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Imaginarios sociales, identidades violentas y el regreso del marxismo

Jorge MARTÍNEZ BARRERA
Pontificia Universidad Católica de Chile, Chile

Imaginarios sociales, identidades violentas y el regreso del marxismo

Philosophia, vol. 78, núm. 2, pp. 45-62, 2018

Universidad Nacional de Cuyo

Recepción: 21 Marzo 2018

Aprobación: 02 Junio 2018

Resumen: En este escrito se analiza la superficialidad del discurso público, tanto a nivel parlamentario como mediático, relativo a asuntos éticamente importantes. Esto podría obedecer a que nos encontramos en una fase de transición de un imaginario social hacia otro. Se examina el concepto de imaginario y se analizan dos modelos de fundamentación normativa de tales imaginarios, el de la ley natural y el de la soberanía. La vigencia actual del segundo de estos modelos se encontraría en una crisis de sentido que promueve la aparición de identidades violentas, favorecidas por el retorno del marxismo en la versión de Laclau-Mouffe.

Palabras clave: imaginario social, ley natural, soberanía, neomarxismo.

Abstract: This paper analyzes the superficiality of public discourse, both at the parliamentary and media level, regarding ethically important issues. This could be due to the fact that we are in a phase of transition from one social imaginary to another. The concept of “imaginary” is examined and two models of normative foundation of such imaginaries are analyzed, that of natural law and that of sovereignty. The current validity of the second of these models would be in a crisis of meaning that promotes the emergence of violent identities, favored by the return of Marxism in the Laclau-Mouffe version.

Keywords: social imaginary, natural law, sovereignity, neomarxism.

1. Introducción

La base empírica de estas reflexiones se sitúa en el lenguaje público. Por lenguaje público entiendo dos niveles discursivos. El primero de ellos es el plano discursivo o argumentativo empleado en las instancias legislativas de algunos países que han tomado decisiones acerca del estatuto legal de algunos asuntos importantes, tales como el aborto, la eutanasia, el consumo de drogas para usos recreativos, o la unión matrimonial entre personas del mismo sexo, por ejemplo. El segundo nivel del lenguaje público es el empleado y difundido por los medios de comunicación masiva en el tratamiento de asuntos como los ya mencionados, y que requieren de una cuidadosa argumentación y transmisión, especialmente al momento de expresar opiniones que tendrán una masiva difusión. Los términos de tales usos públicos del lenguaje son fácilmente comprensibles y no parece haber mayores inconvenientes para intuir las posiciones en juego. Los problemas planteados y sus posibles alternativas éticas suelen presentarse con bastante claridad; no obstante, y a pesar del optimismo del viejo Aristóteles, resulta que ahora, plantear un problema con toda claridad ya no nos pone decididamente en la ruta de su solución.[1]

Quiero decir con esto que se esperaría que los términos de la discusión pública –en los dos niveles antes enunciados– sobre asuntos éticamente provocativos, o al menos, interpelantes, en principio se ciñesen a los aspectos éticos, o de justicia social que tales problemas parecen evocar naturalmente. Desde un punto de vista procedimental, el camino suele ser inobjetable, toda vez que vastas franjas ciudadanas suelen ser convocadas a dar su opinión, que por lo general es representativa de las posiciones antagónicas, y cada una de ellas, lo ha hecho de una manera más o menos apropiada en cuanto a los niveles argumentativos.

¿Cuáles son los resultados de estos modos correctos de plantear los problemas por las personas apropiadas? Pues bien, como las agendas legislativas no pueden prever un plazo excesivamente prolongado para las audiencias públicas, los testimonios dan lugar a la discusión parlamentaria que debe sustentarse en buena medida, precisamente, en aquellas exposiciones ciudadanas. Sin embargo, al momento de efectuar los alegatos, los legisladores generalmente exhiben una pobreza argumental que no guarda ninguna proporción con las intervenciones ciudadanas. Se tiene la impresión de un recomenzar desde un nivel cero, como si ninguna palabra hubiese sido pronunciada antes, como si las cuidadosas argumentaciones proporcionadas por los actores ciudadanos no mereciesen más atención que la exigida por vaya a saber qué dudosa cortesía de los cuerpos legislativos.[2]

Si alguien pensó que la lección inmarcesible de la Grecia clásica fue, al decir de Hannah Arendt, y con mucha razón, la puesta en práctica de una especialísima manera de convivir, la política, cuya especificidad está medular e íntimamente asociada al lógos, a la palabra de persuasión, pues bien, los actuales debates parlamentarios y los relatos periodísticos se hallan seriamente en deuda con aquella concepción.[3] Las logomaquias, los grandes discursos, la elaboración de relatos épicos, ya no cuenta en los hechos; las razones ya no parecen importar. Resulta inexplicable para el ciudadano de a pie con algún grado de formación, el aparente desinterés por las argumentaciones con que los parlamentarios o los comunicadores sociales abordan su tarea.

Vuelvo otra vez a la pregunta. ¿Qué ha pasado? Creo que la explicación de esto debe evitar el Escila del facilismo moralizante, que acusa a los políticos de irremediablemente chapuceros y corruptos y a los periodistas de improvisados oportunistas, y el Caribdis de una arcana filosofía de la historia. Quisiera explorar una explicación que me parece más plausible –porque apunta al compromiso de la Filosofía con su vocación de radicalidad–, que enunciaré muy brevemente: las razones ya no importan porque estamos en plena construcción de un nuevo imaginario, y éstos tienen un poder instituyente que, al situarse por encima de la razón, pueden originar algunas crisis inasibles para la razón política vigente, deudora a su vez de otro imaginario.

Me propongo entonces, en lo que sigue, un análisis de los imaginarios y un posible diagnóstico de la situación presente en cuanto hace al actual imaginario social.

2. El método a seguir

En esta tarea descriptiva del afuera de la razón política, seguiré los siguientes pasos.

En primer lugar, me referiré al mismo concepto de imaginario. En este primer paso, la referencia a las reflexiones de Cornelius Castoriadis en El ascenso de la insignificancia puede ser de una enorme utilidad.[4] Quisiera aclarar que mi reapropiación de Castoriadis no será literal, sin que esto signifique algo así como una falsificación de su pensamiento, que me parece de una lucidez notable, al menos en las páginas que me han resultado de utilidad para estas reflexiones. Así entonces, en primer lugar, me referiré a lo que Castoriadis puede enseñarnos acerca del imaginario colectivo en el escrito antes mencionado.

En segundo lugar, aludiré a lo que considero, alejándome ahora un poco de Castoriadis, a un par de modelos sociopolíticos de fundamentación normativa. Llamaré a estos dos modelos, el de la ley natural y el de la soberanía. Me parece que se corresponden, más o menos, con lo que Castoriadis llama, respectivamente, un modelo heterónomo y un modelo autónomo de fundamentación normativa. Me apresuro a declarar que empleo estos rótulos (ley natural y soberanía) por una razón de comodidad y sin perjuicio de que, si alguien prefiere otros, puedan admitirse con tal de que la idea central permanezca. También deberé señalar en qué coinciden y en qué divergen de las correlativas nociones de Castoriadis. Todo esto sin perjuicio de recordar que ambos modelos son deudores de, o están vinculados con, sendos tipos de imaginario colectivo.

En tercer término, me referiré al agotamiento del sentido de la existencia que se da durante la vigencia del segundo de estos modelos, el de la soberanía, y el modo en que esa pérdida constituye la génesis de prácticas identitarias que no dudaría en calificar de mortíferas. La idea de unas identidades criminales me ha sido sugerida por el escritor Amin Maalouf en una obra que lleva por título, justamente, Les identités meurtrières.[5]

En cuarto lugar, aunque en directa derivación de lo anterior, intentaré mostrar a manera de conclusión cómo, a mi juicio, la consolidación de estas identidades criminales está asociada a una rehabilitación del marxismo. En este apartado trataré de señalar que la insuficiencia teórica del marxismo radica en la caducidad del concepto de “lucha de clases”, pero al mismo tiempo, no deberíamos dejar de ver que, en realidad, lo contemporáneamente significativo del marxismo, no es tanto el concepto de lucha de clases, sino la concepción del devenir histórico como pólemos. El marxismo puede ser presentado también como una forma letal de historicismo, tal vez la más mortífera de todas, cuyas consecuencias son difíciles, tal vez imposibles de comprobar. Creo que los escritos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe pueden ilustrarnos suficientemente acerca de esto. Posiblemente Leo Strauss hubiese encontrado en las teorías de Laclau y Mouffe un candidato más serio incluso que el mismo Heidegger como adalides de lo que él, Strauss, llama “el enemigo principal de la filosofía política”.[6]

3. Imaginario

Posiblemente el imaginario sea el componente más importante del perímetro de la razón política.

Las diversas formas de sociedad, e incluso la historia humana, se definen, sostiene Castoriadis con alguna razón, por la creación imaginaria. Obviamente (y el autor hace bien en aclararlo), lo imaginario no ha de entenderse aquí como como algo novelesco o fabuloso, sino como la “posición de nuevas formas (…) y posición no determinada sino determinante; posición inmotivada de la que no puede dar cuenta ni una explicación causal, ni funcional, ni siquiera racional”.[7] Solamente comentaría que no parece quedar suficientemente claro el tipo de dinamismo interno que guía a lo imaginario, aparentemente liberado de todo control racional según Castoriadis. No obstante, es verdad que cada sociedad tiene la posibilidad de inscribir un mundo con su sistema de normas, de instituciones, en fin, un mundo con todo su soporte inmaterial que incluye ideas acerca de la vida colectiva e individual. En el corazón de esas creaciones se hallan las diferentes significaciones imaginarias sociales creadas por una sociedad y encarnadas en sus instituciones. Cada institución es una cristalización de algo imaginado. Ahora bien, es preciso resaltar que esas condensaciones no son la obra de uno de unos individuos que pudiésemos nombrar, sino más bien de un imaginario colectivo anónimo que tiene un fuerte carácter instituyente, y que puede llamarse, por eso mismo, un “poder instituyente”, afirma Castoriadis. Ciertamente, este poder instituyente no reposa en lo esencial en la coerción, aunque, claro está, los elementos coercitivos no pueden faltar si es que la institución originada por el imaginario debe perdurar. Una prueba de que la coerción no es una base segura para la concreción histórico-geográfica del imaginario, la dan los regímenes totalitarios del siglo XX, por ejemplo. Éstos, al perder su otra y más importante base de apoyo, llamémosla a falta de un nombre mejor, “popular”, se derrumbaron.

Esa otra base de sustentación más sólida del imaginario en su práctica instituyente está más bien en la interiorización, por parte de los individuos, de las significaciones instituidas por la sociedad. Sin un mínimo de adhesión convencida a las instituciones totalitarias, la coerción se vuelve contra sí misma y se torna inoperante, dice Castoriadis, como hemos podido comprobar.[8]

Uno de los factores o significaciones más importantes, sino el más importante, que anima las instituciones de la sociedad –y aquí, naturalmente, no escapa la institución doméstica, ni incluso las relaciones amorosas– es lo que podríamos llamar la legitimidad o legitimación del poder instituyente. Es en este momento de su reflexión cuando Castoriadis alude a una distinción capital en los modelos de legitimación, al menos si consideramos la historia. Es posible distinguir así dos grandes tipos de teorías de legitimación de los imaginarios. Existen: a) sociedades heterónomas y b) sociedades donde comienza a emerger un proyecto de autonomía. En este sentido, se puede caracterizar a una sociedad heterónoma, nos dice, como aquella en la cual la institucionalidad y los sistemas normativos son, en lo esencial, dados por otro -héteros. Ciertamente, dice de manera algo provocativa nuestro autor, en realidad la ley nunca es dada por otro, sino que es siempre creación de la sociedad. La imputación a una instancia extra o suprasocial como originante de la institucionalidad, no puede prescindir, sin embargo, de un intérprete intrasocial e inmanente. De todos modos, la creencia en una fuente extrasocial contribuye decisivamente a la consolidación de la perennidad e intangibilidad de las instituciones.[9]

Castoriadis afirma que esta heteronomía no sólo remite a Dios como fuente de legitimidad; también los dioses pueden serlo en las culturas antiguas, al mismo título que los héroes fundadores, los antepasados, e incluso instancias impersonales e igualmente extrasociales, como la Naturaleza, la Razón o la Historia.

Más abajo me referiré al otro modelo de legitimación, el de la autonomía. Por el momento, retengamos que el imaginario es la fuente principal de la institucionalidad sociopolítica y está constituido por unas ideas, unas creencias, unas convicciones y unos símbolos fundacionales que requieren de un tipo especial de comprensión. Posiblemente haya alguna conexión entre la noción de “imaginario” y la de “cultura”. Aunque la segunda no es objeto de este trabajo, quisiera de todos modos señalar una posible definición de ésta como posible apertura de una investigación posterior. Me refiero a la noción de “cultura” elaborada por Jean Ladrière que, a pesar de haber pasado unos cuantos años, sigue alumbrando:

Una cultura es la expresión de una particularidad histórica, de un punto de vista original e irreductible sobre el mundo, sobre la vida y la muerte, sobre el significado del hombre, sobre sus obligaciones, sus privilegios y sus límites, sobre lo que debe hacer y puede esperar. En y por su cultura el individuo entra de verdad en la dimensión propiamente humana de su vida, se eleva por encima y más allá del animal que hay en él. Su cultura le ofrece una ‘forma de vida’, por y en la que se configura su existencia individual, y en cuyo contexto puede construirse su destino particular. Por tanto, la ventaja de esta forma de vida es, primero y ante todo, que le proporciona un arraigo, que le sitúa en alguna parte, en un tiempo y en un lugar determinado, que le confía una cierta herencia, para lo mejor y para lo peor, que le abre también, correlativamente, un cierto horizonte de posibilidades que son, para él, su futuro concreto; en una palabra, que le ligan a una perspectiva particular, a un modo específico de entender gozar y el mundo.[10]

He mencionado el concepto de cultura porque ésta bien podría ser la condensación de un imaginario. No se trata pues, de conceptos excluyentes.

4. Modelos sociopolíticos de fundamentación normativa

Podría sostenerse la tesis de que existen dos de estos modelos fundantes de los imaginarios y sólo dos, aunque ambos pudieran no existir en un estado de pureza conceptual, sino muchas veces entremezclados.

Los dos modelos a los que deseo referirme coinciden, en parte, con lo que Castoriadis identifica con una sociedad heterónoma y una sociedad autónoma. Una sociedad es autónoma, dice, “si no sólo sabe que es ella la que hace sus leyes, sino que además es capaz de ponerlas explícitamente en cuestión”.[11]

En todo caso, creo que podemos hablar de un modelo de la ley natural y de un modelo de la soberanía, como dos formas que afectan lo esencial del imaginario social y que lo modelan conforme a estándares muy diferentes. El modelo de la ley natural empalma en parte con lo que Castoriadis llama “heterónomo”, pero sólo en parte, como veremos, ya que la exterioridad heterónoma solamente alude al origen de la legitimidad y no a ninguna extrañeza alienada de quienes participan en él. Volveré sobre esto. Y el modelo de la soberanía coincide también en parte con el de la sociedad autónoma, aunque en este caso la coincidencia es mucho mayor con lo que Castoriadis entiende como modelo de la autonomía.

Una de las vías de acceso a la comprensión cabal del modelo de la ley natural, es la idea que de ella ofrece Tomás de Aquino en el Tratado de la ley de la Suma de Teología.[12] Si se me permitiera una ampliación extrajurídica de la concepción tomasiana, diría que su idea de la ley natural puede permear todo el ámbito del imaginario instituyente de la sociedad. El tratamiento tomasiano de este concepto parece circunscribirse al análisis de uno de los factores del ordenamiento social, en este caso, la ley. No obstante, creo que los alcances son mucho más vastos y aluden nada menos que a la fuente de legitimidad de todo orden normativo, sea éste jurídico-legal o no. Lo que impide al concepto tomasiano de ley natural caer en la velada acusación, un tanto superficial, de heteronomía, tal como la entiende Castoriadis, es, simplemente, que uno de los elementos esenciales de la ley natural es para Tomás de Aquino la participación. Se trata en este caso, de la participación de la naturaleza humana en la divina por medio de la razón. Ciertamente, al afirmar Tomás de Aquino que el hombre participa de la naturaleza divina, está claro que su “sometimiento” a la Providencia divina no puede entenderse como una obediencia servil a las órdenes de un Dios arbitrario. Tomás de Aquino se había cuidado muy bien de definir a la ley como algo propio de la razón[13] y no de la voluntad o de una pasión. En todo caso, la apelación “ley natural” no debiera inducir a confusión, en tanto pudiera sugerir una estrategia argumentativa de fundamentación de la legitimidad a partir de una descripción de la naturaleza humana. Ciertamente no se trata de eso. El concepto tomasiano de ley natural no es alcanzado por el argumento acusatorio de la falacia naturalista. En todo caso, lo de “natural” se distingue de lo “positivo”, de lo “puesto” por la sola voluntad humana. Hago mías las palabras de Alfonso Gómez-Lobo cuando escribe:

Postular, entonces, que existe un ámbito normativo gobernado por la ‘ley natural’ es postular que existe un orden moral común que no está sujeto a acuerdos ni a convenciones humanas particulares. No es creado ni deducido por el ser humano. Debe ser descubierto.[14]

El modelo de la soberanía, por su parte, es el sucesor histórico del modelo anterior. Su representante más explícito es Thomas Hobbes, especialmente en el Leviatán, publicado en 1651. Vale la pena citar unas pocas líneas de Hobbes para entender mejor su opinión del modelo de la ley natural:

Y creo que pocas cosas pueden decirse más absurdamente en filosofía natural que lo actualmente llamado metafísica aristotélica, ni cosa más repugnante al gobierno que lo dicho por Aristóteles en su Política, ni más ignorantemente que una gran parte de sus Éticas.[15]

La empresa de Hobbes es incalculablemente más vasta que la de lograr un estatuto epistémico para la política. De hecho, Hobbes se autoproclama el primer “científico de la política”, precisamente para destacar que su concepción sobre los asuntos sociopolíticos implica una ruptura radical y violenta con la tradición. Existen dos elementos en este quiebre que alcanzarán una influencia decisiva en la configuración del imaginario moderno: a) la idea de que la naturaleza humana se define por una competitividad sin límites que sólo busca el beneficio individual, y b) la idea de que todo poder viene de abajo, de lo inferior, ab inferos, y no de arriba. Contrato, representación y soberanía[16] son las características de una sociedad tal como la imagina Hobbes, antes de que la misma sociedad se imagine a sí misma en esos términos. No hay ninguna idea socialmente relevante que no se pueda negociar (contrato), el jefe de la sociedad no está de espaldas a ella, sino mirándola de frente para obedecer sus mandatos (representación), y, sobre todo, el poder que emana de esa sociedad no reconoce ningún otro por encima de él (soberanía). Esa sociedad, tal como la concibe Hobbes, ha entrado en una era de autosuficiencia,[17] de autonormatividad soberana; tiene dentro de sí misma y sólo en sí misma, la llave de la legitimación de sus elecciones y decisiones.

5. Prácticas identitarias

Quisiera proponer, llegados aquí, la tesis siguiente: una sociedad autónoma y soberana, que alimenta su imaginario a partir de sí misma y sin ninguna referencia exterior, puede caer rápidamente en un cansancio de existir. Las sociedades modernas son sociedades cansadas, al punto que podemos hablar de una “sociedad del cansancio”, como lo hace el filósofo coreano Byung-Chul Han.[18] Son sociedades en donde también el tedio parece caracterizarlas.[19] En estas sociedades que son las nuestras, donde los automatismos y las eficacias aparecen como más importantes que cualquier otra consideración, hay grandes vacíos de relatos heroicos y de epopeyas. Los automatismos y los procedimientos eficaces ya no necesitan de ninguna verdad. El adiós a la verdad es incluso el título de un libro reciente de Gianni Vattimo.[20]

Por otra parte, si hemos de entender la historia como la apertura de mundos llenos de sentido, tal vez ya no tengamos historia y pretendamos que se la puede reconstruir con unos remiendos deshilachados robados en el mercado de ideas extravagantes. Algo de esta situación había entrevisto Leo Strauss al definir al pensamiento político contemporáneo como “cualquier noción, comentario, imaginación o cualquier cosa sobre la que se pueda pensar que se relacione de algún modo con los principios políticos (…), totalmente indiferente a la distinción entre opinión y conocimiento”.[21]

Ahora bien, el agotamiento de sí, el aburrimiento, que son energías fuertemente destructivas, sólo encuentran un refugio en la radicalización de sí mismo, en la exaltación irresponsable de gustos personales que ya no necesitan más de la razón para legitimarse. El mismo Hobbes, escrutador de la naturaleza humana, ya había dicho que “no hay nada tan absurdo que no haya sido mantenido por alguno de los viejos filósofos”,[22] y que no encuentre siempre y en todo lugar un grupo no despreciable de seguidores, decimos nosotros.

Quiero señalar entonces que parece existir una retroalimentación mortífera entre el imaginario de una sociedad soberana, el aburrimiento y la aparición de prácticas identitarias emancipadas de todo control racional. A poco de examinar el carácter de esas nuevas identidades, podemos ver que ellas parecen extenderse sobre todos los aspectos de la existencia humana. ¿Ejemplos? Pueden ir desde cosas aparentemente superficiales, como el esparcimiento, hasta cosas más profundas como las nacionalidades. Grupos muy numerosos de partidarios de un club deportivo no vacilan en matar en nombre de su identidad de simpatizantes de ese club. Grupos étnicos también hacen lo mismo, al igual que grupos sólo en apariencia religiosos. Se trata de identidades cuya razón de ser las vuelve aparentemente inconexas, como no sea que están animadas por una violencia extrema. Se trata de identidades reducidas a una sola pertenencia, como si los humanos no tuviésemos un mundo policrómico por construir, en donde las identidades personales, individuales, también son plurales. Dejo la palabra a Amin Maalouf:

Desde el comienzo de este libro hablo de identidades ‘mortíferas’. Esta apelación no me parece abusiva en tanto la concepción que denuncio, esa que reduce la identidad a una sola pertenencia, instala a los hombres en una actitud parcial, sectaria, intolerante, dominadora, algunas veces suicida, y los transforma muy a menudo en asesinos, o en partidarios de los asesinos.[23]

6. Conclusión: rehabilitación contemporánea de la idea central del marxismo y una posible respuesta

Llegados a este punto, convengamos en que, si la única redención posible del tedio radical generado por el modelo de la soberanía, son las prácticas identitarias, entonces un marxismo renovado resulta perfectamente funcional a tales prácticas. El marxismo, en tanto curiosa síntesis entre la antropología hobbesiana y las ideas del viejo Heráclito con su pólemos como principio, hace de la lucha un factor esencial en la configuración del nuevo imaginario. La lucha a la que apunto no es tanto la física (aunque no está excluida, por cierto), sino más bien una violencia subrepticia. Se trata de generar un estado de enemistad permanente entre los restos insulares de la sociedad que aún no parecen verse afectados por el rediseño del imaginario, algo así como el régimen democrático imaginado por Platón en República, donde las relaciones humanas se hallan fuertemente judicializadas. La fórmula más eficaz para la instalación de este espíritu contrario a la amistad cívica, resulta la descontextualización secular y sólo secular del pasaje de Mateo 10: 34-36: “No crean que yo he venido a traer paz al mundo; no he venido a traer paz, sino guerra. He venido a poner al hombre contra su padre, a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra; de modo que los enemigos de cada cual serán sus propios parientes.”

La insuficiencia del marxismo clásico consistió en recluir la lucha a una lucha de clases, pero su intuición básica es lo que permanece como alimento esencial del imaginario contemporáneo en el modelo de la soberanía, a saber, que la vida es lucha. La concreción político-institucional de la lucha sólo puede advenir mediante lo que Laclau-Mouffe llaman la “radicalización de la democracia” en su obra –quizá la más importante para lo que aquí nos ocupa– Hegemonía y estrategia socialista.[24] Tal como señalan Nicolás Márquez y Agustín Laje, lo que tanto Laclau como Mouffe ven es un mundo donde el capitalismo, lejos de entrar en una crisis terminal, se ha expandido y ha logrado cada vez mejores condiciones de existencia para el proletariado.[25] Estas condiciones, asociadas a la caída del bloque comunista, coexisten con una extensión de la democracia pluralista, haciendo aparecer conflictos sin ninguna relación con asuntos puramente económicos. El post-marxismo propuesto por Laclau-Mouffe apunta a suprimir el concepto de “clase social” como elemento teórico fundamental del pensamiento de izquierda. Todo esto sin renunciar a lo esencial: la generación de conflictos; éstos se generan mediante la construcción de nuevos relatos siempre al servicio de tales luchas. Ciertamente, el estallido de la terminología marxista habitual es sumamente provocativo:

Ni el campo de la economía es un espacio autorregulado y sometido a leyes endógenas; ni hay un principio constitutivo de los agentes sociales que pueda fijarse en un último núcleo de clase; ni las posiciones de clase son la sede necesaria de intereses históricos.[26]

Acertadamente, Márquez y Laje sostienen que en realidad se trata de la construcción de nuevas identidades, las cuales, al estar originadas en esta caldera en ebullición que son las identidades monádicas, son propicias a la violencia. Resulta interesante el empleo del término “hegemonía” por parte de Laclau-Mouffe, un concepto que designa el proceso mismo de construcción de esas identidades, las cuales ya no podrían reconocerse como pertenecientes o armonizadas con una cultura tradicional. Es más, las identidades están sujetas a profundas modificaciones mediante los procesos de intercambios recíprocos entre ellas. ¿Cómo podría entenderse entonces que la volatilidad de tales identidades pueda asociarse a una vocación de violencia? Precisamente, la falta de arraigo de éstas en una cultura las vuelve caprichosas e impredecibles, y, sobre todo, sin frenos de ninguna especie. Pero veamos esto con un ejemplo sugerido por Márquez y Laje:

(…) un grupo de trabajadores mantiene demandas particulares como, por ejemplo, la necesidad de un aumento salarial; grupos de mujeres, por otra parte, construyen demandas de protección para el sexo femenino frente a los casos de violencia contra la mujer; grupos indígenas, por su lado, reclaman porciones de tierra basándose en supuestas posesiones de sus antepasados remotos. Estas demandas, separadamente, carecen de fuerza hegemónica. Pero la izquierda tiene la misión de instituir un discurso que, sobre un terreno de conflicto mayor, articule estas fuerzas en un proceso hegemónico que las haga equivalentes frente a un enemigo común: el capitalismo liberal. Es decir, la izquierda debe crear una ideología en la cual estas fuerzas puedan identificarse y unirse en una causa común; la nueva izquierda debe ser el pegamento que unifique, invente y potencie todos los pequeños conflictos sociales, aunque estos no revistan naturaleza económica.[27]

La tarea no es difícil, ya que sus cimientos han sido puestos en el momento en que las subordinaciones sociopolíticas percibidas como naturales, pasan a transformarse en opresiones, contra las que es preciso luchar. En eso consiste, precisamente, la revolución democrática. Se trata aquí de radicalizar el componente igualitario mediante la génesis de identidades monádicas, con el suficiente poder de fuego como para poder destruir la democracia desde adentro.

Este proyecto de radicalización de la democracia tiene como objetivo final, según Laclau-Mouffe, la destrucción del “individualismo posesivo”. El grave problema es que el método escogido implica la emergencia de un tipo de identidades cuyo ethos y práxis están animados por la violencia muda, es decir, por la falta de lógos. De este modo, la construcción del nuevo imaginario corre el grave peligro de estar socavando sus propias bases. Frente a esto, y aunque pueda ser cierto suponer que el entretejido de las acciones políticamente significativas resulta en consecuencias que escapan al manejo o a las expectativas de los propios actores,[28] no obstante, también existe la posibilidad de analizar, con el rigor que la materia lo permite,[29] cuáles pueden ser esas consecuencias. El tipo de excelencia requerido para vislumbrar las posibles consecuencias nefastas de la renuncia al lógos político, invariablemente sustituido por la violencia, es la que ya Aristóteles había previsto en el libro VI de la Ética a Nicómaco: la prudencia política. De este modo, la construcción del nuevo imaginario podría no ser algo que escapa completamente a nuestras manos y de lo cual podríamos ser responsables.

El discurso público, sea legislativo, sea periodístico, en su aparentemente irreductible frivolidad y desapego a la razón, podría ser, sí, un signo del agotamiento de un imaginario colectivo sustentado en el paradigma de la soberanía. Esto, no obstante, no legitima la adopción de un pesimismo de corte nietzscheano que lleve a suponer el advenimiento de un nuevo imaginario, donde la tecnología reemplazará definitivamente a la razón dialógica, y, lo que sería mucho peor, a la capacidad de contemplación. Siempre estará en nuestras manos la reverencia, el cuidado o cultivo de un noûs, ya que en definitiva esto es lo que los dioses aman en nosotros y aquello por lo cual nos corresponden con sus beneficios.[30]

Notas

1) Aristóteles, Metafísica, 995a 27ss.: “Los que quieren investigar con éxito han de comenzar por plantear bien las dificultades, pues el éxito posterior consiste en la solución de las dudas anteriores (…)”. Trad. V. García Yebra. (Madrid: Gredos, 1982).
2) Pocos olvidarán la pobre discusión parlamentaria que dio origen a la Ley Weil, en Francia, relativa a la despenalización del aborto, o a las discusiones holandesas y belgas respecto de la eutanasia infantil, o bien a la legislación uruguaya relativa a la despenalización del consumo de cannabis, o bien a la reciente despenalización del aborto en Chile en tres casos específicos. La manera de argumentar en favor o en contra de estas prácticas es de una pobreza que no está a la altura de las instancias institucionales donde estas cosas se discuten.
3) “(…) todo lo que estaba fuera de la polis –esclavos y bárbaros– era aneu logou, desprovisto, claro está, no de la facultad de discurso, sino de una forma de vida en la que el discurso y sólo éste tenía sentido y donde la preocupación primera de los ciudadanos era hablar entre ellos.” Hannah Arendt, La condición humana. Ramón Gil Novales (trad.), (Madrid: Paidós, 2009), 41.
4) Cornelius Castoriadis, El ascenso de la insignificancia. Vicente Gómez (trad), (Madrid: Ediciones Cátedra, 1998). Original francés: La Montée de l’insignifiance, (Paris: Seuil, 1996).
5) Amin Maalouf, Identidades asesinas. Fernando Villaverde (trad.), (Madrid: Alianza Editorial, 2012). Original francés: Les identités meurtrières, (Paris: Grasset, 1998).
6) Leo Strauss, ¿Qué es filosofía política?, Amando de la Cruz (trad.), (Madrid: Ediciones Guadarrama, 1970), 33. (Original publicado en 1968 en New York por The Free Press).
7) “Imaginario, en este contexto, no significa evidentemente ficticio, ilusorio, especular, sino posición de nuevas formas, y posición no determinada sino determinante; posición inmotivada de la que no puede dar cuenta ni una explicación causal, ni funcional, ni siquiera racional.” El ascenso: “Imaginario político griego y moderno”, p. 157.
8) “A partir del momento en que, como en el caso de los regímenes del Este, la ideología que se quería imponer a la población se deshilacha, para después derrumbarse y tornar visible su infinita vileza, a partir de ese momento la coerción, tarde o temprano, está ya condenada, al igual que los regímenes que la ejercían -al menos en un mundo como el mundo moderno”. Ibid., 158-9.
9) “¿Cómo poner en tela de juicio la ley, si ésta ha sido dada por Dios?, ¿cómo decir que la ley dada por Dios es injusta, si justicia no es sino uno de los nombres de Dios, al igual que verdad, ‘pues Tú eres la Verdad, la Justicia y la Luz’? Ibid., 159. La importancia de la heteronomía todavía resuena en el célebre cap. XV de El príncipe, de Maquiavelo.
10) Jean Ladrière, El reto de la racionalidad. José María González Holguera (trad.), (Salamanca: Ediciones Sígueme– París: UNESCO, 1977), 15-16. Para una historia del concepto de “cultura”, puede consultarse: M. Meslin, “Culture et modernité”, en Rev. de l’Institut catholique de Paris, 1 (1982): 75-90.
11) Castoriadis, El ascenso, 160.
12) Tomás de Aquino, Suma de Teología, Ia-IIae, q. 91, art.2, c.
13) Ibid. q. 90, art. 1.
14) Alfonso Gómez-Lobo, Los bienes humanos. Ética de la ley natural. (Santiago-Buenos Aires: Mediterráneo. 2006), 164.
15) Thomas Hobbes, Leviatán. C. Moya y A. Escohotado (eds.). (Madrid: Editora Nacional. 1979), 705. La mejor versión inglesa de la obra es probablemente la editada por C. B. Macpherson para Penguin Books en 1968.
16) Ibid., cap. XVII.
17) La “autarquía” de la que habla Aristóteles “como un fin y lo mejor” (Pol. 1253a) por cierto no debe confundirse con la célebre falsificación que de este concepto ha hecho Marsilio de Padua en el Defensor pacis, I, 6, y que después adopta tácitamente Hobbes.
18) Byung -Chul Han, La sociedad del cansancio. (Barcelona: Herder, 2012).
19) La novela de Alberto Moravia La noia (el tedio) es muy significativa en este sentido.
20) Gianni Vattimo, Adiós a la verdad. María Teresa D’Meza (trad.), (Barcelona: Gedisa. 2010). Original italiano: Addio allá verità, (Roma: Meltemi Editore. 2009).
21) Leo Strauss, ¿Qué es filosofía política?, 14.
22) Thomas Hobbes, Leviatán, 705.
23) Amin Maalouf, Les identités, 39 (mi traducción).
24) Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. (Buenos Aires: FCE, 2011).
25) Nicolás Márquez, Agustín Laje, El libro negro de la nueva izquierda. (Buenos Aires: Grupo Unión-Madrid: Unión Editorial S.A., 2016), 36-39.
26) Laclau-Mouffe, Hegemonía, 124.
27) Márquez, Laje, El libro, 39.
28) Quien ha señalado esto con notable lucidez es Kant, en la introducción a su escrito Idee zu einer allgemeiner Geschichte in weltbürger Absicht (1784).
29) Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1094b 11-13.
30) Ibid., 1179a 24-32.
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