Reseñas
| Cossío Díaz José Ramón. Que nunca se sepa. El intento de asesinato contra Gustavo Díaz Ordaz y la respuesta brutal del Estado mexicano. 2023. México. Debate. 192pp.. 978-607-383-343-1 |
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Entre 1970 y 1993 Carlos Francisco Castañeda estuvo encerrado en un hospital siquiátrico, durante los primeros años permaneció incomunicado y se le administraron medicamentos experimentales; puede pensarse que en lugar de una mejoría en su estado siquiátrico se pretendía que perdiera completamente sus capacidades mentales y resultara increíble cualquier declaración que brindara en el futuro. Antes había sido torturado durante cuatro meses. Todo en reacción a un atentado contra el presidente Gustavo Díaz Ordaz, absolutamente fallido desde su origen, pues Castañeda desconocía en qué vehículo de la comitiva viajaba el mandatario, no portaba un arma fiable y estaba lejos de ser un tirador hábil.
Nunca se sabrá el grado de padecimiento mental que sufría al disparar, aunque resulta difícil pensar que alguien, en su sano juicio, hubiera perpetrado una acción tan descabellada y con un fracaso tan evidente. Tampoco se conocerá el móvil: amenazas y tormentos permitieron esclarecer que planeó y ejecutó el atentado en solitario, pero no determinan si, poseedor de una voluntad influenciable, actuó influido por un sacerdote que lo retó (igualmente, no queda claro cuál podría ser el beneficio obtenido por la Iglesia con la muerte de Díaz Ordaz) o si actuó por voluntad propia (en venganza de las o alguna de las víctimas de Tlatelolco o en busca de la gloria efímera que le brindarían los periódicos, con amplio espacio para la nota roja pero, y eso no lo habría calculado Castañeda, poca cabida para la crítica a la figura presidencial). Tampoco se sabrá cómo fue el atentado ni lo que pasó hasta que el tirador fue llevado al siquiátrico. Además, hasta 1993 no se conocía su destino.
A pesar de la falta de información, José Ramón Cossío presenta una secuencia magistral. Contrasta los sucesos conocidos, desde la aprehensión hasta la liberación, con lo ordenado por las leyes penales (en su mayoría, inobservadas) y con prácticas policiales y judiciales acostumbradas en esos años (en mucho coincidentes). Ante los silencios, supone opciones. Cada episodio de la trama lo presenta en sí mismo y en sus posibilidades; sustenta en saberes y prácticas de la época tanto lo ocurrido como lo que pudo ocurrir y, con ello, lo posible se vuelve factible.
Entonces, se acerca al caso desde la perspectiva jurídica, con la destreza del juez y la metodología del historiador. Mediante diversos tipos de prueba, el juzgador debe encontrar la “verdad histórica” o esclarecer la forma en que ocurrió el hecho juzgado. Con la experiencia, conocimiento e inteligencia de un juzgador, Cossío reconstruye el atentado y los hechos posteriores. En una tarea que no corresponde necesariamente al juez, sino al historiador, los explica en su contexto espacial y temporal. Además, en una labor que no corresponde al juez ni al historiador, sino al novelista, los presenta en un relato que nada pide a una novela policial.
Esta original manera de acercarse al caso, posible gracias a la experiencia y amplio conocimiento del autor, constituye una interesante propuesta metodológica y una de las aportaciones de la obra a la historiografía mexicana.
Por otra parte, Cossío plantea reflexiones y conclusiones de sumo interés para la historia jurídica, política e incluso cultural de una época que no ha sido suficientemente estudiada, lo cual constituye una segunda contribución a la historiografía.
A pesar de la dificultad de ocultar un disparo realizado durante un desfile multitudinario, “que nunca se sepa” fue la consigna inicial y tras la prolongada incomunicación y tormento del tirador, era difícil dar marcha atrás. Como afirma el autor, las autoridades podían haber actuado de forma transparente y utilizar al derecho para acusar y sancionar al perpetrador (p. 144). Es decir, en la aprehensión podrían haber mostrado su eficacia y, con un debido proceso, su respeto al Estado de Derecho y al garantismo. Sin embargo, optaron por “desaparecer el caso y anular en vida al perpetrador” y evitar la difusión en prensa o la publicidad de un juicio (p. 19). Al calificar a Castañeda como enfermo mental en un juicio civil promovido por la familia, redujeron un escándalo público a un asunto familiar.
¿Qué beneficios trajo o se supuso traería el ocultamiento? ¿La estrategia revela fortaleza o debilidad del Estado? Cossío sugiere que se pretendió evitar el debilitamiento de la “imagen mítica de los Presidentes de la República”, la exhibición de las fracturas del régimen tras la matanza de 1968 o un impacto negativo en la campaña de Luis Echeverría. Involucrar en el secreto a diversas autoridades (funcionarios, policías, jueces) y a la prensa, muestra la fortaleza estatal. A pesar de la emergencia de espacios de crítica, los periódicos dependían de las subvenciones y los periodistas, sobre todo ligados a la nota política, recibían periódicamente dinero, por tanto, no publicarían la nota si el Ejecutivo lo prohibía. No obstante, y esta es una idea sumamente interesante de Cossío, una reacción tan desarticulada y poco organizada, el ocultamiento mismo del suceso, también denota debilidad. En sus palabras, muestra “un régimen político debilitado, incapaz de aceptar la existencia de huecos en su interior o con respecto a la población”, imposibilitado para asumir diversidades y aceptar críticas (p. 144). Señal interesante de un presidencialismo mutable con el tiempo y que mostraba signos de resquebrajamiento.
Al igual que Cossío, creo en el potencial de la historia para explicar o sustentar explicaciones de otros periodos. Por ello, traigo a colación dos casos previos, sumamente difundidos en la prensa. En 1964, el general y campeón olímpico Humberto Mariles disparó y mató al conductor de un automóvil como resultado de un altercado de tránsito; el suceso desató una serie de denuncias sobre el despotismo del militar y sus compañeros, así como críticas al ejército, al influyentismo y la corrupción en los juzgados. Décadas atrás, Jesús Negrete (a) “El Tigre de Santa Julia” fue procesado por homicidio y robo; en vida y, sobre todo, tras su muerte, fue visto como un bandido justiciero que desafió a las autoridades porfirianas y vengó agravios colectivos. Volvamos a 1970: el Estado mexicano estaba consciente del impacto mediático que tendría el atentado y no quiso abrir espacios de crítica (como sucedió con Mariles); además, puede pensarse que temió que un Castañeda solitario e impotente generara simpatía y fuera visto como reivindicador por una sociedad sensibilizada por la protesta social y herida por la represión estatal (como ocurrió con Negrete).
Otra conclusión de José Ramón Cossío o más bien punto de partida, es el abuso de las autoridades en contubernio con los jueces, al menos los de la ciudad de México, así como la escandalosa violación de todo derecho de Castañeda. Sintetizo la exposición de Cossío: tras la detención, tuvo que haber sido consignado y contar con un defensor; debió ser procesado por varios delitos, como homicidio frustrado, portación de arma sin licencia y reservada al ejército o daño en propiedad ajena; y su juicio pudo tener varios resultados, a saber, pudo haber sido absuelto si se le hubiera considerado como afectado por un trastorno mental transitorio, pudo haber sido internado en un hospital siquiátrico si a contracorriente de los exámenes criminológicos se le hubiera considerado como enfermo mental permanente, o bien, pudo haber sido condenado a prisión por un periodo cercano a 20 años, lapso que se habría podido reducir durante su estancia en prisión. En cambio, no fue llevado ante un juez penal tres días después de su aprehensión sino ante un juez civil cuatro meses después; estuvo incomunicado y fue torturado; no se le declaró inimputable por su afección mental en un juicio penal sino incapaz en uno civil, sumamente irregular; y en el siquiátrico fue nuevamente torturado hasta el enloquecimiento. Al salir su destino no podría ser promisorio, vivió los últimos años en condiciones inhumanas y murió atropellado por un conductor que no recibió castigo (como tampoco lo han recibido los responsables de su aislamiento).
El caso ejemplifica varios aspectos en torno al entendimiento y uso del derecho por parte de las autoridades políticas, concluye Cossío. Primero: no concebían al derecho como “un marco definido de reglas a acatar, sino un instrumento utilizable para dar sentido normativo a decisiones ajenas a su naturaleza” (p. 144). Segundo: la procuración e impartición de justicia eran utilizadas por el sistema político, como se observa en este caso, que fue resuelto mediante la intervención pública extrajudicial (p. 143). Tercero: la ciudadanía tenía “muy limitadas capacidades de defensa” frente a las autoridades (p. 22). Coincide en este último punto con Sergio García Ramírez, quien asevera que en el derecho penal se observa claramente la desigualdad entre el poder político que “emplea sus más poderosos instrumentos” y el individuo que “aguarda con sus más frágiles defensas”.1 Como afirma Pablo Mijangos en el prólogo, la obra muestra la instrumentalización abusiva del orden jurídico por parte del poder público (p. 9). Todo ello en vísperas de una reforma penal que, en 1971, suprimiría la justicia colegiada en primera instancia y optaría por juzgados unitarios.
Otros puntos merecerían ser comentados en esta reseña, por ejemplo, la posesión de un arma reservada al ejército por parte de una persona al parecer aislada y sin recursos, lo cual anuncia la proliferación de la violencia en la década de 1970. O la intervención del sacerdote y las suposiciones de las autoridades sobre una conspiración de grupos religiosos. Sin espacio para abordarlos y con el fin de concluir, me limito a presentar una más de las aportaciones de la obra, en este caso, a la historia del derecho.
Apunta Mijangos que la generación de Cossío fue formada en el conformismo político y el formalismo jurídico (pp. 9-10). Dicha formación ha sido compartida por muchas generaciones, quienes aprenden que el derecho -y ahora tomo lo escrito por nuestro autor- es sinónimo de ley o puede reducirse a la normatividad, lo cual permite concebirlo como un producto atemporal, autogenerado e incuestionable (p. 11). Coincido con Mijangos: de forma contraria a su formación, Cossío analiza y reflexiona sobre el derecho, al cual considera como producto de su contexto y como resultado de su historia. Sus incursiones al pasado le han merecido el reconocimiento de los historiadores; maestro de muchos de nosotros, es miembro corresponsal de la Academia Mexicana de la Historia. Ha explorado de forma excepcional el Derecho en la Historia, la historia del Derecho y la Historia en el Derecho. En otras palabras, ha mostrado a los historiadores de lo político, lo social y lo cultural, la importancia de partir del derecho, regulador y orientador de políticas y prácticas; al acercarse a la historia del Derecho, ha señalado que las normas deben entenderse a la luz de su contexto, su viabilidad y aplicación, y ha superado una manera tradicional de acercarse al tema, limitada a la exposición cronológica de la normas; y, por último, ha comprobado la importancia del pasado para el análisis de temas jurídicos y judiciales actuales. Que nunca se sepa es un excelente ejemplo de todo lo anterior.
Notes