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Velázquez y la invención: mimesis y anagnórisis entre Italia y España (c. 1618-1630)
Velázquez y la invención: mimesis y anagnórisis entre Italia y España (c. 1618-1630)
H-ART. Revista de historia, teoría y crítica de arte, núm. 2, pp. 15-38, 2018
Universidad de Los Andes
Recepción: 22 Junio 2017
Aprobación: 18 Octubre 2017
Resumen: Este ensayo pretende considerar algunos ejemplos de la producción de Diego Velázquez susceptibles de ser interpretados como transgresiones de género. Desde un punto de vista metapictórico, los bodegones de su etapa sevillana no serán elucidados ni como ‘pinturas de lo cotidiano’ ni como imágenes polisémicas o emblemáticas, sino como ‘invenciones’ miméticas. A pesar de su significación para el joven Velázquez, la naturaleza muerta declinaría como género independiente en su madurez. Sin embargo, mucho de lo aprendido de su ejercitación resurgió purificado en sus ‘fábulas’ o ‘pinturas de historia’. Con todas estas obras, Velázquez superaría el concepto de imitación simple hasta el punto de desarrollar el de dissimulatio artis como fin verdadero de su pintura.
Palabras clave: Diego Velázquez, mimesis, anagnórisis, pintura de género, fábulas.
Abstract:
This paper aims to examine some examples of Diego Velázquez’s oeuvre that could be interpreted as genre violations. From a metapictorial point of view, his Sevillian bodegones will be elucidated neither as “pictures of everyday life” nor as polysemic, emblem-like images, but rather as mimetic “inventions”. Despite its significance for the young Velázquez, still life would decline as an independent genre in his maturity. Yet much of what he learnt from its practice re-emerged purified in his “fables” or “history paintings”. With all these works, Velázquez would surpass the concept of simple imitation to the extent of developing that of dissimulatio artis as the true end of his painting. Diego Velázquez, mimesis, anagnorisis, genre painting, fables.
Keywords: Diego Velázquez, mimesis, anagnorisis, genre painting, fables.
Resumo: Este ensaio procura considerar alguns exemplos da produção de Diego Velázquez susceptíveis de serem interpretados como transgressões de género. Partindo de uma perspectiva meta-pictórica, as naturezas-mortas da sua etapa sevilhana não serão elucidadas nem como ‘pinturas do cotidiano’, nem como imagens polissêmicas ou emblemáticas, mas sim como ‘invenções’ miméticas. Apesar da sua importância para o jovem Velázquez, a natureza morta perderia espaço como género independente na sua maturidade. Porém, muito do apreendido com a sua prática ressurgiria purificado nas suas ‘fábulas’ ou ‘pinturas da história’. Com todas essas obras, Velázquez superaria o conceito de simples imitação até o ponto de desenvolver o de dissimulatio artis como finalidade verdadeira da sua pintura.
Palavras-chave: Diego Velázquez, Mimese, Anagnórise, Pintura de Género, Fábulas.
Cosas Rústicas
La obra de Velázquez ha recibido repetidamente el calificativo de “realista” y “naturalista”, a modo de una obstinada cantinela que se hubiera prolongado, machacona, hasta nuestro tiempo. Este abuso intelectual, que supone manejar términos tan vagos —e inútiles— para definir de un plumazo las cualidades narrativas velazqueñas, ya fue censurado a comienzos del siglo XX por críticos como Juan de la Encina, quien hacia 1920 denunciaba “las meras abstracciones huecas de realismo y naturalismo con que se han venido tapando desde hace tres cuartos de siglo la superficialidad y la flojera de la crítica”.1
Particular desgracia han sufrido, tildados de “pinturas de lo cotidiano”, los bodegones de la etapa sevillana de Velázquez. Con propósito de enmienda, y se diría que como reacción pendular, en las últimas décadas parte de la historiografía artística se ha volcado en un análisis de los mismos basado en el método iconológico.² Muchos han tratado de buscar explicaciones a estas obras en la emblemática, en la literatura picaresca o en los refranes. Incluso han sido definidas como pinturas satíricas, a manera de lo que los romanos llamaban similitudines turpiores,³ cuando parece obvio que su tratamiento —grave y monumental— no se concibió para hacer reír, sino como algo anticómico. Velázquez, de forma expresa y como paradoja evidente, omitió en sus naturalezas muertas la comicidad para forzar las convenciones de este género pictórico.⁴ Otros han creído ver en tales pinturas alegorías edificantes que censuraban la gula o la embriaguez de las clases inferiores, y también moralizaciones sobre la pobreza extraídas de los textos de espiritualidad.5 A tal efecto, resulta sorprendente que tratadistas como Vicencio Carducho o Francisco Pacheco nunca hablaran de estos significados múltiples de los bodegones ni de su presunto didacticismo y que, por el contrario, los relegasen al lugar más bajo de la jerarquía de los géneros por tres razones: por su temática humilde; por la idea de que para copiar objetos estáticos no parecía hacer falta poseer ningún talento especial; y, sobre todo, porque si la defensa de la pintura como arte liberal dependía de algo era de subrayar sus orígenes divinos y su importancia para la religión, equiparando los fines del pintor católico con los del orador sagrado.⁶ Ni siquiera el mismo Velázquez leía sus propios bodegones en clave simbólico-didáctica, y así lo dejó por escrito cuando tasó en 1627, entre las pinturas de Juan de Fonseca, una obra hoy tan sobreinterpretada en tono clasicista como El aguador de Sevilla (Apsley House, Londres), allí cargada sencillamente como “Un quadro de un aguador, de mano de Diego Velazquez”, sin más comentario.⁷
Lo novedoso de los bodegones velazqueños no debió ser, pues, su temática o el simbolismo de lo figurado, sino la invención imitativa con la que fueron compuestos.⁸ Las opiniones de Pacheco han sido generalmente aducidas en este punto para justificar y valorar dichas creaciones del joven Velázquez. Decía el teórico, en conocida frase, que los bodegones eran dignos de estima —como fueron los de Pireico, el rhyparógraphos citado por Plinio⁹— “si son pintados como mi yerno los pinta alzándose con esta parte sin dexar lugar a otro, y merecen estimación grandísima; pues con estos principios [...] halló la verdadera imitación del natural alentando los ánimos de muchos con su poderoso ejemplo”.¹⁰ Según corroboraría después Antonio Palomino, todas estas obras las hizo Velázquez “por diferenciarse de todos, y seguir nuevo rumbo [...] valióse de su caprichosa inventiva, dando a pintar cosas rústicas a lo valentón [al final de este ensayo veremos qué quería decir con esto Palomino], con luces, y colores extraños”.¹¹
Conviene no perder de vista que estos capítulos del Arte de la pintura fueron escritos o reescritos en la década de 1630, probablemente en 1634, cuando el triunfo social de Diego era innegable y el caravaggismo se había impuesto. Es probable que durante su etapa de aprendiz, hacia 1617-1618, Pacheco no fuera tan entusiasta e incluso se sintiera desconcertado frente a estas obras; un desconcierto, por otra parte, que parece haber acompañado a los autores que han abordado la tarea de interpretarlas en los últimos tiempos.¹²
Y es que ni estos bodegones son meras “pinturas realistas”, según la opinión un tanto simple del siglo XIX, ni tienen por qué tener un significado más profundo basado en iconografías descontextualizadas, arbitrarias y subjetivas. Que Velázquez fuera un artista culto, familiarizado con la intelectualidad sevillana,¹³ no significa que dotase a sus bodegones de contenido simbólico o alegórico. Dicha interpretación, creemos, denota un concepto muy limitado de lo que es la inteligencia artística. ¹⁴ Está claro que la fuerza del bodegón velazqueño se resiste a interpretaciones dificultosas y que su perdurable atractivo es fundamentalmente visual. En su sistema de representación radica gran parte de la percusividad con la que actúa el lienzo sobre el espectador. Y este sistema no puede justificarse a partir de antecedentes de tipo formal, ‘dibujístico’ o iconográfico, pues éstos —aunque nos expliquen figuras y actitudes— muy poco pueden aclararnos del sentido, del fin, de la composición.
Velázquez no aspira a remedar o a sustituir los objetos reales por otros pintados, sino a crear un nuevo orden de objetos cuya esencia es la irrealidad, el no ser reales sino artísticos. Estas reflexiones sobre la mimesis preocupaban a la teoría pictórica de la época, que enfatizaba la superioridad de la obra de arte por encima del medio empleado y de las apariencias naturales representadas. La metapintura,¹⁵ en paralelo con el metalenguaje —el uso de conceptos, juegos de palabras y tropos para superar la estructura interna de la lengua—, tenía por único argumento la propia pintura o, en palabras de Charles Perrault ya a finales del Barroco, “la pintura en sí misma”.¹⁶ Tal como sucedía con el idioma, cuanto más ínfimo era el tema escogido —aquellas “cosas rústicas” que decía Palomino—, mayor era el desafío para el artista. De ahí la cita de Plinio sobre Pireico recogida en un par de ocasiones por Pacheco, presente por triplicado en la biblioteca de Velázquez (que poseía dos ejemplares de la Historia Natural en italiano y uno en latín)¹⁷ y mencionada asimismo por Palomino, que demuestra que desde sus orígenes la naturaleza muerta se basó en este contraste entre lo insignificante de su temática y lo elevado y placentero de su contemplación. En los bodegones velazqueños se admira la techné, el arte mismo, pues descubrimos maravillados cosas que per se no serían de interés.
Los bodegones constituyen un grupo homogéneo por su tamaño natural —ideal para sus intereses de verosimilitud—, el uso de medias figuras, su formato apaisado (excepto El aguador) y su destino vinculado al consumo particular, seguramente dirigido a aficionados a la pintura. Con toda probabilidad surgieron por iniciativa del pintor, quien después les buscaría comprador. En toda su serie de bodegones sevillanos Velázquez limitó intencionadamente su paleta, ciñéndose casi a los cuatro colores míticos (blanco, ocre, rojo y negro) enumerados por Plinio¹⁸ y también por Pacheco, al hablar éste de los colores que empleó Dios para pintar a Adán;¹⁹ justamente los colores que aparecen en la paleta que sostiene el pintor en Las Meninas (Museo del Prado, Madrid). De otra frase suya, aquella que alegaba que con estos cuadros Velázquez “halló la verdadera imitación del natural” puede deducirse que eran ejercicios artístico-científicos hacia la mimesis de los fenómenos visuales, desarrollados a partir de una investigación empírica en el terreno de la óptica y la perspectiva.²⁰
Desde finales del siglo XVI la teoría del arte venía cuestionando el concepto de mimesis tal y como se había entendido en el Renacimiento. Los tratadistas hasta entonces se habían preguntado: “¿Cómo imita un pintor la belleza de lo natural?”. Esto podía explicarse a partir de razones de orden técnico, como la corrección matemática del espacio o el uso satisfactorio del colorido y el sombreado. Pero en el Manierismo la pregunta se transformó en: “¿Cómo puede un pintor representar la naturaleza a través de la imitación?”.²¹ La imitación directa del natural supuso una vía novedosa de exploración pictórica que, si bien terminó triunfante, encontró en su difusión numerosos opositores. Carducho, por ejemplo, era sumamente crítico con la “mera y simple imitación de lo natural”²² epitomizada en el arte de Caravaggio, a quien llamaba “Anti-Miguel Ángel” y hasta “Anticristo”.²³ Palomino, en cambio, afirmaba que precisamente Velázquez “en la valentía del pintar” compitió con Caravaggio, “a quien estimó por lo exquisito y por la agudeza de su ingenio”.²⁴ Obsérvese que Palomino no indica que Velázquez remedara su estilo o su técnica, como algunos han pensado, sino que lo apreció por su capacidad de invención. No trató, pues, de imitar algunas obras caravaggiescas —como la traidísima copia de la Crucifixión de San Pedro que Pacheco²⁵ reseña—; Velázquez fue un “segundo Caravaggio” en su forma de “contrahacer” completamente del natural, justo la característica que más destacaba la primera biografía de Michelangelo Merisi, incluida en la obra de Karel van Mander Het Schilder-Boeck (1604), que Pacheco se hizo traducir parcialmente para su Arte de la pintura.²⁶ De hecho, los bodegones velazqueños (Img. 1) ponen de manifiesto que incluso cuando el pintor repitió los mismos objetos (como vasos o cuchillos) en cuadros distintos siempre los copió del natural según un sistema de variación y declinación de motivos.²⁷ Velázquez, en fin, no debió de aspirar a reproducir el arte de Caravaggio, sino que, como hizo con Rubens, quiso emular al propio artista (Img. 2).
Para imitar en pintura la tridimensionalidad de lo real había que acudir a lo que Pacheco —apoyándose en Lodovico Dolce— consideraba la parte más importante del colorido: el “relievo”, facultad en la que destacaron “el Basan, Micael Angelo Caravacho y nuestro español Jusepe de Ribera, y aún también [...] Dominico Greco”,²⁸ todos ellos, de una u otra manera, precursores de Velázquez. También el testimonio de Giulio Mancini, que apuntaba la habilidad de Caravaggio para representar las figuras humanas “riendo o llorando, en movimiento o estáticas”²⁹, nos recuerda vivamente a aquel “aldeanillo aprendiz” que Diego, siendo muchacho, “tenía cohechado” y “le servía de modelo en diversas acciones y posturas, ya llorando, ya riendo, sin perdonar dificultad alguna”.³⁰ En El almuerzo (Hermitage, San Petersburgo) (Img. 3), Velázquez centra la composición en la sonrisa del muchacho del fondo, evocando a Polignoto quien, según cita de Plinio, “fue el primero que mejoró la pintura en muchos aspectos..., hizo a sus figuras abrir la boca, enseñar los dientes e introdujo en los rostros gestos distintos, apartándolos de su antiguo rigor”.³¹ Los tres personajes expresan emociones contrapuestas, tan estudiadas individualmente que cada uno de ellos parece estar psicológicamente aislado de los demás.³² El carácter objetual con el que el pintor los ha figurado hace que la escena ofrezca un aspecto desunido, en el que la profundidad se marca con las manos, los rostros y las cosas, que proyectan sombras dobles, ópticamente correctas.
Velázquez gusta del contrapposto y la variedad, tanto en la combinación de personajes de diferentes sexos y edades como en la posición de las cabezas —de frente, de perfil y de tres cuartos—, haciendo alarde de su técnica con escorzos difíciles de pintar. Incluso se precia de congelar el movimiento (en un chorro de vino o en unos huevos cuajándose) e insiste en el carácter cinético de algunos elementos, como para subrayar el oxímoron que reside en el término mismo de “naturaleza muerta” y demostrar que su pintura puede mimetizar también “las cosas que no pueden pintarse”,³³ no sólo lo estático.³⁴ La pintura así supera definitivamente a la poesía, por antonomasia el arte de la acción, de lo que sucede a través del tiempo, porque el lenguaje es un medio que se percibe según pasa el tiempo, mientras la pintura sería el arte del espacio.³⁵ Los bodegones velazqueños son asimismo estudios de materias y texturas: pulidas o rugosas, sólidas o frágiles, blandas o duras, frías o calientes.³⁶ En ellos el pintor analiza los efectos de reflexión y transparencia producidos por los objetos de vidrio o por los líquidos.
Progresivamente Velázquez transforma las mesas en planos inclinados e incluye objetos incompletos para aproximarse al primer término y prolongar así el espacio pictórico hacia el espectador, que se integra como parte de la obra. Esta continuidad entre el espacio del observador y el espacio pintado,³⁷ donde la ilusión del arte trasciende la unidad física de lo representado, se observa ejemplarmente en sus llamados “bodegones a lo divino”. En el de Cristo en casa de Marta y María (National Gallery, Londres) (Img. 4) la diferencia de perspectiva entre el enmarcamiento de la escena religiosa del fondo y el nivel inmediato de la mesa podría explicarse si la imagen del segundo plano estuviera retenida en un espejo.³⁸ Mientras, la anciana dueña exhorta a la criada a prestar atención a la escena que se desarrolla ante sus ojos, en el espacio teórico de quien mira el lienzo, un poco como un antecedente de Las Meninas. Y a semejanza de aquélla, esta obra es una reflexión sobre el paragone donde el artista declara que la pintura no sólo puede plasmar las tres dimensiones, sino que, a diferencia de la escultura, es capaz de dar forma a algo ajeno al sujeto elegido y perteneciente al dominio del espectador, a manera de “bodegón desdoblado”.³⁹ Velázquez es sumamente inventivo en este uso de los espejos que confunden al espectador.⁴⁰ No obstante, a pesar de lo que se ha tratado de demostrar no pocas veces, lo que le preocupa no es la corrección geométrica de su disposición y reflejos, sino sus efectos internos y externos a la pintura, es decir, dedicados a la contemplación del observador.⁴¹ A manera de contraste, en La cena de Emaús (National Gallery, Dublin) (Img. 5) el episodio evangélico sucede tras una ventana abierta, en tanto la mulata del primer plano abandona sus quehaceres, quedando como suspendida escuchando lo que acontece en la habitación de al lado.⁴²
Tragedias pintadas
El bodegón, que tan importante fue en la juventud de Velázquez, desapareció como género en su madurez, pero lo aprendido en su ejercitación y el sentido metapictórico del mismo rebrotaron, depurados, en sus obras “de historia”.⁴³ Así, en El triunfo de Baco (Museo del Prado, Madrid) encontramos una verdadera relación psicológica entre las figuras, animadas —no sólo por efecto del vino— y libres del tratamiento precedente a modo de objetos. Como en El geógrafo o Demócrito (Museo de Bellas Artes, Rouen), el argumento sirve al artista para hacer un estudio anatómico de distintas versiones de la risa y para retomar sus fascinantes ejercicios del natural en la mimesis de sustancias transparentes.
Aunque El triunfo de Baco no es el primer caso de pintura narrativa en Velázquez —pues en 1627 compuso la perdida Expulsión de los moriscos y todavía antes, en 1619, La adoración de los Magos del Prado—, viene siendo habitual abordar el análisis de La túnica de José (Img. 6) y La fragua de Vulcano (Img. 7) recalcando explícitamente su importancia como obras encuadrables en lo más alto de la jerarquía tradicional de los géneros,⁴⁴ como si carecieran de precedente en la producción velazqueña. Vendidas en 1634 a Felipe IV a través de Jerónimo de Villanueva, en un lote de dieciocho pinturas destinadas al Buen Retiro,⁴⁵ ambas fueron dispuestas en el guardarropa de la reina.⁴⁶ En 1665 se envió La túnica a El Escorial para formar parte de una galería reorganizada por el propio Velázquez en sus funciones de Aposentador Real.⁴⁷ Desde su origen común en Roma hasta su separación, los dos cuadros compartieron un mismo destino, lo que ha movido a pensar que en un principio formaron pareja. Si bien tiende a considerarse en la actualidad el criterio negativo —establecido a partir de su diferencia inicial de medida o de sus presuntas discrepancias temáticas—, algunos autores han querido vincular el argumento de ambas obras mediante una aproximación de corte iconográfico, con resultados de lo más variopinto.⁴⁸
Como tema común se ha propuesto, por ejemplo, la revelación de una noticia. Según esta lectura, en La túnica Jacob recibiría de los hermanos de José la falsa noticia de la muerte de su hijo, mientras que en La fragua, Vulcano, al saber por boca de Apolo de la infidelidad de su mujer —Venus— con Marte, recibiría la noticia “verdadera” de su deshonra.⁴⁹ En la misma línea otros han sugerido la ligazón del engaño —consumado en La túnica y el desenmascarado en La fragua⁵⁰— o de la envidia, suscitada en los hermanos de José por la predilección que por él sentía su padre⁵¹ y en Apolo a causa del rechazo de Venus a sus requerimientos amorosos.⁵² En un segundo nivel de interpretación, esta idea de la envidia aludiría a la soterrada intención de Velázquez de demostrar con estos cuadros su capacidad ante los envidiosos pintores de la Corte.⁵³ Por último, se ha apuntado que ambas telas serían alegorías del poder de la palabra sobre los sentimientos y acciones del prójimo, de lo cual se desprendería la superioridad de la idea sobre el trabajo manual y de esta preponderancia, a su vez, el topos de la nobleza de la pintura.⁵⁴
Por otro lado, se ha dicho que no parece probable que formaran pendant dos obras que al parecer Velázquez pintó sin encargo previo ni destino específico, condiciones que se dirían determinantes en el plan de un conjunto ornamental o iconográfico.⁵⁵ Pero el uso de estos adjetivos aclara que, en efecto, estos cuadros no fueron concebidos como grupo decorativo ni por afinidades simbólicas. Igual que la serie de bodegones, La túnica de José y La fragua de Vulcano surgieron por iniciativa personal del pintor. E igual que en la serie de los bodegones, en ambos lienzos subyacen muchos conceptos compartidos con su temprano período sevillano. Quizás por ello Roberto Longhi no dudó en interpretarlos como “engrandecimientos mentales” de los bodegones.⁵⁶
En el fondo se ignora qué circunstancias pudieron motivar a Velázquez a elegir estos temas. Por fortuna, aunque mucho se ha insistido en sus presumibles influencias formales y en sus fuentes iconográficas,⁵⁷ aún pueden explorarse nuevos caminos menos interpretativos. Sin duda, uno de los elementos más conspicuos es la ostentosa presencia del desnudo en ambas obras. Desde luego, nadie capaz de pintar así el cuerpo humano, con tanta variedad y armonía, podía ser tachado —como murmuraban sus rivales— de “pintor de cabezas”. Giorgio Vasari estimaba que la máxima dificultad en pintura era la representación de la figura humana desnuda.⁵⁸ Giovanni Battista Armenini, en sus De’ veri precetti della pittura —obra presente, al igual que la de Vasari, entre los libros de Velázquez⁵⁹—, añadía que, por difícil que resultara el retrato del natural, se requería “otro estudio, otra industria, otra inteligencia y otra fatiga para hacer uno o más desnudos de tamaño natural coloreados que tengan todos los músculos y todos sus sentimientos en sus propios lugares, y que estén sombreados y trazados de tal manera que parezca que se salen fuera de donde están pintados”.⁶⁰
Otro llamativo recurso que utiliza Velázquez es la representación de los affetti o pasiones del alma, desencadenadas en cada caso por la exposición de la noticia. En efecto, aquí el artista abandona la gestualidad algo ociosa de los personajes de sus bodegones para pintar, como el legendario Arístides, “el estado de ánimo y [...] los sentimientos de los hombres, que los griegos llaman éthos, y sus perturbaciones”.⁶¹ Aparte de que la biblioteca de Velázquez incluía textos relativos a esta preocupación, como De Phisiognomica humana, de Giovanni Battista della Porta62 , el Trattato dell’arte della pittura, scoltura et architettura de Giovanni Paolo Lomazzo⁶³ y la edición de Della simetria de i corpi humani de Alberto Durero, que al final tenía un anexo dedicado a las pasiones,⁶⁴ aparte —como decimos— de la presencia de tales escritos, el estudio de las reacciones individuales dentro de una monumental escena de grupo disfrutaba de justa fama en la Roma de la época.⁶⁵
Estas dos obras de Velázquez bien podrían integrarse en una especie de museo imaginario del que formarían parte otros artistas contemporáneos como Pietro da Cortona, Andrea Sacchi, Guercino, Valentín, Domenichino y Poussin, a quienes en algún caso llegó a conocer, bien personalmente o bien a través de sus modélicas obras, muchas de las cuales —de mano de Pomarancio, Baglione, Lanfranco o Reni— pudo ver en Sevilla, según atestigua Palomino, donde le “daban gran aliento [...] a intentar no menores empresas con su ingenio”.⁶⁶ Pero el pintor no sólo buscaba medirse con los grandes artistas de su tiempo,⁶⁷ sino también superar a los maestros del pasado, vencer en la Querelle a los antiguos.
Las fuentes literarias básicas no sirven para justificar la elección de los argumentos respectivos de La túnica de José y La fragua de Vulcano, que ciertamente no podrían considerarse lugares comunes de la pintura. Los episodios elegidos para su narración solían ser otros. Era más corriente pintar la escena de José y la mujer de Putifar e incluso la Interpretación de los sueños del faraón, como también lo normal era insistir en los aspectos burlescos de la infidelidad de Venus hacia su esposo o en cómo éste castigó y ridiculizó a los adúlteros ante la burla de los Olímpicos, todo ello según las Metamorfosis de Ovidio.⁶⁸ Sin embargo, Velázquez escogió el “instante decisivo” de la historia,⁶⁹ el momento más dramático y sorprendente; de ahí la tensión y la movilidad interna de estos cuadros. Tal y como haría en la rueca de Las hilanderas (Museo del Prado, Madrid), con estos lienzos logró dar eternidad al instante.⁷⁰ Por eso, frente a la intemporalidad de lo clásico y del Renacimiento, Velázquez es el pintor de lo momentáneo, del tiempo fugitivo.⁷¹
Resulta muy sugerente observar que lo que ponderan las descripciones que Palomino hizo de La túnica de José y La fragua de Vulcano es la capacidad de ambos cuadros para conmover al espectador, en tanto apenas se puntualizan sus cualidades narrativas. De hecho, el tratadista ni siquiera indica la disposición de las figuras, en contraste con sus prolijas explicaciones de los bodegones, donde detalla la posición y características de casi cada objeto, hasta extremos cómicos —señalando, por ejemplo, que tal lechuga es “una lechuga romana (que en Madrid llaman cogollos)” o que cierta hogaza es de “pan de Sevilla”⁷² —, sino que intenta transmitir el asunto representado de la manera más visual posible para persuadir al lector de lo verosímil de la escena. Podría aducirse que este modo de describir se debe a que Palomino recordaba unos cuadros mejor que otros. Aun así, esto implicaría que su memoria estaba subordinada a su forma de contemplar las obras originariamente, reparando —en los bodegones— en lo atinado de la imitación de algunos detalles físicos y materiales, y advirtiendo lo convincente de la representación psicológica de la tragedia en La túnica y La fragua. De esta suerte, Palomino singularizaba al primero como “aquel célebre cuadro de los hermanos de José, cuando [...] le vendieron a aquellos mercaderes israelitas, y trajeron la túnica manchada con sangre de un cordero a su padre Jacob, que lleno de amargura, se persuadió, a que alguna fiera lo había despedazado: está con tan superiores expresiones demostrado, que parece compite con la verdad misma del suceso”.⁷³ Mientras, el segundo, una “tragedia del deshonor”,⁷⁴ representaba “aquella fábula de Vulcano, cuando Apolo le notició su desgracia en el adulterio de Venus con Marte; donde está Vulcano (asistido de aquellos jayanes cíclopes en su fragua) tan descolorido, y turbado, que parece que no respira”.
Palomino no pretendía evocar tanto una pintura como la historia en sí misma. Sus descripciones reflejan cuáles deseaba que fueran las reacciones del espectador, según un recurso retórico que Quintiliano llamaba enargeia⁷⁵ y que Cicerón definía como inlustratio (traer a luz) y evidentia (hacer visible).⁷⁶ No era simplemente describir, sino hacer ver, hacer sentir al espectador como si estuviera delante del propio cuadro.⁷⁷ En este sentido el lenguaje se revelaba puramente instrumental, pues tenía que volverse transparente para que la cosa que se quería transmitir apareciese en toda su claridad y pasara directamente a ser “contemplada” por el lector.⁷⁸ El efecto de mostración no se produciría, por consiguiente, sin una gran amplificación, sin una manera abundante que pusiera a la vista el mayor número de aspectos de la cuestión.⁷⁹
Por razones de orden técnico suele considerarse que Velázquez pintó primero La túnica de José.⁸⁰ En La fragua de Vulcano abandonó la apoyatura geométrica del enlosado y de la arquitectura para marcar los planos en perspectiva y exploró más profundamente otros recursos. Existe una unidad tonal en ambos cuadros que traba en el lienzo atmósfera y espacio, algo que es un avance respecto a los bodegones de la etapa sevillana. La profundidad se dilata gracias a las figuras que aparecen de espaldas,⁸¹ que definen un espacio que comienza con ellas y concluye con el personaje del fondo, el mismo en ambos casos. Las similitudes no acaban aquí, sino que afectan a la composición total, rigurosamente simétrica. En La túnica, los cinco hermanos de José sobrecogen al anciano Jacob; en La fragua, Apolo sorprende a Vulcano y a cuatro de sus cíclopes. Desde nuestro punto de vista, esta coincidencia en el número de individuos (seis) y en las agrupaciones de cinco más uno, persigue aglutinar como un concepto único dos temas aparentemente opuestos. ¿Y por qué exactamente seis figuras? ¿Acaso porque Atenión —un artista tan extraordinario que, según Plinio, “de no haber sido porque murió joven, nadie se le habría comparado”— pintó una obra admirada en la Antigüedad por tener “seis figuras en un solo cuadro”?⁸²
Velázquez, con estas dos obras, superó definitivamente la idea de imitación simple para desarrollar la de mimesis narrativa como fin verdadero de su arte. Ajustándose a la preceptiva de la Poética de Aristóteles, que contaba entre sus libros,⁸³ decidió que en adelante su único objeto de imitación serían las acciones de los hombres.⁸⁴ Sin dichas acciones no podía haber tragedia. La tragedia tenía dos medios para apelar a los sentimientos del público: las peripecias y las anagnórisis.⁸⁵ La peripecia era un cambio drástico en la acción, mientras que la anagnórisis suponía un cambio de la ignorancia al (re)conocimiento. La anagnórisis más perfecta se acompañaba de peripecia y era producto del curso verosímil de la narración, como sucedía en la Odisea de Homero, Las Coéforas de Esquilo o el Edipo Rey de Sófocles.⁸⁶ En la España del siglo XVII, literatos como Juan Pablo Mártir Rizo⁸⁷ o José Antonio González de Salas,⁸⁸ en sus traducciones/paráfrasis respectivas de la Poética al romance (1623 y 1633) —nótese lo próximo de estas fechas a la ejecución de las pinturas que nos ocupan—, respaldaban este uso de la anagnórisis y la peripecia para excitar el ánimo del espectador mediante la sorpresa.⁸⁹ ¡Nada mejor que representar la sorpresa para sorprender al observador!⁹⁰
En el teatro y la poesía del Siglo de Oro encontramos algunos textos que enlazan con la teoría de la anagnórisis⁹¹ y que además coinciden temáticamente con los asuntos tratados por nuestro pintor. La Tragedia llamada Josephina de Miguel de Carvajal, que se juzga el drama religioso más notable de la literatura española anterior a Lope de Vega,⁹² tiene por nudo argumental el episodio de La túnica de José y la anagnórisis de Jacob. También se relata como anagnórisis la peripecia de La fragua de Vulcano en un poema de Juan de la Cueva titulado Los amores de Marte y Venus (1604). En él, tras una descripción en octavas que se ha puesto en relación con la pintura de Velázquez,⁹³ y en respuesta a la denuncia de Apolo, Vulcano responde, sobrecogido y enojado ante el ultraje: “Por la inviolable Estigia, yo te juro / que yo la vengue bien [se refiere a su deshonra], o sea perjuro”; y más adelante insiste: “de aquí el deseo, aunque se indigne el cielo, / de vengarme y vengar mi oprobio horrible”.⁹⁴ En La túnica, además, se manifiesta la evidencia del objeto que metonímicamente alude a José y ocasiona la anagnórisis, mientras en La fragua Venus y Marte sólo aparecen retratados por las palabras de Apolo. Entre estos escritos se enmarca, asimismo, el Auto de la aparición que Nuestro Señor Jesucristo hizo a los discípulos que iban a Emaús, de Pedro Altamirano (1603), dedicado en exclusiva al momento de la anagnórisis recogido por Lucas 24, 30-31: “Puesto con ellos a la mesa, tomó [Cristo] el pan, lo bendijo y se lo dio. Se les abrieron los ojos y le reconocieron, y desapareció de su presencia”. Las posibilidades que ofrecía el pasaje evangélico para representar tales sentimientos de confusión y maravilla no las desaprovecharon ni Caravaggio⁹⁵ (Img. 9) ni, por supuesto, Velázquez.⁹⁶ (Img. 9)
Velázquez, “familiar y amigo de los poetas, y de los oradores” —como decía Palomino—, “porque de semejantes ingenios recibía ornamento grande para sus composiciones”,⁹⁷ es el epítome del pintor “moderno”. Como pintor de la modernidad lo cita Baltasar Gracián junto al griego Timantes en El Criticón.⁹⁸ En este libro, Andrenio y Critilo pasan a la Isla de la Inmortalidad navegando en una chalupa cuyas velas parecían “lienzos del antiguo Timantes y del Velázquez moderno”. El hermanamiento no es casual: el “antiguo Timantes”, según Plinio “el único artista en cuya obra se alcanza a comprender más de lo que aparece pintado” y cuyo arte, “aunque [...] es extremo” es superado por su ingenio,⁹⁹ se empareja con el “Velázquez moderno”, el cual confiere ingeniosamente a sus cuadros una apariencia natural capaz de impresionar con una fuerza mayor que la propia realidad y mostrar más que lo pintado. Una apariencia natural, por cierto, tan poco artificiosa y tan declaradamente espontánea que quizá fuera deliberada por completo.¹⁰⁰
La justificación retórica de la dissimulatio artis, del “ocultar el arte” aristotélico, se encuentra en el temor del oyente a sentirse engañado.¹⁰¹ En tanto que el orador debe buscar un equilibrio entre las partes y el todo como exigencia de la elocución, y este equilibrio responde a procedimientos artificiales, la artificiosidad del resultado debe encubrirse. Según la anónima Retórica a Herenio, “al pronunciar el discurso, la habilidad del orador le permite disimular su técnica para no revelarla y descubrirla a todos”.¹⁰² También Cicerón escribió que era artístico simular que una obra carecía de artificio, idea que después Quintiliano ampliaría afirmando que la perfección del arte radicaba en su ocultación.¹⁰³
Vasari,¹⁰⁴ a partir de la famosa crítica de Apeles a Protógenes expuesta por Plinio,¹⁰⁵ estimaba que la pintura no debía revelar el esfuerzo puesto en ella por el autor, que había que saber retirar la mano del cuadro, eso que tantas veces se ha dicho para tratar del non finito velazqueño.¹⁰⁶ Por su parte, Aretino, en el Dialogo della Pittura de Dolce, desarrollaba expresamente la idea de “facilidad” (facilità), “el principal argumento para la excelencia en cualquier arte”,¹⁰⁷ lo más difícil de lograr, el arte de ocultar el arte. El Cortesano de Baltasar de Castiglione, en el original italiano poseído por Velázquez,¹⁰⁸ llamaba a esto sprezzatura, mientras que la traducción de Boscán lo calificaba de “un cierto desprecio o descuido, con el cual se encubra el arte y se muestre que todo lo que se hace y se dice, se viene hecho de suyo sin fatiga y casi sin habello pensado [...]; por eso se puede muy bien decir que la mejor y más verdadera arte es la de no parecer ser arte”.¹⁰⁹ Incluso Miguel de Cervantes contribuyó al tópico en un soneto compuesto para el Jardín espiritual de fray Pedro de Padilla, el cual comenzaba: “Muestra su ingenio el que es pintor curioso / cuando pinta al descuido una figura, / donde la traza, el arte y compostura / ningún velo le cubra artificioso”.¹¹⁰
Carducho y Pacheco recogen sendos símiles comparando oratoria y pintura en pro de la facilità y los borrones.¹¹¹ El primero contrapone a un predicador novato con otro experimentado: “Asi tambien avrás visto en un Predicador, que si es novel principiante, está atenido a sus clausulas y palabras decoradas, que no puede con ellas dar aquella fuerza que suele el ya experimentado en los pulpitos, quando con un amago, si se sufre dezir, de desgarro de voz y accion, significa y dize lo que quiere, y con menos palabras y clausulas imprime en los corazones con mucho mas efecto que el otro con sus palabras medidas y compuestas. Y aunque es verdad que la pintura se podria hazer con union y lisura de colores, aunque con ferocidad y gallardia, no arguye tanta maestria, tanta posesion de lo magisterioso, como el que lo haze con borrones”.¹¹² Pacheco, por su parte, propone que: “Así como los oradores tal vez fingen saber hablar sin arte, así paresca en los pintores obra de modo que muestren el agrado y facilidad, pero que no se encubra la dificultad a los más inteligentes y doctos: atendiendo a la buena opinión y fama con todos, nacida de su continuo estudio y verdadera virtud”.¹¹³
Velázquez, a imagen de su admirado Miguel Ángel, a quien “munchos días con grande aprovechamiento”¹¹⁴ copió en Roma y sobre quien tanto leyó, sin duda actuó como aquél y debió de hacer desaparecer casi todos sus dibujos y bocetos preparatorios (que sabemos hizo en abundancia) para, como el florentino, “no dar más apariencia que la de la perfección”, según reconocía Vasari.¹¹⁵ Enemiga de esta pretensión velazqueña de afectar facilidad, de simular con habilidad que las cosas parecen naturalmente hechas y no mediante artificio, ha sido la aparición en sus lienzos de numerosas correcciones o pentimenti, que él no previó fueran a “trepar” hasta la superficie pictórica y que son prueba inequívoca de la lentitud de su trabajo —su famosa “flema”— y de la negativa a dejar de trabajar una obra, a darla por acabada. Esto ha llevado a interpretar en su pintura esa “facilidad” como justo lo contrario, como una voluntad por manifestar (casi “declarar” teatralmente) su industria, como un deseo de no ocultar el arte.¹¹⁶ Pero que su técnica fuera directa, alla prima —como hacía Caravaggio— o “a lo valentón”, como decía Palomino, no significa que previamente no estudiara con todo detalle la manera de abordar la pintura.¹¹⁷ O que, según nos recuerda de nuevo Antonio Acisclo, una vez concluida la retomase una y otra vez “perseverando en ella, sin atender a más, que [a] la gloria, y alabanza”.¹¹⁸
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Notas