La costura como parte del imaginario cultural de la mujer burguesa moderna: la costurera de Francisco Antonio Cano

Needlework as Part of the Cultural Imaginary of the ModernBourgeois Woman: La Costurera byFrancisco Antonio Cano

A costura como parte do imaginário cultural da mulher burguesa moderna: La costurera de FranciscoAntonio Cano

Ricardo Malagón Gutiérrez
Universidad Jorge Tadeo Lozano, Colombia

La costura como parte del imaginario cultural de la mujer burguesa moderna: la costurera de Francisco Antonio Cano

H-ART. Revista de historia, teoría y crítica de arte, núm. 8, pp. 264-285, 2021

Universidad de Los Andes

Recepción: 28 Junio 2019

Aprobación: 19 Diciembre 2019

Resumen: El artículo propone una interpretación de la obra La costurera (1924) de Francisco Antonio Cano guiada por las nociones de imaginario, representación y práctica cultural, ampliando las significaciones culturales de la misma más allá de las significaciones estéticas. Se argumenta que la obra no solo fue un efecto pasivo de un imaginario preexistente en torno a la costura, sino además un agente activo de configuración de un imaginario moderno sobre la misma. Esta interpretación se realiza a partir de cuatro apartes: una consideración teórica de las nociones de imaginarios, prácticas y representaciones culturales; una reflexión sobre el imaginario de la mujer burguesa moderna; una consideración sociocultural de la costura; y una lectura ‘no esteticista’ de las significaciones culturales de la obra de Cano.

Palabras clave: Costura, mujer burguesa, imaginario, significación cultural.

Abstract: The artwork La costurera (The seamstress) by Francisco Antonio Cano (1924) is interpreted here through the notions of imaginary, representation, and cultural practice, expanding its cultural meanings beyond aesthetic considerations. It is argued that the artwork was not only a passive effect of a pre-existing imaginary around sewing, but also an active agent in the configuration of a modern imaginary around it. This interpretation is developed in four sections: a theoretical consideration of the notions of imaginary, practice, and cultural representation; a reflection on the imaginary of the modern bourgeois woman; a socio-cultural account of sewing; and a ‘non-aesthetic’ reading of the cultural meanings of Cano’s work.

Keywords: Sewing, modern bourgeois woman, imaginary, cultural meaning.

Resumo: O artigo propõe uma interpretação da obra La costurera (1924) de Francisco Antonio Cano, orientada pelas noções de imaginário, representação e prática cultural, para alongar as significações culturais da obra além das suas significações estéticas. O artigo argumenta que a obra no só foi resultado passivo de um imaginário preexistente do ofício da costureira, mas também um agente ativo de configuração do imaginário moderno sobre a costura. Esta interpretação tem quatro secções: uma consideração teórica das noções de imaginários, praticas e representações cultirais. Uma reflecção sobre o imaginário da mulher burguesa moderna. Uma consid- eração sociocultural da costura. Finalmente, uma leitura “não esteticista” das significações culturais da obra de Cano.

Palavras-chave: costura, mulher burguesa moderna, imaginário, significação cultural.

Interpretamos aquí la obra La costurera (1924) de Francisco Antonio Cano bajo el presupuesto de que las nociones de imaginario, representación y práctica cultural contribuyen a la ampliación de sus significaciones culturales. Asimismo, partimos del presupuesto de que la obra no se redujo a ser un mero efecto de un imaginario preexistente en torno la costura, sino que fue agente de configuración del mismo. En consecuencia, el texto se articula en cuatro secciones. La primera presenta una consideración teórica de las nociones de imaginarios, prácticas y representaciones culturales desde el punto de vista de la historia cultural. La segunda, una reflexión sobre el imaginario de la mujer burguesa moderna en Colombia, con la que se busca revelar los elementos y las fuentes culturales que lo constituyeron. La tercera, una consideración sociocultural de la costura, con la que se busca demostrar que esta actividad no solo constituyó una práctica y repre- sentación cultural, sino también un elemento esencial del imaginario cultural de la mujer burguesa moderna. Finalmente, la cuarta sección propone una lectura de las significaciones culturales de esta obra de Cano, con el fin de ampliar sus campos de sentido más allá de las significaciones estéticas.

Imaginarios, prácticas y representaciones culturales

Entendemos aquí las nociones de imaginario, práctica y representación a partir de una concepción ampliada de la cultura de carácter antropológico y político, como también de los presupuestos teóricos de la historia cultural propuestos por los historiadores colombianos Max S. Hering Torres y Amada Carolina Pérez Benavides1 y el historiador francés Roger Chartier. Esta concepción ampliada de la cultura se distancia definitivamente de aquellas interpretaciones que delimitan la noción de cultura a la luz de las producciones de la alta cultura o de un conjunto de ideas filosóficas o pensamientos simbólicos supuestamente propios de unos cuantos privilegiados o iniciados. Por el contrario, Hering la entiende como “una red de significación en la cual se dirimen las relaciones de poder en medio de un proceso histórico desde abajo y desde arriba, todo ello en permanente tensión”.2 De esta definición se derivan múltiples implicaciones con respecto a la cultura: no es esta una red a manera de una estructura fija o sistema, sino un conjunto de relaciones y elementos simbólicos, por principio cambiante; se trata de un mecanismo de regulación de relaciones de poder que, aunque implica ‘desde arriba’ acciones del poder hegemónico, no se limita a ellas, pues involucra ‘desde abajo’ acciones como las de resistencia y adaptación propias de los grupos sociales políticamente no dominantes; y, finalmente, estas acciones en conjunto generan un equilibrio precario que, por principio, puede siempre alterarse en respuesta a las tensiones que naturalmente generan las acciones simbólicas operando en direcciones opuestas.

Dadas la imposibilidad de un consenso final con respecto a las nociones de imaginario, práctica y representación cultural, y la multiplicidad de sentidos que le asignan a estos términos los diferentes historiadores culturales, será preciso aclarar el sentido dado a estas nociones en este texto. Por una parte, entendemos los imaginarios culturales como el conjunto de creencias, valores, conocimientos, concepciones, prejuicios, arquetipos, principios y normas que conforman la cosmovisión de una sociedad en una espacio-temporalidad específica y desde un determinado discurso oficial dirigido a la creación de realidades socioculturales que producen y reproducen determinadas relaciones de poder. Los concebimos como un universo simbólico que penetra, orienta y prescribe parcialmente las posibilidades de la vida cotidiana. Aunque tengan un carácter relativamente normativo, no actúan como determinaciones o causas efectivas de la realidad: esta está condicionada por los hechos, las circunstancias materiales y estos imaginarios, aunque no determinada por ninguno de ellos. Los imaginarios no operan por medio de una formalización explícita, sino que actúan tácitamente, en tanto se los aprehende en la experiencia. Este carácter tácito contribuye a la ‘naturalización’ de los mismos, por lo que se los experimenta como realidad.

Por otra parte, entendemos las prácticas culturales como las acciones concretas que los sujetos sociales realizan y que adquieren, para ‘ellos’ y los ‘demás’, una significación en un contexto específico. Estas prácticas configuran no solo espacios simbólicos, sino también relaciones de poder: son prácticas políticas que incrementan el capital simbólico, social y político de los sujetos que las realizan. Esta configuración de espacios simbólicos mediante las prácticas culturales es definitiva, pues es en los mismos donde el sujeto o grupo social generan la oportunidad de aumentar su capital social y cultural. Aunque aparentemente son gratuitas y desinteresadas, estas acciones se realizan —consciente o inconscientemente— con el propósito de lograr este tipo de incremento.

Finalmente, entendemos las representaciones culturales como la presentación, actuación o escenificación pública de una cosa, idea, valor o persona. Dichas representaciones son la escenificación pública de una realidad que se recrea, cada vez que se representa, por parte de unos sujetos, para ellos y para los demás. No son un simple reflejo de una determinada realidad social, sino una escenificación con la capacidad de modificar aquella realidad que parece reflejar. En palabras de Chartier,

lo que introduce la definición de “representar” como “significa también comparecer en persona y exhibir las cosas”. La representación es aquí la mostración de una presencia, la presentación pública de una cosa o una persona. En la modalidad particular, codificada, de su exhibición, es la cosa o la personamisma la que constituye su propia representación. El referente y su imagen forman cuerpo y no son más que una única y misma cosa, adhieren uno a otro […].3

Las representaciones culturales son ‘metarepresentaciones’, pues representan otra representación: son la presentación simbólica de algo que, a su vez, es una presentación simbólica de algo más. No son representación de referentes objetivos, sino de referentes de orden ideológico, cultural, social, etc. La realidad social adquiere significado por medio de la representación: los hechos sociales son representaciones que se inscriben en prácticas representacionales. El estudio de estos hechos implica la consideración de los respectivos modos de representación que, a la vez, implican la consideración de los sujetos que escenifican las representaciones y los respectivos marcos de pensamiento en las que se inscriben culturalmente, así como de las elecciones de orden estético e ideológico que subyacen en las prácticas y sistemas representacionales.

En suma, la comprensión de las significaciones simbólicas de los hechos sociales implica el establecimiento de una relación dialógica entre imaginarios, prácticas y representaciones culturales entendidas —en palabras de Chartier— respectivamente como: ‘las configuraciones múltiples mediante las cuales se percibe, construye y representa la realidad’; ‘las prácticas y los signos que apuntan a hacer reconocer una identidad social’; y las formas institucionalizadas por las cuales los ‘representantes’ (individuos singulares o instancias colectivas) encarnan de manera visible o ‘presentifican’ la coherencia de una comunidad, la fuerza de una identidad o la permanencia de un poder.

El imaginario de la mujer burguesa moderna

El imaginario de la mujer burguesa moderna se resolvió en términos de la familia bajo el supuesto de que la realización ‘natural’ de la mujer era su papel como madre, esposa e hija. Aunque no era el único, sí fue este un imaginario que se convirtió en modelo normativo o referencia obligada, sin que ello implicara la inexistencia de otros imaginarios de la mujer, ni que todas las mujeres burguesas lo cumplieran del todo. En efecto, en algunos casos se ejercía resistencia a determinados aspectos del mismo dando espacio a lo excepcional, lo particular y lo contradictorio. A la vez, este imaginario de la mujer se inserta en el de la familia y la sociedad burguesa moderna. La burguesía moderna4 aspiraba a pertenecer a las élites colombianas que, a la vez, experimentaban la ‘urgente necesidad’ de ser modernas, civilizadas y progresistas, a veces con la expectativa de convertirse en la ‘aristocracia’ de la modernidad y el capitalismo moderno en Colombia.

Los imaginarios, las prácticas y las representaciones culturales ligadas a esta familia se inscribían además en un paisaje ideológico determinado por el nacionalismo y la supremacía de una élite blanca, masculina y patriarcal. Formaron parte así de la ‘ideología oficial’ entendida como el conjunto de creencias, conocimientos, actitudes, ideas, valores, normas y principios que configuraron la ‘cosmovisión’ oficialmente aceptada de la sociedad. Asimismo, manifestaron el poder de las élites para legitimarse como ‘líderes naturales’ del Estado y determinaron el poder y el saber que, a la vez, sirvió para determinar hegemónicamente la realidad y la verdad.

Las fuentes del imaginario de la familia burguesa moderna no fueron resultado exclusivo del fenómeno de lo moderno, entendido como la interacción que se produjo en las sociedades europeas y norteamericanas entre los procesos de modernidad, modernismo y modernización desde finales del siglo XVIII. En efecto, estas fuentes se remiten a la época de la Colonia e incluso la Conquista en las que las identidades se fundamentaron en una base racista, discriminatoria y socialmente excluyente. Se configuró gradualmente una élite ‘blanca’, masculina, patriarcal, eurocentrista y teleológica —respecto a la cultura y la evolución histórica de la sociedad— que se otorgó a sí misma el derecho de definir la identidad nacional incluyendo a ‘unos’, excluyendo a ‘otros’ y representando a ‘todos’. Esta ‘colonialidad’ de las élites coexistió con elementos como los de raza y género culturalmente ‘naturalizados’. Mientras que las ‘élites blancas masculinas’ se europeizaban para legitimarse, se descalificaba y excluía lo indígena, lo africano y lo femenino.

Los imaginarios de la mujer y la familia burguesa moderna implican necesariamente lo político. La investigadora Virginia Gutiérrez de Pineda concibe los procesos de cambio familiar como una acomodación a las transformaciones sociales y culturales del entorno y formula ‘el principio de integración institucional’ para explicar que las instituciones sociales se integran, estructuran y determinan recíprocamente. La familia era definida por la economía, la religión, la educación y la justicia que la respaldaban y controlaban, al mismo tiempo que existía una cultura, adaptada a su imagen, que protegía un determinado modelo doméstico e imponía un paradigma de familia ajustado al todo institucional.

Este marco institucional servía tanto de entorno a la familia y la mujer como de mecanismo de control, celebración o sanción social y moral para las mismas. Si lo institucional es entendido como la legitimación de estructuras de poder en determinado grupo social desde la escala micro a la macro, entonces la identidad cultural de la familia y la mujer burguesa moderna no podían sustraerse de los cambios políticos, económicos, sociales y culturales. De igual manera, estos cambios tampoco se sustraen de los cambios a nivel de la escala familiar e individual de la mujer.

Se reconoce el aspecto patriarcal como una dimensión estructural de la familia burguesa moderna, una herencia cultural cuyas raíces se remiten a la Conquista y la Colonia en las que el sistema familiar se definió como la familia casada con hijos que vivía en un único lugar bajo una única jefatura, la del padre, supuesto único proveedor económico. Esto justificaba no solo el poder y la autoridad única del padre, sino el deber de la representación y la defensa social de la familia. Se consideraba que el padre tenía un papel trascendente, unos privilegios y un prestigio como ningún otro miembro del grupo familiar. Se justificaba la dependencia de la esposa respecto al hombre ubicando la primera en una escala inferior que naturalizaba la respectiva sumisión, incondicionalidad y servicio. Este sistema vertical de relaciones se reforzó no solo por ser el único modelo institucional de familia, sino por el control cultural y social que ejercieron a su favor las demás instituciones y prácticas sociales como la Iglesia, el Estado y la educación:

El Génesis dio el comando de la autoridad al hombre y a este principio se ciñó la conformación de la ley. Todos los valores y los patrones culturales respaldaron este dictamen y la comunidad lanzó juicios y sanciones contra los que alteraron la norma. Apoyado en ambos, el patriarcalismo colocó al hombre en la cima del poder y de la autoridad, en su condición de esposo-padre, dado su papel de proveedor único. En consecuencia, la familia se estructuró en forma jerarquizada por género y por edad […]. [E]l padre se situó en la cúspide del poder y luego se escalonaron, por edad, los hijos varones ya mayores, después la madre y finalmente las hijas.5

Esta estructura política determinó la posición del padre como jefe único de la familia y el papel subordinado de la mujer como la ‘reina del hogar’. Este último se concebía como el contexto principal de realización de la familia: la mujer era la ‘reina del hogar’, pero nunca podía aspirar a ser el centro de la familia, ni a cuestionar el carácter único de la autoridad paternal.

El carácter sexista inherente a esta estructura patriarcal restringió la educación para la mujer y prácticamente limitó sus funciones sociales a la familia. Se presupuso que las funciones de la mujer eran fruto de su naturaleza y que solo se requería de un entrenamiento resultado de la experiencia trasmitida de madres a hijas como lo promulgaban las revistas de ‘señoras y señoritas’.6 Mientras que el hombre nacía para realizarse en la cultura y, por lo tanto, en el ámbito público, la mujer nacía para realizarse en la naturaleza y, por lo tanto, en el ámbito privado.

Se consideraba que la capacidad intelectual de la mujer era inferior a la del hombre: lo ‘propio’ de las mujeres era lo emocional y sentimental, reflejo de su ‘natural debilidad e inferioridad mental y física’, mientras que lo propio del hombre era lo intelectual, reflejo de su ‘natural fortaleza y superioridad mental y física’. En la vida cotidiana, estos dualismos se naturalizaron influyendo la conciencia, las creencias, los valores y el comportamiento de mujeres y hombres. Adicionalmente, el carácter normativo, prescriptivo y punitivo de los imaginarios sobre la familia y la mujer se hacía más riguroso a medida que se ascendía en la escala social.

Las identidades entre mujer, matrimonio y familia, y entre mujer, intimidad y vida privada7 definieron simbólicamente el modelo institucional de familia convertido en un mecanismo de legitimación política de la naciente burguesía ‘moderna’. Estos ciudadanos ‘blancos, limpios, cultos y casados’ se convirtieron en los líderes ‘naturales’ tanto del proyecto de modernidad, civilización y progreso como de la familia nuclear burguesa: una estructura política que operó desde la escala macro hasta la microsocial determinando el papel social de la mujer.

En suma, el modelo institucional de la familia nuclear y el consecuente papel de la mujer se convirtieron en mecanismos de legitimación política de la naciente burguesía ‘moderna’: dos producciones simbólicas cuyas significaciones desbordaron lo cultural y social y alcanzaron lo económico y lo político mediante la producción de normatividades convertidas en mecanismos de distinción8 y exclusión social. Este modelo se identificó con la noción moderna de vida privada como con la intimidad burguesa, una forma de auto recogimiento y voluntario aislamiento.

Esta intimidad presupuso el desarrollo de una espacialidad correspondiente a la vida privada concebida como opuesta a la vida pública e identificada con: el desarrollo de la infancia; los ‘valores emocionales’ como los del afecto, el amor y la privacidad; una normatividad de la convivencia familiar; la protección de la interioridad de la vida familiar y conyugal; el aislamiento de la familia en casas y quintas; la diferenciación y especialización espacial dentro de estas últimas; y nuevas nociones sobre el cuerpo. Desde luego el imaginario, las prácticas y las representaciones culturales de la costura debían necesariamente resultar congruentes con este papel de la mujer en la familia burguesa moderna: las dimensiones operativas y funcionales de la costura como una ‘sencilla actividad práctica’ daban paso a un conjunto complejo de dimensiones simbólicas de la misma en tanto actividad sociocultural.

Una consideración sociocultural de la costura

El reconocimiento antropológico de la costura como una actividad propia de lo humano revela la complejidad de las múltiples dimensiones de esta actividad que incluyen, además de las funcionales, dimensiones culturales ligadas a lo mágico, lo ritual y lo mitológico, y dimensiones económicas, sociales e incluso políticas.

La actividad de la costura no solo se convirtió en la modernidad burguesa a partir del siglo XVIII en un indicador y valor social, sino que contribuyó también a la construcción sociocultural de los estereotipos de género. Se convirtió gradualmente en indicador tanto de estatus como de los roles sociales de hombres y mujeres preservados por un sistema patriarcal que los cultivaba, incentivaba, legitimaba y preservaba.

La costura entendida como una práctica cultural compleja refleja el sentido de comunidad e identidad específica de una sociedad. A manera de primer ejemplo, en ritos del pasado relativos a la vulnerabilidad del espíritu el bordado del traje mortuorio adquiría una importancia simbólica tanto como en el presente lo adquiere el bordado en el traje de matrimonio, cargado de referencias simbólicas a determinadas jerarquías, roles, estatus sociales y valores morales. Y a manera de segundo ejemplo, la elaboración de la ropa —entendida como las piezas de tela elaboradas para vestir personas, lugares u objetos— del ajuar doméstico representaba un conjunto de valores culturales que respondía no solo al sistema político que regulaba los diferentes grupos y clases sociales, sino al sentido de comunidad que cohesionaba una sociedad específica.

En términos antropológicos la costura aparece como una práctica importante en muchos de los relatos mitológicos y simbólicos —en las tradiciones culturales tanto occidentales como no occidentales— en los que acciones como coser, tejer y bordar simbolizan la creación, la generación, el crecimiento, la multiplicación y la conservación vital. No es gratuita la expresión de ‘la trama de la vida’ entendida como la representación metafórica de un tejido que gradual, paciente y no siempre coherentemente se construye: el acto de tejer se convierte en una metáfora del acto de crear una realidad mediante el delicado, lento y complejo proceso de relacionar elementos preexistentes.

Las dimensiones simbólicas de la costura aparecen en expresiones del lenguaje como las de ‘tejer el tiempo’, ‘tejer su propio destino’ o ‘hilar muy fino’. Se le atribuye así una significatividad a las prácticas de la costura e igualmente a sus instrumentos y materiales como el telar, la aguja y el hilo. Este último manifiesta simbólicamente la aspiración de ligar o unir los diferentes elementos de una totalidad, por ejemplo, los estados de la existencia, el mundo y los otros mundos, el ser y otros seres como los niveles cósmicos y psicológicos. Como unidad de la fabricación de un tejido, el hilo manifiesta la aspiración existencial a aquella continuidad sin final que implica la vida, continuidad solo interrumpida por la muerte: las expresiones ‘el hilo de la vida’ y ‘la vida pendiente de un hilo’ son metáforas tanto de la continuidad de la existencia como del miedo a la muerte.

En algunos mitos grecorromanos la acción de tejer adquiere significados existenciales como en los mitos de Penélope, Aracne, Teseo, Helena, las Moiras, Fomela y Procne. A manera de ejemplo, el mito de Penélope ha dado lugar auna multiplicidad de interpretaciones relacionadas con la ‘naturaleza femenina’ expresadas en la acción de tejer como una de las ‘artes de la aguja’ en las que también se incluye la de la costura: la acción de tejer simboliza la espera, la paciencia, la fidelidad y la constancia de una mujer hacia el hombre que ama; la acción de tejer y destejer es una metáfora de una suspensión del tiempo como estrategia para aplazar el destino; la indefinida espera de la mujer mediante la acción de tejer es una representación simbólica de su fidelidad extrema hacia el marido ausente; el poder de dominar el destino mediante hilos entrelazados, a la vez, es metáfora de un ardid o artimaña; y la suposición de que el telar manifiesta simbólicamente la capacidad de la mujer —como esposa o madre— de dominar la vida de los otros mediante un poder que permanece oculto.

Los mitos sobre la acción de tejer —que se extienden a la de coser— constituyen una metáfora del tiempo existencial que por su carácter lento y prolongado parecen ser dominio no del hombre sino de la mujer. Estas significaciones revelan la importancia que en la vida afectiva y efectiva han tenido las ‘artes de la aguja’ —en las que se incluye tejer, coser, bordar, zurcir, hilvanar y remendar, entre otras— en la vida cotidiana, en especial la de la mujer. Estos mitos señalan una supuesta esencia femenina que, aunque aparentemente superada en la actualidad, sigue subrepticiamente vigente en términos culturales.

Las diferentes prácticas sociales de las ‘artes de la aguja’ también hacen parte, en el plano simbólico, de los procesos de producción, reproducción y legitimación de las diferencias sociales, como en el caso de la diferencia entre el bordado popular, asociado a lo íntimo y/o lo decorativo ‘propio’ de las clases bajas, y el bordado erudito, asociado a la decoración preciosista y suntuaria ‘propia’ de las clases altas. El bordado ha sido empleado como signo de aristocracia, jerarquía social, riqueza, poder, prestigio, tradición, lujo y ostentación tanto como signo de religiosidad profunda, espiritualidad plena y creación estética.

Asimismo, la espacialidad propia de las llamadas ‘artes de la aguja’ ha sido tradicionalmente identificada con el espacio doméstico como con la vida privada e intimidad que presupone el mismo en la modernidad burguesa: se trata nuevamente de unas artes ‘propias’ de lo femenino en las que la mujer burguesa se realiza como mujer.

La práctica de la costura en el ámbito e intimidad de la mujer se realizaba con dos funciones sociales diferenciadas con evidentes connotaciones simbólicas. Se la determinaba en primer lugar como una actividad económica dirigida al ahorro mediante la confección y mantenimiento de las piezas textiles que consumía la familia. La mujer que cosía o encargaba tareas de costura cumplía con una de sus funciones sustanciales como ‘reina del hogar’, el manejo eficiente de la llamada economía doméstica que operaba como contraprestación simbólica a la provisión económica aportada por el ‘hombre de la casa’. En segundo lugar,a la dedicación a estas artes se le asignaba un valor simbólico de bienestar, por considerársela una forma sana, mental y moralmente, de ocupar el tiempo libre.

La práctica de la costura operaba como un elemento de la construcción del género femenino: la mujer no se definía en abstracto como mujer para entonces optar por coser o no coser, sino que primero aprendía a coser para irse definiendo concretamente como mujer. Si la práctica de la costura era un factor de la creación de la feminidad se requería definir quién realizaba esta práctica y dónde había de realizarla según la lógica de la sociedad patriarcal: la mujer en el ámbito privado del hogar y, más específicamente, en el llamado ‘cuarto de costura’ de la casa burguesa moderna.

La práctica de la costura por una mujer soltera se relacionaba simbólicamente no solo con las ‘cosas de mujeres’ sino también con la supuesta futura fidelidad de la mujer como esposa: una mujer soltera que cosía sería muy posiblemente a futuro una buena y fiel esposa. Asimismo, esta práctica respondía simbólicamente a múltiples razones y motivos: en el caso de las mujeres casadas podría tratarse de lograr la aprobación del marido; en el caso de muchas mujeres, independientemente de su posición social, de disfrutar el placer de hacer algo manual y creativo; en el caso de mujeres burguesas sin una clara solvencia económica, de aportar discretamente a la ‘economía del hogar’; y finalmente en el caso de mujeres ‘no burguesas’, de lograr un salario a cambio. La variabilidad de estas posibilidades sociales amplía aún más las significaciones culturales de la práctica de la costura.

De otra parte, las connotaciones simbólicas de la costura adquirieron dimensiones morales muy significativas que se recrearon en los diferentes contextos socioculturales. En la tradición judeocristiana el trabajo de hilar, tejer y coser era parte de los quehaceres cotidianos y propios de la mujer, en especial ante el supuesto riesgo de que la ociosidad de la misma la condujera a la lujuria. Frente a la imposibilidad de concebir a una mujer sexualmente libre según el modelo femenino del patriarcado, la mujer debía tener siempre algo que hacer y en lo que trabajar para evitar este riesgo que comprometería del todo su integridad moral y legitimidad social: la costura era una práctica privilegiada para consolidar la imagen de la mujer hacendosa, casta, casera y/o trabajadora, a la vez que una manifestación de la mujer ‘moralmente correcta’.

Tanto en la tradición judeocristiana como en la grecorromana se presentaba a la mujer orgullosa de alcanzar la destreza y la maestría artesanal en las labores del tejido y la costura bajo el supuesto de que estas eran fuentes de castidad, diligencia y humildad, virtudes propias de toda ‘buena mujer’. Se presentaba la práctica de la costura como una actividad que la mujer podía realizar paralelamente a la del cuidado de los hijos: otra manifestación de que la mujer debía estar siempre ocupada, incluso realizando varios trabajos simultáneamente. Era unaestrategia para evitar los ‘malos pensamientos’ y responder a la advertencia de que ‘la falta de oficio llama al vicio’.

El aprendizaje y perfeccionamiento de las labores de la costura y el bordado era una parte ‘natural’ y esencial de la educación de las niñas. La práctica de la costura —mediante el remiendo, el zurcido y la adecuación del tamaño de las prendas de ropa— era una forma de aportar a la ‘economía del hogar’, otra de las funciones esenciales de toda ‘buena ama de casa’. Se pensaba además que dicha práctica desarrollaba otro tipo de virtudes ‘propias’ del género femenino: la paciencia, la dedicación, la delicadez, la constancia, la precisión, la diligencia, la gracia y la destreza.

Por supuesto, las concepciones de la práctica de la costura no permanecieron estáticas, como lo revela la investigadora María Magán Lampón en su análisis del tránsito de la concepción aristocrática a la concepción burguesa de la práctica sociocultural del bordado y la costura:

[A] finales del siglo XVIII y principios del XIX, el ideal de feminidad aristocrático es gradualmente reemplazado por la feminidad doméstica propia de la burguesía. El bordado [una de las ‘artes de la aguja’] pasa de ser una enseñanza productiva para convertirse en una ocupación que contribuye a la felicidad y bienestar del hogar. El hogar y el espacio de trabajo se distancian y se sitúan en esferas diferenciadas. El hombre se dedica al mundo comercial y la mujer se idealiza como la guardiana de la casa. Surge un sentimiento en el que la casa debía convertirse en el reflejo del quehacer de la mujer a través del bordado. [...] [T]odo se cubre de bordado […]. [A]sí se extiende la opinión de que las mujeres han de estar ocupadas y entretenidas con trabajos que requieran cierta minuciosidad, para no caer en la impudicia […]. Los procedimientos de costura […] estaban asocia- dos a esta pulcritud y diligencia que se le asignaba a la mujer. El hilado, tejido, costura, bordado y confección son actividades que no sólo mues- tran un pasatiempo […] sino que van asociados a numerosos fenómenos culturales [...]. Por tanto, el bordado se considera como algo ‘esencial a la mujer’ [...]. Su propio código de conducta cristiana le asignaba al género femenino aquellas labores de bordado y costura como parte de la gracia divina que le había sido asignada […]. Se imponen los ideales emergentes de la sociedad burguesa y el bordado se percibe como una actividad bien vista [...]. Se presenta como un placer y las propias mujeres se sienten satisfechas con sus trabajos domésticos ya que constituyen el vehículo de presentarse a la sociedad. A través del bordado, la mujer se mostraba con sus diferentes personalidades, por lo que […] [se] consideraba objeto de creación de la feminidad […]. Todo esto se reflejaba en las enseñanzas delas mujeres, que se centraban en la educación para ser mejores madres y esposas.9

Este cambio de la concepción aristocrática a la concepción burguesa resignificó las dimensiones culturales de las prácticas occidentales de la costura demostrando la capacidad de las producciones culturales para adaptarse a los cambios que el fenómeno de lo moderno imponía. El carácter meramente práctico y en otras ocasiones suntuario de la costura, el bordado y el tejido en el contexto aristocrático fue reemplazado en el caso de la burguesía moderna por un conjunto complejo de connotaciones simbólicas en las que se jugó la definición de lo ‘propiamente femenino’.

Se creó un sistema de valores que gradualmente se convirtió en una normatividad mediante la cual o bien se premiaba o bien se proscribía la adaptación o el distanciamiento de los valores sociales, culturales y morales implícitos en el imaginario cultural de la mujer burguesa. La evaluación de la práctica de la costura cumplía un papel en este marco de premiación y proscripción. Aunque fuera dominante, esta normatividad no podía, por sí misma, unificar la totalidad de las connotaciones culturales que la práctica de la costura adquiría en la modernidad, donde pudo cargarse de nuevas y diversas connotaciones. Es el caso de las connotaciones ‘negativas’ que adquirió la costura en las sociedades industrializadas cuando comenzó a percibírsela como un trabajo que reflejaba la alienación, la falta de esperanza de ‘un futuro mejor’, la inmovilidad social y una nueva forma de esclavitud para ciertas mujeres.10 En otros casos la práctica de la costura llegó incluso a ser utilizada como castigo judicial para las mujeres.

A mediados del siglo XIX las mujeres de clase baja, clase media e incluso de clase alta en las sociedades industriales o en proceso de serlo tuvieron que enfrentar cada vez más el reto de sostenerse a sí mismas y, en muchos casos, a sus familias. La enseñanza y la costura eran vistas como profesiones femeninas ‘naturales’. Mientras que para la enseñanza se requería de una educación previa, para la costura se consideraba que la totalidad de las mujeres tenían la experiencia necesaria y la aptitud ‘natural’ para el aprendizaje y ejercicio de la misma.

Las anteriores concepciones de la práctica de la costura, el bordado y el tejido —tanto dentro de las tradiciones judeocristiana y grecorromana como en las sociedades modernas industrializadas a partir del siglo XVIII— tuvieron continuidad y resonancia cultural en el contexto sociocultural colombiano de finales del siglo XIX y comienzos del XX, contexto dominado no solo por el ideal de la civilización francesa y una nueva forma de hispanismo, sino también por un ‘catolicismo a ultranza’. Lo anterior explica la plena aceptación del supuesto de que la práctica de la costura implicaba las virtudes de la ‘buena mujer’, así como la naturalización de los supuestos de que era ‘cosa de mujeres’ y una actividadmoralmente correcta como lo revela la siguiente cita del cronista e historiador colombiano José María Vergara y Vergara (1831-1872):

Su misión consiste en aceptar y seguir el bien (el bien es su dicha) y en rechazar el mal (el mal es su dolor y su desgracia) […]. Haz bueno y casto tu pensamiento […], llénalo de piedad y de dulzura […], ofrécelo en tributo y sacrificio incesante a Dios y verás que todas tus acciones serán como El. […] Para mayor apoyo de la debilidad femenina crió [sic] Dios un modelo y un espejo de mujeres en su Madre. Criada en el silencio del hogar, como ave en el silencio del bosque; humilde y pudorosa el día que se le notificó su dicha; relinda y laboriosa en la vida de familia; intercesora, benévola y humilde; sufriendo silenciosa y resignada cuando le tocó la prueba del martirio; silen- ciosa también y también resignada cuando llegó la de su gloria; por ella y en ella fue rehabilitada la mujer, […] fuera de ella no hay salvación posible para la mujer.11

Los consejos de Vergara y Vergara constituyen una verdadera síntesis del ‘deber ser’ de la mujer y revelan cómo los valores morales ‘propios’ de la mujer pura y casta eran inculcados desde temprana edad a través de una estrategia de interiorización y naturalización. Asimismo, revelan la concepción de que la realización de la mujer no era personal sino moral, de tal manera que quedaba justificado todo sacrificio de su individualidad.

Dentro de aquellos valores se encontraban la piedad, la dulzura, el sacrificio, la veneración, la debilidad, el sigilo, la humildad, el pudor, la belleza espiritual, la laboriosidad, la intercesión, la conciliación, la benevolencia, la abnegación, la resignación, el silencio y la modestia. Estos valores morales definían la realización individual de la mujer como un sacrificio a favor de una realización colectiva, la familia. La mujer debía convertirse en un ‘arquetipo de virtudes y valores’ para poder superar la debilidad y la imperfección que significaba lo femenino en el mundo terrenal y así alcanzar la realización moral ‘terrenal y divina’. Se suponía que muchos de estos valores femeninos habían de desarrollarse a través de la práctica de la costura: el sacrificio, el sigilo, la humildad, la laboriosidad, la abnegación, la resignación, el silencio y la modestia. No obstante, las dimensiones simbólicas de la costura no se agotaban en lo moral:

Además, la aplicación [de una niña] á la costura le proporciona también la ventaja de poderse presentar en otra casa sin temor de las críticas de las niñas hábiles é instruidas en las labores de su sexo, i aún cuando haya de quitarse sus zapatos […] no tendrá que avergonzarse de que le vean los dedos por los agujeros de la media, ó que se noten los fruncidos ó corcusidos que ha hecho en vez de las costuras esmeradas que deben esperarse siempre de mano de las mujeres […]. [L]as niñas han de componer i remendar sus vestidos de manera que cualquiera pieza de ellos pueda sufrir el examen de una hábil costurera. […] [Y]o conozco multitud de señoritas decentes, presumidas, aseadas en apariencia, i aún mui ricas, cuyos vestidos están malísimamente cosidos, i cuya ropa interior se halla atestada de remiendos mal puestos, i de zurcidos que no se atreverían á dejar ver ni aún al hombre ménos atento á las obras de costura. Si á todo esto se agrega […] que casi todas las mugeres están llamadas a ser algun día esposas í madres, se verá la necesidad que tienen de aprender a hacer con esmero toda suerte de costuras. Cuando se ve á un hombre con una camisa mal cosida i peor remendada […] se le compadece porque es hombre solo, ó porque está ausente de su familia. ¡Qué vergüenza para las infinitas mugeres que viven con sus esposos, sus hermanos, sus hijos, quienes se presentan tan rotos i mal trazados como los que no tienen mujer que cuide con esmero de su ropa! I como para coser no se necesita largo estudio, ni disposiciones intelectuales, ni costosos maestros, no hai muger alguna que teniendo ojos i manos, esté dispensada de saber coser.12

La anterior cita de la escritora Josefa Acevedo de Gómez (1803-1861) revela no solo múltiples dimensiones socioculturales de la costura, sino que se trataba de una actividad ‘propia de las mujeres’ que debía ser enseñada y aprendida desde temprana edad, pues sería parte de su ‘destino natural’ de madres y esposas. El conocimiento y la práctica de la costura les evitaría a las mujeres la vergüenza del juicio social y moral que enfrentaban aquellas que —como niñas, hermanas, hijas o madres— desconocían o practicaban mal la costura: el control social sobre la calidad de la práctica de la costura era entonces una práctica simbólica.

Finalmente, si la práctica de la costura no era actividad intelectualmente sofisticada, era entonces una actividad ‘propia del género femenino’, pues las mujeres supuestamente eran ‘débiles, delicadas, sensibles y emocionales’, mientras que los hombres sí eran aptos para esta actividad dado que eran ‘fuertes, rudos, indiferentes y racionales’. A diferencia de la educación de los niños orientada a formar hombres libres y autónomos cuya realización se daría en el ámbito de la vida pública, la educación de las niñas se orientaba a la satisfacción de los hombres como esposos, hermanos e hijos en el ámbito de la vida privada y la costura era una parte fundamental de esta satisfacción.

En suma, los estereotipos y los imaginarios sobre lo ‘propiamente femenino’ estaban profundamente asimilados incluso por aquellas mujeres que estarían supuestamente preparadas para criticarlos dada su privilegiada condición social, cultural e intelectual. Es precisamente el caso de Josefa Acevedo de Gómez cuando acepta que el juicio sobre la calidad de la costura se convierta en una forma tanto de control como de legitimación social para la mujer burguesa.

Una lectura cultural ‘no esteticista’ de La costurera

En la consideración de la obra La costurera (Img. 1) de Francisco Antonio Cano (1865-1935) ha dominado —en la historia del arte colombiano— una interpretación esteticista.13 La obra revela no solo el valor simbólico de las actividades domésticas ‘propias’ de la mujer burguesa moderna y de un espacio de la intimidad de la misma, el ‘cuarto de costura’, sino la intención del artista de responder al restringido gusto estético de las élites —casi limitado a los géneros del retrato y del paisaje— para posibilitar el consumo cultural y económico de la obra.

En términos iconográficos, se representa una mujer blanca —evidente referencia a la mujer de élite— concentrada en las labores de costura en la soledad e intimidad propia del cuarto de costura que surgió, en parte, de la ampliación y diferenciación espacial que generó las nuevas tipologías de casas burguesas de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. En realidad, se trata de una costurera que no está cosiendo sino entregada a un momento de ‘pausa reflexiva’ en la acción de coser, como lo reflejan la actitud en reposo de la mano izquierda y el hecho de que no está uniendo dos o más piezas de tela entrelazando un hilo mediante una aguja. La costurera ha dejado momentáneamente de coser y está escogiendo, paciente y delicadamente, los hilos de colores que se localizan cerca de su mano derecha: una forma simbólica de representar la sensibilidad femenina identificada tanto con la delicadeza y la paciencia como con la dimensión estética que implicaba la supuesta sensibilidad femenina ante las formas, las texturas y los colores. Las mujeres debían ser ‘delicadas y dedicadas’ como expresión tanto de su ‘debilidad natural’ como de la abnegación, el altruismo y la resignación que requerían sus funciones como madre, esposa e hija.

Francisco Antonio Cano Cardona (1865 - 1935}. La costurera, 1924. Pintura (Óleo/ Tela}. 45,5 X 36 cm. Colección Museo Nacional de Colombia , reg. 2134.
Imagen 1
Francisco Antonio Cano Cardona (1865 - 1935}. La costurera, 1924. Pintura (Óleo/ Tela}. 45,5 X 36 cm. Colección Museo Nacional de Colombia , reg. 2134.
©Museo Nacional de Colombia/ Ernesto Monsalve.

Francisco Antonio Cano Cardona (1865 - 1935}. La costurera, 1924. Pintura (Óleo/ Tela}. 45,5 X 36 cm. Colección Museo Nacional de Colombia , reg. 2134.
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Francisco Antonio Cano Cardona (1865 - 1935}. La costurera, 1924. Pintura (Óleo/ Tela}. 45,5 X 36 cm. Colección Museo Nacional de Colombia , reg. 2134.
©Museo Nacional de Colombia/ Ernesto Monsalve.

En términos compositivos, la imagen de la mujer se funde con la de la costura no solo mediante la interposición, sino además mediante la configuración de una ‘T’ invertida que surge de la fusión visual de la figura de la costurera con la de la costura que yace en su regazo. Una manera de simbolizar que las mujeres estaban ‘naturalmente unidas a la costura’ y que la costura era una actividad ‘naturalmente femenina’.

La atenta observación de la mano derecha de la costurera revela que la misma porta tanto un dedal como un anillo. En el primer caso, el objeto nos da a entender que la costurera había estado cosiendo con anterioridad a la ‘pausa reflexiva’ antes mencionada; en el segundo caso, se trata de una referencia claramente intencional a un anillo de compromiso, en especial, al observar que el nivel del detalle y descripción del mismo es relativamente alto con respecto al que el artista maneja en el resto del cuadro. Si la costurera portaba un anillo de compromiso —y no una argolla de matrimonio— en su mano derecha era porque se trataba de una mujer soltera próxima a casarse: se trataba de ‘una mujer que se preparaba para la vida matrimonial’ que —como lo reveló el aparte anterior— conllevaba la práctica de la costura.

El artista acató el principio academicista de que la expresión facial, manual y corporal de la figura humana debía revelar las emociones de la misma tanto como estas emociones debían reflejar, a la vez, un contenido moralmente correcto. La expresión corporal cerrada y reposada, y el carácter controlado e inhibido de la expresión del rostro y de las manos expresaba un estado emocional de tranquilidad y temporal reposo. Este contenido emocional se tradujo en un contenido moral: una mujer que realizaba la costura de esta forma era necesariamente una ‘mujer buena’ en sentido moral dado que implicaba un conjunto de virtudes morales relacionadas con la paciencia, la persistencia, la sensibilidad, la dedicación y la delicadeza requeridas para una ‘buena costura’: no se trataba de una costurera cualquiera, sino de una que conllevaba un modelo de moralidad convertida en referente obligado para las demás mujeres.

De otra parte, el artista hizo varias referencias al espacio donde se realizaba la actividad de la costura de manera privada. La primera es una ventana cercana cuya batiente está abierta, permitiéndole a la costurera contar con la iluminación natural para realizar un trabajo que requería gran agudeza y concentración visual. La segunda es un posible paisaje —al parecer una marina— que estácolgado en la pared posterior hacia la parte superior izquierda del cuadro y que se deja leer como una referencia al consumo del género pictórico del paisaje y a la voluntad de decorar las casas burguesas con ‘obras de arte originales’, a cambio de las vulgares reproducciones de obras foráneas antes usadas por las élites locales decimonónicas.14 Y la tercera es la pared de fondo cuya función formal se reduce prácticamente a la de resaltar a la costurera como figura principal. Este conjunto de referencias espaciales limitadas al ‘cuarto de costura’ reforzaban la idea de que se trataba de una actividad propia tanto de la intimidad femenina como del ámbito privado de la mujer burguesa.

Desde luego, la costura se relacionaba con las misiones principales de la mujer: ser esposa, ser madre y dedicarse a las labores ‘propias del bello sexo’. Una de las obligaciones de la mujer era asegurar ante los demás el ‘buen vestir’ de su marido así como el cuidado de la ropa de los hijos: un ‘hombre dejado’ —un hombre descuidado en su vestuario— o los niños ‘mal vestidos’ eran fruto de una ‘mala hermana’, una ‘mala esposa’ o de una ‘mala madre’. El alistamiento, el mantenimiento y la adecuación de la ropa de todos los miembros de la familia era una labor femenina. Incluso entre familias económicamente pudientes era común que la ropa fuera pasando gradualmente de los hermanos mayores a los menores como una forma de cuidar la economía del hogar. Esta forma de ‘herencia familiar’ implicaba la correspondiente pericia de la ‘señora de la casa’ en las labores de costura.

Aunque no se declarase públicamente, la costura podía ser también para la familia burguesa una fuente secundaria de ingresos económicos, siempre y cuando no significara cuestionar el dominio del padre como proveedor económico de la familia. Era una actividad ‘bien vista’ dado que la mujer podía realizarla sin salir del hogar cumpliendo los requerimientos de control social sobre lo privado considerado como ‘ambiente natural’ de lo femenino. La ‘verdadera señora de casa’ conocía las labores propias de la costura, las sabía realizar y, en caso de que no las realizara ella misma, ‘sabía mandar’ a quienes las realizaban. Esta suficiencia era prueba de que la mujer burguesa cumplía con una de sus funciones fundamentales, la administración y la economía del hogar. La formación en estas labores hacía parte ‘natural’ de la educación femenina:

En esos años insistían en convertir a las jóvenes en letradas y enseñarles artes diferentes a las domésticas como la música, el dibujo o el baile, pero sin descuidar lo doméstico porque esto debía ser esencial en sus vidas […]. La costura y el tejido hacían parte entonces del trabajo doméstico, pero también estaban incluidos en la ‘educación artística’ que podían recibir las representantes del Bello Sexo. Es interesante que lo que más frecuentemente les enseñaban era el dibujo, la música y las artes de aguja.15

Las labores de costura no implicaban riesgos a la moral, el recato y la discreción propias de las verdaderas ‘señoras y señoritas’, y tanto el dibujo como la música eran un complemento ideal para estas labores. De este modo se podía contribuir discretamente a la economía del hogar y de paso desarrollar la sensibilidad estética y el buen gusto ‘propio’ de las mujeres de élite.

En suma, la obra revela el valor simbólico de las actividades domésticas ‘propias’ de la mujer burguesa y, más específicamente, el valor simbólico de la costura como forma de cuidar la economía del hogar, emplear el tiempo libre, desarrollar la sensibilidad estética y evitar los malos pensamientos propios de la ‘falta de oficio’. En la actividad de la costura subyacían ideológicamente los presupuestos políticos, sociales, económicos, culturales y morales sobre lo femenino. La costura era una actividad simbólica que articulaba los presupuestos morales, sociales y culturales en los que debía creer la mujer burguesa ‘moderna’, así como la obligación de demostrarle a los demás que creía en ellos: una actividad aparentemente cotidiana —la costura— y un espacio aparentemente funcional —el ‘cuarto de costura’— adquirieron una dimensión simbólica congruente con los imaginarios, las prácticas y las representaciones culturales relativas a la mujer y la familia burguesa moderna. Estos imaginarios, prácticas y representaciones culturales se naturalizaron al introducirse en la vida cotidiana de los sujetos y se convirtieron en verdades que difícilmente podían ser cuestionadas sin pagar el precio del repudio y el juicio social. Esta naturalización se refleja, aun hoy, en expresiones cotidianas como las de ‘mujer mala’, ‘mujer buena’, ‘niña de familia’, ‘buena madre’, ‘madre dedicada’, ‘mujer echada a perder’ o ‘cosas de mujeres’.

Conclusiones

Aún hoy, los imaginarios, prácticas y representaciones culturales relativas a la costura persisten en el ‘inconsciente cultural colectivo’. Un primer ejemplo de ello es la imposibilidad de que los niños reciban entrenamiento en las labores de costura como parte de su proceso educativo. Un segundo ejemplo es la predestinación de los juguetes relativos a la costura a ser catalogados como ‘juguetes de niñas’. La interacción entre estos imaginarios, prácticas y representaciones produjo y reprodujo mecanismos de control simbólico, material, social e incluso político que legitimaron las estructuras de poder subyacentes en la definición burguesa moderna de lo femenino.

Estos imaginarios, prácticas y representaciones fueron indefinidamente reiterados —a través de la educación tanto familiar como institucional— para validar un orden social en el que cada grupo e individuo social ocupó ‘naturalmente’ su lugar en una escala simbólica jerarquizada y naturalizada. Este ordensocial jerarquizado se revela precisamente en la forma en que cada grupo social se apropió de la práctica de la costura revelando que la misma se convirtió no solo en un mecanismo de status y diferenciación social, sino en la expresión de los diferentes roles sociales femeninos que gradualmente fue posibilitando la modernidad.

Las significaciones socioculturales de la costura eran unas para la mujer burguesa soltera, otras para la mujer burguesa casada, otras más para la costurera de oficio y aun otras más para las mujeres obreras. Estas significaciones podrían ser respectivamente: una forma de legitimarse como una futura buena esposa y madre, una demostración de suficiencia por parte de la esposa en la llamada economía del hogar, una manera de ganarse la vida de manera independiente rompiendo la dependencia económica respecto al hombre, y una forma de trabajo alienante —la costura industrial— que se tiene que soportar para poder subsistir.

Los imaginarios, prácticas y representaciones culturales relativas a la costura se convirtieron en un fenómeno social que —junto con los diferentes hechos y las condiciones materiales en las que se realizó efectivamente esta actividad— operó como un elemento configurador de la realidad social y cultural burguesa moderna. El racismo, el machismo, el sexismo, el patriarcalismo y la desigualdad social —tan persistentes en la identidad colombiana contemporánea— tienen parcialmente su base ideológica y retórica en la identidad burguesa moderna como en el respectivo modelo institucionalizado de mujer burguesa en el que resuenan las connotaciones culturales de la costura reveladas —tan precisa como sutilmente— en la obra de Cano aquí analizada.

Las nociones de intimidad, privacidad y distinción definieron parcialmente la identidad de la mujer burguesa moderna y, al mismo tiempo, prácticamente redujeron el espectro de acción social de la misma a la escala familiar: la expresión ‘una mujer de su casa’ indicaba claramente los límites y las posibilidades de la mujer burguesa ‘moderna’. En este sentido, otra de las connotaciones simbólicas de la costura sería la de este confinamiento del género femenino en los estrechos límites simbólicos que le imponían la vida privada y la intimidad burguesa al hogar.

En el caso del consumo del arte, la acción de comprar y exhibir determinadas obras de arte en un espacio privado —por ejemplo, la sala de la ‘casa de familia’— implicó no solo una práctica cultural sino un instrumento de legitimación social y cultural. Esta práctica de adquirir, exhibir y preservar determinadas obras de arte adquirió dimensiones simbólicas. Es precisamente el caso de la obra aquí interpretada de Cano. Por una parte, esta obra operó como indicio de los imaginarios que subyacían en la mentalidad sociocultural tanto de quienes la consumieron, la gente de ‘buen gusto’, como de quien la produjo, el artista. Por otraparte, operó como una escenificación simbólica del hecho de que los primeros tenían la correcta sensibilidad cultural, estética y moral para verse ‘naturalmente reflejados’ en la obra que exhibían para sí mismos y para los demás.

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Notas

1 Max S. Hering Torres y Amada Carolina Pérez Benavides, “Apuntes introductorios para una historia cultural desde Colombia”, en Historia cultural desde Colombia: Categorías y debates, editado por Max S. Hering Torres y Amada Carolina Pérez Benavides (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Pontificia Universidad Javeriana y Universidad de los Andes, 2012), 15-46.
2 Max S. Hering Torres, “Microhistoria: vía específica de la historia cultural. Prácticas, redes y conjeturas”, en Historia cultural hoy. Trece entradas desde América Latina, editado por VíctorM. Brangier y María Elisa Fernández (Rosario: Prohistoria Ediciones, 2018), 77.
3 Roger Chartier, “Poderes y límites de la representación. Marin, el discurso y la imagen”, en Escribir las prácticas, Foucault, De Certeau, Marin (Buenos Aires: Ediciones Manantial, 1996), 79.
4 Se trata del grupo social urbano que pretendió —en Colombia y a finales del siglo XIX y comienzos del XX— convertirse en la primera élite moderna orientándose y orientando el Estado hacia la producción moderna industrial y al capitalismo moderno. Aunque constituía una reacción al anacronismo de las generaciones decimonónicas inmediatamente precedentes, esta nueva élite produjo un nuevo anacronismo al intentar basar su legitimidad en privilegios sociales relativos a la Colonia e incluso la Conquista. Esta paradoja es verificable en: la persistencia de las aristocracias locales de supuesto origen español en todas las esferas del poder; un nuevo hispanismo como base ideológica de una nueva forma de nacionalismo; un persistente catolicismo que todavía empapaba todas las esferas de lo social; y el llamado fenómeno artístico de ‘la españolería’ que terminó ridiculizando a las mismas élites.
5 Virginia Gutiérrez de Pineda, “Familia ayer y hoy”, en Familia, género y antropología: Desafíos y transformaciones, editado por Patricia Tovar Rojas (Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia - ICANH, 2003), 281.
6 Véase: Patricia Londoño, “Las publicaciones periódicas dirigidas a la mujer, 1858-1930”. Boletín cultural y bibliográfico, nº 27 (1990), 2-23.
7 La noción de vida privada se entiende como aquellos aspectos de la vida de un individuo y/o grupo familiar que supuestamente se definen de manera libre y particular y que no son objeto de control social, ni control del Estado. No obstante, en la vida social efectiva esta libertad también tiene sus propios límites, por ejemplo, el incesto es objeto de control y proscripción social como de castigo jurídico por parte del Estado. De manera similar, la noción de intimidad se entiende como los aspectos ‘más privados de la vida privada’, por ejemplo, la sexualidad de un sujeto. Estas nociones suponen expresiones y valores de la vida moderna desde el siglo XVIII como también formas de distinción social.
8 Se entiende la noción de distinción desde la perspectiva de la sociología de la cultura de Pierre Bourdieu, es decir, como las representaciones y prácticas socioculturales que los sujetos y grupos sociales inventan como estrategia de diferenciación y jerarquización social. Lo anterior implica revelar las relaciones entre el espacio social y el espacio simbólico, es decir, las relaciones entre posiciones sociales, disposiciones de comportamiento según cada contexto y tomas de posición simbólicas. A manera de ejemplo, las diferenciaciones que implican nociones como las de buen gusto, gusto aparente y gusto popular reflejan no tanto diferentes grados de sensibilidad estética como diferencias y estructuras sociales jerarquizadas y excluyentes.
9 María Magán Lampón, “Costura: De la reivindicación política a la recreación poética. El procedimiento de la costura como recurso creativo en la obra de arte” (Tesis de doctorado, Universidad de Vigo Pontevedra, 2015), 74. Una de las fuentes ideológicas del nacionalismo colombiano de 1920 fue una nueva forma de hispanismo cuya expresión, por excelencia, fue el fenómeno de ‘la españolería’, parte del llamado neocostumbrismo. Por ello la reflexión de Magán Lampón sobre las implicaciones ideológicas de la costura para la cul- tura española tradicional resulta pertinente para nuestra comprensión de los sustratos ideológicos de este nacionalismo. Las élites colombianas fueron particularmente sensibles a la influencia de la llamada tendencia ‘regionalista’ de gran aceptación dentro del territorio español, en especial en la España atrasada y rural dominada todavía por la alta burguesía latifundista. De manera similar a la burguesía colombiana de entonces, esta burguesía se distanciaba de la tendencia ‘internacionalista’, identificada con el arte de vanguardia y tildada de extranjerizante y ajena al ‘espíritu español’. Véase Ruth Acuña Prieto, “España y Colombia: la influencia de España en el arte nacional”, en Formas de hispanidad, editado por Enver Joel Torregroza y Pauline Ochoa (Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2010), 427-441.
10 Véase: Lynn Mae Alexander, Women, Work, and Representation: Needlewomen in Victorian Art and Literature (Athens: Ohio University Press, 2003); Rozsika Parker, The Subversive Stitch: Embroidery and the Making of the Feminine (Nueva York: I.B. Tauris, 2010); Famine and Fashion: Needlewomen in the Nineteenth Century, editado por Beth Harris (Londres: Routledge, 2016).
11 José María Vergara y Vergara, “Consejos a una niña. A Elvira Silva Gómez”, en Las tres tazas y otros cuadros (Bogotá: Ministerio de Educación Nacional y Editorial Minerva, S.A., 1936), 138-139.
12 Josefa Acevedo de Gómez, Tratado sobre economía doméstica para el uso de las madres de familia i de las amas de casa (Bogotá: Imprenta de José A. Cualla, 1848), 59-60. Se conserva aquí la ortografía del texto original.
13 Una interpretación esteticista supone la posibilidad de reducir la interpretación de una obra de arte desde y para el mundo del arte presuponiendo su autonomía. Es el caso no solo de algunos tipos de formalismo, sino también de algunos tipos de iconología que suponen la posibilidad de reducir los contenidos estéticos a valores, ideas, conceptos y representaciones putativamente intrínsecas de la obra de arte ignorando o minimizando el papel de los condicionamientos de orden social, cultural, político y/o económico de los cuales la misma es tanto efecto como agente. En otras palabras, se tiende a reducir las significaciones de la obra a las significaciones estéticas ignorando el hecho de que las significaciones de los hechos socioculturales, incluidos los artísticos, son complejas y diversas, pues desbordan los ámbitos convencionales de la cultura y alcanzan las esferas de lo social, lo económico y lo político.
14 En Colombia, desde finales del siglo XIX, el consumo cultural y estético del género del paisaje se relacionó con las aspiraciones de las nuevas burguesías urbanas, en especial las bogotanas. Se trata de un hecho histórico aceptado por la mayoría de los historiadores, teóricos y críticos de arte, entre otros Álvaro Medina, German Rubiano Caballero, Eduardo Serrano y Halim Badawi.
15 Suzy Bermúdez, “Tijeras, aguja y dedal: elementos indispensables en la vida del bello sexo en el hogar en el siglo XIX”. Historia crítica, n º 9 (1994): 25.

Declaración de intereses

Profesor de Historia del arte e Historiografia del arte en el Programa de Pregrado en Historia del arte y en el Programa de Maestria en Estética e Histo- ria del arte. Profesor de Humanidades. Departamento de Humanidades, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Jorge Tadeo Lozano. Maestro en Artes Plásticas, de la Facultad de Artes, de la Universidad Nacional de Colombia (sede Bogotá, 1992). Magíster en Historia y Teoría del Arte y la Arquitectura, Facul- tad de Artes, Universidad Nacional de Colombia (sede Bogotá, 2005). Doctor en Artes, Facultad de Artes,Universidad de Antioquia (2016)

Información adicional

Cómo citar:: Malagón Gutierrez, Ricardo. “La costura como parte del imaginario cultural de la mujer burguesa moderna: La costurera de Francisco Antonio Cano”. H-ART. revista de historia, teoría y crítica de arte, nº 8 (2021): 264-285. https://doi.org/10.25025/hart08.2021.12

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