Resumen: La emergencia de la geografía humanista renovó un inusitado interés por las relaciones del mundo interior del sujeto con el lugar de su residencia o pertenencia. El tradicional lugar geográfico es ahora visto, desde una perspectiva fenomenológica, como espacio vivido, de identidad y significado para los individuos que lo habitan y lo hacen suyo. ¿Es posible establecer una relación entre la teoría de los afectos de Baruch Spinoza y el concepto de topofilia de Yi-fu Tuan? La búsqueda de respuesta es el tema de esta nota, a través de una lectura de la Ética de Spinoza y la Topofilia de Tuan, lo que permitió un acercamiento fenomenológico al lugar desde las “geografías afectivas”.
Palabras clave: lugar, emoción, topofilia, geografía humanista.
Resumo: A emergência da geografia humanista renovou um inusitado interesse pelas relações do mundo interior do sujeito com o lugar da sua residência ou pertencia. O tradicional lugar geográfico agora é visto, desde uma perspectiva fenomenológica, como espaço vivido, de identidade e significado para os indivíduos que o habitam e o fazem seu. É possível estabelecer uma relação entre a teoria dos afetos de Baruch Spinoza e o conceito de topofilia de Yi-Fu Tuan? Á procura de respostas é o tema desta nota, através de uma leitura da Ètica de Spinoza e a Topofilia de Tuan, o que permitiu uma aproximação fenomenológica ao lugar desde as “Geografias afetivas”.
Palavras-chave: lugar, emoção, topofilia, geografia, humanista.
Abstract: The emergence of humanist geography renewed an unusual interest in the relationships of the inner world of the subject with the place of residence or belonging. The traditional geographical place is now seen, from a phenomenological perspective, as a lived space, of identity and meaning for the individuals who inhabit it and make it their own. Is it possible to establish a relationship between Baruch Spinoza's theory of affects and Yi-Fu Tuan's concept of topophilia? The search for an answer is the theme of this note, through a reading of Spinoza's Ethics and Tuan's Topophily, which allowed a phenomenological approach to the place from the “affective geographies”.
Keywords: place, emotion, topophilia, humanistic geography.
Las emociones del lugar: de los afectos de Baruch Spinoza a la topofilia de Yi-Fu Tuan
As emoções do lugar: dos afetos de Baruch Spinoza à topofilia de Yi-Fu Tuan. Uma nota epistemológica da geografia
The emotions of place: from Baruch Spinoza's affections to Yi-Fu Tuan's topophilia. An epistemological note from geography
Recepción: 01 Mayo 2023
Aprobación: 01 Agosto 2023
Publicación: 01 Noviembre 2023
El concepto de lugar está asociado al espacio, una categoría de extensa discusión en los campos de la filosofía y la ciencia, desde las medidas de orden aristotélicas y el espacio absoluto newtoniano, hasta el espacio relativo einsteniano de cuatro dimensiones, las tres cartesianas más el tiempo. Se trata, entonces, de una categoría de una larga historia como pensamiento abstracto. El concepto de lugar geográfico, por lo contrario, al igual que región y paisaje, ha sido objeto de profusos debates, bajo ópticas empíricas, a partir de los primeros momentos de institucionalización académica de la disciplina geográfica. De La Blache (1922), máximo exponente del posibilismo, acuñó la conocida expresión “geografía, ciencia de los lugares” de gran influencia en la geografía regional latinoamericana.
La revisión de los trabajos de Kant, Humboldt y Hettner, efectuada por Hartshorne (1958), puso en claro el enfoque corográfico: descripción ordenada y racional del carácter variable de la superficie terrestre como morada del hombre. De acuerdo con la tesis kantiana, de gran influencia en ese enfoque, se asentaron dos nociones básicas: a) un espacio delimitado sobre una base natural fija y, b) la separación de espacio y tiempo. La geografía hizo equivalentes en la práctica descriptiva los conceptos de región y lugar: conjunto de fenómenos físicos y humanos interrelacionados, síntesis de la singularidad –única e irrepetible-- de una determinada área (Ortega, 2000).
La corriente corográfica recibió críticas, después de la Segunda Guerra Mundial, por su su naturaleza “acientífica”, el inventario casi enciclopédico de factores heterogéneos y su poca adecuación a las nuevas redes espaciales y cambios urbano-industriales. Se le abrió campo, entonces, al “neopositivismo espacial” especialmente orientado hacia el estudio de localizaciones y distribuciones de los fenómenos urbanos y económicos. La teoría de lugares centrales, y los modelos espaciales de la “ciencia regional”, apoyados en formulaciones matemáticas y estadísticas, elevaron la región nodal como tema central en el estudio de los sistemas urbanos (Abler, Adams & Gould,1971). La “revolución cuantitativa” hizo un empleo generalizado de dispositivos electrónicos para manejar masas de datos censales.
Carencia de perspectiva histórica, ideología capitalista, formalismo matemático, empleo acrítico de teorías económicas neoclásicas y ausencia de contradicciones sociales, fueron las principales críticas al “espacialismo”. La geografía radical, como respuesta, retomó la tesis lefebvriana de producción social del espacio, una entidad que dejaba de ser autónoma, pues resultaba de un determinado modo de producción. Luego, la trialéctica espacial: espacios materiales, representados e imaginados, desdibujó la original ortodoxia radical, explorándose temas de la territorialidad, del humanismo, ecopolíticos, culturalistas y posmodernistas (Soja, 1989; Harvey, 1998).
Los discursos de la globalización, paradójicamente, revitalizaron el estudio de los lugares. En efecto, unas propuestas argumentaban extinción de territorios, fronteras y lugares, debido a los flujos financieros, culturales, técnicos y espaciales, que interconectaban el mundo; mientras otros discursos defendían las resignificaciones y especificidades locales en el mundo global (Trinca, 2001). Emergió, en ese debate, el estudio de geocalidades para entender la interacción glocal (Robertson, 2000; Painter, 2010). El interés se desplazó hacia verticalidades y horizontalidades de diferentes actores en dimensiones multiescalares (Santos, 1996, 2000). La territorialización del espacio que parecía difuminarse entre redes globales, se reafirmaba bajo el ropaje de los glocales.
En los últimos años el giro de la nueva geografía cultural acercó la disciplina a la filosofía fenomenológica. Desde ese pensamiento, una geografía humanista se interrogaba “… acerca de la naturaleza, los paisajes, la ciudad o el campo, tal como son vividos por los que lo habitan o frecuentan” (Claval, 2002, p.27). Quedaban rezagados la “región-contenedor positivista”, la sintaxis geométrica del empirismo lógico y el espacio regional neomarxista. Ahora florecía el lugar relacional del sujeto.
El lugar, por tanto, se concibe como proceso inacabado de negociaciones de sentido empíricamente constatables, lo que lleva a asumir la certeza de que su distinción semántica solo es tal cuando adquiere unidad lingüística con la idea de experiencia y, particularmente, con el término “sentido”: un sentido diferenciado de lugar según el tipo de relaciones posibles (Fernández-Arroyo, 2023, p.264).
El concepto de lugar, de limitados lazos teóricos en precedentes corrientes geográficas, pasó a recibir reconocidas connotaciones epistemológicas en las denominadas “geografías afectivas”. Cerquera de Araujo (2021), por ejemplo, avanzó una reflexión geográfica, basada en la revisión de autores clásicos y contemporáneos, que logra situar el lugar como centro para definir una topología del ser, expresión de su propio mundo material y vivencial, una “ontología fenomenológica”, así denominada.
Siguiendo la mirada cultural-simbólica, la geografía se adentró en las propias experiencias y emociones de los sujetos que habitan, han habitado o construido los lugares de su permanencia o pertenencia. En ese reto los geógrafos acudieron a las convivencias, a compartir relaciones con los “otros” y, muchas veces, al rescate de historias, narraciones, mitos y memorias. De ahí, entonces, su identificación con percepciones e imaginarios geográficos de individuos y grupos sociales.
Entre los precursores, rescatamos el liminar trabajo de Lowenthal (1961), que consideró la relación del mundo exterior y su imagen en nuestras mentes, con un sentido similar al de Wright (1947), autor que había indagado las posibilidades imaginativas en geografía, una relación a la que denominó geosofía. La TerraeIncognitae es la metáfora que le permitió a Wright destacar lo subjetivo, la sensibilidad y la memoria en los estudios geográficos. En palabras de Lowenthal:
Cada imagen e idea acerca del mundo está formada, entonces, de experiencia personal, aprendizaje, imaginación y memoria… Los lugares en los que vivimos, los que visitamos y recorremos, las lecturas del mundo sobre arte, imaginación y fantasía, contribuyen a nuestras imágenes de la naturaleza y los hombres (Lowenthal, 1961, p. 243-244; traducción propia).
Lowenthal retomó la idea de TerraeIncognitae como el mundo que podía ser conocido por la experiencia, al lado del mundo aprehendido por información presuntamente objetiva. Dados los entrecruces y multiplicidades de la imaginación y la experiencia, sugirió que el discurso no estaba confinado solo a los geógrafos, puesto que la imaginación geográfica se expresaba de distintas maneras en diferentes culturas. Efectivamente, en los mundos vividos se imbrican imágenes, sentidos, conciencia, cuerpos, representaciones y esencias, objetos de estudio de distintas disciplinas sociales: “Cada sentido trozo o momento del mundo vivido es correlativo de un trozo o momento de esta continua donación o experimentación de sentido que es la vida” (García-Baró, 1999, p. 179). Así, la búsqueda de un grado de ajuste o correspondencia entre el mundo exterior y nuestras propias visiones le abrió un campo prometedor a la geografía humana desde la perspectiva fenomenológica.
El lugar, como mundo vivido, requiere que comprendamos los pensamientos y significados que emanan del sujeto habitante, en tanto el lugar ya no es solo localización, sino también centro de sus significados, experiencias y representaciones (Entrikin, 1991). ¿Cómo es el mundo de sus propios pobladores? Ha sido una interrogante que ha llevado a una fecunda reflexión geográfica, pues la tradicional singularidad de la región cobraba, de esta manera, un sentido muy distinto al de la geografía regional clásica. Los lugares pasaron a ser entendidos como procesos en constante construcción de historias de vida, que evocaban la experiencia de ser y estar ubicado en una parte del espacio-mundo.
El pensamiento geográfico se orientó hacia corrientes humanísticas o fenomenológicas en busca de comprensiones e interpretaciones de las intencionalidades, vivencias, emociones y representaciones de los sujetos en sus lugares. Los aportes sociológicos, psicológicos y antropológicos le confirieron a la geografía unas vías teóricas y metodológicas para abordar las subjetividades de la vida de las personas en sus lugares cotidianos. Lindón señala que las geografías de la vida cotidiana:
(…) toman el punto de vista del sujeto habitante, y al hacerlo operativo ello trae consigo repensar el espacio y el lugar, porque la disciplina los ha pensado desde fuera del sujeto, aun reconociendo que el espacio es producido por el ser humano, ha sido el producto del ser humano que se independizó y adquirió vida propia (Lindón, 2006, p. 391).
En la idea mirada de Santos (1996) el lugar es concebido como resultado de la funcionalización del mundo, en tanto es allí donde el mundo puede ser percibido empíricamente. Puesto que siempre hay otros lugares involucrados en la constante (re)funcionalización del mundo. Por ello podemos entender que un lugar siempre lleva implícito el trascender sus límites convencionales, es decir, asumirlo en términos del horizonte postulado por Dardel (1952). El lugar no es solo una entidad que lo separa de otros, sino que cada vez más revela sus múltiples interconexiones, esto es, se mundializa en su singularidad, gracias al contenido creciente en ciencia, tecnología e información que le llega del mundo (Trinca, 2001). Actualmente se asiste a un regreso al lugar como ámbito de la existencia real y de experiencias vividas, inmerso en una cultura y, por consiguiente, tema relevante de una filosofía del sujeto en su habitar de lugar como modo de ser, entendido como una relación de lugaridad (Marandola, 2020).
Las emociones, sensaciones y percepciones de individuos y grupos sociales en distintas culturas constituyen una línea del pensamiento filosófico occidental de igual importancia que la misma corriente racionalista (Casado & Colomo, 2006). Sin embargo, las relaciones entre teorizaciones subjetivas y descripciones geográficas no han sido frecuentes en la literatura de la disciplina. En este sentido, otro precursor de esta tendencia subjetiva, Dardel (1952), ya había definido una relación concreta de existencia entre hombre y tierra que designó geograficidad, basado tanto en la filosofía heideggeriana sobre el habitar, como en su propia formación vidaliana, particularmente referida a los “géneros de vida” del mundo rural.
La idea dardeliana de tierra no fue planetaria, ni meramente natural. Por lo contrario, fue base y horizonte de la experiencia humana, de la geograficidad. La base es el aquí, el lugar de la existencia, mientras el horizonte es la extensión, la posibilidad de los otros lugares. El lugar, desde este punto de vista, confiere a sus pobladores la certeza y seguridad que emanan de un espacio conocido y delimitado. De ahí la importancia que le concedió al habitar heideggeriano. Heidegger (1994), había diferenciado espacio, dimensión teóricamente extensa e infinita, del concepto más concreto de lugar, un dominio delimitado en sentido fenomenológico, que transmitía la esencia de su habitar al espacio. Eran nociones alejadas de la concepción aristotélica de la identidad espacio-lugar.
El hombre habitante, según Dardel, sería el sujeto de interés geográfico más que el hombre económico. Por tanto, la geograficidad quedaba definida, así, como la experiencia de habitar, una relación existencial hombre-tierra, ésta como base y fundamento de su propia conciencia, en la que confluyen mundo externo y mundo interno del sujeto. Los componentes suelo-agua-aire del entorno tierra se abrían, de esta manera, a la plurisensibilidad de los sentidos con una influencia variable sobre la imaginación y las emociones. De acuerdo con Buttimer (1979) el concepto de territorialidad se asumiría como tejido emocional que une al sujeto con su entorno, al hombre con el lugar que habita.
Salvo los aportes de pocos precursores, fue hasta bien entrado el siglo XX, a partir de la filosofía de Deleuze (2003) y, sobre todo, de la geofilosofía de Deleuze & Guattari (2000), primera edición de 1988, cuando se logra develar la importancia de la teorización sobre emociones, experiencias de vida, identidades, imágenes y diálogos, referenciados en “espacios estriados” de los sedentarios y “espacios lisos de los nómadas”. La geografía humana se fue tornando humanista a medida que miraba el lugar y los territorios con sentido de identidad, pertenencia, vivencia y significado de y para sus pobladores, a diferencia de los polémicos “no lugares” de la antropología de Augé (2001). Aunque el humanismo geográfico no refutaba la noción de lugar como localización material, concentraba su atención en los valores simbólicos que le conferían sus habitantes en el transcurso del tiempo.
En la geografía fenomenológica o humanista, el lugar se concibió, entonces, como ámbito sociocultural localizado, entorno geográfico, próximo y afectivo de una persona y compartido por un grupo social. Se vio como la condición de estar en el mundo, incluso factor fundante de la identidad personal y colectiva. Por eso no se podía percibir como cosa distante, sino como parte de la propia existencia. En los lugares vividos, plenos de relaciones sociales y espaciales horizontales acumulados en el tiempo, se logra lo que se conoce como sentido de lugar, es decir, la interioridad existencial o foco esencial de la relación sujeto- lugar (Relph, 1976). Dicho de otro modo, un sentido de lugaridad, significado y memoria, vinculado al reconocimiento cultural del lugar habitado.
La renovación cultural de la geografía puso a un lado los enfoques analíticos del positivismo y los radicales del marxismo e incursionó en los lugares con miradas hermenéuticas y fenomenológicas (Tuan, 1977; Raffestin, 1977; Fortunato, 2016). Homogeneidad espacial y societal, mega-discursos sociales, económicos y culturales perdieron centralidad en esta nueva visión, pues regiones y lugares fueron situados en primer plano, ahora cargados de significados, simbologías e imaginarios. Fremont (1976) identificó la vida cotidiana del individuo con el lugar, centro de su reflexión y orientación, y a la región con gentilicios, escenarios geográficos e identidades regionales.
El conjunto de relaciones intangibles localizadas --experiencias y sentimientos de arraigo al lugar-- fue el centro de interés de la Topofilia de Tuan (1974). De cierta manera, indirectamente ocurría una reactualización de las regiones y lugares de la clásica geografía regional, inscritos en cuadros fenomenológicos. Igualmente, Bachelard (1965) había empleado el concepto de topofilia para espacios amados, vividos e incluso imaginados. Nociones que contrastaban con aquellas de odio y hostilidad. Es, en este sentido, que procuramos establecer una relación entre la teoría de los afectos de Baruch Spinoza –pasiones y emociones-- y la topofilia de Yi-Fu Tuan, desde la geografía. En consecuencia, se trata de una nota que salva tanto la complicada y trascendente filosofía spinoziana, como la filosofía del siglo XVII y su influencia en las emociones e incluso en la salud humana (Glacken, 1996).
La teoría de los afectos es poco conocida en la geografía humanista, quizás debido al propio racionalismo del filósofo o por ausencia de la dimensión espacial en su tesis. Deleuze & Guattari (2002), desde la filosofía, son una clara excepción, en tanto rescatan la obra emblemática de Spinoza (2000), Ética demostrada según el orden geométrico, publicada inicialmente en 1777, a partir de conceptos territoriales ideados en figuras de rizomas, líneas de fuga y multiplicidades. El geógrafo chino-norteamericano Tuan , sin recurrir directamente a Spinoza, valoró con amplitud el sentimiento de apego que experimenta el hombre por el lugar que habita. Topofilia, un estudio de las percepciones, actitudes y valores sobre el entorno (Tuan, 2007), publicada inicialmente en 1974, se convirtió en obra clave de la geografía humanista. De este modo, el lugar pasó a recibir tratamientos epistemológicos en las denominadas “geografías afectivas”.
La Ética de Spinoza se compone de cinco partes. La primera, De Dios. La segunda, De la naturaleza y origen del alma. La tercera, Del origen y naturaleza de los afectos. La cuarta, De la servidumbre humana, o de la fuerza de los afectos, y la quinta, Del poder del entendimiento o de la libertad humana. El filósofo presenta a Dios como substancia de infinitos atributos, pero sólo Pensamiento y Extensión pueden ser conocidos por nosotros. El pensamiento se refiere a ideas y la extensión a los cuerpos, corporeidad del mundo. Todos los cuerpos se esfuerzan por perdurar tanto como puedan y de ese esfuerzo o potencia (conatus) derivan afecciones que modifican cuerpos y almas.
Deseo, alegría y tristeza son afectos primarios, de los cuales emanan otros como amor, placer, vanidad, odio, miedo, culpa, venganza, según ideas adecuadas o inadecuadas. Las primeras son ideas propias de la naturaleza del ser, afectos de vida como voluntad o amor. Las segundas o ideas inadecuadas son pasiones originadas desde otros cuerpos, emociones tristes, deseos inmoderados o negativos. Si bien los afectos de alegría aumentan la potencia y perfección del cuerpo, los de tristeza lo disminuyen. Los hombres por medio de la razón compensar con amor las emociones tristes: los juicios racionales pueden controlar las pasiones y las acciones. Se encuentra una relación entre el buen juicio de la razón y el carácter virtuoso de los hombres e igualmente la reciproca entre virtud y racionalidad. De ahí que Spinoza esté considerado entre los grandes racionalistas del siglo XVII.
La presente nota solo trata las proposiciones de la Tercera Parte, en tanto conceptos y símbolos allí contenidos pueden interpretarse, desde la geografía humanista, como lazos afectivos de alegría que vinculan al hombre con un territorio-lugar, a diferencia de los afectos que le causan tristeza. En esa relación el cuerpo humano puede ser afectado de muchos modos, ya que los afectos aumenten o disminuyan su potencia de actuar, es decir su conatus o esfuerzo por preservarse que poseen todas las cosas de la naturaleza.
Entendemos así que, siendo el lugar un cuerpo exterior vivido, pensado y representado por los hombres, no es ajeno a emociones y pasiones de múltiples formas al transcurrir del tiempo, puesto que allí se desarrolla la experiencia geográfica, esto es, la geograficidad del ser. Es, desde esta óptica que algunas proposiciones spinozianas pueden relacionarse con el lugar de la geografía humanista, pues emociones alegres pueden conformar sentido de identidad y pertenencia territorial, al contrario de la tristeza y el desaliento.
La topofilia, por su lado, fue descrita como un “… lazo afectivo entre las personas y el lugar o el ambiente circundante. Difuso como concepto, vivido y concreto en cuanto experiencia personal” (Tuan, 2007, p.13). Aunque experiencias y emociones negativas también otorgan significado a cualquier lugar, solo las positivas representan arraigo y apego al lugar. Si el afecto alcanza grados reverenciales se convierte en topoidolatría. Por lo contrario, si el lugar suscita miedo, aversión o repulsión, genera sentimientos de topofobia.
Asumiendo que mundo interior y experiencia individual hacen del lugar un espacio indisociable de sus significaciones y valoraciones, los afectos de Spinoza pueden ser trasladados a la topofilia de Tuan en términos de posibilidad socio-territorial del sujeto. En este orden conceptual encontramos la conexión con los afectos de amor, contrastados con los de odio, contemplados en la Ética de Spinoza (2000):
Proposición XIII. En virtud de esto entendemos claramente qué es el amor y qué es el odio. El amor no es sino la alegría, acompañada por la idea de una causa exterior, y el odio no es sino la tristeza, acompañada por la idea de una causa exterior. Vemos, además, que el que ama se esfuerza necesariamente por tener presente y conservar la cosa que ama, y, al contrario, el que odia se esfuerza por apartar y destruir la cosa que odia (p. 107).
Proposición XXVIII. Nos esforzamos en promover que suceda todo aquello que imaginamos conduce a la alegría, pero nos esforzamos por apartar o destruir lo que imaginamos que la repugna, o sea, que conduce a la tristeza (p. 118).
Proposición LI. Hombres distintos pueden ser afectados de distintas maneras por un solo y mismo objeto, y un solo y mismo hombre puede, en tiempos distintos, ser afectado de distintas maneras por un solo y mismo objeto (p. 135).
Si entendemos que los afectos que siente un determinado individuo forman parte de la sociedad a la que pertenece, también pueden asumir un carácter colectivo, asociado de múltiples formas a las dinámicas sociales de la territorialidad. Por ejemplo, los grupos sociales por lo común se guían o se orientan más por pasiones o determinadas emociones que por la razón. ¿Cómo se articulan los afectos alegres de las personas con el concepto de lugar? Los seres humanos siempre luchan por extender su existencia. Una trayectoria en la que se juntan afecciones y acciones, que favorecen la conservación de personas y lugares, según el principio fundamental spinoziano, el conatus. El territorio-lugar se convierte, entonces, en escenario de obras y afectos que difieren en grado según la intensidad y fuerza con la que se sienta o perciba el lugar.
Tuan inspirado en la poética de Bachelard introduce una dimensión estética en la geografía humana por la vía de las emociones que experimentan los seres humanos en los lugares. Asoció explícita y teóricamente el concepto de topofilia a sentimientos de apego y pertenencia de las personas hacia aquellos lugares con los cuales están cultural y anímicamente identificados. Es la experiencia placentera que se siente en un lugar habitado, recorrido o imaginado. El amor o el apego por el lugar puede variar desde la efímera mirada de un turista hasta la relación profunda de un campesino por su terruño.
Los capítulos VIII y IX de Topofilia (Tuan, 2007) muestran la diversidad de conocimientos, percepciones y experiencias geográficas en diversos lugares del mundo: campos, selvas, desiertos, montañas, valles, islas, grandes ciudades. Otro volumen del autor, Landscapes of fear (Tuan, 1979), trata las emociones negativas en paisajes y lugares de miedo. Si bien lugares abiertos transmiten emociones de libertad, también de agorafobia por el pánico que experimentan ciertas personas; asimismo lugares cerrados u obscuros, producen angustia o miedo; son expresiones de topofobia o rechazo a determinados lugares. Si bien la relación placentera en determinados lugares puede ser fugaz o también duradera, todos los perciben a través de los mismos órganos sensoriales y por ello una compenetración de sentimientos o memorias con el lugar, que reviste una manifestación emocional:
(…) principalmente estética y puede variar desde el placer fugaz, que uno obtiene de un panorama a la sensación igualmente fugaz, pero mucho más intensa, de la belleza que se revela de improviso. La respuesta puede ser táctil: el deleite de sentir el aire, el agua o la tierra. Más permanente –pero menos fácil de expresar-- es el sentir que uno tiene hacia un lugar porque es nuestro hogar, el asiento de nuestras memorias o el sitio donde nos ganamos la vida (Tuan, 2007, p. 130).
El lugar, entonces, es un espacio particular, tangible y sensible, no ajeno o externo al hombre, sino integrado a su experiencia de vida. Un lugar habitado con el que se relaciona por medio de formas, tanto materiales como simbólicas y emocionales, que hace parte de su vivencia, sentido y territorialidad. No son amplios espacios, sino más bien reducidos, en los que el hombre pueda sentir el afecto hacia una entidad conocida y cotidianamente recorrida y percibida. La casa o pueblo natal, por ejemplo, supone una carga de emociones de la infancia que supera el alcance del propio recuerdo y la materialidad del lugar. Tuan apunta que existe mucha literatura sobre tales relaciones, aunque son escasos los escritos por los que sienten las diversas emociones, los que “viven” esas experiencias. En palabras de Merleau-Ponty el empirismo descriptivo excluye la subjetividad:
Nada hay en el aspecto sensible de un paisaje, de un objeto o de un cuerpo, que lo predestine a tener un aire «alegre» o «triste», «vivaracho» o «apagado», «elegante» o «grosero». Al definir una vez más lo que percibimos por las propiedades físicas y químicas de los estímulos que pueden afectar a nuestros aparatos sensoriales, el empirismo excluye de la percepción aquella ira o aquel dolor que, sin embargo, yo puedo leer en un rostro, aquella religión cuya esencia no dejo de captar en la vacilación o la reticencia, aquella ciudad cuya estructura, no obstante, conozco en la actitud de sus habitantes o en el estilo de un monumento (Merleau-Ponty, 1993. p. 45-46).
El ejemplo del hombre de campo es muy ilustrativo, pues el apego que siente por la tierra trabajada es profundo “…almacén de su memoria y sostén de su esperanza” (Tuan, 2007, p. 135). La tierra es su territorio-lugar, con el que crea una intimidad que le da valor a su propio mundo. Pero el autor aclara que los sentimientos difieren según la riqueza del sujeto: amor cuando el campesino obtiene de la tierra el abastecimiento familiar; amor-odio cuando es un jornalero que recibe una escasa retribución por su trabajo; orgullo y seguridad que le confiere al gran propietario por la tierra que posee. Un relato etnográfico de una familia campesina de la cordillera andina venezolana revela la relación de cercanía parentesco-trabajo-tierra:
En los Andes “el que se casa busca su casa”, pero el matrimonio de los hijos no daba origen a una disminución de la fuerza de trabajo, puesto que este imperativo social estaba complementado por la práctica de la residencia patrilocal post-matrimonial, según la cual los hijos varones buscaban al casarse residir cerca del padre. El nuevo matrimonio, además de casa, buscaba tierra propia y el padre para preservar sus nexos de trabajo solidario suministraba a los recién casados todo lo que estuviera a su alcance para mantenerlos así cerca de él…Si el tamaño de la propiedad era suficiente, les adelantaba parte de la tierra que les correspondía por herencia, para que pudieran fundar sus propias fincas (Suárez, 1982, p.13).
La topofilia es, entonces, un sentimiento del hombre por un lugar, extensivo a las personas de su proximidad y querencia, que difiere según la fuerza y los modos de expresar esos afectos. Un fuerte amor implica una plenitud de vivencias que marca emocionalmente al individuo. De esta manera, la topofilia supera las dicotomías sujeto-objeto, cultura-naturaleza, hechos-valores, puesto que comprende un complejo de relaciones materiales, históricas y simbólicas, imbricadas culturalmente. Cuerpo y alma indisociables como decía Spinoza.
Pertenencia y permanencia en un lugar, son cruciales en el estudio etnogeográfico de los “otros”. Nos referimos al tiempo de inmersión en la cultura local. La ausencia de estas dos condiciones hace dudar de los análisis de culturas “extrañas”, realizados durante cortas estancias y la mediación de intérpretes locales, pues escuchar, oír y ver al otro supone una aproximación libre que nos acerque lo más posible a su propia lógica de vida, condiciones ajenas no cabalmente interpretadas con mis propios criterios del saber. Es el caso de las culturas territoriales indígenas o campesinas, por ejemplo. Ello implica una apertura etnográfica hacia otra dimensión de la existencia humana, que evite proyectar sobre los otros nuestros propios criterios. ¿Fueron traducidos adecuadamente los códigos polivalentes de su lenguaje o sus experiencias vividas? ¿Fueron percibidos adecuadamente los rasgos ecogeográficos del lugar o los significados de los trabajos de la tierra? Son variadas las interrogantes que persuaden a los geógrafos de la necesidad de apartar sus aprendidas reglas objetivas del espacio y explorar el mundo subjetivo de los otros con nuevas herramientas de interaprendizaje (Rojas, 2002).
El pensamiento humanista progresivamente inclinó la tradicional relación sociedad-espacio de la geografía hacia la relación emoción-lugar, en virtud de que percepciones, emociones y pensamientos de individuos y grupos sociales influyen y son influidos por el habitar, trabajar y recorrer sus lugares. Espacios locales investidos del significado que le da la gente, es decir, colmados de emociones y pasiones, de sentido existencial. La visión del humanismo geográfico, en este sentido, relaciona los tres mundos de la vida social: el mundo real y concreto, el mundo de sensaciones y el mundo de representaciones, ligados al lugar como expresión de la territorialidad del sujeto. Una tendencia enmarcada en la nueva geografía cultural que cuestiona la objetividad como única vía del conocimiento.
En el mundo-lugar los seres humanos siempre luchan por extender su existencia. Una trayectoria en la que se juntan afecciones y acciones, que pueden favorecer o desfavorecer su preservación, según el principio fundamental spinoziano, el conatus. El lugar se convierte, entonces, en escenario de acciones y afectos que difieren en grado según la intensidad y fuerza con la que se ame o rechace el lugar. Paisajes y lugares de agrado, a diferencia de los repulsivos, dan lugar a recuerdos que pueden volverse imaginarios de identidad y pertenencia, esto es, sentimientos compartidos de arraigo. Son, así, representaciones ligadas a formas de pensar, comprender y valorar los lugares, particular y paradójicamente en los tiempos globales de la simultaneidad y la instantaneidad.
Al aprehender los territorios y lugares como mundos llenos de fuertes simbolismos, las “geografías afectivas” posibilitan entender cómo las emociones individuales adquieren sentido espacial a medida que se colectivizan (Puente, 2012). La geografía humanista, basada en la filosofía del sujeto, fue desplazando los reiterados e históricos dualismos geográficos hacia la relación emoción-lugar para entender, desde otra perspectiva, la diversidad y coexistencia de un mundo de lugares.
Los nuevos pensamientos promueven una cultura comprensiva del espacio geográfico, una cultura que está llamada a mejorar la actuación ética de la sociedad en el territorio, puesto que enseña a valorar las diferencias, no en términos de contradicciones hostiles, sino buscando una unidad superior en la cultura. Esta valoración se considera fundamental para el desarrollo local en virtud de que permite apreciar el papel activo de la triada territorio, identidad y actores: el territorio genera identidad y la identidad posibilita que actores, incluso antagónicos, puedan acordarse en torno a un proyecto de desarrollo común. Esta tolerancia no excluye el juicio crítico que ameritan determinados comportamientos sociales, originados por la ignorancia o las posiciones de fuerza o dominio (Rojas & Gómez, 2010, p. 157).
El espacio, categoría central de la geografía, se transforma en lugares de existencia a medida que sus habitantes lo conocen, recorren y dotan de valor, mediados por símbolos o huellas directas o indirectas de antepasados. Sin embargo, la lugaridad, según los defensores de la globalización, tiende a desaparecer o modificarse por debilidad identitaria o del sentido de lugar, bajo los efectos homogeneizadores de la modernización de las redes. No obstante, y paradójicamente, los procesos globalizadores han generado una especie de tensión dialéctica global-local, que fundamenta el “retorno al lugar” (Nogué & Rufí, 2001). Lugares y globales interactuando a través de múltiples conexiones dieron origen a los glocales. Vale decir que estamos ante una revaloración de las especificidades económicas, sociales y culturales del lugar e, incluso política, mediante la cual grupos minoritarios defienden su identidad y territorio.
El apego al lugar sigue vigente. Es la experiencia de estar presente y de estar situado en el mundo. El rescate de los cancioneros populares, las “novelas de la tierra”, los himnos nacionales y regionales, la descentralización político-administrativa, los proyectos locales y el “credo verde” dan buena cuenta de ello. Se privilegian los significados, valores y propósitos pasados y presentes de las acciones humanas, y el cómo esos atributos crean un espacio vivido a partir de un espacio concreto. De este modo, se asiste a la reivindicación de los lugares en el contexto de una cultura del espacio. Es un valor agregado en la cadena de conocimientos que la disciplina geográfica brinda a la sociedad. Pero una relación también amenazada por la intensa movilidad e instantaneidad, que hoy tiende a crear sentidos de atopía y deslugaridad, desarticuladores de los vínculos implícitos en la territorialidad.