PUNTO DE VISTA

De la metáfora de la computadora a las metáforas multimodales

From the computer metaphor to multimodal metaphor

Fernando Gabriel Rodríguez
Universidad Argentina de la Empresa (UADE)., Argentina

De la metáfora de la computadora a las metáforas multimodales

deSignis, vol. 35, pp. 165-172, 2021

Federación Latinoamericana de Semiótica

Recepción: 07 Octubre 2020

Aprobación: 24 Noviembre 2020

Resumen: Se describen los avatares de la idea de significación en el proyecto heurístico-metodológico de las llamadas ciencias cognitivas, desde su primera formulación hasta los giros que, recientemente, han conmovido las premisas fundadoras y reintroducido al campo de la cognición y la semiosis variables anteriormente soslayadas. En este marco, se destaca cómo, incorporando aspectos blandos de la subjetividad y una más amplia concepción de la idea de individuo corporalmente ligado al mundo, se ha generado en el cognitivismo una revolución de perspectivas desde la psicología del desarrollo, la lingüística y la filosofía de la mente.

Palabras clave: desarrollo cognitivo, mente, signos, esquemas cognitivos, intersubjetividad.

Abstract: The changes in the idea of meaning in the heuristic-methodological project of the cognitive sciences are described, from its first formulation to the twists and turns that have recently moved the founding premises and reintroduced some variables, previously overlooked, in the field of cognition and semiosis. In this framework, it is highlighted how, incorporating soft aspects of subjectivity and a broader conception of the idea of individuals bodily linked to the world, a revolution of perspectives from developmental psychology, linguistics and philosophy of mind has been generated in cognitivism.

Keywords: cognitive development, mind, signs, schemata (cognition), intersubjectivity.

1. LA DERIVA DEL SIGNIFICADO EN EL PRIMER COGNITIVISMO

En la segunda mitad de los años 50 la informática se impuso como heurístico para una nueva comprensión de los procesos cognitivos (Newell y Simon 1956). El surgimiento del cognitivismo, bajo la inspiración de la metáfora computativa, concibió lo mental como tramitación de símbolos. En esta presunción, si se acompaña la secuencia de transformaciones operadas, todo el pensamiento puede ser ecuacionado con un algoritmo en el que ciertos datos iniciales (inputs) conducen a resultados (outputs). La perspectiva suponía por tanto que la subjetividad podía explicarse como un software. La materia o hardware, por su lado, era tenida como parte necesaria pero inesencial, dado que carecía de influjo sobre la programación. Dentro de este contexto, el modelo lingüístico de Chomsky (lenguaje como estructura autónoma para combinar símbolos mediante reglas y luego parámetros: un elenco finito de elementos infinitamente articulables) será prototípico en distintos campos de investigación. Esta versión de los hechos lingüísticos no solo comportaba una emancipación del componente contextual-pragmático, sino una subsunción de la semántica al eje sintáctico. En este espacio donde lo mental se iba tornando un universo de puras funciones algebraicas, otro funcionalismo, el filosófico, supo desempeñarse durante algún tiempo (hasta el relevo por las neurociencias) como socio principal de la empresa cognitivista: si la calculadora de bolsillo y el cerebro humano podían resolver operaciones aritméticas, las diferencias en el plano material eran irrelevantes para explicar el proceso. Todo el programa de investigación cognitivista respondía por ende a un designio de corte sintactista (sensu lato, y a pesar de que bajo su imperio se iniciara una semántica generativa).

La analogía con la computadora descansaba en la noción de símbolo o de representación. Mente y computadora eran formatos comparables de registro, codificación y operacionalización de símbolos abstractos. Cuando dentro del magma del cognitivismo, que no fue, con todo, un compromiso enteramente convergente de premisas o de conclusiones, se hacía espacio a los significados, estos aparecían mezclados recurrentemente con la referencia, aun si esta distinción había marcado los inicios de la lógica contemporánea y la semántica de tono filosófico, dos precedentes sin los cuales el modelo de una cognición hecha de reglas algorítmicas nunca podría haber prosperado. Como afirma Coseriu (1992), bajo la denominación genérica de meaning se infiltraban confusiones entre los conceptos de significado y referencia, y la idea de concepto como tal era a su vez tenida por significado, pasando por alto que, si los conceptos se encuentran estructurados en redes complejas, no son sin embargo menos motivados por y desde lo que conceptúan, mientras que los significados, si son del lenguaje, se limitan recíprocamente por pura arbitrariedad. Ergo, la distinción es cardinal.

En consecuencia, el símbolo cognitivista podía desdoblarse en perfiles opuestos. Podía tener un contenido, pero sin convertirse en signo (convirtiéndose en concepto o representación mental), o podía ser un elemento-vehículo sin contenido, pero sometido a codificaciones que, en el plano más fundamental, lo transfiguraban en secuencias de ceros y unos sin ninguna determinación (o significación). Hay que decir, no obstante, que el intento de liquidación de los significados y su larga tradición de inconvenientes no puede endosarse al ensayo cognitivista de forma exclusiva. No es simplemente una curiosidad histórica que el estructuralismo de cuño francés, sobre la pista fonológica de la escuela de Praga y con escala en la antropología de Lévi-Strauss, estableciera que la significación era un efecto derivado de significantes insignificantes, de cuya covariación quedarían limitados los espacios donde, una vez más, se confundían significados, conceptos y prácticas sociales. Las oposiciones à la Lévi-Strauss y la red αβγδ de Lacan son ejemplos palmarios de esta pretensión formal.

En el cognitivismo (nuestro tema), los significados se confunden con información. Esta puede encriptarse en algoritmos que ordenan los movimientos de un sistema. Si lo que el sistema tal puede llevar a cabo se refleja operativamente y en los resultados con lo que hace otro sistema cual, la noción de significado se torna superflua. Puesto ante la eficacia del sistema tal o cual, el hecho de que este por sí mismo no comprenda aquello que gestiona, que sea un expediente para la tramitación de datos, se hace irrelevante. (Dicho sin menoscabo de su utilidad, porque siempre agradeceremos tener internet en el teléfono u optimizar los tiempos de desplazamiento en una capital superpoblada; pero dicho también con la cautela de que quizá corresponda distinguirnos, como entes que saben, de aquellos programas que solo realizan). Conocemos la importancia o el significado de lo que el sistema puede hacer más rápido y mejor, pero que solo puede hacer, no comprender, sin añadir que a él poco importa cumplir con su rol, ni repetir hasta el cansancio que somos nosotros, los sujetos, los creadores del sistema. Es conocido el argumento de John Searle (1989) en contra de poner la actividad mental y la de la computadora en un mismo nivel. Si un individuo, aislado en un recinto y con la comisión de convertir mensajes de un idioma incomprensible a otros mensajes por medio de claves correlacionales puede, sin embargo, cumplir este encargo, resulta evidente que aquella asimilación descuida rasgos importantes. Tal como este sujeto, la computadora consuma, también a ciegas, conversiones comparables. Y tampoco entiende. En el nivel basal, toda programación consiste en un idioma de unos/ceros que ordenan pulsos eléctricos en patrones determinados, de forma que un nodo del sistema recibe una información codificada 0011 y la remite luego como 0101. Todo acontece en una estricta esfera material: las conversiones no son transdimensionales, no alcanzan a trascender la sustancialidad eléctrica y saltar al plano significativo. Si se evalúa esta realidad desde una elevación lo suficientemente comprehensiva, se ve que el significado solo se ha desvanecido al interior de la secuencia de transformaciones, pero que nunca ha faltado antes del primer paso y luego del remate, porque en definitiva es el programador-decodificador humano el primer eslabón y el último, el aro y la espernada que dotan de sentido a la cadena de eslabones informacionales. La codificación de los sistemas solo se puede explicar desde significados previos.

Umberto Eco (1973) discriminó entre códigos genuinos y S-códigos (códigos asemánticos). Estrictamente hablando hay código cuando para una inteligencia algo remite a algo distinto de sí mismo y no sólo reacciona o efectúa una asociación (del tipo 0011 -> 0101). Los S-códigos son por lo tanto el límite inferior, lo que no implica que en el juicio de Eco la semiótica pueda sin más desafectarse del significado (puede, al respecto, consultarse su postura [Eco 1988], en un contexto adverso propenso a encontrar semiosis en todos los planos de la biología). La pista de aquel S-código ha tenido consecuencias indeseadas para lo que proponía su autor, llevando los esfuerzos de la biosemiótica hasta un desmantelamiento de toda interpretación. La primera biosemiótica ha derivado en una concepción (Barbieri 2003; Favareau 2010) que reconoce en el metabolismo celular un acto de semiosis, pues si hay código genético es debido a que los acontecimientos que tienen lugar entre bases nitrogenadas son semióticos per se (aunque uno de los padres de este código asuma que el nombre es metafórico; (Crick 1988). En este caso cabe nuevamente reparar en que, como con la computadora, la adenina y la timina no dan ni reciben una información, sino que entre las dos sucede un tipo de fenómeno explicable en términos estrictamente químicos. La única información allí es para nosotros, hegelianamente hablando, porque entendemos (decodificamos) en ese proceso una duplicación del material genético, lo que tiene un significado medular en el estudio de la vida. Entre ese acoplamiento de moléculas y el del significante con su contraparte de significado hay un espacio sideral. Aquel no sale nunca de su esfera física, este trasciende como signo la materia. Incluso un signo elemental como el del gesto de señalamiento lleva la atención del interlocutor hasta un objeto y, de este modo, conecta dos polos materiales, pero lo hace mediando una acción inteligente, o interpretación, por la que el ojo del observador no se detiene en la visión del dedo sino que se extiende, sobre un vector invisible, hasta aquello significado. De esta manera, el curso de la biosemiótica, desatendiendo aquellas prevenciones de Eco, nos deja en la misma situación en que habían puesto a la semiótica las ciencias cognitivas de primera hornada. Esta tendencia biosemiotizante extrema pudo percibirse en un buen número de exposiciones en el último congreso IASS de Buenos Aires (2019). La paradoja es que la convergencia se rompe del lado de las ciencias cognitivas, con un movimiento de sentido opuesto al paradigma de Barbieri, abiertas a la reivindicación de los significados.

2. EL SEGUNDO COGNITIVISMO Y EL RETORNO DEL SIGNIFICADO

El cognitivismo de nueva generación o poscognitivismo (Wallace, Ross, Davies y Anderson 2015) advirtió las limitaciones del proyecto original y reincorpora algunos componentes de la cognición que habían quedado marginados. Relativamente pronto notó Jerome Bruner, pionero entre los psicólogos cognitivistas, que su disciplina estaba convirtiéndose en una psicología del universitario norteamericano, miembro excluyente de las muestras experimentales, y alentó a sacar las investigaciones a la calle, a reintegrar a los procesos cognitivos las variables que no podían estudiarse dentro del laboratorio.

El símbolo era el centro de las modelizaciones del cognitivismo, pero ¿nada subyace al símbolo? La psicología del desarrollo disentía de formalizaciones excesivas y, muy cautelosa ante cualquier variante de innatismo, en este caso el del lenguaje, aportó datos decisivos para pensar la emergencia de la simbolicidad. La observación mostraba un laborioso progreso del niño desde la etapa sin habla hasta la comunicación gramatical solvente. Hábitos y rutinas familiares serían la cantera en la cual este aprende a anticipar las consecuencias de un curso de acción, de tal manera que los pasos A, B y C, cumplidos, conducen inercialmente a imaginar un desenlace D (Nelson 1996). La asociación y eventualmente la inferencia se hallan a la base de los vínculos semióticos (sin llegar a decir que son semióticos per se, como sería apropiado a una visión peirceana). La acción de los adultos sobre los objetos deviene por este medio significación de estos objetos. Surge con ello el referir, la significación aquí y ahora, clave del mutuo entendimiento acerca de los entes inmediatos. El padre viene al niño y le pone las manos bajo las axilas para alzarlo en upa. En una etapa posterior, bastará un movimiento de parte del padre para que el niño comprenda lo que se dispone a hacer y eleve por sí mismo los dos brazos. A posteriori, el niño sacará partido a esta conducta mímica y será su gesto para inducir en el otro su deseo de ser aupado. La sucesión de estos momentos muestra cómo una conducta se extrae de su marco natural y, suspendida antes de consumar un objetivo, pierde dignidad de acción y se eleva al rango de signo (Rivière 1984). La acción como tal, interrumpida, no logra su cometido, pero sirve a efectos de que el otro accione de forma sustitutiva. En la misma maniobra las acciones se vuelven disfuncionales y se hacen indicadores o alusiones de estos objetivos para un interlocutor. Por una parte, autores como J. Bruner, K. Nelson y otros observaban en los niños desarrollos que, a partir de sus rutinas, transformaban su comportamiento en comprensión y en anticipaciones, las que por su lado, compartidas, repetidas e interiorizadas, solo por prejuicio no merecerían el nombre de significados. El devenir ontogenético volvía poner en situación las significaciones como un componente inexcusable de la cognición y los procesos comunicativos.

La comunicación depende de que el otro sea para el bebé no solo un partenaire, alguien capaz de abastecer en la necesidad o con quien compartir actividades sino, punto de inflexión, alguien dotado con la habilidad de interpretar acciones semióticamente. En torno a los 9 meses ocurre el fenómeno de la atención conjunta (Trevarthen y Hubley 1978), donde es evidente para los bebés, en la mirada del adulto o en la orientación del cuerpo, que este tiene interés en un determinado objeto. Ello sugiere que se entiende al semejante como un ser mental y cognitivamente abierto al mundo, de modo que la semiosis anterior (llanto en demanda de satisfacción) ahora puede ser agenciada respecto de cosas. La lectura mental ensancha el tipo de intercambio sígnico y se abre camino la gestualidad.

La aparición del gesto deíctico (con sus variantes ostensivas) y su acoplamiento con palabras revela en los niños la capacidad de integrar signos de modalidades y características distintas (configuración guestáltica del gesto y analítica de la palabra) en comunicaciones de mayor complejidad que la holofrase y anteriores al amanecer de la gramaticalidad. Conforme con ello, se ha planteado una estructura cognitiva común a signos verbales y gestuales (McNeill 1992). La expresión semiótica a través de estos canales combinados simultáneamente ofrece, alrededor de los 18 meses, las primeras expresiones de dos signos con distinto contenido (el niño señala hacia el objeto y vocaliza un nombre para establecer la relación de posesión ̶ pointing de una pulsera y la emisión “mamá” ̶ , dos entidades-representaciones asociadas mediante dos signos de rasgos cualitativamente diferentes). Valiéndose del cuerpo y del entendimiento mutuo con el interlocutor adulto (que se halla en su sitio ya desde una etapa previa), el niño está en posición de combinar de forma inaugural dos contenidos intermodalmente conectados (Capirci et al. 2005), un logro semiótico que era regularmente adjudicado a las potencias del signo lingüístico.

La denominación modalidad corresponde a canal en líneas generales, hecha la salvedad de que este es una pieza del esquema comunicativo más tradicional, alude al cauce por el cual transitan los mensajes, y en cambio aquella remite a vías sensomotrices de aferencia y eferencia en el sujeto, por lo que está vinculada esencialmente con la idea de cuerpo. El reconocimiento de la colaboración intermodal gesto-palabra en materia expresiva y como clave de interpretación de los mensajes percibidos se relacionó con investigaciones sobre la ontogénesis. Se pudo entonces apreciar que aquella conexión de intermodalidad era en rigor solo una variación de la más vasta plataforma del procesamiento general multimodal. Desde el inicio, los sentidos del bebé trabajan sinérgicamente según se van activando y no, como había sido el parecer de William James y de Piaget, por separado (Bahrick y Hollich 2008). Contra la perspectiva de una percepción caleidoscópica y caótica a la que el recién nacido podría poner orden sólo paulatinamente, los estudios recientes muestran evidencias de una integración de todos los recursos sensoriales. Ello reorganizó las pautas de emergencia de toda intersubjetividad y relación semiótica en una distinta concepción.

El intercambio físico inicial de esta multimodalidad es el lecho constitutivo proyectado a las formas inaugurales del fenómeno semiótico. Por eso el habla dirigida a los bebés y el acompañamiento conductual de los adultos cuando quieren captar su atención están, de manera inconsciente, destinados a explotar las aptitudes del pequeño para procesar estímulos de distintos canales y estar con el mundo en una sintonía de muchos planos cohesionados. La comprensión del entorno inmediato por parte del niño está configurada desde una disposición en la que el cuerpo, multimodalmente organizado, determina el universo posterior de significaciones y computaciones. Aquel anclaje material sin importancia, el hardware soslayado, regresa de esta manera con un rol central. La exploración de los recién nacidos desplazaba por medio del cuerpo y del significado la receta original de los programas informáticos.

Junto con la psicología del desarrollo, una segunda línea de investigación vino a plantear puntos de vista convergentes. La filosofía llamada de la mente elastizó el modelo hecho de representaciones y algoritmos en favor de una idea de sujeto mediada por la corporeidad. Esta debía entenderse por fuera del límite de la materia cerebral. Si antes la discusión fluctuaba entre los polos cognición-cerebro, incluida la semiosis, ahora asomaban algunas nuevas alternativas. La mente según las 4Es (embodied, embedded, enacting y extended: mente corporeizada, contextuada, actuante y prolongada en instrumentos materiales que serían apéndices del pensamiento [Rowlands 2010]), introducía un enlace entre los dos extremos inconmensurables. De forma reduccionista se había concentrado toda la materia corporal en el cerebro, que habitaba un medium incontaminado, aséptico, sin nexo físico-agencial con el mundo exterior. Pero alguien advirtió que el hecho de tener dos brazos y dos piernas, y movernos de cierta manera en el espacio, condiciona lo que los engramas neuronales pueden procesar, y que en definitiva, como había sido notado ya en el siglo XIX, tener manos libres para asir objetos y manipularlos había permitido, fruto de la evolución, una circulación de mutuo beneficio entre la inteligencia y las habilidades de prensión. El cuerpo, su forma y propiocepción, fueron reincorporados (nunca mejor dicho) a los procesos cognitivos, lo que a su vez repercutió en las concepciones del lenguaje y el significado.

A media marcha entre filosofía y psicología, una tercera fuente coparticipó en la rehabilitación del componente corporal en los procesos de semiosis. La lingüística de Lakoff, Johnson, Langacker o Fauconnier, contraria al generativismo, asumía el lenguaje como una capacidad ligada a otras capacidades. La nueva arquitectura de la mente resignaba el anterior planteo modularista y resignificaba el panorama del procesamiento psi. Como sistema sígnico, el lenguaje no puede olvidarse en su nivel más básico de los significados, los cuales no pueden separarse en un distinto componente porque, se argumenta, la semántica es central en la organización de los rubros formales. Las metáforas (Lakoff y Johnson 1980) dejaron de ser tan solo tropos y adquirieron, como conceptuales, calidad de agentes cognitivos por derecho propio. Se comprendió que actúan como patrón heurístico, colonizando espacios cognitivos a través de su asimilación a recetas sedimentadas desde la experiencia previa. De esta manera, por ejemplo, decimos que se combate la inflación porque es un mal (una metáfora de la clase ontológica). Solo que estos resortes cognitivos, aunque emplean sentidos para crear nuevos sentidos y parten de coordenadas primordiales en la relación sujeto-mundo (serían, por lo tanto, prelingüísticos), suelen quedar pegados al plano verbal en el dominio-fuente tanto como en el dominio-meta (Mahler 2019).

La idea de metáfora de tipo conceptual fue sin embargo ampliada en image-schemas (Johnson 1987), patrones de intelección fundados en el cuerpo. Estos esquemas, por su lado, se hallan penetrados por ribetes culturales, por lo que descansan ̶ buscando los fundamentos de la inteligencia y la semiosis ̶ en dispositivos más originarios, esquemas miméticos (Zlatev 2013). Estos son formaciones igualmente prelingüísticas, preconceptuales y más inmediatamente radicadas en la acción del cuerpo, en la propiocepción y el movimiento. Zlatev postula cinco etapas que llevan de estos primeros mecanismos hasta la oración gramatical. No importa aquí si esta secuencia es la mejor versión de los progresos del niño pequeño hasta el manejo de la lengua, sino que la esquematización mimética en sí misma surge desde la experiencia vivencial, ancla en las pautas de nuestra corporeidad, y que por su intermedio se ha vuelto al cognitivismo contra sus premisas. También desde el mundo del signo-palabra sucede que la corporeidad dicta los límites, los modos, las modalidades (en rigor, también aquí, multimodalidades) y las posibilidades de la significación humana en su versión nuclear y, prospectivamente, en toda su extensión.

3. CONCLUSIONES

Hemos rápidamente compendiado el ciclo del cognitivismo del comienzo a su estado presente, desde su amanecer de espíritu naturalista a la inclusión de aspectos marginados, blandos, y luego reivindicados: del primer rechazo de la significación a su ulterior resarcimiento; de la primera marginación del cuerpo a su inclusión. La rehabilitación del signo-con-significado es un absurdo fuera de esta historia, un entero pleonasmo que, implica un nuevo desafío. En el repliegue de algunos supuestos iniciales se opera, en verdad, todo un progreso respaldado en la investigación empírica.

Desde aquella metáfora informática como idea directriz, la evolución del núcleo teórico cognitivista, paradójicamente vinculado a otras metáforas y esquemas (image-schemas, esquemas miméticos) trae de regreso la corporeidad y la multimodalidad como base de todo aprendizaje y como fuente de la significación. Este rodeo convierte los significados en emanaciones de la acción y de la interacción. Cuerpo y actividad se toman como fuente de las significaciones primordiales, a partir de unas matrices interpretativas compartidas con los semejantes, los cuales, no menos corporales, captan los sentidos del idioma originario multimodalmente sensoriomotriz. Si los interpretantes son comunes a los distintos intérpretes, esto es consecuencia a que los intérpretes son semejantes, prima facie, por sus cuerpos semejantes. Los signos son compartidos porque se comparten, ante todo, condiciones de interpretabilidad que el segundo cognitivismo ha reintegrado a su primera fuente, la corporeidad.

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