De la ciudad como Cosmopolis a los espacios cosmopolitas

From the City as Cosmopolis to Cosmopolitan Spaces

Da cidade como Cosmópolis aos locais cosmopolitas

Nikos Papastergiadis
Universidad de Melbourne, Australia, Australia

De la ciudad como Cosmopolis a los espacios cosmopolitas

H-ART. Revista de historia, teoría y crítica de arte, núm. 8, pp. 29-62, 2021

Universidad de Los Andes

Resumen: En este artículo se examina la relación entre arte y ciudad, y la necesidad de imaginar nuevos espacios para el cosmopolitismo. El autor revisita los vínculos entre la globalización y el cosmopolitismo. Para ello no solo se expone el contraste entre estas dos, sino también se repiensa el papel de las instituciones culturales con el fin de articular una identidad coherente para las culturas inscritas dentro de su espacio cívico, o de conferirle a la ciudad un lugar distinguido en cuanto repositorio de la cultura del mundo. Se argumenta que estas instituciones se entienden cada vez más como parte de un diálogo transnacional más amplio en torno al cosmopolitismo. En este contexto, se repiensan los vínculos entre los valores culturales y las capacidades institucionales. Las ciudades y los Estados-nación son fuerzas que median entre los ideales culturales del cosmopolitismo y la ideología de la globalización. Las ciudades y las naciones no son participantes neutros en el juego. Vienen con su propio bagaje que incluye prejuicios primordiales y jerarquías de exclusión.

Palabras clave: Ciudad, cosmopolis, globalización, migración.

Abstract: This paper examines the relationship between art and cities, and reflect on the need to imagine new spaces for cosmopolitanism. The author wants to step back and reroute the links between globalization and cosmopolitanism. It will involve not just a clarification of the contrasting orientation between globalization and cosmopolitanism, but also a rethinking of the role of cultural institutions which were once founded to either provide a coherent identity for the cultures within their civic space, or to elevate the city as a repository for the world’s culture. the author will argue that these institutions are increasingly seeing themselves as part of a wider transnational dialogue on cosmopolitanism. This context is a space to rethink the way cultural values are also linked to institutional capacities. Cities and nation-states are mediating forces between the cultural ideals of cosmopolitanism and the ideology of globalization. Cities and nations are not neutral players. They come with their own baggage that includes primordial prejudice and hierarchies of exclusion.

Keywords: City, cosmopolis, globalization, migration.

Resumo: Este artigo examina a relação entre arte e cidade, e a necessidade de imaginar novos locais para o cosmopolitismo. O autor examina os vínculos entre a globalização e o cosmopolitismo. Para isso expõe o contraste entre as orientações da globalização e o cosmopolitismo, e mesmo repensa o papel das instituições culturais para articular uma identidade coerente das culturas inscritas em seu espaço cívico, ou para conferir à cidade um local notável como repositório da cultura do mundo. O texto argumenta que estas instituições se pensam cada vez mais como parte de um diálogo transnacional amplio sobre o cosmopolitismo. É em este contexto que o artigo examina os vínculos entre os valores culturais e as capacidades institucionais. As cidades e os estados-nação são forças que mediam entre os ideais culturais do cosmopolitismo e a ideologia da globalização. As cidades e as nações não são participantes neutros no jogo; vêm com seu próprio bagagem que inclui prejuízos primordiais e jerarquias de exclusão.

Palavras-chave: cidade, Cosmópolis, globalização, migração.

El auge temprano de las bienales coincidió con el malestar del internacionalismo tras los acontecimientos de 1989 y con un estallido provisional de pensamiento cosmopolita. A la vez, formó parte de un proceso enorme de renovación de su imagen con el que las ciudades buscaban posicionarse como polos de atracción del capital global y centros de las economías creativas. En medio del despliegue publicitario y de las enormes inversiones en infraestructura se ha producido un crecimiento espectacular en el arte contemporáneo entendido como evento. Tanto el arte contemporáneo como el fenómeno de las bienales han mantenido una relación intranquila con las naciones y las regiones. Se ha pensado que la topografía de las ciudades y la voluntad de globalidad son más congruentes con el contexto post nacional o transnacional del arte contemporáneo. En consecuencia, los artistas se han alineado con ciudades específicas o han buscado situarse entre parejas de ciudades con la expectativa de participar en una nueva red cosmopolita de centros urbanos. Desde 1989 se les reconoce a las ciudades un nuevo tipo de importancia que incluye una relación a menudo tácita entre el capital simbólico y el capital financiero. Conviene tomarse un momento para examinar una vez más la relación entre el arte y las ciudades, y pensar en la necesidad de imaginar espacios nuevos para el cosmopolitismo.

Las ciudades se formaron por la necesidad de seguridad, la actividad del comercio y la expresión de la cultura. La idea de que la ciudad (o al menos una porción sagrada de la misma) constituye un santuario es igualmente antigua. En términos generales, sin embargo, la ciudad ofrece protección contra los invasores, promueve las industrias que procesan materias primas y se distingue, a través de la evolución de rituales y protocolos, de las costumbres de los “bárbaros”. La ciudad es un lugar de fortificación, asamblea y deliberación. Al permitir una reunión concentrada de personas, cosas e ideas estimula el intercambio, la traducción y la innovación. Si pensamos que la mejor manera de responder a estos valores es de forma concentrada, y si las intensidades que la vida urbana hace posibles se maximizan a través de una oscilación cuidadosa entre la proximidad y la distancia, entonces debemos preguntarnos: ¿quiénes son los “invasores” y “bárbaros” que amenazan a la ciudad contemporánea? ¿Es necesario que la revolución ocurra en la ciudad, para que nos pueda rescatar, como proponían Marx y Engels, de la “idiotez” de la vida rural?

Hoy en día las ciudades están plenamente inscritas en una matriz compleja de fuerzas globales y locales que generan nuevas dimensiones y jerarquías. Los peligros que las confrontan no provienen necesariamente de sus vecinos rivales ni resultan de la diferencia interna entre los problemas que aquejan a las áreas urbanas y a las rurales. Hace más de dos décadas Saskia Sassen comentaba que las ciudades globales, como Nueva York, Londres y Tokio, tienen más en común entre sí que con otras ciudades cercanas.1 A medida que se ha intensificado esta trayectoria globalizante hay ahora aún más ciudades que han ido reconfigurando sus prioridades a medida que se disocian de sus estados. Quizás esto suena extraño si se piensa en Singapur, porque allí la ciudad es a la vez estado y región, pero de hecho esta ciudad-isla es a la vez un caso atípico y, en cierto modo, una versión paradigmática de la ciudad global. En cualquier otro lugar las contradicciones entre la globalización y la urbanización son aún más agudas.

Hace poco el antiguo alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, afirmó que Brexit es lo más estúpido que ha hecho una nación hasta ahora, con la excepción de votar por Trump. Pero sus antiguos constituyentes no apoyaron a Trump; aunque la torre personal del Presidente está en Nueva York su base política habita aquel pedazo ignorado del territorio conocido como ‘fly-over America’. El giro hacia un programa de derecha populista y neo nacionalista, claramente visible también en regiones como la antigua Alemania Oriental y los resquicios desindustrializados de Francia, se percibe ahora como la amenaza más que enfrentan el capital global y la civilidad urbana en Occidente. Por todo el mundo aquellas regiones interiores se están distanciando cada vez más de las mega ciudades costeras y de las metrópolis.

¿A esto se reduce ahora Occidente: un duelo entre Trump y Clinton? ¿La ciudad contra el campo? Se trata de dos opciones erradas. No son igualmente malas, así como Macron no es lo mismo que Le Pen. Sin embargo, limitarse a estas dos opciones no puede más que desconcertar a quienes registran correctamente el hecho de que la inseguridad ontológica y la degradación ambiental están hurtándole el sentido a sus vidas. La globalización ha generado niveles nunca antes vistos de movilidad. Con sorprendente efectividad, el neoliberalismo logró desligar al poder estatal del control económico. Proclamando la liberación del mercado para la prestación de servicios transfirió bienes controlados por el estado hacia las compañías privadas, y proclamando la desregulación mercantilizó las infraestructuras de los servicios públicos, el cuidado ambiental y la protección social. Sin embargo, no logró generar una plataforma adecuada para la deliberación y redistribución de los bienes públicos, y de hecho produjo niveles de desigualdad que Occidente no había conocido desde las décadas de 1910 y 20. En pocas palabras, casi todos los logros del estado social, la responsabilidad democrática y los derechos humanos han retrocedido, y las nuevas amenazas ambientales, miedos xenofóbicos y modos intolerantes de gobernanza se han fusionado hasta volverse indistinguibles.

La promesa moderna de la movilidad era inseparable de la retórica de la globalización. La modernidad fue impulsada por las transformaciones tecnológicas y las migraciones en masa. El movimiento fue un elemento fundamental de la era de la industrialización e incrementó la mezcla de las personas y sus culturas. Las diásporas y redes han creado alineaciones que sobrepasan las estructuras y sentimientos convencionales de pertenencia dentro de los parámetros del Estado-nación. Muchas veces se pretendió disimular la brutalidad de los cambios producidos con el brillo de las historias de los triunfadores, historias que celebraban los ejemplos heroicos de inmigrantes que pasaron de mendigos a millonarios o elogiaban los enormes avances en las oportunidades de vida. La globalización se alimentó de este compromiso modernista con el impulso hacia adelante y la transgresión de las fronteras. Se oponía a los mercados cerrados, no le tenía paciencia a los procedimientos institucionales y se oponía a las inhibiciones impuestas por los valores culturales tradicionales. La globalización prometía un movimiento constante de vitalidad e innovación como resultado de un programa de perturbación intencionada. Pero ¿cuántas personas accedieron a una vida más plena, a mayores riquezas y a una emancipación por cuenta de ese proceso? ¿Se ha desvanecido la nación, o es acaso ahora más importante que nunca?

Hace una década muchos de nosotros manifestamos un optimismo inocente, pensando que la movilidad podría expandir las formas de intercambio cultural y de traducción intercultural. Como observó Craig Calhoun, “todos hablaban de la cosmopolitización de la vida cotidiana, la democracia cosmopolita y el avance cada vez mayor de la unidad supranacional en Europa”.2 Las nuevas tecnología de la comunicación y la reducción considerable en los costos de viaje impulsaron a su vez una especie de cosmopolitismo ingenuo:

Así que ahora que cualquiera puede viajar a países lejanos, experimentar otras culturas y atravesar barreras geográficas; ahora que están desapareciendo los obstáculos representados por los sistemas políticos, los lenguajes, las culturas, las diferencias entre países y regiones, y que la transformación perpetua es quizás una constante de nuestra modernidad contemporánea; sobre todo ahora que los cimientos de la gobernanza nacional, en el sentido de la pertenencia a un estado nación, se hacen cada vez más débiles, se percibe el nacionalismo como un sentimiento que no encaja con la época y las personas están comenzando a construir una identidad nueva basada en la ciudad en la que viven. Esto es lo que caracteriza al mundo en el que vivimos y sin duda los artistas son una de las clases sociales que gozan de una mayor libertad de movimiento en esta era.3

En un lapso relativamente breve de tiempo han dejado de escucharse tales declaraciones enfáticas. Aquellos sociólogos, politólogos y curadores que pronosticaban el surgimiento de una identidad postnacional —que podría encontrar santuario en la ciudad cosmopolita o generar horizontes nuevos de conexión a través de las redes globalizantes— adoptan ahora perspectivas más cautas y definen en otros términos la relación entre movilidad y pertenencia. Ahora que los extremos violentos se hacen más y más visibles, el discurso es más desigual. En el campo de los derechos políticos, la proliferación de ciudadanos flexibles y de refugiados sin estado marcan los dos extremos de este espectro. En cuanto a la condición cultural, se constata de manera más y más preocupante que la movilidad está alimentando la McDonalización de la cultura. Al ver que los retos huma- nitarios se han tropezado con la neo militarización de los controles fronterizos, o que las nuevas formas de pensar la hibridez cultural han atizado también viejas fantasías de pureza étnica, nuestra comprensión de la fusión que se está dando entre lo político y lo cultural se vuelve algo extraña. Se piensa ahora que el contraataque político en respuesta a la globalización representa el fin de los ideales culturales del cosmopolitismo. Esto no es solo una consecuencia del hecho de que se hayan desenmascarado las falsas promesas de la movilidad y la hibridez que, en algunos casos, disimulaban desigualdades más profundas y generaban una imagen de equivalencia entre los portadores de tarjetas platino de viajero frecuente y los refugiados sin estado. Se trata también, y de manera más fundamental, de una respuesta a las dificultades materiales y simbólicas implícitas en la construcción de una comunidad viable y la articulación de formas de solidaridad capaces de establecer, y no solo de prometer, instituciones que distribuyan el placer, la justicia y la oportunidad. A no ser que nos consolemos con plataformas como Facebook no es posible creer que la globalización contribuya al cosmopolitismo de la sociedad. Por el contrario, la condición global se registra ahora no solo en términos de flujos acelerados, sino también con un tono de ansiedad creciente ante el horizonte de una crisis infinita. En Grecia la crisis es ahora una forma de vida, y esta es solo la punta de un congelamiento más extenso de la imaginación política. A todo lo largo del mundo una crisis se fusiona con otra. Problemas generados por la inequidad económica se metamorfosean con consecuencias anti humanitarias. Ya no tiene sentido hablar de una crisis. La crisis no es solo plural: es ambiente.

Argumentaré sin embargo que la globalización y el cosmopolitismo no son iguales ni codependientes. Esta posición le resultaría evidente a Immanuel Kant, quien con excepción de dos viajes muy breves nunca salió de Königsberg. Si reflexionamos sobre el paisaje actual podemos atribuirle a la globalización una lógica integrativa que busca facilitar los flujos al establecer rutas transparentes, servicios de clasificación estandarizados, plataformas consistentes y redes totalizantes. En pocas palabras, para permitir la movilidad y lubricar los intercambios la globalización necesita que el mundo sea hermético, plano, homogéneo. Esta máquina sin obstáculos no tiene nada que ver con el cosmopolitismo. A mi parecer, para ser cosmopolita hay que abrirse al mundo con todas sus diferencias. En el corazón del cosmopolitismo hay una paradoja maravillosa —este genera una igualdad radical entre todas las personas pero admite que el encuentro con personas diferentes solo puede ser significativo si se articulan tanto nuestras semejanzas como nuestras diferencias. De ahí que el cosmopolitismo tienda hacia la heterogeneidad, pues lo que busca es un mundo jovial de diferenciación generativa. Esta perspectiva nos permite atisbar una crítica a la mercantilización e instrumentalización de la cultura a nivel global, y además una manera distinta de construir el mundo. El globo de la globalización no es lo mismo que el cosmos del cosmopolitismo.

En este ensayo quiero dar un paso atrás y trazar nuevamente los vínculos entre la globalización y el cosmopolitismo. Para ello no solo será preciso exponer con claridad el contraste entre las orientaciones de la globalización y el cosmopolitismo, sino también repensar el papel de las instituciones culturales otrora establecidas ya sea con el fin de articular una identidad coherente para las culturas inscritas dentro de su espacio cívico, o de conferirle a la ciudad un lugar distinguido en cuanto repositorio de la cultura del mundo. Me propongo argumentar que estas instituciones se entienden cada vez más como parte de un diálogo transnacional más amplio en torno al cosmopolitismo. En este contexto, quiero repensar los vínculos entre los valores culturales y las capacidades institucionales. Las ciudades y los Estados-nación son fuerzas que median entre los ideales culturales del cosmopolitismo y la ideología de la globalización. Las ciudades y las naciones no son participantes neutros en el juego. Vienen con su propio bagaje que incluye prejuicios primordiales y jerarquías de exclusión.

Las ciudades que proclaman el vitalismo de la diversidad no pueden operar como santuario de la diferencia. Si se encierra a la diversidad dentro del principio del santuario la ciudad se precipitará en un movimiento giratorio conformado por múltiples espirales de aislamiento. Cada diferencia tomaría santuario en su propia microesfera. Cesaría el diálogo y reinaría la regresión infinita. Sin embargo, en un contexto en el que hay públicos diversos y espacios públicos conectados en red, el tráfico cultural no puede sobrevivir en un aislamiento relativo. Ninguna ciudad podrá perdurar si le impone barreras rígidas al intercambio, y una fracturación infinita de la esfera pública implica entregarse al ruido. Una vez más, parece que estamos atascados ante opciones igualmente malas. En la ciudad neoliberal e hiper comunicativa las opciones de un museo a menudo se reducen a permanecer como reliquia de un pasado pintoresco o hacerse un lugar como proveedor de servicios dentro del mercado de los espectáculos. Sin embargo, en lugar de resignarme pragmáticamente a la idea de que la identificación cívica es preferible al corporativismo neocolonial, o de permitirme la oposición simplista entre un nacionalismo malo y un cosmopolitismo bueno, quiero examinar de nuevo la base de un proyecto cosmopolita. Para ello será preciso examinar de manera más detallada cómo es que las personas hacen las veces de mediadoras entre diversos sistemas y la existencia de instituciones que llevan a cabo prácticas culturales colectivas. De otro modo nos quedaremos enredados en una danza de dependencias y desmentidos —los agentes cosmopolitas dependen de las instituciones nacionales pero desmienten su dependencia. A la vez, el imaginario nacio- nal depende de los valores cosmopolitas pero desmiente la fuerza vinculante de todo cuanto comprometa su independencia soberana. ¿Cómo podemos zafarnos de esas oposiciones sofocantes?

La colaboración es uno de los conceptos más importantes cuando se trata de crear un espacio para el diálogo y el intercambio en la cultura contemporánea. El término tiene una importancia especial en el sector de los museos y las artes. Desde un punto de vista instrumental es una herramienta que coordina la multiplicidad de funciones que es indispensable en la producción cultural. También resulta útil en el plano conceptual cuando se busca derrocar las jerarquías misteriosas del genio artístico y destacar la interacción creativa que se da en el desorden de la producción cultural. Sin embargo, de todo esto resulta una mirada aún demasiado estrecha de la colaboración. Hasta ahora apenas habríamos logrado señalar la diferencia entre el proceso vertical de implementación y mando que emana de arriba, y la actividad horizontal de colaboración que procede desde el medio. Además de reconocer que la colaboración se propaga hacia afuera nos queda el reto adicional de comprenderla dentro de un espacio social más amplio.

Diez años después de haber constatado la presencia cada vez más marcada de las técnicas colaborativas en las prácticas artísticas contemporáneas, Maria Lind formuló la necesidad de repensar también la “sistematización” de los museos y de las instituciones de arte contemporáneo.4 Dado el alcance y la velocidad de los flujos en un mundo en trance de globalización, a lo que se le suman las complejidades enmarañadas del cosmopolitismo, el nuestro es un momento crucial para reflexionar sobre la utilidad del museo. En tiempos recientes la capacidad de ofrecer un espacio para la contemplación y la reflexión, así como la participación y el entretenimiento, se ha estirado hasta el límite. Sin embargo, el estatus privilegiado que se le reconoce al museo en tanto plataforma para la deliberación y hogar de las ‘bellas artes’ se opone también a la tendencia emergente de las prácticas colectivas, efímeras e interactivas en el arte contemporáneo. En este contexto la colaboración no se organiza a partir de una estructura de mando vertical, sino que se despliega a través de un proceso horizontal de experimentación. Solo puede haber una actitud que favorezca el juego conjunto si hay también un proceso circundante que genera confianza. A medida que los artistas conectan su práctica con la idea de que la ciudad (o la condición urbana en general) representa el lugar de producción y la zona donde han de ejercer sus luchas, se impone también una pregunta de doble filo en torno a los papeles y límites de las instituciones. Por un lado se amplía el museo, pues se acoge a agentes externos a la institución, por el otro se fractura el marco evaluativo, pues se produce una dispersión del evento artístico hacia una zona ilimitada. En cualquiera de los dos casos, ya no hay más santuario para el mundo en el museo y el museo funciona cada vez menos como santuario para la historia de la ciudad.

Descolonizar las Instituciones del Arte

En diversos lugares del mundo han surgido coaliciones artísticas, grupos de trabajo, confederaciones, redes colaborativas y organizaciones transnacionales que no solo han tratado de desarrollar una “mutualización de los recursos” sino que también se han propuesto crear una nueva plataforma para una “ética de la solidaridad”. En términos de Natasha Petresin-Bachelez se trata de una “revolución de las redes”,5 revolución que ella ha mapeado a la luz de la influyente teoría de Bruno Latour.6 El propósito de las redes consiste en desarmar las estructuras centralizadas de autoridad, mejorar el intercambio de conocimientos entre pares y aprovechar el potencial democrático de las nuevas tecnologías de la comunicación. De allí que las redes no solo fueran herramientas importantes de disemina- ción, sino también un elemento crucial dentro de un nuevo marco conceptual. Latour propuso su Teoría del Actor-Red con el propósito de destacar la interdependencia entre acciones individuales y el sistema que hace posible el flujo de fuerzas. Desde esta perspectiva la agencia existe en tanto haya una red y, a su vez, las redes se activan por las acciones de los individuos.

Junto con otras personas (entre ellas Maria Lind) Petresin-Bachelez fue una de las cofundadoras de Cluster, una red de instituciones pequeñas situadas en el área periurbana de algunas ciudades europeas, y de Jolón en el Medio Oriente. Otras de las redes transnacionales importantes es Arts Collaboratory, que ofrece una plataforma para el intercambio entre organizaciones artísticas en África, Asia y América Latina. Varias coaliciones de artistas, activistas y académicos han formado grupos de trabajo como Estéticas Decoloniales y la Red de Conceptualismos del Sur. Se han organizado también nuevos sindicatos de artistas, como Gulf Labor y W.A.G.E., que se oponen al abuso de los derechos laborales en la construcción del Guggenheim Abu Dhabi. En Australia tenemos a CAOA, una red de organizaciones de arte contemporáneo que procura el intercambio de conocimientos y apoyo entre pares. Sin embargo, la más importante en términos de sus dimensiones y alcance es una confederación de seis museos que Lind ha definido como un “faro de esperanza”.7

Para dar un paso adelante en un camino que nos permita enfrentar los retos que se presentan en la era del neoliberalismo precario y el globalismo complejo, me enfocaré en L’Internationale, una confederación de seis instituciones de arte moderno y contemporáneo en Europa que ejemplifica la posibilidad de repensar la función del museo como parte de una colaboración transinstitucional. L’Internationale es una colaboración continua entre seis museos e instituciones de arte contemporáneo en Europa, iniciada por seis directores: Vasif Kortun, Zdenka Badovinac, Bartomeu Mari,8 Manuel Borja-Villel, Bart de Baere y Charles Escha. La confederación agrupa los personales y recursos de Moderna Galerija (MG+MSUM, Liubliana, Eslovenia); Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS, Madrid, España); Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA, Barcelona, España); Museum van Hedendaagse Kunst Antwerpen (M HKA, Antwerp, Bélgica); SALT (Estambul, Turquía) y Van Abbemuseum (VAM, Eindhoven, Holanda). Aunque está anclada en Europa, L’Internationale mantiene vínculos con instituciones asociadas en diferentes partes del mundo. Comenzó a operar formalmente en 2010 y asumió su forma actual en 2013 con el proyecto Los usos del arte —El legado de 1848 y 1989.

La idea de una confederación responde a los límites tanto del museo como de la ciudad entendida como espacio de santuario. Incluso el Reina Sofía es demasiado pequeño para funcionar como una base genuina de refugio artístico, y hoy en día todas las ciudades demuestran ya una enorme amplitud cultural, de modo que no es posible que una sola institución cumpla con la tarea de representarla. En una era de movilidad la colaboración es inevitable. Sin embargo, la fuerza contrapuesta de la globalización y la ideología del neoliberalismo le dan prioridad a la competencia y subordinan la creatividad a los mandatos del provecho instrumental y las ganancias comerciales. Ahora que la Unión Europea se encuentra bajo el dominio de objetivos económicos y políticos caníbales la propuesta de una nueva confederación que enaltece los valores culturales de la diferencia y abre una nueva frontera para el intercambio entre agentes locales y globales parece no solo ir a contrapelo de la historia sino también reiterar la fe en el cosmopolitismo. Como señaló H. G. Wells, no hay evidencia de que se haya construido alguna vez la ciudad cosmopolita, pero es igualmente claro que, en cada era, el sueño del cosmopolitismo se ha expresado nuevamente.

¿Qué aspecto tendría entonces tal confederación y qué la distingue de mega instituciones como la Tate, que ha consolidado su base central a través del desarrollo de satélites, o de las estrategias del Guggenheim, que estructura su crecimiento a través de un sistema de franquicias distribuido de manera horizontal? Como lo destaca Manuel Borja-Villel, la confederación surgió impulsada por la alteración radical de las bases sobre las que se establecieron los museos. “El neoliberalismo”, sostiene, “nos ha quitado el suelo” y nos ha dejado “atrapados entre un pasado en el que no nos reconocemos y un futuro que no nos gusta”.9 Es una especie de versión cultural de la prosopagnosia —te quedas mirando algo que te es familiar pero no logras discernir ninguno de sus rasgos. En EuropaOriental circula todavía un chiste viejo: “la situación es catastrófica, pero aún no es seria”. No se trata de reírse de aquello que motiva nuestras lamentaciones sino de comenzar de nuevo e imaginarse una visión alternativa de lo que somos. Es por ello que L’Internationale ha adoptado una estructura molecular y una orientación transversal como fundamento de su confederación. Definen su práctica de trabajo conjunto como una confederación para marcar la diferencia entre su forma de colaboración y los proyectos temporales o las alianzas tácticas. Definen su estructura como “un espacio para el arte dentro de un internacionalismo no jerárquico y descentralizado, basado en los valores de la diferencia y del intercambio horizontal entre una constelación de agentes culturales arraigada en lo local y conectada a lo global”.10 Esta estructura holgada y dinámica se propone ser un punto desde donde es posible distanciarse del pasado irreconocible y del presente desagradable. Se trata de un esfuerzo por diferenciarse de la lógica acumulativa del museo clásico, que pretende aferrarse a una comprensión enciclopédica de la cultura mundial, y del programa corporativista antes mencionado. Lo que se busca, en palabras de Manuel Borja-Villel, es que L’Internationale se convierta en una institución transnacional ‘monstruosa’, tan grande que no pueda controlarla ningún polo local de poder, y tan difusa que se oponga a cualquier estilo estético singular.

Durante los últimos cinco años esta confederación ha producido una gran cantidad de publicaciones, conferencias y proyectos. Sin embargo, no es posible medir la importancia de este giro colaborativo en términos de una mayor productividad, pues su tarea consiste en generar nuevos conocimientos en torno a la posición histórica del museo, adoptar modelos alternativos de gobernanza institucional, repensar los espacios de producción artística y, en último término, acoger el papel de los públicos en cuanto constituyentes. A lo largo de cada uno de estos cuatro dominios podemos identificar también la necesidad de aproximarnos a tres objetivos que se han hecho sentir desde hace cierto tiempo a todo lo largo del sector pero que permanecen sin resolver. Así, hay un proceso en zig zag, en el que se identifican y ensayan ciertas prácticas, así como un método volátil de articulación y reflexión conceptuales que se ejerce en la búsqueda de estos tres objetivos: descolonizar la imaginación, democratizar la institución e instituir el procomún.

  1. 1. Para descolonizar la imaginación debemos alejarnos de las orientaciones colonialistas y las actitudes modernistas. No es ya posible entender las culturas del sur como materias ‘primas’ que los agentes del norte pueden extraer y procesar. Nos corresponde apreciar el hecho de que la interpenetración de las culturas del mundo también ha provocado nuevas exigencias de igualdad y respeto, así como una mayor comprensión de la hibridez en todas las formas de producción cultural. La descolonización de las instituciones del arte es más que un cambio de actitud, ha estimulado también una nueva manera de pensar la organización de las colecciones, la identificación de múltiples narrativas históricas, la asociación con artistas para expandir los sitios de archivo, el desarrollo de programas curatoriales transnacionales y, en términos más generales, la reorientación del conocimiento histórico en torno a asuntos urgentes y la exploración de los afectos. El reto consiste en generar relatos pluriversales en los que se defina la identidad de manera relacional, más que fija, y que el juego entre la parte y el todo genere una apertura hacia múltiples mundos, más que la confirmación de una perspectiva singular centrada en la nación.

    Para democratizar la institución no basta con expandir el acceso público al museo; hay también que articular una forma radicalmente nueva de entender al público en tanto constituyente cuya presencia le da forma al museo. Esta noción expandida de agencia pública se hizo evidente en primer término en la evolución de la práctica artística, en el cambio de énfasis de la autonomía creativa a la colaboración cultural. Contra la jerarquía vertical o la estructura piramidal de la agencia creativa, que posiciona al artista en la cumbre, en el papel de creador único, y le adjunta al personal curatorial y pedagógico en el papel de mediadores cuya función consiste en transferir y traducir el mensaje implícito en la obra de arte para un público general, ahora es preciso darle paso a un modelo alternativo en el que la creatividad se distribuye de manera más abierta y el artista colabora con los curadores, los mediadores y el público para coproducir la realización de una propuesta estética al interior de un contexto colectivo y reflexivo.

    La institución del procomún se distingue tanto de la propuesta imaginaria de una cultura alternativa como de la jerarquía modernista que privilegió una visión del mundo específica como pináculo de la cultura universal. La institución del procomún se produce cuando diversos agentes se reúnen para discutir un proyecto compartido, y en el contexto de L’Internationale ha encontrado sus articulaciones más intensas a través de iniciativas como el archivo del procomún, donde se generan múltiples historias a través de un fondo común de recursos y personas pertenecientes a colectivos artísticos, movimientos sociales y universidades.

Surgen muchos retos a la hora de desarrollar y ensayar estos objetivos en un mundo de movilidad intensificada. Si ya es bastante difícil comprender cómo es que cambian al moverse las ideas, los símbolos y los objetos estéticos, para ver cómo operan y mutan en un campo de otros flujos habrá también que prestarle atención a los efectos en cascada que conllevan los cambios geopolíticos, las plataformas circundantes de comunicación y las presiones institucionales que emergen dentro de cada escenario específico. De modo que la movilidad no es solo un fenómeno que está reconfigurando nuestra idea de lugar sino que también está alterando nuestras maneras de ver y sentir el mundo, y esto afecta de manera crucial el modo en el que los museos organizan la representación y las oportunidades de diseminar conocimiento. Las nuevas tecnologías de la comunicación están originando nuevas formas de intimidad a distancia, acelerando las relaciones de retroalimentación entre productores y consumidores y colapsando muchos de los límites tradicionales desde los que se generaba aquella distancia crítica en la que se asentaba la autoridad del museo. La perspectiva de quien está por fuera no garantiza objetividad y neutralidad. Tienen que surgir nuevos tipos de intimidad y complicidad entre culturas para que podamos establecer una confianza y familiarizarnos con las redes complejas de la formación cultural. En este contexto el conocimiento dejará de ser definitivo y universal. Será contingente, pluriversal y se entretejerá con las luchas entre las culturas públicas hegemónicas y las contrahegemónicas.

En pocas palabras, para aprehender la importancia de lo que Petresin-Bachelez llamó la “revolución de las redes” necesitamos un nuevo marco evaluativo y conceptual. En la museología las evaluaciones tienden por lo general a enfocarse en los logros de los museos individuales en términos de su apoyo a las prácticas artísticas, el desarrollo del conocimiento cultural, la interacción con las comunidades locales, o su participación económica en el turismo cultural. En el caso de una confederación la importancia de la colaboración transnacional es tal que no basta con ampliar el marco y extender los puntos en una evaluación comparativa. Por lo tanto, el estudio de L’Internationale no debería limitarse a computar una lista más extensa de programas artísticos y una red más extensa de efectos culturales. Lo que se busca con una confederación no es simplemente ampliar una estructura para generar mayor poder adquisitivo o proteger a los socios de las fuerzas turbulentas del cambio. Asimismo el conocimiento que se produce a través de una confederación debería ser más que la suma de los contenidos de los seis respectivos graneros. Una formación compleja de tal tipo no es del mismo orden que el objeto estándar de interés en los estudios museológicos ni es comparable al fenómeno de las franquicias corporativas. Podemos estipular más bien que las redes, coaliciones y confederaciones operan más bien como objetos discrepantes dentro de este campo. Les corresponde abrir nuevos horizontes y confrontar algunos de los viejos problemas. Por ejemplo, en la primera colección de textos que produjo L’Internationale han querido examinar de nuevo algunas preguntas viejas e irresueltas en torno a los medios, el estatus y el contexto del arte. ¿Cuál es el propósito del diálogo en un campo relacional de práctica visual?¿Se trata de un medio para generar más obras objetuales, o de un fin material en sí mismo? ¿Cómo encajan asuntos a escala planetaria con el viejo discurso de lo local y lo global? ¿Cuál es el estatus de los desechos efímeros, y necesita lo sagrado todavía una barrera protectora en una institución de arte contemporáneo? ¿Es posible reconstituir lo común en el contexto de una pluralidad radical?11

Concluiré este ensayo con una breve reflexión en torno a un asunto controvertido: la imbricación entre estética y política. Este asunto ha ocupado un lugar central en varios de los proyectos que ha liderado L’Internationale y un análisis breve de su manera de abordarlo nos permitirá comprender algunos de los avances conceptuales que han surgido de este proyecto colaborativo. Desde los inicios de la modernidad varios artistas, curadores y teóricos han confrontado este asunto siguiendo una de dos trayectorias mutuamente opuestas. Por un lado se afirma que la belleza del arte no tiene otra función más que desarrollar la lógica autónoma e interna del placer desinteresado del espectador. Por el otro muchos afirman también que el arte adquiere belleza a través de la subordinación de la forma a la función, de modo que se convierte en la expresión de algo externo —por ejemplo un parámetro conceptual preexistente o la voluntad inherente a una ideología política. En una respuesta reciente a este dilema el filósofo Jacques Rancière nos invita a pensar que “la vida es la noción que nos permite superar aquellas contradicciones”.12 Rancière corrobora esta tesis a través del análisis de una alianza sorprendente de fuentes —los escritos de Immanuel Kant y de John Ruskin, así como las prácticas visuales de la vanguardia soviética. A la luz de estas cumbres del pensamiento y la práctica estética modernistas Rancière detecta un giro en las definiciones convencionales de la belleza, y afirma que aquella no resulta de una integración mecánica ni es el resultado de una resolución formal. La belleza no se mide ni con respecto a su semejanza con la perfección orgánica, como una flor, ni en su capacidad de atenerse a una forma conceptual a priori. Por el contrario, la función del arte emerge de su capacidad de expandir e intensificar la comunicación. Todas las formas de comunicación se orientan necesariamente hacia afuera. Apuntan hacia lo social y se amplifican gracias a las prácticas colectivas de intercambio y traducción. Así, la belleza del arte no se define por criterios internos derivados ya sea de la autonomía estética o de la utilidad política, sino por el “acoplamiento” o “socialización” que ocurre a través de la comunicación. El arte y la vida convergen en la conjunción espontánea de la utilidad social y el placer sensorial. Se produce así un espacio quepodemos llamar un heterocosmos, que acoge al otro y se afirma como un “lugar para la vida”.13 Rancière insiste en pensar que no se trata aquí de una unificación en la que el arte y la vida se disuelven el uno en la otra, sino de una concordancia que se representa como “suplementaria” y que por ende produce un espacio perpetuamente abierto.

Rancière contrapone su concepto del espectador emancipado a la idea del espectador desinteresado, tan influyente a inicios de la modernidad. Cabe anotar que el uso de técnicas visuales vanguardistas con el fin de alterar el orden normativo y sacudir las modalidades sensoriales tuvo su momento en un contexto en el que comenzaba apenas a percibirse el papel central de lo visual en la condición urbana. Dada la condición de hipervisualidad en la modernidad tardía, la condición del espectador es tan irónica como crítica. En respuesta a este giro, varios teóricos y curadores han percibido un cambio de paradigma en la función del arte —de la posición del espectador a la del usuario. Steven Wright ha discutido algunas prácticas artísticas que no se distinguen de actividades sociales, donde no se busca en modo alguno usar el arte como representación de la sociedad, sino que más bien las acciones sociales y artísticas colindan entre sí como ejemplos de una “ontología doble”. Wright argumenta que estas prácticas, por ejemplo las cenas compartidas, tienen una “ontología primaria en tanto lo que sea que son, y una ontología secundaria en tanto formulaciones artísticas de aquello mismo”.14 Este marco conceptual difiere del de Rancière. Mientras que Rancière no va más allá de la intención vanguardista de producir una “concordancia” entre el arte y la vida, uno de los retos que surgen con la “revolución de las redes” es el de encontrar “significado en las relaciones”.

En relación con las tendencias recientes de las prácticas colectivas y colaborativas que se integran a la vida cotidiana, no se trata de superar la polarización al crear un espacio que acoge al otro y de encontrar un lugar para la vida en el arte, sino más bien de que el arte se escape de las restricciones institucionales y asuma un modo de ser que instituye el procomún. Mientras que la vanguardia trató de superar la separación a través de un suplemento radical, las agrupaciones contemporáneas constituidas por colectivos como Ruangrupa hacen que los límites entre el arte y la vida sean redundantes (porque no hay representación de nada) y al mismo tiempo se valen de las condiciones materiales de la vida cotidiana, inevitablemente limitadas, tal y como son, de modo que la relación entre el arte y la vida opera a una escala de 1:1. Para Wright, y para L’Internationale en muchos de sus proyectos, esta orientación hacia el uso es importante porque, en lugar de formular una crítica más de la posición del espectador, establece una ruptura con las tesis modernistas en torno a la función del arte y da cuenta además de aquellas prácticas colectivas que alteran las expectativas institucionales en torno a la autoría y que proponen la constitución artística de ambientes que rechazan la lógica museal de la colección, la clasificación y la mercantilización. En estas prácticas no hay público, porque quienes participan no están frente a ellas sino que deben involucrarse en ellas. Están hechas de y contribuyen a la producción espacio temporal del proyecto que es, a la vez, la materia de la que está hecha la obra de arte. Wright sostiene que esta reorientación de la conducta hacia el uso, ya sea dentro o fuera de los muros del museo, nos permite liberarnos de la corrosiva ilusión de un excepcionalismo “que ha dejado al mundo autónomo del arte plagado de cinismo”.15

La posibilidad de que esta monstruosa tentativa anticapitalista pueda sostenerse por cuenta propia es incierta. Hasta ahora ha prosperado porque ha encontrado maneras de explotar las contradicciones al interior de las estructuras europeas de financiación. No puedo predecir si la confederación es como un remolino provisional formado por una corriente saliente o si prosperará a medida que sobrepasa a sus rivales. Sin embargo, lo mínimo que esta estructura logra es invitarnos a prestarle atención a un problema existencial dentro del campo del museo. Las líneas de fractura que separan los intereses de los artistas y de movimientos cívicos como la Gulf Labor Coalition de instituciones como el Guggenheim son evidentes a escala global. Este conflicto también se está dando en Europa. ¿Puede ganar terreno la búsqueda de la igualdad democrática y del intercambio cultural abierto ahora que el proyecto europeo avanza hacia formas cada vez más pronunciadas de fragmentación y desigualdad?

Si trazamos un mapa de las actividades y aspiraciones del arte contemporáneo ¿cuál sería realmente su aspecto? No es difícil trazar las líneas de movimiento que relacionan los lugares de origen con los lugares de trabajo.16 Obtendríamos así un mapa que nos resultará familiar, no muy diferente de las rutas de vuelo globales de las principales aerolíneas. Sin embargo, estamos igual de familiarizados con la resistencia con la que responden los artistas cuando los críticos y curadores los categorizan a partir de identidades regionales. ¿Podemos por ende producir un mapa diferente de las estructuras de pertenencia, que fluya de una manera de entender nuestro lugar en el mundo en relación con tres escalas —nuestro cuerpo, una comunidad y el mundo en cuanto esfera— y luego superponer este mapa a las formas de pertenencia cívica, nacional y cosmopolita? Estoy seguro de que este mapa sería algo así como un inestable diagrama de Venn. Sin embargo, más allá de capturar de manera diagramática nuestra condición interconectada, esta imagen también responde a las formas complejas de solidaridad política y de trabajo institucional en redes que son necesarias en el mundo del arte. El arte contemporáneo opera ahora en un atado de relaciones sociales y está enredado en una multiplicidad de referencias culturales y medios artísticos. De ahí un desafío radical al que han debido responder la evaluación estética y la crítica normativa. Lo bueno y lo meritoriono son ni equivalentes ni impermeables o incapaces de afectarse entre sí. Dado que los museos no son ya santuarios para la preservación del arte por el arte y que están implicados en la crisis global de la desindustrialización, descolonización, migración y cambio climático, a la vez que deben forjarse un camino en el terreno ideológico del neoliberalismo y las plataformas interactivas de comunicación, sin duda alguna es hora de desarrollar herramientas que amplifiquen las prácticas colaborativas transnacionales y trans institucionales.

(English Version) From the City as Cosmopolis toCosmopolitan Spaces

The early boom in biennales coincided with the post-1989 malaise of internationalism and a tentative burst in cosmopolitan thinking. It was also caught in a massive rebranding of cities as attractors of global capital and hubs for creative economies. Between the hype and massive investment in arts infrastructure there has been a spectacular growth in contemporary art as an event. Both contemporary art and the biennale phenomenon have had an uneasy relationship to nations and regions. The topography of cities and the will to globality have been seen as more congruent with the postnational or transnational context of contemporary art. Hence, artists have aligned themselves with specific cities, or else they have sought to situate themselves in the coupling of cities and aspired to be part of a new cosmopolitan networking of urban centres. Since 1989 the status of the city has assumed a new significance that includes an often unspoken relationship between symbolic and financial capital. Let us take this moment to look again at the relationship between art and cities, and reflect on the need to imagine new spaces for cosmopolitanism.

Cities are formed out of the need for security, in the pursuit of commerce, and through the expression of culture. The idea that the city (or at least a sacred portion of it) is a place of sanctuary is equally ancient. However, in general the city offers protection against invaders, fosters industries for processing raw products, and through the evolution of rituals and protocols it distinguishes itself from the ways of the “barbarians.” The city is a place of fortification, assembly, and deliberation. By allowing people, things, and ideas to come together in a concentrated manner, it stimulates exchange, translation, and innovation. If we are to uphold that these values are best served in a concentrated form, and if the intensities afforded by urban life are maximized through a careful oscillation between proximity and distance, then we need to consider who are the “invaders” and “barbarians” that threaten the contemporary city? Does the revolution need to happen in the city in order, as Marx and Engels suggested, for it to also rescue us from the “idiocy” of rural life?

Today cities are interpenetrated by a complex array of global and local forces that are creating new divisions and hierarchies. The threats are not necessarily found from rival neighbors or even in the internal difference between urban and rural demands. Over two decades ago Saskia Sassen commented that global cities like New York, London, and Tokyo have more in common with each other than with other cities in their immediate regions.1 As this globalizing trajectory has intensified there are now even more cities that are reconfiguring their priorities as they are becoming decoupled from their states. This may sound odd in Singapore, because the city is both state and region, but the island polis of Singapore is in fact both an outlier and in a way a paradigmatic version of the global city. Everywhere else the contradictions of globalization and urbanization are more pronounced.

Recently, the former mayor of New York City, Michael Bloomberg stated that Brexit was the most stupid thing a nation has ever done, with the exception of voting for Trump.2 It was not his former constituents that supported Trump. The President’s personal tower is in New York, but his political base lies in that territorial rump that is known as ‘flyover America.’ The turn to a populist right wing and neo-nationalist agenda, also evident in regions such as the former East Germany and the deindustrialized pockets of France, is now seen as the most pronounced threat to global capital and urban civility in the West. These interior regions are splitting further and further away from the coastal megacities and metropolises across the world.

Is this what the West has come down to: a showdown between Trump and Clinton? City vs. Country? These are two wrong options. They are not equally bad, just as Macron is not the same as Le Pen. However, the reduction of choices to these wrong options only confounds those who are right to register that their lives are hollowed out by ontological insecurity and environmental degradation. Globalization has generated unprecedented levels of mobility. Neoliberalism did a stunning job in decoupling state power from economic control. In the name of freeing the market to deliver services it transferred state-controlled assets into private companies, and in the name of deregulation it commodified the infrastructure for public services, environmental care, and social protection. However, it failed to provide a suitable platform for deliberation and the redistribution of public goods, and it effectively produced levels of inequality that the West has not seen since the 1910s and 1920s. In short, almost all the gains of the welfare state, democratic accountability, and human rights have rolled back, and new environmental threats, xenophobic fears, and illiberal modes of governance have become indistinguishable from each other.

The rhetoric of globalization was stitched into the modern promise of mobility. Modernity was driven by technical transformations and massive migrations. Movement underpinned the era of industrialization and increased the mixture of peoples and their cultures. The diasporas and networks have created alignments which exceed the conventional structures and feelings of belonging within the parameters of the nation state. The brutal changes were often glossed over by the success stories that either celebrated the heroic examples of migrants rising from rags to riches, or trumpeted the huge leaps forward in life chances. Globalization drew on this modernist commitment to a forward momentum and the transgression of borders. It was against closed markets, impatient with institutional procedures, and opposed to the inhibitors of traditional cultural values. Globalization promised to mobilize vitality and innovation throughwillful disruption. Yet, how many have been enlivened, enriched, and emancipated by this process? Has the nation withered away, or does it matter even more than ever before?

A decade ago many of us expressed a wide-eyed optimism about the possibilities of mobility extending the forms of cultural exchange and cross-cultural translation. As Craig Calhoun noted, “all the talk was about cosmopolitanization of everyday life, cosmopolitan democracy, and the ever-greater advance of supra-national unity in Europe.”3 The new technologies in communication and significant decline in the cost of travel also fostered a kind of naïve cosmopolitanism:

So now that everyone is able to journey to distant countries, to experience other cultures and traverse geographical barriers; now that obstacles in the form of political systems, languages, cultures, differences between countries and regions are disappearing, and perpetual transformation is perhaps the one constant of our contemporary modernity, especially now that the foundations of national governance, in the sense of belonging to a natiostate, are becoming increasingly weaker. Nationalism is regarded as a feeling that doesn’t fit the time, and people are starting to construct a new identity based on the city where they live. This is what characterizes the world we live in and artists are undoubtedly one of the social classes that possess more freedom of movement in this era.4

In a relatively short time such emphatic declarations have disappeared. Sociologists, political theorists, and curators who predicted the appearance of a postnational identity—one that could find sanctuary in the cosmopolitan city or generate new horizons of connectedness through globalizing networks— have now adopted more circumspect perspectives and redefined the relationship between mobility and belonging. The discourse is now more jagged as the violent extremes have come closer to our attention. In terms of political rights, the proliferation of flexible citizens and stateless refugees mark the two ends of this spectrum. In relation to the cultural condition, there is a growing despair that mobility is fueling the McDonaldization of culture. When we see that humanitarian challenges have stumbled in the face of the neo-militarization of border controls, or note that new thinking on cultural hybridity has also stoked old fantasies of ethnic purity, then there is a strange sense of how the political is merging with the cultural. The political backlash against globalization has now been interpreted as the end of the cultural ideals of cosmopolitanism. This is not just a consequence of the debunking of the hype on mobility and hybridity that, in some instances, had blurred deeper inequalities and produced a chain of equivalence between people with platinum frequent flyer cards and stateless refugees. It is more fundamentally linked to the material and symbolic questions of building a viable community and defining the forms of solidarity that can deliver, not just promise, institutions for the distribution of pleasure, justice, and opportunity. Unless we take comfort in platforms like Facebook we cannot believe that globalization is aiding the cosmopolitanism of society. On the contrary, the global condition is now registered not just in terms of accelerated flows, but also as a looming anxiety over endless crisis. In Greece crisis is now a way of life, and this is just the tip of a wider freezing up of the political imagination. Throughout the world one crisis merges with another. Causes that lay in economic inequity are morphed with anti-humanitarian consequences. It no longer makes sense to talk about a crisis. Crisis is not only plural: it is ambient.

However, I will argue that globalization and cosmopolitanism are neither equal nor co-dependent. This would be obvious to Immanuel Kant. Apart from two very short trips, Kant never left Königsburg. Reflecting on the current landscape, we can assert that globalisation has an integrative logic that seeks to facilitate flows by establishing transparent pathways, standardised classification services, consistent platforms, and totalising networks. In short, to enable mobility and lubricate exchanges it requires a hermetic, flat, homogenised world. This smooth machine has nothing to do with cosmopolitanism. In my view, to be cosmopolitan is to be open to the world in all its differences. There is a wonderful paradox at the heart of cosmopolitanism—it creates a radical equality among all people, but it accepts that the encounter with different people can only be meaningful if both our similarities and our differences are articulated, thus the tendency of cosmopolitanism is toward heterogeneity, it is a vivid world of generative differentiation. From this perspective, we can note not only a critique of the global commodification and instrumentalization of culture, but also glimpse another way of making the world. The globe in globalization is not the same as the cosmos in cosmopolitanism.

In this essay, I want to step back and reroute the links between globalization and cosmopolitanism. It will involve not just a clarification of the contrasting orientation between globalization and cosmopolitanism, but also a rethinking of the role of cultural institutions which were once founded to either provide a coherent identity for the cultures within their civic space, or to elevate the city as a repository for the world’s culture. I will argue that these institutions are increasingly seeing themselves as part of a wider transnational dialogue on cosmopolitanism. In this context, I want to rethink the way cultural values are also linked to institutional capacities. Cities and nation-states are mediating forces between the cultural ideals of cosmopolitanism and the ideology of globalization. Cities andnations are not neutral players. They come with their own baggage that includes primordial prejudice and hierarchies of exclusion.

Cities that proclaim the vitalism of diversity cannot function as a sanctuary for difference. If diversity is trapped in the principle of sanctuary, then it would spin the city into multiple spirals of withdrawal. Each difference would take sanctuary in its own sphericle. Dialogue would cease and an infinite regression would reign. However, in the context of diverse publics and networked public spaces the traffic in culture cannot survive in a relative isolation. No city can last for long if it installs rigid barriers on exchange, just as the endless fracturing of the public sphere is a surrender to noise. Once again, we seem stuck before bad options. In the neoliberal-hyper-communicative-city the choices for a museum are often reduced to either hanging on as a relic from the quaint past, or emerging as a service provider in the marketplace of spectacles. However, rather than either pragmatically resigning myself to the idea that civic identification is not as bad as neo-colonial corporatism, or indulging in the simplistic opposition between bad nationalism and good cosmopolitanism, I want to re-examine the basis of a cosmopolitical venture. This will involve a closer exploration of the way in which people mediate between different systems and the existence of institutions that realize collective cultural practices. Otherwise we are entangled in a dance of dependency and disavowal—the cosmopolitan agents are dependent on national institutions but disavow their dependency. Meanwhile the national imaginary is dependent on cosmopolitan values but disavows any binding force to anything that compromises its sovereign independence. How can we break out of these stultifying oppositions?

Collaboration is one of the most important concepts for opening up the space for dialogue and exchange in contemporary culture. It is a term that has special significance in the museum and arts sector. From an instrumental perspective, it is a tool that coordinates the multiple roles that are necessary in cultural production. At a conceptual level, it is also useful to both debunk the mysterious hierarchies of artistic genius and highlight the creative interplay that occurs in the mess of cultural production. However, this still offers a small view on collaboration. It simply tracks the difference between the vertical process of implementation and command that emanates from above and the horizontal activity of collaboration that proceeds from the middle. Apart from the recognition that collaboration spreads outwardly, there is the further challenge of understanding it in a wider social space.

A decade after Maria Lind observed the accentuation of collaborative techniques in contemporary artistic practices, she proposed that it was also necessary to rethink the “systematization” of museums and contemporary artinstitutions.5 Given the scope and speed of flows in a globalizing world, and the entangled complexities of cosmopolitanism, it is a crucial moment to reflect on the utility of the museum. The capacity to offer a space for contemplation and reflection, as well as engagement and entertainment, has been stretched to breaking point in recent times. However, its privileged status as the platform for deliberation and the destination for ‘fine art’ also goes against the emergent trend of collective, ephemeral, and interactive practices in contemporary art. In this context, collaboration is not organized via a vertical command structure, but unfolds through a horizontal process of experimentation. The willingness to play together can only proceed if there is also an ambient process for generating trust. As artists connect their practice to the idea that the city, or in more general terms the urban condition, is the site of production and the zone for contestation, it also prompts double-edged questions about institutional roles and boundaries. On the one hand, it widens the museum as it embraces agents from outside the institution, on the other, it fractures the evaluative frame as it disperses the event of art into an unbounded zone. In either case, there is no more sanctuary for the world in the museum, and the museum is less and less a sanctuary for the history of the city.

Decolonizing the Institutions of Art

Across the world there have been many artistic coalitions, working groups, confederations, collaborative networks, and transnational organizations that have not only sought to develop the “mutualisation of resources,” but also aimed to provide a new basis for an “ethics of solidarity.” Natasha Petresin-Bachelez calls this phenomenon a “network revolution.”6 She has mapped out this revolution with reference to Bruno Latour’s influential theory.7 Networks were designed to break up centralized authority structures, enhance peer-to-peer knowledge exchange, and capitalize on the democratic potential of new communication technologies. Thus, networks were not only important tools for dissemination, but also a vital element in a new conceptual framework. Latour’s Actor-Network-Theory was proposed to highlight the interdependence between individual actions and the system that enables the flow of forces. From this perspective, agency exists insofar as there is a network, and in turn, networks are activated through the actions of individuals.

Petresin-Bachelez, alongside others like Maria Lind, co-founded Cluster, a network of small-scale institutions that are located in the peri-urban area of European cities and Holon in the Middle East. Other prominent transnational networks include Arts Collaboratory, which provides a platform of exchange for arts organizations in Africa, Asia, and Latin America. Coalitions of artists,activists and scholars have formed working groups such as Decolonial Aesthetics and The Southern Conceptualisms Network. New artist unions such as Gulf Labor and W.A.G.E. have been formed to tackle the abuse of rights in the construction of the Guggenheim Abu Dhabi. On a national basis there is CAOA, a network of contemporary art organizations, that offers knowledge-sharing and peer support in Australia. However, the most significant in size and scope is a confederation of six museums that Lind has called a “beacon of hope.”8

As a step towards confronting the challenges that are posed in the era of precarious neoliberalism and complex globalism, I will turn towards L’Internationale, a confederation of six modern and contemporary art institutions in Europe, as an example in rethinking the function of the museum as part of a trans-institutional collaboration. L’Internationale is an ongoing collaboration between six European museums and contemporary art institutions. It was initiated by six directors: Vasif Kortun, Zdenka Badovinac, Bartomeu Mari,9 Manuel Borja-Villel, Bart De Baere, and Charles Esche, and brings together staff and resources from Moderna Galerija (MG+MSUM, Ljubljana, Slovenia); Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS, Madrid, Spain); Museu d’Art Contemporani de Barcelona (MACBA, Barcelona, Spain); Museum van Hedendaagse Kunst Antwerpen (M HKA, Antwerp, Belgium); SALT (Istanbul, Turkey), and Van Abbemuseum (VAM, Eindhoven, the Netherlands). While anchored in Europe, L’Internationale is connected with partners in different parts of the world. It formally commenced in 2010 and took its current form in 2013 with the project The Uses of Art—The Legacy of 1848 and 1989.

The idea of a confederation is a response to the limits of both the museum and the city as a space of sanctuary. Even the Reina Sofía is too small to offer a genuine base for artistic refuge, and today all cities are culturally already too big to be represented by any singular institution. In an age of mobility collaboration is inevitable. However, the counter-force of globalization and the ideology of neoliberalism prioritize competition and tethers creativity to the dictates of instrumental benefit and commercial returns. At a time in which the European Union is being dominated by cannibalistic economic and political objectives, the proposition of a new confederation, one that elevates the cultural values of difference and opens a new frontier for the exchange between local and global agents, seems not only to be going against the grain of history, but also to reiterate the faith in cosmopolitanism. As H.G. Wells pointed out, there is no evidence that the cosmopolitan city has ever been built, but it is also equally clear that, in each era, the dream of cosmopolitanism has been expressed anew.

So, what would a confederation look like, and how does it differentiate itself from either mega institutions such as the Tate, which has consolidated its central base through the development of satellites, or the strategies of the Guggenheim, which structures its growth through a horizontally distributed franchise system? Manuel Borja-Villel stressed that the emergence of the confederation was moved by the radical disruption of the bases upon which museums were established. “Neoliberalism,” he claims “has taken away our ground,” leaving us “trapped between a past in which we don’t recognize ourselves and a present we don’t like.”10 It is a kind of cultural version of prosopoagnosia—you stare at something familiar but none of the features are discernible. In Eastern Europe an old joke still circulates: “the situation is catastrophic, but not yet serious.” The aim is not to laugh off the causes of lamentation, but to start again and imagine an alternative self-image. Thus, L’Internationale has adopted a molecular structure and a transversal orientation as the basis for their confederation. In order to distinguish this collaboration from either a temporary project or a tactical alliance they refer to their practice of working together as a confederation. This structure is defined as “a space for art within a non-hierarchical and decentralised internationalism, based on the values of difference and horizontal exchange among a constellation of cultural agents, locally rooted and globally connected.”11 This loose and dynamic structure is intended as a point of departure from both the unrecognizable past and the unlikeable present. It is an effort to gain differentiation from the classical museum’s accumulative logic that aspires to maintain an encyclopedic grasp on world culture, and the already noted corporatist agenda. Manuel Borja-Villel’s self-described aim is for L’Internationale to become a ‘monster’ transnational institution, too big to be controlled by any local power base, and diffuse enough to defy any singular aesthetic style.

In the past five years this confederation has yielded countless publications, conferences, and projects. However, the significance of this collaborative turn cannot be measured in terms of increased productivity, it must generate new knowledge about the historical place of the museum, adopt alternative models of institutional governance, rethink the spaces of aesthetic production, and ultimately accept the role of the publics as constituents. Across each of these four domains we can also identify the need to pursue three aims that have been palpable for some time across the whole sector but that remain unresolved. Thus, there is a zig-zag process of practical identification and testing, as well as a mercurial method of conceptual articulation and reflection that transpires in the pursuit of these three aims: decolonizing the imagination, democratizing the institution, and instituting the commons.

  1. 1. Decolonizing the imagination compels a departure from colonialist orientations and modernist attitudes. The cultures of the South can no longer be seen as if they were mere ‘raw’ materials that could be extracted and processed by the agents of the North. It calls for an appreciation of the fact that the interpenetration of the world’s cultures has also brought forth new demands of equality and respect, as well as greater understanding of the hybridity in all forms of cultural production. The decolonizing of the institutions of art is more than an attitudinal shift, it has also spurred a rethinking of the organization of collections, the identification of multiple historical narratives, the partnership with artists to expand archival sites, the development of transnational curatorial programs, and, in more general terms, the reorientation of historical knowledge around issues of urgency and the exploration of affects. The challenge is to generate pluriversal narratives in which identity is defined in a relational rather than fixed manner, and the interplay between the part and the whole is an opening towards multiple worlds rather than confirmation of a singular nation-centered perspective.

    Democratizing the institution is not just a matter of expanding public access to the museum, it has also meant a radical rethinking of the public as a constituent whose presence shapes the museum. This expanded notion of public agency was at first evident in the evolution of artistic practice, in the shift of emphasis from creative autonomy to cultural collaboration. In opposition to the vertical hierarchy, or pyramid-like structure of creative agency that positions the artist at the peak, as the sole creator, and appends the curatorial and education staff as mediators whose function is to transfer and translate the message that is embedded in the artwork for a general audience, it is now necessary to embrace an alternative model where creativity is distributed more openly and the artist collaborates with curators, mediators, and the public to co-produce the realization of an aesthetic proposal within a collective and reflexive context.

    Instituting the commons is distinct from both an imaginary proposition of alternative culture and the modernist hierarchy that elevated a specific worldview as the pinnacle of universal culture. Instituting the commons is produced through the coming together of diverse agents to interpellate a shared agenda, and in the context of L’Internationale it has found its most vivid articulations through initiatives such as the archive of the commons, where multiple stories are generated through tactical pooling of resources and people in artistic collectives, social movements, and universities.

Pursuing and testing these aims in a world of heightened mobility is full of challenges. Understanding how ideas, symbols, and aesthetic objects change asthey move is difficult enough, but seeing how they operate and mutate in a field of other flows will also require attention to the cascading effects of geo-political shifts, ambient communication platforms, and the institutional pressures that arise in each specific setting. Mobility is therefore not just a phenomenon that is reshaping our sense of place but also altering our ways of seeing and sensing the world, and this has significant implications for the way in which museums organize representation and opportunities for the dissemination of knowledge. The new communication technologies are spawning new forms of intimacy at a distance, accelerating feedback relationships between producers and consumers, and collapsing many of the traditional boundaries from which critical distance was gained and upon which the authority of the museum rested. The outsider perspective is no guarantee of objectivity and neutrality. New kinds of cross-cultural intimacies and complicities are necessary to gain not just trust but also familiarity with the complex webs of cultural formation. In this context knowledge will cease to be definitive and universal. It is contingent, pluriversal, and interwoven within the struggles between hegemonic and counter-hegemonic public cultures.

In short, to grasp the significance of what Petresin-Bachelez called the “network revolution” will require a new evaluative and conceptual framework. In museum studies, most evaluations tend to focus on the impact of individual museums in terms of their support of artistic practices, development of cultural knowledge, interaction with local communities, influence on national culture, or economic partnership in cultural tourism. As a confederation, the significance of transnational collaboration requires more than widening the frame and extending the points in a comparative evaluation. Therefore, the study of L’Internationale should not be confined to a longer list of artistic programs and a wider network of cultural impact. The point of a confederation should be more than either scaling up in order to generate greater purchasing power or shielding the partners from the turbulent forces of change. Similarly the knowledge produced through a confederation should be more than the sum of the contents in six silos. Such a complex formation is neither akin to the standard object of attention in museum studies nor comparable to the phenomenon of corporate franchises. We can propose that networks, coalitions, and confederations are more like discrepant objects in this field. They should open new horizons and confront some of the old problems. For instance, in the first collection of texts that L’Internationale produced they set out to revisit some old and unresolved questions on the means, status, and context of art. What is the purpose of dialogue in a relational field of visual practice? Is it a means to more object-based work or a material end in and of itself ? How do issues that figure on a planetary scale fit with the old discourse of the local and the global? What is the status of ephemeral debris and does thesacred still require a protective barrier in a contemporary art institution? Is it possible to reconstitute the common in the context of radical plurality?12

I will end this essay with a brief reflection on a vexed issue: the imbrication between aesthetics and politics. This issue has been central to a number of projects that have been pioneered by L’Internationale, and a brief examination of how it has been tackled may provide some insight into the conceptual advances that have emerged from this collaborative project. From the outset of modernity artists, curators, and theorists have pursued this issue along one of two diametrically opposing trajectories. On the one hand, there is the claim that the beauty of art has no other function than its pursuit of the autonomous and internal logic of disinterested spectatorial pleasure. On the other hand, there is the equally widely held claim that art acquires beauty through the subordination of form to function, so that it becomes the expression of an externality—such as a pre-existing conceptual parameter or the will inherent in a political ideology. In a recent response to this conundrum the philosopher Jacques Rancière has offered the contention that “life is the notion that allows us to overcome those contradictions.”13 This contention is tested through his examination of a surprising alliance of sources—the writings of Immanuel Kant and John Ruskin, as well as the visual practices of the Soviet avant-garde. Through these high points in modernist thinking and aesthetic practice he finds a twist in the conventional definitions of beauty, claiming that it is neither the consequence of mechanical integration nor the outcome of formal resolution. Beauty is neither measured against its resemblance to organic perfection, like a flower, nor in its abidance to an a priori conceptual form. On the contrary, the function of art arises from its capacity for expanding and intensifying communication. All forms of communication are necessarily oriented outwardly. They point towards the social and are enhanced by collective practices of exchange and translation. Thus, the beauty of art is not defined by internal criteria that are derived from either aesthetic autonomy or political utility, but in the “coupling” or the “socialization” that occurs through communication. Art and life are brought together in the unconstrained conjunction of social utility and sensory pleasure. It produces a space that we could call a heterocosmos that is both inviting for the other and affirmative as a “place for life.”14 Rancière is insistent that this is not a form of unification in which art and life dissolve into each other, but a concordance that is represented as “supplementary” and therefore yields a perpetually open space.

Rancière’s formulation of the emancipated spectator stands in relation to the idea of the disinterested spectator that was so influential in early modernity. It must be noted that the use of avant-gardist visual techniques to disrupt the normative order and rattle sensory modalities operated in a context in which the centrality of the visual in the urban condition was in its early stages. Given the condition of hypervisuality in late modernity, the condition of spectatorship is as much ironic as it is critical. In response to this shift, theorists and curators have noted a paradigm shift in the function of art—from spectatorship to usership. Steven Wright has referred to artistic practices that are indistinguishable from social activities, where there is no attempt to use art as a representation of society, but rather, the social and artistic actions are coterminous with each other, as examples of “double ontology.” Wright argues that these practices, such as shared meals, have a “primary ontology as whatever they are, and a secondary ontology as artistic propositions of the same thing.”15 This conceptual framing is different from Rancière’s. While Rancière stopped with the avant-garde’s aim to produce a “concordance” between art and life, one of the challenges in the “network revolution” is the quest for “meaning in relationships.”

In relation to the recent trends of collective and collaborative practices that are engaged with everyday life, the aim is not to overcome polarization by making a place that is attractive for the other and finding in art a place for life, but rather for art to both flee from the institutional constraints and to be in the instituting of the common. Where the avant-garde sought to overcome separation by means of a radical supplement, the contemporary assemblages constituted by collectives like Ruangrupa make the boundaries between art and life both redundant, because there is no representation of anything and, at the same time, the material conditions of everyday life, which are inevitably bounded, are used as they are, hence, the relationship between art and life operates on a 1:1 scale. This orientation towards usership, rather than bringing up yet another critique of spectatorship, is important for Wright, and for many of the projects initiated by L’Internationale, because it marks a break with modernist claims regarding the function of art, and also speaks to both collective practices that disrupt institutional expectations on authorship and the artistic constitution of environments that refuse the museal logic of collection, classification, and commodification. Amidst these practices there is no audience, because they do not stand before it, they must be involved in it. They are made of, and contribute to the spatio-temporal making of the project, which is at one and the same time the stuff of the artwork. Wright defends this re-orientation of conduct towards usership, whether it occurs inside or outside the walls of the museum, as a means of liberation from the corrosive delusion of exceptionalism “which has left the autonomous artworld rife with cynicism.”16

It is uncertain whether this monstrous anti-capitalist option is in itself sustainable. To date, it thrives because it has found ways to exploit the contradictions within European funding structures. I cannot predict whether the confederation is like a temporary eddy formed by an outgoing current, or whether it will thrive as it outruns its rivals. However, as a bare minimum, this structure alerts usto an existential problem within the museum field. The lines of fracture between the interests of artists and civic movements such as Gulf Labor Coalition, and institutions like the Guggenheim are evident on a global scale. This conflict is also playing out in Europe. Can the pursuit of democratic equality and open cultural exchange gain any traction in a time in which the European project is moving towards increased forms of fragmentation and inequality?

If we were to map the activities and aspirations in contemporary art, what would it really look like? It is not hard to draw the lines of movement that plot the sites of origin with the places of work.17 This would produce a familiar map, one that is not that different from the global flight paths of the major airlines. However, we are equally familiar with the resistance that artists generate when critics and curators categorize them according to regional identities. Can we therefore produce a different mapping of the structures of belonging, one that flows from a sense of place in the world in relation to three scales—our body, a community, and the world as a sphere, and then overlap this with civic, national, and cosmopolitan forms of belonging? I am sure this kind of map would resemble a kind of wobbly Venndiagram. However, beyond a diagrammatic sense of interconnectedness, this image also speaks to the complex forms of political solidarity and institutional networking that are necessary in the art world. Contemporary art now operates in a bundle of social relations and is entangled in a multiplicity of cultural references and artistic media. This has produced a radical challenge in both aesthetic evaluation and normative critique. The good and the worthy are neither equivalent nor impervious to each other. Given that museums are no longer sanctuaries for the preservation of art for art’s sake, and they are implicated in the global crisis of deindustrialization, decolonization, migration, and climate change, as well as having to both navigate through the ideological terrain of neoliberalism and interactive communication platforms, then surely it is time to develop tools that enhance transnational-transinstitutional collaborative practices.

Bibliografía - Bibliography

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Latour, Bruno. Reassembling the Social. Oxford: Oxford University Press, 2005; Reensamblar lo social, traducido por Gabriel Zadunaiski. Buenos Aires: Manantial, 2008.

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Vanderlinden, Barbara. Brussels Biennial 1: “Re-Used Modernity”. Cologne: Walther König, 2008.

Wright, Steven. Toward a Lexicon of Usership. Eindhoven: Van Abbemuseum, 2013.

Notas

1 Saskia Sassen, The Global City (Princeton: Princeton University Press, 1991); La ciudad global (Buenos Aires: Eudeba, 1999).
2 Craig Calhoun, Is There Anything Left After Global Spectacles and Local Events? Craig Calhoun in Conversation with Peter Beilharz and Nikos Papastergiadis (Melbourne: RUPC Pamphlets), forthcoming.
3 Barbara Vanderlinden, Brussels Biennial 1: ReUsed Modernity (Cologne: Walther König, 2008), 34.
4 Maria Lind, “Collaboration: Ten Years Down The Line”, en Greater Together, editado por Annika Kristensen (Melbourne: Australian Center for Contemporary Art, 2017).
5 Natasha Petresin-Bachelez, “Time for a Network Revolution: Coalitions, Working Groups, Confederations”. Independent Curators Interna- tional, 29 de mayo de 2015, https://curatorsintl.org/research/time-for-a-network-revolution-coalitions-working-groups-confederations.
6 Bruno Latour, Reassembling the Social (Oxford: Oxford University Press, 2005); Reensamblar lo social (Buenos Aires: Manantial, 2008).
7 Lind, “Collaboration”, 22.
8 Aunque L’Internationale comenzó en 2010, SALT y el Reina Sofía solo se unieron en 2013. En 2016 Ferran Barenblit reemplazó a Bartomero Mari en el cargo de director del MACBA. La Sociedad Julius Koller (SJK), un espacio de colección y archivo de la obra de Julius Koller, centro de estudios y espacio para el debate público y la reflexión, fue uno de los miembros fundadores pero no forma ya parte de la confederación.
9 Manuel Borja-Villel, correo electrónico al autor, 7 de febrero de 2017.
10 https://www.internationaleonline.org/confederation (consultado el 6 de noviembre de 2017).
11 Christian Holler (editor), L’Internationale. Post-War Avant-Gardes Between 1957 and 1986. L’Internationale Online, 2015, 38-39, 96-105, https://www.internationaleonline.org/library/#linternationale_post_war_avant_gardes_between_1957_and_1986 .
12 Jacques Rancière, “Art, Life, Finality: The Metamorphoses of Beauty”. Critical Inquiry 43 (2017), 603.
13 Rancière, “Art, Life, Finality”, 603
14 Steven Wright, Toward a Lexicon of Usership(Eindhoven: Van Abbemuseum, 2013), 22.
15 Wright, Toward a Lexicon, 12.
1 Saskia Sassen, The Global City (Princeton: Princeton University Press, 1991).
2 Michael Bloomberg stated that Brexit was the most stupid thing a nation has ever done, with the exception of voting for Trump.
3 Craig Calhourn, Is There Anything Left After Global Spectacles and Local Events? Craig Calhoun in Conversation with Peter Beilharz and Nikos Papastergiadis (Melbourne: RUPC pamphlets, forthcoming).
4 Barbara Vanderlinden, Brussels Biennial 1: Re-Used Modernity (Cologne: Walther König, 2008), 34.
5 Maria Lind, “Collaboration: Ten Years Down the Line,” in Greater Together, edited by Annika Kristensen (Melbourne: Australian Centre for Contemporary Art, 2017).
6 Natasha Petresin-Bachelez, “Time for a Net- work Revolution: Coalitions, Working Groups, Confederations.” Independent Curators International, 29 May 2015, https://curatorsintl.org/research/time-for-a-network-revolution-coalitions-working-groups-confederations
7 Bruno Latour, Reassembling the Social (Oxford: Oxford University Press, 2005).
8 Lind, “Collaboration,” 22.
9 L’Internationale commenced in 2010 but SALT and Reina Sofía did not join until 2013. In 2016 Ferran Barenblit replaced Bartomeu Mari as director of MACBA. Julius Koller Society (SJK), a collection site and archive of Julius Koller’s work, a research center and a place for public debate and reflection, was also a founding member but is no longer part of the confederation.
10 Manuel Borja-Villel, email to author, Feb 7, 2017
11 http://www.internationaleonline.org/confederation (accessed November 6, 2017).
12 Christian Holler, L’Internationale.Post-War Avant-Gardes Between 1957 and 1986 (Paris: JRP Ringier, 2013), 38-39, 96-105.
13 Jacques Rancière, “Art, Life, Finality: The Metamorphoses of Beauty.” Critical Inquiry 43 (2017), 603.
14 Rancière, “Art, Life, Finality,” 603.
15 Steven Wright, Toward a Lexicon of Usership(Eindhoven: Van Abbemuseum, 2013), 22.
16 Wright, Toward a Lexicon, 12.

Declaración de intereses

Nikos Papastergiadis - Director de la Unidad de Investigación en Culturas Públicas, con sede en la Universidad de Melbourne, Australia. Es profesor en la Escuela de Cultura y Comunicación de la misma universidad y fundador, junto con Scott McQuire, del grupo de investigación de Estética Espacial. Es Jefe del Proyecto de Enlace del Consejo de Investigación Australiano, “Pantallas Grandes y la Esfera Pública Transnacional”, e Investigador Jefe del Proyecto de Descubrimiento ARC “Pantallas Públicas y la Transforma- ción del Espacio Público”. Se educó en la Universidad de Melbourne y en la Universidad de Cambridge. Entre sus publicaciones se encuentran Modernity as Exile (1993), Dialogues in the Diaspora (1998), The Turbulence of Migration (2000), Metaphor and Tension (2004) Spatial Aesthetics: Art Place and the Everyday (2006), Cosmo- politanism and Culture (2012). También es autor de numerosos ensayos, que han sido traducidos a más de una docena de idiomas y han aparecido en catálogos como las Bienales de Sydney, Liverpool, Estambul, Gwangju, Taipei,Lyon, Salónica y Documenta 13.

Nikos Papastergiadis - Director of the Research Unit in Public Cultures, based at The University of Melbourne. He is a Professor in the School of Culture and Communication at The University of Melbourne and founder - with Scott McQuire- of the Spatial Aesthetics research cluster. He is Project Leader of the Australian ResearchCouncil Linkage Project, ‘Large Screens and the Transnational Public Sphere’, and Chief Investigator on the ARC Discovery Project ‘Public Screens and the Transformation of Public Space’. He was educated at The University of Melbourne and the University of Cambridge. His publications include Modernity as Exile (1993), Dialoguesin the Diaspora (1998), The Turbulence of Migration (2000), Metaphor and Tension (2004) Spatial Aesthetics: Art Place and the Everyday (2006), Cosmopolitanism and Culture (2012). He is also the author of numerous essays, which have been translated into over a dozen languages and appeared in major catalogues such as the Biennales of Sydney, Liverpool, Istanbul, Gwangju, Taipei, Lyon, Thessaloniki and Documenta 13.

Información adicional

Cómo citar:: Papastergiadis, Nikos. “De la ciudad como Cosmopolis a los espacios cosmopolitas”. H-ART. Revista de historia, teoría y crítica de arte, nº 8 (2021): 29-46. https://doi.org/10.25025/hart08.2021.04

Cite this:: Papastergiadis, Nikos. “From the City as Cosmopolis to Cosmopolitan Spaces”. H-ART. Revista de historia, teoría y crítica de arte, nº 8 (2021):47-62. https://doi.org/10.25025/hart08.2021.04

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