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Recepción: 06 Agosto 2021
Aprobación: 19 Septiembre 2021
Publicación: 01 Marzo 2022
DOI: https://doi.org/10.26512/patryter.v5i9.39201
Resumen: Tomando como referentes teóricos las relaciones dialécticas entre la infraestructura material y la superestructura ideológica del materialismo histórico, esta investigación buscó identificar los mestizajes generados en el ethos socio-histórico-religioso-cultural barroco de la sociedad novohispana, a la vez en los aspectos societarios que en el ideológico-espiritual. Del punto de vista espiritual, la geografía sagrada indígena, que sostuviera la dualidad masculino-femenina de las deidades otomí-aztecas, pierde su sentido con la apropiación criolla de la devoción a la Virgen de Guadalupe. El principio femenino de la Gran Madre actúa como mediador entre las civilizaciones, mientras que la presencia de mujeres indígenas en la intimidad de la casa “gachupina” fue, por muchos indicios, el puente que mantuvo parte de la cultura material indígena. Por otro lado, la arquitectura religiosa novohispana revela la discrepancia entre la idealización de lo femenino y el tratamiento que se les da a las mujeres reales.
Palabras clave: mestizaje, geografía sagrada, sincretismo, condición femenina, arquitectura religiosa.
Resumo: Tendo como referencial teórico a relação dialética entre a infraestrutura material e a superestrutura ideológica do materialismo histórico, esta pesquisa procurou identificar as mestiçagens geradas no ethos sócio-histórico-religioso-cultural barroco da Nova Espanha, tanto nos aspectos sociais como na esfera ideológica-espiritual Do ponto de vista espiritual, a geografia sagrada indígena, que sustentara a dualidade masculino-feminina das divindades otomí-aztecas, perde sentido com a apropriação “criolla” da devoção à Virgem de Guadalupe. O princípio feminino da Grande Mãe passa a atuar como mediador entre as civilizações, enquanto a presença das mulheres indígenas na intimidade da casa “gachupina” foi, por muitos indícios, a ponte cultural que manteve parte da tradição material da cultura indígena. Por outro lado, a arquitetura religiosa revela a discrepância entre a idealização do feminino e o tratamento dispensado às mulheres reais.
Palavras-chave: mestiçagem, geografia sagrada, sincretismo, condição feminina, arquitetura religiosa.
Abstract: Taking as theoretical references the dialectical relationship between material infrastructure and ideological superstructure of historic materialism, this research on social-historic-religious-cultural Nueva España baroque ethos, aimed to identify the miscegenation generated both in social aspects as in ideological/spiritual spheres. From the spiritual point of view, the indigenous sacred geography that sustained the masculine-feminine duality of the Otomi-Aztec divinities, loses its meaning as long as the “criollos” recognizing their own spiritual identity in the devotion to the Virgin of Guadalupe. The feminine principle of the Great Mother starts to act as a mediator between incompatible worldviews, while the presence of indigenous women in the intimacy of the “gachupina” house was, by many signs, a cultural bridge that maintains part of the indigenous material tradition. On the other hand, religious architecture reveals a discrepancy between the idealization of the feminine and the treatment given to the real women.
Keywords: miscegenation, sacred geography, syncretism, woman’s condition, religious architecture.
1. Introducción
Este artículo dialoga con el concepto de condicionamiento barroco del territorio propuesto por Costa y Moncada (2021), en la medida en que analizamos como se ha dado en la ciudad de México y alrededores, el condicionamiento del pueblo sojuzgado a la ideología del conquistador al modo barroco. La investigación se apoyó en el método dialéctico del materialismo histórico, volcado al análisis del ethos[ii] antinómico socio-histórico-religioso-cultural generado por la conquista.
La Nueva España fue una sociedad tensionada entre visiones de mundo donde, a pesar de las prohibiciones reales, la proximidad entre las culturas fue inevitable, particularmente por la presencia de las mujeres indígenas en las tareas hogareñas.
Postulamos la hipótesis que el fenómeno religioso de la Virgen de Guadalupe y el papel de la mujer indígena convergen: de un lado, la Gran Madre actuó de mediadora entre las cosmovisiones religiosas encontradas; del otro, la mujer indígena se volvió un “puente” entre las culturas autóctonas y los invasores. Además, las deidades indígenas masculinas sufrieron una derrota que fracturó el alma mexicana, lo que quedó fue en gran medida la parte femenina de sus tradiciones.
En la primera parte, presento la vida material y las relaciones humanas que se estructuraron en la vida privada y pública novohispanas. En la segunda, expongo las condiciones conque la geografía sagrada de los pueblos indígenas concurre para que el ideario de los criollos reconfigure una espiritualidad propia, consagrada al principio femenino del Numen sagrado. Desde fines del siglo XVI, la advocación de la Virgen de Guadalupe se transforma en un símbolo criollo que proclama a la ciudad de México como la Nueva Jerusalén Celeste. Sin embargo, en la praxis, la arquitectura religiosa refleja el ideario social sobre el papel y la función de las mujeres en la época. Los camarines de la Virgen y los conventos de monjas enseñan la lejanía entre la idealización de las cualidades femeninas sintetizadas en la madre del Cristo y las mujeres de la vida real.
2. Vida pública versus vida privada en la Nueva España
Hay consenso entre los historiadores e intelectuales que el criollismo propició los cimientos de un proceso que buscaba la reconciliación entre la circunstancia propiamente novohispana y una cultura española trasplantada en América por la Conquista. La adaptación o reducción de las circunstancias al modelo, sin eliminar llana y sencillamente la presencia autóctona, como ocurrió en otras partes, consistió en tratar de perpetuar las formas de vida ibérica en las esferas religiosa, política, económica y social.
El trasplante del modelo conlleva una falsificación del original, así que la forma de vida generada por esa adaptación sería, para O’Gorman (1977, p. 155),
(…) una forma de vida auténtica en el sentido primario en que lo es toda vida, pero en otro sentido no puede menos que calificarse de mimética o aun postiza. Y precisamente, el sentimiento de inautenticidad o desequilibrio ontológico generó en el seno de la sociedad colonial el desasosiego que caracteriza el criollismo, ese fenómeno social cuyo principal resorte fue el cobrar conciencia de un ser de alguna manera distinguible del hispánico. Con el criollismo empezó el proceso de mestizaje cultural que logrará crear el ente histórico específico que es la nación mexicana.
Declara O’Gorman (1977) que se dividía entonces la vida del criollo en dos sentidos: uno de ellos sería “una forma de vida auténtica en el sentido en que lo es toda vida”, lo que deduzco se refiere a la vida orgánica, material, la del cuerpo en el que la cotidianidad marca su ritmo, y, en el caso de Nueva España está plasmada por la presencia de ese Otro negado y/o despreciado, el indio. El otro sentido sería el de la vida pública, integrada a un conjunto social que contradice los impulsos naturales adquiridos en la orden privada.
Ignorado no por casualidad en la obra inaugural que alababa el terruño novohispano de los comienzos del siglo XVII (Balbuena apud Lafaye, 2002, p. 99) – siglo en que el criollo se distinguió como clase en el escenario de la Nueva España – la presencia del indio era vista tanto más lejos de la construcción de esa novedad que era el ser americano, cuanto más próximo estaba de las faenas relacionadas al cuerpo en sus urgencias de la vida diaria.
Entre muchos otros, un aspecto resalta Solange Alberro (1997, pp. 204-212) al referirse al papel de la nodriza indígena, la “chichigua”, en los cuidados del hijo del invasor: fue de ella el pecho que amamantó y los brazos que cargaron al pequeño criollo en su primer contacto con el mundo.
La proximidad corporal y nutricia que mantiene la india con el niño en esos primeros años es determinante para la personalidad del futuro criollo, ya que esa intimidad – hoy lo sabemos – se queda indeleble en lo más profundo y decisivo de la formación de una personalidad por sus implicaciones psicológicas y psicoanalíticas. A eso se añade, en la crianza del muchacho, la proximidad afectiva con la india y sus costumbres, y además con la lengua indígena que escuchó en momentos cargados de emotividad, junto con los aspectos culturales que ahí interfirieron consciente o inconscientemente.
En estos aspectos, es importante señalar paralelos culturales con el sistema colonial brasileño. Gilberto Freyre (1977, pp. XXXVIII-269) hace un análisis semejante del papel de las “babás” negras en Brasil. “Todo brasileño, (…) en todo lo que es expresión sincera de la vida, llevamos el sello inconfundible de la influencia negra. De la esclava o ama que nos acuñó, que nos amamantó, que nos dio de comer ablandando en la mano el bocado de comida (…)”. Con la lengua, hizo la negra lo mismo que con la comida: “le sacó las espinas, los huesos, las durezas, dejando solamente para la boca del niño las sílabas blandas”, además de las palabras africanas que adoptamos en el portugués brasileño. Sin embargo, debemos añadir que en Brasil faltó la mediación con la Tierra que en México fue respaldada por la india que participó en la disposición para el apego al terruño y que transformó a los hijos de los gachupines en criollos. La negra, de todos los modos, era una extranjera en tierras brasileñas: había sido violentamente arrancada de su hogar y lanzada en un mundo ajeno a las costumbres de su origen[iii].
Serán también relacionados a la sensibilidad indígena esos sabores, colores y olores de la cocina que antojaba a saciar el apetito del criollo desde la niñez, así como los placeres del baño, otra innovación revolucionaria para las costumbres europeas adoptada por los conquistadores desde su llegada a las Indias.
La presencia del indio en todas las labores era un hecho imprescindible a la propia dinámica de la nueva sociedad, a pesar de los esfuerzos de la Corona con la creación jurídica de dos “repúblicas” distintas, una, la de los españoles, fundamentalmente urbana, la otra, de los indios en los campos. En la vida propiamente urbana:
Las casas de la ciudad, fuesen suntuosas o modestas, empleaban diversos servidores: indios, indias, muchachos y muchachas para todo tipo de quehacer (…).
Los criados indígenas adscritos a los españoles introducían en las grandes residencias y en las moradas más rústicas el mundo mexicano. (…) los utensilios de cocina de origen local (…), el consumo del maíz y del cacao y la aparición ocasional de vestimentas indígenas revelan intimidades asombrosas que contradicen los discursos oficiales y la segregación de principio instaurada entre las dos ‘repúblicas’. (Bernand & Gruzinski, 2005, pp. 262-263)
Esa proximidad se refleja en la moral sexual. Revelan los informes del Santo Oficio:
(…) transgresiones a las normas que rigen la sexualidad – bigamia y poligamia masculina y cada vez más femenina en el transcurso del siglo XVIII – mientras los delitos de herejía resultaban mucho menos numerosos. (…) las disidencias religiosas están casi ausentes, en cambio, (se registraba) una amplia libertad en lo que se refiere a los contactos, encuentros y alianzas, a la facilidad de intercambios por las influencias eventualmente recíprocas del proceso de mestizaje (…). (Alberro, 1997, p. 50)
Si las relaciones entre los dos mundos eran tan estrechas por los contactos personales y de la labor – llamándolas así a los trabajos que involucran el cuerpo, según la nomenclatura de Hannah Arendt (1988, 2001), por el lado de la “superestructura” de las relaciones humanas, donde se ubican la lengua y por vía de consecuencia las ideas, la situación era muy distinta.
A pesar de la proximidad con los españoles, muy pocos indios dominaban bien el castellano de acuerdo a los registros de contratos de alquiler de finales del siglo XVI, pese a que, en 1603, “había cinco mil indios empleados en casas de europeos” (Bernand y Gruzinski, 2005, p. 264).
El arraigo a la lengua fue – y es – una forma tenaz de resistencia entre los pueblos indígenas en la tentativa de preservar su identidad. Esa lucha se mantiene hasta hoy día bajo el riesgo de perderse con las nuevas generaciones y por la desaparición de algunas etnias, y con esto de perderse también sus visiones de mundo y las sensibilidades específicas que les correspondían.
Por otro lado, muchos criollos revelaban familiaridad con el náhuatl y el modo de expresarse típico del lenguaje autóctono, lo que resultó “mestizar” a la propia lengua española: formas de “cortesía y etiqueta (…) impregnados por esa dulzura halagüeña”, que remiten a “algunos giros” propios del náhuatl, “por su carácter afectivo y reiterativo” (Alberro, 1997, pp. 215-216); – aspectos que remontan a la tradición del habla ritual y recurrente característica de la oralidad asociada a la escritura pictórica mesoamericana –.
En los siglos XVII y XVIII, marcaba la sociedad criolla la característica de otorgar una importancia privilegiada a la comunicación oral. Las carreras elegidas comprueban esa inclinación – el Derecho para ejercer como abogado o magistrado y la eclesiástica –. Para los peninsulares, la manera de expresarse del criollo parecía “excesivamente rebuscada”: “hazen (sic) el mayor estudio de no decir nada con sencillez y naturalidad” (Alberro, 1997, pp. 216-268).
Las relaciones espacio-temporales son otro factor de profunda significación para la psicología y la actuación humana en la cotidianidad. En América, los tiempos de plantío y cosecha del cereal que representaba el eje central de la cultura mesoamericana, el maíz, también significaron una novedad radical para los españoles. Además de un ciclo temporal corto y de la fertilidad del maíz frente al trigo – el cereal europeo por excelencia –, sin desapegarse del trigo y del pan por su lazo cultural de tradición y símbolo, el maíz y la tortilla tuvieron implicaciones profundas en las prácticas alimenticias coloniales, y por ende en la mentalidad criolla. Solange Alberro (1997, pp. 86-88), hace un interesantísimo análisis al respeto de los tiempos y la “distancia” masculina de la fabricación del pan y la “intimidad” femenina de la tortilla que establece “una relación individual inmediata en el plano espacial y temporal entre el consumidor y la mujer”.
La experiencia americana de consumo alimentario era relativa al tiempo presente, al pasado reciente o a un futuro de corto plazo. Los productos de los mercados eran frescos (Alberro, 1977, pp. 95-98). Las fuentes históricas indican que los españoles rápidamente adoptaron los frutos y verduras novohispanos y pasaron a participar de una cultura alimenticia que no necesitaba la elaboración y conservación acostumbrada por las condiciones climáticas del Viejo Mundo, en el cual bebidas, como el vino, y alimentos, como el pan, el jamón, el queso, las pasas, el aceite, la manteca, etc., resultan ser, en las palabras de Alberro (1997, p. 96), “una escuela de paciencia, organización, previsión y esperanza”.
Desde los primeros tiempos,
Los invasores y sus esposas pronto adoptaron la costumbre de abastecerse en los mercados famosos desde el tiempo de Bernal Díaz de Castillo, por su riqueza y abundancia. Y lo que había sido una importante institución de la sociedad prehispánica se convirtió en uno de los centros de reunión de la vida colonial. Mientras que las indígenas confesaban que preferían ir al mercado que al cielo, la institución indígena se había ganado hasta tal punto el favor de los españoles que la lengua castellana se enriqueció con la palabra “tianguiz” – del náhuatl tianquiztli, mercado – para designar esta actividad y el lugar en que se desarrollaba (Bernand y Gruzinski, 2005, p. 268).
A lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, todas esas influencias iban generando la personalidad propia del criollo: (…) “no sólo los defectos sino también las cualidades que se les reconoce generalmente a los criollos del siglo XVIII, (…), son aproximadamente los mismos de los indígenas tales como los pintaba Palafox unos cien años antes” (Alberro, 1997, pp. 44-45).
Los españoles temían que la exposición por largo tiempo a la naturaleza de las Indias cambiaba el carácter de los suyos, y la proximidad con otras costumbres degeneraba los hábitos civilizados (Bernand y Gruzinski, 2005, p. 238). La opinión corriente en la época, confirmada por Fray Juan de la Puente, en 1612, estimaba que: “Influye el cielo de la América inconstancia, lascivia y mentira: vicios de indios, y la constelación los hará propios de los españoles que allá se crearon y nacieron” (Alberro, 1997, p. 44). Los criollos eran tachados de perezosos y holgazanes, “con sus variantes y corolarios”, dados a la inercia y a la desidia, acusados de no tener previsión ni cuidado. A la vez que, entre sus cualidades, están “notables dotes intelectuales”, a ejemplo de la capacidad para las “sutilezas del silogismo”, que también había sido identificado como cualidad de los indígenas (Alberro, 1997, p. 41).
Con esto, se cierra el círculo del Uroborus y la cabeza de la serpiente devora su propia cola. El enardecimiento de las querellas permite estimar la evolución de las diferencias que reflejan una originalidad propia del criollo frente al español. A comienzos del siglo XIX, las acusaciones mutuas de malos cristianos, ignorantes y supersticiosos llegaban a las cercanías de negar la esencia humana los unos y de los otros, por las comparaciones con cosas y animales que solían decirse los gachupines[iv] de los criollos y viceversa – recordando lo que ocurriera a comienzos de la colonización con las discusiones sobre la naturaleza humana de los indios (Alberro, 1997, pp. 49-51).
La experiencia de proximidad de los criollos con la sensibilidad indígena generó la ambivalencia de convivir en dos mundos: el de las exigencias sociales exteriores que debían reflejar la condición española y el otro, el de la privacidad “afectiva, sensual, mestiza” en su mundo doméstico. Desde el punto de vista de la política de la Corona, el criollo era mal visto y alejado de los puestos más importantes de la Nueva España (Alberro, 1997, p. 210).
Desde que fuera nombrada la 4ª parte del mundo, América se había insertado en la cosmovisión europea, que asimilaba la historia del mundo al relato bíblico. Con la Conquista, el papel espiritual del Imperio Español se había inserido en la visión escatológica-salvacionista que impregnaba el espíritu cristiano de la época.
En el siglo XVI, Carlos V y los franciscanos son los protectores de la religión. A ellos cabía “incorporar la nueva humanidad recién hallada a la comunidad que había constituido hasta la fecha el Viejo Mundo, e integrar esta humanidad nueva en la historia única que empezaba con la creación y debía terminar con el Juicio Final” (Ricard, 1986, p. 28).
Ricard (1986, pp. 34-35) cree que se puede determinar con precisión el periodo de 1523-1524 hasta 1572 como el de la “iglesia primitiva” y, asimismo, la “iglesia edificante”[v] de México. Durante ese periodo fueron las órdenes mendicantes las que lideraron el proceso de conversión de los indígenas llevando a la proliferación de construcciones conventuales por gran parte del territorio novohispano (Costa y Moncada, 2021). La última fecha, 1572, corresponde a la llegada de los jesuitas a Nueva España y con ellos otro espíritu y prácticas que los diferenciaba de los franciscanos, dominicos y agustinos.
La Compañía, imbuida del espíritu tridentino, desarrolla su propia estrategia para conquistar los corazones y las mentes novohispanas, ocupándose prioritariamente de la educación de la juventud. A comienzos del XVII, había en la ciudad de México dos colegios jesuitas: el Colegio Máximo para las clases y el de San Ildefonso para alojar a los alumnos. La Ratio studiorum que orientaba las reglas de enseñanza para todos los colegios de la orden, asimismo aceptaba las variaciones que pareciesen necesarias a las circunstancias de sus ubicaciones geográficas. En términos generales, el programa consistía del estudio de retórica, humanidades, gramática, filosofía y teología. En lo que se refiere a las lenguas:
(…) el latín dominaba todo el programa. (…) en el primer curso se le daba a los niños los rudimentos del latín (…) después la sintaxis, (…). Sobre este fundamento se levantaría el estudio de las humanidades, la poesía y la retórica. Los autores que se estudiaban en cualquiera de los colegios jesuitas diseminados por el mundo fueron siempre los mismos: Cicerón, Ovidio y Catulo (estos últimos expurgados), Virgilio, César, Salustio, Tito Livio, Horacio, Quintiliano y en filosofía el omnipresente Aristóteles. De este modo, los estudiantes llegaban a dominar la lengua clásica, aunque ya para el siglo XVII y fuera de la Iglesia resultaría más un adorno que una necesidad. ¿Qué pretendía, pues, la Compañía con esta inmersión en el latín? (…). En primero lugar (…) formar nuevos jesuitas (…). En segundo (…), y quizás esto es lo más importante, se trataba de transmitir (…) el legado clásico de modo que fuera parte integrante de la propia cultura (Frost, 2005, pp. 313-314).
No se estudiaba ni la propia lengua, ni historia, ni geografía. ¿Qué tanta importancia tendría estudiar una lengua muerta? Para el estudioso de las lenguas Walter Ong (2004), el latín fue uno de los modos por el cual el pensamiento abstracto moderno se alzó a las alturas de abstracción que hemos alcanzado hoy día:
Falto de los balbuceos infantiles, aislado de la más tierna edad de la infancia, donde se hallan las raíces psíquicas más profundas del lenguaje, sin ser primera lengua para ninguno de quienes la hablaban, pronunciado en toda Europa de modos a menudo mutuamente inteligible, pero escrito siempre de la misma manera, el latín culto constituía una ejemplificación sorprendente del poder de la escritura para aislar el discurso y de la productividad inigualada de tal aislamiento. La escritura, (…) sirve para separar y distanciar al conocedor del conocido y, por ende, para establecer la objetividad. Se ha sugerido que el latín culto produce una objetividad aún mayor mediante la instauración del conocimiento en un medio apartado de las profundidades cargadas de emociones de nuestra lengua materna, reduciendo de este modo la interferencia del mundo vital humano y posibilitando el reino extraordinariamente abstracto del escolasticismo medieval y de la nueva ciencia matemática moderna que siguió la experiencia escolástica. (Ong, 2004, p. 113)
He aquí de vuelta el hilo del tema que nos interesa en la sociedad de la Nueva España: los criollos estuvieron tensionados entre dos percepciones de mundo que mantuvieron sentidos opuestos y contradictorios entre sí. Usando la terminología de Katya Mandoki (2007, p. 210), entiendo que había una fuerza centrípeta de acercamientos personales/afectivos marcadamente indígena (lo que la autora llama “proxémica[vi] corta”) por su carácter dócil, suave, sumiso, femenil en la vida privada, contrastando con la vida pública y política, vinculada a la tradición europea – con su pretensión de ser poseedora de la verdad y el centro del mundo –, fuertemente centrífuga, masculina (“proxémica larga”), que preparaba al joven criollo para el distanciamiento de lo afectivo, para la mirada calculadora y la participación en una cultura ajena de mitos y héroes formados en otras latitudes, a la vez que era rechazado por esa misma tradición.
La austeridad española impuso, desde la Conquista, expresiones de “dureza, agresividad e invulnerabilidad” (Mandoki, 2007, p. 151); por su parte, el carácter del pueblo indígena enfatizaba la suavidad y la dulzura. ¿Se podría decir que las civilizaciones encontradas remiten a los papeles masculino y femenino? Si, por un lado, Costa y Moncada (2021) relatan el brío, el coraje, la valentía y resistencia de los guerreros chichimecas contra los invasores; por otro, hay una amplia gama de interpretaciones encontradas sobre las relaciones de género en el sistema colonial, de Gilberto Freyre a Nancy Fraser. Lo que se puede afirmar con seguridad es que el sistema colonial naturalizó siglos de violaciones por los prejuicios de género y raza (Fraser & Jaeggi, 2020).
El análisis de Zamora (1993) del grabado de Van Straet: Alegoría de América, c. 1567 (figura 1), que corrobora la interpretación de Fraser, me parece imprescindible para el entendimiento de la ideología del patriarcado en América.
Esta es solo más una de una larga serie de representaciones gráficas y verbales del Descubrimiento como un encuentro erótico entre un hombre europeo completamente vestido y una mujer amerindia desnuda, (…). «América» le ofrece su cuerpo desnudo y recostado; sus manos vacías muestran que no tiene nada más que ofrecer. Él (…) le contesta con su conocimiento y su fe. (...) La marca explícita de su denigración reside en el fondo. Fácilmente perdido a primera vista, pero estratégicamente situado, justo encima de su brazo, hay una escena caníbal. (...) Otros tres indios, desnudos como ella, están asando una pierna humana. (…) cuando el conquistador llega a «Las costas de América», el cuerpo del otro, (…), ya ha sido inscrito en el modo femenino. (Zamora, 1993, p. 152)
Según Mandoki (2007, p. 117), México significa “‘el lugar del ombligo de la luna’ (‘metl’ luna, ‘xi’ ombligo, ‘co’ lugar)”; hay también otra interpretación que suele traducir ‘metl’ por maguey – pero lo esencial, como señala la autora, es que aquí se desarrolló una cultura de rasgos netamente “uterinos”. La proximidad excesiva con la madre y la ausencia del padre – o aun “el exceso de madre, la ausencia de padre y la abundancia de hermanos”, según Ramírez (apud Mandoki, 2007, p. 117), generó un desequilibrio que se expresa en sintagmas como “de poca madre”, “desmadre”, “en la madre”, “madrazo” etc.; y en relación al padre una única alusión: “muy padre”, o su superlativo “¡padrísimo!”.
Como veremos a continuación, las mismas características se encuentran en la espiritualidad mexicana, cuya religiosidad está fuertemente marcada por la presencia femenina de Tonantzin-Guadalupe, el mito mexicano por excelencia, la que es a la vez Virgen y Nuestra Madre compasiva, - la que hubiera dicho: “¿Acaso no estoy aquí, yo que soy tu madrecita?” (León-Portilla, 2001, p. 133).
3. El mito Guadalupano
En el ámbito religioso novohispano, el desarrollo de la devoción de las advocaciones de la Virgen pareció más importante que la devoción a Cristo. A principios de la evangelización, los indios no entendían ni la distinción ni las concepciones de Dios y de la Virgen María o sus imágenes. La tradición prehispánica concebía el dios supremo Ometéotl/Omecihuatl con doble naturaleza y ambivalencia, masculina y femenina. Éste se revelaba en una multitud de dioses bajo distintos nombres y manifestaciones. Los indígenas creían que pasaría lo mismo con el Dios cristiano; así, al nombrar (…) “María o Santa María y diciendo este nombre pensaban que nombraban a Dios y a todas las imágenes que veían llamaban Santa María” (Motolínia, 1971, p. 37, apud Gruzinski, 2003, pp. 74-75).
La declaración de Motolinía (1971) puede significar también la revelación de una característica de la devoción de los españoles. Los indios quizás estarían repitiendo a los españoles, que en sus interlocuciones espontáneas apelarían a la Virgen con igual o más frecuencia que a los santos o a las Personas de la Trinidad, y transmitieron a los indígenas la idea de que con diferentes nombres evocaban a su verdadero Dios. La devoción a Santiago, el patrón de España, y a la Virgen María estuvieron tan presentes entre los descubridores y conquistadores que “los indios de México tomaban a “Santiago y María” por la pareja original de su religión, Ome téotl. El cronista dominicano Remesal escribió, por su parte, que los indios ignoraban “si Santiago era hombre o mujer” (Remesal, O.P., 1619, libro IV, cap. VII, § 2, apud Lafaye, 2002, p. 271).
La primera imagen del Dios cristiano que hubieran dado los españoles a los indígenas, sería de un temible Dios de la guerra llamado Santiago, “de los combates y del trueno” – mientras que la pareja de ese Dios, la Virgen María les hubiera parecido más tranquilizadora –. La primera impresión fue luego reforzada por los evangelizadores franciscanos, “que tenían particular devoción por la Virgen María”, e idealizaban para la Iglesia indiana “un rostro mariano” (Lafaye, 2002, p. 303).

Para Alberro (1997, pp. 120-121) el fenómeno del culto a María podría ser explicado por el hecho de que ella nunca estuvo totalmente definida, lo que le ha permitido las adaptaciones a cultos locales que sus innumerables advocaciones vienen a reflejar. Desde los inicios de la consolidación del Cristianismo como Iglesia, el Concilio de Éfeso (año de 431) la declara Madre de Dios, a semejanza de la denominación que tenían las madres de dioses paganos.
San Agustín – como muchos otros padres latinos – solía eludir el título de “madre de la divinidad” debido a sus evidentes resonancias paganas. Los términos Theotokos, en griego, y Dei genitrix en latín, se evitaban para no dar lugar a una confusión con el culto de Cibeles, de la misma manera que Tonantzin-Guadalupe ocasionó confusión con Cihuacóatl. (Bartra, 2004, p. 175)
La abstracción de la figura del Dios Padre lo convertía en el principio creador, alejado de la humanidad representada por su Hijo y este, a la vez, posee una dimensión histórica y religiosa muy bien enmarcada e igualmente con poca – o ninguna – posibilidad de adaptación a procesos de particularización o pertinencia a culturas locales, distintas del cristianismo. Como María no tiene sus características completamente definidas en la Biblia y porque su condición de madre la identifica con toda la humanidad, su culto se desarrolló con base en las figuras de las deidades femeninas pre-cristianas de Europa y luego de todas las diosas madres de los mundos evangelizados:
La humilde María representa un éxito absoluto en relación con las prestigiosas divinidades femeninas que la precedieron y de quienes es heredera: ella sola reúne en sí los atributos, las cualidades, los poderes y las potencialidades compartidas por aquellas y la imprecisión original de sus rasgos aunada a la oscuridad de sus orígenes fueron precisamente los factores que le permitieron desarrollarse con libertad hasta sentar una soberanía que se declara ahora universal y amenaza incluso la especificidad de su propio hijo – su naturaleza divina y su carácter redentor del género humano - , piedra angular hasta ahora del cristianismo, en oposición al mosaísmo y el Islam. (Alberro, 1997, p. 121)
Siguiendo la tradición occidental, América Latina ha sido un espacio privilegiado para “los prodigios” que acompañaron a la expansión de la fe en la Madre de Cristo y el culto mariano. Las leyendas medievales sobre imágenes perdidas y reencontradas por un humilde pastor, son sustituidas en la versión iberoamericana por las de un indio – o un mestizo, en caso de Brasil –, que, como en Europa, viene a darle a la devoción de María un carácter particular, regional y localista (Lafaye, 2002, p. 295).
El desarrollo de la devoción a Maria estuvo impulsado, según Lafaye (2002, pp. 302-303), por muchas causas, entre ellas: el culto de los conquistadores ibéricos, como Pizarro y Cortés, seguido luego después por la devoción franciscana y, en el último cuarto del siglo XVI, por los jesuitas – época en que la Guadalupana ya se consolidaba como un polo de atracción para la fe de los indios, mestizos y criollos –.
En el libro Historia del culto de María en Iberoamérica, citado por Lafaye (2002, p. 301), el padre Vargas Ugarte registró, solamente en México, “1756 topónimos que invocan a la Virgen María”, entre los cuales los dedicados a la Virgen de Guadalupe suman 256 y donde la Virgen de los Remedios, la protectora de los conquistadores que hubiera luchado al lado de Santiago en la Noche Triste, alcanza apenas 21.
La formación de la identidad nacional, que a lo largo de tres siglos gestó las condiciones que llevarían a la independencia, tuvo, en el caso de México, fuerte contenido religioso. Esa tesis, tema del libro El águila y la Cruz: Orígenes religiosos de la conciencia criolla, México, siglos XVI – XVII, de Solange Alberro (1999), revela las “operaciones simbólicas” que permitieron la adaptación del cristianismo a una en parte rehabilitada herencia indígena. Entre tales adaptaciones, la de la Virgen de Guadalupe, junto a su antecesora indígena Tonantzin, desempeñó un papel fundamental.
En el año de 1556, la Nueva España ya tenía su propia versión del amparo maternal divino. De hecho, al comienzo, parecía que se presentaban como dos las madres – Remedios y Guadalupe – que se ocupaban y se reemplazaban en las funciones de Tláloc.
Al principio parece que sus perfiles no están definidos, pero en el XVII se aclaran: – la de los Remedios como “dispensadora de lluvias”, la que viene a sustituir al dios Chicomequiahuitl en Cholula, invocado por las sequías (el “Siete Lluvias” – Xicalanca – de los olmecas) – y la Santa María, luego nombrada Guadalupe por los españoles, en el caso de las inundaciones, como la que ocurrió en 1629, ocasión en que la imagen sagrada fue llevada en procesión del Tepeyac hasta la ciudad de México (Alberro, 1999, pp. 150-159).
Su invocación en la más grande de las calamidades, la sucesión de epidemias devastadoras que diezmaban principalmente a los indígenas, mostró,
(…) toda su eficacia terapéutica (muy conocida desde los orígenes de su devoción), a una escala numérica que la hizo pasar de golpe de protectora de cada uno de sus devotos en particular al rango de salvadora de todo un cuerpo social. La aspiración a la salvación, no ya en el más allá, sino antes que nada en esta vida, la sed de supervivencia, fue el verdadero juramento de fidelidad de todos los mexicanos a la imagen protectora de Guadalupe. (Lafaye, 2002, p. 336)
Para O’Gorman (1997, p. 30), las referencias históricas permiten establecer a finales del año de 1555 y comienzos de 1556 la aparición “misteriosa” de una imagen de la Virgen en la pequeña ermita que mantenían los franciscanos en aquel lugar, lo que debió producir alborozo y honda impresión entre los indios, murmullo que luego llegaría a oídos de los españoles, delatando la presencia de una imagen de la Virgen en el Tepeyac.
La primitiva imagen venerada por los indios – si la hubo, pues no hay base histórica para confirmarlo – fue sustituida, o se colocó a su lado otra que había mandado pintar Montúfar, el arzobispo de México, por un pintor nativo, Marcos, que sobre un soporte de factura indígena elaboró una Virgen inspirada en modelo europeo (Gruzinski, 2003, p. 104). La estrategia del arzobispo sería la de aproximar la población autóctona a un cristianismo compatible con sus tradiciones, a la vez que los alejaba de la influencia franciscana que condenaba tales maniobras de asociación.
La sustitución de la imagen y la noticia de la curación de un ganadero, que O’Gorman (1977, p. 31) deduce era español o criollo, pero no indio, ofrecía a los criollos hacerles suya la devoción y de renombrarla bajo un carisma estrictamente suyo, el cual, sin embargo, fue seguido por los indios que empero la mantuvieron con el nombre de Tonantzin.
El hecho de que no se sepa la razón inequívoca del nombramiento de la imagen bajo la advocación de Guadalupe, ha detenido la atención de muchos historiadores y se han lanzado muchas hipótesis. El origen del nombre, guad al upe, guarda características árabes – guad, significa río o arroyo, al es un artículo, y upe, oculto, encajonado – de ahí que es traducido por Lafaye como río oculto o corriente encajonada, toponímico relacionado con la sierra oriental de Extremadura, región de donde venían Cortés y muchos de los que lo acompañaron y donde se ubicaba el famoso santuario español “después de una aparición milagrosa de María” (Lafaye, 2002, p. 293).
Del punto de vista de la religiosidad mesoamericana, el culto a la Diosa Madre hecha sus raíces en los aspectos más arraigados y ancestrales de la espiritualidad indígena. Los signos profundos a que remiten los mitos religiosos, permiten entender los sincretismos que al final se concretaban en ambos lados. La intención de sustituir la diosa madre de los mexicanos – Tonantzin – por la Virgen María, no podría menos que causar comparaciones sorprendentes. Un trecho de Sahagún resalta con claridad ese aspecto, que lo identifica como “un espíritu prisionero de la tradición bíblica,” pues para el fray:
(…) esa diosa se llama Cihuacóatl, que quiere decir ‘mujer de la culebra’, y también la llamaban Tonantzin, que quiere decir ‘nuestra madre’. En estas dos cosas parece que esa diosa es nuestra madre Eva, la cual fue engañada de la culebra, y que ellos tenían noticia del negocio que pasó entre nuestra madre Eva y la culebra. (Sahagún apud Lafaye, 2002, p. 290)
Para las religiones antiguas[vii], la doble significación material y espiritual de las representaciones simbólicas correspondían a la estructura y a un orden del mundo. La sacralidad de la Naturaleza era intrínseca a la espiritualidad de los pueblos tradicionales: la Tierra permaneció siempre presente como fundamento de la existencia para los dioses y los seres humanos. Ella fue la Primera Madre. A continuación, veremos representaciones de lo sagrado en la toponimia ancestral.
3.1. La geografía sagrada otomí-chichimeca-azteca
Al nombre de la diosa y al sitio donde se edificó la iglesia de la Virgen de Guadalupe, corresponde a un lugar de la geografía sagrada que remite a los antiguos otomíes, pueblo originario anterior a los aztecas, de reconocida antigüedad en la región de los cerros alrededor de México-Tenochtitlán. Nos dice Sahagún:
Y ahora que está allí edificada la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, también la llaman Tonantzin (…); parece esta invención satánica, para paliar la idolatría debajo la equivocación de este nombre Tonantzin, y los indios vienen de muy lejos, tan lejos como de antes, la cual devoción también es sospechosa, porque en todas las partes hay muchas iglesias de Nuestra Señora, y no van a ellas, y vienen de lejanas tierras a esta Tonantzin, como antiguamente. (Sahagún apud Lafaye, 2002, p. 290)
La sacralidad del cerro del Tepeyac tenía, en la cosmovisión indígena, correspondencia con otro cerro sagrado: la cúspide del cerro Otomcalpulco-Totoltepec, - ambos bajo influencia de la cultura otomí.
En efecto, para ciertos pueblos otomianos actuales, la geografía religiosa se organiza según un principio dualista: dos cerros complementarios, que corresponden a la oposición de dos mitades antagónicas. Uno de los cerros es considerado como el mayor en edad y está asociado con lo frío, lo alto y lo lunar, sinónimo de abundancia, mientras el más bajo es el más joven, asociado a su vez con lo caliente y lo solar. Ese antagonismo corresponde asimismo a una oposición sexual y a la de los dos santuarios que ocupan la cúspide de los cerros respectivos. (Alberro, 1999, pp. 131-132)
Había en el cerro Otomcalpulco-Totoltepec un adoratorio prehispánico que, como solía acontecer entonces, fue reemplazado por un templo dedicado a la Virgen de los Remedios, protectora de los españoles que para allí acudieran al huir de la batalla perdida para los aztecas en la llamada “Noche Triste”. El cerro era conocido como Otomcalpulco, “o sea el calpulli de los otomíes, también llamado Totoltepec” – que significa “cerro de la gallina” – o “de los pájaros” –. Ese templo también correspondía a una deidad femenina, a la diosa Toci, que significa “abuela” – la diosa tenía el aspecto de una mujer anciana –. Sin embargo, esa diosa presentaba también carácter guerrero, como se alude de los combates realizados en conmemoración de sus festividades: “se solía festejarla en aquel dedicado a Huitzilopochtli, en el recinto ceremonial de Tenochtitlán” (Alberro, 1999, pp. 124-125).
Rubial (1998) menciona una de las fiestas litúrgicas ocasionales más representativas que se celebraba para pedir lluvias, la cual determinaba con el traslado de la Virgen de los Remedios desde el cerro del Totoltepec hasta la Catedral de la ciudad de México-Tenochtitlán, y que “producía un recibimiento espectacular en la ciudad.” El relato de un cronista de la época revela la conmoción que despertaba entre los indígenas, cuya reacción aleja toda idea de que la veían como Virgen “gachupina” Remedios, baluarte de la victoria española:
Allí en Tacuba se multiplicó el concurso con la gente que iba llegando de México y siguiendo con aquel mismo orden que había venido por la mañana, con aquella festiva ostentación que se aumentaba y variaba a cada paso, con los arcos de tule en que la indiana curiosidad mexicana se lleva la primicia: los xuchiles, los sahumerios de gomas y resinas aromáticas, la continua pluvia de flores deshojadas y olorosas hierbas que vertían ellas en abundancia, las ruedas, cohetes y otras invenciones de pólvora; los instrumentos músicos que tañían los indios de los inmediatos pueblos, que salían de paso a obsequiar a la Señora con sus danzas en los trajes indianos que usaban los señores mexicanos en su gentilidad y que son dignos de verse por la grandeza con que se vestían. (Carrillo Pérez, 1979 apud Rubial, 1998, p. 105)
El origen de ambos cultos de una única matriz original – los otomíes-chichimecas – significa, para Alberro (1999), la persistencia transformada y adaptada de los antiguos cultos vinculados a la geografía sagrada con características complementarias de pareja divina, que representaban la fuerza inmanente de las deidades tectónicas y cósmicas y la atracción al terruño que les mantendría su carácter vital. Asimismo, lo comprueban los antecedentes otomíes de Juan Diego Cuautlatoazin – “el águila que canta” – “macehual” – campesino indígena – de habla náhuatl a quien se apareció Nuestra Señora de Guadalupe – y del cacique Juan Ce Cuauhtli – Juan “del águila” – a quién se atribuye el hallazgo de la imagen de Nuestra Señora de los Remedios y es el protagonista de la leyenda que la acompañó para la ubicación de la iglesia en el Totoltepec (Alberro, 1999, pp. 126-127).
Sin embargo, con la derrota de las tradiciones indígenas, el hecho es que uno de los polos de la devoción se fue mermando. ¿Habría uno de esos principios adquirido magnitud resumiéndose finalmente en uno sólo – la Guadalupana –, por la pérdida del sentido del concepto de la dualidad divina, en la medida en que el cristianismo fue asimilado por los indios? O, quizás, se trató de la evolución de un proceso de alejamiento político, como postula Lafaye (2002, p. 301): “la protectora de los conquistadores, la Virgen de los Remedios, se ve hoy menos favorecida, como corresponde a la “gachupina” en un México espiritual y genéticamente mestizo”.
Hay, todavía, otra posibilidad, que supongo fuertemente sustentable, identificada por Gilberto Freyre (1977, pp. 156-167) en Brasil y puede ser igualmente reconocida en el caso mexicano: con la invasión de los europeos, lo que se salvó de las sociedades indígenas fue la parte femenina de las culturas; el indio perdió su papel de gobernante, sacerdote, guerrero o cazador en la nueva condición de pueblo conquistado. Del mismo modo que la superestructura socio-política, la faz de los dioses que caracterizaban los aspectos masculinos de la divinidad, representativa del mundo masculino en que se sostenía la sociedad indígena, también fue aniquilada. ¿Hubiera la geografía sagrada concentrado el culto en el que mantenía relación con el mundo de la vida?
Lipovetsky y Roux (2004, pp. 32-33) postulan que existe similitud de espejo entre las representaciones de la esfera terrenal y la esfera del más allá; o sea, la existencia de una correspondencia entre las organizaciones socio-política-culturales de los Estados y las creencias religiosas, manifestando la univocidad entre la ideología dominante y el mundo celestial. Si así es, en la sociedad novohispana, la imagen del Dios-Padre abstracto de la religión cristiana correspondería a la imagen lejana o ausente del padre de que nos habla Mandoki (2007). Roger Bartra (2004) confirma esta filiación mitológica exaltada por vía materna: “La cultura mexicana no tuvo padre como el Niño Dios, hijo de una virgen purísima, o como tantos mexicanos que han venido al mundo huérfanos de un padre fantasmal” (Bartra, 2004, pp. 182-183).
La confirmación de esa idea la encontramos en la imagen del Dios-Padre de la iglesia de Tonantzintla (figura 2), que es la de un rey con todas las características de un monarca europeo. Si Tonantzin-tla – “Nuestra Madre” + Tla, tierra, lugar –, es síntoma de algo, para los indígenas que construyeron y esculpieron la exégesis mariológica del templo, esa imagen no podría dejar de ser una concepción totalmente extraña a su realidad socio-cultural.
En el siglo XVI, confluyendo la identificación de lo “maravilloso” cristiano con las antiguas tradiciones indígenas, “Nuestra Madre” será descrita en lenguaje católico, posibilitando la definitiva fusión de lo que podían salvar los indígenas – o lo que les era posible salvar – de las antiguas creencias que pudieron ser aceptadas oficialmente por el mundo cristiano (Lafaye, 2002, p. 107).
El Nican mopohua, usando palabras con el oloroso perfume de flor y canto – conforme la expresión del lenguaje noble indígena tecpilahtolli –, habla de lo maravilloso que fue la aparición de Tonantzin-Guadalupe al macehual Juan Diego.

Publicado por primera vez en náhuatl, en 1649, por el bachiller Luís Lasso de Vega, capellán del santuario de Guadalupe, la belleza del Nican mopohua, atribuido a un alumno de Sahagún, Antonio Valeriano, nos aproxima a la imagen del paraíso de la religión mexica: Juan Diego – “al escuchar los cantos de las aves y el responder del monte” – se pregunta “si (…) no se encuentra ya en Xochitlalpan, Tonacatlalpan, lugar de deleite donde mora Tláloc, el que hace entrega de la lluvia” (León-Portilla, 2001, p. 58).
La imagen del paraíso Xochitlalpan, Tonacatlalpan se encuentra igualmente enmarcada por la Madre Divina que protegía a sus hijos y les entregaba todo su amparo y protección:
Hijo mío, el más pequeño,
nada es lo que te aflige.
Que no se perturbe
tu rostro, tu corazón,
(…)
¿Acaso no estoy aquí,
yo que soy tu madrecita?
¿Acaso no estás bajo mi sombra
y en resguardo?
¿Acaso no soy la razón de tu alegría?
¿No estás en mi regazo
en donde yo te protejo?. (León-Portilla, 2001, p. 133)
La “aparición milagrosa” de la Virgen a un indio pone de relieve la importancia que tenía para el pueblo indígena el hecho de que la Madre de Dios había elegido a uno de ellos para comunicarse, de modo que, antes que nada, ella era la “madre de los indios” (Lafaye, 2002, p. 377). En su aparición a Juan Diego, Tonantzin Guadalupe lo llama “hijo mío, el más pequeño” y le dice lo mucho que quiere “su casita divina”, pues en ese lugar será, lo asegura ella, “donde mostraré, haré patente, entregaré a las gentes todo mi amor, mi mirada compasiva, mi ayuda, mi protección. Porque, en verdad, yo soy vuestra madrecita compasiva”. A lo que Juan Diego contesta llamándola – “hija mía la más pequeña, mi muchachita, señora, noble señora (…)” (León-Portilla, 2001, pp. 103-113).
Por la tradición de la geografía sagrada, con Tonantzin-Guadalupe del Tepeyac, los indígenas podían reconocer la continuidad con sus antiguas tradiciones. Del punto de vista de los criollos, fue Miguel Sánchez el verdadero “inventor” de la tradición guadalupanista. Él escribió en 1648 el primer ensayo guadalupano que, si no de inmediato, a mediano plazo generó gran repercusión por el reconocimiento de la Virgen de Guadalupe como símbolo nacional mexicano. Sánchez identificó en Guadalupe la mujer cubierta de sol, coronada de estrellas, con muchos rasgos de la que describe el profeta Juan en el versículo 14 del Apocalipsis 12 y que, por enorme coincidencia, recuerda la imagen mexica del águila y de la serpiente en un nopal: “(…) Y fueron dadas a la mujer dos alas de grande águila, para que volase al desierto a su lugar, en donde es guardada por un tiempo, y dos tiempos, y la mitad de un tiempo, de la presencia de la serpiente” (Lafaye, 2002, pp. 325-329).
Entiende Lafaye (2002, p. 374) que la cultura indígena aún influía fuertemente sobre la sociedad novohispana en el periodo: “todos los fenómenos determinantes de la evolución espiritual y, en general, (…) sus creencias ancestrales eran como el mantillo en donde germinaban las devociones criollas”. Frente a los gachupines, la especificidad del ser mexicano y cristiano se imponía desde hondos arraigos, empezar en América “todo de nuevo”. Entre ellos, se impuso la elección del rigor que deberían regir las órdenes femeninas de la Nueva España (Bravo Arriaga, 2001). Zumárraga, en el XVI, trató de traer a la Nueva España las Concepcionistas exactamente por ser una orden recién fundada, para evitar los males de “órdenes relajadas”.
3.2. La Jerusalén Celeste de María
Sánchez había dado el mito que sellaba la vida espiritual de una Nueva España distinta a la de los españoles. Estos se mantuvieron devotos de sus advocaciones marianas tradicionales, venerándolas en las réplicas de imágenes traídas de España, incrédulos ante los celebrados advenimientos, actitud que vino reforzar las divergencias entre los dos grupos y señalar la unidad religiosa y nacional de criollos, mestizos e indígenas, contribuyendo a borrar las diferencias entre las castas (Lafaye, 2002, p. 305).
Desde la misma traza de la “Muy Noble, Leal e Imperial Ciudad de México”, se establecieron paralelismos con las representaciones de la “Jerusalén Celeste”, que habría de ser protegida por la Madre de Dios en sus puntos cardinales. En su obra de 1688, el padre Francisco de Florencia menciona a “los baluartes” que defienden a la ciudad:
(…) quiere esta Señora tanto a esta ciudad de México, y en ella a toda la Nueva España, que parece que se ha puesto, como su amparo seguro en las cuatro partes de México, en cuatro imágenes milagrosas suyas, que le sirvan de cuatro castillos roqueros que la defiendan. (…). Al oriente, N. Señora de la Bala, que sabe recibir en sí las balas, porque no hieran a quien della se vale. Al poniente, a la Virgen de los Remedios, que está hecha a cegar y derribar por tierra a sus enemigos. A la de la Piedad, que con su hijo difunto en los brazos está llorando nuestros delitos y aplacando a Dios por nuestras culpas, al sur. La de Guadalupe al norte, que como estrella fija nos guía y alumbra: que como la principal de todas, se ha puesto al septentrión, porque de él dice la Escritura, que amenaza todo el mal… (Florencia apud Fernández García, 2001, p. 1223)
Esta nueva “geografía sagrada” libraba los criollos de un problema que les cernía el alma.
José Sala Catalá nos recuerda que el lago y los ríos dibujados en los mapas del Valle de México, de los siglos XVI y XVII y antes de la desecación del lago, semejaban un monstruo apocalíptico que había que abatir para lograr el triunfo de la Nueva Jerusalén-Virgen Mexicana y ese triunfo se convirtiera en indicación divina de su destino: la metropolización de toda la Nueva España como tarea civilizadora y misionera. El mismo Sala comenta que estas cuestiones debieron ser comprendidas solo por conocedores. (Sala Catalá apud Parra Moreno, 2001, p. 1119)
El clima que se gesta en la sociedad novohispana “es un sueño triunfalista” (Lafaye, 2002, pp. 114-118). De una cierta forma irónicamente, esa ficción barroca se reflejó en los hechos de la realidad novohispana, como muestran los registros históricos de la época, el siglo XVII, recogidos por Francisco de la Maza:
Un problema económico muy serio se cernía sobre la ciudad, y los sagaces regidores del Ayuntamiento lo denuncian en 1635 pidiéndole al Rey:
…se sirva prohibir que las órdenes mendicantes se apoderen de las casas y haciendas … porque los vecinos no tienen ya qué comprar un solar, qué dejar a sus hijos patrimonios para la conservación de las familias, y cada día van dichos religiosos comprando y asentándose más, con que a pocos años será suya la mitad del reino… (De la Maza, 1985, p. 60)
En efecto, la Iglesia ejercía una autoridad que se expandió más allá de la base ideológica que sostenía la sociedad, deteniendo también un enorme poder político y económico (Rubial, 1998, p. 123). Una de las faces más visibles de ese poder fueron los templos, los claustros, los colegios y los hospitales.
Gemelli Carreri, cronista y viajero que conoció la Nueva España a finales del XVII, relata que “dentro de la ciudad – de México – hay veintidós monasterios de monjas y veintinueve de monjes y frailes de diversos institutos, todos, no obstante, sobradamente ricos” (Gemelli Carreri apud Rubial, 1998, p. 121). Según su entendimiento, el porqué de tantos monasterios masculinos era que: “Estando todos los poderes, así como las casas, en manos de eclesiásticos, los españoles y otros europeos, no encontrando cómo establecerse cierta renta, no toman mujer tan fácilmente y acaban por hacerse también ellos religiosos” (Rubial, 1998, p. 121).
La razón de tantos claustros femeninos era muy diferente: “la monja desenvolvía todas sus actividades dentro del encierro, sin poder salir jamás a la calle y ni siquiera al templo. Ni viva ni muerta volvía al mundo” (De la Maza, 1973, p. 10). El modelo femenino cristiano de comportamiento que la religiosa debería imitar era el de la Virgen María en su docilidad de obediente “sierva y esclava” del Señor. La ideologización de las mujeres como “trasunto y continuidad de la Virgen María”, era el elemento clave que hacía de “los conventos (...) depositarios de la santidad, de la protección divina y del bienestar social” en el imaginario colectivo (Bravo Arriaga, 2001, pp. 27-37).
La dinámica alrededor del tema de la Virgen generó una arquitectura propia que enmarca el tratamiento del tema femenino por la Iglesia y la necesidad de control de la sociedad patriarcal sobre el cuerpo y el alma femenino. De un lado, la dura arquitectura de los coros, de otro, la sublimidad de los “Camarines de la Virgen”, expresión arquitectónica típica de España y que en México adquirió un tono propio. El imaginario constructivo correspondió al ideario masculino polarizado entre la imagen de la Virgen y la mujer real, lo que parece ejemplificar una vez más la disposición típicamente barroca de exacerbación de los contrarios.
Los “Camarines de la Virgen” elevan la imaginación sublimada a niveles de la más requintada orfebrería. Desde el mismo sentido lingüístico, los “camarines” representan la idea de intimidad y la de tesoro, de los cuales Prados García (2001, p. 943) subraya el sentido de un “aposento recogido, en que duerme el señor (…) al que no entran todos”. Los símbolos atesorados – figurados en pinturas, altorrelieves, etc. – son, entre otros: la blancura de la azucena, del lirio, de la rosa o de la flor de lis que corresponde a la pureza de la Virgen. Las raíces eróticas de ese culto no son ajenas a las investigaciones actuales (Bartra, 2004).
El acceso a muchos de ellos se da a través de un laberinto de cámaras laterales o por una escalera, pero también puede ser por el presbiterio y estar ubicado en el mismo nivel que éste. La tipología que les ha dado Kubler (Prados García, 2001, p. 944) los identifica como: camarín oculto, camarín torre, camarín doble muro y aun camarín galería. Prados García añade la denominación de “camarín-hornacina” a la tipología, para caracterizar aquellos que se ubican en un espacio diminuto.



Por otro lado, la solución arquitectónica de la clausura femenina aislaba toda comunicación con el mundo de los vivos. Edificadas paralelamente a la calle, con entrada por dos portas laterales como se ve en el dibujo (figura 4), las iglesias eran la parte pública de los conventos. La vida de una monja se resumía a asistir las ceremonias en el interior de iglesia y hacer el trayecto del coro a la clausura, lugares absolutamente prohibidos a cualquier otra persona, incluso de la familia.
En la figura 5 se ven dos dibujos: el de arriba, enseña el plan lateral de la planta arquitectural con la ubicación de los coros alto, bajo y la cripta. En el de abajo se ve la vista frontal de los coros alto y bajo con las rejas de hierro, pareciendo un “panel de abejas”. Los coros se situaban al fondo de la iglesia, en oposición al sagrario. Ellos eran “jaulas de hierro”. Como si no bastara, atrás de las rejas había unas “gruesas cortinas negras, que sólo se corría cuando se alzaba la Hostia en la misa o para oír algún sermón solemne, como los de las honras fúnebres de las preladas o monjas notables” (De la Maza, 1973, p. 18). Para las monjas encerradas en la clausura, muertas para el mundo, los coros altos y bajos de las iglesias conventuales eran los espacios más importantes de la vida claustral monjil.
La prioridad de ese espacio en la vida monacal correspondía a la denominación misma que llevaban las monjas profesas: “Religiosas de Velo y Coro”, recibidas del “Velo Negro” – criollas provenientes de las capas medias y aristocráticas –, que las distinguía de las “Velo Blanco”, de las novicias, de las “donadas”, “niñas” y otras Hermanas que no habían concluido los votos. Tras las rejas y las cortinas de los coros alto y bajo, podían asistir las monjas las ceremonias religiosas. Después que se tomaban “el velo”, todo que veían del mundo exterior se resumía al que ocurría en el interior de la iglesia. Al término de la vida, allí mismo bajaban a su destino final (De la Maza, 1973, p. 17; Rubial, 1998, p. 157).
Exceptuándose posiblemente raras vocaciones, la clausura era la solución social para los problemas de lidiar con el “sexo frágil”: medio de desembarazarse de excedentes femeninos criollos cada vez más cuantiosos, a la vez que motivo de enorgullecimiento para aquellas familias, – “obsesionada por el temor a un Dios justiciero” –, contar con oraciones perenes para interceder por sus pecados (Rubial, 1999, pp. 57, 173).
4. Consideraciones finales
Destruida la superestructura socio-política-religiosa-cultural de las sociedades indígenas, la geografía sagrada ancestral en un primer momento logró propiciar el sentido imprescindible para que la vida siguiera en un nuevo cauce. Sin embargo, los mexicanos se quedaron sin las representaciones masculinas de sus dioses. Huérfanos de padre, presenciaron a la Virgen Morena del Tepeyac ofrecer a los criollos la oportunidad de creación de sus identidades culturalmente mestizas. En los hogares gachupines, marcaba su presencia la mujer indígena. La vida se renovaba, la pura vida del cuerpo que, por su misma naturaleza, quiere vivir – la llamada zoé por los griegos –. Ésta dimensión fue delegada a las mujeres, a quién no se permitía la vida como bíos politikós, la vida dialógica del pensamiento que exige igualdad de los dialogantes, la que confiere autonomía y elección de un destino.
Mismo ceñida a la mera zoé, la mujer guardó un inmenso poder que se imprime desde profundas capas del inconsciente. Para aplastarlo, toda la tradición occidental la despreció. La religión la tachó como la que arrastra los hombres al pecado – un ser peligroso, aceptable solamente se sublimado, intocable e incorpóreo, en el mundo espiritual –. Para las sociedades patriarcales, el control del cuerpo de la mujer sería exigencia de honra, de orden y equilibrio social. En la Nueva España, la mujer indígena constreñida se volvió “la xingada”; para todas – blancas e indígenas – a la sumisión al patrio poder; para el “excedente” femenil, las clausuras “religiosas”.
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Notas