I. ESCENARIOS

Populismo(s), una lectura plural y compleja del concepto infame

Edgardo Manero
Universidad de Paris VIII, Francia

Populismo(s), una lectura plural y compleja del concepto infame

deSignis, vol. 31, pp. 15-45, 2019

Federación Latinoamericana de Semiótica

Recepción: 03 Julio 2019

Aprobación: 24 Septiembre 2019

Resumen: Concepto de límites imprecisos, el populismo se presenta como una categoría cuya definición es problemática y controvertida en un contexto de aplicación general. Ante la variabilidad de situaciones y la evolución de las prácticas políticas consideradas populistas se hace necesario reconsiderar el concepto y sus interpretaciones. El papel de América Latina en ese ejercicio no puede ser subestimado. La existencia de una cierta tradición intelectual ayuda a evitar el reduccionismo que suele acompañar al concepto, permitiendo superar la visión del populismo que lo concibe como una forma anómala de la política en tensión con la democracia. Esa excepcionalidad en la comprensión se encuentra relacionada en parte con una especificidad local. Bajo formas populistas, las clases subalternas latinoamericanas reinventaron el espíritu “revolucionario” con discursos y prácticas nacionalistas, que articulan lo político con una concepción del conflicto que expresa el progreso social sobre une eje diferente al de izquierda-derecha. Caso paradigmático, en Argentina la dicotomía peronismo/antiperonismo se constituyó un orientador perenne de la vida política.

Palabras clave: populismo, América latina, conflicto, nacionalismo, identidad política.

Abstract: Concept of imprecise limits, populism is presented as a category, the definition of which is problematic and controversial in a context of general application. Given the variability of situations and the evolution of political practices considered as populist, it is necessary to rethink the concept and its interpretations. The role of Latin America in that exercise can not be underestimated: the existence of a certain intellectual tradition contributes to avoid the reductionism that usually accompanies the concept, allowing to overcome the vision, according to which populism is an anomalous form of politics in tension with democracy. The specificity of this tradition is related in part to a local feature. Under populist forms the Latin American subaltern classes reinvented the “revolutionary” spirit with discourses and nationalist practices. The latter articulate the political with a form of conflict which expresses the social progress on an axis different from left-right. In Argentina, the dichotomy Peronism / anti-Peronism as a driving force of the political life serves as such a typical example.

Keywords: populism, Latin America, conflict, nationalism, political identity.

La cuestión de los populismos

Aunque el concepto de populismo se caracteriza por su aceptación y por su instalación en los medios de comunicación, en el discurso político y universitario ha dado origen a tantas confusiones que algunos autores, considerándolo un concepto no solo ambiguo, sino también desgastado, sugieren dejar su uso de lado1 o reducirlo a un período determinado2 (Fernández. 2009 : 250). La vaguedad en la utilización y su extrema generalización, ha llevado a usos inapropiados e interpretaciones antagónicas. El vocablo ha servido más como un elemento de crítica política con una connotación despectiva o peyorativa –un insulto– o como un término polivalente que expresa tanto pobreza conceptual como ligereza en el razonamiento, que como una categoría de análisis. Si bien a principios del siglo XXI forma parte no solo del discurso político cotidiano, sino también del lenguaje ordinario, su polisemia lo habría convertido en un obstáculo para el análisis social.

La tendencia general de reunir bajo el término populismo fenómenos tan diversos es sintomática en sí y prueba la dificultad para delimitar su utilización. El término se ha utilizado para describir movimientos políticos diversos y disímiles, de los narodnikis rusos al peronismo argentino; se aplicó tanto a los farmers estadounidenses como a los militares latinoamericanos. En el desorden global el populismo se convirtió en un concepto empleado para hacer referencia a políticos como A. Fujimori, H. Chávez, S. Berlusconi, J. L. Mélenchon o D. Trump y a movimientos como el Hezbollah, el Frente Nacional o el kirchnerismo. Los organismos económicos internacionales suelen calificar como populistas las políticas económicas que critican.

En sus orígenes el populismo fue, para las ciencias sociales, un fenómeno político vinculado con la cuestión de la transformación de la sociedad tradicional o rural en sociedad moderna o industrial. Daba cuenta de fenómenos de fines del siglo XIX, como el movimiento de los narodniki en Rusia, le People’s party en Estados Unidos o el boulangisme en France. Para esta interpretación, la supuesta dimensión anti-moderna, que se expresaría en el rechazo del progreso tecnológico en nombre de la defensa de la tradición -especialmente campesina- constituía una característica esencial. Posteriormente, desde mediados del siglo XX, el debate sobre el populismo estuvo impulsado por otro tipo de fenómenos políticos: por la aparición, en las sociedades periféricas, en particular en América Latina, de diversas experiencias políticas nacionalistas -de Nkrumah a Perón pasando por Nasser- difíciles de interpretar con los paradigmas académicos e ideológicos tradicionales. Con los populismos se produjo a mediados del siglo XX la emergencia, en América Latina, de un modelo socio–político de nuevo tipo diferenciado de los -en ese momento- hegemónicos. Los términos son asociados. Así G. Hermet considera la región como la tierra elegida, al punto de suponer, anacrónicamente, que los caudillos del siglo XIX fueron precursores: los primeros populistas (Hermet 2001, 2012, 2017). La idea atávica de una resistencia a la modernización se mantiene. Según A. Touraine (1985 : 165) el populismo es esa reacción, de tipo nacional, a una modernización dirigida desde el exterior; se trataría de un intento de control antielitista del cambio social.

El fin de la Guerra Fría marcó un tercer momento, que ayudó a reducir el populismo a sus expresiones más conservadoras. Por un lado, el concepto ha estado vinculado, durante la década de 1990, con las reacciones nacionalistas y etnicistas, fundamentalistas y xenófobas que caracterizan el final de la bipolaridad y que cuestionan tanto el pensamiento neoliberal y el enlargement de la democracia liberal y del mercado, como la democracia como sistema político; por otro, con las nuevas manifestaciones de la derecha, calificadas como populismo conservador o nueva derecha populista (Mouffe 1984; Biorcio 1991; Betz & Immerfall, 1998). En la misma época, en América Latina, el adjetivo populista se utiliza, paradójicamente, para describir fenómenos políticos muy diferentes del populismo tradicional en la región. A principios de 1990, como lo ilustran los trabajos de J. Nun (1994, 1995), K. Roberts (1995) et K. Weyland (1996), el concepto era empleado para referirse a los apologistas del neoliberalismo: C. Menem, A. Fujimori y F. Collor de Mello. Una década más tarde, un cuarto momento se instituye. En una coyuntura donde surgen un conjunto de fenómenos disímiles, el término fue usado, con la misma ligereza, para explicar una multiplicidad de movimientos que reivindican la apropiación por el “Pueblo” de la soberanía tanto nacional como popular, como eje articulador de lo político. Asociado a demagogia, el término fue popularizado por el uso acusatorio y despectivo hacia movimientos nacionalistas, percibidos como de izquierda en América latina y de derecha en Europa, que en este caso no se reducen a las diferentes expresiones de extrema derecha.

Aunque lo que sucede desde finales del siglo XX en la región tiene poco en común con el ciclo de los populismos originarios, el peso de la comparación histórica impregna las miradas sobre ese presente latinoamericano. Una cierta sensación de déjà vu, pero también una indiscutible pobreza conceptual, habría llevado al facilismo de añadir el prefijo “neo” al concepto para explicar fenómenos políticos de nuevo tipo (Langue & Manero 2013). Con un prefijo o un adjetivo, en el mejor de los casos, el concepto continúa usándose para referirse a fenómenos que difieren en aspectos esenciales, pero en los cuales se encuentran más que trazas de los populismos tradicionales (Mayorga 1997 ; De la Torre 2003, 2007). Sin embargo, a pesar de la impresión de un eterno retorno, que va mucho más allá de los paralelos que se puede establecer entre los “eventos de abril” en Venezuela en 2002 -el golpe de Estado contra el presidente Chávez-, y los de octubre de 1945 en Argentina, no es posible asimilar mecánicamente dichos fenómenos al populismo tal como se expresó en el continente en el siglo XX. Con fuertes liderazgos, los movimientos de contestación del neoliberalismo surgen expresando nuevas demandas socialmente inclusivas que encarnan una forma de crítica política. Aunque cargan con una herencia expresan algo nuevo, lo que evoca la necesaria historicidad del término.

Tras un largo periodo en que se había descuidado el estudio del populismo en provecho de análisis orientados a dar cuenta de la democracia representativa y de la inserción en el mundo global, las ciencias sociales se enfrentan a una serie de experiencias políticas de nuevo tipo. En tensión con una cierta tradición política occidental, la democrática liberal, la noción se convirtió en un elemento central del pensamiento contemporáneo. A principios del siglo XXI, el contexto abierto por el surgimiento, a nivel electoral, de nuevas fuerzas y líderes políticos, reintrodujo el debate sobre el populismo y el nacionalismo, lo que resultó en un renovado interés en el análisis comparativo, pero también conceptual. Al destacar el retorno del populismo, The Economist3 expresa una pregunta que rápidamente irá más allá de América Latina; esta region participa, tal vez como nunca, de la teoría política occidental.

La discusión sobre las particularidades del populismo tuvo, desde muy temprano, un lugar en las ciencias sociales latinoamericanas. Así, A. Dorna (1999) -haciendo referencia a la sociología- reconoce que estas son casi las únicas que han participado de un examen exhaustivo, relevando la ambigüedad que hace que el fenómeno sea de difícil aprehensión. Los intelectuales de la región se reapropiaron el término. Sacando a luz las especificidades engendradas en la región y teorizando sobre las mismas, procuraron superar la visión de los populismos latinoamericanos como simple distorsión de ideologías europeas, un aspecto subrayado por D. Quattrochi–Woisson (1997).

En América Latina se generó progresivamente, sobre la base de un pensamiento preexistente construido desde mediados del siglo XX, una perspectiva diferente sobre el fenómeno, que lo aleja de la literatura hegemónica en la cual, reducido a sus manifestaciones más reaccionarias, el populismo es considerado como uno de los medios de expresión de los movimientos antisistema, expresión política de lo que denominan “anti-política”4. Interpretación arraigada, el término continúa empleándose para referirse a nuevos actores percibidos como emergentes de la “anti-política”, como D. Trump y J. Bolsonaro, que nada tienen de antisistema. Por otra parte, la verticalidad, la jerarquía, la sumisión a líderes carismáticos, la instrumentalización de los valores tradicionales y el nacionalismo, el populismo es responsabilizado de una deriva autoritaria de las democracias, de la cual participaría Erdogan y Putin y que tendría dimensión global, oponiéndose a los movimientos de activismo minoritarios que caracterizan el principio del siglo XXI.

En un contexto caracterizado por la emergencia de nuevas experiencias políticas latinoamericanas -Chávez en Venezuela, Lula en Brasil, Morales en Bolivia, Kirchner en Argentina, Correa en Ecuador-, la idea de un populismo de izquierda comenzó a nutrir, a favor o en contra, los debates europeos. Mientras que para É. Fassin (2017) la defensa de una estrategia populista sería peligrosa para la izquierda, para J. Butler, un populismo de izquierda debe conducir a una democracia radical5. En este marco los trabajos de E. Laclau y C. Mouffe retomaron planteos presentes en América Latina, influyendo en los debates teóricos y en movimientos políticos como Podemos en España, Syriza en Grecia y el Frente de Izquierda en Francia.

2. Los intentos de elucidación

En general, las principales corrientes del pensamiento social ignoraron y excluyeron las elaboraciones teóricas sobre el populismo. Aunque los esfuerzos para encontrar una definición común, así como una delimitación conceptual, son una característica de los estudios en torno a la noción, una de las particularidades de la bibliografía sobre el populismo es la reticencia o la dificultad para dar al concepto un significado preciso. Esto constituye un punto común entre autores que desarrollan análisis y juicios opuestos. Si, para M. Canovan (1981), el populismo es una de las palabras más confusas en el vocabulario de la ciencia política, E. Laclau (2005), manifiesta en La razón populista que las ciencias sociales se revelaron incapaces de suministrar un denominador común que responda a la diversidad de fenómenos que llevan este nombre. El trabajo de dotar de precisión al concepto no solo se dificulta por su dimensión política.

Dos factores contribuyen a la vaguedad del concepto, así como al fracaso de los intentos de definición rigurosa, como lo sugiere E. Laclau (2005). Por un lado, la tendencia a utilizar el término para clasificar una multitud de fenómenos muy diferentes y su opuesto, es decir, los intentos para precisar su significado a partir de definiciones reduccionistas que no tendrían en cuenta la diversidad de los movimientos populistas6. La propensión a la clasificación y la tipificación, incluida la construcción de tipos ideales, está presente tanto en las ciencias sociales anglosajonas como en las francesas; los trabajos M. Canovan y P. A. Taguieff son ejemplos respectivos. Por otra parte, la tendencia a pensar el populismo como una ideología es posiblemente uno de los factores que más ha colaborado para dificultar la comprensión del fenómeno. El concepto ha sido utilizado para referirse a experiencias que difieren en aspectos esenciales o que mantienen su capacidad para expresar sentidos contrarios. La desatención al hecho de que gran parte de los movimientos denominados populistas desarrollan representaciones y prácticas políticas no solamente diferentes, sino incluso antagónicas, al mismo tiempo que estas pueden ser comunes con otras experiencias políticas, suele caracterizar los estudios.

Una ojeada retrospectiva a la reflexión teórica sugiere dos momentos. El primero, donde se intenta sintetizar el fenómeno para proponer una teoría general diferenciándolo de otros conceptos -en particular del fascismo-, construir un tipo ideal más allá de las variaciones y desarrollar una definición acabada. El populismo sería principalmente un fenómeno delimitado, específico de la periferia, como se desprende de los estudios de G. Germani. Un buen ejemplo de este momento es el trabajo de compilación de G. Ionescu y E. Gellner (1969), resultado del Congreso realizado en la London School of Economic and Political Science en 1967, un punto importante en la renovación de los estudios consagrados al tema.

Los textos reunidos tratan de encontrar una definición común del término, pero finalmente no ilustran sino sobre la diversidad y la complejidad de las prácticas populistas en la periferia próxima de Occidente. En los trabajos se constata que la noción está fuertemente dominada por los ejemplos latinoamericanos, por una parte, y los eslavos, por otra (Pombeni. 1997 : 48–49). Los diversos intentos de elucidación no logran proponer una teoría general o construir un concepto riguroso, debido, principalmente, a la incapacidad para abarcar la diversidad de movimientos considerados populistas en una misma definición. La tendencia, propia de esta etapa, a contentarse con desarrollar, tipificar y acumular rasgos, en gran parte sin establecer relaciones necesarias entre ellos se perpetuará, como se evidencia en la producción sobre el tema aparecida en los años diez del siglo XXI. Si el intento de definición universal se debilitó, la tendencia a tratar de describir se mantuvo constante.

En un segundo momento, renunciando a la ambición de clasificación y de definición precisa, los estudios tienden no solo a diferenciar el populismo de una ideología, sino que dejan de considerarlo como característico de las sociedades periféricas. Devenido un problema importante en las democracias occidentales, el abordaje de la cuestión del populismo sigue siendo orientado por el eurocentrismo y los juicios de valor que llevan a considerarlo como demagogia o a establecer distinciones axiológicas entre formas “buenas” y “malas”. El populismo no es una ideología. Esto posibilita que se decline a través de manifestaciones variables. En este punto coinciden de Taguieff a Surel, pasando por Laclau. Como lo subraya este último autor, este fenómeno es compatible con todas las ideologías, porque es una dimensión de lo político.

Más que la ideología, lo que define al populismo es el mecanismo retórico y su práctica política, el recurso al “Pueblo” como interlocutor y el rechazo de las mediaciones asociadas a las élites como manifestación del antagonismo frente al orden establecido; dicho rechazo no tiene contenido ideológico a priori. La diversidad del fenómeno requiere considerar al populismo como un tipo de movilización social, independiente de las representaciones del mundo. No puede reducirse a la extrema derecha ni a la demagogia. Sería un estilo o una praxis política que no sugiere ningún contenido “ideológico”, sino que, al contrario, se adapta a diferentes ideologías pudiendo recuperar elementos de disímiles concepciones del mundo. Ese “vacío”, en lugar de ser un defecto, como suele considerarlo, en particular, la crítica marxista, es el factor del cual deriva la efectividad de los movimientos populistas. El peronismo es el caso paradigmático.

En este contexto, se trata entonces, de dejar de lado cualquier intento de una definición universal del populismo, para reconstruir el concepto a partir de una definición minimalista dada tanto por el contexto espacio–temporal como por las características de ese elemento central que “los” constituye: las figuras del conflicto. El empleo del concepto populismo requiere de un artículo definido plural y de un adjetivo. Esto exige, no obstante, tomar algunas precauciones, no solo lingüísticas y/o semánticas, que tienen que ver con los adjetivos empleados. Haremos referencia entonces a los “populismos contestatarios latinoamericanos”. Esto no implica suponer que restringir al máximo la extensión misma del concepto constituye la condición necesaria para la clarificación de un hecho social que subsume bajo su nombre situaciones en extremo diversas. La voluntad de precisión participa no solo de la necesaria, y generalmente ausente historicidad del concepto, sino también legitimar el uso del término en procesos de expansión de derechos, al inscribir los populismos latinoamericanos en la línea de un movimiento emancipador surgido a mediados del siglo XIX que dio origen al nombre (Ingerflon 2017).

En ciertas geografías, la continuidad de su uso posee cierta lógica. Término provocador, en casos como el argentino la vigencia de su empleo resulta de la subjetividad de lo que invoca: incorrección. En América Latina, lejos de ser solo un significante vacío, el populismo expresa la incorrección propia de gran parte de los movimientos que lo inspiraron. Esto es claro en sociedades donde las experiencias populistas, a veces más por sus significantes que por sus prácticas, son la forma más acabada de la lógica política del antagonismo frente al orden establecido. En estos casos el sentido peyorativo del calificativo populismo es reapropiado por el propio actor, produciendo une inversión axiológica.

3. El discurso de condena, la irracionalidad como patología

En el discurso hegemónico, el populismo sería una especie de patología o una perversión de lo político. En el caso argentino, la cuestión del peronismo como una enfermedad es recurrente; la voluntad de erradicación tomó diversas formas. La construcción discursiva de un “peronismo racional”, en el marco del macrismo, es una nueva expresión de un viejo anhelo. Las connotaciones peyorativas asociadas con el término deben ser puestas en relación con el hecho de que el populismo no se ajusta a los parámetros tradicionales de movilización política en las sociedades occidentales contemporáneas. Constituye una divergencia, considerado en su relación con las normas y las formas convencionales de los partidos tradicionales, las cuales son social y culturalmente aceptadas. Planteado en estos términos, el populismo se ha convertido en una categoría adecuada para descalificar los comportamientos políticos despreciados por una determinada visión del mundo. El sentido peyorativo del calificativo populismo es hegemónico. La palabra es utilizada para denostar. Clasificando en la categoría posiciones contrarias a los partidos políticos tradicionales del sistema representativo, se lo asocia a demagogia, clientelismo, chovinismo, personalismo, manipulación y autoritarismo. En esta interpretación, el populismo es encerrado en una dimensión demagógica y antidemocrática, lo cual no solo borra el carácter “protestatario” o “subversivo”, propio de las experiencias latinoamericanas, sino también la negación de la posibilidad de un populismo progresista o democrático.

La idea de que los populismos serían movimientos reaccionarios y anti-modernos, presente desde sus orígenes, es constante en las críticas. Reposando en el binomio racionalidad–irracionalidad, con el adjetivo populista se intenta describir fenómenos divergentes de los regímenes y movimientos políticos considerados “normales” o “serios”, en última instancia, “modernos”. En el caso argentino, dicha interpretación se inscribió naturalmente, perdurando, en la dicotomía fundadora de la sociedad: “civilización o barbarie”. El antiperonismo se inserta en la lógica sarmientina. Sus representaciones son preexistentes al peronismo mismo. La Argentina peronista, aunque intente resolver la dicotomía, sigue siendo la negación de Europa.

Según E. Laclau (2005), la condena del populismo por el discurso dominante se impuso porque el rechazo servía como elemento negativo fundador, polo contrario indispensable para identificar una lógica racional. Para Laclau (2005 : 34-35), que rechaza considerarlo un adjetivo peyorativo, la cuestión del tratamiento del populismo depende, así, de un problema más amplio, el de la creación de una frontera social entre la normalidad y la patología, que se encontraría planteada por G. Le Bon en La psicología de las masas. en última instancia la percepción del “Pueblo” como amenaza. Superar el prejuicio demandaría, entonces, analizar la formación de la identidad colectiva sin condenarla éticamente y aceptar, al contrario, los aspectos no racionales, pasionales y emocionales como constitutivos de la política. Para Laclau, las ciencias humanas han descuidado esos aspectos en su análisis y, por eso, se ha juzgado mal la formación de las identidades colectivas, en particular la del populismo. La dificultad de entender los populismos no se puede separar de la tradicional subestimación y/o desprecio de la dimensión de los aspectos pasionales como constitutivos de la política. En última instancia, del desconocimiento de que la política constituye una articulación inestable entre razón y pasión.

En general, la dimensión afectiva ocupa un lugar prioritario en los populismos, manifestándose claramente en los discursos. Esencialmente reactivos, dicho discursos hacen un uso frecuente del vocabulario emotivo, del orden de los afectos. Los discursos de E. Perón son el mejor ejemplo. La puesta en valor –y la reivindicación– de la dimensión afectiva en la política, constituye un punto importante para la comprensión del populismo latinoamericano. Conduce a la reivindicación de la importancia del reconocimiento de la dimensión emocional -en la política en general y en las configuraciones de identidad en particular-, a acentuar las pasiones y las emociones, erigidas como elementos constitutivos de la política, algo generalmente subestimado (Langue y Manero). En el populismo hay fuertes afectividades que participan de su denigración. En general, la tradición liberal percibe la afectividad política como un rasgo peligroso, asociándola al fanatismo.

La perspectiva crítica remite a valoraciones negativas de los vínculos establecidos entre los dirigentes populistas y las bases, los cuales se verían construidos sobre relaciones con una fuerte carga emocional de carácter “no político”. En este marco, la agresividad de las representaciones y prácticas de los populismos contestatarios latinoamericanos sería solo efecto de un temperamento político, no el resultado de una determinada concepción del conflicto social. La “violencia” producto del “odio” sería resentimiento. De Perón a Chávez, los discursos presidenciales son generalmente evocados como fuente de ese odio.

La interpretación crítica sostiene que los populismos se diferenciarían de otros regímenes políticos, en particular de la democracia representativa, por el tipo de relaciones establecidas entre las masas populares y el líder, atravesadas por elementos afectivos y emocionales. Esa “comunicación directa” entre el líder y las masas, pone en cuestión elementos básicos de la concepción liberal–democrática de la vida política, la representación en general y el parlamento en particular. Fuente de legitimidad, la plaza colmada y la presencia en las calles ha sido siempre un objetivo político clave para los populismos contestatarios latinoamericanos. El “Pueblo” es quien, con su presencia, reunido en la plaza, produce lo público e instituye la legitimidad plebiscitaria; y de esta manera, el hombre privado encuentra en la articulación con los otros y con el conductor su dimensión política. El carácter emocional y personalizado de las relaciones y de las prácticas sociales sustentaría la irracionalidad de los populismos, influyendo en los contenidos y los procedimientos. El populismo expresaría así vínculos propios de las sociedades tradicionales, en tanto se apartan de las relaciones racionalizadas e impersonales que caracterizarían a las sociedades modernas. Tempranamente, G. Germani sostendrá que factores de índole afectiva y emocional, antes que racional, explicarían por qué los populismos se apartan de los canales institucionales supuestos por la democracia liberal.

4. La amenaza populista

El aspecto irracional del populismo se expresaría en términos institucionales transformándolo en una amenaza. La perspectiva crítica presta una atención especial a la detracción de la relación del populismo con las instituciones. Comprendido en esos términos, el populismo no se opone solo a la democracia liberal o representativa, sino a la propia democracia sin más. Alteridad política de una determinada concepción del mundo, el populismo(s) es percibido como una amenaza para el status quo a nivel nacional como internacional. En dicha enunciación coinciden la política 7, la universidad8, el periodismo, las ONG 9.

Para las interpretaciones críticas, solo la tradición republicana es percibida como explícitamente democrática, permitiendo un régimen constitucional que garantiza las libertades fundamentales. Su punto de vista principal es que la república tiende a la institucionalización de la moderación y no a la radicalización. De forma contraria, a partir de la manipulación, el populismo buscaría dividir a la sociedad, convirtiendo a la mayoría en un todo aglutinante que se apropia del concepto “Pueblo” e instala el conflicto según una perspectiva de lo político según la cual, en última instancia, solo existe el poder y el antagonismo. Esta relación dicotómica con la república hace que el populismo sea asimilado o funcione como sinónimo de “cesarismo”.

Para movimientos como el peronismo o el chavismo, la idea de res publica asimilada a la de “nación soberana” se expresa en la idea de una “patria” recuperada de las “oligarquías” y de los “imperialismos”. Como en Saint-Just y Robespierre, la legitimidad de las leyes o de las instituciones republicanas no emana solamente del sufragio, sino más bien de la acción del propio movimiento “revolucionario” que ha puesto en práctica principios orientados al bien común, como la “justicia social”, la “independencia económica” y la “ soberanía política” , en el caso del peronismo. La república no sería otra que la forma de gobierno capaz de cumplir con el objetivo de la equidad social, aunque éste objetivo deba llevarse a cabo a la fuerza o reñido con la ley y las formas. La democracia plebiscitaria de las manifestaciones populares otorga la legitimidad; el “Pueblo” movilizado evidencia el depósito de la confianza de la comunidad en el nuevo dogma político.

Los modos de funcionamiento “irracionales” del populismo se opondrían a la “racionalidad” en término de gestión de las elites políticas. El desprecio de las formas por parte del populismo es asimilado a un ultraje a las instituciones republicanas. En la tradición de la democracia representativa, la gestión de la “cosa pública” –la república— se confía a las instituciones y a una “clase” política diferenciada u opuesta a las masas. Los populismos no sabrían generar dirigentes capaces de desempeñarse en la gestión. En el siglo XXI, la cuestión de las élites en los populismos trasciende el componente anti-elitista de sus representaciones y prácticas. Así, para sectores conservadores, los populismos nacionalistas europeos serían el síntoma de una crisis profunda de civilización, vinculada a la voluntad de las élites occidentales de imponer un nuevo mundo10.

Para la perspectiva crítica, el populismo sería pura demagogia. A partir de un simplismo explicativo, el populismo prometería soluciones inmediatas a problemas causados, generalmente, por un Otro devenido, en general, un enemigo “externo”. Las conquistas sociales, características en el caso de América Latina, se interpretan como regalos electorales y no como expresión de derechos. Tal es la opinión, entre otros, de G. Hermet. La adhesión a la tradición republicana que acompaña el rechazo a movimientos designados como populismos es una premisa que encontramos en la mayoría de los opositores al populismo. En el caso argentino, la referencia a esta tradición como forma de oposición al peronismo recorre la historia inmediata. Obligados a aceptar el proceso de homogeneización e inclusión social que significó el peronismo, la crítica, tanto política como académica, encontró en la degradación de una institucionalidad, nunca realmente existente, su principal argumento.

En el siglo XXI latinoamericano, el populismo es en sí un hecho estratégico. El carácter contestatario frente al orden social que emerge con el fin de la Guerra Fría le otorga una dimensión amenazante. Críticos del enlargement, los neo-populismos contestatarios son responsabilizados por la multiplicidad de conflictos sociales que emergen en la región. En este sentido, serían el origen de una multiplicidad de acciones que cuestionaban el binomio “economía de mercado-democracia liberal” en el continente. En un contexto de liderazgo continental presentado como tal por un discurso transnacional, supranacional, mediatizado, el mesianismo revolucionario de Chávez habría inspirado organizaciones agrarias en Paraguay, poblaciones originarias en Bolivia, Ecuador y Chile, movimientos sociales en Argentina, guerrillas en Colombia y militares nacionalistas en Perú. Venezuela ha sido asociada al narcotráfico y a organizaciones denunciadas como terroristas, como el Hezbollah. Como en la Guerra Fría, el espectro de una visión contestataria del orden aparece detrás del golpe de Estado en Honduras.

Los Estados Unidos lo expresan sin eufemismo, en la consideración de los “populismos radicales” como “nuevas amenazas”, al mismo nivel que terrorismo u organizaciones criminales. En 2005, el jefe del Comando sur de los Estados Unidos, el general B. Craddock, ratifica los lineamientos subrayando la existencia de grupos radicales islámicos que participan en actividades ilegales, al mismo tiempo que hace referencia a la amenaza que representa el populismo “radical” para los estados de la región y a la influencia de China en el continente11. Imbuidos de una visión geopolítica del sistema internacional articulada en torno a la constitución de un mundo multipolar, el cambio en la distribución de poder con la creciente influencia de estados como China, Rusia e India y la modificación del eje del Atlántico Norte hacia Asia, la cooperación Sur-Sur, la importancia de la competencia por los recursos naturales y, en algunos casos, -el de los países bolivarianos-, por la crítica permanente a los Estados Unidos, los neo-populismos contestatarios aparecen como disfuncionales para la hegemonía estadounidense. Sin embargo, la realidad es más compleja; las relaciones no fueron necesariamente orientadas por un juego de suma cero.

5. De lo político a lo económico

El aspecto irracional del populismo -su carácter patológico- trasciende lo político y se expresaría también en el campo económico. La puesta en valor de la irracionalidad económica del populismo deriva de su dimensión política. La irresponsabilidad fiscal sería la consecuencia lógica del carácter demagógico del populismo que lo empuja a la redistribución. La corrupción, el resultado de la ruptura pronunciada entre el espacio de la ética y el de la política. Para sus detractores, la redistribución y las respuestas a las demandas sociales insatisfechas formarían parte del culto del hoy, del aquí y del ahora. Modificar las condiciones de vida sería una manifestación más del “imperio de lo efímero”. Bajo esta lógica, el populismo presenta el mérito de ligar el supuesto rechazo a la modernidad a un avenir político “posmoderno” del cual sería la expresión.

La visión de la irracionalidad económica del populismo está profundamente arraigada en la tradición anglosajona, fundamentalmente estadounidense, y constituye un elemento central para la descalificación de los gobiernos que se niegan al enlargement de la economía de mercado. Para esta interpretación, tanto en los ámbitos políticos como en los académicos, el populismo se reduce a una “ideología” arcaica, intervencionista, estructurada a partir de una economía protegida y de un modelo de redistribución de los ingresos a través de medidas públicas (Dornbusch y Edwards 1991)12

Esta percepción considera al populismo como subordinado a una irracionalidad, en este caso económica, dada por un abordaje heterodoxo, socializante, keynesiano, que lo conduce al fracaso económico. Este enfoque identifica al populismo con una determinada práctica política y económica, lo reduce a una ideología y a una experiencia concreta, como la desarrollada en América Latina. Esta interpretación participa de una visión según la cual cualquier teoría que postule que los conflictos pueden encontrar solución más allá de la sociedad capitalista y el mercado está condenada al fracaso. El “fin de la historia”13 debería haber significado el fin de los populismos contestatarios. Paradójicamente, el populismo contestatario latinoamericano terminó constituyendo una innovación política que trascendió la región, inscribiéndose en una temporalidad larga. Así, para A. Rouquié (2016) el peronismo, lejos de ser una singularidad, habría exportado su práctica de poder para convertirse en una de las fuentes de las “democracias hegemónicas”.

La recuperación del control de la economía mediante el Estado iría a contrapelo de la modernidad propia de la globalización en tanto que proceso e ideología, donde las sociedades son despojadas de lo político en nombre de los procedimientos eficaces de la tecnocracia y de los mecanismos reguladores del mercado. La ineficiencia del populismo reencuentra el carácter obsoleto del Estado. En ese marco, cualquier medida que cuestione una determinada concepción del orden económico es denominada populista y, por carácter transitivo, asociada al mal gobierno o a la corrupción. La utilización de la palabra para referirse a las políticas de B. Obama significa algo más que un abuso del lenguaje.

En América Latina, el enfoque que identifica al populismo con una práctica política “pasada de moda” lo reduce a un sustrato ideológico más o menos consciente y a una experiencia concreta, la del siglo XX. En el caso argentino, la asociación entre peronismo y kirchnerismo es un combate del presente, que continua asimilando al populismo con irresponsabilidad y demagogia, en el cual la descalificación actúa como una manera de impugnar procesos de inclusión social. Se trata de un posicionamiento político e ideológico, cuyas consecuencias deben analizarse en términos de prácticas políticas in situ.

En el caso latinoamericano, la reducción del populismo a una determinada representación político-económica del mundo, a una “ideología” inmutable, se enfrenta al desarrollo, por formaciones políticas populistas tradicionales,-peronismo, APRA, PRI, MNR o AD, en la década de 1990- de programas de reforma estructural que reducen el tamaño del Estado y abren la economía a la competencia. Estos movimientos, que apoyaron proyectos de reforma en contradicción con sus tradiciones originales, han sido llamados, por otra parte, “neopopulismos”. Partidos populistas históricos han sufrido profundas transformaciones en términos de representaciones políticas y culturales. Estos tienden a inspirar políticas públicas muy diferentes, que también implican cambios profundos en el modelo de desarrollo y la naturaleza del Estado.

En el marco de la globalización como proceso e ideología, su relación con lo político y con lo económico, haría del populismo un anacronismo. La supuesta deslegitimación del Estado-nación y de lo ideológico hace que la voluntad de apropiación de soberanía -tanto nacional como popular- que se desprende de la centralidad de las figuras del Pueblo y de la Nación, sea percibida como un arcaísmo. En el desorden global, los tópicos de las luchas contra la “oligarquía” y el “imperialismo” son actualizados de ambos lados del Atlántico por proyectos políticos muy diferentes. Dos fenómenos ligados al conflicto tradicionalmente presentes en América latina aparecen en Europa: el rechazo a las élites -asociadas a oligarquías- y a estructuras supranacionales definidas como imperiales. Los lazos de dependencia de las naciones –a los Estados Unidos en América Latina, a Bruselas en Europa– son interpretados como una violación a los límites imaginados de la comunidad política: el Pueblo.

La globalización como una construcción política de dominación descentralizada y desterritorializada sin referencia al poder de Estado (Hardt y Negri 2001; Boron 2002), pero también las zonas de libre comercio y otros modos de integración como la Unión Europea, llevaron a la aparición de comunidades políticas de nuevo tipo que plantean la cuestión de la naturaleza imperial a partir de dos características tradicionales de los imperios. Primero, el hecho de que estos son de naturaleza plural. La diversidad cultural, religiosa, lingüística es una de las peculiaridades de los imperios. En segundo lugar, el hecho de que, dentro de los imperios, las sociedades políticas funcionan como autoridades no soberanas. La cuestión de la soberanía conduce a un elemento central en la crítica a los populismos producida en las sociedades europeas: el nacionalismo.

6. El prejuicio frente a la dimensión identitaria

Para el discurso crítico, bajo el término “populismo” surge una concepción del mundo disfuncional para sociedades como las occidentales, estructuradas a partir del enlargement de la democracia liberal y de la economía de mercado y concebidas como postnacionales. En dicha perspectiva, el populismo queda encerrado en una dimensión identitaria, expresión de lo atávico de la nación. Aunque concebir el nacionalismo como el factor determinante del populismo excluye de esta categoría un sinnúmero de experiencias, el anti nacionalismo liberal es un denominador común en la condena de los populismos. Casi no habría populismo no nacional. Desde esta perspectiva, el llamado al “Pueblo” siempre terminaría resonando como un llamado al pueblo “nacional” identificado al pueblo “étnico” (Reynié. 2013 : 39), algo que desmiente la reformulación de la nacionalidad operada por el peronismo en Argentina (Manero 2014). En América Latina, el nacionalismo como ideología, que nace a la derecha de la escena política con la consolidación del estado postcolonial, se corre progresivamente hacia la izquierda; el proceso se invierte con respecto a Europa.

La dimensión identitaria en la reflexión crítica sobre el populismo no puede ser aislada de las reacciones a la globalización como proceso y como ideología. Las experiencias populistas vuelven a aparecer nuevamente como una reacción contra la irrupción de una “modernidad multiforme” (Hermet. 1997 : 46). Esa reacción asumiría una multiplicidad de formas y sentidos. El uso del concepto en la pos-Guerra Fría se basa en gran parte en esa interpretación vigente desde la génesis de la reflexión sobre el populismo, según la cual este sería la expresión política de la reconstrucción de las identidades marginalizadas por los procesos de modernización. Sería, así, una de las expresiones del repliegue identitario, la manifestación de un llamado a un retorno a formas de unidad cultural que pertenecen a un pasado más o menos mítico.

Ahora bien, la crítica al aspecto identitario debe ser entendida en una temporalidad larga; se relaciona con un juicio al nacionalismo que se nutre de la historia europea del siglo XX, donde confluyen tanto los conflictos potenciales que el nacionalismo puede inspirar como el carácter cosmopolita y liberal de los integrantes del sistema político por izquierda y por derecha. La actitud frente al populismo se inscribe en el marco de un viejo debate sobre la relación de la democracia al nacionalismo. Ciertas propuestas destinadas a promover un nacionalismo de baja intensidad, “domesticado”14 (Mounk 2018), para combatir al populismo, no son otra cosa que notas de pie de página de la idea “racional” de patria que se desprende del patriotismo constitucional de J. Habermas (1992).

La primacía del componente identitario en el discurso crítico está presente desde los años 1980, como lo evidencia P. A. Taguieff en sus trabajos. En el marco de la emergencia del Front National, desarrolla el concepto de nacional-populismo, frecuentemente confundido con la idea de nacional-popular, producto del esfuerzo de G. Germani (1962) por comprender qué era el peronismo.

A diferencia de las sociedades latinoamericanas, donde el aspecto “identitario” no produce necesariamente la supresión del carácter “protestatario” ni se opone a él, sino que, por el contrario, muestran un proceso de retroalimentación, en gran parte de las experiencias europeas, ethnos y demos son separados. Así, Taguieff (1997, 2012) destaca que en los partidos populistas la dimensión identitaria predomina con respecto a la rebelión contra las élites establecidas. Según él, es el aspecto nacionalista lo que caracteriza a los populismos –en este caso, la preocupación por la defensa y la unión del pueblo contra sus enemigos interiores y exteriores, y no el aspecto popular, la demanda de un reconocimiento político por parte de las masas y la adecuación, real o simulada, de los dirigentes populistas a estas. La participación política del “Pueblo” en los movimientos populistas es relegada a un segundo plano. En este marco, la comparación con el fascismo es recurrente. Aunque disocie al populismo de cualquier ideología, Taguieff (1997) hace hincapié en las similitudes de objetivos entre los regímenes populistas y fascistas –una interpretación en gran medida perimida en América Latina– en lo que atañe a los objetivos como la integración de las masas obreras, la resistencia contra el imperialismo, la superación de la divisoria izquierda–derecha y el valor de exclusión que implica la constitución de la identidad nacional. Si bien en los años 1990, trabajos como los de M. Wieviorka (1993), que giran sobre el tríptico identidad, racismo y violencia, amplían conceptos como los de populismo o de nacionalismo, haciendo hincapié en cómo estos movimientos pueden conllevar proyectos de modernización económica, de fortalecimiento de la democracia y de participación popular en la modernidad, la interpretación despectiva es predominante.

En América Latina, el populismo es una tentativa de mantener o de recrear una identidad colectiva en la cual el aspecto “protestatario–contestatario” de aquél acompaña a su aspecto identitario. La transferencia del resentimiento contra las élites en el poder hacia una animosidad contra los extranjeros, el anti-elitismo subordinado a la xenofobia, que, según diversas interpretaciones, caracteriza los populismos, en los casos latinoamericanos no existe. En el populismo latinoamericano, los “extranjeros” rechazados son los miembros de las élites. Asociadas al imperio, son expulsadas del colectivo de identificación nacional. El nacionalismo de los populismos contestatarios latinoamericanos es un nacionalismo defensivo, sin acentos racistas, vinculado con un aspecto de la Revolución Francesa y no con su negación15. No se trata del nacionalismo expansionista, tampoco del que se desprende de movimientos xenofóbicos; nada tiene que ver con la reivindicación nacional del fascismo italiano o del Frente Nacional francés.

El nacionalismo de los populismos contestatarios se opone al nacionalismo nazi–fascista, que es un nacionalismo expansivo. Mientras que el nacionalismo nacionalsocialista procuraba afirmar una superioridad racial a través de una política de expansionismo y de exterminio de otras razas, el nacionalismo populista procura afirmarse con relación a las potencias coloniales. En ese contexto, el conflicto está vinculado con la lucha por la autodeterminación nacional. Así, en el caso argentino, lejos del aspecto elitista de los fascismos, el nacionalismo peronista arraiga la idea de nación en el “Pueblo” más que en el territorio o la raza. Con esta inversión, el peronismo aparece como un fenómeno nuevo. Las retóricas patrióticas de uno y otro tipo de régimen son distintas. Si el peronismo reivindicó el monopolio de la nación, a diferencia del fascismo, no se presentó como la única formación política explícitamente nacionalista ni como representante único del nacionalismo. Siempre sostuvo una política frentista. El fascismo monopolizó el campo nacionalista absorbiendo progresivamente las otras organizaciones y convirtiéndose en la única fuerza política nacionalista.

Por otra parte, el extranjero rechazado no es el de la minoría étnica, cultural o religiosa, ni el inmigrante, es más bien el “imperialista” y sus aliados, la “oligarquía”, percibida como extranjera. Esto constituye una diferencia importante en comparación con otras formas del nacionalismo, en particular con las que acompañaron la expansión de los países hegemónicos. Los populismos contestatarios latinoamericanos permiten una forma de nacionalismo que no solo se encuentra en las antípodas del nacionalismo fundador de imperios que posibilitó la formación del mundo colonial, sino que es su propia negación.

América Latina desarrolló una concepción del nacionalismo estrechamente vinculada con la reivindicación de identidades sometidas. La importancia de la idea de resistencia y de rebelión en la formación identitaria y del nacionalismo como elemento movilizador es inherente a un espacio que, a lo largo del tiempo, ha sido el producto de diferentes y sucesivos proyectos de dominación. América Latina siempre fue una zona bajo el peso de la dependencia: España, Portugal, Inglaterra, Estados Unidos, Francia, Holanda. Nunca dejó de ser un espacio geopolítico conflictivo, convertido en un lugar de enfrentamiento con las grandes potencias. Sin embargo, si bien. en general, los nacionalismos latinoamericanos procuran defender la autonomía y la soberanía a partir de una concepción de sus intereses nacionales como antagónicos a los de los países centrales, por razones de interdependencia y de complementariedad no sostienen políticas hostiles hacia Occidente ni desean un desarrollo desconectado de este.

7. Identitario y protestatario

Los populismos contestatarios latinoamericanos asocian la soberanía nacional a la popular, reconciliando la democracia con la nación por vía de la legitimidad del “Pueblo”. Para ellos, la idea de que pueda haber democracia sin soberanía nacional es una falacia. En el marco de los populismos, los símbolos nacionales adquieren sentido democrático, lo que establece una diferencia con otras reivindicaciones nacionalistas, como la que sostenían los integristas o las dictaduras militares. La reivindicación identitaria que procede de la apelación a la nación se inscribe en un marco de reapropiación de soberanía, nacional y popular, propia de una concepción de progreso social en la cual el cambio o la ruptura provienen de la movilización de los antagonismos por las demandas de los sectores populares. Este enfoque permite poner de manifiesto la especificidad de las experiencias latinoamericanas, de la Argentina peronista a la Venezuela chavista de la época de H. Chavez, pasando por la Bolivia de Evo Morales, tres casos en los cuales el momento de ruptura y la búsqueda de la constitución de un nuevo sujeto social es acompañado por una fuerte reivindicación identitaria de tipo nacionalista. Lejos de ser un portador de utopías reaccionarias16 el populismo es el agente de demandas concretas de carácter democrático.

El potencial democrático del populismo, tempranamente resaltado por parte de las ciencias sociales latinoamericanas, sigue siendo, en general, negado o subestimado. No solo se rechaza la capacidad de articular demandas sociales insatisfechas que han tenido los populismos latinoamericanos, sino que se tiende a desconocer el hecho de que han participado de la ampliación de los derechos políticos y sociales durante el siglo XX en América Latina, constituyendo un elemento clave para una ciudadanía real. Así, vinculada con los reclamos de inclusión, G. Aboy Carlés (2005 : 146) sostiene que, aunque reñida con el liberalismo, la tradición populista es, con sus inherentes limitaciones, la principal tradición democrática que ha tenido la Argentina.

Objetivamente, el carácter democrático de las experiencias latinoamericanas es medible tanto en la modificación de la distribución de las rentas como en la ocupación del espacio público y privado. Los populismos contestatarios, los históricos como los del siglo XXI, implicaron que las clases subalternas accedieran a lugares donde nunca habían accedido. El cuento “Casa tomada” de Julio Cortázar ilustra el sentimiento de odio que esto provocó, no solamente en las oligarquías.

El fin de la Guerra fría aporta una relectura, aunque parcial y minoritaria. La emergencia de un nuevo paradigma se consolida y el potencial de democratización del populismo se reconoce. De ambos lados del Atlántico, las ciencias sociales interrogan su relación con el “Pueblo” y la democracia (Meny & Surel 2000; De la Torre 2007). Así, D. Quattrochi–Woisson (1997), profundizando argumentos formulados por la “Izquierda nacional” en Argentina, subraya su carácter transformador y P. Piccone (2008) valoriza el populismo al sostener que, excepto sus peores avatares, es la actualización de una antigua tradición, la de la democracia directa, del localismo y de la especificidad cultural. Ligado a una concepción agonística de la democracia y a la idea de pueblo como factor de radicalización de la misma, el populismo deviene un elemento central de la cuestión de cómo definir el conflicto y qué ubicación este pudiera tener dentro de una teoría de la democracia (Franzé 2014). Por su parte, E. Laclau y C. Mouffe no solo rescatan en los populismos caracteres propios de las democracias sino que les asignan elementos que evidencian un carácter contestatario, como la crítica al funcionamiento del capitalismo o la institución del pueblo como actor social central, permitiendo la emergencia de la identidad popular. El populismo no sería una forma degradada de la política. No sólo no es irracional sino que es constitutivo de una forma de racionalidad política.

No sólo el aspecto protestatario es puesto en valor; este constituye la expresión misma del carácter democrático que puede implicar el populismo como forma de lo político. Ahora bien, las praxis populistas nos recuerdan que la democracia es conflicto, que las relaciones entre las partes participan de un juego de suma cero social, que no siempre es reconocido. Los hechos del siglo XX sugieren que la mayor responsabilidad en la tarea de excluir y cercenar derechos se da en nombre de la democracia liberal. El liberalismo latinoamericano se caracteriza paradójicamente, por su negación del pluralismo político.

Los populismos producen exclusión al buscar definir los contornos de una nueva comunidad política a partir de la oposición a las élites. La democratización de las relaciones sociales y el igualitarismo del peronismo o del chavismo se acompañaban de una concepción de la política que provocaba el desarrollo de comportamientos autoritarios hacia la oposición y la tendencia a rechazar la diferencia ideológica. En este marco, el anticomunismo de las experiencias populistas contestatarias del siglo XX -un elemento en común con el fascismo- participó de la dificultad de reconocer en los populismos una praxis “de” izquierda “por” la “izquierda. Los populismos históricos procuraron eliminar la influencia del marxismo mediante la combinación de medidas represivas, de políticas sociales y de propaganda. Como lo muestra el caso argentino, los partidos tradicionales de izquierda, en particular los comunistas, fueron jaqueados por los populismos y jamás recuperaron sus bases sociales. El peso del antifascismo influyó en la percepción del peronismo. El autoritarismo confirmaba los prejuicios. Las páginas del Argentinisches Wochenblatt con su proyección de la situación europea en la percepción del peronismo en formación (Livet 2010) son un buen ejemplo de una distorsión que afectaba inclusive a los sectores con un conocimiento mayor de los procesos europeos.

El populismo aparece como un proceso de ampliación de los derechos sociales con modalidades intolerantes que afectan los derechos políticos de las minorías. En general, el populismo latinoamericano se impuso a menudo de modo autoritario en sociedades incapaces de integrar las demandas de los sectores populares; una falta de integración que no puede ser reducida a la simple ausencia de mecanismos institucionales suficientes. Sus representaciones políticas y estratégicas deben ser consideradas. Así, desde 1943, Perón construyó su movimiento denunciando la idea de ciudadanía liberal como un mecanismo de opresión, asociando su figura y su proyecto con un concepto de ciudadanía que garantizaba la igualdad a nivel social y un aumento de los márgenes de autonomía de la nación a nivel del sistema internacional, ideas sobre las cuales se construía para el peronismo la “libertad efectiva”.

La lógica política de los populismos contestatarios comporta la posibilidad latente de restringir, en nombre de la extensión de los derechos, el espacio de diferencias políticas dentro de la comunidad nacional. La experiencia latinoamericana muestra que la construcción de una frontera antagónica a partir de las demandas populares puede y suele implicar sectarismo y desarrollar formas de autoritarismo, que conllevan a que el actor populista vaya perdiendo progresivamente adhesiones. En ese marco, el peronismo genera políticas inclusivas cuya contrapartida es la adhesión necesaria: si no se es peronista, no se puede ser argentino (Sigal & Verón 1988). Al ampliar derechos sociales, afecta libertades individuales; la justificación reposa en el convencimiento de actuar en circunstancias “extraordinarias”, provocadas por enemigos internos o externos, a las que, por lo tanto, corresponden “condiciones de excepción” en el ejercicio del poder.

En general, la movilización y la participación política de las clases populares han sido acompañadas de una cierta indulgencia por parte de esos grupos movilizados con relación a aspectos autoritarios de los populismos tales como la homogeneización de la opinión pública a partir de los medios de comunicación y de la educación, o las restricciones de libertades individuales. Como lo sostuvo tempranamente en referencia a los movimientos populistas de mediados del siglo XX el grupo nucleado en torno a G. Germani, las libertades concretas parecen prioritarias con relación a otras más abstractas. Las restricciones a la libertad de opinión coexisten con numerosas e importantes experiencias de libertad concreta.

Las clases populares movilizadas estarían favorablemente predispuestas con respecto a ese autoritarismo, que si bien limita sobre todo los privilegios de las élites, afecta derechos individuales reivindicados por importantes sectores de la clase media. Los gobiernos populistas supieron garantizarles a los individuos un nivel de libertad concreta y efectiva y la obtención de un cierto grado de participación política efectiva y real: la “experiencia de participación” (Germani, Di Tella & Ianni. 1973 : 35). La conciencia de estas conquistas se vio acompañada por un sentimiento dominante de rechazo hacia la democracia liberal. Las clases populares latinoamericanas frecuentemente alentaron los movimientos populistas en detrimento del modelo occidental de democracia representativa. Para las clases populares movilizadas por los populismos, los símbolos de la democracia perdieron o, más bien, jamás tuvieron un significado positivo. El rechazo al disenso y a una cierta idea de la libertad -la libertad individual- no parecía una preocupación. Democracias que respetaban una cierta legalidad fueron percibidas como un instrumento de dominación de las minorías (Germani, Di Tella & Ianni. 1973 : 34). Las poblaciones sostenían una demanda de cambios concretos, vinculados con esa revolución de las aspiraciones o de las expectativas a la que hacen referencia Germani y sus discípulos17.

La tensión entre autoritarismo y democracia se repitió a diferentes escalas. Un modelo político y sindical verticalista (Di Tella 2003) fundado en el aparato burocrático y en el encuadramiento, se combinaba con niveles elevados de discusión interna y de participación activa en la elección de los dirigentes en el marco de los sindicatos y de las unidades básicas (Buchrucker 1987). La indulgencia frente a la distorsión de la democracia liberal también puede encontrarse en otros actores, como los intelectuales, con la generalización que implica el término. En general los “trabajadores de la cultura”, en particular los universitarios, sintiéndose afectados en sus intereses, fueron acérrimos opositores. Sin embargo, una parte de los mismos desdeñó los aspectos autoritarios de los populismos, dada la prioridad otorgada a principios ideológicos –como las posiciones antiimperialistas o los cuestionamientos del statu quo– o a ciertos logros del régimen, como la implementación de medidas proclives a la justicia social.

La interpretación que hace Germani (1978) del comportamiento de los sectores populares no puede ser escindida de la idea de la transición de la sociedad tradicional a la sociedad moderna o de masas que dominaba su visión. Si su interpretación permite romper con la asimilación al fascismo, se mantiene anclada en la idea de la transición presente en los orígenes del concepto de populismo. Para explicar los procesos políticos que protagonizan los sectores populares se aplica al análisis de la sociedad argentina el concepto de cultural lag, la idea de una brecha cultural, que correspondería a un “retraso” entre diferentes sectores sociales, particularmente entre el mundo urbano y el mundo rural, y que afecta al conjunto de normas y de valores18. Dicha transición implicaría un proceso de integración social en el cual confluyen estratos medios conformados a partir de la inmigración concentrada en los centros urbanos -portadores de axiologías y actitudes “modernas”- y estratos populares criollos, portadores de axiologías y actitudes tradicionales. Para Germani (1974 : 142), las clases populares incorporaron el pensamiento igualitario, la aspiración a derechos sociales y las críticas a la legitimidad del orden capitalista originados en los países desarrollados, manteniendo vivas actitudes propias de sociedades tradicionales, en las que las instituciones de la sociedad industrial no habían penetrado.

8. Elementos de una redefinición conceptual en el marco latinoamericano: populismo (s) y conflictos

La representación del conflicto permite subrayar el carácter “protestatario” o “subversivo”, propio de las experiencias latinoamericanas. No se trata de un factor menor. Si ningún elemento logra unificar la aprehensión de los populismos, existe en cambio uno que los diferencia profundamente: el conflicto. Los populismos contestatarios latinoamericanos se diferencian de otros fenómenos políticos generalmente agrupados bajo esta categoría, tanto en el centro como en las periferias, en su conceptualización del conflicto. La dimensión dada al conflicto social en la construcción identitaria conduce a considerarlo como la característica decisiva de su lógica política. Dicha dimensión es inseparable tanto de su concepción de la política como un juego de suma cero, como de su principal elemento legitimante: el “Pueblo”. Los populismos latinoamericanos nos recuerdan que la definición del enemigo es constitutiva de la identidad del pueblo (Lefort 1981).

Elemento central de sus representaciones y prácticas, el conflicto no ofrece una respuesta satisfactoria a una definición universal del populismo, pero contribuye a la resolución de un problema mayor: el de distinguir fenómenos políticos construidos sobre una lógica afín, tradicionalmente incluidos en una misma categorización. El conflicto los pone en contraste, lo cual permite determinar un sentido más exacto del término en una sociedad dada. Tomar en consideración uno de los fundamentos del género –las figuras del conflicto— debería permitir eliminar un cierto número de ambigüedades relacionadas con lo que se conoce o conviene denominar como populismo.

El acento debe ser puesto no tanto en los usos que hacen del conflicto -la lógica puede ser muy similar, incluso la misma-, sino en los intereses sociales que expresan. Aunque en los populismos, en general, la unidad del pueblo y la nación se ve afectada por la acción de diversos “enemigos” –las elites políticas asociadas a los partidos políticos, la oligarquía, los inmigrantes, el imperialismo–, reduciendo la política a una relación Amigo–Enemigo, sus conceptualizaciones del conflicto son disímiles. Lógica parecida y axiologías similares expresan proyectos políticos diferentes. No sólo los actores y los intereses sociales se oponen. Para ciertos populismos, la diferenciación entre el “nosotros” y el “otro” se construye sobre argumentos de orden moral o racial; en otros, los argumentos son claramente de orden social o geopolítico. Así, en Argentina, el peronismo, con su discurso anti-oligárquico y antiimperialista, favoreció e implicó el paso de la amenaza interna de la sociedad construida sobre la trama judeo-masónica-comunista, propia al nacionalismo integrista, al enemigo social,lo que no implica la persistencia de denominadores comunes como el peso de las teorias del complot .

En ambos casos, la autoproclamación como víctima de conspiración refuerza el papel del enunciador en la legitimación de su acción política, en un dispositivo de análisis estructurado sobre una lógica de la guerra. Más allá de la importancia de las teorías de la conspiración en las representaciones estratégicas del peronismo, la función de la conspiración en el sistema ideológico del nacionalismo fundamentalista es diferente de la del populismo. La centralidad de la conspiración en el sistema de representación de los integristas resulta del hecho de que la conspiración constituye su sistema explicativo. Si la trama es el medio del habla, en el populismo, este es un efecto residual. Al establecer la lógica de la guerra desde el conflicto social, el populismo contestatario escapa parcialmente al determinismo de la conspiración para echar raíces en un orden radicalmente diferente. Abandona al enemigo “meta-social” para atacar a un enemigo social.

La concepción del conflicto de los populismos subraya la distinción analítica, puesto que ambas necesariamente interactúan, entre lo político y la política. Si lo “político” es la dimensión de antagonismo constitutiva de las sociedades humanas, “la política” sería el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictividad derivada de lo político19. La forma degrada de ese conjunto de actividades que refieren a la Polis, sería la “politiquería”.

Los populismos tienden a identificar y a asociar la esencia de lo político con el conflicto y la oposición agonista, ya sea en el plano de las clases sociales o de las relaciones internacionales, conduciendo a políticas estructuradas por el cuestionamiento del statu quo nacional e internacional. La política es entendida como dos voluntades políticas radicalmente contrapuestas, campos enfrentados que establecen una relación agonista entre un “nosotros” opuesto a un “ellos”. De forma schmittiana, el criterio de “lo político” resultaría del antagonismo, que funda un juego de suma cero entre el amigo y el enemigo. La aparición de un “nosotros” da testimonio de una lucha, la de un “Pueblo” asimilado a la “Nación” contra minorías “extranjeras”. Como los aristócratas durante la Revolución Francesa los oligarcas no tienen patria y los enemigos del “Pueblo” no pueden ser parte del “nosotros”. El consenso se basa en un acto de exclusión. Este estaría en última instancia ligado al proceso de fraternización, a la creación de “ciudadanos” que se reconocen a sí mismos en la defensa de un interés común expresado en demandas.

Los populismos contestatarios conciben la política como enfrentamiento y el conflicto como parte de la modernización de las relaciones políticas y sociales. Sus representaciones y sus prácticas tienen un fuerte componente decisionista. Sin embargo, como lo ilustra el peronismo a lo largo de toda su historia, si los populismos tienden a reducir las posibilidades de soluciones concertadas, no las cancelan como otras formas de lo político: las dictaduras latinoamericanas o los socialismos reales. Si el populismo puede ser autoritario, no es totalitario. Así, la posibilidad de gestionar el conflicto es uno de los aspectos más importantes de “los” peronismos en tanto que fuerza política y en base a ello no sólo pudo forjar su identidad, sino también perdurar en el tiempo.

Las dificultades para comprender el carácter “protestatario” o “subversivo” del populismo latinoamericano -y no solamente en las Ciencias Sociales europeas- resulta, en gran parte, de una de sus particularidades: la mantención en suspenso de la tensión entre la integración y la ruptura. En la tentativa permanente de unir contrarios, -autoritarismo y derechos, uso de la fuerza y exhortación a la paz social-, de las diversas experiencias, se lo percibe. Los populismos son tradicionalmente considerados, a la vez, como vehículos para el cambio social y como reacciones en favor del orden establecido, fundamentalmente por su apelación a la unidad nacional y por sus prácticas “bonapartistas”20. Así, como otros populismos contestatarios -el MNR en Bolivia-, en nombre de la nación y sobre la voluntad de evitar el conflicto, el peronismo termina provocando el momento más agudo de lucha de clases en la historia argentina. Ahora bien, por más que exprese lucha, lo hace bajo el imaginario de la paz social; incluso en los momentos más graves del conflicto social llega a sostener la ficción de la unidad nacional. La ambivalencia de los populismos dificulta su comprensión. El peronismo podía ser al mismo tiempo transformador socialmente y conservador culturalmente. En el caso argentino, dicha tensión es puesta en evidencia por los trabajos de E. De Ipola y de J. C. Portantiero.

En términos generales, los populismos son susceptibles de construirse sobre una combinación, no necesariamente estable, de referencias positivas a la modernidad y de principios que le son hostiles (Wieviorka. 1993 : 36). Como lo revelan las experiencias de comienzos del siglo XXI, elementos modernos y pre-modernos se combinan en todas las formas del populismo contestatario latinoamericano. El caso boliviano es tal vez paradigmático. Discernir cuál de ambos componentes es el que predomina es el dato central para poder inscribir los populismos en un sentido de progreso o de reacción. En esta diferenciación, la conceptualización del conflicto es primordial.

Las formas, los actores, los intereses y la intensidad de la conflictividad social son una diferencia fundamental con las experiencias populistas propias de las sociedades capitalistas desarrolladas. En el caso de los populismos contestatarios latinoamericanos, la división de lo político en Estados y en clases sociales con intereses opuestos o antagónicos permite desarrollar una concepción del conflicto claramente inscripta en el orden de la modernidad, fundando la exterioridad al colectivo de identificación en criterios fácilmente reconocibles y universalmente aceptados: los intereses sociales. Esto se percibe en las representaciones que identifican y asocian la esencia de lo político al conflicto y a los diversos enfrentamientos, ya sea en el plano de las clases sociales como en el de las relaciones internacionales, y que introducen políticas estructuradas sobre el cuestionamiento del statu quo nacional e internacional, no necesariamente radical. Así, para Germani y T. Di Tella, una de las características del populismo es la existencia de elites anti–statu quo que no buscan un cambio radical del orden de dominación existente.

En el desorden global, los “neo-populismos” reactualizaron esa característica que acompañó a los populismos contestatarios latinoamericanos: la tensión entre la representación del “Pueblo” en su unidad y el desarrollo de políticas que causan cismas internos en la comunidad: la “grieta”, como se la evoca en Argentina. El retorno de esta tendencia, que había sido cuestionada por la valorización de la democracia representativa desde la década de 1980, debe ser puesta en relación con el desencanto con respecto a la misma. En este sentido, el “neo-populismo” reintrodujo la idea, que caracterizó a los populismos tradicionales, según el cual no existe un consenso posible entre proyectos que expresan intereses antagónicos. Esta radicalización, vinculada a la dimensión “militar” de la vida “política” es un tipo de ejercicio de liderazgo dirigido a una forma de hegemonía, pero fundamentalmente resulta de una concepción del conflicto, basada en un juego de suma cero inherente a la tradición realista y funcional a una logica de guerra.

La lógica de guerra, requiere claves simbólicas desprovistas de ambigüedad. En la diferenciación entre “ellos” y “nosotros”, la falta de definición continúa considerándose peligrosa e inconcebible. Alimentada por la idea arcaica de la imposibilidad de la neutralidad, se trata de una concepción propia de la Polis del compromiso político. Según la moral codificada por Solón en Atenas en una ley que se le atribuye, en caso de guerra civil (stásis), todo ciudadano que no participa en el combate es objeto de atimia y pierde sus derechos cívicos. Así, para H. Chávez, uno está “por la Revolución” o está “en contra” de ella. El peronismo tiende a ilustrar esta característica. Esta representación del compromiso está presente desde la fundación misma, como lo evidencia un discurso de J. Perón (1985 : 487) del 28 de octubre de 1944:

Lo único que en este momento constituye un delito infamante para el ciudadano cuando ha de decidirse el futuro de la nacionalidad en que estamos empeñados es encontrarse entre uno y otro bando (...). Es necesario colocarse ya en el bando que creamos justo y, si es necesario, salir a la calle a luchar por salvar a la nación en cuanto esté en peligro (...).

Dicha representacion se expresa claramente en otra coyuntura, a modo de ejemple en un comunicado de Montoneros publicado en El Descamisado, en la edición del 6 de noviembre de 1973:

Hay un solo delito infamante para el ciudadano: que en la lucha en la que se deciden los destinos de Esparta, él no esté en ninguno de los dos bandos, o esté en los dos (dijo el Gral. Perón citando a Licurgo)21.

La consecuencia lógica es la idea de compromiso. A partir de la nación, los populismos buscaron crear una fraternidad política vinculante de nuevo tipo, diferente a la del Estado liberal, que permitiera generar lazos de confianza entre los sujetos. Promovieron una “comunidad política de ciudadanos”, donde la virtud política se traducía en un sacrificio individual en pos de un bienestar general. El sustrato común no era solamente la delegación de la voluntad individual, sino la participación en esa comunidad construida por todos. Esto fue llevado al paroxismo por las organizaciones político-militares para las cuales quienes no arriesgan su vida por la patria quedaban excluidos, no podían considerarse parte de ella: sacrificio voluntario del interés privado al interés general y abandono de los privilegios. Esta moral jacobina remite directamente a una concepción política como forma de religión civil22 surgida durante la Revolución Francesa.

Ahora bien a principios del siglo XXI, a diferencia de otras coyunturas, la exacerbación o reaparición de posiciones binarias construidas sobre el antagonismo radical no significa que la sociedad participe de una “guerra total” en la que los “enemigos” y los indefinidos no tienen derecho a existir. La relación Amigo-Enemigo no implica obligatoriamente un modelo revolucionario jacobino como el desarrollado durante la Guerra fría, inspirado en gran medida por el modelo cubano y por el foquismo. La extrema polarización del caso argentino y venezolano nos revela que el pasaje al acto de la “lógica de guerra” no es irreversible, que depende del comportamiento de los diversos actores, no solo nacionales.

9. Populismos e izquierdas

Si los populismos contestatarios latinoamericanos han sido generalmente asociados con los fascismos, tienen más que ver por la “izquierda”. En sus orígenes, los populismos latinoamericanos deben ser comparados con los movimientos que han llevado a las democracias occidentales a ampliar progresivamente sus bases políticas, integrando a las clases populares y extendiendo gradualmente los derechos cívicos, políticos y sociales, por el sendero del sufragio universal, del Estado providencia y del consumo de masas. Posteriormente, la reacción de las élites en un contexto mundial y latinoamericano caracterizado por la Guerra Fría incitó a sectores de los movimientos populistas a una radicalización a partir de dos elementos centrales de los populismos, la “crítica” del funcionamiento del capitalismo y el cuestionamiento del statu quo internacional, lo que provocó un debate ideológico dentro de los movimientos populistas y en los partidos de izquierda y una búsqueda de redefinición doctrinaria, incidiendo en los sistemas de alianzas internas y externas. En este marco, se volvió un movimiento de liberación nacional del Tercer Mundo.

Aunque las tareas que conciernen a la construcción de un proyecto de integración política y social de las clases subalternas los ubican a la izquierda de la escena política, la ambigüedad populista, en comparación con las referencias políticas tradicionales, hace compleja la inscripción de los populismos latinoamericanos en una divisoria derecha/izquierda. Formas del Estado de providencia en la región, si los populismos contestatarios latinoamericanos desempeñaron un rol comparable al de las socialdemocracias en Europa; la tentativa de escapar al esquema de confrontación Este–Oeste a partir de la reivindicación nacional los acerca a ese fenómeno inclasificable que es el gaullismo. Paradójicamente, el gaullismo, que tiene un gran número de elementos distintivos característicos que pueden asimilarlo al populismo latinoamericano (la cuestión del liderazgo en particular), rara vez se incluye en esta categoría.

En general, las experiencias históricas manifestaron un fuerte rechazo a la utilización de las categorias derecha e izquierda. En el caso argentino, el reconocimiento del peronismo como portador de un mensaje de izquierda es un fenómeno central de la vida política argentina después del golpe de Estado de 1955. Sin embargo, la asimilación del populismo a la “izquierda” estaba ya presente en el imaginario del primer peronismo, aunque el lenguaje que adoptó fuera ambiguo. Términos del nacionalismo se mezclan con conceptos de la izquierda. Desde sus orígenes el peronismo carga con una idea de “ruptura”, lo existente es “injusto” y debe ser revertido. En ocasión de la primera sesión del Parlamento, en 1946, los diputados peronistas se colocaron a la izquierda del hemiciclo dejándoles la derecha a los radicales (Quattrochi–Woisson. 1992 : 256).

En los populismos latinoamericanos se manifiestan caracteres propios de movimientos de izquierda actuantes a lo largo del siglo XX en Europa Occidental. La analogía con la socialdemocracia ha sido tempranamente subrayada por G. Germani. Algunos populismos se reivindican abiertamente como socialdemocracias, como es el caso de la Acción Popular Revolucionaria Americana en Perú o de la Acción Democrática en Venezuela, adhiriendo a la Internacional Socialista. La apelación a la nación expresada en la consigna política “Venezuela para los venezolanos” o las acciones nacionalistas sostenidas durante el trienio (1945–1948) ilustran sobre la articulación entre nacionalismo, socialdemocracia y populismo. Otras manifestaciones, como el peronismo, percibieron dicha institución como “colonial”, resistiendo todo intento de asimilación a la socialdemocracia. Un ejemplo de esta percepción en los años 1980 se encuentra en el libro de F. Chávez (1984), Social–democracia, ¿por qué?

Paradójicamente, el peronismo presenta afinidades evidentes con la social democracia y el laborismo europeo (Buchrucker. 1987 : 338). Gran parte de sus medidas coincidían perfectamente con las de la socialdemocracia de la época. Así, la Constitución sancionada en 1949 en Argentina estableció una serie de derechos sociales en concordancia con las conquistas que se producían, en ese terreno, en Europa Occidental. No obstante, existen diferencias de orden temporal y cultural, no limitadas a la cultura política preexistente, que son esenciales para la comprensión de los comportamientos políticos y de la imposibilidad de una aplicación del modelo occidental. Como fue puesto en evidencia por Germani, en América Latina, contrariamente a Europa, la fase industrial es más tardía (en la mayoría de los países se efectúa en el intervalo de las dos Guerras) y se desarrolla, entonces, en un contexto de dependencia económica y política, paralelamente a la instauración de los regímenes socialistas. El clima histórico e ideológico es otro. La hibridez ideológica y el rechazo de inscribirse en un esquema clásico derecha/izquierda, característica de los movimientos nacional-populares, sería una desviación específica de los países subdesarrollados en el proceso de modernización. Los mecanismos de transformación fueron más graduales y más lentos, pero también más sincronizados en Europa que en los países latinoamericanos. Los cambios sociales producidos por los movimientos populistas fueron demasiado profundos y rápidos con relación a la capacidad de integración, no tanto del sistema democrático, sino de las élites tradicionales. Los regímenes populistas operaron una transición relativamente rápida, la de un nivel de participación política relativamente bajo, aunque no mínimo, a una movilización masiva. La experiencia peronista se desarrolla entre 1945–1955.

En las democracias representativas occidentales, las élites intelectuales y obreras y las del “orden demócrata burgués”, a pesar de su enfrentamiento ideológico, comparten un cierto número de principios. Más allá de una lucha de clases a veces muy intensa, estos dos grupos se ponen de acuerdo sobre el ideal democrático. Los diversos populismos contestatarios latinoamericanos trataron de efectuar las reformas que la socialdemocracia había obtenido en Europa Occidental. Sin embargo, el “pacto social” que caracterizaba a las sociedades desarrolladas fue imposible. Las élites no acordaron. Dicha acción, sumada a las políticas de la potencia hegemónica en una coyuntura internacional adversa, terminaron con los populismos y las correspondientes tentativas de desarrollo autónomo. La mirada retrospectiva muestra no solo que todo ensayo de reforma social resultaba demonizado, sino que además provocaba, por reacción, el odio social contra los sectores populares. Esto provoca una divergencia esencial entre populismo y socialdemocracia.

Conclusión

El propósito de este trabajo no fue resolver el dilema conceptual que presenta el populismo, sino sobrepasar un cierto reduccionismo conceptual que tiende a designar realidades muy diversas bajo el nombre genérico de populismo. Se trata de interpretar ciertos procesos políticos en una espacialidad y temporalidad específica, a partir de una característica particular: el conflicto.

La mirada retrospectiva nos muestra que no es posible establecer una definición precisa del concepto de populismo mediante la determinación de rasgos comunes en la variedad de los fenómenos. En este contexto, parece más razonable -siguiendo a Laclau (1978, 1986, 2005 )-, aunque sin la asimilación del populismo con la política misma que se desprende de su lógica, por un lado, desagraviar al populismo, rechazar cualquier consideración peyorativa del adjetivo y sacarlo del index de categorías penalizadas; por otro, adjudicar al término valor explicativo, repensando el populismo no como una ideología o doctrina política determinada, sino como una forma de hacer política, más específicamente, una manera particular de constitución y de funcionamiento de lo político. El populismo, incluso en su conceptualización más reciente, no está relacionado con una ideología.

Las visiones que buscan captar la complejidad del fenómeno son limitadas. El paradigma despectivo es hegemónico. En el siglo XXI, el principal argumento de los críticos, por derecha y por izquierda, consiste en estigmatizar el potencial no solo subversivo, sino también democrático de movimientos diversos que instigan a resistir a la opresión por la vía de la voluntad de apropiación de la soberanía del pueblo y de la nación. Con el término populismo se hace referencia a una multiplicidad de formas de acción política consideradas como degradadas, irracionales o patológicas. El rasgo distintivo de la visión crítica que convierte al populismo en patología no es solo concebirlo como la antítesis de la democracia, sino reducir la democracia a una sola forma. Esta visión peyorativa tiende a ser extremadamente restrictiva. Ninguna de las características asignadas a los populismos es exclusiva, porque se encuentran a lo largo de todo el arco político. La mayoría de los actores que compiten en los sistemas políticos que garantizan las libertades fundamentales comprende un líder -en general carismático- fetichizado, y bases de apoyo ampliamente inorgánicas y heterogéneas, utilizando la primera persona del plural, el “nosotros inclusivo”, para dar la idea de que habla en nombre de todo un grupo, en general del “Pueblo”. La apelación al mismo, en tanto que llamado emocional, es desde la modernidad el elemento de legitimación de todo sistema político, de la democracia liberal a la democracia popular, pasando por los fascismos, lo mismo que la voluntad de restauración de alguna forma de “unidad orgánica” por vía de un pasado mítico. La cultura de la unanimidad o la reductio ad unum y la lógica del conflicto, propia de ciertos populismos del siglo XX, particularmente en América Latina, también estuvo presente en otros contextos, como en Francia, en el marco de la Revolución de 1789. La configuración de cualquier identidad política es relacional y requiere la constitución de límites. Pertenecer a un colectivo de identificación es de hecho “reunirse” contra otros. La concordia y la solidaridad pueden demandar o implicar una cultura de antagonismo como lo revela la idea de la fraternidad salida de dicha Revolución. El clientelismo es parte de la historia de los Estados Unidos y del progresismo europeo. El Partido Demócrata en los Estados Unidos resultó reforzado por el clientelismo durante los años 1930 y el Laborismo británico, apuntó en los años 1970 a la provisión masiva de viviendas estatales para asegurarse votos permanentes. Por otra parte, la concepción totalizadora de la vida social ha sido una de las principales características del socialismo realmente existente.

América latina tiene un lugar central en la comprensión del fenómenos populista. Cuando la región es evocada en términos políticos, el interés gira, en gran parte, en torno a dicha cuestión. No solo marcaron la historia política del continente, sino que siguen siendo una realidad política y social que, en una coyuntura de cambio social como la experimentada en el desorden global, termina trascendiendo la geografía regional. La región no solo ha sido un continente de múltiples experiencias de poder definidas como “populistas”; permanentemente han existido intentos de proponer otras lecturas de un concepto que es necesariamente plural, lo que evoca su recurrencia en términos de construcción de conocimiento.

El potencial democrático del populismo latinoamericano sigue siendo largamente ignorado. Su reivindicación va en contra de una tendencia historiográfica hegemónica que percibe al populismo en oposición de los valores y los principios democráticos. El cuestionamiento de la democracia representativa y de sus élites explica en parte la connotación peyorativa del término. Nuestro enfoque de la cuestión del populismo latinoamericano se basa en la intención de formular su reinterpretación, para proponer otra lectura del concepto, plural. Lo que implica necesariamente una mirada retrospectiva sobre la producción latinoamericana. Lejos de reducirlo a demagogia, planteos aparecidos tempranamente en América Latina afirman la racionalidad política del populismo y deconstruyen las teorías que lo consideran en tensión con la democracia. En el caso latinoamericano, el reclamo de identidad y el carácter protestatario van de la mano y no se diferencian como en otras experiencias populistas. La asimilación del “Pueblo” a la nación y la reapropiación de la soberanía que reivindican, que es tanto nacional como popular, lo facilita. Los populismos constituyen una forma propia de América Latina de expresar lo social en lo político, una modalidad autóctona de construcción del demos como ciudadanía y como participación en la Polis. La negación desde el « progresismo » resulta en parte de una izquierda occidental atormentada por una especie de culpa, que hace del nacionalismo una amenaza y que no percibe que a medida que el Estado nación se debilita, identidades alternativas vuelven a surgir a expensas de un Nosotros inclusivo.

Lejos del rechazo del mundo moderno y la revalorización de la sociedad tradicional, tanto los populismos contestatarios históricos como los contemporáneos, generaron movimientos que cambiaron las estructuras sociales a partir de transformaciones políticas. Fueron los agentes de una integración social posible gracias a la movilidad social, es decir, por la posibilidad de inscribirse libremente en el abanico de roles sociales. Caso paradigmático, el peronismo. A la modernización por vía de la incorporación de las clases subalternas a la escena política, -una democracia de masas-, correspondió una transformación económica, expresada en la voluntad de desarrollo de una sociedad industrial bajo una forma de fordismo periférico.

El peronismo, significó la no aceptación por las clases subalternas de un lugar subordinado en la sociedad. Con sus límites y sus contradicciones, el populismo es una de las principales tradiciones democráticas de la historia latinoamericana. Transformó las sociedades que gobernó reduciendo las desigualdades, pero no supo incorporar demandas -que suelen expresar valores “liberales”- generadas en parte por los mismos sectores a los que había beneficiado. En la región, los reclamos de inclusión se articulan, en general, bajo formas populistas. Los populismos contestatarios nunca entendieron la política exclusivamente como dominación. En la participación popular encontraban su fuente de la legitimación política. En términos de gobernanza, la configuración emergente requiere un cambio de régimen y una reestructuración del espacio público y de las relaciones de poder, circunstancias ampliamente puestas de manifiesto en los diversos casos de América Latina, donde no sólo no limita la democracia sino que la amplía. Lejos de integrar a las masas en un imaginario social unitario y jerárquico, el peronismo expresa la subversión de los roles sociales por la vía de la aspiración a vivir mejor. Una reflexión sobre el cambio social implica superar no sólo el simplismo de oponer el “populismo” a los movimientos sociales surgidos en el desorden global a partir de las demandas de las minorías, sino entender que, en América latina, fueron los regímenes neo-populistas los impulsores de las mismas. El imaginario social basado en el pluralismo, la autonomía de las clases subalternas, la horizontalidad de las relaciones sociales y la economía solidaria no fue impulsado por los nuevos tipos de activismo que sugieren, a partir del oxímoron de un individualismo solidarista, una sociedad liberal, sino por el Estado mismo sobre la base de movimientos sociales que, con una lógica populista, abogaron por una reapropiación de soberanía tanto nacional como popular.

El populismo contestatario latinoamericano se pretende nacional y popular, en ruptura con las democracias formales controladas por las élites. Planteando la centralidad del conflicto social, la primacía de demos sobre ethnos como resultado del anclaje de la nación en el “Pueblo” y no en el territorio, la acción y la reflexión de y sobre las experiencias latinoamericanas tanto las de mediados del siglo XX como las de principios del XXI fueron decisivas para pensar un “populismo de izquierda”, lo que se traduce en una inversión en la circulación clásica de las ideas políticas raramente percibida en las sociedades occidentales. La subjetividad de una mirada profundamente etnocéntrica tiende a desconocer este aspecto. En el desorden global, los populismos latinoamericanos ayudan a comprender la emergencia de nuevas experiencias políticas europeas.

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Notas

1. Una interpretación de la cual participa, entre otros, A. Rouquié (2016) quien evita el término.
2. Para A. Fernández (2009), no habría retorno posible. El populismo latinoamericano sería un movimiento socio–político histórico y único en su género, circunscrito a la etapa que transcurre entre la crisis de 1930 y los años 1973–1980.
3. The Economist, 15/4/ 2006. 4. Los análisis de P–A. Taguieff son un buen ejemplo. 5. Liberation, 20/1/2017.
4. Los análisis de P–A. Taguieff son un buen ejemplo
5. Liberation, 20/1/2017.
6. K. Weyland (2001) propone limitar la designación de un fenómeno como populista. Solo sería populista si existe una dirección personalista que recurre al apoyo, sin mediación ni institucionalización, de masas heterogéneas apenas organizadas. 7. Un buen ejemplo es el libro del secretario del Partido Socialista de Francia, Jean-Christophe Cambadélis, (2014). 8. El título del libro de J. Müller (2016) es revelador.
7. Un buen ejemplo es el libro del secretario del Partido Socialista de Francia, Jean-Christophe Cambadélis, (2014).
8. El título del libro de J. Müller (2016) es revelador.
9. Un buen ejemplo es la denuncia de Human Rights Watch en 2017.
10. Ver la entrevista a Henri Guaino, Le Figaro, 15/3/2019.
11. Posture Statement of General Bantz Craddock, US Army Commander US Southern Command before 109th Congress Senate Armed Services Committee, marzo 2005.
12. En particular la introducción y la primera parte, pp. 1–76.
13. Hacemos referencia a la tesis de F. Fukuyama (1992).
14. Ver la entrevista en Philosophie Magazine.
15. El imperio napoleónico muestra la otra faceta del binomio Revolución–nacionalismo.
16. Una posición sostenida por Loris Zanatta en sus artículos en el diario la Nación de Argentina. 17. A modo de ejemplo Di Tella (1965) y Ianni (1975). 18. Por otra parte, hace referencia al demonstration effect, es decir, al modo en el que son percibidos los modelos de desarrollo económico (los de Europa y los Estados Unidos, pero también los de la URSS, de China, y de países que proponen una tercera vía, como Yugoslavia, Egipto o la India).
17. A modo de ejemplo Di Tella (1965) y Ianni (1975).
18. Por otra parte, hace referencia al demonstration effect, es decir, al modo en el que son percibidos los modelos de desarrollo económico (los de Europa y los Estados Unidos, pero también los de la URSS, de China, y de países que proponen una tercera vía, como Yugoslavia, Egipto o la India).
19. Sobre dicha distinción ver Mouffe C, (comp.) (2011).
20. El peronismo no era el proyecto originario de Perón, que buscaba erigirse en árbitro entre las clases. El discurso en la Bolsa de Comercio de 1944 es explícito. 21. “Al Pueblo Peronista”, El Descamisado, año 1, no. 25, Buenos Aires, 1973, p. 8.
21. “Al Pueblo Peronista”, El Descamisado, año 1, no. 25, Buenos Aires, 1973, p. 8.
22. Esta dimensión religiosa de lo político fue tempranamente señalada por Albert Mathiez.
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