Reseñas
Antonio Carreira, Quevedo en la redoma. Estudios sobre su poesía. El Colegio de México, México, 2021; 238 pp. (Publicaciones de la Nueva Revista de Filología Hispánica, 11).
Antonio Carreira, Quevedo en la redoma. Estudios sobre su poesía. El Colegio de México, México, 2021; 238 pp. (Publicaciones de la Nueva Revista de Filología Hispánica, 11).
Nueva revista de filología hispánica, vol. LXXIII, no. 1, pp. 186-192, 2025
El Colegio de México A.C., Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios
| Carreira Antonio. Quevedo en la redoma. Estudios sobre su poesía. 2021. México. El Colegio de México. 238pp. |
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Received: 13 November 2023
Accepted: 01 December 2023
Antonio Carreira, reconocido investigador en diversas épocas de la literatura española y egregio gongorista, reúne en este libro artículos sobre Francisco de Quevedo elaborados a lo largo de treinta años. Como se indica en la contraportada, “se trata de una recopilación de trabajos poco ortodoxos escritos por un filólogo”, el cual trata de ofrecer un punto de vista diferente del que considera dominante entre los quevedistas. A tal fin, a lo largo del libro, se pronuncia con toda claridad acerca del escritor y de un número indeterminado de sus intérpretes. Su opinión sobre Quevedo, poco común pero no única, queda plasmada en declaraciones como las que reproduzco seguidamente:
Ambas declaraciones fueron expresadas en sendos trabajos publicados en 2000 y 2001. Se podría pensar que responden a un punto de vista de otra época; no obstante, coinciden plenamente con otro trabajo de 2014, no incluido en este libro:
Quevedo es un escritor genial que, llevado de su vehemencia, se nos antoja descabellado y fuera de la realidad. Quien lea con calma obras como la España defendida, Su espada por Santiago, la Virtud militante, la Execración contra judíos, incluso la Política de Dios, admirará al prosista y lamentará que tanto ingenio pudiera ponerse al servicio de tanto descarrío. Y si, dejando la prosa pasamos a la Epístola satírica y censoria, uno se preguntará cómo se pueden componer versos tan buenos para soltar tales disparates… Góngora y Quevedo fueron muy distintos, todo lo distintos que pueden ser dos personas: Góngora, epicúreo y vividor, amante de la música, de los gustos y los colores, de cuanto el mundo ofrece de placentero. Quevedo, sombrío, amargado, ceniciento, obsesionado con la muerte, encadenado a la ortodoxia, despreciador del género humano y de la vida misma, al menos de labios afuera (“Presencia de Góngora en la poesía de Quevedo”, en El universo de Góngora, ed. Joaquín Roses, Diputación, Córdoba, p. 473).
Dado que Quevedo en la redoma es un libro orientado a contrarrestar “la actitud reverencial de cierta beatería quevediana” (p. 195), su autor tampoco es benigno con los que denomina “quevedistas de oficio”. No queda en claro si el quevedista de oficio es aquel que no tiene otra ocupación o si es el que estudia a Quevedo por obligación rutinaria, como en un metafórico turno de oficio. No se aclara cuántos y cómo son esos quevedistas y cuántos otros entran en otra categoría. El lector puede pensar, al comienzo del libro, que los de oficio son casos minoritarios y marginales, pero con el discurrir de las páginas llega a tener la impresión contraria, es decir, que siendo la poesía de Quevedo más bien mediocre, pocos críticos poseen la necesaria clarividencia para percibirla así.
Que un crítico literario especializado en el estudio de un autor denomine beatería la especialización de otros críticos en uno distinto parece poco consecuente. Sin una mínima admiración por el escritor elegido se hace arduo el trabajo crítico cuando debe adentrarse en zonas de aridez y monotonía. Hasta cierto punto, es conveniente hacerse la ilusión de que el escritor elegido es el mejor. Una moderada ceguera, dentro de la conciencia de la relatividad de los gustos, puede resultar beneficiosa. Me atrevería a decir que en la bibliografía sobre Quevedo se encuentran menos dosis de arrobo que en los estudios dedicados a otros genios del Barroco, tal vez porque la compleja obra y personalidad del señor de la Torre de Juan Abad propicia un acercamiento cauteloso a su labor. En cualquier caso, los estudios sobre Quevedo publicados en las cuatro o cinco últimas décadas son muy heterogéneos, y lo que domina en ellos es la diversidad de actitudes y de enfoques, junto a una loable y serena objetividad.
En el capítulo primero, “Quevedo en la redoma: análisis de un fenómeno criptopoético” (pp. 9-33), expone Carreira que el lector del siglo XVII apenas conoció la lírica de Quevedo porque éste guardó para sí la mayor parte de sus versos en espera de mejores tiempos (p. 9). Hay en este capítulo aportaciones documentales de interés, así como un cuidadoso rastreo de diversas colecciones poéticas, orientado todo ello a mostrar que la lírica quevedesca fue casi ignorada y no ejerció influencia durante el siglo XVII. En este capítulo, como en otros, resulta más valiosa la indagación erudita que la interpretación teórica, pues debe señalarse que aunque no se conoció en vida de Quevedo gran parte de su producción poética, la difundida parece haber sido suficiente para otorgarle desde muy pronto una razonable notoriedad, incluso antes de la publicación de Flores de poetas ilustres. Puesto que Carreira distingue entre “la presencia de Quevedo” y la “presencia de textos quevedescos” (p. 21), tal vez habría que decir que la primera de las dos no requirió una destacada aparición en colecciones y antologías. Carreira aduce en apoyo de su propuesta un trabajo donde Mariano de la Campa (p. 30) expone que entre 1636 y 1668 se publicaron 198 romances de Quevedo, 36 de ellos por primera vez. En sí mismas, tales cifras son suficientes para garantizar la notoriedad de un poeta.
Más convincente que la tesis de Carreira, que investigadores posteriores han puesto en tela de juicio, es la documentación que va mostrando aquí y allá, no siempre pertinente a su propósito, pero útil en cualquier caso. Tal vez le sobra empeño a su idea de que Quevedo fue poco conocido como poeta, dato opinable y, en todo caso, de moderado interés. Avanzado el capítulo, causa extrañeza que reproche a Quevedo “la anomalía de componer tanto poema que al fin iba a quedar prácticamente ignorado” (p. 31). ¿Sabemos realmente lo que sucedió? En este punto sería necesario detenerse a considerar la información proporcionada por personas cercanas a Quevedo (Lope de Vega, Juan de la Sal, Pellicer, Jiménez Patón, González de Salas, Aldrete y otras) para poder formular una hipótesis más elaborada acerca de hechos tan difíciles de conocer. La afirmación “si hubiera hecho como Góngora al preparar el manuscrito Chacón” (p. 32) también supone adentrarse en el ámbito de las conjeturas inútiles por indemostrables. En todo caso, el testimonio de González de Salas en su condición de editor de El Parnaso español debe tenerse en cuenta.
Considera Carreira que este capítulo inicial es “el más objetivo de todos, o, si se quiere, el más positivista” (p. 9). No son menos positivistas los capítulos 2, 3 y 4, dedicados a interpolaciones, apócrifos y romances de compleja transmisión, que muestran la pericia de un buen rastreador de datos de primera mano. El capítulo 2, “La poesía de Quevedo: textos interpolados, atribuidos y apócrifos”, centrado en la transmisión y atribución de las letrillas de Quevedo es una muestra de ello. Valiosas son las páginas 46-51, donde Carreira plantea el espinoso dilema de los poemas atribuidos y apócrifos, en las cuales marca líneas de trabajo a seguir. No sólo son de gran utilidad sus observaciones concretas, sino el planteamiento del problema en sí mismo.
En los capítulos 5 a 8 Carreira se centra en dos ámbitos que le parecen especialmente reprochables, la lírica amorosa y la religiosa, en ambos casos porque al poeta le falta sinceridad o reflejo de experiencias vividas. En la erótica, la abundancia de tópicos “son un freno a la espontaneidad” (p. 90); la sacra, “lejos de ser expresión de un arrepentimiento, de una angustia culpable, es sobre todo arma ofensiva usada para meter en cintura a los disidentes” (p. 157). A decir verdad, la espontaneidad o sinceridad no son valores estéticos en sí mismos, a diferencia de lo que opinaba antaño cierta crítica decimonónica. En todo caso, hay que reconocer que Quevedo escribió un buen número de poemas religiosos y amorosos de hondo patetismo, que algunos lectores querrán considerar expresión directa de una experiencia más o menos personal.
El capítulo 6, “Quevedo en fárfara”, es decir, ‘a medio hacer’, viene a decir que don Francisco, demasiado ocupado en quehaceres poco nobles, descuidó la redacción de sus poemas. De opinión contraria había sido González de Salas, cuya mención era obligada aquí, juntamente con la de aquellos estudiosos que han puesto de relieve el esmero con que Quevedo limó muchos de sus escritos. La actitud de Carreira se antoja algo contradictoria, pues siempre tiene presto un comentario desfavorable: o bien los poemas son malos porque Quevedo no los limó, o bien lo son pese a cualquier esmero porque no daba más de sí. Carreira pasa revista a dieciocho poemas amorosos, a los que dedica, junto a observaciones eruditas y comentarios dignos de tenerse en cuenta, un invariable epifonema negativo:
En este soneto el segundo verso suena reiterativo, el cuarto, forzado, y la coherencia es endeble (p. 111).
El soneto es como un carpe diem frustrado, que no alcanza su objetivo, porque no puede haberlo para un estoico que concibe el mundo como un valle de lágrimas (p. 113).
…si el poema… nos ha llegado cabal, los conceptos que lo integran parecen haber quedado a medio hacer (p. 115).
…el soneto se encuentra aún informe y lleno de ambigüedades (p. 119).
Todo este montaje, tan mal llevado, y con continuos cambios de sujeto que apenas se dejan adivinar, sólo busca el clever remark del verso 14 (p. 123).
El soneto debe de estar estragado, porque, tal como se encuentra, sus cuatro últimos versos resultan invadeables (p. 125).
El soneto… es uno de los peores de Quevedo, probablemente un esbozo juvenil que el poeta no se acordó de destruir (p. 127).
Todo el poema es como un tour de force que pretende sacar consecuencias poéticas de un hecho, real o imaginario, carente de significado (p. 128).
Como dijo Fernández de Córdoba a Jáuregui por sus críticas hacia Góngora, “donde las contiendas suelen ser civiles se arma vuestra merced con palabras criminales y que hagan sangre, pudiendo imitar a los diestros en el juego de las armas, que se contentan con señalar las heridas”. El análisis de un escritor debe atender también a sus aspectos defectuosos o menos estimulantes para poder alcanzar una comprensión ponderada de su labor, pero esto requiere también una actitud equilibrada por parte del crítico, de modo que no se destaque indebidamente una faceta sobre la otra.
Es igualmente polémico el capítulo 8, “La poesía religiosa de Quevedo, intento de aproximación” (pp. 153-169), sobre la cual afirma Carreira que constituye una especie de religión muerta, en la cual “hay milagros, pero no hay misterios” (p. 157), porque su claridad se encuentra “en la exégesis de los padres de la Iglesia” y en “la teología escolástica”, de lo que no queda en claro si patrística y escolástica son instrumentos nefandos. En esta “poesía de catequesis” (p. 158), Quevedo, además de manipular “las Escrituras sin mayor escrúpulo” (p. 163, n.), comete errores de comprensión, como hizo, por ejemplo, en su referencia a Mateo 27:34 y Juan 19:28 a propósito del pasaje de la hiel. En el Poema heroico a Cristo resucitado hay “retruécanos chuscos” y “ebriedad verbal” (p. 159); el soneto “Adónde, Pedro, están las valentías” es “lamentable” (p. 160); en los sonetos que refieren el dolor de las piedras por la muerte de Cristo “es piedra todo el mundo, y queda también algo petrificado el lector de semejante poesía” (p. 167), porque “muchos de estos poemas se limitan a petrificar en verso lo que en el original era poético y fluido” (p. 169). Al final del artículo, concede que algún poema “deja traslucir cierta intimidad” (p. 168), pero ese atisbo de benevolencia es transitorio, porque poco más adelante Carreira glosa el soneto “Un nuevo corazón, un hombre nuevo” con estas palabras: “Dios, en la Eucaristía, no es más que un cadáver en busca de sepultura, y ésta se la ofrece cada uno de los fieles que comulgan, con mármol y gusanos incluidos” (p. 169). Es poco apropiada, amén de inverificable, la afirmación de que esta poesía religiosa es más insincera que la amorosa porque la misma fe “que llevó muchas gentes al yermo o al convento, a Quevedo no lo apartó de su barragana” (p. 155). Incluso en los Sueños hay cierta indulgencia con los malos poetas y los pecados de la carne.
A decir verdad, el elevado número de poemas religiosos y amorosos, así como su variedad, no propician un juicio global, comprensivo del conjunto. Hay multitud de matices y muchos versos que aplaudirían lectores competentes y desapasionados. Debe señalarse, además, que es justamente en la poesía amorosa y religiosa donde se produce un hecho sobresaliente que escapa a la atención de Carreira: el interesante proceso que llevó a Quevedo a escribir dos cancioneros diferentes a partir del de Petrarca: por un lado, Heráclito cristiano; por otro, Canta sola a Lisi. Es un dato estructural e ideológico del mayor interés, sin parangón en la poesía española, en la medida en que indica una toma de posición peculiar de Quevedo frente a la tradición que deriva de Petrarca.
El capítulo 9, “Las jácaras de Quevedo: un subgénero conflictivo” (pp. 171-192), ofrece aclaraciones de pasajes difíciles, a la vez que dibuja el itinerario recorrido por Quevedo, su específica aportación al género y la peculiaridad de la jácara frente a los romances de ciegos. Lástima que después de mostrar el juego verbal e ingenioso en que consisten las jácaras, Carreira entienda que “dan como clave de su significado la nostalgia de unos tiempos heroicos inventados por el radical pesimismo de Quevedo, lo que nos devuelve a la epístola «atrozmente utópica» al conde-duque de Olivares” (“El conceptismo en las jácaras de Quevedo: «Estábase el padre Esquerra»”, p. 210). Se diría que en torno a esa epístola, varias veces mencionada, Carreira ha ido creando una redoma para su Quevedo.
Dedica Carreira el último capítulo a afirmar que el soneto “Retirado en la paz de estos desiertos” (cuyo autógrafo comenta desconociendo su doble estrato) es elemental en su contenido, pleonástico en el estilo y defectuoso en la forma, y que no es merecedor de los encomios que ha recibido por parte de López Grigera, Roig Miranda, Darío Villanueva o Hernán Sánchez de Pinillos, circunstancia que le permite cerrar Quevedo en la redoma repitiendo que el poeta, perdido en sus aspiraciones políticas, “dedicó escaso tiempo a pulir una obra poética ingente” (pp. 215-216), en la cual la tendencia al pleonasmo “es muy notoria” (p. 218). Casi como despedida, advierte que “la virtud militante del quevedista por oficio hace un flaco favor al poeta cuando habla sólo de sus poemas mejores… pasando por alto los demás” (pp. 215-216). No queda en claro la categoría en que entra “Retirado en la paz de estos desiertos”.
Carreira suele detenerse en las interpretaciones que se han hecho de versos quevedescos. Invita a reflexionar y profundizar con comentarios personales, apuntes de fuentes y sugerencias de paralelismos, glosando algunos versos y reflexionando sobre el modo en que los han puntuado editores modernos. No es posible dar cuenta aquí de todos esos comentarios, tanto de los certeros como de los equivocados. Resultaría Carreira más persuasivo contextualizando mejor al crítico del que disiente, porque no siempre ofrece al lector elementos suficientes para que valore por sí mismo. A veces se nota cierta prisa por discrepar y rechazar. ¿Está “mal puntuado en las ediciones de Blecua, Crosby y Arellano” (p. 135) el poema “Bostezó Floris, y su mano hermosa”? En mi opinión, no: es muy forzada la enmienda que propone. ¿Hay motivo para criticar a Dámaso Alonso por haber “vapuleado” el Vocabulario de Góngora de Alemany? (p. 176). ¿Puede calificarse de “aislacionista” el análisis estilístico de Fernández Mosquera? (p. 105). ¿Merecen su desdén Rodríguez Cuadros, Bodenmüller, Marigno o Candelas (pp. 179-184) por insinuar algún tipo de crítica social en las jácaras cuando él las asocia con la Epístola satírica y censoria? En la interpretación de pasajes concretos y en sus discrepancias siempre se pronuncia con aplomo y contundencia, pero no siempre es fiable. En la manifestación de sus desacuerdos con otros críticos podría haber procedido con un poco más de ecuanimidad y cortesía.
Carreira parece haber sentido el deber de poner en su sitio a Quevedo y sus glosadores, bajando a todos ellos algún peldaño. Apenas menciona los aspectos positivos que puedan tener uno y otros. A su libro le sobra pasión, y lo hace anacrónico la beligerancia contra un escritor de una época lejana, al que no se puede corregir como se hace con un novelista contemporáneo en las páginas de un periódico. No es fácil saber qué sentimientos inspiran algunas de las afirmaciones más llamativas, entre otras razones porque lo literario no está debidamente deslindado de las cuestiones psicológicas, biográficas y políticas.
La reedición de trabajos antiguos se basa en la confianza de que conserven actualidad, íntegramente o con correcciones. Carreira parece convencido de la plena vigencia de sus páginas pretéritas, pues no propone ninguna matización. Antes al contrario: otorga a los diez artículos un significado adicional que no poseían en el momento de su primera publicación, con lo cual las antiguas afirmaciones adquieren nueva fecha, la de 2021, y pasan a formar parte de un juicio muy amplio sobre Quevedo y el quevedismo. Siendo así, habría resultado oportuno conocer mejor el estado actual de los estudios sobre Quevedo, del que no dan cuenta las escasas referencias bibliográficas que recoge. A falta de esa necesaria contextualización, habría sido más prudente una estricta reproducción facsímil, sin ningún tipo de añadido, dejando en la duda su compromiso con las palabras del pasado, a las que ahora es aún más difícil otorgar asentimiento. El transcurso del tiempo no parece ir en favor de este libro.