I. ESCENARIOS
Recepción: 26 Enero 2020
Aprobación: 03 Marzo 2020
DOI: https://doi.org/10.35659/designis.i32p113-122
Resumen: El propósito en estas páginas es plantear una reflexión a la luz de propuestas y textos de la Antigüedad clásica sobre el problema estético que implica la moda en relación con la cuestión de la forma y sus contenidos y su sustancialidad estética. De manera concreta, se acomete una exploración de conceptos como la diferencia, la uniformidad, la analogía o la mímesis desde el punto de vista de su relación con la moda y la cuestión subyacente del pensamiento estético.
Palabras clave: estética, moda, mímesis, Antigua Grecia, Antigua Roma, tejido, diseño, moda étnica, semiótica, moda responsible.
Abstract: The purpose of these pages is to pose a reflection in the light of proposals and texts from classical Antiquity on the aesthetic problem that fashion implies related to the question of form and its contents. Specifically, an exploration of concepts such as difference, uniformity, analogy or mimesis is undertaken from the point of view of their relationship with fashion and the underlying question of aesthetic thought.
Keywords: aesthetics, fashion, mimesis, Ancient Greece, Ancient Rome, fabric, design, ethnic fashion, semiotics, responsible fashion.
En sus 50 respuestas sobre la moda Frédéric Monneyron pone sobre la mesa una cuestión un tanto paradójica: “¿Y si las apariencias fueran profundas?”. La acusación de superficialidad que ha recibido la moda ha sido desarticulada ya en numerosas ocasiones desde la semiótica y la sociología y no es este el momento de abordar un estado de la cuestión sobre esta vexed question. Mi propósito en estas páginas es más bien proponer una reflexión sobre el problema estético que plantea la moda desde la cuestión de la forma, sus contenidos y su sustancialidad; y ya desde el inicio declaro que se va a atener a un enfoque que consiste en filtrar la mirada y la reflexión a través de la Antigüedad clásica y sus propuestas. Unas propuestas que no siempre han sido abordadas desde el punto de vista de la moda y de la cuestión subyacente del pensamiento estético.
Aunque no voy a acometer, stricto sensu, una exploración de las cuestiones de la moda en el mundo antiguo, considero necesario salir al paso del problema que plantea hablar de moda o de sus circunstancias en momentos anteriores a la Revolución Francesa, el hito en el que se considera que la moda comienza tal y como la concebimos hoy como fenómeno social (Paz 2016: 11-12). De hecho, estrictamente tampoco se podría hablar de estética antes de que en 1735 se promulgara el nacimiento de la disciplina que pasaría a ser una nueva rama de la filosofía. Sin embargo, no podemos negar que hay reflexión estética antes del siglo XVIII, ya que es imposible no admitir que la pregunta socrática sobre la belleza, “ti estí to kalón?” [¿qué es lo bello?] desencadena una reflexión de corte estético y de hondura filosófica de primer orden. Por tanto, estas páginas pretenden un ejercicio sobre moda avant la lettre que propugna una mirada estética y una reflexión sobre la Antigüedad que son aplicables a la cuestión del significado del vestido y a sus códigos y, sin duda, al pensamiento que en su entorno se genera sobre las percepciones estéticas.
1. MARCADAS POR LA APARIENCIA: LAS KORAI ATENIENSES, LA VESTIMENTA Y LA MODA
Para comenzar este ejercicio me gustaría proponer un viaje a la Grecia Antigua para mirar a una colección de mujeres que representan la vanguardia de la moda en la Atenas del arcaísmo, entre los siglos VI y V a. C.: las esculturas que conocemos como las kórai que fueron dedicadas en la Acrópolis. En el mundo griego antiguo, en la pólis, que era un espacio social cerrado y definido en el que la imagen funcionaba de manera codificada y extremadamente significativa, la imagen de la mujer pasaba por el vestido. Y esto era así, no solo porque el desnudo femenino estuviera vedado en la imagen, sino sobre todo porque la vestimenta era una marca esencial de la condición, pero sobre todo era una marca de adecuación, esto es, una marca de moda, de las influencias que modificaban la imagen de la ciudad. El desnudo femenino estaba vedado, en especial en la representación de la divinidad, pero también en relación con mujeres mortales en general, que eran, en realidad, el modelo para la construcción de las imágenes de las diosas y heroínas y no al revés, ya que el ejercicio de antropomorfismo de los dioses griegos implica la construcción de la imagen divina sobre la del hombre en vitalidad, actitudes y apariencia, como celebraba Homero en la Ilíada y denunciaba el filósofo Jenófanes de Colofón. El desnudo masculino en cambio, que se muestra en todo su esplendor en las figuras de los dioses, constituía el “vestido” esencial del varón, en cuanto que marcaba la realidad ideal y la talla heroica y casi divina; el desnudo era, pues, el atributo de los héroes y de los dioses cuando se asemejan a los hombres en las hazañas. De este modo, dioses y diosas, héroes y heroínas se representaban ataviados como los hombres y mujeres griegos del momento que produjera su imagen.

Este grupo de esculturas femeninas que pertenecían a la Acrópolis, a las que la investigación moderna ha designado con el termino griego kore, en plural kórai, representan a las muchachas atenienses cuyas estatuas funcionaban como sustitutas de las personas reales porque eran ofrendas a la diosa Atenea. Todas ellas constituyen un grupo coherente en el que se manifiesta la tensión entre lo igual y lo diferente. Todas ellas representan a mujeres jóvenes, vestidas y aderezadas con joyas y complicados peinados que responden desde el punto de vista de la historia del arte a un tipo escultórico concreto de un momento estilístico inicial que está explorando cómo construir la imagen de la mujer y de manera especial la imagen de la mujer ateniense. Pero estas muchachas de piedra no solo van cumplidamente vestidas, sino que sus atuendos responden a dos características esenciales: son todos distintos, y están todos “rabiosamente” a la moda.
Las kórai de la Acrópolis llevan diferentes vestidos componiendo lo que se ha considerado una galería cronológica de los cambios que la indumentaria de la mujer ateniense experimenta desde el siglo VI al V a. C.; desde el austero peplo ático de lana -que era la vestimenta propia de la diosa Atenea- al quitón jónico, el vestido plisado de distintos tejidos, y el himation, el manto coloreado que se colocaba sobre el quitón y que iba exquisitamente decorado delatando su procedencia asiática, que será la vestimenta de Afrodita a partir del 560 a. C. que es cuando se produce su introducción en Atenas, si hemos de creer a Heródoto. Más aún, tal y como las ha descrito un investigador, las muchachas representadas en las esculturas de la Acrópolis eran “high-fashion models there only to display clothing that had an existence of its own” [modelos de alta costura (que estaban) allí solo para mostrar una ropa que tenía una existencia propia] (Hurwit 1985: 325). Unidas en su función de representar a las hijas de las familias pudientes y representativas de Atenas, su papel era tomar posiciones en el gran santuario que era la Acrópolis, junto a la casa de la diosa patrona de la ciudad. Para ello se presentan bien vestidas y adornadas, mostrando en mayor o menor grado el esplendor de la belleza femenina, el atractivo y la lozanía de la edad a través de unas apariencias, o más bien, de una apariencia que ha sido destacada como la principal característica de estas esculturas arcaicas (Stieber 2004: 8-10).
Sin embargo, lo más llamativo y a la vez propio de este conjunto de muchachas en piedra es, sin duda, su individualidad. Contempladas como han sido como un tipo estatuario y funcional, sin embargo, todas ellas son extremadamente diferentes. Y las diferencias afectan a todos sus aspectos: no hay dos rostros iguales, dos peinados iguales, dos vestidos iguales, dos estampados iguales en los decorados quitones y mantos. Las diferencias llaman la atención de manera extraordinaria ya que esta individualidad apunta a un realismo que una de las principales estudiosas de este conjunto de piezas, Mary Stieber (2004: 4-8), considera como un “realismo mimético”, es decir, inspirado en una realidad que existió en la Atenas arcaica. La vestimenta de las kórai se convierte así, junto con el peinado y el aderezo, joyas y atributos, en una marca de identidad, una cierta “marca del yo”, de la individualidad de estas muchachas representadas que, sin embargo, y a pesar de otros casos comparables, son anónimas.
Este anonimato que sorprende en unas esculturas tan caracterizadas que se pueden considerar, si no claros retratos en el sentido más estricto, si retratos generales de las atenienses en su especificidad, se piensa que se suple precisamente en la extraordinaria individualidad de la apariencia, que no habría requerido de ulterior información para la identificación (Stieber 204: 42-82). Los rasgos e incluso la peculiaridad de una vestimenta marcada por una decoración diferente parecen funcionar de manera más solvente como identificadores de unas muchachas cuya identidad no obstante nosotros hemos perdido. Las kórai atenienses con sus vestidos reales son la muestra de cómo la moda distingue dentro de la igualdad. Todas ellas llevan el atuendo propio de las atenienses del momento que se refleja de un modo ciertamente más genérico en las representaciones de los vasos pintados menos preocupados por representar la especificidad, y, sin embargo, todas ellas llevan algo diferente que las hace distintas y les confiere un estilo personal.
Como ha dictaminado sobre ellas Robin Osborne (1998), al revés que los koúroi, las esculturas arcaicas de varones desnudos -considerados a menudo su exacto correlato- que, en su esencialidad, son imágenes genéricas del atleta o el guerrero que cumple su misión de excelencia física y moral, las kórai están vestidas para indicar lo que son, para contar una historia a través de la variedad de sus vestidos, aderezos y atributos, y, sobre todo, para mostrar que son todas ellas mujeres específicas.

Esta distinción en la igualdad, la individualidad que se funde en la pluralidad de lo femenino, se aprecia igualmente en las cariátides del Erecteion de Atenas, otro grupo de muchachas atenienses petrificadas para sustituir a las columnas del porche del templo más peculiar de la Acrópolis. También ellas, que fueron denominadas kórai desde la Antigüedad, de una manera menos variada mantienen una cierta individualización. Aparentemente iguales, sus peplos áticos, sus peinados y su movimiento es diferente en todas ellas, volviendo a convertirlas en un desfile de modelos de una misma colección, pero en distintas versiones. Este matiz posiblemente lo intuyó Christian Dior cuando, para presentar su colección en 1951, fotografió a sus modelos, todas ellas diferentes, pero todas vestidas de noche bajo el pórtico de las cariátides. Estas imágenes de mujeres a la moda de la Antigüedad -tanto las kórai arcaicas como las cariátides clásicas- muestran la esencial tensión entre la diferencia y la uniformidad que la moda entraña, la necesidad de mostrar la individualidad a través de la composición de la propia imagen y a la vez la inevitabilidad de vestir “lo que se lleva”, de adecuarse a una propuesta estética que debe ajustarse a unos parámetros que faciliten la integración en la colectividad.

2. MODA, UNIFORMIDAD Y ANALOGÍA
Y ciertamente, la moda entraña una cierta uniformidad -que yo llamaría mejor unanimidad en su sentido estricto- en el estilo, los colores, los largos de las vestimentas y los usos, que, en ciertos casos, se convierte en una verdadera uniformización que, en ocasiones, es algo impuesto. Otro viaje a la Antigüedad nos ayuda a entender esta cuestión que ya se convirtió en un problema de moda en la Antigua Roma del emperador Augusto. El programa reformador de este primer emperador fue una cuestión política y de costumbres. Sus leyes sobre la moral y el vestido produjeron una cierta revolución estética que incluso supuso un cambio iconográfico en la imagen de los ciudadanos romanos del momento (Zanker 1992: 197). Y esta circunstancia se convierte en un modelo perfecto para la reflexión sobre la conformación de una imagen social; en este caso una apuesta estética sobre la imagen del hombre en el entorno, que supuso, la acomodación de la imagen de los ciudadanos, a la imagen de la ciudad. El historiador Suetonio lo relata así:
Él [Augusto] también se afanó en poner de nuevo de moda los hábitos y la antigua indumentaria. Así cuando en una asamblea popular vio a una multitud vestida con mantos oscuros se indignó y exclamó: “¡Mira, estos son los romanos, ‘los señores del mundo, el pueblo de la toga’! [Virgilio, Eneida, I, 282]. Y entonces dio el encargo a los ediles de que no se mostrasen en el foro ni en sus alrededores los que no hubiesen dejado los mantos y no vistiesen la toga” (Vidas de los césares, Octavio Augusto, 40).
Citando a Virgilio y el destino de los romanos que se manifiesta en la Eneida, el emperador, desde el poder, impone una imagen en la ciudad que, en sentido estricto, puede considerarse una “moda”. Un uso que se difunde como una marca de reconocimiento, no tanto de clase como de ciudadanía, pero, sobre todo, una marca estética, porque Augusto, que se jactaba de haber recibido una Roma de ladrillo y haberla devuelto de mármol, quería que el pueblo de Roma, los ciudadanos, estuvieran a la altura de una ciudad de tamaña belleza y dignidad. De este modo, la toga se convierte en un dress-code que es necesario respetar. Las imágenes que se producen en ese momento, en las que los romanos se ven reflejados, consagran esta vestimenta y, sobre todo, muestran la correcta manera de llevarla, con los plegados adecuados, el umbo y el sinus, los grandes pliegues centrales, bien definidos, como se puede ver en los relieves del Ara Pacis Augustae, el altar que se dedica a la Paz, alcanzada sin precedentes en la época del emperador. En la representación de la ceremonia sacrificial hacia el altar se petrifica un desfile ceremonioso en el que participa toda la familia imperial -mujeres y niños incluidos- ataviados como era conveniente: los ciudadanos varones en toga, las mujeres con palla y stola, los sacerdotes de los distintos colegios con la vestimenta propia de su cargo y condición, y los niños, vestidos de troyanos, una especie de “disfraz” que recordaba el origen de la ciudad.

El monumento se convierte así en el escaparate de la moda romana del momento, una moda que implica una uniformidad que en otros momentos de la historia se ha vuelto a producir, por ejemplo, en la imposición de los uniformes en la China de Mao; en esa ocasión, por el contrario, con consecuencias nefastas para la estética de todo un pueblo. La uniformidad se convierte sin duda en una marca estética importante en toda imposición política y en el necesario reconocimiento del grupo.
No obstante, independientemente de esta uniformidad impuesta, la moda implica, como ya hemos adelantado, un fenómeno de remedo, de “hacerse iguales” que me gusta llamar y relacionar con lo que en lógica y lingüística se llama “analogía”. La democratización de la moda con el pret-a-porter y con los fenómenos subsiguientes del siglo pasado que siguen vivos y se han incrementado en el presente permite la exploración de todo tipo en el vestir y la fusión de todos los estilos y las tendencias, pero también facilita una cierta uniformización o varias uniformizaciones dentro de las distintas tendencias o grupos. Y esto se produce porque el acceso fácil y abundante a prendas y estilos permite que el fenómeno de la analogía funcione por un cierto contagio. Pero la analogía tiene todavía un alcance más profundo en relación con la apariencia, más allá del “llevar lo mismo” o “llevar lo que se lleva y todos llevamos”; la analogía modifica el modo de pensar estético que considero que en el fondo todos tenemos instalado, como descubrió Alexander Baumgarten (1735 [1900]: § CXVI) cuando formuló su visión sobre una facultad para comprender o interpretar las cosas sensibles y las imágenes, mejor aún, para pensar las imágenes: la aisthetiké episteme.
La estética como disciplina nace en el siglo XVIII junto con la moda en sentido estricto y con la preocupación por el problema del gusto y la definición del arte en los que se embarcará Emmanuel Kant. Es un momento privilegiado para la imagen, componente básico de la moda, porque esta identificación de una episteme específica para la imagen, la estética, implica el desarrollo de un pensamiento propio en relación con las cuestiones relacionadas con lo sensible e imaginado, que implican la belleza, entre otras muchas cosas, tantas como implicaciones tiene la propia imagen y sus dictados, la gracia, la proporción o el problema del color; en última instancia, la cuestión de la percepción. En un momento como el actual en el que la lógica y el pensamiento racional han dejado de ser el único instrumento de la inteligibilidad, un momento en el que hablamos de otras inteligencias como la emocional, habría que articular en relación con el fenómeno de la moda un pensamiento estético que opera con las imágenes, que identifica la gracia, la elegancia, aspectos que no resultan siempre evidentes, sino que se esconden entre los pliegues de las realidades materiales.
Un pensamiento que también gestiona las reacciones ante el fenómeno de los colores y dictamina sobre la pertinencia de unas proporciones, y de unas combinaciones y no otras. La elaboración de un pensamiento estético en relación con la moda, una manera de pensar en clave estética, implica intentar explicar la respuesta ante lo sensible y la transformación del criterio. La estética es ciertamente una rama de la filosofía que se ocupa de manera teórica y abstracta de la definición de la belleza y de lo que atañe a las realidades sensibles que tienen que ver con la categorías que se acercan a ella, pero la relación con la belleza materializada, la respuesta reactiva ante la forma y el color conforman una especie de manera de pensar estéticamente que resulta más interesante a la hora de valorar lo que implica la moda, en el cambio de las formas, de los usos o de los colores.
¿Por qué razón nuestro ojo se hace a unas proporciones, a un color, a una manera de llevar una prenda? Decimos “se lleva” y eso implica “me lo pongo porque se lleva y está de moda”. Sin embargo, esta operación tiene más alcance. Con la decisión de inundar las miradas de un determinado momento con ciertos colores, largos, proporciones o usos determinados se instaura una especie de manera de pensar en clave estética que contagia incluso a quien reclama que no sigue la moda y que se sustrae a su influencia; el que reivindica que no le importa, pero se sabe afectado por esa divergencia. Un aspecto sobre el que considero que hay un gran campo por indagar es el que afecta a la cuestión del color. Ciertamente, a lo largo de la historia la posibilidad de difundir, usar o poner de moda un cierto color ha estado condicionada por la disponibilidad del pigmento y la verdadera creación del color, como sucedió con el azul que provenía del lapislázuli, el artificialmente logrado azul egipcio y la obtención química del color malva por parte de W. Perkin en 1856. Cada año Pantone determina, de acuerdo con la predicción de tendencias, qué color va a “inundar” las miradas de ese año en el mundo desarrollado y conectado, y entonces se produce por efecto de esta propuesta, una transformación de la mirada, nos “teñimos” de colores y esto cambia nuestra manera de juzgar la realidad coloreada en ese determinado momento. Nos adaptamos a los nuevos colores y “desadaptamos” nuestra mirada a otra serie de colores que quedan estéticamente relegados. Están, podemos usarlos, pero no colman las expectativas como los que colmatan nuestra mirada en el momento.
3. LA MÍMESIS Y LA MODA
Es posible que esta transformación se opere porque la inundación visual de colores o formas que implica la moda se produzca, a mi modo de ver, como el fenómeno descrito de “llevar lo que se lleva”, que es una manera de incorporarse al grupo, pero sobre todo, un modo de ajustarse al nuevo pensamiento estético que condiciona nuestra percepción. Se produce entonces un cierto contagio que considero como un verdadero fenómeno de mímesis, un concepto que implica el fenómeno de imitación de lo real que Aristóteles, el filósofo griego del siglo IV a. C., definió magistralmente en la Poética de la siguiente manera:
Imitar es inherente a los hombres desde su infancia (y en eso precisamente se diferencia de los demás animales, porque es más apto para la imitación y porque a través de ella adquiere sus primeros conocimientos) y, además, todos los hombres gozan con la imitación (4, 5-9).
Como afirma el estagirita, todo lo aprendemos por imitación, la pulsión de la mímesis en la vida del hombre nos acerca al conocimiento y nos produce placer. Sobre la mímesis se han escrito cientos de páginas y su incidencia y relevancia se han puesto en relación con el arte y la creación, y de manera especial con el fenómeno de la imagen. La imitación, que Platón definió en su forma negativa y su discípulo Aristóteles de manera positiva, tiene una relación privilegiada con los usos de la imagen, uno de los cuales es, por ejemplo, la moda. Se podría decir que la moda se difunde y se instala por un fenómeno de mímesis que entraña una cierta “envidia positiva”, un deseo de asumir en uno mismo la imagen que ve en otros, un afán de querer ser como el otro, aunque desesperadamente se pretenda la distinción en el sentido estricto; ser diferente, pero aún así mimetizarse, como en un intento de mostrar que pertenecemos a la misma especie. Es una suerte de reformulación de la esencial sentencia de Terencio: “Homo sum humani nihil a me alienum puto” [soy humano y nada de lo humano me es ajeno] (El castigador de sí mismo, 77), que se transforma en “soy humano, y ese color, ese largo, esa forma, esa proporción, si la lleva otro humano no me pueden ser ajenos”.
Pero ¿y los motivos? ahondar en las razones de esta mímesis de la forma y el color en nosotros mismos sería largo y excede con mucho la extensión de este texto, pero se podría considerar que el deseo de la moda, esta pulsión mimética -dejando aparte ansias más o menos banales de lujo o de pretenciosidad- responde a un cierto anhelo de belleza, o mejor, a una fascinación por la forma, por determinadas formas, aunque se trate de una fascinación sucesiva y cambiante, porque cambia el objeto y la forma pero no el contenido, porque ese contenido es intangible y habla de gracia y belleza y opera dentro de nuestro pensamiento estético.
Para concluir, retorno por última vez al mundo clásico que me permite reflexionar sobre este apetito de la forma. La Antigua Roma se fascinó con las obras únicas de escultura creadas por los griegos y cuando se culmina la conquista de Grecia en el siglo II a. C. el saqueo del país comenzó a llenar Roma de magníficos bronces, de los logros de los escultores griegos del siglo V y IV a. C., la mayoría de los cuales se ha perdido para siempre. Quienes en el momento no se pudieron permitir el lujo de poseer estos originales sin parangón, como sí pudieron Sila o Verres, encargaron a los escultores del momento que copiaran estas bellezas y las produjeran casi en serie para que muchos más pudieran satisfacer su ambición de lujo y del prestigio de poseer un trozo de la Grecia que los había poseído a ellos. El poeta Horacio puso en palabras de manera magistral esta apropiación: “Graecia capta ferum victorem cepit et artes intulit agresti latio” (Epístolas II, 1, 156-157) [La Grecia conquistada se apoderó de su vencedor y llevó las artes al agreste Lacio].
La multitud de copias romanas de los originales griegos nos han permitido disfrutar del pálido reflejo de las excepcionales creaciones helenas; en una calidad disminuida hemos podido percibir al menos algo de la forma, del logro de la forma. Los ciudadanos romanos de varios siglos se hicieron con estas piezas de peor calidad también por este amor a la forma y por un deseo de lo único frente al que solo quedaba el consuelo de la copia. La moda, la creación de formas de belleza deseables que se pueden poseer y lucir ha propiciado en nuestros días esta tendencia a una mímesis secundaria de las formas de moda que ha llevado a la consecuencia de la réplica o incluso de la mera copia. Frente al deseo de lo único, que puede representar, no ya la Alta Costura, pero sí las grandes marcas creadoras de objetos de culto que se aproximan cada vez a pequeñas obras de arte, solo queda el consuelo del pálido reflejo que al menos atrapa algo de la forma.
La democratización de la moda que nos permite elegir de acuerdo con nuestro pensamiento estético, también nos permite tener cosas auténticas, como auténticas en un sentido eran las esculturas romanas en mármol, copia de los bronces originales, pero siempre con el añadido del momento y de la mirada y el hacer romanos que se advierten sin fallo en todas ellas. Y esta mímesis de la forma y la creación que deja fuera, no lo único, pero sí lo extraordinario en calidad material, pone a nuestro alcance cosas auténticas que han atrapado la forma y que producen el “efecto moda” igual que sus modelos. En su calidad mimética, estos objetos y prendas podrían resultar, como diría Platón, “meras apariencias”, pero como son solventes imágenes de la forma, pueden invitar de nuevo a la reflexión sobre la pregunta con la que comenzamos: “¿Y si las apariencias fueran profundas?”.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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PAZ GAGO, J. M. (2016) El octavo arte. La moda en la sociedad contemporánea.A Coruña: Hércules de Ediciones.
STIEBER, M. (2004) The poetics of appearance in the Attic korai. Austin TX: University of Texas Press
ZANKER, P. [1987] (1992) Augusto y el poder de las imágenes. Madrid, Alianza editorial. [Augustus und di Macht der Bilder. München: C. H. Beck]
Notas