Resumen: Este artículo explora la cuestión de las ideas estéticas que los físicos emplean en el proceso de búsqueda de las leyes de la naturaleza. Se identifica el concepto de simetría como el más importante en la estética de los físicos, y se subraya su potencia, pero también sus limitaciones. Se sugiere finalmente que sólo a través del diálogo de las ciencias con las humanidades pueden llegar a refinarse las ideas estéticas de los físicos.
Palabras clave:AsimetríaAsimetría,bellezabelleza,estéticaestética,físicafísica,leyes de la naturalezaleyes de la naturaleza,simetríasimetría,simplicidadsimplicidad.
Abstract: This article explores the aesthetic ideas that physicists use in the process of searching for the laws of nature. The concept of symmetry is identified as the most important in the aesthetics of physicists, and its power is stressed, but also its limitations. It is finally suggested that only through the dialogue of the sciences with the humanities can the aesthetic ideas of physicists be refined.
Keywords: Asymmetry, beauty, aesthetics, physics, laws of nature, symmetry, simplicity.
Artículos
Las ideas estéticas de los físicos
Recepción: 26 Mayo 2018
Aprobación: 30 Junio 2018
Los asuntos fronterizos entre las disciplinas que convencionalmente caen en la categoría de «letras» o «humanidades», y las disciplinas denominadas de «ciencias», o «ciencias naturales», suelen pasar bastante desapercibidos. La razón es que nadie se considera responsable de ellos, sino que los especialistas de cada ámbito remiten su estudio a los especialistas del otro lado de la frontera. De este modo, hay una serie de temas que, a pesar de su interés intrínseco, quedan, por así decirlo, en una especie de «tierra de nadie», en la que pocos exploradores se adentran.
Como ejemplo de este tipo de temas situados en la tierra de nadie entre las ciencias naturales y las humanidades, propongo repasar las ideas estéticas que entran en juego en el desarrollo de las teorías y modelos físicos.
Para seguir un orden lo más estricto y natural posible, comenzaré apuntando [en el 2. apartado] un mínimo de ejemplos históricos y testimonios de físicos clave en la historia de esta disciplina, con objeto de mostrar que, efectivamente, en el desarrollo de la física, las ideas estéticas han jugado un papel no desdeñable.
Establecido esto, trataré de precisar, a continuación [en el apartado 3.] qué ideas estéticas han sido predominantes entre los físicos, es decir, qué rasgos en las ecuaciones o en los modelos manejados han identificado (y siguen identificando) con la idea de belleza.
El siguiente paso consistirá entonces en advertir [en el apartado 4.] el papel un tanto ambiguo que juegan estas consideraciones estéticas en el desarrollo de la física: las ideas de belleza de los físicos han dado lugar, sin duda, a descubrimientos decisivos, pero también a veces, y quizás incluso con cierta frecuencia, han conducido a vías muertas, en las que han llegado a bloquearse intelectualmente investigadores de primera fila.
Seguidamente [apartado 5.] llamaré la atención sobre ciertas limitaciones del planteamiento estético usual entre los físicos ―un planteamiento muy centrado en el concepto de simetría―, que les lleva a interpretar como deficiencias algunos aspectos del mundo particularmente interesantes. Se mencionará entonces la posibilidad de que dichas limitaciones se deban a que los conceptos estéticos de los físicos proceden sólo de una tradición de pensamiento particular (que es la tradición pitagórico-platónica).
Esto nos conducirá finalmente [en el apartado 6.] a la sugerencia de que es sólo en el contexto de un diálogo efectivo entre las ciencias de la naturaleza y las humanidades como el físico podría recibir de sus colegas humanistas indicaciones que tal vez le permitieran, sin rechazar sus criterios estéticos tradicionales, tal vez ampliarlos de forma que se abran algunas nuevas vías de pensamiento y exploración de ideas.
Comencemos por el principio. Es cierto que las raíces de la ciencia pueden rastrearse hasta sus antecedentes en modelos matemáticos de la filosofía de la naturaleza griega. Y quizás incluso hasta la astronomía babilónica. Pero centrémonos en la ciencia moderna, cuyo punto de partida suele situarse en el libro De las revoluciones de los cuerpos celestes de Copérnico.
Este libro, desde luego, estaba destinado a marcar una gran cesura. Puesto que, al identificar la Tierra como un cuerpo celeste, y al desplazarla del centro del universo, ser realista copernicano en el siglo XVI y XVII iba a implicar comprometerse con la tarea de sustituir la física aristotélica por otra que fuera consistente con esos rasgos. Y así surgió la línea de investigación que culminaría en la física clásica de Newton.
Ya en este primer libro de la física moderna encontramos que las reflexiones estéticas juegan un papel clave como impulsoras tanto del rechazo del modelo astronómico vigente como de la búsqueda de una alternativa mejor. Para darnos cuenta basta con prestar atención a los primeros párrafos de la dedicatoria del libro al papa Pablo III. En ellos, Copérnico justifica sus dudas, que mantuvo durante años, acerca de la oportunidad de hacer público su modelo heliocéntrico, basándose en el ejemplo de los pitagóricos, sobre los cuales escribe lo siguiente:
A mí me parece que no hicieron esto, como juzgan algunos, por un cierto recelo a comunicar sus doctrinas, sino para que asuntos tan bellos, investigados con mucho estudio por los grandes hombres, no fueran despreciados por quienes les da pereza el dedicar algún trabajo a las letras.[1]
Y poco más adelante, en el pasaje en el que se refiere a los fallos de la cosmología ptolemaica, añade unas consideraciones sobre la belleza en la astronomía aún más concretas:
[Los astrónomos ptolemaicos] tampoco pudieron hallar o calcular [...] lo más importante, esto es, la forma del mundo y la simetría exacta de sus partes, sino que les sucedió como si alguien tomase de diversos lugares manos, pies, cabeza y otros miembros auténticamente óptimos, pero no representativos en relación con un solo cuerpo, no correspondiéndose entre sí, de modo que con ellos se compondría más un monstruo que un hombre. [...] Y esto no les hubiese sucedido en modo alguno, si hubieran seguido principios seguros. Pues si las hipótesis supuestas por ellos no fueran falsas, todo lo que de ellas se deduce se podría verificar sin lugar a dudas.[2]
La elección de la palabra «monstruo» para describir la teoría que considera errónea, indica una asociación entre «verdad» y «belleza» que se remontan a la doctrina medieval de los trascendentales, en la que belleza y verdad (junto con la unidad y el bien) se consideran propiedades de lo que es, en cuanto que es[3]. Además, este pasaje contiene otra indicación estética que va a acompañar desde este momento las consideraciones de los físicos: Frente a la monstruosidad de la teoría falsa (ptolemaica), se habla de la «simetría exacta» de las partes del mundo, que una teoría verdadera tendría que poner de manifiesto.
Y si Copérnico es sensible a las consideraciones estéticas hasta el punto de estar seguro de que, por su fealdad, elementos tales como el círculo ecuante del modelo ptolemaico no puede existir en la naturaleza, mucho más allá llega Kepler, que dedicará toda su vida a tratar de averiguar las relaciones armónicas que el Creador imprimió en el cosmos. Ya en su primera obra importante, el Mysterium cosmographicum, lo anuncia:
El mismo Dios era demasiado bondadoso como para permanecer ocioso, y empezó a jugar a las firmas, firmando su imagen en el mundo; por tanto me arriesgo a pensar que toda la naturaleza y el cielo elegante están simbolizados en el arte de la geometría.[4]
Y llega hasta su última gran obra, titulada La armonía del mundo:
Los movimientos celestes son tan sólo una inacabable canción para varias voces (percibida por el intelecto, no por el oído); una música que, con discordantes tensiones, con síncopas y cadencias [...] avanza hacia un final ideado de antemano.[5]
Sin llegar a planteamientos tan literalmente pitagóricos como los de Kepler, lo cierto es que referencias a la belleza matemática de la naturaleza se encuentran en todos los padres de la física clásica.
Cabría entonces preguntarse si esto no es una peculiaridad de los físicos de aquellas primeras generaciones. Pero si se presta atención a los más importantes autores del siglo XX, encontramos una gran continuidad con los anteriores sobre este particular. Por ejemplo, el físico Hermann Bondi, que fue colaborador de Einstein en Princeton, recuerda lo siguiente de su trabajo con el descubridor de las teorías de la relatividad:
Lo que recuerdo más claramente es que, cuando yo formulaba una sugerencia que a mí me parecía coherente y razonable, él no la contradecía en absoluto, sino que decía únicamente: "¡Oh, qué feo!" Cuando una ecuación le parecía fea, perdía realmente el interés en ella y no podía entender por qué alguien estaba dispuesto a perder su tiempo en eso. Estaba convencido de que la belleza era un principio rector en la búsqueda de resultados importantes en la física teórica.[6]
Y el físico John Polkinghorne, que fue colaborador durante mucho tiempo de P.A.M Dirac, nos dice sobre él lo siguiente:
El mayor físico que yo he conocido personalmente, Paul Dirac, uno de los padres fundadores de la teoría cuántica, dijo una vez que era más importante que las ecuaciones de uno poseyeran belleza matemática ¡que el que se ajustaran al experimento! Por supuesto que Dirac no quería decir que el éxito empírico fuera irrelevante en física –ningún científico supondría tal cosa–, pero si, a primera vista, las ecuaciones de uno no parecieran ajustarse al experimento, habría algunas posibles vías de salida de la dificultad: podría ser que uno no las hubiera resuelto correctamente, o podría ser que los experimentos mismos estuvieran equivocados, pero si las ecuaciones fueran feas… bueno, entonces sí que no habría esperanza para ellas. Dirac realizó sus numerosos grandes descubrimientos en el curso de una búsqueda muy exitosa de belleza matemática que duró toda su vida.[7]
Y esta actitud continúa hasta el día de hoy. Baste como botón de muestra mencionar el gran peso del elemento estético en la reciente obra en la que el Premio Nobel de física Frank Wilczek presenta sus ideas sobre el desarrollo y el futuro de la física, y que en inglés lleva por título A Beautiful Question (Wilczek, 2015), y en español El mundo como obra de arte.[8]
También el físico teórico G.F.R. Ellis, en su extenso y muy citado artículo sobre aspectos filosóficos de la cosmología[9] incluye expresamente los aspectos estéticos como uno de los criterios que se emplean en física para seleccionar entre modelos en competencia. Y las referencias podrían multiplicarse.
Los físicos, en definitiva, han hablado a lo largo de todo el desarrollo de su disciplina de belleza. Y aún continúan haciéndolo en la actualidad: En primer término de la belleza de la naturaleza, y luego, como consecuencia, de la belleza que han de poseer las ecuaciones y los modelos, como un requisito indispensable para que podamos tener confianza en que nos van a servir para explicar realmente los fenómenos naturales.
Ahora bien, ¿a qué apuntan los físicos cuando afirman que una teoría, un modelo, o unas ecuaciones, son bellas, mientras que otras no lo son? Intentemos precisar un poco de qué se trata, puesto que además, a partir de las características de las descripciones bellas de la naturaleza podemos entender qué aspectos de la propia naturaleza motivan en sus estudiosos el juicio estético positivo sobre ella.
Comencemos con un ejercicio comparativo, que puede darnos una idea de un elemento clave de los modelos a los que los físicos atribuyen belleza. Comparemos el siguiente dibujo, que se encuentra en los Principia mathematica de Newton:
Con la siguiente ecuación (que debemos al genio de Euler):
Es frecuente que los físicos se refieran a la mencionada lámina de Newton como la expresión de una idea particularmente bella. De una de las ideas más bellas de la historia de la física. Y asimismo, también es frecuente que los matemáticos se refieran a la fórmula de Euler como uno de los resultados más bellos de toda la matemática. Dado que en ninguno de los dos casos pueden estar aludiendo a una belleza meramente visual, y dado además que la física moderna es matemática por principio (por lo que cabe esperar de entrada la existencia de algún tipo de parentesco entre los criterios estéticos físicos y matemáticos), resulta natural preguntarse: ¿Poseen algo en común la idea que Newton expresa en esa lámina y la fórmula de Euler, que pueda ayudarnos a entender el atractivo de ambas?
Sí. Y se trata de lo siguiente:
―En el caso de la fórmula de Euler, encontramos cinco números que hemos llegado a conocer de manera independiente, y en el curso del desarrollo de partes diferentes de la matemática: el número 1 se conoce desde que el hombre comenzara a contar reflexivamente, y es el elemento neutro de las multiplicaciones y divisiones; el número 0 tiene una historia más reciente –fue mucho más difícil de concebir–, procede de la India, y es el elemento neutro de la suma y la resta; el número π es la razón entre una circunferencia y su diámetro; el número i es la unidad imaginaria, y procede de la teoría de los números complejos; el número e es la base de los logaritmos neperianos. En principio, cada uno de estos números tiene una historia independiente, y han surgido en teorías independientes. Parece, de entrada, que no guardaran ninguna relación unos con otros... hasta que Euler demostró que todos ellos, y sólo ellos, concurren en la relación tan sencilla que expresa su fórmula. Por eso, cuando los matemáticos se refieren a esta fórmula, afirman que se trata de una de las ecuaciones más bellas que existen. Y no ocultan su asombro, y muchos de ellos tampoco ocultan la sospecha de que el hallazgo de Euler debe ser entendido como el desvelamiento de un rasgo profundo de la realidad.
―En el caso del dibujo de Newton, también él expresa una enorme unificación de fragmentos de conocimiento que antes se pensaban que no tenían nada que ver los unos con los otros: en este caso se trata de los movimientos de los cuerpos celestes, por un lado, y por otro los movimientos de los cuerpos en la superficie de la Tierra. Los movimientos celestes se describían en su tiempo por medio de las Leyes de Kepler (unas leyes bellísimas también, dicho sea de paso). Mientras que para los movimientos terrestres, tales como los proyectiles, la caída libre de cuerpos, la caída en un plano inclinado, etc., se empleaban diversas ecuaciones, buena parte de las cuales las había ido descubriendo Galileo. Pero Newton fue el primero en darse cuenta de que en realidad la dinámica celeste y la terrestre son exactamente la misma. De manera que, si uno lanza una piedra con un impulso cada vez mayor (y no tiene en cuenta efectos de rozamiento), llegará un momento en que ese movimiento de caída se convertirá en una órbita como las de los planetas... Por eso, el efecto que la reflexión de Newton tiene sobre los físicos es muy similar al que produce la fórmula de Euler en los matemáticos.
De la consideración de estos ejemplos podemos extraer un dato importante para nuestra reflexión: El descubrimiento de grandes unificaciones racionales de cosas que parecían desconectadas es una de las fuentes más claras de lo que podríamos denominar «belleza intelectual».
Ante este hecho, cabe proseguir indagando en dos direcciones diferentes:
―Una primera ruta consistiría en explorar la pregunta por los determinantes biológicos, posiblemente evolutivos, que dan lugar al sentimiento de belleza, de admiración y de íntima satisfacción que experimentamos en estas ocasiones (así como también ante ciertos rasgos del mundo físico, etc.).
―La segunda ruta, que es la que me propongo seguir, consiste en explicitar simplemente qué rasgos poseen los modelos, teorías o hipótesis sobre el mundo físico que los físicos consideran bellos.
El punto de partida ya lo tenemos: se trata de propuestas que, como la de Newton, contribuyen así a mostrar que la multiplicidad y diversidad con que se nos presenta inicialmente la naturaleza puede ser expresión de una racionalidad simple.
«Simplicidad» es una palabra clave aquí. Es uno de los conceptos con carga estética más importantes desde la perspectiva de los físicos. Seguramente el más importante de todos. Por eso, el propio Isaac Newton lo menciona en su «primera regla para filosofar», al comienzo de sus Principia mathematica:
No debemos para las cosas naturales admitir más causas que las verdaderas y suficientes para explicar sus fenómenos.
Dicen sobre ello los filósofos: La Naturaleza no hace nada en vano, y es vano mucho cuando basta con poco. Pues la Naturaleza es simple, y no se complace en causas superfluas para las cosas. (Newton, Regla I).[10]
Por tanto, son bellas las descripciones que simplifican (sin pérdida de información) nuestra representación del mundo físico, permitiéndonos reducir los elementos necesarios para entenderlo, pues tales descripciones nos acercan más al espectáculo de la hermosa sencillez de la naturaleza. Y entre las formas de simplificar dicha representación, una especialmente elegante y querida por los físicos es la simetría.
Las ecuaciones de un modelo o de una teoría física pueden ser simétricas en varios sentidos, en función de las operaciones que podamos realizar en ellas sin que se altere nada. Por ejemplo, se habla de simetría temporal, si la descripción física no varía si cambiamos el signo de la variable temporal en las ecuaciones. Hablamos de simetría especular (o espacial) si la alteración del signo de las tres variables espaciales no conlleva diferencia alguna. Y así podemos hablar también de simetría de carga, de simetrías rotacionales, de simetría esférica etc.
Es claro que la presencia de simetrías simplifica la estructura que las posee. Esto es algo que, sin ir más lejos, ya experimenta cualquier estudiante de física que se ejercita en calcular soluciones a ecuaciones como la de Schrödinger, o como las ecuaciones de campo de la relatividad general. Y una forma muy intuitiva de comprobarlo consiste también, por ejemplo, en prestar atención a la abundancia de formas simétricas en los seres vivos más simples. Los virus y los organismos que codifican toda la información relativa a sus propiedades estructurales en cadenas de ADN muy cortas, tienden a poseer formas simples y obviamente simétricas, que requieren menos información para ser codificadas:[11]
Entre los físicos se da en cualquier caso una gran unanimidad por lo que se refiere tanto a la belleza de las simetrías como al puesto central que estas ocupan en la naturaleza. Lo mencionaba ya Copérnico en la cita que hemos comentado más arriba, y los otros padres fundadores de la física clásica se expresaron en términos similares. Pero también lo siguieron haciendo los creadores de las más importantes teorías del siglo XX, que constituyen hoy nuestra física estándar. Y en la actualidad sigue siendo la opinión común, hasta el punto en que, de hecho, este criterio estético (la simplicidad de la naturaleza expresada en simetrías) se usa como guía en las investigaciones de nuevas teorías físicas:
Pero aunque las simetrías se nos oculten, podemos sentir que están latentes en la naturaleza, gobernándolo todo sobre nosotros. Esta es la idea más emocionante que conozco: que la naturaleza es mucho más simple de lo que parece.[12]
Durante todo el siglo XX, y todavía hoy, la simetría ha venido dominando cada vez más nuestro entendimiento de las leyes fundamentales de la naturaleza. Así lo dicen los maestros. Las partes finales de nuestra reflexión, que nos traen a las fronteras actuales y más allá, celebran los grandes triunfos de la simetría, y profetizan más.[13]
Ahora bien, aunque resulta innegable que la confianza de los físicos en que la simplicidad y belleza de la naturaleza se expresa ante todo en forma de simetrías ha jugado un importante papel en el despliegue de su disciplina, conviene no perder de vista que este amor a la simetría conlleva también ciertos aspectos problemáticos. Hay al menos dos que no debemos soslayar, y de los que voy a ocuparme seguidamente:
2. En segundo lugar conviene tener en cuenta que «simetría» es un concepto que, si se concibe como única clave estética, puede terminar resultando demasiado estrecho de cara a captar la belleza del mundo. Nos puede conducir a un análisis demasiado pobre del atractivo de la naturaleza.
Voy a tratar de explicar esto en los dos apartados que siguen.
Son innegables los grandes progresos en el conocimiento del mundo que la física moderna ha realizado, desde Copérnico en adelante, aplicando el supuesto de que la simplicidad de la naturaleza se manifiesta preferentemente en leyes que expresan múltiples simetrías. Sin embargo, la otra cara de la moneda es que ese mismo supuesto ha conducido con frecuencia a los investigadores a proponer ideas erróneas.
Un ejemplo clásico de este tipo de exploraciones descaminadas lo proporciona Kepler, que, si bien ha pasado a la historia de la física por la formidable aportación que supuso el descubrimiento de las leyes que describen las órbitas planetarias, comenzó su carrera astronómica con otra obra, el Mysterium Cosmographicum (1596), que he mencionado anteriormente, y en la que desarrolló con todo detalle una idea tan bella como errónea: la derivación de las distancias entre los planetas (los planetas conocidos en su época, claro está; es decir, de Mercurio a Saturno) a partir de los cinco sólidos platónicos:
Más grave aún fue el caso de Einstein, cuyos extraordinarios descubrimientos (y especialmente las teorías de la relatividad especial y general) estuvieron guiados por esa fe inquebrantable en la simplicidad simétrica de la naturaleza,[14]... que lo llevó luego a consumir las últimas tres décadas de su vida trabajando con denuedo en la exploración de toda una serie de pistas falsas de una «teoría unificada» de la gravitación y el electromagnetismo. Considerando esta actividad tan esforzada como inútil, su más importante biógrafo, Abraham Pais, llegó incluso a escribir lo siguiente:
Durante los últimos treinta años de su vida permaneció activo, pero su fama no habría disminuido, tal vez hasta habría aumentado, si se hubiera ido a pescar en vez de seguir investigando.[15]
Cabe mencionar muchos más ejemplos históricos, pero voy a traer aquí sólo uno más: el del astrónomo Fred Hoyle, que fue el principal promotor del modelo cosmológico conocido como «teoría del estado estacionario». Este modelo recibió mucha atención hacia mediados del siglo pasado. Y, como ha mostrado en detalle, entre otros, el historiador de la cosmología Helge Kragh. Buena parte de su atractivo entre los especialistas se hallaba en partir de un principio de gran simetría: el llamado «Principio cosmológico perfecto». Según este principio, el universo (considerado a gran escala) sería homogéneo e isótropo, tanto en el espacio como en el tiempo.
El principio cosmológico perfecto, de innegable y atractiva simplicidad, fascinó a Hoyle hasta el punto de centrar cada vez más su actividad intelectual en el intento de defenderlo, sobre todo contra el principal de sus rivales: el escenario cosmológico propuesto por Lemaître, Gamow y otros, y al que Hoyle bautizó como «teoría del big bang». Pero resultó un esfuerzo vano. La naturaleza, como fue quedando de manifiesto en las observaciones de las décadas siguientes, no quiere obedecer el «principio cosmológico perfecto», y se empeña en no presentar el mismo aspecto a gran escala en todos los puntos del tiempo. Finalmente, el descubrimiento de la «radiación cósmica de fondo», prevista por los teóricos del big bang, llevó a la comunidad científica a descartar el modelo del estado estacionario. Si bien Hoyle nunca quiso abandonarlo, y por ello acabó su hasta entonces brillante carrera paralizado en una posición marginal.
Actualmente, las reflexiones estéticas continúan ocupando un lugar importante en las exploraciones fronterizas de la física, tales como, por ejemplo, la búsqueda de una teoría de la gravedad cuántica. Y cabe por ello preguntarse si semejante influencia está resultando más bien positiva o negativa. No será posible saberlo hasta que no contemos con el veredicto de la naturaleza, en forma de descubrimiento de nuevos fenómenos que favorezcan a alguna de las líneas de investigación en competencia hoy, o que incluso nos permitan descartar todas las vías que se han ido desarrollando hasta ahora.
Pero, mientras llegan esos ansiados fenómenos, no deja de sorprender la inquebrantable confianza que los teóricos de los distintos programas de investigación depositan en sus planteamientos, como consecuencia de la belleza matemática de las ideas propuestas. Por ejemplo, el matemático japonés Masahiko Fujiwara, recuerda el siguiente fragmento de una conversación con Edward Witten, uno de los principales investigadores en el programa de las «supercuerdas»:
Le pregunté lo siguiente: “¿Qué es lo que le permite tener tanta fe en lo acertado de su teoría?”; a lo que me contestó: “La forma matemática de mi teoría es de tal belleza que apenas parecería sensato cuestionarse su veracidad. Dios tiene que haber hecho el mundo siguiendo un criterio de belleza.”.[16]
Quizás el tiempo demuestre que tenía razón, y la obra de Witten se convierta en un nuevo ejemplo del poder impulsor de la estética en el desarrollo de la física. Pero, entretanto, conviene no olvidar que son ya varias décadas de investigación las que ha consumido la línea de trabajo de las supercuerdas, con cientos de tesis doctorales y miles de artículos especializados, sin que se haya llegado aún a formular ni tan siquiera una sola predicción concreta y precisa, que pueda ser puesta a prueba por la experiencia.
De manera que, ante declaraciones como las mencionadas de Witten, tal vez sería conveniente recordar la crítica (de raíz estética, pero en cualquier caso desafortunada) de Einstein a la mecánica cuántica («Dios no juega a los dados»), y sobre todo recordar la respuesta que le dio Bohr («Deja de decirle a Dios cómo tiene que hacer las cosas»).
O, para formular de un modo más positivo y menos polémico el punto sobre el que quiero llamar la atención, podríamos volver de nuevo sobre la figura gigantesca de Kepler: un genio que fue capaz de renunciar a su bello modelo cosmológico-platónico del sistema solar, y a abandonar los círculos como figura de las órbitas planetarias (una idea que nadie desde Platón en adelante había puesto en duda), para dejarse conducir por los hechos hacia otras formas de armonía y belleza distintas de las que había imaginado y supuesto durante la mayor parte de su vida. Formas que luego resultaron ser, no sólo distintas, sino (de la mano de un Newton) incomparablemente más fecundas.
Estar abiertos a escuchar a la naturaleza y a tomar muy en serio sus menores indicaciones, en lugar de proyectar sobre ella nuestras ocurrencias o nuestros prejuicios estéticos, es una actitud que nunca podremos encarecer bastante en el científico. Kepler la poseyó en grado sumo. Y, quizás por ser una persona sinceramente religiosa, procuró no dictarle a Dios cómo tenía que legislar el mundo. Pues, a fin de cuentas, «no tomar el nombre de Dios en vano» es el segundo mandamiento del Decálogo.
La concepción de las simetrías como la forma en la que se expresa preferentemente la simplicidad y la belleza de la naturaleza es una idea poderosa. Pero si se hace de ella la clave exclusiva de la estética de la física, uno puede acabar realizando un análisis muy pobre de los aspectos bellos del mundo.
Para entender por qué esto es así, podemos considerar un ejemplo sencillo, deteniéndonos un momento sobre un fenómeno bien conocido: el de la radiación cósmica de fondo y sus pequeñas irregularidades:[17]
La radiación cósmica de fondo es una radiación electromagnética que posee espectro de cuerpo negro, y cuya existencia y propiedades fue predicha por los teóricos del modelo cosmológico del big bang (y descubierta por Penzias y Wilson, en 1965).
El modelo del big bang, como bello modelo físico que es, exhibe simetrías de indudable elegancia. En parte las hereda del hecho de que la base de ese modelo es la teoría general de la relatividad. Pero además aporta algunas adicionales. Pues, si bien es verdad que este escenario no responde al «principio cosmológico perfecto», sí que emplea como postulado el llamado «principio cosmológico» (a secas, sin más adjetivos). Es decir, postula que el universo es espacialmente, a gran escala, homogéneo e isótropo, y posee por tanto simetría espacial esférica.
En consecuencia, si no hubiera más factores a tener en cuenta a la hora de calcular las propiedades de la radiación cósmica de fondo, esta debería ser perfectamente regular en todos los puntos del universo. Y de hecho, casi lo es... pero sólo «casi». Ahí está el problema... Ahora bien, ¿se trata realmente de un problema?
Hay que tener en cuenta que las fotografías que se publican de la radiación cósmica de fondo (incluyendo la que he copiado aquí) exageran los colores de las regiones más frías y más calientes, para que el ojo humano pueda percibir que la uniformidad no es completa. En realidad, las desviaciones máximas de temperatura de unos puntos a otros se encuentran en el orden de una milésima de grado, o menos (o sea, en el orden de un 0,001 %). Son desviaciones muy pequeñas... pero en cualquier caso rompen la perfección de la simetría esférica del universo. ¿Pero de verdad sería el universo más perfecto y más bello si no existieran esas desviaciones?
El origen de las mismas son fluctuaciones cuánticas de materia y energía que tuvieron lugar en los primeros estadios de la evolución del universo ―esos dados cuánticos, destructores de las simetrías, que tanto deploraba Einstein―; pero no deberíamos dejar de lado el hecho de que el resultado de esas molestas fluctuaciones... somos nosotros mismos, y son todos los objetos que podemos observar en el universo: los ríos y los bosques, el musgo y los pájaros, las estrellas y los planetas, y las galaxias.
Algo tiene que andar mal en nuestro razonamiento estético si el amor a la simetría nos lleva hasta el punto de considerar irregularidades, fluctuaciones y máculas precisamente a los cuerpos complejos que constituyen las joyas más espléndidas de nuestro mundo.
¿Qué está ocurriendo aquí?
Cuando un análisis y una valoración conducen a resultados muy dudosos, si no abiertamente erróneos, ello puede deberse a que se han empleado en ese análisis herramientas conceptuales defectuosas, o bien a que las que se han empleado son buenas herramientas, pero insuficientes para la tarea que había que realizar.
Dicho de otro modo: o el análisis se basa en conceptos falsos, o quizás simplemente están faltando algunos conceptos adicionales que resultan necesarios para poder realizarlo bien.
Desde luego, los enormes éxitos logrados por la física sobre la base de la predilección de la naturaleza por las simetrías, desde Copérnico hasta Weinberg, nos invitan a concluir que ese criterio estético no puede ser falso. Pero tal vez sí podría resultar un tanto insuficiente como base para un análisis de la belleza natural.
Y esta sospecha puede reforzarse considerando otros casos en los que el «instinto físico» ―llamémoslo así― parece llevarnos en la dirección equivocada. Consideremos, por ejemplo, con toda brevedad, el caso de la «fuerza débil» y el «campo de Higgs»:
La fuerza débil no goza de muy buena reputación entre los físicos. Tiene fama de voluble, molesta, caprichosa. Hasta el punto de que, a veces, algunos de ellos se entretienen con malvados pensamientos sobre lo «viable» que sería un mundo donde no existiera.[18] Bien es cierto que se la suele disculpar, atribuyendo sus perturbadoras propiedades al campo de Higgs. En realidad ―se viene a decir―, la fuerza débil en sí es bella. No deja de ser una «teoría gauge», con la simetría interna local («invariancia gauge», codificada en su lagrangiano) que describe la teoría electrodébil. Pero la mala influencia del campo de Higgs la induciría a mostrar una pertinaz inclinación a la ruptura de simetría.
El campo de Higgs sería, por tanto, algo así como el «corruptor» de la belleza de la fuerza débil. El físico de Princeton Juan Maldacena, describe el caso así:
Nuestra actual comprensión de la física de partículas es como la historia de la Bella y la Bestia. La Bella representa las fuerzas de la naturaleza. [...] Todas ellas están basadas en un principio de simetría llamada simetría gauge. Pero adicionalmente necesitamos la Bestia, que es el llamado campo de Higgs. Este contiene muchos de los aspectos misteriosos y extraños (algunos dirían «feos») de la física de partículas. Pero necesitamos a ambos para para describir la naturaleza, porque somos hijos de este matrimonio entre la Bella y la Bestia.[19]
Se nos explica entonces, en este marco, que en condiciones de altas energías, como las que se daban en los momentos iniciales de la expansión del universo, la fuerza débil se halla unida a la electromagnética en un escenario físico dominado por la simetría. Pero que si la temperatura desciende lo suficiente, como ocurrió conforme el universo se iba expandiendo, la influencia del campo de Higgs da lugar a una ruptura espontánea de esa simetría ―simetría rotacional en el espacio de propiedad débil―, y la fuerza débil se separa y adquiere entonces el carácter tan peculiar que muestra de ordinario.
Sea como sea, lo cierto es que la fuerza débil, además de manifestar otras propiedades extrañas ―como el «cambio de sabor», que relaciona partículas de las tres familias distintas de partículas elementales―, es la única fuerza fundamental que viola la simetría de paridad (simetría P), y también la única que viola la simetría combinada de paridad y carga (simetría CP). Y esta última violación de simetría resulta muy importante, ya que es la responsable de que, durante el proceso de formación de los protones y los neutrones al comienzo de la expansión del universo ―el proceso conocido como «bariogénesis»―, se generara un exceso de materia, en relación con la antimateria... y ese «exceso», de nuevo, somos nosotros mismos, y son todos los objetos que podemos observar en el universo.
Definitivamente, hay algo que no puede estar funcionando bien en nuestro razonamiento estético, si terminamos otra vez concluyendo, por amor a la simetría, que, en cuanto «hijos del matrimonio entre la Bella y la Bestia» ―es decir, en cuanto «excesos», «fluctuaciones», «subproductos de asímetrías», etc., sobre un fondo de ecuaciones elegantes―, los espléndidos cuerpos complejos de nuestro mundo son menos perfectos que un mundo de altas energías, en el que aún no se hubiera roto espontáneamente la prístina simetría gauge original:[20]
Indicaba, algo más arriba, que cuando un análisis y una valoración conducen a resultados muy dudosos, si no abiertamente erróneos, ello puede en ciertas ocasiones deberse a que en el análisis están faltando algunos conceptos adicionales que resultan necesarios para poder realizarlo bien. La intuición estética de los físicos no es, desde luego, errónea. La belleza de la naturaleza incluye esencialmente el elemento de simplicidad y simetría. Pero incluye más elementos.
Hay que tener en cuenta que todas las herramientas conceptuales que los físicos emplean en su búsqueda de la belleza provienen de una determinada corriente de pensamiento filosófico, la corriente pitagórico-platónica, cuya influencia en el desarrollo de la ciencia moderna fue decisiva. No es casualidad, por ejemplo, que Copérnico citara a los pitagóricos en el fragmento de su libro que he mencionado anteriormente. Al contrario: es que Copérnico, y con él muchos otros físicos de la época fundacional de esta ciencia, se habían formado en el ambiente pitagórico-platónico que dominó durante buena parte del periodo renacentista. De ahí que cabría preguntar si no hay otros conceptos, elaborados en el seno de otras tradiciones de pensamiento, que pudieran ser útiles para completar la visión estética de los físicos. Y que tal vez les permitiera incluso apreciar mejor el valor de alguno de los desarrollos recientes de su disciplina. Sin embargo, parece obvio que ese enriquecimiento de la perspectiva del físico con nuevos conceptos, o nuevos planteamientos e ideas, sólo puede tener lugar como resultado de un diálogo con especialistas en otras disciplinas. Sobre todo humanísticas.
El derrotero expuesto nos lleva finalmente a la necesidad de una academia concebida según el espíritu que Leibniz materializó en los estatutos de la «Real Academia Prusiana de Ciencias»: el espíritu de intercambio de conocimientos, dudas y preguntas entre los especialistas de todos los saberes, tanto científicos como humanísticos, y la exploración conjunta de cuestiones que no pueden ser bien entendidas si se consideran desde un sólo ángulo.
Las humanidades y las ciencias naturales tienen que aprender a hablar entre sí. De manera que, sin ir más lejos, un físico preocupado por las limitaciones vagamente percibidas en su sentido estético, pueda dirigirse a los humanistas buscando indicaciones útiles y comentarios al tema que le preocupa, considerado desde otros puntos de vista.
Y así, por ejemplo, un orientalista, o bien un filósofo interesado en la estética, tal vez le llamaría la atención sobre las reflexiones de François Cheng acerca de un universo muy simétrico, pero nada bello: un universo funcional y bien estructurado, pero del que está excluida la belleza, simplemente por carecer de seres únicos, de verdaderos individuos irremplazables:
Podríamos imaginar un universo que sólo fuera “verdadero”, sin que le rozara la menor idea de belleza. Sería un universo únicamente funcional en el que se desarrollarían elementos indiferenciados, uniformes, que se moverían de manera absolutamente intercambiable. Estamos ante un orden de “robots”, y no ante el de la vida. [...]
A veces fantaseando imagino [...] que la diferenciación de los elementos podría haberse realizado en grandes categorías. Que hubiera, por ejemplo, la categoría flor, con todas las flores iguales, o la categoría ave, con todas las aves idénticas, la categoría hombre, la categoría mujer, etc.
Pues bien, no: hay esta flor, este pájaro, este hombre, esta mujer. [...]
A mis ojos, es con la unicidad como comienza la posibilidad de la belleza: el no ser un simple robot entre los robots, ni una simple figura en medio de otras figuras. La unicidad transforma cada ser en presencia, y ésta, a semejanza de una flor o de un árbol, tiende constantemente, en el tiempo, a la plenitud de su esplendor, que es la definición misma de la belleza.[21]
Nuestro físico podría preguntarse entonces si, cuando la simetría lo es todo, queda algo que sea realmente individual, que no sea intercambiable...Y si no queda nada, ¿cabe hablar de esplendor en un contexto así? ¿Llegaría a sospechar, como reacción a estas ideas, que tal vez ha estado equivocado todo el tiempo, por lo que se refería a la belleza del mundo? En ese caso, correría el peligro, sobre todo si es joven, de confundir las limitaciones de los conceptos que ha estado manejando hasta ahora con la falta completa de valor.
Pero no se trata de renunciar a la simetría ―¿qué sentido podría tener tal renuncia?―, sino de complementar ese concepto con otros, para entender mejor. En relación con esto, algunos especialistas en estética, como el japonés Kuki Shūzō, en su obra La estructura del Iki, podrían continuar el diálogo con el físico, proponiendo que la elegancia exige tanto la existencia de un orden ideal como el que se produzca una ligera desviación con respecto a ese orden. Una desviación ligera, pero no una anulación completa del mismo:
La presencia de iki [término japonés que se refiere a una forma especialmente atractiva de belleza] depende de que se produzca una brecha [entre el orden ideal y su realización]. Cuando la brecha es débil se respira cierto “refinamiento”. Por el contrario, si se hace demasiado grande, la impresión será de “vulgaridad”.[22]
¿Despertarían estas ideas en nuestro físico una revisión de su juicio estético inicial sobre las ligeras irregularidades en el espectro de cuerpo negro de la radiación cósmica de fondo, o sobre el ligero exceso de materia que habría resultado, en los comienzos del universo, del hecho de que la fuerza débil viola la simetría CP, o sobre las propiedades del campo de Higgs, o incluso sobre la indeterminación cuántica, que constituye la fuente última de todas las rupturas espontáneas y desviaciones «del orden ideal» en la física contemporánea? ¿Dejaría concebir estos aspectos de la descripción física del mundo como la «Bestia» inseparable de la «Bella» (simetría), y empezaría más bien a pensar que es justo la combinación de orden simétrico y ligera desviación cuántica de la regularidad la que convierte a la naturaleza en la más perfecta obra de arte?
Si comenzara a contemplar el indeterminismo cuántico como algo más que un mal inevitable, o una situación provisional de la que nos librará en el futuro una nueva teoría determinista, o una interpretación determinista de la teoría cuántica, entonces tal vez aguzaría el oído en la academia al escuchar las voces que sugieren que es precisamente la combinación de orden natural y cierto indeterminismo físico lo que hace también posible entender en qué consiste la libertad humana, y cómo son compatibles las descripciones en tercera persona de los procesos que ocurren en el cerebro de alguien en un intervalo de tiempo dado, y las descripciones en primera persona de las decisiones conscientes y libres que ese alguien pueda estar tomando en ese mismo intervalo[23].
Y tal vez llegaría a asombrarse de que sea la misma combinación de sencilla regularidad y cierto grado de indeterminación la que da lugar a la belleza del mundo y la que proporciona la base física de la libertad.
Tenemos que concluir ya las reflexiones de este artículo. Y puesto que estoy tratando de subrayar la necesidad del diálogo entre las ciencias y las humanidades, permítame el lector que concluya contemplando un cuadro. Un detalle de «El nacimiento de Venus» de Botticelli:
Botticelli, pintor florentino, vivió entre 1445 y 1510. Es decir, en un lugar y un tiempo en el que los artistas estaban tan fuertemente imbuidos en el espíritu pitagórico-platónico como llegarían a estarlo Copérnico (1473-1543) o Kepler (1571-1630) en las siguientes dos generaciones. En consecuencia, su pintura trata de expresar los ideales platónicos de armonía, sencillez y simetría. Y sin embargo, ¿no constituyen precisamente las ligeras desviaciones de la norma la culminación del atractivo de un cuadro como este?
Pues la naturaleza no es menos artista que Botticelli.
Curriculum autor: El autor es doctor en filosofía por la Universidad de Bremen (Alemania). Ha trabajado en el grupo de investigación de filosofía de la física de la Universidad de Bremen y en el grupo de investigación de astrofísica de partículas de la Universidad Técnica de Dortmund. Es autor, entre otros libros, de El universo a debate (Biblioteca Nueva, Madrid, 2016), Mitología materialista de la ciencia (Encuentro, Madrid, 2013), Discovery or construction? (Peter Lang, Frankfurt, 2012), Lo divino y lo humano en el universo de Stephen Hawking (Ediciones Cristiandad, Madrid, 2008) y Aristóteles en el Mundo Cuántico (Comares, Granada, 2003). Ha sido coautor junto a Marín López Corredoira de ¿Dios o la materia? (Altera, Barcelona, 2008), y editor y coautor del libro Dios y las cosmologías modernas (BAC, Madrid, 2005).