Reseñas
| Giraudo Laura. Rincones dantescos. Enfermedad, etnografía e indigenismo: Oaxaca y Chiapas, 1925-1954. 2023. Madrid. Consejo Superior de Investigaciones Científicas. 351pp.. 978-840-011-173-1 |
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La obra atrapa la mirada desde su portada y su título. Desde ahí, nos invita a acercarnos para inquirir sobre la contradicción que presenta. Rincones dantescos: una alusión al poema medieval de Dante Alighieri y su descarnada descripción de los nueve círculos del infierno; en contraste, la fotografía de la portada: una pequeña niña -con un coqueto listón
satinado en el cabello y dos collares de cuentas y flores alrededor del cuello, la boca pequeña y los labios que parecen dibujados por lo bien definidos en medio de sus mejillas redondas- nos mira directamente, aunque cubre sus ojos de la luz del sol con el dorso de la mano izquierda. Es una imagen que inspira ternura. No parece un rincón dantesco.
Las dos imágenes proceden de espacios distintos. En 1927, en su investigación sobre la oncocercosis, el médico Ramón Pardo describió una de las poblaciones afectadas (Tiltepec, Oaxaca): “México tiene rincones así, de donde huye ya no digamos la civilización, sino la vida; nuestra Historia y nuestra Geografía también tienen estos desconocidos dantescos”; y casi 20 años después, Gertrude Duby y Frans Blom publicaron la fotografía de la niña con el listón en el semanario Mañana, en el fotorreportaje “Veinte semanas por la ruta de la onchocercosis”.
Pese a la distancia temporal entre ambas imágenes (la escrita y la fotográfica) y sus diferentes procedencias, ambas están anudadas. Al momento de esos registros, además de haberse identificado en la población africana, la oncocercosis (aunque aún estaba por definirse) se había registrado en Guatemala, y en Oaxaca y Chiapas, desatando las alertas sanitarias de ambos países, y pronto comenzó a configurarse como una “patología indígena”. Esta última es el nudo que une los “rincones dantescos” con la fotografía de la niña pequeña, y devela el cruce de las historias del indigenismo, la etnografía y la medicina para cuestionar las asociaciones entre enfermedad, geografía y etnia construidas durante la primera mitad del siglo XX, así como los relatos hegemónicos sobre “lo indígena” como una serie de significados y estigmatizaciones de larga duración.
Por esto, no se trata de una obra que dé cuenta del “descubrimiento” de un suceso científico (la enfermedad parasitaria causada por la filaria Onchocerca volvulus, transmitida a los humanos por las moscas negras del género Simulium, que puede causar graves afectaciones en piel y ojos, llevando incluso a la ceguera), y no es lineal en ningún sentido, aunque en términos generales traza la ruta de la definición de la oncocercosis, desde su primer registro en América por parte de la comunidad médica en 1925 y hasta 1954 cuando se le define como una “enfermedad profesional”. Porque el trazo de esa ruta abreva de la historia de la medicina y transita hacia la del indigenismo, y en el camino se cruza con la de la etnografía y la del periodismo mexicano; recorre diversos poblados en Guatemala, Chiapas y Oaxaca, y se topa de forma recurrente con África y Estados Unidos; persigue la definición-construcción de una enfermedad (la oncocercosis) y su vector, entre cafetales, laboratorios, remedios locales y fármacos, políticas sanitarias y acuerdos internacionales; y también percibe a la población infectada, a veces mestiza, otras indígena, y algunas veces más, simplemente campesina-trabajadora. En todos esos cruces, la autora presenta la trayectoria de la definición de una enfermedad, pero también la de aquellos que la investigan y la del sujeto que la padece, para enfatizar los recovecos, los desvíos, las intersecciones y hasta los callejones sin salida y las vueltas en círculo de esa ruta, para centrarse en las contradicciones que implican los tópicos centrales que han guiado su obra: el sujeto indígena y el campo indigenista, como dos espacios de construcción que se alimentan mutua y constantemente.
De esta forma, Rincones dantescos no tiene como finalidad adentrarse en la historia de la medicina, y tampoco se anida en la historiografía tradicional de la antropología, es decir, en aquella que restringe el indigenismo a la actuación de la disciplina antropológica y encuentra en el indígena un sujeto naturalmente acotado y definido que ha sido investigado. Por el contrario, la obra de Giraudo es un trabajo que borda en los márgenes de las profesiones y las disciplinas, en los de sus sujetos de estudio y en sus construcciones epistémicas e imaginarios, para develar fronteras entrecruzadas y borrosas, y procesos de construcción (de imaginarios y saberes) dilatados en el tiempo.
Por esto se centra en las contradicciones de una historia aparentemente sencilla y engañosamente lineal, mostrando varias aristas que se entrecruzan en los imaginarios científicos y en los caminos y las prácticas de quienes los construyen. Así, observa el diagnóstico médico como una representación que define no sólo al vector de transmisión sino también a su origen y, con ello, a la población afectada. La búsqueda del origen trae de vuelta al siglo XX la presencia de África en el continente (ese espacio que siempre, inútilmente, Occidente intenta olvidar) y también el recuerdo de la conquista española (ese otro espacio siempre incómodo para los nacionalismos americanos), para tratar de asir el tránsito y la ruta de migración del simúlido sin lograr definir clara y contundentemente su sentido (¿de África a América?, ¿de Guatemala a México?, ¿de México a Guatemala?), porque la historia de su recorrido está entreverada con la del humano, es decir, con su colonialismo, racismo y comercio, y hasta con sus romerías y peregrinaciones.
La definición de esta patología traza, a su vez, rutas de expedición (ese recurso que hemos ligado al colonialismo europeo de los siglos previos, pero que es una práctica común de los Estados nacionales y también de la ciencia, quizá hasta el día de hoy), en las que concurren agentes de diversa procedencia, profesión e intención. El seguimiento de estas expediciones permite a la autora observar la presencia de médicos, entomólogos, etnógrafos y hasta locales -convertidos en asistentes, guías, dibujantes, inspectores- y, también la de sus esposas, de quienes apenas se conservaron ligeras huellas en el camino; así como las redes locales e internacionales y los proyectos que se entretejen alrededor de la patología.
Las expediciones, por otro lado, develan un amplio amasijo de prácticas y saberes, una convivencia de remedios y definiciones locales con aquellos derivados de la medicina alopática, en el que dominan los prejuicios sobre la población enferma y su supuesta negativa para ser atendida, y en el que el tratamiento médico es parte de la investigación, y en donde el enfermo, y algunas veces el médico, es el objeto de la experimentación que busca “descubrir” la patología y su cura: el cuerpo en el que se buscará intencionalmente el piquete del agente para observar la evolución de la enfermedad, al que se le extraerán los gusanillos o los órganos dañados para estudiarlos al microscopio, y en el que se observará el efecto de los fármacos.
Es a lo largo de esas rutas inasibles y expediciones transitadas por agentes variopintos que se construye ese rincón dantesco y sus habitantes, porque la definición de la enfermedad y del trazo de su tránsito sobre el mapa se entrevera con la construcción del imaginario sobre la geografía y los enfermos, a veces “negros”, otras “indígenas” o “mestizos”, pero nunca “blancos”, y siempre faltos de higiene y nutrición, alejados de la modernidad y, por ello, casi culpables de estar enfermos. Y es la pesquisa de estos derroteros la que sirve a la autora para develar el tránsito de la mirada higienista del siglo XIX a la de la medicina social; de la etnología y su interés por el folk-lore de los pueblos, a la de la antropología social que pretende dirigir la mejora socioeconómica de la población indígena; y de una enfermedad incierta que debe ser “descubierta” por los médicos, a una “patología indígena” cuya solución se encuentra en el campo indigenista del Instituto Indigenista Interamericano y en el saber profesional de los etnólogos. En esos tránsitos se define, para la autora, la relación entre la indianización de la patología y la modernización, y se afirma la competencia de lo que denomina “campo indigenista”, así como las contradicciones y ambivalencias insertas en la definición del sujeto indígena -siempre oscilante, tensionado, jaloneado, entre la tradición y la modernidad.
Tales recorridos se completan con la segunda parte de la obra, que alberga la reproducción y transcripción de algunos testimonios usados en el análisis, cada uno antecedido por un erudito comentario analítico: reportes médicos, oficios, informes etnográficos de campo, fotografías, artículos periodísticos, mapas. Esta copiosa compilación documental es un complemento que permite al lector un acercamiento distinto y propio para ahondar en aquellos caminos transitados en la obra, y en otros más no explorados, como la incidencia de los imaginarios construidos por la prensa en los espacios científicos, o las geografías e histo rias locales que permitieron, facilitaron o impactaron la emergencia mediática -en la capital y en el extranjero- de una “patología indígena” en un “rincón dantesco”.