Comunicaciones académicas
ENTREVISTA CON ARNALDO ORFILA* LA HUELLA INDELEBLE
A lo largo de todos estos años, desde que nos conocimos en 1921, Daniel Cosío Villegas y yo sostuvimos una amistad epistolar: con cierta regularidad nos enviábamos cartas para comunicarnos lo que hacíamos. Después del Congreso y de nuestro viaje, cuando salí de México traía conmigo algunas pequeñas narraciones descriptivas de Daniel, de las que publiqué tres en la revista Nosotros de Buenos Aires, pocos meses después me envió el libro en que publicó el conjunto de narraciones, Miniaturas mexicanas (1922).
Desde entonces provenía nuestro intercambio y amistad.
Muchos años más tarde, en 1934 para ser preciso, me envió el libro El dólar plata de William P. Shea y me indica que era el primer libro de la editorial que acababa de fundarse: el Fondo de Cultura Económica. Poco después recibí ejemplares de los primeros números de El trimestre económico, también de la editorial. Poco a Poco, a lo largo de esos años, Daniel me fue remitiendo todo lo que publicaba el Fondo.
Mientras esto ocurría en México, yo seguía en Argentina con mis cosas, seguía trabajando en asuntos de mi profesión, químico, tanto que llegué a establecer una pequeña empresa que en 1943 fracasó; yo seguía colaborando con el medio editorial, al punto de escribir para Emecé dos libros técnicos – firmados con seudónimo– y para Claridad preparé una colección que se quedó en dos títulos: uno de Ángel Osorio y Gallardo (Derecho Internacional) y otro de Ezequiel Martínez Estrada (Panorama de las literaturas universales), seguía cerca del periodismo, tan es así que en 1939 y como corresponsal de La Vanguardia, del Partido Socialista, fue a España y, a mi regreso, recorrí las principales ciudades argentinas para, en mítines políticos, hablar de la guerra civil, de la obra de la República y propagar el antifranquismo y, por otra parte, junto con el poeta tucumano Mario Bravo, creaos y nos hicimos cargo de una página cultural en el diario La Vanguardia, que sostuvimos por algunos años. Durante 1940 hice y difundí un curso radiofónico de alfabetización, que se realizó dentro de la Universidad de La Plata con el apoyo del rector Alfredo L. Palacios.
En otras palabras, hacia fines de los años treinta y principios de los cuarenta, seguía trabajando en cosas relacionadas a la química y, sobre todo, realizaba una intensa actividad cultural, tanto en el medio periodístico como en el editorial, por lo que estaba vinculado con los grupos de intelectuales argentinos y de algunos otros países vecinos.
El año 1943 es muy significativo para mí; por un lado, cierro la empresa de laboratorios químicos que había creado en La Plata y me traslado a Buenos Aires, y a mediados de año recibo la invitación formal de Daniel Cosío Villegas para crear y ser gerente de la sucursal del Fondo en Argentina. Hasta donde sé, fue Pedro Henríquez Ureña quien sugirió la idea de crear esa sucursal y, también don Alfonso Reyes, quienes sugirieron que fuera yo el gerente. En Argentina, Pedro sabía perfectamente mis inclinaciones y lo que conocía del ambiente editorial e intelectual argentinos, por lo que pensó que podía proponerme para representar a esa obra de México. Por iniciativa propia, él y don Alfonso Reyes, fueron quienes me propusieron a Cosío. Daniel aceptó la propuesta de inmediato y por medio de un cable me lo hizo saber: avisó que a la brevedad viajaría a Buenos Aires para precisar detalles. En agosto e 1943 lo pasé a recoger al aeropuerto.
Tengo presente la fecha; el 2 de enero de 1944 abrimos las puertas de la sucursal del Fondo en Argentina. Fue la primera de tres más que, pasado el tiempo, se abrieron en Santiago de Chile, Lima, y Madrid. Hasta julio de 1948, mes y año en que viajé a México para ocuparme de la dirección general del Fondo –a lo que me referiré más adelante–, me ocupé de la gerencia de la sucursal en Buenos Aires, que distribuía exclusivamente libros del Fondo.
La editorial mexicana prácticamente no tenía competencia: las editoriales argentinas, se ocupaban de temas distintos. El Fondo tenía entonces pocas colecciones editoriales que contaban con muy buena acogida. Economía, Sociología, Historia, Filosofía, Política y Derecho, Biblioteca Americana, Tierra Firme, Tezontle, y los libros de El Colegio de México. En cambio, las editoriales argentinas publican literatura, psicología, pedagogía y otros temas que no estaban en el catálogo del Fondo.
No obstante, hubo necesidad de fortalecer la sucursal. En esto, Pedro Henríquez Ureña desempeñó una función fundamental: debido a su prestigioso intelectual y a muchas amistades, los vínculos de la sucursal crecieron y se consolidaron. En estas tareas de fortalecimiento también ocupa un lugar preponderante los intelectuales mexicanos, que iban a Buenos Aires para dictar alguna conferencia y diálogo con los intelectuales argentinos, entre estos, recuerdo a Jesús Silva Herzog, Agustín Yáñez, Leopoldo Zea y Jesús Reyes Heroles, quien como becario permaneció una temporada en Buenos Aires.
Si bien la función de la sucursal era la de vender libros del Fondo, que se hacía de manera generosa, también cumplía otra función: ser el enlace entre el Fondo y los otros países de Sudamérica: a través de nosotros, Chile, Perú, Uruguay y Ecuador compraban libros a México –de aquí la conveniencia de más tarde establecer sucursales en las ciudades capitales– y, también a través de nosotros, el Fondo establecía contactos con los posibles autores que colaborarían en las colecciones Tierra Firme y Biblioteca Americana.
Ahora que platico de esto con usted me percato de algo importante que está atrás de la sucursal del Fondo de Argentina: desde muchos años antes de su inauguración, la imagen de México en Argentina era de admiración, de simpatía. A partir de la Revolución, México representaba un país de avanzada en América Latina; esto lo identificábamos todos: estudiantes, obreros, intelectuales… Era común y generalizada esta imagen. Si a esto le suma la presencia de Amado Nervo, Enrique González Martínez y, sobre todo, Alfonso Reyes, quienes fueron a la Argentina en calidad de embajadores, podrá imaginarse la estima que sentíamos hacia México.
Si bien la Revolución y la política exterior mexicanas identificadas en Nervo, González Martínez y Reyes mostraban una clara coincidencia con el espíritu utópico y social del arielismo de José Enrique Rodó, entre otros de los espíritus hispanoamericanistas entonces en boga, también la imagen que teníamos de México coincidía con el espíritu de la social democracia de la II Internacional, es decir, lo identificábamos como un país que avanzaba hacia una línea de pensamiento social y democrático.
Refiero este antecedente con el sólo propósito de indicar a usted al ámbito en el que se ubica la sucursal del Fondo en Argentina. La librería y las oficinas eran pequeñas; éramos escasa media docena de trabajadores que actuábamos en un pequeño local situado en avenida Independencia, un poco en el sur de Buenos Aires. Dentro de esta librería ocupan un lugar especial María Elena Sasostegui quien, por ser una persona muy organizada y responsable, la supo poner en orden cuando yo estuve al frente y la supo sacar adelante cuando me vine a México; después de ella, la maestra Delia Echeverry se hizo cargo de la sucursal con resultado igualmente buenos.
La sucursal del Fondo pronto fue identificada como la Casa de la Cultura de México; así se le conocía. Pronto, también se reconoce en la editorial una línea de pensamiento social y democrático que coincide con el espíritu de la izquierda intelectual argentina; pero, para evitar confusiones, era una izquierda intelectual como la que distinguía a la II Internacional, es decir, una social democracia. Recuerdo que entre quienes más frecuentaban a la sucursal se encontraban Alfredo L. Palacios, José Luís Romero, Victoria Ocampo, Adolfo Homberg, Mario Bravom, Francisco Romero, Risieri Frondizi, Jorge Romero Brest, Luís Aznar, Jorge Luís Borges, José Bianaco, María Rosa Oliver y muchos intelectuales de la provincia y de Uruguay.
Esta imagen permaneció por muchos años sin que fuera afectada por los conflictos políticos argentinos. Por ejemplo, cuando Perón toma el poder en 1945, yo en lo personal –que estaba ligado al Partido Socialista Argentino– y muchos de los amigos de la sucursal éramos plenamente identificados como antiperonistas; pero esto no afectaba a las relaciones de la sucursal del Fondo con la política local por varias razones: primero, en la sucursal nos quedaba perfectamente claro que una era la militancia política de cualquier tendencia y otra la actividad cultural, comercial y editorial que correspondía al Fondo; segundo, la sucursal, aunque era conocida como la Casa de la Cultura de México, no tenía una liga formal de ninguna especie con el gobierno mexicano, por lo tanto estábamos un poco separados de la Embajada; tercero, la sucursal desempeñaba una función informal pero efectiva de intercambio intelectual de primer orden, como lo ilustran en 1945 la presencia en Buenos Aires de ChuchoReyes Heroles, quien llegó a través de un intercambio universitario que indirectamente nosotros habíamos establecidos y la reunión que organicé para Daniel Cosío Villegas con 32 intelectuales sudamericanos, a quienes se les solicitaba su colaboración en la colección, que desde un principio fue difícil, dura.
¿Qué es ser editor? La respuesta es una:
El editor es una antena al aire.
Debe ser el reflejo de la vida social e intelectual del mundo.
A principios de 1960 pocos meses después del triunfo de la Revolución cubana, vino a México el presidente Dorticos y le ofrecimos una recepción en las oficinas del Fondo; estuvo muy concurrida y asistieron algunos de los miembros de la junta, pero no los representantes del gobierno.
A partir de aquí quedó clara la mi simpatía hacia el movimiento revolucionario en Cuba, sin que esto tuviera mayores consecuencias ni en la Junta ni ante los representantes del Gobierno mexicano, que siempre me habían otorgado su voto de confianza y, por lo tanto, una gran libertad.
Para sintetizar la importancia de la sucursal del Fondo en Argentina se encuentra en la venta de libros, en la relación comercial entre ambos países y, muy especialmente, en el vínculo intelectual a través de ella, la intelectualidad mexicana se logró insertar dentro de la vida intelectual argentina y de otros países de la región. En otras palabras, el prestigio de México, identificado con un movimiento de avanzado, encontró en la sucursal del Fondo una experiencia renovadora del pensamiento social, político y económico; una expresión que, en las colecciones Bibliográfica Americana y Tierra Firme, mostraba una vocación americana que no existía en ninguna otra empresa.
Algún día de junio de 1948, Daniel me hizo llegar una carta en la que me proponía la dirección temporal del Fondo, también me comentaba que había obtenido una beca de la Fundación Rockefeller y, por lo tanto, se había comprometido a realizar una investigación histórica –que años más tarde publicaría: Historia moderna de México. Acepté naturalmente.
El 30 de junio de 1948 arribé al aeropuerto de la ciudad de México, en donde volví a encontrar a mi viejo amigo Raymundo Lida, que entonces trabajaba en El Colegio de México. Me llevó al hotel Regina, donde conversamos hasta avanzada la noche. A la mañana siguiente llegué a las oficinas del Fondo en Río Pánuco número 63 con Daniel, quien dio al personal una sorpresa: antes de entrar a la casa pidió a Eligio (Encargado del almacén) que todos se reunieran en una de las salas grandes; ya que estaban todos juntos, nos avisó y entramos, así, sin previo aviso de ninguna índole, me presentó con las escasas 30 personas en total que trabajaban tanto en el departamento técnico, como en el administrativo. También por sorpresa, me presentó con la gente de la Gráfica Panamericana y, por supuesto, aunque un día después, con los miembros de la Junta de Gobierno, que conocían mi trabajo en la sucursal por la correspondencia que enviaba regularmente. A él le gustaban estas “sorpresas”. Así como director sustituto durante los dos años que él tendría licencia por la beca, comencé mi nueva estancia en México, donde he permanecido desde entonces.
En las reuniones semanales que tenía con los miembros de la Junta de Gobierno, sentí una cálida acogida y, sobre todo, que se me ofrecía confianza, la relación fue absolutamente cordial, sin que hubiera ninguna fricción de ningún tipo con nadie, incluido el presidente de la Junta, el secretario de Hacienda en turno o su representante, como el licenciado Rodríguez y Rodríguez, o el representante fiduciario del Banco de México, licenciado Plácido García Reynoso, una de las personas más estimables que he conocido en México.
Recuerdo una recepción muy cordial que me hizo Isabel Lombardo Toledano de Henríquez, la viuda de Pedro, con quien había creado una gran amistad en Argentina y que vivía en México desde hacía dos o tres años. Isabel hizo una reunión en su casa con el solo propósito de presentarme con un buen grupo de la intelectualidad mexicana.
A los cuatro o cinco meses de llegar a México propuse la junta de convivencia de crear una nueva colección: los Breviarios. Desde que colabora con la editorial Claridad en Argentina había concebido la idea de una colección de libros que permitieran una proyección cultural suficientemente rica para el lector común; hacer algo así como una biblioteca básica. Para los Breviarios conté con la enormísima colaboración de Eugenio Imaz (quien por conflictos personales con Cosío se había salido del Fondo –se había ido a Venezuela, donde enseñaba en la Universidad– pero que a mi llegada su esposa me solicitó su reincorporación, la cual acepté inmediata y gustosamente. Hasta su trágica muerte, Imaz fue no sólo el más cercano de mis colaboradores, sino también un entrañable amigo, cuyo final me sacudió profundamente).
A fines de 1948 aparecieron los primeros Breviarios. Imaz me ayudaba a seleccionar título y autores, que localizábamos entre informes y catálogos editoriales, revistas, suplementos y noticias de todo tipo que recibíamos de muchas partes del mundo; ocasionalmente y para otras colecciones, los miembros de la Junta o algunos de los autores, traductores y miembros del departamento técnico, nos hacían sugerencias de títulos, que reconsiderábamos formalmente.
Poco tiempo después, creo que, en 1949, iniciamos nuevas colecciones. Primero, Letras Mexicanas, en la que participaron muy activa y cercanamente Joaquín Diez-Canedo y Alí Chumacero; esta colección vino a llenar un hueco en el catálogo del Fondo y, sobre todo, de la producción editorial en México: parecía inaudito que la editorial mexicana no tuviera una colección de literatura mexicana, y esto era un reclamo que veíamos en la prensa. Comenzamos la colección con Reyes, seguimos con Arreola y Rulfo, libros que fueron verdaderos acontecimientos.
Si mal no recuerdo, un año más tarde, en 1950, apareció una nueva colección: Lengua y Estudios Literarios, de la que mi viejo y querido amigo Raymundo Lida estuvo cerca, sobre todo en sus inicios: la Mimesisde Auerbach, a las que siguieron Ezequiel Martínez Estrada, Alfonso Reyes, María rosa Lida de Malkiel y varios más. Dos o tres años después comenzamos la colección de antropología con obras de Alfonso Caso, Herkovits y Laurette Séjournet, con quien desde 1950 convivo y mucho me ayudó en esta colección y en muchas otras cosas más… Hemos compartido gran parte de nuestras vidas.
Luego hicimos la colección Psicología y Psicoanálisis, que empieza con el libro Psicoanálisis de la sociedad contemporánea de Erich Fromm, quien estuvo frente a esa colección durante muchos años, los años que duró nuestra amistad, a la que debo mucho de orientación y fuentes de conocimiento y, particularmente, de bondad y generosidad.
A mediados de los cincuenta observamos que en el Fondo había una parte del conocimiento que no habíamos considerado directamente: México. De forma indirecta sí: muchos de los libros de historia, antropología, política y derecho y de otras colecciones más, el tema central era México. Sin embargo, eran libros especializado o hechos para especialistas. Por lo tanto, debíamos abordar temas mexicanos desde perspectivas más accesibles para el lector común. Así comenzamos la colección de Vida y Pensamiento de México, cuyos dos primeros títulos son ilustrativos de la calidad y el tono que la identificaría: Ki, drama de un pueblo de Fernando Benítez, y Las palabras perdidas de Mauricio Magdaleno.
También a mediados de los cincuenta comenzamos la edición de La Gaceta, una revista mensual que considerábamos indispensable para la promoción de nuestros libros.
A principios de los sesenta comenzó a circular la última colección editorial que hicimos, la Colección Popular, cuyo propósito era intentar una amplia proyección cultural dentro de un público igualmente amplio, de aquí que los tirajes fueran grandes y con precios reducidos. Con esta colección se pretendían abarcar afluentes de todas las ciencias sociales y los temas de actualidad. Uno o dos años más tarde ofrecieron al Fondo la edición de discurso y obras de quienes habían recibido el Premio Nobel; era toda una colección que en lo personal me gustaba, pero que la Junta y otras autoridades opinaron contrario.
En medio de este recuento de colecciones editoriales recuerdo con emoción a don Alfonso Reyes. Ya he comentado a usted que nuestra amistad databa desde 1921, cuando viajé a España, donde él era representante diplomático de México. Nos volvimos a encontrar en Argentina, donde lo frecuentamos mientras duraron sus dos estancias. Cuando llegó a México, tenemos en común a dos amigos, uno muerto hacía pocos años. Pedro Henríquez Ureña, y el otro al frente de uno de los centros del Colegio de México, Raymundo Lida. Esto estrecha y fortalece nuestra amistad, la cual se expresa en una relación frecuente y familia, solía ir a comer a su casa, la Capilla Alfonsina, todos los sábados. Fue una de estas comidas a mediados de los cincuenta cuando le comuniqué la decisión de la Junta de Gobierno: el fondo publicaría sus obras completas. Don Alfonso respondió visiblemente emocionado: se le anegaron los ojos.
Ante este recuento, también recuerdo que el mercado editorial mexicano estaba prácticamente virgen en muchos campos, por lo que encontré posibilidades de expansión. Más aún: la producción de varias editoriales no era excesiva, lo que permitía una mayor actividad en estas líneas. Pero he de aclarar que entre esas pocas editoriales mexicanas y el Fondo no había competencia, porque entre las editoriales no existe competencia, sino colaboración: entre todos se tonifica la penetración en las grandes masas del pueblo. Los libros hacen el mercado por la orientación editorial, por las colecciones y, sobre todo por la calidad y participación de sus colaboradores. Es aquí donde radica la función del editor.
Sin embargo, ante todo, usted habrá de preguntar: ¿qué es ser editor? La respuesta es una: el editor es una antena al aire. Como tal, uno está atento a las influencias, al movimiento de las opiniones, al rumbo del conocimiento; uno es un lector no especializado, pero que se apoya en los especialistas tanto como en su formación académica –en mi caso débil he de aceptar– e intelectual –la mía está en mis actividades culturales realizadas en Argentina y que he referido aquí–; uno es una persona que también tiene preferencias, como mi inclinación hacia las ciencias sociales y económicas.
Mientras estuve al frente del Fondo y después de Siglo XXI debía estar atento a muchos factores que estaban permanentemente en juego. Un ejemplo sería la creación de colecciones editoriales, que en su origen debe existir un elemento de necesidad cultural que uno como editor debe satisfacer. Otro ejemplo es la relación con otros medios de difusión, como la prensa; en ella está la parte viva de la cultura, de la inteligencia; recuerdo que el suplemento cultural de Fernando Benítez nos brindó un enorme apoyo con sus comentarios a nuestros libros y con su interés por publicar como adelantos algunos fragmentos de nuestros trabajos de producción. Un tercer ejemplo es la relación de la editorial con las imprentas, que nunca ha sido fácil y por eso conviene mantener una sana independencia.
Aparte de estos hay un ejemplo más que creo que es el que más le interesa a usted: cómo decidir qué libro publicar. No tengo una respuesta ni creo que haya quien se la dé. Cuando llegué a México para hacerme cargo de la dirección del Fondo, propiamente yo no tenía experiencia editorial; había hecho algunos ensayos, pero eso no era algo sólido. Entonces me tuve que improvisar como editor; la experiencia me ayudó a refinar el olfato, pero finalmente todo terminaba por ser como una adivinanza: libros buenos que no tenían mercado y libros malos que sí, o viceversa. Creo que nadie podrá garantizar cuando un libro será un “éxito” y cuando no.
Para lo que no se improvisa uno como editor es para determinar los costos unitarios de producción –siempre relacionados a los costos internacionales–, la capacidad de producción periódica, preferentemente anual y distribuida de manera equitativa dentro de las diferentes colecciones. Aquí no hay adivinanzas. Aquí hay una línea editorial y una administración que se respetan, por eso la importancia de la Junta y el de los consejeros – nunca fijos y siempre cercanos– y el valor de los catálogos editoriales, de las revistas, periódicos y suplementos internacionales, y del contacto directo con autores, editores y tantos más vinculados al medio editorial que, todo en conjunto, permitía observar las condiciones y características reales del mercado –como la compra- venta de derechos de autor y la estipulación de regalías–, las ideas y opiniones. Por eso digo a usted que el editor es como una antena de aire. O, en otras palabras, el editor debe ser el reflejo de la vida social e intelectual del mundo.
Una segunda actividad que enfrenté poco después de mi llegada fue el cobro de algunas cuentas atrasadas de nuestras sucursales en Argentina, Lima y Santiago de Chile: los asuntos políticos de aquellos países entorpecieron la fluidez de los pagos, a tal punto que hubo necesidad de solicitar la intervención del gobierno mexicano: el control de cambios nos afecta a todos. Fue en esos meses de 1949 cuando Cosío viajó a Sudamérica con el objeto de negociar la deuda y, también, de pasar una corta temporada en Buenos Aires, que tanto le gustaba. El asunto no pasó a mayores; llevó su tiempo, porque después se sumó la devaluación de las monedas, pero finalmente todo se resolvió.
Para llevar a buen término las negociaciones de esta cobranza hubo necesidad de apelar a una cualidad que distinguía a la Junta de Gobierno: prácticamente todos y cada uno de los miembros ocupaba un lugar prominente dentro de la administración pública. Esto es importante indicarlo porque ellos, en lo personal o mediante sus amistades, ayudaban a resolver de manera más expedita los problemas que enfrentaba el Fondo.
El ejemplo de cobrar los adeudos pendientes también permite ilustrar un hecho: el Fondo contaba con un subsidio económico gubernamental cuyo monto era poco, muy poco, pero nos brindaba seguridad, la indispensable como para saber que la empresa no quebraría. Con esto quiero decir a usted que en realidad el Fondo operaba con utilidades, tantas que no permitía seguir trabajando con ciertas libertadas. Es más cuando teníamos algún pequeño superávit o nos llegaba algún dinero inesperado procurábamos invertirlo en papel o equipo, en vez de conservarlo pasivo.
Por eso el Fondo creció en sus colecciones y en su producción mas no en su infraestructura, pese a la construcción del edificio propio, la creación de nuevas sucursales en el extranjero y la contratación de personal, cuyo crecimiento fue en este orden: en 1948 había como 30 trabajadores en total y en 1965 no llegábamos a 70, cuyo número más grande se encontraba en la sección administrativa, encargada de cobranzas, compras y ventas de librería y sucursales y la administración de personal.
Una tercera y también larga tarea que me tocó echar a andar fue la construcción del edificio del Fondo; tarea que genera fricciones con Daniel, quien no lo consideraba necesario: decía en la Junta: “Invirtamos en libros y no en ladrillos”. Pero la verdad era otra y él no la consideraba: las rentas que pagaba el Fondo por sus oficinas en Pánuco y por las dos bodegas en las que almacenábamos los libros representaban gastos importantes, por lo que pensamos que era conveniente un edificio propio.
Creo que hacia 1950 comenzamos a intercambiar ideas con el arquitecto Enrique de la Mora sobre las características del proyecto; varias veces asistió a las reuniones de la Junta para exponernos sus propuestas. La solución era una: usar un terreno que Cosío había comprado para el Fondo en 1943; seguramente había costado una bicoca, porque si en 1950 estaba lejos de todo, en 1943 estaba más, tanto que, en la esquina de Parroquia y Universidad, justo donde se levantó la escultura de la Minerva, me tocó ver un lavadero colectivo de poco más de cinco metros de largo, y enfrente había pastizales donde pastaban vacas y borregos, y de los lodazales ni hablar, que eran graves en época de lluvias.
No recuerdo cuánto costó ni de dónde sacamos el dinero para construir el edificio, aunque creo que se hipotecó el terreno y se realizó una colecta. Pese a que contaba con una gran libertad en el manejo de los recursos del Fondo, era muy escrupuloso en los balances anuales que entregaba a la Junta y al Banco de México, que hacia auditorias cada año. Como sea, entre 1953 y 1954 se hizo el edificio, nos mudamos y el 4 de septiembre, el día del 20 aniversario, lo inauguramos. Creo que el edificio era necesario para otorgar al Fondo una solidez capital que no tenía propiamente.
Daniel Cosío Villegas tenía un carácter … muy especial. Nuestra amistad marchó muy bien durante los años epistolares, cuando llegué a México seguía en buenos términos, tanto que solíamos reunirnos en su casa todos los sábados para comer o cenar y, por supuesto conversar. Sin embargo, con el paso de los meses me fui percatando de lo especial de su carácter.
No vienen a cuento los detalles, pero con dos de sus más cercanos colaboradores en el Fondo, Eugenio Imaz y Javier Márquez, tuvo enfrentamientos, los dos optaron por retirarse del Fondo. Conmigo, su carácter también se expresó con toda naturalidad, tanto que a partir del 30 de junio de 1952 se acabó todo entre los dos, y lo lamento de veras: murió sin que pudiéramos aclarar nada. Nuestras fricciones comenzaron en las reuniones de la Junta, como he referido: aparecieron diferencias de criterio que, mal que bien, pudimos resolver. En 1949 el problema de los salarios provocó fricciones: los técnicos ganaban algo así como 800 pesos y yo solicité un aumento a 1.200. Cosío se opuso: “Fuera del Fondo ninguno de ellos ganaría eso”. Asentí y respondí: “Por lo mismo, por ser trabajadores especializados, deberían ganar más.” La Junta aceptó el aumento.
Luego en 1950, cuando vencían los dos años de mi contrato en la dirección, le pedí que precisáramos el asunto, pues para mi esa provisionalidad se traducía en algo incómodo: ni estaba en Argentina ni estaba en México; cruzamos algunas cartas (que están en el archivo del Fondo) y todo se resolvió con el refrendo de la beca de la Fundación Rockefeller para que continuara sus investigaciones y con la renovación por otros dos años de mi contrato.
Un par de años después, días antes de que venciera mi contrato, Daniel me llamó por teléfono.
–Ché– como en confianza le gustaba llamarme, estoy viendo el calendario y me doy cuenta que el día 30 es sábado. Como los sábados yo no salgo de casa, ahí te encargo que le entregues las llaves a Muñoz de Cote (el gerente).
De Cosío uno podía esperar las cosas más extrañas, pero no por eso dejaba de ser molesto que dijera lo que decía; me contuve y respondí:
–Te equivocas Daniel. Convocaré a una reunión con la Junta y haré el informe correspondiente para separarme.
Días antes de la fecha citada, reuní a la Junta e informé tanto de lo que correspondía como de la conversación con Cosío.
En la reunión no supimos qué decir respecto a la dirección: no sabíamos si Cosío regresaría, o si me refrendaban el contrato, o si él pensaba imponer a otra persona. Emigdio Martínez Adame, viejo y cercano amigo de Cosío, nos dijo:
–El próximo martes desayunaré en Sanborns con Daniel, como solemos hacerlo todos los martes, y le preguntaré qué es lo que piensa hacer.
Llegó el día del desayuno y, lo que son las casualidades, esa mañana apareció en primera plana del Excélsior que a Cosío le habían vuelto a renovar la beca de la Rockefeller. Cuando salían del restorán, en la calle de Madero, Emigdio le preguntó a Daniel:
–Por el periódico me acabo de enterar de la renovación de la beca. Lo felicito. Pero entonces, ¿qué vamos a hacer en el Fondo?
La respuesta de Cosío –según nos contó Emigdio– fue típica en él: le arrebató el periódico y se alejó caminando rápidamente. Unos días después la Junta de gobierno tuvo la respuesta de Cosío: por correo hizo llegar el recorte del Excélsior y, en el margen de él, manuscrito con lápiz, nos decía que renunciaba a la dirección del Fondo. Emigdio y alguno más dijeron que eso era una insolencia y no podíamos aceptar su renuncia en esos términos. Eduardo Villaseñor, que lo conocía muy bien y desde hacía muchos años, interrumpió nuestra deliberación:
–No aceptándola tal cual. Así es Daniel, Enviémosle una felicitación por su beca y nada más.
Se redactó el documento correspondiente y se los hicimos llegar a su oficina. A partir de entonces, la Junta ya no condicionó mi contratación a periodos de dos años y mi relación con Cosío se acabó.
A principios de 1960, pocos meses después del triunfo de la Revolución cubana, vino a México el presidente Dorticos y le ofrecimos una recepción en las oficinas del Fondo; estuvo muy concurrida y asistieron algunos de los miembros de la Junta, pero no los representantes del gobierno. A partir de aquí quedó clara mi simpatía hacia el movimiento revolucionario en Cuba sin que esto tuviera mayores consecuencias ni en la Junta ni ante los representantes del gobierno mexicano, que siempre me habían otorgado su voto de confianza y, por lo tanto, una gran libertad.
Un ejemplo de esto lo ilustra un detalle que ocurrió poco después de la fecha referida. El ministro de Educación de Cuba compró al Fondo lo equivalente a 25 mil dólares, pero solicitó pagarlos de manera un poco diferida. Acepté, aunque el representante de la Secretaría de Hacienda, el licenciado Rodríguez y Rodríguez, me dijo en una de las reuniones de la Junta:
–Ahora sí, doctor Orfila, a ver cómo le hace para cobrar a nuestros amigos. Creo que nos va a salir caro.
Le pedí que se desocupara, que dentro de pocas semanas iría personalmente a La Habana y trataría el asunto. Hice el viaje y sin mayor trámite regresé con el cheque que liquidaba la deuda. En la siguiente reunión de la Junta puse el cheque en el lugar del Licenciado Rodríguez y Rodríguez, quien se sonrió complacido.
Ese voto de confianza y esa gran libertad que he indicado se encuentra en un episodio que, sin duda, fue uno de los más relevantes: en febrero de 1965 y a nombre de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, uno de sus miembros interpuso una demanda en la Procuraduría General de la República contra el Fondo: consideraba que la publicación de Los hijos de Sánchez agraviaba a México. Durante semanas se discutió el asunto en la prensa y en otros foros; el ambiente estaba acalorado y, recuerdo muy bien, Fernando Benítez y Elena Poniatowska –entre los más notables– emprendieron una generosa campaña en defensa de Lewis, del libro y del Fondo. Después del litigio, con todo lo que eso significa, el procurador de la República, licenciado Antonio Rocha, declaró que no había delito que perseguir. ¡Por supuesto que no había delito! El libro está basado en una investigación antropológica muy seria: Lewis nos permitió escuchar las grabaciones de sus entrevistas, de donde proviene prácticamente todo el libro. No obstante, parecía que por mi culpa se había provocado ese escándalo. La Junta, una vez más, me apoyó.
Sin embargo, he de decirle que la única vez que tuve un tropiezo como director fue precisamente con el citado representante de la Secretaría de Hacienda, quien en 1964 impidió la publicación de La democracia en México que Pablo González Casanova nos había entregado al Fondo, que lo había aprobado la Junta y que, desde la perspectiva de un hombre del gobierno como lo era él, resultaba demasiado crítico contra el sistema democrático mexicano. Recuerdo que, en esa reunión, luego que él había leído el original –cosa que casi nunca hacía, pero ante ese libro lo pidió expresamente–, explicó sus razones y externó su voto, que fue decisivo.
Un año más tarde, en octubre de 1965 para ser precisos, es el citado licenciado Rodríguez y Rodríguez a quien, como representante de la Secretaría de Hacienda, corresponde ejecutar una orden gubernamental, que no sé quién dictó ni por qué motivo. Son varias mis sospechas: creo que la publicación de Escucha yanqui de Mills, libro tan favorable a Cuba y tan contrario a Estados Unidos, probablemente molestó a alguno; creo que mi abierta simpatía por Cuba también habrá incomodado a alguien, no obstante que México era de los pocos países que conservaban relaciones con la Isla; creo que el escándalo provocado por la publicación de Los hijos de Sánchez de Lewis y el libro en sí mimo… Pero todos son sospechas que no explican ni, menos aún, justifican la decisión última ni el modo de realizarla.
Han pasado muchos años, pero conservo claros aquellos días. Recuerdo que durante esa semana de octubre el Fondo había solicitado un pequeño aumento en el subsidio que nos otorgaba la Secretaría de Hacienda; pensábamos hacer algunas reparaciones y mejoras al edificio. El sábado por la mañana me llamó el licenciado Rodríguez y Rodríguez y me dijo:
–Doctor Orfila: me gustaría que pasara por mi oficina. Tengo un asunto que tratar con usted.
Dije que llegaría hacia medio día, después de atender algunos asuntos en el Fondo, lo cual hice al mismo tiempo que pensé: “Seguramente quiere que analicemos el asunto del subsidio. Hacia la una de la tarde interrumpí una de las reuniones sabatinas que solía tener con el jefe del Departamento Técnico, alguien de la imprenta y alguna otra persona sobre asuntos de la editorial. Salí y me dirigí a las oficinas de la Secretaría. Dejé mi auto en un estacionamiento cercano y caminé, mientras seguía pensando en el asunto del subsidio.
Desde un principio, la conversación fue un poco ambigua; me extrañé: no sabía de qué me quería hablar, pues el asunto que yo creía íbamos a tratar no parecía por ninguna parte. De pronto, el representante de Hacienda comentó que yo era argentino, que yo tenía 17 años en el Fondo, que yo… Me quería dar a entender que ya era hora de hacer un cambio en el Fondo, pero… Me fastidié y lo único que le dije, con el tono más argentino que me nació fue:
–¿Pero a los 17 años llegan a enterarse de mi situación?
Me levanté, caminé aprisa a la puerta y salí. Seguí caminando hasta que salí del edificio. Llegué al estacionamiento. Tomé mi auto y regresé a casa. Estaba consternado. Le dije a Laurette –mi mujer– lo que había ocurrido y pasamos el resto del sábado y todo el domingo juntos, sin hablar ni decir nada a nadie.
El lunes apareció en la primera plana del Excélsiorla noticia. Así se enteraron mis amigos y muchas otras personas, entre ellas quienes trabajaban en el Fondo. Ya para entonces me había tranquilizado. A primera hora llegó el licenciado Rodríguez y Rodríguez para dar posesión al licenciado Salvador Azuela de la dirección del Fondo. Creo que pretendían un acto casi privado en las oficinas, pero eso no pudo ser. Por una parte, mandé llamar a todo el personal del Fondo para que inmediatamente pasaran a la oficina de la dirección; arremolinados y desconcertados, se apiñaban dactilógrafas, correctores, editores, mozos, personal administrativo… todos. Por la otra, como 40 o 50 personas, amigos todos que se enteraron por el periódico llegaron a las oficinas. Junto a todos estos había algún reportero y fotógrafo.
Entre esas 100 o 120 personas que componían el improvisado acto, cuatro hicimos uso de la palabra. Comencé yo, que pronuncié unas pocas palabras; siguió el licenciado Rodríguez y Rodríguez, que habló a nombre del gobierno; contestó Eduardo Villaseñor, quien a nombre de la Junta de gobierno me elogió y expresó su descontento de manera crítica. Por último, entre el público y sin necesidad de pedir permiso, Fernando Benítez habló a nombre de la comunidad intelectual mexicana; hizo generosos comentarios sobre mi labor al frente del Fondo. Concluidas las intervenciones, el público se dispersó.
De forma inmediata, pedí al licenciado Azuela que me acompañaran a un recorrido por las instalaciones del Fondo. Visitamos una por una todas las oficinas, las salas, los talleres, el almacén y la librería; presenté a todos los empleados que trabajaban en la editorial. Regresamos a las oficinas de la dirección y acordamos un plazo –perentorio, he de aclarar– para que entregara el correspondiente y para que dejara el departamento en el que vivía, el cual estaba contiguo a las oficinas.
La historia que sigue ya no pertenece al Fondo, sino a la editorial Siglo XXI. Sin embargo, sin la historia previa no se explica el origen de la historia nueva: ese mismo lunes, como a las ocho de la noche y sin aviso de ninguna índole, comenzaron a llegar a mi departamento algunos amigos –creo que sumaron como 40 o 50. De entre los enojos y los entusiasmos surgió una propuesta: hacer una nueva editorial. Se sugirieron varios nombres y, finalmente se aceptó uno que yo había concebido para una revista que pensaba publicar a partir de 1966: Siglo XXI.
Sin embargo, para llevar a cabo esta empresa necesitábamos recursos económicos, con los que creíamos no poder contar. Para el jueves de la próxima semana se organizó una cena en el Club Suizo para, en ese acto, firmar el acta constitutiva de la nueva editorial y comenzar a recabar fondos. Llegaron como 200 personas, todos entusiastas y todos con deseos de colaborar. Disculpe usted si no refiero por sus nombres a mis amigos mexicanos encabezados por don Jesús Silva Herzog, pero temo olvidar a más de uno, y eso sería muy injusto. Al que no puedo dejar de nombrar es a mi querido amigo José Luís Romero, quien vino desde Buenos Aires en representación de la intelectualidad argentina.
Por último y para retomar el tema que conversábamos, también a partir de mi cercanía con la gente de Cuba quedó claro que yo, que en 1930 me había afiliado al Partido Socialista Argentino, era uno de los simpatizantes del viejo socialismo democrático de la República de Weimar y no un prosoviético y, también, como quedó demostrado tanto en mis actividades juveniles como en las editoriales, tenía una arraigada vocación hispanoamericanista. Esto es evidente en la línea editorial del Siglo XXI y en un detalle prácticamente desconocido: a los pocos días de haber sido asesinado el Ché Guevara en Bolivia, me vino a ver a la dirección de Siglo XXI el agregado cultural de la Embajada de Cuba en México. Traía un encargo: me solicitaba la edición de el Diario del Ché, que se había conservado gracias a un cercano de él, a quien se lo confió días antes de la emboscada. Pero la solicitud tenía una condición: debía estar impreso dentro de un plazo de quince días, para que la edición mexicana coincidiera con la que se haría en otros diez países. Por supuesto que acepté y que cumplí con el encargo.