Secciones
Referencias
Resumen
Servicios
Buscar
Fuente


Sobre Javier Garciadiego, Sólo puede sernos ajeno lo que ignoramos. Ensayo biográfico sobre Alfonso Reyes
Historia mexicana, vol. LXXV, no. 1, pp. 436-447, 2025
El Colegio de México A.C., Centro de Estudios Históricos

Reseñas

Garciadiego Javier. Sólo puede sernos ajeno lo que ignoramos. Ensayo biográfico sobre Alfonso Reyes. 2022. México. El Colegio NacionalUniversidad Autónoma de Nuevo León. 515pp.. 978-607-724-435-6978-607-27-1720-6

DOI: https://doi.org/10.24201/hm.v75i1.4749

Es de celebrar la aparición de este magnífico resultado de un intenso trabajo de investigación en torno a una figura fundamental y su tiempo. Se trata del ensayo biográfico sobre Alfonso Reyes escrito por Javier Garciadiego: una obra que representa un nuevo punto de encuentro entre un escritor, un biógrafo y sus lectores, reunidos en torno a este libro como herederos de la propia capacidad de convocatoria y diálogo de don Alfonso, en este espacio de amistad intelectual que tanto debe a su grandeza de miras, su cordialidad, su hospitalidad, su “incapacidad para el rencor y la envidia”, como diría Octavio Paz.

En efecto, como lo afirma también certeramente el propio Javier Garciadiego respecto de Alfonso Reyes, “en todas las etapas de su vida y en todas las geografías en que vivió fue siempre un punto de unión” (p. 395). Así lo constatamos al recorrer los distintos capítulos de esta obra, que corresponden a su vez a los distintos momentos y destinos de la vida del gran hombre de letras: “El niño de Monterrey”, “Días alcióneos y días aciagos”, “De exiliado a diplomático”, “El periplo sudamericano”, “De civilizador en México” y “La otra decena”.

¿Por qué ha elegido Garciadiego elaborar este que denomina un “ensayo biográfico”? Tal vez porque, siguiendo la afirmación del propio título, “Sólo puede sernos ajeno lo que ignoramos”: se trata de explorar, de indagar, de traer al conocimiento, para que deje de resultar distante -como todavía lo es para muchos- la presencia de Reyes. Como dice François Dosse en El arte de la biografía, la voluntad de “escribir una vida sigue […] siempre impulsando el deseo de narrar, de comprender”, y está guiada por dos pulsiones: “la voluntad documentalista de encontrar la verdad y la voluntad de narrar, de reconstruir, una vida”. El trabajo que aquí reseñamos reúne estas dos condiciones, al tiempo que está orientado también, como todo ensayo, a localizar, analizar e interpretar esas zonas y esos momentos centrales de sentido, de explorar las fuentes y buscar los indicios que iluminen las claves de una vida.

Se trata de la más completa biografía de Alfonso Reyes que poseemos hasta el momento. Y esto no es poco. Este libro no es, como lo explica el propio autor, reedición de sus anteriores recuentos biográficos de Reyes, sino un nuevo libro que debe ser asociado -agrego- a la imagen y al movimiento de una espiral asuntiva, que retoma, amplía, repiensa de manera profunda la vida y la obra de Reyes, a la vez que aporta el análisis de esos momentos desde la perspectiva del historiador e integra en una mirada comprehensiva un riquísimo conjunto de fuentes y datos provenientes de distintos archivos y bibliotecas. En efecto, no solamente toma en cuenta el autor, desde luego, la propia obra de Reyes, los abundantes estudios y valoraciones sobre su vida y su obra, los numerosos y ricos epistolarios y los distintos volúmenes de sus diarios, sino que a todo ello incorpora el resultado de su infatigable consulta de las muchas cartas y documentos albergados en la Capilla Alfonsina y en otros numerosos fondos y archivos.

El conjunto, lejos de resultar un pesado tratado erudito, se abre a nuestra lectura con amenidad y, tal como lo aconsejaba el propio Reyes, “como conversando con los lectores”, con un estilo dinámico e incisivo que nos hace sentirnos cerca de don Alfonso, en un clima de familiaridad y cordialidad que nos permite seguir y ambientar los trabajos y los días del gran escritor. Incorpora también numerosas fotografías e ilustraciones. Otro tanto podemos decir de las notas que, lejos de “lastrar” el texto, lo acompañan y contribuyen a nutrirlo y alimentar su energía. Nos sentimos así, para usar una expresión de Reyes, en grata compañía. De allí que me parezca acertado que se refiera a un “ensayo biográfico”, un enlace vivo y significativo de la vida y la obra de Alfonso Reyes, en el cual las notas actúan como alimento y detonante de las reflexiones y las interpretaciones se hacen explícitas para mostrarnos su visión de los aportes del escritor regiomontano, examinados a la luz de su época y su mundo. De este modo, no se trata de un recuento lineal y acrítico, sino de una biografía atenta a ciertos “indicios”, “pistas”, “huellas” que seguir, en el camino abierto por Carlo Ginzburg, esos resquicios a los que asomarse para descubrir ciertas zonas secretas, ciertas elecciones clave, ciertos momentos representativos de la vida y el pensamiento de Reyes: el primero de ellos, el papel del padre en su propia obra.

En efecto, una de las ideas fuertes que sostiene este texto es la del lugar decisivo que tuvo para el joven Alfonso la figura de su padre, el general Bernardo Reyes, y el dolor por su trágica muerte -y tal vez, según lo dice el biógrafo-, el sentimiento de responsabilidad por no haber insistido más en convencerlo para que depusiera las armas, ya que “siempre se sintió en parte culpable de la posterior muerte de su padre” (p. 87). Este sentimiento lo persiguió a través de toda su vida y debió “procesarlo de forma literaria” (p. 89). A su vez el biógrafo añade otro ingrediente de enorme interés: nos muestra que la presencia del padre en la obra de Reyes es sobre todo una construcción, un permanente homenaje en clave. Y afirma también que, como respuesta a ese continuo contrapunto entre las armas y las letras, la vocación de Reyes lo condujo “a hacerse humanista”. De allí que, si recordamos, como dice Borges en la “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, que “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”, tal vez sea en las circunstancias de la muerte violenta del padre, en su Oración del 9 de febrero y en su Ifigenia cruel donde encontremos la clave del destino de Reyes.

Pone también en evidencia Garciadiego algunos aspectos por mucho tiempo silenciados de la vida de Reyes, tales como, particularmente, los que marcan su relación con las mujeres, y en especial con su esposa, Manuela Mota. Se trata de un tema muchas veces velado en las evocaciones de su figura para no amenazar la imagen de un hombre modelo. Recuerda el biógrafo que alguna vez Reyes dijo que “hay mal de libros como hay mal de amores”.

Nos confirma también el autor la actividad incansable de Reyes, su sonrisa y su cortesía, su generosidad y hospitalidad. Nos revela asimismo su hipocondría. Y nos muestra sobre todo su preocupación por México, su interés por contribuir a la edificación cultural, moral y educativa de una nación moderna, capaz de integrar creativamente su propia tradición y al mismo tiempo abrirse al diálogo con la cultura universal.

El título y los subtítulos han sido certeramente elegidos. Así lo constatamos al recorrer los sucesivos capítulos de esta obra, que corresponden a las diferentes etapas y a los momentos clave de su vida. En el primero de ellos se rastrea con pericia de historiador la genealogía que desemboca en el retrato del niño nacido en un ambiente porfiriano y nos lleva a asomarnos a sus primeros cuadernos y a sus primeras composiciones. Como corolario de este momento temprano de la vida de Reyes comenta el biógrafo: “Alfonso tuvo la personalidad suficiente para forjar su futuro de forma independiente a su padre, aunque nunca rompiera con él” (p. 50). Tal vez quien recorra la biblioteca de Reyes en la Capilla Alfonsina de Monterrey pueda constatar, en la colección misma, un diálogo literario a la sordina entre el padre y el hijo.

“Días alcióneos y días aciagos” nos conduce a la etapa formativa del joven Reyes, quien llega a la ciudad de México a terminar sus estudios y allí permanece entre 1905 y 1913. Alfonso se integra a la Escuela Nacional Preparatoria y sobre todo a una atmósfera literaria y cultural signada por la decadencia del régimen porfirista, la sensibilidad modernista y el acercamiento a los más prominentes escritores, artistas y revistas literarias de la hora, como Savia Moderna. A todo ello se debe agregar que “para Reyes fue decisivo conocer a Pedro Henríquez Ureña, quien a partir de entonces sería su maestro y amigo” (p. 60). Esta amistad nos conduce a otra etapa fundamental: la del “joven ateneísta” (p. 67), miembro de ese grupo talentoso y letrado que los hizo reconocerse en un “nosotros”, marcado por las lecturas colectivas, el (re)descubrimiento de grandes pensadores, desde la renovada lectura de los griegos hasta los críticos del materialismo filosófico, la inquietud por la difusión de la cultura, con la organización de ciclos de conferencias. Y, además, en estos días alcióneos asistiremos a los primeros pasos de Reyes como escritor, ya que en 1911 aparecerá en París su primer libro, Cuestiones estéticas, publicado por la casa Ollendorf y posiblemente financiado por su padre (en un caso similar al modo en que hacia 1923 se dio a la imprenta Fervor de Buenos Aires, de su futuro amigo Jorge Luis Borges). Considera Garciadiego que “en Cuestiones estéticas está ya en embrión la obra que escribiría siempre. Sobre todo, desde entonces soslayó la poesía y prefirió la prosa, más en el género ensayístico que como prosa imaginativa” (pp. 74-75).

Esta biografía pone también en evidencia otra constante en la vida de Reyes:

Paradójicamente, si bien Alfonso Reyes rechazaba la militancia política, tenía un apreciable interés en los asuntos públicos, e incluso una gran sensibilidad y una notable capacidad de comprensión para éstos. En esto fueron clave su amplia perspectiva histórica, su confianza en la política como pedagogía cívica y que su visión de los temas políticos no estuviera nublada por una determinada ambición personal o familiar, clánica (p. 79).

Siguen a estos días alcióneos los días aciagos en que se producirá “la terrible orfandad de Reyes”. Nuevamente con el cuidado del historiador se reconstruyen los años convulsos de la caída del régimen y el comienzo del maderismo, en los que se produce la muerte de su padre y en los que “Alfonso Reyes pasó de ser un muy privilegiado miembro de la élite porfiriana a ser un enemigo de la Revolución mexicana; de vivir siempre orgulloso de su padre, a tener que intentar justificarlo. Además, le fue especialmente dolorosa la muerte de su padre porque él sabía que debía haber intentado evitarla” (pp. 89-90). Para la familia Reyes, dice el biógrafo, “la Decena Trágica fue una auténtica tragedia griega” (p. 90).

Todos estos antecedentes nos hacen llegar al siguiente capítulo, que ya desde el título nos hace tomar conciencia de que ese joven abogado y escritor que ha perdido a su padre se habrá de convertir en un exiliado. Garciadiego muestra con detalle, en “De exiliado a diplomático”, cómo se dio la decisión de Reyes de salir de México y el consiguiente paso a una nueva etapa de su vida en Europa: como alguna vez dijo el propio escritor, él “se dejó nombrar” en un puesto diplomático menor, como segundo secretario de la legación mexicana en Francia (p. 93). Años difíciles y de penurias económicas, ya casado y padre de un hijo, en una Europa intranquila y próxima a la Gran Guerra.

Reyes se convirtió así en un lector y escritor obligado a mantenerse en el hilo de la subsistencia en Europa, donde permaneció desde mediados de 1913 hasta comienzos de 1927: París, Madrid, otra vez París, muchas veces “entre fuegos políticos”, pero también como testigo de los avatares de la primera Guerra Mundial, conducido a distintos destinos antes de poder regresar a su ansiada patria: un hecho que suele olvidarse cuando se revisa superficialmente la obra de Reyes y se piensa que vivió tranquilo y disfrutando la atmósfera grata y aséptica de la diplomacia, cuando, como bien lo muestra Javier Garciadiego, se trató de ejercerla con enormes sacrificios en épocas turbulentas.

El historiador nos muestra con detalle el paso clave de Reyes por Madrid, su acercamiento a la filología, sus investigaciones y traducciones, y se refiere también a las grandes figuras de la hora, en un clima de inquietud artística y editorial. Reyes conoce el cine, se convierte, junto con Martín Luis Guzmán, en uno de sus primeros críticos, y se dedica al periodismo cultural. Reyes se volvió entonces maestro de la prosa:

[…] fortaleció su disciplina y logró dominar un género que lo caracterizaría por el resto de su vida: el ensayo cultural ágil y breve, siempre grato y provechoso; esto es, la crítica cultural periodística. Más aún: tener que escribir este tipo de textos trajo un cambio estilístico definitivo en Reyes: dejó la prosa “desbordada” de Cuestiones estéticas y empezó a escribir de forma ligera y transparente, al grado de que pronto se convirtió en su estilo característico, en su sello (p. 117).

Seguir esta etapa de la vida de Reyes nos prueba que, en efecto, y a pesar de lo que de él dijo Ermilo Abreu Gómez, Reyes no vino al mundo “bendecido por los dioses”, no disfrutó de las mieles de la abundancia, sino que, muy por el contrario, tuvo que luchar, arriesgar y explorar. Y en verdad el amor por la herencia helénica será otra de sus grandes pasiones, a la que por fin logrará dedicarse de tiempo completo en los últimos años de su vida, cuando Homero llegue con él a Cuernavaca.

Si regresamos a la estancia de Reyes en Madrid, veremos que poco a poco cambia no sólo su situación económica sino su posición en el campo cultural español. En efecto, si en Francia había fortalecido su conocimiento de la obra de Montaigne, Proust, Mallarmé -por no mencionar su cercanía de toda la vida con la obra de Shakespeare, Chesterton o Goethe-, autores sobre los que escribió agudos y pioneros ensayos, ahora en España se muestra como gran lector de la obra de Cervantes, Lope, Quevedo, y sobre todo Góngora: un Reyes a quien Azorín saluda como “joven de agudísimo y selecto entendimiento” (p. 120). Ya superados los primeros “años heroicos” de Madrid, y ya integrado al grupo de Menéndez Pidal y al ambiente cultural español, con la frecuentación de los lugares de reunión de escritores y su amistad con Juan Ramón Jiménez y Enrique Díez-Canedo, Reyes comenzará a desplegar una actividad incansable, que tendrá un parteaguas en 1917, cuando aparezcan tres títulos decisivos de su autoría: Visión de Anáhuac, Cartones de Madrid y El suicida. Además de su grandeza literaria, el primero de estos títulos es testimonio de otra importante vertiente del trabajo de Reyes: su estudio de los textos de conquistadores y cronistas que pudo identificar en la Biblioteca Nacional, y que en nuestra opinión habrán de nutrir sus posteriores reflexiones en torno a la utopía del Nuevo Mundo y el destino de América. Dice Garciadiego que, si Juan Ruiz de Alarcón triunfó en la escena de los Siglos de Oro, Alfonso Reyes lo hizo en la Edad de Plata de la cultura española: se trata de “un nuevo logro de la literatura mexicana, que por primera vez tomó la palabra ante el mundo” (pp. 132-133). A pesar de estar lejos de su país natal, Reyes tuvo creciente contacto y presencia en la escena cultural mexicana: fue nombrado miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, mantuvo correspondencia con varios escritores, publicó nuevos títulos, avanzó en la edición de la obra de Amado Nervo.

Convertido a partir de 1920 en un diplomático que representaba al gobierno de la Revolución en España, Reyes vio con optimismo la posibilidad de colaborar con el programa educativo de Vasconcelos y volvió a usar el “nosotros” de raigambre ateneísta. Este proyecto no se concretó, de modo que siguió dedicado a sus tareas como diplomático en años de difíciles relaciones entre México y España. Su labor creativa debió disminuir a causa de los múltiples requisitos de la vida diplomática. No obstante ello, logró publicar varios volúmenes de textos escritos con anterioridad, como Retratos reales e imaginarios y Simpatías y diferencias, El plano oblicuo y El cazador. Garciadiego hace un cuidadoso seguimiento de ciertas claves en torno a la publicación y recepción de estas obras y estudia el difícil balance que Reyes se vio obligado a hacer entre la obra poética y la obra en prosa. En efecto, a pesar de la publicación de Huellas, libro que recopilaba buena parte de sus poesías, el periodo español no le había resultado fecundo “en el orden poético”. En contraparte, sí vivió un momento decisivo en la consolidación de su obra en prosa de crítica y creación, así como en su trabajo como editor de clásicos (p. 158). Observa el biógrafo: “Casi podría decirse que para sus viejos amigos mexicanos Reyes era un poeta, mientras que para los españoles era un prosista” (p. 181). Antes de partir rumbo a un nuevo destino, Reyes dejará en manos de su gran amigo Enrique Díez-Canedo los originales de Calendario. Y publicará también uno de sus textos fundamentales: Ifigenia cruel.

Reyes deberá conciliar durante muchos años su vocación por las letras con las demandas de las tareas diplomáticas, e incluso en este caso dotará a dichas tareas de una generosa dimensión, al punto que años después se reconocerá su desempeño como “uno de los elementos más útiles, cultos y dinámicos del servicio exterior”. La sensibilidad política y social de Reyes hará que este hijo de una destacada figura del viejo régimen acabe hablando en nombre de la Revolución, defendiéndola y representándola (p. 243).

Recordemos que tocó a Reyes asistir no sólo a un extraordinario cambio en la vida de México, del porfiriato a la revolución, del cardenismo al alemanismo, sino también a una de las etapas más convulsas en la historia de todo el planeta: además de la revolución mexicana, la Gran Guerra, la revolución rusa, la Guerra Civil española, la segunda conflagración mundial, la revolución china, los comienzos de la Guerra Fría. Le tocó también asistir a revoluciones en el arte, los avances en la técnica y el conocimiento. Y le tocó por ende afrontar los desafíos que planteó ese complejo panorama político, económico y social al sector de la diplomacia y desde luego también al sector letrado. Respondió siempre con una postura de defensa de la paz, la hospitalidad, la construcción de instituciones, la educación y la cultura.

El libro que aquí comentamos va así siguiendo la vida de Reyes y las respuestas que debió ofrecer a cada etapa, a cada desafío. Para ello se hacía necesario poner en permanente relación la vida del biografiado con su tiempo y su mundo, con las circunstancias políticas y culturales a cuyos desafíos tuvo que responder. Notable es también el modo en que su autor logra mostrarnos cómo el recorrido de una vida se va puntuando con la aparición de las distintas obras. Se necesita un arte de orfebrería para ir engarzando los trabajos y los días de Reyes. Y Javier Garciadiego lo logra.

En efecto, uno de los aportes de este libro es la posibilidad de asistir a los procesos de redacción y edición de la prolífica obra de Reyes, así como acercarnos a las distintas exigencias vitales que llevaron al autor a labrar su prosa, muchas veces puntuada por un ritmo ágil y certero. Es también conmovedor el capítulo en que un Alfonso Reyes ya amenazado por la edad y los problemas de salud, sumido en un momento de “soledad con letras” y en un raro estado de ánimo signado por una particular combinación de tristeza y alegría (p. 399), al que nunca abandonaron su permanente cortesía y bonhomía, se da a la tarea de compilar su propia obra, guiado por las figuras tutelares de los clásicos griegos, de Montaigne y de Goethe.

El siguiente capítulo, dedicado a “El periplo sudamericano” de nuestro autor, que comienza en 1927, nos permite también asistir al modo en que se fue gestando el espíritu americanista de Reyes, ya que, si bien “en España descreía de los discursos hispanoamericanistas, por vacíos e inútiles”, sus estancias en Argentina y Brasil acaban por confirmar su “filiación latinoamericana” y convencerlo de pensar en “el destino de América” (p. 245). Serán años de enorme ebullición constructiva en Reyes, quien no sólo se dedica a las cuestiones diplomáticas (acabar con el aislamiento en que otras naciones tenían sumido al México posrevolucionario, difundir los logros de la revolución mexicana, firmar convenios, atender asuntos de comunicación y transporte, y, ya en su segunda estancia diplomática en Argentina, responder a los avatares de la Guerra Civil española, y tantos más), sino que también colabora en el tejido de redes letradas entre los distintos países. Vemos al gran embajador e impulsor de la cultura, que contribuye a animar con su capacidad de convocatoria los encuentros entre escritores e intelectuales, que contribuye a editar y dar a conocer autores, a imaginar proyectos culturales, como lo muestran Cuadernos del Plata, Libra, Monterrey, así como sus colaboraciones en Nosotros, La vida literaria, Valoraciones, Sur, sus conferencias y participaciones en distintos espacios letrados. Recordemos que de esa época provienen, por ejemplo, sus “Notas sobre la inteligencia americana”, leídas cuando se acercaba el peligro inminente de la guerra.

Atraviesa además al libro otro leit motiv: la permanente preocupación de Reyes por enlazar “la savia nacional” con las “corrientes universales”. En palabras de Javier Garciadiego,

Es indudable que su hoy tan celebrado universalismo no se contraponía a su amor por México. Dicho universalismo era temático y editorial, e implicaba enormes esfuerzos intelectuales para conocer otras literaturas, así como grandes dificultades cotidianas prácticas, pues estando lejos de México tuvo que publicar en editoriales e imprentas de diversos países, las más de las veces sufragando él los costos” (p. 236).

Se asoma el biógrafo de manera acuciosa a la “polémica decisiva” que se dio en México en 1932 en torno al nacionalismo, y a la que Reyes respondió “de manera contundente” en A vuelta de correo, al decir que “la única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal” (p. 250). Y nos conduce por los distintos momentos de esa creciente preocupación de Reyes por mostrar que no son excluyentes la atención a lo propio y a lo universal. Se trata de un universalismo que “creció al conocer, y bien, ambas civilizaciones, la europea y la americana” (p. 271).

“De civilizador en México”: ya de regreso en su país, nos encontramos al escritor trabajando intensamente en la Capilla Alfonsina, su casa-biblioteca, convertida en polo de atracción y lugar de encuentro de los representantes de la cultura mexicana toda: “Alfonso Reyes ya no sería cuestionado por su más supuesta que ostensible falta de nacionalismo literario. Al contrario, ahora sería el abanderado de la creciente internacionalización cultural del país” (p. 333). Es aquí donde evocamos el título del libro: “Sólo puede sernos ajeno lo que ignoramos”, frase que Garciadiego retoma a su vez de una expresión de José Emilio Pacheco, quien se hace eco de las palabras del ilustre regiomontano. Alfonso Reyes, don Alfonso, nuestro Alfonso el sabio, fundador de instituciones, defensor de la libertad y de la inteligencia, imaginador de colecciones, animador de la vida cultural y literaria de México, alcanzó hacia el final de sus días el reconocimiento y la gratitud de las distintas esferas del país y de América toda.

Otro de los grandes temas que recorre el libro es el modo en que Reyes tendió lazos y puentes entre España y América, y su intervención clave en la salvación y recuperación de grandes figuras del exilio español que encontraron cobijo en México y contribuyeron al fortalecimiento de su vida cultural desde espacios como la Casa de España, El Colegio de México, el Fondo de Cultura Económica, la Universidad Nacional Autónoma de México, la revista Cuadernos Americanos.

El ritmo de las actividades desplegadas por Reyes en la última etapa de su vida, aquella que Garciadiego llama “La otra decena”, recuerda la intensidad de sus años tempranos en España: quería dejar un legado intelectual que prodigó en distintos libros que tradujeron su amor por Grecia, por México, por América y la cultura universal. Sus intereses intelectuales abarcaron no sólo las humanidades sino las ciencias sociales y los distintos avances de la ciencia y el conocimiento. Quiso también, incansable, comenzar a organizar sus obras completas. Fue además fundador e impulsor de instituciones de la cultura. Fue así escritor, editor y educador hasta el fin de sus días. En esa última etapa, que coincidió con la celebración de sus 50 años como escritor, llegaron también los reconocimientos nacionales e internacionales, los crecientes homenajes y la promoción de su candidatura al Premio Nobel de Literatura. Reyes estuvo al frente de distintas instituciones de cultura, dialogó con jóvenes y talentosos escritores como Carlos Fuentes y Octavio Paz. El escritor se había convertido en una figura central, verdadero “nodo” de las redes letradas de España y América. Siguió además dos de sus más entrañables tareas y vocaciones: la lectura de los griegos y de la obra de Goethe. Avanzó en sus diarios y “preocupado gravemente por una muerte cercana, Reyes decidió que durante sus últimos años de vida escribiría y publicaría tanto como pudiera. Estaba decidido a dejar una obra de gran envergadura […]. Estaba seguro que quería dejar, ‘al irme del mundo’, una inmensa obra literaria” (pp. 424-425).

Recuerdo para terminar que alguna vez Alfonso Reyes, por entonces presidente de El Colegio de México, fue invitado a recibir un reconocimiento en Monterrey, y debió alejarse por unos días de la institución. Le escribió entonces unos versos a Antonio Alatorre, donde le dejaba el encargo: “Antonio, cuídeme mucho el Colegio”. Esta expresión pinta a las claras el amoroso cuidado y la devoción con que Reyes se entregó a la defensa de los espacios de cultura, muchos de los cuales él mismo contribuyó a construir y de cuyo destino se sintió responsable. Por ello me parece de justicia esto que dice el autor hacia el final del libro: “Si la salud de la nación fue una preocupación de Reyes, en los últimos años de su vida, la salud de Reyes se convirtió en una ‘preocupación nacional’” (p. 476).

Concluyo esta nota con la mención del epígrafe que aparece al comienzo del libro, donde se cita una importante reflexión de Reyes sobre la cultura, que proviene de las palabras por él pronunciadas en la inauguración de la revista Cuadernos Americanos, publicadas en 1942:

La cultura no es, en efecto, un mero adorno o cosa adjetiva, un ingrediente, sino un elemento consustancial del hombre, y acaso su misma sustancia. Es el acarreo de conquistas a través de las cuales el hombre puede ser lo que es, y mejor aún lo que ha de llegar a ser, luchando milenariamente contra el primitivo esquema zoológico en que vino al mundo como enjaulado. La cultura es el repertorio del hombre. Conservarla y continuarla es conservar y continuar al hombre (“América y los Cuadernos Americanos”).

Esta cita me lleva a decir -glosando las palabras de Ezequiel Martínez Estrada dedicadas a Montaigne-, que Alfonso Reyes, don Alfonso Reyes, nuestro Alfonso el Sabio, llegó a representar, más que la figura de un hombre culto, la cultura misma.



Buscar:
Ir a la Página
IR
Scientific article viewer generated from XML JATS by