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María Luisa Garza (Loreley), Tentáculos de fuego. Ed. crít., est. prel. y notas de Imelda Paola Ugalde Andrade. Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2023; 134 pp.
Nueva revista de filología hispánica, vol. LXXIII, no. 1, pp. 201-205, 2025
El Colegio de México A.C., Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios

Reseñas

Garza María LuisaUgalde Andrade Paola. Tentáculos de fuego. 2023. México. Universidad Nacional Autónoma de México. 134pp.

Received: 01 April 2024

Accepted: 06 May 2024

DOI: https://doi.org/10.24201/nrfh.v73i1.3987

A decir de Luis G. Franco, titular en 1930 de la Dirección Cultural Antialcohólica de la Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo, en la novela Tentáculos de fuego (1929) su autora, María Luisa Garza (Loreley), “describe, con la maestría que a ella caracteriza, el trágico cuadro del delirium tremens dentro de un honesto hogar” (Franco, Los hijos de la intemperancia alcohólica, p. 29; apud Ugalde, p. XXXIX). La propia Loreley, en la dedicatoria de la edición realizada en México para obsequiar masivamente a los obreros, revela la metáfora del título, pues el alcoholismo, dice, es un “pulpo maldito” que, como resume la editora, Paola Ugalde: “extiende el vicio a través de sus numerosas extremidades, ejerciendo presión y alcanzando un gran dominio: familia, amigos, trabajo, la sociedad, la raza y la patria” (p. XXXIX).

Esas explicaciones necesarias para su época cobran otro significado ahora. Lo sabemos con claridad desde Federico Gamboa: hay un secreto deleite en hacer ficción de los bajos fondos; hay una dosis de voyerismo al penetrar de la mano de una novela en recintos que estaban restringidos por edad, sexo o condición social; hay un gozo que es culpa y absolución a la vez, al conocer sólo vicariamente sitios y prácticas que no quisiéramos que dañaran el cuerpo o el alma, porque de la pérdida de la inocencia no se regresa, pero la ignorancia de ciertas realidades también puede perjudicar.

Ésa fue la clave del éxito de una novela escrita con tan altas miras morales como la campaña por la temperancia que pretendía alejar del alcohol y las drogas a los habitantes de hace un siglo. Nuestros ancestros fueron alertados con la información de las muchas taras y deformidades que heredarían a sus hijos y nietos si caían en los tentáculos de fuego. Cayó Loreley en su propia trampa, pues quedó enredada en los tentáculos de la literatura. No se escribe una novela tan interesante sin insuflar verdadera vida a los personajes. No se narra una ciudad oculta sin provocar, al mismo tiempo, el deseo de encajar el diente en la manzana prohibida. Los espacios son uno de los mayores aciertos narrativos de Loreley. Se mueve entre alusiones, y así figura el Hospicio Cabañas, donde se habría formado el personaje Jacobo en el artificio de la imprenta, pero aparecen también huellas de la Ciudad de México en que transitan los personajes.

Los obreros que aparecen en la novela como comparsa y justificación de la clase a la que va dirigida el libro son obreros de imprenta, tipógrafos y oficiales de esas artes que el lector de esta reseña sentirá cercanas. El taller representado en la ficción es en la actualidad un espacio de añoranza, pero próximo y cotidiano. Un sindicato de tipógrafos puede hoy parecer algo hasta poético, pero es 1929 y el tiempo de los sindicatos está apenas por alcanzar su auge. En la novela se leen párrafos como éste, que suena a utopía; nadie imaginaría que fuera el propio gobierno el que patrocinara estos tirajes (salvo nosotros, con el conocimiento privilegiado que nos da la perspectiva histórica):

Para entonces también, el linotipo y Jacobo se entendían a las mil maravillas. La imprenta de Mendoza, por la calle de la Moneda, coronó su triunfo.

Ya estaba en el cementerio el “maistro” cuando a su discípulo y protegido le fue encomendado un linotipo… y de allí, el ascenso moral fue apareado con el material.

Convirtiose en líder de los obreros. Formuló los primeros artículos para un sindicato y agremió no sólo a los de la capital, sino que su obra arrolladora se desató dominante y triunfal sobre las masas de toda la República. Arrancando de las garras de sus verdugos a los impresores, de aquella lucha tenaz y sin cuartel, surgió el obrero libre, el hombre digno (p. 24).

Pero además de estas parrafadas a todas luces propagandísticas, los personajes deambulan por la vida con una historia de amor a cuestas.

¿Misma fórmula dictada medio siglo atrás por Ignacio Manuel Altamirano: educar deleitando? Sí, pero agreguemos la modernidad y, por qué no adelantarlo, el final no triunfal, en el que no hay nupcias nacionales, el final aleccionador, pero que responde al devenir de los personajes y no a la prioridad del mensaje que siguió resonando, “di no a las drogas”, y continúa con puestas en escena crudas como la actual campaña televisiva contra el fentanilo, “si te drogas te dañas”.

Aunque es cierto que Loreley consigue su propósito al mostrar que el alcohol destruye no sólo al enfermo sino a toda la familia y gente alrededor, a la larga, el resultado más notable de su novela es algo que no estaba en sus manos calcular. Para quienes estudiamos literaturas de mímesis realista, es disfrutable observar la representación de los espacios, los personajes, sus acciones, las justificaciones del narrador, porque sabemos que al narrador le interesa que todos esos elementos parezcan verosímiles y no se les note el hilo que los mueve. Ahí radica precisamente la hipótesis editorial de Paola Ugalde, editora crítica de Tentáculos de fuego: iluminar los espacios, los sitios aludidos o nombrados, los personajes y las políticas del momento histórico y político que, aunque evidente para los lectores del momento, hoy han quedado como conocimiento a reconstruir en notas breves y certeras.

Por ello, una novela que integra la transformación de un personaje secundario como Jacobo, que de “pelón de hospicio” devino líder sindical -obrero libre, hombre digno, que “rompió las cadenas” del capitalista, quien no le perdonó poner en manos del proletariado, del “hermano”, “la palanca salvadora”; por ello vinieron el encono, la persecución y luego la cárcel, pero también, finalmente, el triunfo de una imprenta propia y la fundación de un periódico defensor de los intereses del hermano, entre muchas más palabras y frases que se pueden leer en la novela y que hoy nos suenan a historia lejana-, una novela que monta este escenario modelo de 1929 con las cuitas personales de la ingenua Diana, quien aspira a vencer un monstruo aún más temible, el alcoholismo, resulta hoy de doble interés. Además del atractivo intrínseco para los estudios literarios, por tratarse de la novela de una escritora y periodista recién redescubierta, que ofrece un diálogo interesante con la visión del “México de afuera”, resulta también útil para los estudios de la historia de la vida cotidiana porque permite observar cómo se tejía en la mentalidad de la época el discurso antialcohólico, y cuáles eran los resortes que movían a sectores de la sociedad de los años posrevolucionarios. Las campañas higienistas que conjugan conocimientos científicos de la época con herramientas para su comunicación a la sociedad son precisamente lo que la editora del volumen, Paola Ugalde, estudia con particular fortuna.

Tentáculos de fuego puede interpretarse, dice la editora, “como una lectura educativa y de reflexión moral para los obreros y también para las mujeres, acorde con la propaganda de formación ciudadana que se emitió en la Ciudad de México a partir de 1929 y que prevaleció hasta 1932”. Dicho proyecto educativo y de salud para las clases populares “trató de erradicar la ignorancia, los vicios y las enfermedades, e implantar valores de temperancia, higiene y salud, laboriosidad, ahorro y cuidado de la familia” (p. XXXVII). Ese dispositivo ideado por Emilio Portes Gil creó

diversas acciones destinadas a erradicar el alcoholismo en las clases populares de todo el país, del que dijo que era causa y consecuencia de distintas problemáticas sociales: accidentes de trabajo, baja productividad laboral y derroche del jornal; desvíos morales, tendencia a las riñas, el delito, la criminalidad y la vagancia; miseria, ruptura familiar, promiscuidad, hijos ilegítimos, herencia de enfermedades y malformaciones, padecimientos físicos, taras mentales, epilepsia y locura, prostitución y génesis de enfermedades venéreas (pp. XL-XLI).

En fin, el alcoholismo como el más importante de los males sociales. En su estudio, Ugalde analiza las implicaciones de esta visión de las élites dirigentes e intelectuales, a las que pertenecía María Luisa Garza (Loreley), y según esa perspectiva histórica, elaboró su hipótesis de edición, muy adecuada para iluminar y guiar al lector actual.

En las notas a pie de página de la novela, Ugalde devela los múltiples guiños o las múltiples estrategias de Loreley para generar contextos que consoliden su mensaje antialcohólico. Así sabemos que en 1929 efectivamente había un programa de radio denominado “Hora antialcohólica” los domingos por la mañana, en que se invitaba a educadores y médicos; aclara el significado del “Estado seco” mencionado en la novela, que se refiere a la época en que estuvo vigente la Ley Volstead promulgada en 1919, cuando se prohibió la venta y distribución de alcohol en los Estados Unidos de Norteamérica. Localiza los referentes urbanos aludidos y así el lector actual puede identificar la Calzada de la Viga antes de ser de asfalto; la colonia Santa Anita, donde lo bueno se convierte en malo; nos lleva a imaginar el pullman -vagón o coche de ferrocarril- en que viajaron los personajes, e identifica la Clínica de los Hermanos Mayo, famosa y acreditada institución médica fundada en 1889 en Rochester, Minnesota.

Pero tal vez lo más disfrutable sean las alusiones y sus notas sobre la Ciudad de México de las décadas de 1920 y 1930, tanto la prometedora -la del trabajo y la salud, el poniente de la ciudad-, como la llamada “geografía del miedo” -situada en el oriente. Se aluden Violante, Tepito, la Morelos, Valle Gómez, La Bolsa, Díaz de León, Indianilla (hoy Doctores), Del Cuartelito (hoy la Obrera); las pulquerías, los cabarets y salones de baile, espacios vistos como “propicios para la disipación, los crímenes, las apuestas, los escándalos” (p. l). En el occidente, en cambio, estaba la residencia de los personajes: en la colonia San Rafael de clases medias con servicios públicos, alumbrado, drenaje, agua y pavimento; ahí los paseos de Diana y Ernesto en coche por Chapultepec, el consumo de helados en el Café del Bosque; ahí la vida y la civilización que caminaban como guiadas por el sol, según expresión décadas atrás de Gutiérrez Nájera, y ahí, en ese espacio para la salud, el Manicomio General La Castañeda. Con ese mapeo de la Ciudad de México, Ugalde devela la estrategia de Loreley para confirmar en su relato los espacios urbanos donde se solía ubicar el origen de la degeneración, según las élites; la autora construye una cartografía nada inocente, una cartografía pedagógica impregnada de valores morales, pero que al lector actual deja otro tipo de enseñanza.

En la misma escuela de edición en que hemos aprendido muchos de los que actualmente nos dedicamos a la edición crítica, Tentáculos de fuego entrega como texto crítico la última versión en vida de la autora, 1930 (en amplio tiraje pagado por el Comité Nacional de Lucha Antialcohólica, presidido por el Ejecutivo), consigna las mínimas variantes de 1929 (edición de René Bouchet, Los Ángeles, California, con ilustración de portada de Dorian Gray, seud. de Federico Cantú Garza) y esclarece en notas contextuales los sitios urbanos y las políticas públicas, lo cual otorga una mejor lectura para una autora que ha sido relegada de las letras nacionales.

Tentáculos de fuego es, hasta ahora, la única novela conocida de propaganda antialcohólica en México en esos años, y ya ese dato nos dice mucho de la literatura, la historia y la sociedad de la época. La novela es un pullman de lujo a uno de los años más interesantes del siglo pasado, 1929.



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