Resumen: Cuando el modernismo hispanoamericano entra al escenario de la literatura mundial, las grandes convulsiones en el sector de los medios de transporte y comunicación están en pleno desarrollo. Por sí solas, las biografías viajeras de sus representantes demuestran en qué medida, a finales del siglo XIX, se multiplican tanto los desplazamientos humanos como la transferencia de datos, saberes y mercancías. Sin embargo, no pocos textos modernistas adoptan una actitud contradictoria ante la creciente tecnificación y aceleración de los movimientos humanos. Por ello, el Canto errante entonado por Rubén Darío en su poemario homónimo (1907) no solo celebra el viaje rápido “en automóvil” o “en tren”, sino que también anhela la supuesta autenticidad de los modos de transporte pertenecientes a la época ecuestre. De ahí que el artículo se proponga estudiar cómo ciertas creaciones modernistas revelan una ambigüedad significante entre la identificación enfática con la modernidad y la nostalgia del origen heredada del romanticismo.
Palabras clave: modernismo, transporte, aceleración, Rubén Darío, José Martí.
Abstract: By the time Spanish American Modernismo emerges on the world’s literary stage, great developments of transportation and communication are in the throes of progress. The travel biographies of prominent representatives of Modernismo alone demonstrate the extent of human migration and the transfer of knowledge, data and goods at the end of the nineteenth century. However, several modernist texts adopt a contradictory attitude towards the increasing modernization of mobility and the acceleration of daily life. Thus, El canto errante, appearing in Rubén Darío’s poetry collection of the same title (1907), not only praises the rapid journeying by car (“en automóvil”) or train (“en tren”), but also pines for the presumed authenticity of modes of travel belonging to the equestrian age. This article, then, seeks to unveil the means by which certain works of Modernismo reveal a compelling ambiguity between an emphatic identification with the modern age and a reminiscent longing for the origin inherited from Romanticismo.
Keywords: Modernismo, transport, acceleration, Rubén Darío, José Martí.
ESCENARIOS
¿En automóvil o a lomos del asno? Escenarios ambiguos del transporte en el modernismo
By car or on donkey’s back? Ambiguous scenes of transport in Modernismo
Recepción: 07 Diciembre 2020
Aprobación: 08 Diciembre 2020
Para empezar, he aquí un breve relato cuyo transcurso, pese a cierto tinte anecdótico, pertenece efectivamente al mundo de los hechos: nos encontramos a finales de enero del año 1895 y, como escenario geográfico sirve el mar Caribe, más precisamente la vía marítima entre Venezuela y Colombia. El protagonista del acontecimiento en cuestión es José Asunción Silva, un infortunado comerciante de artículos de lujo (cfr. Beckman 2009) y diplomático temporal, sin olvidar que también fue escritor. Una vez más, en la vida aciaga del futuro poeta nacional de Colombia, se produce durante aquella noche del 27 al 28 de enero de 1895 un suceso nefasto (cfr. Mataix 2006: 46). Después de ser destituido de su puesto como secretario en la embajada colombiana de Caracas, Silva abandona la capital de Venezuela para regresar a su tierra natal. Con este motivo se embarca a bordo de L’Amérique, un vapor francés perteneciente a la Compagnie Générale Transatlantique. Pero el viaje acaba en desastre y marca un doble final: por un lado, el barco naufraga cerca de la costa de Barranquilla, de modo que esa es su última travesía después de 30 años de servicio naval, ya que queda destrozado e inmovilizado para siempre. Por otro lado, si bien Silva consigue salvar su vida¹, con el vapor se hunde gran parte de sus manuscritos inéditos hasta entonces.
Desde una perspectiva meramente biográfica, ese nuevo golpe del destino pudo haber sido uno de los motivos por los cuales Silva, apenas quince meses después del naufragio, en mayo de 1896, se suicidó disparándose una bala en el corazón –aunque algunos defienden incluso la hipótesis de un asesinato (p. ej., Santos Molano 1997)–. En cambio, a la luz de la historia y la ‘cultura de transporte’ que esta antología de artículos se plantea averiguar, el doble naufragio del vapor L’Amérique y de la obra del escritor colombiano se presta asimismo a una interpretación emblemática; y esto tanto más cuanto que el protagonista de la tranche de vie esbozada es considerado uno de los iniciadores más creativos del modernismo hispanoamericano. ¿No atestigua, en otros términos, el accidente marítimo hasta qué punto los desarrollos que, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, se producen en el ámbito de los medios de comunicación y transporte inevitablemente afectan también a lo más íntimo y sutil del arte y, por lo tanto, a los versos y textos cincelados de un poeta hipersensible como Silva?
De manera elocuente, en este caso la literatura, por el efecto fatal del tráfico, se ve reducida a mero objeto cuya materialidad puede devaluarse, perderse y destruirse como la de cualquier otra cosa. Tal como advirtió Ángel Rama, el riesgo de la cosificación y la economización del artefacto literario se presenta como desafío principal para el modernismo. La respuesta a este reto, como es sabido, radica en la redefinición de “la poesía-como-especialización” (Rama 1970/1985: 46) que restituye al arte, por lo menos, su “Liebhaberwert” (Benjamin 1935/1974: 178), su valor afectivo. Consecuentemente, las poéticas modernistas han sido estudiadas con detenimiento en lo que concierne a sus implicaciones sociológicas (p. ej., Rama 1970/1985; Jitrik 1978; Gutiérrez Girardot 1983), así como en lo referente a nuevas instancias de producción y distribución, particularmente la prensa y la industria editorial (p. ej., Ramos 1989/2003). De forma similar, el tema del viaje tiene mucha repercusión en los aportes críticos que se dedican, por una parte, a la cultura cosmopolita de la “diáspora finisecular” (p. ej., Colombi 2004: 185; Pera 1997; Siskind 2014: 184-222) y, por otra, examinan (sub-)géneros textuales como la crónica (p. ej., González 1983; Reynolds 2012) cuya afinidad con el relato de viaje resulta obvia.²
En contrapartida, no se ha prestado tanta atención a las reacciones modernistas ante los avances del transporte y la respectiva crónica de fracasos como la avería del vapor y la desaparición de los manuscritos de José Asunción Silva. Por supuesto, no es este el lugar adecuado para clasificar las imborrables huellas dejadas por la revolucionaria movilidad en la escritura modernista. Debemos limitarnos a unas cuantas observaciones que, a manera de sintomatología puntual, procuran vislumbrar hasta qué punto los medios, discursos y, ante todo, los imaginarios del transporte pasan a formar parte de las composiciones modernistas. Para este propósito, partimos de la premisa de que muchas de ellas manifiestan una actitud sumamente ambigua hacia la creciente ‘conquista’ infraestructural de los espacios vitales, hacia nuevos modos de circulación y la consiguiente multiplicación de las experiencias. Por ello, conviene acercarse a una postura vacilante que elogia y demoniza, a la vez, la dinamización ubicua; que exhibe ricas impresiones del mundo globalizado y, al mismo tiempo, ansía lo local y lo tradicional; y, por último, que fusiona en sus creaciones la fascinación con la frustración generada por una realidad en constante transición.
Un primer eje de argumentación, en este contexto, casi impone abordar la ‘aceleración’ como categoría clave de la época. Acuñado por la historiografía e introducido a la teoría mediática por la dromología de P. Virilio (1977), este concepto se considera parte integrante de toda axiología de la modernidad. En consecuencia, el modernismo, con su “imaginación técnica” –para retomar una noción de Beatriz Sarlo (1992)–, no puede por menos que posicionarse respecto al traspaso cada vez más rápido de productos agrarios e industriales, de bienes culturales, enunciados y personas. He aquí otro diagnóstico de Ángel Rama (1970/85: 35) que, desde su ángulo crítico de ideologías, enlaza los adelantos socioeconómicos con la evolución literaria patente en las obras modernistas: “El primer efecto visible de la nueva estructura económica sobre el campo cultural, es un proceso de aceleración, que irrumpe en forma repentina, casi desconcertante, y rápidamente gana terreno, creando una dinámica sucesión de corrientes.” No obstante, la metaforización del término, llevada a cabo por el intelectual uruguayo para subrayar una volatilidad de la vida hasta la fecha desconocida, tiende a ocultar su comprensión literal. Pues, en primer lugar, ‘aceleración’ se experimenta como simple aumento de la velocidad y, por ende, como trastocamiento de las coordenadas espacio-temporales. El choque (Benjamin 1939/1980) que sufren quienes están expuestos a tal potenciación de las percepciones y sensaciones –los pioneros modernistas lo saben– se deriva, en primera instancia, de las innovaciones en el sector del tráfico y de los dispositivos audiovisuales.
Un caso especial al respecto es José Martí, cuyo papel en la formación del modernismo –pese a poemarios fundamentales como Ismaelillo, Versos libres o Versos sencillos– sigue siendo objeto de controversias. Sin embargo, es imposible pasar por alto la destacada sensibilidad que el escritor y pionero de la independencia cubana demuestra ante las nuevas tecnologías. Debido a su existencia errante y, en particular, a sus estancias en Nueva York, Martí está familiarizado con el novedoso mundo de las máquinas destinadas ‘oficialmente’ a facilitar, y, en realidad, a apurar y hacer más eficientes los ritmos vitales y los procesos laborales. El cubano se interesa particularmente por la electrificación (cfr. González-Stephan 2006/2010; Ramos 1989: 197-223) cuya fuerza motriz, como por milagro, moviliza cosas, vehículos y a la gente. De este modo, Martí (1963: 351), en sus crónicas periodísticas,³ sondea toda “la futura amplitud de la Ciencia Eléctrica [...], la telegrafía, la telefonía, las aplicaciones de la electricidad a la Galvanoplastia, a los caminos de hierro, al arte militar, a las máquinas de vapor, a los motores hidráulicos”. Además de los mencionados medios de comunicación –cuya importancia para la internacionalización del continente es inestimable–, Martí aborda el dominio de la locomoción. Una multitud de trenes, motores o ascensores cautivan su atención y lo llevan a describir minuciosamente las formas de propulsión y los mecanismos de transferencia de energía. Así, en repetidas ocasiones, vuelve sobre la implantación de tranvías, comparando incluso distintos modelos de funcionamiento en las mecas internacionales del progreso (“[q]uiere Berlín vencer a Londres y Nueva York”, Martí 1965: 299). En marzo del año 1882, Martí señala lo siguiente (1965: 229):
París tiene ya tranvías eléctricos. Se ha hecho de ellos una buena muestra en la última exposición, mas para ponerlos en acción era preciso llenar las calles de pilares, y cables que llevasen a los carros el fluido conductor. Y acaba de inventarse ahora un tranvía gallardo movido por una potencia invisible, que no ha menester cables ni pilares. El fluido eléctrico se transmitirá al tranvía por la cara interior de los rieles [...].
Sin entrar en detalles, de inmediato salta a la vista la oscilación entre la exactitud descriptiva de las observaciones y el asombro de Martí en cuanto a la “potencia invisible” que mueve los tranvías. La denotación positiva (“gallarda”) del movimiento eléctrico, de hecho, parece acentuar el lúcido resumen que hace Beatriz González-Stephan (2010: 361) de sus lecturas martianas: “Automatización y velocidad eran las consignas de los nuevos tiempos, y él [sc. Martí] las veía como uno de los lenguajes del nuevo orden social [...].”
Pero las apariencias a menudo engañan o, al menos, favorecen una perspectiva unidimensional. Conviene recordar por ello que, en la vasta obra de Martí, “las ficciones de los medios” (cfr. Chihaia/Nitsch/Torres 2008) también muestran un reverso oscuro. Una vez revelados todos sus impactos, el universo de los aparatos pierde su inocencia y genera visiones distópicas. De ahí que Martí también haga hincapié en los peligros de una autonomización desenfrenada de la técnica, susceptible de disciplinar la mente y el cuerpo humanos, de someterlos a comportamientos alienados e incluso hasta a una violencia feroz. Sobre todo en condiciones extremas, sean estas geológicas, como en el caso del terremoto de Charleston (el 31 de agosto de 1886), o climáticas, como en la tormenta de nieve de Nueva York (el 13 de marzo de 1888), las locomotoras, los tranvías o los ferrocarriles aéreos pueden convertirse en verdaderas armas, armas letales, cuyas primeras víctimas son los maquinistas (Martí 2004: 251/291). Parece como si el transporte acelerado, pese a su incontestable impulso modernizador, poseyera a priori una fuerza destructiva, capaz de desatarse a cualquier momento (Martí 1965: 299). El conjunto interactivo entre individuo y máquina, ese “couplage interindividuel entre l’homme et la machine” (Simondon 1958/1989: 120), tan impresionante y eficaz mientras funciona la colaboración, siempre amenaza con perder el control y producir tremendas catástrofes.
Por cierto, José Martí no es una excepción; análogamente, otros exponentes de la generación modernista resaltan la doble cara del sector ferroviario a finales del siglo XIX. El potencial literario de semejante ambivalencia se despliega en la medida en que los textos, los ficcionales en particular, logran apropiarse de “la marge d’indétermination”, del ‘margen de indeterminación’ del que, según los teoremas de Gilbert Simondon (1958/1989: 143), dispone cada aparato o sistema avanzado. El traducir lo abierto e imprevisible de la técnica en creatividad literaria, obviamente, puede llevarse a cabo de distintas maneras, también dentro de una estética supuestamente homogénea, como la del modernismo. Desde este ángulo, los sonetos multifacéticos del excéntrico poeta uruguayo Julio Herrera y Reissig, por ejemplo, imaginan cómo el “tren” ([1907] 1998: 131), al igual que un “ciclón de fierros” (ibíd.), irrumpe en el “Claroscuro” –así se titula el texto en cuestión– de un paisaje (pseudo)arcádico, se hunde con vehemencia en “el túnel” (ibíd.) y torna el costumbrismo rural del locus amoenus en “tarde triste” (ibíd). En otra parte de la poesía herreriana (“Sombra dolorosa”; ([1903] 1998: 75), el ruido del “tren lejano” incluso evoca, con tono funesto, “un dolor hacia la ausencia” (ibíd.) y acaba definitivamente con las gratas fantasías bucólicas.
A su vez, el antedicho José Asunción Silva, en su correspondencia, se muestra “encantado”⁴ con los indudables logros del tráfico ferroviario (Schivelbusch 1977/2015; para América Latina cfr. Kuntz Ficker 2015; Tauzin-Castellanos 2011). Pero, por el contrario, en su procesamiento literario del tema, Silva opta por la satirización de un progresismo ciego. En su única novela, De sobremesa (1896/1925), no sólo pinta a un protagonista –brillante expoeta latinoamericano y rastacuero por excelencia, autoproclamado superhombre y caso patológico– cuyos trastornos nerviosos se deben al vertiginoso estilo de vida ‘jet-set’ que lleva y a incesantes desplazamientos a ambos lados del Atlántico. Además, la ficción de Silva no escatima esfuerzos para citar, combinar y vampirizar literalmente modas, disciplinas e ideas clave de la época burlándose, entre otros, de los descubrimientos y de la terminología del incipiente psicoanálisis. Así, José Fernández de Sotomayor y Andrade, el protagonista desorientado de De sobremesa, según un diagnóstico médico poco fiable, padece presuntamente de un “railway brain” o “railway spine” (Silva 2006: 456)⁵, enfermedades de estrés postraumático recién bautizadas en la segunda mitad del siglo XIX y provocadas ambas por la colisión de trenes o por percances laborales. Curiosamente, el personaje novelesco es declarado víctima de la era ferroviaria sin haber sufrido ningún accidente, ni por ferrocarril ni al viajar de otra manera.
Aunque tal ridiculización se inscriba en un refinado juego de discursos (Hahn 2017: 202-215), en De sobremesa tampoco lo lúdico puede disimular cierta indecisión en vista de los inventos contemporáneos y sus potenciales de exploración y explotación. A los textos mencionados de Silva y Herrera y Reissig, evidentemente, se podrían agregar numerosos ejemplos.⁶ Pero, sin duda, es mérito de José Martí haber anticipado, apenas empezado el primer decenio modernista en 1880, tanto las oportunidades como los desafíos, las esperanzas de renovación así como el malestar engendrado por la extensión y la frecuencia incrementada de los desplazamientos. Nos referimos al famoso prólogo dedicado al “Poema del Niágara” (1882; Martí 2004: 59-78) de Juan Antonio Pérez Bonalde que, mediante una retórica sugestiva, comenta los inmensos cambios naturales y sociales, cognitivos y sensoriales, producidos por medios masivos de información y transporte como el diario y el tren. El texto, cuyo íncipit no en vano reivindica “¡Pasajero, detente!” (Martí 2004: 59), esboza un panorama contradictorio del mundo moderno, marcado por su celeridad y por la constante transgresión de límites, como explicita el párrafo siguiente (2004: 64):
Se tiene el oído puesto a todo; los pensamientos, no bien germinan, ya están cargados de flores y de frutos, y saltando en el papel, y entrándose, como polvillo sutil, por todas las mentes: los ferrocarriles echan abajo la selva; los diarios la selva humana. Penetra el sol por las hendiduras de los árboles viejos. Todo es expansión, comunicación, florescencia, contagio, esparcimiento. El periódico desflora las ideas grandiosas. Las ideas no hacen familia en la mente, como antes, ni casa, ni larga vida. Nacen a caballo, montadas en relámpagos, con alas.
El carácter polisémico y las connotaciones inquietantes del vocabulario martiano dejan entrever que, debajo de la supuesta indiferencia (a)moral de la técnica, se esconde una agresividad más o menos latente. De ahí proviene el vaivén semántico entre “florescencia” y ‘desfloración’ (“desflora”), “comunicación” y “esparcimiento”, entre las “ideas grandiosas” y las apresuradas (“montadas en relámpago”), profanadas por la reproducción imparable de la prensa. Al mismo tiempo, el prólogo se articula en torno a la oposición fundamental entre naturaleza y todo tipo de cultura, si bien Martí prescinde de decidirse, de una vez por todas, por los paisajes intactos de la “selva” o por la toma de tierra, la ‘colonización’ y, por ende, la urbanización que inicia la obra destructora (“echa abajo”) de los “ferrocarriles”.
No es casualidad que una contraposición parecida reaparezca en los textos de otro autor modernista, probablemente el más influyente y, por cierto, el más célebre: Rubén Darío. De hecho, al igual que la trayectoria vital del nicaragüense, su obra literaria –la virtuosa poesía ante todo– y la periodística se mueven a caballo entre cartografías urbanas y escenarios paisajísticos, entre la “gran Cosmópolis” (Darío 2011: 818-820), conforme al título de un poema tardío, y la “sagrada selva” (Darío 2011: 409; cfr. Rovira 2005:139), glorificada por los cuartetos del poema inicial de los Cantos de vida y esperanza (1905), finalmente entre culturas latinoamericanas y culturas europeas. Con el motivo de insinuar al menos cómo Darío responde al horizonte ampliado de la movilidad humana, parece recomendable seguir las huellas decimonónicas del flâneur, ese espectador agudo e indiferente que deambula por la ciudad. Sin embargo, existe otro marco explicativo aún más apto que, quizás, se podría condensar en un solo término, reiteradamente evocado y variado en los escritos darianos: ‘peregrinación’ o, en plural, Peregrinaciones, para retomar el título de un tomo de textos suyos sobre París (1901). Así, todo lo que atañe a las circunstancias accidentales de los recorridos de este cosmopolita extremo⁷ se redefine en las composiciones de Darío –y no solo en ellas, sino también en otras obras modernistas– como etapa indispensable de un camino esencial, espiritual y, de alguna manera (pero ¿cuál?) trascendente. Algo similar advierte el crítico Aníbal González (1983: 133) acerca de la crónica modernista: “Además, en las crónicas de aquella época, el viaje siempre se describe como una peregrinación, como un retorno a los lugares sagrados, como una vuelta a los orígenes.”
Evidentemente, no entraremos en pormenores biográficos de la “carrera peregrina” (Darío 2011: 613), rememorada hacia el final del extenso Canto a la Argentina (1914). Más bien nos limitamos a enfocar, en conclusión, un poema programático para la cuestión planteada en la presente compilación de artículos. Hablamos de los versos inaugurales del Canto errante, poemario publicado por Darío en octubre de 1907 que resultará crucial para el debate relativo a la recepción del modernismo en España (cfr. Larrea 1972; Acereda 2006). Lo emblemático del texto, a primera vista, parece residir en la consigna de que una lírica auténtica ha de englobar literalmente todos los espacios y tiempos, sin arraigarse en un lugar o un momento específicos. Pero, para hacerse entender y comunicarse con sus interlocutores –nada menos que la totalidad de los humanos– tal escritura migratoria o “desterritorializadora”, en términos geofilosóficos de Deleuze / Guattari (1980: 9-37, 434-527), debe ser a la vez ‘reterritorializada’ mediante una retórica aprobada, mediante metaforizaciones y alegorizaciones convencionales. Dado este trasfondo, vale la pena dirigir una mirada más detenida a los pareados introductorios (Darío 2011: 486-487) que, en tono de manifiesto, promulgan la ubicuidad poética⁸ y presentan a un poeta dotado de una notable ‘flexibilidad de transporte’:
CANTO ERRANTE
1 El cantor va por todo el mundo
sonriente o meditabundo.
El cantor va sobre la tierra
en blanca paz o en roja guerra.
5 Sobre el lomo del elefante
por la enorme India alucinante.
En palanquín y en seda fina
por el corazón de la China;
en automóvil en Lutecia;
10 en negra góndola en Venecia;
sobre las pampas y los llanos
en los potros americanos;
por el río va en la canoa,
o se le ve sobre la proa
15 de un steamer sobre el vasto mar,
o en un wagón de sleeping-car.
El dromedario del desierto,
barco vivo, le lleva a un puerto.
Sobre el raudo trineo trepa
20 en la blancura de la estepa.
O en el silencio de cristal
que ama la aurora boreal.
El cantor va a pie por los prados,
entre las siembras y ganados.
25 Y entra en su Londres en el tren,
y en asno a su Jerusalén.
Con estafetas y con malas,
va el cantor por la humanidad.
El canto vuela, con sus alas:
30 Armonía y Eternidad.
Desde el título, el poema pone al descubierto su enunciado centrado en la imagen y las capacidades sobresalientes del sujeto lírico. A fin de llevar a cabo semejante (auto)representación y (auto)afirmación del poeta, los versos se refieren a dos modelos sumamente tópicos: el primero se remonta a la Antigüedad e invoca la figura del poeta vates cuya inspiración divina le confiere los dones de vidente y de profeta aurático. En el contexto latinoamericano del siglo XIX, el talento visionario se vincula a menudo con el rol del educador y líder intelectual del pueblo. Aunque, de acuerdo con la impronta esteticista del modernismo, el “cantor” (vv. 1, 3, 23, 28) de Darío debería rechazar cualquier compromiso fuera del arte, se embarca en una misión cuyo alcance ya no es sencillamente social o política, sino generalmente “humana” (v. 28). Desde luego, bajo las condiciones modernas, la fina música de los versos siempre corre peligro de perderse como una voz en el desierto, como un matiz demasiado delicado en el ruido ensordecedor de los discursos. Por lo tanto, el segundo perfil reconocido describe al poeta como eterno viajero que está condenado a “errar” incesantemente por el mundo sin encontrar un hogar. Como se ha indicado, sin embargo, la condición de vagabundear y de sufrir incluso marginación o expulsión resulta imprescindible para que el pasajero incansable pueda transmutarse en verdadero peregrino, en el portador de un mensaje al fin y al cabo universal.
La misma universalidad abarcadora se extiende al transporte con respecto al cual el texto establece y, sin más, supera una dicotomía entre lo tradicional y lo innovador, entre lo natural y lo fabricado, entre la fuerza muscular de seres vivos –sean estos animales u hombres– y varios dispositivos de motorización y mediatización. De este modo, por ejemplo, el “elefante” (v. 5), el “palanquín” (v. 7), los “potros americanos” (v. 12), la “canoa” (v. 13), el “dromedario” (v. 17), el “trineo” (v. 19) o los propios “pies” (v. 23) están enfrentados al “automóvil” (v. 9), al “steamer” (v. 15), al “wagón de sleeping-car” (v. 16), al “tren” (v. 25) y al sistema de la comunicación postal (“estafetas”, v. 27). A ello se agrega un mapa geocultural que ubica con nitidez los desarrollos tecnológicos e infraestructurales en las urbes europeas, más precisamente en ‘las capitales del siglo XIX’, París (“Lutecia”, v. 9) y “Londres” (v. 25), o en “Venecia” (v. 10) como destino preferido del incipiente turismo mundial. Al contrario, en América (v. 12), en Asia (v. 6, 8, 26) o en parajes inhóspitos como las “pampas y los llanos” (v. 11), el “vasto mar” (v. 15), el “desierto” (v. 17) y la “estepa” (v. 20), al parecer, la gente sigue dependiendo enteramente de sus esfuerzos físicos para efectuar trayectos.
No es de extrañar que solo un individuo destacado, a la vez sereno y pensativo (“sonriente o meditabundo”, v. 2), moderado y combativo (“en blanca paz o en roja guerra”, v. 3), logre reconciliar los polos opuestos de civilización y barbarie, de la expansión global y el repliegue local, de la aceleración y la desaceleración. La potencia unificadora se incorpora, claro está, en el poeta andante, cuya iconografía cristológica no puede pasar desapercibida. Como el Hijo de Dios, el “cantor” entra a lomos de un “asno a su Jerusalén” (v. 26), de modo que las alusiones bíblicas transfiguran su errancia terrenal en una auténtica historia de la salvación. Venciendo por sí mismo la fuerza de la gravedad, el “canto” (v. 29), entonado por este ente singular, despega para “volar” (v. 29) y atravesar todas las dimensiones del cosmos. Sea cual sea la importancia de la semántica religiosa, tal ascensio del verbo poético lleva la “Armonía” (v. 30) al “mundo” (v. 1) y hasta prefigura una perspectiva de “Eternidad” (v. 30). La escenificación del caminante como gran integrador que, de manera transhistórica y transcultural⁹, consigue unir a la “humanidad” (v. 28), obviamente deja traslucir un legado romántico. Casi dos decenios después de Azul... (1888), el poema inaugural del Canto errante se aleja de rasgos comúnmente atribuidos al modernismo, como el preciosismo y el culto autosuficiente a la belleza, la rarefacción de los motivos y personajes o la despersonalización de la enunciación lírica.
Pero, a otro nivel, el de la historia cultural, no cabe sorprenderse del distanciamiento. Los versos intentan inmunizarse contra el vértigo centrífugo de una época en pleno cambio, conjurando no solo la añoranza de un pasado más apacible, sino la nostalgia de un origen irrecuperable. Al respecto, merecería la pena recordar el famoso dicho de Octavio Paz (1974: 126), según el cual el “modernismo fue [el] verdadero romanticismo” en la evolución de la literatura hispanoamericana. Tal resurrección de lo romántico resulta tanto más significativa cuanto que, en nuestro poema, también afecta al ámbito de los medios. En el umbral del nuevo siglo, en medio de inmensas transformaciones de la percepción audiovisual –hace unos diez años que las imágenes fílmicas habían aprendido a moverse– y al comienzo del fin de la era ecuestre (Koselleck 2003; Nitsch 2014), el flujo armonioso de los dísticos eneasílabos acaba por idear la inmediatez ininterrumpida de la presencia y de la comunicación. Por último, los versos darianos buscan sustraerse a la penetración mediática de la alta modernidad y se aprestan a restablecer una “Totalvermittlung von Ich und Welt” (Warning 1991: 301)¹⁰, una totalidad experiencial y una correspondencia comunicativa en la que el contacto entre sujeto y universo no tropieza con ningún obstáculo.
La representatividad del poema, altamente revelador respecto de la doble orientación del modernismo hacia el pasado y el futuro, también se evidencia en las formas enumeradas de locomoción. Al reinterpretar y alegorizar finalmente las vicisitudes contingentes del desplazamiento en el marco teleológico de una trayectoria providencial, el “cantor” (v.1) y su “canto” (v. 29) hacen desaparecer la materialidad técnica que, si bien, por un lado, posibilita la circulación del transporte, por otro, sin embargo, le quita el encanto de su autenticidad e incluso amenaza con provocar su fracaso. En los pareados de Darío, el “margen de indeterminación” (Simondon 1958/1989: 143) de las máquinas, evocado más arriba, se disipa lisa y llanamente, absorbido por una ficción utópica cuya propia modernidad abunda en reminiscencias. Y ello se comprende fácilmente, pues más confortable y rápido aún que viajar en “automóvil” (v. 9), en “steamer” (15) o un “wagón de sleeping-car” (v. 16), es –hacia 1900 e incluso hoy en día– por supuesto, volar “con sus alas” (v. 29), aunque tan solo sean las alas de la imaginación.