llegar a comprenderse, por ejemplo, que aunque uno de los rasgos con los que más se asocia la doctrina Monroe -el multicitado principio de no colonización- originalmente respondía a las necesidades de expansión territorial del proceso de formación del Estado estadounidense, hoy, tras doscientos años de historia, al invocar dicha doctrina ése siga siendo el caso.
Para evitar, pues, este tipo de equívocos, habría que extraer de las palabras de Monroe los principios en los que se condensa la visión de larga duración de la Roma americana sobre este continente y que, en los hechos, hacen de esta doctrina el primer diseño de política exterior estadounidense específicamente bosquejado para una región del mundo: planificada para regular y racionalizar sistemáticamente el establecimiento de relaciones con un conjunto de 33 Estados al sur de su frontera con México. Sólo así, a continuación, podrá evidenciarse de qué manera su contenido programático es puesto en cuestión de forma táctica y estratégica diferenciada cuando el contexto global y regional se modifica.
En los términos de la propuesta de interpretación aquí planteados, tales principios son cuatro. A saber:22
α El primero y más famoso es el relativo a la no colonización de América por parte de Europa:
Se han estimado como ocasión propicia para sustentar, como un principio en el cual se involucran los derechos e intereses de los Estados Unidos, el hecho de que los continentes americanos, por las condiciones de libertad e independencia que han asumido y mantenido, no deben ser considerados, de hoy en adelante, como entidades sometidas a una colonización futura por parte de cualquier potencia europea.23
β El segundo concierne a la incompatibilidad de sistemas políticos:
El sistema político de las potencias aliadas es esencialmente distinto del que rige en América. […] Debemos considerar cualquier esfuerzo que estas potencias hagan para extender su sistema a cualquier parte de este hemisferio como peligroso para nuestra paz y seguridad.24
ϒ El tercero es el que en la literatura especializada se refiere a la abstención estadounidense de involucrarse en asuntos europeos dentro de sus esferas de influencia:
No nos hemos inmiscuido, ni lo haremos, en las colonias o dependencias que ya poseen algunas naciones europeas. […] Nuestra política con respecto a Europa, adoptada en una fase inicial de las guerras que por tanto tiempo han agitado a esa parte del mundo, no ha variado, esto es, sigue la misma conducta de no intervenir en los asuntos internos de ninguna de las potencias europeas.25
δ El cuarto principio no suele aparecer en la mayor parte de la literatura. Éste reza que EE.UU. se reserva el derecho de reconocer como legítimos a los gobiernos de facto que se produzcan en América, al margen de si cumplen o no con criterios mínimos de legalidad y formalidad democrática:
Nuestra política es […] considerar al gobierno de hecho como el legítimo para nosotros; mantener relaciones cordiales con él, y conservarlas mediante una política franca, sólida y viril, satisfaciendo en cualquier caso las reclamaciones justas de toda nación, sin conformarse con los agravios de ninguna de ellas.26
Formulados como una reacción defensiva27 de EE.UU. a las incertidumbres del momento histórico por el que se atravesaba a principios del siglo XIX, dentro y fuera de ese país, estos principios han sido, desde su primera enunciación, mucho más que la expresión de un estilo personal de gobernar y de hacer política exterior, de entre todos los ensayados por los titulares del poder ejecutivo federal estadounidense (como suele referirse en casos como los de Truman, Eisenhower, Kennedy, Nixon, Reagan, Clinton o Bush).28 Han sido, por el contrario, la condensación de una raison d’État subyacente a los tratos de EE.UU. con el resto del mundo en relación con la preservación de América como el territorio que opera como condición de posibilidad de su hegemonía.
Ahora bien, obviando por el momento el análisis del principio sobre la no colonización, habría que anotar algunas consideraciones sobre los restantes. En relación con el segundo de ellos, por ejemplo, es importante comprender que el contenido histórico de la categoría political system no se agota en una incompatibilidad tipológica de formas de gobierno (monarquía, aristocracia, democracia o sus variaciones), toda vez que pone de relieve ese estrato mucho más profundo, constituido por el cúmulo de compromisos y reciprocidades que se halla en la base de todo proyecto civilizatorio históricamente determinado: la elección de “una forma peculiar de institucionalizar lo político como ‘política’”.29 Esto es lo que explica por qué, con el paso de los años, EE.UU. ha podido seguir invocando este principio de la doctrina Monroe sin remitir, por ello, a una denuncia de formas de gobierno incompatibles, pero sí, en cambio, para demonizar matrices ideológicas -desde el punto de vista de sus élites- antagónicas (como el comunismo) o erigir como amenazas para su seguridad a enemigos no estatales/gubernamentales (como el terrorismo).30
En lo concerniente al tercer principio, es importante subrayar un matiz -muy poco reconocido en la literatura especializada- que introdujeron las palabras de James Monroe respecto del compromiso que adquiría EE.UU. de no intervenir en los asuntos de las potencias europeas: esa disposición no es absoluta, pues se halla en función de las reales y potenciales efectos que los sucesos en Europa supongan para la seguridad y los intereses estadounidenses. Lo que comúnmente se conoce como el Corolario Roosevelt, de hecho, fue una confirmación de las palabras de Monroe en este sentido. En efecto, en su discurso del 5 de diciembre de 1905, en ocasión del cumplimiento de su quinto mensaje anual al Congreso, Theodore Roosevelt expresó:
Debemos dejar en claro que no tenemos la intención de permitir que la doctrina Monroe sea utilizada por cualquier nación de este continente como un escudo para protegerse de las consecuencias de sus propias fechorías (misdeeds) cometidas en contra de naciones extranjeras. Si una República al sur de Estados Unidos comete una barbaridad [outrage] en contra de una nación extranjera, […] entonces la doctrina Monroe no nos obliga a interferir para evitar el castigo del agravio [tort], salvo para asegurarnos de que dicho castigo no asuma la forma de una ocupación territorial de cualquier tipo.31
¿Qué consecuencias sacar de esta apreciación rooseveltiana? Para los propósitos de esta reflexión, importa una: el reconocimiento de que el núcleo duro de la doctrina Monroe no comienza, transita y se agota en la expulsión de actores extracontinentales de América, pues también es compatible con posturas de tolerancia ante intervenciones en el continente por actores extracontinentales si éstas sirven a los intereses estadounidenses en juego en un contexto determinado. Transigencia, dicho sea de paso, que por lo general coincide con la necesidad de estabilizar o garantizar las estructuras que sostienen la reproducción global del capitalismo.
Históricamente, este argumento se ha intentado refutar señalando que los momentos en los que EE.UU. no pudo contener injerencias externas en América se debieron a circunstancias de debilidad por las que atravesaba. Sin embargo, salvo por el periodo de la Guerra Civil y de recolonización interna32 por el que atravesó, entre 1861 y 1865, cuando verdaderamente renunció por debilidad a recurrir a la doctrina Monroe para hacer frente a la intervención francesa en México, la mayor parte de las otras ocasiones en las que las élites estadounidenses no invocaron dicha doctrina, a lo largo del siglo XIX, se debió a la interpretación que de ella se hizo precisamente en lo que respecta a los ajustes que eran necesarios para preservar la economía-mundo capitalista.33 En el contexto actual, esto también se confirma con China: hasta antes de representar una verdadera competencia al liderazgo internacional de EE.UU., su presencia en América fue tolerada por ser un factor de arrastre del crecimiento de la economía global.
Finalmente, en cuanto al último de los principios, habría que subrayar que el precepto de reconocer a gobiernos de facto como legítimos, al margen de las circunstancias que se hayan producido para que se formasen, no implica sólo el reconocimiento oficial de autoridades extranjeras para establecer tratos oficiales con ellas, sino que es, en todo rigor, un ejercicio de legitimación política y jurídica. En estricto sentido, James Monroe no fue el primer presidente de EE.UU. que buscó hacer de este precepto un lineamiento general de las relaciones exteriores estadounidenses. Apenas un par de años antes que él, Thomas Jefferson, aún en su calidad de secretario de Estado de George Washington, se pronunció -a propósito del curso que tomó la Revolución francesa en 1792-, en un sentido similar, sentenciando en carta al entonces ministro estadounidense en Francia, Gouverneur Morris: “Concuerda con nuestros principios el reconocer como legítimo a cualquier gobierno formado por la voluntad sustancialmente declarada de su nación”.34
Con el tiempo, a estas palabras de quien fuera el tercer presidente de ese país entre 1800 y 1808 se las reconoció como el fundamento político de una doctrina de política exterior singular, para la que era imprescindible aceptar que “ahí en donde existe la aquiescencia popular a un gobierno, ahí debe de reconocerse éste”.35 Hasta antes del mensaje de Monroe, este principio de reconocimiento de otros gobiernos elaborado por Jefferson, sin embargo, a la exigencia de la prueba objetiva sobre “la naturaleza substancial de la declaración de la voluntad popular [en favor de un gobierno propio]”36 ni seguía ni precedía una declaratoria en similar sentido poniendo en cuestión valoración alguna sobre la legitimidad del gobierno reconocido. Después del 2 de diciembre de 1823, no obstante, el reconocimiento de los gobiernos de facto, alrededor del mundo, comenzó a exigir garantías de efectividad: “O sea, la capacidad para administrar bien los negocios del Estado y sin resistencia substancial a su autoridad”.37 Garantías, pues, de legitimidad.
En la historia política de los pueblos de América, este lineamiento de política exterior, hasta ahora, se ha traducido en la tendencia estadounidense a reconocer como gobiernos legales y legítimos a los que no lo fueron (como las dictaduras de seguridad nacional del siglo XX y, en correspondencia, a negar dichos rasgos a aquellos que sí lo fueron, sólo por ser experiencias políticas contrarias a sus intereses (como lo son, ahora, los diversos gobiernos nacional-populares que, sin ser anticapitalistas, sí suponen una seria oposición al neoliberalismo y a la hegemonía estadounidense en la región).
La doctrina Monroe… doscientos años después
El 26 de octubre de 2023, un grupo de Senadores republicanos sometió a consideración de la Cámara alta del Congreso federal estadounidense una Resolución titulada Commemorating the 200th Anniversary of the Monroe Doctrine. En apenas tres resolutivos, este documento sentencia lo siguiente:
Resuélvase que el Senado: (1) conmemore el ducentésimo aniversario de la promulgación de la doctrina Monroe; (2) reafirme los intereses y los derechos de Estados Unidos, de conformidad con la doctrina Monroe, para oponerse a que una potencia extranjera extienda su maligna influencia, capaz de poner en peligro o de socavar a las democracias del Hemisferio Occidental; y, (3) reconozca los principios de libertad e independencia hemisféricos, consagrados en la doctrina Monroe, como piedra fundante de la política exterior de Estados Unidos.38
Debido al contexto de profunda polarización política por el que atraviesan Occidente, en general, y EE.UU., en particular, aproximadamente desde 2015, dentro y fuera de ese país, cuando se dio a conocer en medios de comunicación el contenido de esta Resolución, el documento se interpretó como un signo de que la política estadounidense estaba atravesando por una suerte de regresión autoritaria, con claros trazos imperiales y excepcionalistas. ¿Por qué? La razón parece haber sido doble, por lo menos ahí donde esta reivindicación republicana de la doctrina Monroe causó cierta consternación o escándalo. A saber: por un lado, se concibió como la prueba evidente de que el trumpismo (o la versión estadounidense de la extrema derecha contemporánea) había fagocitado exitosamente el republicanismo durante los años en los que Trump ejerció la presidencia de la Unión, forzando un corrimiento general y mucho más profundo del propio partido hacia sus extremos ideológicos. Además, a ello contribuyó, en gran medida, el hecho de que la Resolución se presentara durante la administración de Joe Biden, el demócrata que hizo campaña y ganó las elecciones presidenciales de 2020, asumiéndose como el antídoto para el virulento ascenso del neofascismo de Trump y del trumpismo. Por otra parte, la Resolución también se contrastó con las acciones de Barack Obama (2009-2017), a quien suele retratársele como el presidente más progresista salido del Partido Demócrata en el último medio siglo de historia de ese país, en sentido -al parecer- contrario; en particular el cambio de política exterior que introdujo en la relación bilateral con Cuba en su segundo mandato.
¿En qué medida, sin embargo, la iniciativa republicana en el Senado fue verdaderamente representativa de una ruptura en la conducción de las relaciones exteriores de EE.UU. con América? Para cierta tradición del pensamiento político anglosajón y de sus avatares en América y en el resto de Occidente, la alternancia entre presidentes de extracción demócrata y republicana sí suele traducirse, aunque no siempre de manera mecánica, en cambios significativos en la planeación, la organización, el control y la ejecución de la política exterior estadounidense; a veces, inclusive, al margen de la coyuntura por la que se atraviese, pues se da por hecho que responden a necesidades programáticas, ideológicas y/o normativas propias de cada identidad partidista. Una mirada más atenta a la recurrencia con la que se presentan ciertos tópicos prioritarios de la política exterior estadounidense releva que, si bien en lo que va del siglo XXI, en efecto EE.UU. ha hecho ajustes en sus relaciones con múltiples actores a lo largo y ancho del mundo, en América, las tendencias observadas parecen ser mucho menos susceptibles de sufrir alteraciones en función del partido político que ocupe la Casa Blanca.
La explicación detrás de este matiz tiene que ver con esa fatalidad histórico-geográfica que, para EE.UU., significa su aislamiento bioceánico respecto del resto del mundo. Esta condición obliga al país a hacer de América el espacio por excelencia de construcción de su hegemonía global en tres vectores: como reserva de recursos naturales y mano de obra barata para sostener su producción; como reserva de consumo mercantil, y como reserva política, dado que aquí cuenta con mayor capacidad para construir bloques estatales/gubernamentales ad-hoc que apoyen sus decisiones (ya sea por coacción, por consenso o por una combinación de ambas). El aislamiento oceánico que lo mantiene relativamente apartado y a salvo de amenazas bélicas directas e inmediatas con las que sí tienen que lidiar otras potencias globales, al hallarse unidas por una gran masa continental (la euroasiático africana), en esta línea de ideas, para EE.UU. supone también un serio desafío. Éste se refiere no sólo respecto a sus aspiraciones imperiales mundiales, sino, de igual modo, a su propia existencia, en la medida en la que en América no pueda encontrar, acceder a, o se agote aquello que necesite para sostener su poderío regional e internacional.
Es esta excepcionalidad geográfica, de hecho, la que históricamente ha llevado a EE.UU. a preservar América para su dominio y, al mismo tiempo, la que lo ha obligado a incursionar en otras periferias globales, con la intención de alcanzar un doble propósito estratégico: servirse y agotar primero los espacios de reserva asiático, medioriental y africano, garantizando cierto nivel de stock a disposición en América en el mediano y largo plazos; y, por supuesto, competir con y limitar a otras potencias globales (como Rusia, China, Alemania y Francia) en sus propios espacios de reserva. Y es esta misma estructura global y las cambiantes correlaciones de fuerzas internacionales, que posibilita y contiene, lo que lleva a las élites estadounidenses a hacer menos ajustes en el despliegue de sus intereses en América que en el resto del mundo.
Desde finales del siglo XX, cuando los capitales nacionales en diversas partes del mundo comenzaron a experimentar una progresiva transnacionalización de sus actividades productivas, al emanciparse de las restricciones que les impusieron las políticas redistributivas de los Estados de bienestar (welfare state) durante treinta largos años (les Trente Glorieuses), estas líneas de diferenciación en la política exterior estadounidense se volvieron mucho más difusas. Ello se debió, sobre todo, a que las múltiples y diversas estrategias de concentración y centralización entre capitales originarios de distintas naciones obligaron a las élites políticas de este país a ser más tolerantes con aquellas corporaciones en las que empezaron a participar directivos e inversionistas estadounidenses.39
En tanto que este proceso de transnacionalización de capitales se tradujo en algún tipo de ventaja competitiva para el Estado frente a sus más cercanos competidores por el relevo hegemónico, la aplicación de la doctrina Monroe en el continente americano fue mucho más permisiva de lo que lo llegó a ser hasta antes de, aproximadamente, 1980. Sin embargo, la evolución histórica que siguió esta dinámica a lo largo de los últimos 40 a 50 años, así como los réditos relativos que también produjo para actores en abierta competencia con EE.UU., han venido obligando a las élites políticas estadounidenses a hacer nuevos ajustes en sus estrategias de política exterior, buscando corregir desequilibrios producidos por esa transnacionalización.
Al no ser ésta una trayectoria histórica que ya haya logrado alcanzar grados aceptables de estabilización,40 el despliegue táctico y estratégico de la doctrina Monroe, en lo que va del siglo XXI, tampoco ha podido decantarse, lo que en última instancia se ha traducido en un ensayo permanente de prueba y error de tácticas y estrategias, bien más cargadas hacia la consecución de consensos, bien más orientadas a la imposición por medio de la coerción. Dicho todo lo anterior, se entiende que las variaciones que ha experimentado el despliegue continental de esta doctrina en las últimas tres o cuatro presidencias estadounidenses sean menos la consecuencia de una polémica doméstica entre su reivindicación republicana o su abandono demócrata, que el resultado de un esfuerzo aún en curso por ajustar sus nuevos parámetros de cara a la nueva realidad internacional por la que atraviesa el mundo. En línea con estas consideraciones, la interpretación contemporánea del monroísmo, prescrita en la Resolución Risch, se hace eco del estado en el que se halla la actual disputa por la hegemonía global y del desafío que el multipolarismo de transición en curso entraña para la mitigación del declive estadounidense ante potencias competidoras (China y Rusia, en tanto que adversarias; Francia y Alemania, en tanto que aliadas).
Por eso, luego de pasar revista a algunos de los momentos en los que presidentes estadounidenses invocaron el monroísmo para justificar su política exterior hacia América, durante la segunda mitad del siglo XX, la Resolución 434, en sus considerandos noveno a decimotercero, recupera las valoraciones estratégicas que a este respecto se han mantenido como una constante de las estrategias de seguridad nacional de las presidencias que van desde Bush hijo hasta Trump y, a partir de ello, sintetiza las nuevas amenazas contra las cuales debe esgrimirse esta doctrina.41 A saber: la influencia de Rusia y China en el continente, la ascendente presencia de Irán entre los Estados petroleros de América; la proliferación de gobiernos nacional-populares (a los que eufemística, dogmática y peyorativamente se denomina populistas) y, por supuesto, la multiplicación de organizaciones dedicadas al narcotráfico transnacional y a un cúmulo mayor de delitos asociados (tráfico de personas, extracción de rentas, blanqueo de capitales, etcétera).
Ahora bien, puestas así las cosas, cabe preguntarse a estas alturas, por un lado, qué tanto este coctel de amenazas a los intereses estadounidenses en verdad fue y es susceptible de ser mediado por la doctrina Monroe al llevar a cabo la planeación, organización, el control y la ejecución de la política exterior estadounidense hacia América; y, por el otro, en qué medida las políticas exteriores de las presidencias de Bush hijo, Obama y Trump supusieron algún grado de materialización de ese contenido doctrinario. En relación con la primera pregunta, habría que decir que una interpretación tradicionalista del monroísmo (como aquella que lo agota en su principio anticolonialista) únicamente alcanzaría a mediar los problemas de la presencia china, rusa o iraní en América, pero se mostraría incapaz de hacer lo propio con el resto de las amenazas identificadas por la Resolución 434 y por las estrategias de seguridad nacional de cada administración presidencial.
Una lectura mucho más abierta (como la aquí ensayada), empero, alcanza a problematizar con mayor profundidad y amplitud esos puntos al conferirle flexibilidad y adaptabilidad a los principios expresados por Monroe en 1823. Así, por ejemplo, si se retoman los cuatro principios aquí enlistados, lo que se observa es lo siguiente:
α El de no colonización mantiene la laxitud que le permite integrar a otros Estados como objeto de contención y/o de exclusión de las fronteras continentales americanas, precisamente porque, aunque originalmente se esgrimió en contra de las prácticas coloniales europeas, la lógica subyacente a su racionalidad ni lo constriñe a ellas ni le impide integrar a otros actores estatales no europeos como objeto suyo.
β El de incompatibilidad de sistemas políticos se reafirma como un principio que no comienza, transita y se agota en la conjura de ciertas tipologías de las formas de Estado y/o de gobierno, toda vez que asume como sistema político un tipo o forma de ethos histórico o de americanización de las múltiples formas de ser modernos de los pueblos americanos, donde lo fundamental es alcanzar el “grado más alto de subsunción de la lógica ‘natural’ o del valor de uso de la vida social moderna a la lógica capitalista de la autovalorización del valor mercantil, el grado casi pleno de la identificación entre ambas”.42 De ahí que los gobiernos nacional-populares que han proliferado a lo largo y ancho del continente desde principios del siglo, aun sin representar un abandono de las formas democráticas formalistas del American way of life, se asuman como sistemas políticos incompatibles con los valores y los principios de la política estadounidense.
ϒ El de no intervención de EE.UU. en asuntos europeos parece reformularse como una ampliación de la espacialización geopolítica, geohistórica y geocultural del monroísmo hacia el resto de Occidente, en particular en dos vectores: por un lado, hacer tanto de América como de Europa (sobre todo la occidental) dos bloques de poder capaces de representar un contrapeso a la influencia rusa y china en esos mismos continentes, pero también en el resto del mundo, en el ámbito individual y multilateral (en especial en lo relativo a la estrategia china de la franja y la ruta de la seda); y, por el otro, integrar ambas regiones como dos ejes elementales de la estrategia internacional de combate al narcotráfico transnacional, con Europa, además, ejerciendo un rol central en la lucha antiterrorista en Asia Central, Oriente Medio y la mayor parte de África.
δ Y el de reconocimiento de gobiernos se presenta como un principio transversal a los otros tres, habida cuenta de que la legitimidad reconocida a las y los gobernantes de América se subordina a la valoración que se haga de: i) su cercanía o lejanía respecto de las potencias extracontinentales identificadas por EE.UU. como amenazas a sus intereses; ii) el mayor o el menor grado con el que se identifiquen con los principios y los valores estadounidenses, reproduciéndolos en sus propios Estados y en el marco de las relaciones interamericanas, y iii) el nivel de alineación y la consistencia con la que operen en favor del fortalecimiento del rol de EE.UU. como líder dentro de la economía-mundo capitalista.
A la luz de estas consideraciones, entonces, ¿en qué medida las políticas exteriores de las presidencias de Bush hijo, Obama y Trump supusieron algún grado de materialización de este contenido doctrinario? Sin pretender que la respuesta a esta pregunta sea simplista, es un hecho que entre las tres presidencias estadounidenses hubo muchas más continuidades que rupturas, no sólo en lo dispuesto por los documentos oficiales que rigieron, en cada administración federal, el despliegue de la política exterior de EE.UU. hacia América (en especial en lo dispuesto por las estrategias de seguridad nacional de 2006,43 201544 y 201745), sino en la operacionalización de los objetivos trazados en ellas.
La presidencia de Obama, es cierto, se caracterizó por haber avanzado en el restablecimiento de la relación bilateral con Cuba (entre 2013 y 2015) y, por supuesto, por haber declarado explícita y públicamente, a través del entonces secretario de Estado, John Kerr: “La era de la doctrina Monroe terminó”.46 Razones ambas por las cuales podría llegar a considerarse su paso por la Casa Blanca como un momento de ruptura respecto de viejas inercias en materia de política exterior y relaciones internacionales bilaterales y multilaterales con los Estados americanos. Sin embargo, de acuerdo con la interpretación del monroísmo defendida en este documento, ambos actos, lejos de representar un cambio de paradigma en el seno de la política exterior estadounidense, deben leerse más bien como ajustes tácticos y estratégicos.47
Ello, en tanto que abandonaron el recurso a la confrontación directa que, sobre todo, se radicalizó durante los años de George W. Bush (y, con posterioridad, también en el cuatrienio de Donald Trump),48 para sustituirlo por un enfoque mucho más centrado en la reconstrucción de esferas de influencia y de relación de dependencia más profundas que, a la postre, fuesen capaces de alejar a la región de los intereses de potencias extracontinentales y, en alguna medida, contener la profundización de los lazos de cooperación con esas otras potencias a lo largo y ancho de la región. El objetivo seguía siendo el mismo: preservar a América como espacio de posibilidad de la hegemonía estadounidense, pero la aproximación seleccionada para alcanzarlo se modificó. Ya no era más la coerción la vía predilecta, sino el consenso y un muy bien elaborado régimen discursivo que, apelando a principios y valores de pretendida validez universal, enmascaraban el pragmatismo detrás de las palabras. Esto último, por supuesto, nunca significó que la coerción, el ejercicio del poder, dejara de ser un recurso importante en la estrategia imperial estadounidense.
Superando, pues, las apariencias que a menudo hacen que la presidencia de Obama se presente al sentido común, a la opinión pública y a la agenda de los medios de comunicación como una coyuntura de discontinuidad entre los mandatos de G.W. Bush y de D.J. Trump -aunque de modos distintos, dos extremistas de derecha, no hay que dejar de subrayarlo-, se alcanzan a apreciar varios vectores de continuidad.
En primer lugar habría que decir que, por debajo de la centralidad que en los tres casos adquirió la guerra contraterrorista, Rusia y China aparecen como amenazas a las que cada vez se les fue prestando mucha mayor atención (de forma individual y conjunta). Para las tres administraciones, la forma de lidiar con el creciente liderazgo chino en la economía-mundo partió de la necesidad de hacer proliferar un conjunto de tratados de libre comercio con las regiones Asia-Pacífico y América buscando, precisamente, ganar con ello una mayor capacidad de contención de la expansión China en dos de sus principales mercados de exportación de materias primas.
Para Asia-Pacífico, por ello, la vía estadounidense seleccionada fue el Tratado de Asociación Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés),49 mientras que para América la estrategia incluía los tratados de libre comercio con Centroamérica y República Dominicana (CAFTA-DR), con Chile, Colombia, Perú, Ecuador y Panamá.
La presidencia de Trump, a este respecto, hasta el momento ha sido en su mayoría interpretada como una experiencia de ruptura respecto de los mandatos de Bush hijo y de Obama (en realidad de cada presidente estadounidense desde Ronald Reagan), dada su afinidad por promover políticas comerciales proteccionistas, con una carga retórica nacionalista significativa. Así parecen demostrarlo, de hecho, algunas de las medidas que tomó durante su mandato para repatriar capitales en industrias clave como la automotriz y la manufactura de equipos con un alto desarrollo tecnológico. Todo lo cual, por supuesto, en medios de comunicación, en ciertos circuitos académicos y en amplios sectores de la opinión pública coadyuvó a reforzar la idea de que Donald Trump era (es) un mandatario contrario a las tradiciones librecambistas y neoliberales que han dominado la política doméstica y exterior estadounidense desde los años ochenta del siglo XX.
La cuestión es, no obstante, que si se observa su paso por la Casa Blanca con un poco más atención, se apreciará que su hostilidad en contra de los tratados de libre comercio con los que mantiene compromisos su Estado no se sustenta en valoraciones generales y abstractas. Antes bien, se alcanza a advertir que esa hostilidad se focaliza en aquellos acuerdos que, desde su punto de vista, han fortalecido más las capacidades económicas, comerciales y financieras de otros actores, por encima de las de EE.UU.50 De ahí, precisamente, que haya optado por renegociar algunos (como el firmado con Canadá y México en 1994), por considerar que abonaban a ese fortalecimiento de otros actores en detrimento del liderazgo estadounidense y, en cambio, ni siquiera se haya propuesto moverle una coma a otros tantos tratados de liberalización comercial (como el colombiano y el chileno), sencillamente porque en ellos no veía riesgo alguno para los intereses de su nación.51
Por ello, en absoluto es arriesgado afirmar que, por debajo de la superficie, en este ámbito existen más continuidades que rupturas en el despliegue de la política exterior estadounidense hacia América. Pero claramente no es el único rubro en el que esta tendencia se presenta. Ésta es la agenda de seguridad y, parte de ella, la estrategia de combate armado al narcotráfico transnacional. Un proceso de injerencismo en continua expansión continental que a lo largo de las décadas (sobre todo desde los atentados del 11 de septiembre de 2001) se ha convertido en “el soporte militar de la estrategia geoeconómica [estadounidense] que, a su vez, se traduce en un proceso de militarización regional”.52 Bush hijo se valió, en este ámbito, de los procesos de certificación antidrogas para ejercer presiones sobre México y otros países listados como territorios de producción o de tránsito de estupefacientes. Obama recurrió a la ejecución de operaciones encubiertas y Trump, para no variar, al hacer del problema de adicción al fentanilo entre los estadounidenses una de sus principales banderas políticas, utilizó el chantaje político, las presiones económicas (como los aranceles) y la gestión de la migración como mecanismos de presión para forzar a los gobiernos americanos a entregarle los resultados que él quería ver en el combate a las drogas en el continente.53
Aquí valdría la pena subrayar que, además, a contracorriente de lo que se ha sostenido en diversos análisis sobre la forma en la que los atentados del 11/S modificaron las prioridades geopolíticas de EE.UU. en el mundo, orillándolo a reo rientar todos sus recursos destinados a América hacia Oriente Medio, estos sucesos no dejaron tras de sí un vacío absoluto de poder en América que de a poco fueron ocupando China y Rusia. Y es que, si bien es cierto que a lo largo de las primeras dos décadas del siglo XXI Rusia logró más alianzas militares en América, y China fue sustituyendo a EE.UU. como principal socio comercial de muchas de las economías de este continente, la guerra antinarcóticos desplegada por este país en la región siguió siendo su principal punto de apoyo para intervenir y, también, para ejercer fuertes presiones desestabilizadoras sobre ellos.
La militarización social de América fomentada por EE.UU. a lo largo de estos años, inclusive, le sirvió para sostener una tendencia histórica más: su virulenta oposición a la proliferación de gobiernos y de movimientos sociales nacional-populares, con agendas fuertemente soberanistas y de rechazo del statu quo impuesto a través de las políticas neoliberales. Aquí, los vaivenes entre compromisos selectivos o contenciones abiertas y generalizadas, según la formulación ya clásica del Strategic Studies Institute, del U.S. Army War College54 tampoco fueron síntoma de una pugna entre continuidad y ruptura dentro del monroísmo sino, antes bien, distintos enfoques de aproximación al problema que las élites estadounidenses perciben en la emergencia y proliferación de este tipo de fenómenos en América. De ello es indicativo el apoyo que constantemente se le ha ofrecido a líderes o lideresas de oposición a estos gobiernos, llegando incluso a reconocer a gobiernos de facto como si fuesen legales y legítimos (como sucedió en Paraguay, en 2009, o en Venezuela, en 2019). Pero también fue ejemplo claro de este posicionamiento la consistencia con la cual los gobiernos estadounidenses buscaron internacionalizar y regionalizar la conflictividad política interna de los países que atravesaron por procesos nacional-populares a través de la intervención de la Organización de los Estados Americanos (OEA). Muchos de éstos, dicho sea de paso, al verse agredidos por EE.UU., buscaron en sus relaciones bilaterales y multilaterales con Rusia y China generar los contrapesos necesarios para contener la ofensiva estadounidense, lo que a su vez reforzó el convencimiento del gobierno de EE.UU. de que cada vez más ambas potencias extranjeras asumían un rol mayor en la región. China, a través del comercio y de las finanzas; Rusia, por medio de sus capacidades técnicas, tácticas y operativas en materia de seguridad y defensa.
Consideraciones finales
Apreciada desde el punto de vista que ofrece el conjunto de normas jurídicas que regulan las relaciones entre los Estados, la doctrina Monroe no es una doctrina de derecho internacional público, toda vez que ni se originó ni se sostiene en ningún tipo de tradición emanada de las interpretaciones que de éste han hecho jurisconsultos o publicistas. Mucho menos tiene utilidad alguna como criterio moral en la creación de jurisprudencia de observancia general para el grupo de Estados que integran el continente americano. Ya en 1957 Isidro Fabela lo explicaba en los siguientes términos, glosando las opiniones emitidas por diversos tratadistas de derecho internacional, como Franz von Liszt, Francis Lawrence Oppenheim y George Scelle (miembro de la Comisión de Derecho Internacional de la Organización de las Naciones Unidas [ONU]): “La doctrina Monroe no es una norma jurídica de Derecho Internacional, […] la importancia de la doctrina Monroe es de carácter político y no legal […], la doctrina Monroe es de orden político y no jurídico”.55
Interpretada, sin embargo, desde la óptica de la teoría política moderna, la doctrina Monroe sí es sinónimo de un conjunto de principios relacionados entre sí, con un nivel considerable de coherencia interna, que constituye, en virtud de ello, la justificación de una específica forma de comprender las relaciones estadounidenses con América y el resto del mundo. En ese sentido, es, también, mucho más que la síntesis retórica e ideológica de un estilo personal de gobernar, de comprender la política exterior o de llevar a cabo la práctica diplomática del Estado estadounidense, habida cuenta de que en ella se encuentran condensados los fundamentos de un singular proyecto civilizatorio, específicamente diseñado para hacer de América su principal espacio geopolítico, geohistórico y geocultural de realización.
En particular, entre las presidencias de George W. Bush, Barack Obama y Donald J. Trump, lo que se alcanza a apreciar, a propósito de la vigencia del monroísmo en la planeación, la organización, el control y la ejecución de la política exterior estadounidense hacia América es que ésta doctrina presenta muchas más continuidades que rupturas, a pesar de los fuertes contrastes que se suelen señalar (en medios de comunicación, en la opinión pública y diversos espacios académicos) entre sus estilos personales de gobernar y las posiciones más o menos extremistas que cada uno asumió en el espectro político ideológico al detentar el poder. Ello es verificable, sobre todo, en algunos ejes de la política exterior estadounidense hacia América, como lo es la agenda de combate ar mado al narcotráfico, la oposición sistemática a la proliferación de gobiernos nacional-populares y la contención de la penetración de China (y en menor medida Rusia y hasta Irán) en el continente.
Tradicionalmente, la ciencia política anglosajona, así como las ciencias sociales americanas, fuertemente influidas por sus marcos epistemológicos, han tendido a interpretar el alejamiento de las medidas unilaterales del gobierno de EE.UU. como signos de abandono de la doctrina Monroe en el desdoblamiento de su política exterior hacia América. En particular porque se asume que, al cambiar la unilateralidad por el multilateralismo, los intereses americanos estarían siendo plenamente reconocidos, validados y legitimados por los de EE.UU. Empero, si algo demuestra la forma en que las administraciones de Bush hijo, Obama y Trump han gestionado agendas prioritarias en la política exterior estadounidense en América, como la guerra antinarcóticos, la hostilización de gobiernos nacional-populares y las negociaciones de tratados de liberalización comercial, a lo largo de las primeras dos décadas del siglo XXI, ese algo es que un menor recurso a la unilateralidad y a la fuerza no representa, como tal, una ruptura con los objetivos que de fondo constituyen la sustancia y el fundamento del monroísmo, sino apenas un ajuste de tácticas y de estrategias concretas, históricamente situadas y condicionadas.
A su vez, el monolitismo y la excesiva simplificación analítica que en América suelen asumir las denuncias al imperialismo estadounidense, asumiendo que, en materia de política exterior, todas sus presidencias son idénticas en sus tratos con América -aunque en el plano de la política doméstica se aprecien más contrastes entre sus posicionamientos de centro o extremistas a lo largo del espectro político-ideológico-, lo que no termina de comprender es la importancia que en todo ello tienen las distintas tácticas y estrategias de política exterior como mediaciones que pueden disputarse, confrontarse, resistirse y utilizarse en beneficio de los pueblos de América. Mediaciones que, dicho sea de paso, en tiempos de crisis sistémica, de crisis del neoliberalismo -a su vez mediación del capitalismo histórico- y de la hegemonía estadounidense en el seno de la economía-mundo, para América resultan ser más importantes que en cualquier momento del pasado reciente del continente, pues en ellas anidan múltiples y diversas oportunidades para conseguir mayores márgenes de autonomía relativa respecto del poderío estadounidense.
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Notes