Dossier
Presentación
En la historia social hay un tema seductor y esquivo que corres pon de tanto al estudio de lo cotidiano en general como a los conflictos propios de la convivencia doméstica. Podemos conocer algo de la familia aristocrática y nada de la gente común, o percibir el drama de los huérfanos e ignorar a los niños felices, abundan las noticias de conflictos y quedaron en silencio los hogares venturosos. La familia funciona como conservadora de tradiciones y como creadora e impulsora de novedades impulsadas por sucesivas generaciones. Por lo que tiene de tradicional como por las exigencias de adaptación a la modernidad, se espera que sus cambios y permanencias correspondan a las exigencias de los tiempos. Y esos tiempos están medidos por los avatares de la política, la ciencia, la tecnología y las costumbres, quizá algunas apenas sutilmente influyentes en las formas de convivencia, pero todas vigentes en la persistencia de la memoria colectiva. La historia de la familia, o incluso las historias de familias, pueden explicar muchas cosas y entre ellas, en esta ocasión, buscamos algunos aspectos representativos de los cambios en las relaciones familiares en las sociedades de lo que fueran virreinatos de la Corona española, enfrentados a la crisis de su nacimiento como países efectivamente independientes, a la vez que, en ocasiones, dramáticamente hostiles entre sí.
Con esta inquietud, en agosto de 2022, por iniciativa de Mónica Ghirardi, y sumadas nuestras experiencias, comenzamos a planear un estudio sobre el tema de las familias y sus cambios en el proceso hacia la modernidad. Decidimos compartir nuestras inquietudes con apreciados especialistas, que también son amigos de siempre y compañeros en el estudio de esa idea de lo cotidiano, los sentimientos, la familia, las redes de parentesco o afinidad y el tránsito de las edades. En esta ocasión, nos asomamos al mundo de las familias de varios países hispanoamericanos, enfrentadas a una determinada etapa de lo que fue su historia naciente: una época de grandes convulsiones, desde el fin de los virreinatos hasta la relativa pacificación y consolidación de los estados modernos, con un acercamiento a la aparente, precaria y frágil estabilidad de la primera mitad del siglo XX. La amplitud del espacio y el tiempo fue el escenario de ambiciones particulares y fracasos colectivos, abierta a la diversidad de individuos y familias ansiosos de cambio, pero simultáneamente apegados a viejas creencias, sorprendentes lealtades y permanentes expectativas de prosperidad y prestigio. Los protagonistas de esta aventura fueron rara vez sujetos solitarios y casi siempre pertenecientes a familias, linajes y grupos domésticos. Parece superfluo advertir que, en esta búsqueda, más que héroes y villanos encontramos individuos sometidos a ideas o líderes dominantes y fieles seguidores de prejuicios más que de ideologías y, casi siempre, de engañosas metas de bienestar cercano.
En el pasado colonial, fueron indiscutibles los fundamentos morales del orden jerárquico, así como las funciones asignadas a cada miembro de la comunidad, dentro de un presunto orden ideal de convivencia cristiana. La familia siempre estuvo presente e influyente, pero también olvidada por los historiadores más preocupados por los villanos y los héroes que por sus ancestros y sus parientes, con frecuencia modestos y plebeyos que, sin embargo, siempre influyeron en la vida cotidiana. Vale recordar que sin cotidianidad no hay historia. Cuando quedaron atrás las décadas de luchas por la independencia, no era fácil, en los nacientes países, reconstruir sobre nuevas bases un orden interno a la vez que afianzar la defensa frente al exterior. El bienestar y la prosperidad eran metas que todos aspiraban alcanzar y la familia podría participar en el empeño por lograrlas mediante su función estabilizadora, que también en algunos casos se manifestó como preservadora de privilegios. Sabemos que no siempre, ni en todos los terrenos, se lograron los beneficios que las expectativas anunciaban.
Nuevos gobiernos y nuevas leyes aportaron cambios que prometían libertad junto con la independencia pero que, en la práctica, no todos pudieron disfrutar, por aislamiento, ignorancia, pobreza y, en muchas circunstancias, porque estaban reservadas a los varones, y muy poco cambiaron para las mujeres, o bien, cuando lo hicieron, no fue precisamente a favor de sus libertades y autonomía. El hogar y la obediencia, la sumisión y la ignorancia eran su destino. Conocemos testimonios de esa situación, pero igualmente sabemos que no todas las familias eran iguales ni todas las mujeres se conformaron con sus tareas silenciosas. El cruel azote de las guerras arruinó muchas expectativas de felicidad, pero no evitó, sino que en ocasiones fomentó la importancia de las mujeres como protectoras de la familia, preservadoras del patrimonio y defensoras de una doble herencia, material y simbólica que, en un futuro, permitiría el resurgimiento. De ahí la importancia de señalar los contrastes entre modelos y prácticas.
En los textos que presentamos hay referencias de crisis ocasionales y de situaciones de violencia permanentes. También de trayectorias familiares que mantuvieron situaciones de desigualdad y de conflictos latentes. En contraste, es indudable que hubo familias y épocas que propiciaron la sosegada convivencia. Pero los buenos momentos y las familias felices rara vez dejan testimonio. Por otra parte, como siempre que hablamos de libertades y derechos, de bienestar y prosperidad, es imperativo advertir que, si bien ningún beneficio llegó a todos los miembros de las familias, del mismo modo tampoco todos aspiraban al mismo ideal y, mucho menos, contaban con los medios para alcanzarlo.
A partir de la mirada al hogar y a las costumbres domésticas se impone pensar en la familia como espacio de armonía o de confrontación en el complejo proceso del paso a la modernidad, en las creencias y en las formas de relación y en las actividades productivas en las que se produjeron profundos cambios a lo largo del siglo XIX, con abandono de labores artesanales que ya no se realizarían en el hogar, sino con horarios fijos, en fábricas y talleres. Paralelamente, acaso como respuesta a lo que ya se veía como una amenaza de la presencia femenina en los espacios del trabajo y del esparcimiento, se produjo una distinción más marcada entre la cultura masculina, que exaltaba la violencia, y la familia, refugio femenino y reducto de afectos con frecuencia inalcanzables o simplemente ignorados. En ocasiones, las guerras y las amenazas exteriores e interiores alteraron las expectativas del proceso y alejaron las expectativas de bienestar y felicidad. Los testimonios recogidos acerca de episodios de la historia de varios países de nuestro continente nos ofrecen diversas facetas de momentos críticos, que representaron atrevidos avances y con frecuencia retrocesos, en los códigos de legislación liberales y en su aplicación práctica, acerca del poder del jefe de familia (obviamente varón) sobre las mujeres de su parentela. No hay motivo para el optimismo cuando vemos que las libertades tan publicitadas se convertían en nuevos privilegios para padres y esposos autoritarios. En otro terreno, el final de una oligarquía fue con frecuencia origen de otra; no podemos soslayar la importancia de grupos familiares que crearon en los nuevos tiempos emporios de dominio indiscutido y mantuvieron indefinidamente el poder efectivo mediante su influencia en la política o el oportuno empleo de la fortuna familiar. Los artículos reunidos en este volumen tratan de algunas de esas cuestiones.
La esclavitud es un tema insoslayable al referirse a Cuba, el único país de la región en el que se mantuvo legalmente y en la práctica a lo largo del siglo XIX. El texto de María del Carmen Barcia lo muestra en toda su dureza, con el vergonzoso anacronismo de que, lejos de atenuarse, las leyes se endurecieron con prohibiciones rigurosas, que no habían existido o que nunca entraron en vigor en otras provincias durante los siglos anteriores. Nos permite conocer peculiaridades como la organización por regiones, orígenes o afinidad en los cabildos, de identificación como compañeros de penurias en los carabelas, y de costumbres familiares, con respeto de jerarquías y permanente superioridad de los varones, en beneficio de los amos, que disponían de mediadores para hacer cumplir sus órdenes. Como superviviente de un régimen colonial extinguido en el continente, el caso de Cuba proporciona al menos una parte de los antecedentes de sociedades largamente establecidas sobre sistemas de desigualdad consagrada por leyes y costumbres. La extinción de desigualdades no se iba a lograr fácilmente.
Relativo a un largo periodo, con antecedentes en viejos privilegios y permanencia de derechos aristocráticos, el ensayo de Dora Dávila trata de una familia influyente y su huella en la sociedad y en la historia de la que fuera provincia de Venezuela y más tarde país independiente. Se refiere a la estirpe indígena enlazada con la nobleza castellana y favorecida con distinciones dentro de la burocracia virreinal. Sin duda es un caso notable y creo que excepcional (aunque no puedo afirmarlo con certeza), de prestigio perpetuado por una familia en la que confluyen los blasones castellanos y el origen prehispánico de un señorío que, además, no tuvo sus antecedentes en la región sino en el señorío mexica o azteca, en el altiplano mexicano. La nobleza de la estirpe de Moctezuma fue reconocida por la monarquía española, que otorgó títulos nobiliarios y al menos a uno de sus miembros le asignó un prestigioso y lucrativo destino burocrático que permitió su arraigo en la provincia de Venezuela, en la que sus descendientes mantuvieron indiscutible poder mediante su influencia política y su capacidad económica. Se trata de una notable muestra de cómo viejos prejuicios de méritos hereditarios, respaldados por beneficios burocráticos, frenaron el éxito de la prometedora modernidad.
Otros tres artículos se refieren al siglo XIX y presentan tres escenarios diversos, afectados por conflictos bélicos, regímenes dictatoriales y, finalmente, influencia de corrientes modernizadoras, todo lo cual dejó su huella en las formas de convivencia familiar durante décadas.
Mónica Ghirardi abre el periodo con una interesante y original aproximación a la vida familiar en la Argentina de mediados de siglo, cuando los conflictos políticos llevaban emparejadas inquietudes sociales, rupturas familiares y la violencia doméstica como reflejo de enfrentamientos alimentados por principios políticos y prejuicios antiguos. Cada individuo se sentía ciudadano de un mundo nuevo, pero en ese mundo se esperaba que tuviesen cabida todos los viejos privilegios y ninguna de sus barreras. El padre y marido, señor de la casa, no renunciaría a sus prerrogativas a favor de la esposa que imaginaba haber obtenido algunos derechos. La novedad era el desafío en el terreno de la ley civil. Porque ya que la Iglesia, algo, pero muy poco, había hecho durante siglos, las expectativas giraban en torno a las nuevas leyes, y lo poco que las leyes decían de la familia se centraba, con preferencia, en las cuestiones de la patria potestad sobre los hijos y la autoridad del varón sobre la mujer. En la legislación, como en la práctica, las excepciones en casos particulares inquietan más por lo que tienen de continuidad que de innovación.
Nadie imagina que fue sencilla la creación de nuevos países y sabemos que ninguno estuvo exento de violencia, pero impresiona el relato de los extremos de ruina y exterminio que alcanzó la cruenta guerra del Paraguay de la que habla Barbara Potthast en su texto. Nos habíamos acostumbrado a ver en los libros de historia que la guerra era cosa de hombres y que se localizaba en los campos de batalla, cuando ya las guerras de la modernidad decimonónica nos enseñaron que había muchas formas de desmoralizar a la población civil y que la destrucción de ciudades y caminos y la privación de suministros no afectaba sólo a los ejércitos sino también a la vida de la comunidad. Además, y literalmente, no como metáfora, familias enteras “iban a la guerra”. En la del Paraguay se destruyeron poblaciones y se desintegraron familias, se sufrieron derrotas militares a la vez que se rompió el equilibrio de sexos y edades; por años se mantuvo una sociedad fracturada, con el vacío de varias generaciones de varones constituida por mujeres y por los niños que habían sido menores ¡de 10 años! durante la contienda. Paraguay redujo su extensión, contrajo sus fronteras y por décadas fue “el país de las mujeres”, algo que Barbara Potthast nos explica con todo su dramatismo.
En ese mismo siglo XIX, de tantas desgarraduras políticas y sociales, se produjo una renovación de los sentimientos o, con más precisión, hasta donde podemos conocerlos, en la forma de expresarlos. Pablo Rodríguez, desde Colombia, nos habla de una desbordada expresión de afecto de un padre hacia sus hijos, por medio de las cartas que cotidianamente les enviaba. No hay motivo para dudar que los padres de épocas anteriores amasen a sus hijos, pero es muy difícil, realmente excepcional, encontrar atisbos de esos sentimientos en cualquier tipo de documentos. Hoy conocemos algunas muestras de correspondencia privada en las que sólo entre cónyuges, y más bien como fórmula de cortesía, la expresión fríamente repetida y casi protocolaria “muy amado esposo” (o esposa) es lo más parecido a la manifestación de amor. Nada parecido se les dice a los hijos. La búsqueda en escrituras notariales del pasado muestra que incluso los testamentos, nuestra mayor esperanza de conocer lo que sentían los hombres y mujeres de la vida real (no los de las novelas), apenas mencionan su afecto por esos hijos a quienes dejan en herencia una fortuna o unas herramientas de artesano. Así que resulta una indiscutible novedad que el diplomático colombiano Rafael Uribe lo diga y lo prodigue diariamente, en su correspondencia, con palabras de cariño y en sus confidencias, consejos y recomendaciones.
Ya llegando a mediados del siglo XX ¿qué quedaba en el ambiente político mexicano, de los afectos familiares en el ambiente de traiciones, astucia, rencores y ambiciones frustradas? El texto de Ana Lidia García Peña nos muestra que el matrimonio pudo ser, como ha sido siempre, la arena en la que políticos ambiciosos desahogasen sus rencores y pretendieran compensar sus frustraciones. Mediaba el siglo XX en México cuando todavía no se curaban las heridas de las luchas revolucionarias y todavía los militares exigían protagonismo en la política y supremacía en la sociedad. Maximino Ávila Camacho se muestra como ejemplo de esas ambiciones insatisfechas y ese machismo desbordado, capaz de emplear cualquier recurso para mostrar en el hogar el poder que se le negó en la política.
La historia, los libros y los textos de historia, no funcionan como psicoanálisis social, pero, ya que tanto daño han hecho, por generaciones, perpetuando rencores, todavía podemos hacer algo a favor de la concordia, tan necesaria en nuestro mundo de hoy, si miramos con imparcialidad a dónde llegaron las consecuencias de alimentar las pasiones colectivas y las represiones privadas.