Artículos
Los Almanaques y la construcción de sentido de la modernidad chilena
Almanacs and Construction of sense of Chilean modernity
Los Almanaques y la construcción de sentido de la modernidad chilena
Amoxtli, núm. 4, pp. 39-54, 2020
Universidad Finis Terrae
Recepción: 12 Agosto 2019
Aprobación: 07 Febrero 2020
Resumen: : Nos proponemos un primer acercamiento al valor y funcionalidad públicas tuvo la producción de Almanaques en las primeras décadas del siglo XX en Chile. Ocuparse de los almanaques importa, sobre todo, un método de indagación en torno a un objetivo más amplio: el de la reconstrucción del discurso social de una época o período, asunto que, desde nuestro punto de vista, bien puede aportar a lo que hasta ahora se mantiene como una de las complicaciones teóricas más evidentes en el naciente campo de la historia de la comunicación social.
Palabras clave: Almanaques, discurso social, modernización, consumo de masas.
Abstract: : We propose a first approach to the public value and functionality the production of Almanacs had in the first decades of the 20th century in Chile. Dealing with almanacs is important, above all, a method of inquiry around a broader objective: that of reconstructing the social discourse of an era or period, an issue that, from our point of view, may well contribute to what even now it remains one of the most obvious theoretical complications in the nascent field of the history of social communication.
Keywords: Almanacs, social discourse, modernization, mass consumption.
Introducción
Proveniente del árabe, la palabra almanaque remite, en términos de la noción común que tenemos de ella, a determinados registros que, a base del calendario solar (Gregoriano) que nos rige, conjuga los meses y días del año con una diversidad de datos sobre festividades religiosas y civiles, además de numerosas noticias de carácter geográfico, históricas, de adelantos técnicos, y otras particularidades más o menos pintorescas y anecdóticas. No obstante, manteniendo esta estructura, con el surgimiento de la moderna sociedad de masas, particularmente desde mediados del siglo XIX, a estos antecedentes e informaciones fueron agregándose otros surgidos de las necesidades publicitarias de la expansión industrial, productiva y comercial en curso y, respecto de las cuales, editores e impresores fueron prontamente satisfaciendo. Así, para fines del siglo citado, ya podemos encontrar a nivel mundial y también en nuestro país, almanaques con diversos contenidos que apelaban a las inmejorables cualidades de una amplia gama de bienes y servicios1.
Por lo común de formato vertical y de tamaños distintos –las más de las veces como libro, aunque a veces ocupando el formato de revista comercial- su éxito de público durante buena parte del siglo XX se debió a un cúmulo de factores interesantes de anotar. Desde luego, concebidos más como material de difusión y propaganda, su distribución fue en gran medida gratuita como manera de acrecentar la fidelidad de los grupos de “consumidores” a los que se destinaba. En los pocos casos en el almanaque se vendía, su valor –similar al de una novela de entretención, es decir, de 2 a 5 pesos, en el caso de los más caros, y de hasta un peso, en las ediciones de menor calidad gráfica y material- este costo podía resultar ampliamente compensado por la amenidad y entretención de sus páginas. No olvidemos, a la vez, que, por ser productos de aparición anual, el tiempo transcurrido y las expectativas de goce que se cifraban en sus nuevas entregas, hacían absolutamente llevadero pagar por él, si así fuera ocurriera. Obviamente, el precio de los almanaques también dependía de su extensión: desde simples folletos de no más de 12 páginas, impresos a un color en papeles verdosos o en tonos café sumamente quebradizos, y con baja inserción de imágenes, a productos de más de 200 folios, en dos o más colores, variada aparición de grabados e ilustraciones, de diagramación superior a los anteriores. Disponían, a su vez, de papel blanco de alto gramaje (80 o más gramos, muchas veces satinados, cuando no couché). Su encuadernación era de lomo cuadrado, corcheteado y pegado. Pero, insistimos, la calidad y cantidad de carillas de diversos almanaques, no necesariamente implicaba la venta de los mismos: frecuentemente su distribución era sin costo al público, en la medida que constituía parte de la estrategia comercial y de fidelización de marca de la empresa o editor que los publicaba.
Como ya lo avisáramos, su popularidad radicó en la creciente vastedad de informaciones, entretenciones y sugerencias que comportaban. La sola presencia del calendario mensual y la profusión de fechas y recordatorios festivos, resultaba en sí mismo cautivante: suscitaba en el lector una cierta disposición personal del tiempo y su propia proyección en él, es decir, el reconocimiento de una vida particular en el contexto de situaciones, hechos y personajes que, compendiados en un volumen pequeño y asible en todo momento, lo podía rescatar de su inanidad cotidiana, pudiendo entrar en contacto con el mundo y sus distintas dimensiones simbólicas y trascendentes. Si, a la par, el “librito” contenía novedades, rarezas, anuncios sobre el futuro, gentilicios, pesos y medidas, capitales del mundo, datos de población, recomendaciones para la siembra y el cultivo en huertos caseros, recetarios de cocina, indicaciones para la crianza y cuidado de aves caseras, chistes, remedios y primeros auxilios, además de “juegos para la mente” y charadas, etc., se comprenderá la honda fascinación que seguramente despertaban sus páginas, aún para niños pequeños o analfabetos, circunstancia que nos remite al tipo de consulta y prácticas de lectura más o menos colectivas y en voz alta, de que tal vez fueron objeto. Así, al menos, se puede suponer de las recomendaciones que contenían sus páginas, especialmente de los almanaques de orientación católica, los que indicaban su lectura a nivel familiar o en grupos de creyentes a partir de aquellos “mayores” que estuviesen en condiciones de difundir sus “sanos contenidos”.
En lo que toca a nuestro país, las evidencias editoriales con registro en la Biblioteca Nacional de Santiago2, indican que la presencia de este tipo de edición periódica (anual) no fue desconocida durante el último siglo colonial, aunque, claro es, de modo altamente restringido. Provenientes de talleres gráficos reales o particulares de España, Lima o Buenos Aires, es posible aún consultar diversos Almanak . Piscatores traídos o encargados de tales latitudes por algunos criollos deseosos de mantenerse informados de las novedades del día, asunto que por la misma naturaleza del impreso, lograba, en alguna medida, satisfacer tales necesidades.
Durante la primera mitad del siglo XVIII empezaron a circular los de origen español o impresos en lengua castellana, los que paulatinamente irán imponiéndose a los tradicionales, impresos en francés e, incluso, en alemán. Casi todos exhibían en la portada la clásica estampa del astrólogo con el compás en la mano, la esfera sobre su mesa y la luna en menguante. Además de las fases de la luna y las salidas y puestas del sol, contenían pronósticos meteorológicos, sobre las lluvias, las tormentas y hasta los terremotos (¡!). Contenían también, como ya lo señaláramos, “noticias útiles” sobre el cultivo de los huertos; recetas caseras; acertijos; charadas y otros entretenimientos, curiosidades y cosas raras; las edades y estados de los príncipes y las genealogías de las casas reinantes. De acuerdo a una nota aparecida en El Almanaque 18, de 1921, se consigna que, entre las reliquias de las escasas bibliotecas coloniales santiaguinas, se conservaban algunos ejemplares de los elegantes Almanak franceses, cuya circulación debió haberse circunscrito a los franceses que llegaron al país en el siglo XVIII, a sus hijos y a los pocos criollos que visitaron Europa. Luego, hacia inicios del siglo XIX, se harían más frecuentes los santorales y calendarios “de cuarto de luna” impresos en Buenos Aires, en la imprenta de “Los Niños Expósitos”. Finalmente, recurriéndose a las indicaciones de Barros Arana y Encina, la nota expone que, de los que se conocían, el almanaque más antiguo impreso en Chile, era el que había hecho parte de la biblioteca de don Pedro Montt. Databa de 1813, y había sido impreso en la imprenta de José Camilo Gallardo3.
Los almanaques en la primera mitad del siglo XX
Nuestro interés, en la presente exposición, remite a la época en que los almanaques experimentaron la mayor profusión de títulos y de difusión, en su calidad de productos editoriales plenamente funcionales a la ingente sociedad de masas (sociedad de consumo) que se conformaba en las principales ciudades del país, particularmente en su capital. Nos referimos a las décadas de la primera mitad del siglo XX, período que, en comparación con las décadas previas, siglo XIX, y posteriores, segunda mitad del XX, el soporte en revisión alcanzó su mayor popularidad, esto, de acuerdo a los datos disponibles en la Biblioteca Nacional.
Abordaremos nuestro tema a base de dos ejes principales. Primero, realizando la exposición y caracterización de la almanaquería de la primera parte del siglo pasado y, segundo, señalando algunas perspectivas interpretativas del hecho editorial en estudio, a fin de proponer su inclusión en señalamientos analíticos con mayores alcances teórico-historiográficos.
De la muestra de 53 títulos recogidos4, constatamos que la mayoría de ellos (24, lo que representa el 45,2% del total) aparecieron en el transcurso de los años 30. En buena medida, esto acusa la culminación de un ritmo ascendente que venía arrojando su producción desde inicios del XX. Si en la primera década del siglo se originaron 10 de estos productos (contabilizando a aquellos creados al final del siglo XIX), en los decenios posteriores (1921-1930), hallamos la circulación de 14 nuevos almanaques. En contraste, los años 40 expresa un notorio descenso en su publicación (4 títulos), sin que en los años siguientes a 1950 su edición vuelva a remontar.
Desde el punto de vista del lugar de su impresión y distribución, Santiago acaparó largamente su producción, con 39 títulos, seguido de Valparaíso, con 5, e Iquique, con 2. Las ciudades de Concepción y Osorno, aportaron un título cada una. De otros 5 almanaques no disponemos de estos datos al no aparecer en su edición5.
De la mayor parte de los almanaques registrados, desconocemos su tirada. Estimamos que tratándose de recursos con una evidente funcionalidad propagandística, la cantidad de ellos no debió ser escasa, situación que podía verse favorecida por la aparición anual de ellos. Los pocos que sí mencionan el número de ejemplares, generalmente en sus portadas, nos indican volúmenes que iban de los 40.000 (Zig-Zag, almanaques católicos, El Mercurio) a las 260.000 unidades, que correspondió al Almanaque 18. Es muy probable que otros almanaques editados por laboratorios farmacéuticos, hayan tenido proporciones también altas dada la diversidad de productos que buscaban promocionar.
En más de la mitad de los títulos, la vigencia de estos instrumentos no sobrepasó los 2 ó 3 años de continuidad, y varios, al parecer, fueron ocasionales al propio año de aparición. Empero, cabe hacer notar que, en una decena de los títulos, su permanencia excedió los 5 años, según consta en la siguiente tabla.
Como puede apreciarse, la longevidad de estos opúsculos –donde el Almanaque 18 sobresale con creces, atravesando todo el siglo XX- tuvo directa relación con el potencial institucional y económico de la organización que los auspició. A este respecto, pueden perfilarse a los menos dos soportes de edición principales: un área empresario-comercial de índole farmacéutica y periodística, donde también podemos agregar la actividad financiera de la Caja Nacional de Ahorros; y un área religioso-eclesial (católica). En un punto intermedio entre lo comercial y lo proselitista, ubicamos al Almanaque Astrológico Americanista, del que nos referiremos más adelante.
Que tanto la capital del país como la década de los años 30 constituyan los epifenómenos del proceso editorial de nuestros almanaques, se correlaciona perfectamente con otras tendencias que configuraron la experiencia de la modernidad que, por entonces, transformaban crecientemente la fisonomía y la cotidianidad de los habitantes de esta ciudad. A este respecto, los 30 fueron el instante en que se inicia el sostenido despliegue demográfico y espacial que distinguió a esta urbe durante el siglo pasado, pasado de poco más de 300.000 residentes en 1907, a prácticamente 2 millones en los años 50. La trama urbana se complejizó con la aparición de numerosas comunas, barrios y poblaciones, redibujándose la silueta citadina en sus cuatro costados. En paralelo a este dato –sin obviar que el mismo implicó numerosos conflictos y tensiones sociales a la luz de una ciudad que distaba mucho de dar adecuada respuesta a la múltiples demandas y necesidades de vivienda y equipamiento, en especial para los grupos más pobres- se irá consolidando una determinada “industria cultural” dirigida no sólo a dar cobertura a los requerimientos más formales de la educación e instrucción (moralidad) públicas de una ciudadanía en construcción, sino, a la vez, proporcionar una variedad de elementos recreativos y difusionales más allegados a la entretención y a la apertura a nuevas opciones de un saber no necesariamente consagrado en el canon de los preceptos tradicionales y dominantes6.
El almanaque, y su expresiva modalidad de pretender aunar de una sola vez –aunque, claro está, de manera limitada- el abigarrado abanico de la discursividad cotidiana, vino a responder a la inquietud de un contexto social que rompía con la habitualidad precedente de espacios simbólicos y representacionales mayormente codificados y carentes de expectativas. Y lo hizo apelando a una fórmula que parecía “democratizar” la información, situándose en un punto alephico donde muchas cosas, incluso las sorprendentes e impensadas, podían ahora ser “conocidas”. Y esto no sólo en cuanto a los datos ya clásicos de santorales, fiestas, fechas memorables, recetarios o personajes prominentes, si no, en especial, porque sus páginas ofrecían un conjunto de hechos y promesas que estaban conformando los éxitos y los más seguros rumbos de la humanidad: inventos, avances de la ciencia, la medicina y la farmacopea, la boyante industria del automóvil, de la radio difusión, del cine, la aviación, la industria química y del acero, las nuevas embarcaciones y exploraciones submarinas; los desafíos del cosmos y los futuros viajes estelares.
No menos significativo, en el amplio espectro de contenidos directos y concisos que caracterizó a estos almanaques, fue la frecuente aparición en sus páginas de cuentos, fragmentos, relatos breves o poesías seleccionadas de numerosos “hombres y mujeres de letras” (periodistas o escritores/as, chilenos/as y extranjeros/as)7, aspecto que imprimía al producto –y, de paso, digamos, a la relación entre el editor y sus destinatarios- de un halo de prestigio culto a raíz de la difusión y lectura de lo “más sobresaliente de nuestras bellas letras”. Un rol destacado en este sentido, cupo a los Almanaques 18. La Unión. Zig-Zag. El Mercurio, y de la Caja Nacional de Ahorros (futuro Banco del Estado).
Factor preponderante en todos ellos, fue la continua aparición de arquetipos de moralidad pública y privada: la Patria y la Raza, como tematizaciones de lo primero; el rol de género, en cuanto a lo segundo. Imbuidos de un lenguaje simple y frecuentemente de estructura dicotómica, la Patria y la chilenidad fungían de referencias incuestionables en la definición del ser chileno. Gestadas entre hazañas y voluntades inquebrantables de un ethos insobornable, tesonero y aguerrido, la Patria era el hogar generoso del que todo hijo o hija de esta tierra debía sentirse orgulloso y siempre dispuesto a su defensa8. Sobre el punto, los Almanaque Veteranos del 79 . Popular, identificaron expresamente esta defensa con el rechazo a toda manifestación del socialismo y del bolcheviquismo que, en su opinión, estaban horadando los fundamentos y valores de la nación.
Por su parte, si ya en los Almanaques citados la alusión “al cuidado de la Raza” se hacía palpable, no fue si no en los de edición farmacéutica donde el asunto se tornaba elocuente, claro que en ellos la protección no tenía que ver tanto con la subjetividad de los habitantes, como con los cuidados y vigorización orgánicas, además de la clara tendencia a hacer del cuerpo un objeto de placer y acicalamiento.
Los llamados a la higiene, a la ponderación en el consumo de alimentos y bebidas, a la necesidad del ejercicio y el deporte, fueron de la mano con la enorme cantidad de soluciones que ofrecían frente a los “desarreglos”, achaques y todo tipo de enfermedades crónicas (úlceras, várices, neumonías, reflujo, cefaleas, etc). Los verdaderos vademécum que fueron los Almanaques de los laboratorios Geka, Chile, Bayer y Droguería (Farmoquímica) del Pacífico (Almanaque 18), podían resultar un contrasentido sino fuera porque en estos casos, el discurso por el bienestar orgánico y anímico disponía de la coartada perfecta para suplir la totalidad de males: el numeroso arsenal comercial de tabletas, ungüentos, jarabes fortificantes o para “toses rebeldes”, parches porosos, métodos profilácticos, diuréticos, antiácidos, relajantes nerviosos, tisanas, anestésicos, antiinflamatorios y otros tantos placebos producidos por “los más recientes adelantos” de la ciencia alemana o norteamericana.
Pero la Raza, es decir, la población en general, no sólo debía sentirse bien; también se le pregonaba verse y oler “sin incomodidades” con las “mejores fragancias de París o Nueva York”. Era menester, por tanto, que en los baños, “tocadores” o “peinadores” del hogar, se surtieran de productos de los laboratorios del Dr. Ross, Francia, Chile o de la Droguería del Pacífico, como eran los jabones Flores de Pravia, los champús y cremas Angel Face y Lechuga ( que detenían la mano del tiempo.; las colonias Quimera, las lociones varoniles “estilo Atkinsons”; lanolinas para manos y cuerpos (el mal cutis era causa del mal genio); jabones de afrecho (para bebés); leches humectantes, espumas de afeitar Barba-ras, talcos “para combatir las sudoraciones y llamar al buen descanso”; dentífricos y enjuagatorios Dentol; el anticalvicie Pilol, o el desodorante Sinodor “para mantener las axilas (o sobacos) completamente secas y agradables”.
Las referencias publicitarias a la buena y grata presencia de los individuos, contó también con segmentaciones de acuerdo al nivel de capacidad suntuaria que estos desplegaban en la sociedad. Si, de un lado, la variedad de ofertas cosmetológicas que exhibían los almanaques de Ross o de la Droguería del Pacífico se dirigían a un público preferentemente medio y popular, de otro, los anunciados por los anuarios Zig- Zag. Vida chilena . El Mercurio, relacionaban los afeites a gustos, modas y usos que se verificaban exclusivamente en Europa. Así, los productos Harem, Saint Simon, Lait de Lys, Kolynos, Carmeine, Pasteur . Werck, eran publicitados como productos “usados por la alta sociedad de Santiago” e importados directamente desde el Viejo Continente -según la propaganda- por la Droguería Francesa, la clínica del Dr. Jayne o la Farmacia del Indio9.
El humor, fuese gráfico (chistes) o narrativo (a través de relatos de anécdotas, moralejas o “comentarios divertidos”), así como la nutrida frecuencia de cuentos sentimentales, opiniones de personajes célebres, o apelaciones a “la vida y la experiencia”, fueron las formas empleadas para advertir y zanjar las cualidades y naturaleza de hombres y mujeres. La gramática de los almanaques revisados, nunca estuvo al servicio de liberalidades o cuestionamientos de unos roles de género ya resueltos y, por tanto, reiterados en sus páginas. De ahí que, al desechar discursividades medianamente complejas que en la época ya hacían gala de demandas y reclamos diversos (lugar de la mujer en la sociedad, movimientos emancipatorios y sufragistas, feminismos, entre otros), las modalidades oblicuas, hilarantes o de fatalidad sufriente ya apuntadas, se convirtieran en lugares comunes en cuanto a reproducir y transmitir modelos y conformidades. Al tenor de estos encuadres, y como es de esperarse, al hombre le cabía la autoridad pública y hogareña; la posibilidad del desliz amoroso, la inteligencia y asertividad en las decisiones, la sensatez y la protección ante las situaciones de crisis. Por su parte, a la mujer le cabía la abnegación y la amorosidad constantes, la espera y no la búsqueda del amor (el príncipe azul), la tolerancia y hasta la vista gorda, en caso de advertir faltas e incomprensiones (de sus parejas, padres u otros mayores), las preocupaciones por sus hijos, su educación y el grato ambiente en el hogar. En ello radicaba su realización10. A cambio de tales conductas, se les ofrecían las modas de peinados, sombreros, zapatos y todo tipo de maquillajes, además de innúmeros consejos de “buenas lecturas”, de jardinería, primeros auxilios, cuidado de mascotas, organización y administración de la casa con extendidos recetarios de comidas y recomendaciones de platos para la semana y las distintas épocas del año11. Muy singulares en este sentido fueron los almanaques de edición católica (Claret, Parroquial, Chileno Ilustrado, El hombre de bien, Mariano, Patronato Nacional de la Infancia, del Hogar) donde, a la par con lo dicho sobre su condición, se promovía su primordial responsabilidad en cumplir y hacer cumplir (a la familia) los compromisos del calendario litúrgico, con su amplia cadena de ayunos, abstinencias, misas, disposiciones de almas, cumplimiento de sacramentos, rogativas y aportes a la Iglesia.
La dimensión astronómica por la que medimos el tiempo terrestre –información basal de todo almanaque expuesta en la sucesión de meses y días trufados de infinidad de datos12 - hizo que la astrología y el esoterismo se dieran cita permanentemente en ellos. Así, a la par con los folios de cada mes, los círculos de incidencia de los astros y constelaciones en la vida de individuos, fueron ofrecidos rutinariamente a sus lectores. Vaticinios, horóscopos, influencias astrales, sugerencias de lo pertinente o lo inconveniente -detallados según la fecha de nacimiento o el sexo de los consultantes-, ocuparon amplios espacios en todas estas guías anuales para la entretención, mas también, para la inquietud en el desentrañamiento del destino de sus lectores.
A ello se unía la no menos patente información acerca de los tipos caracterológicos de la especie humana, aspectos que bien podían advertirse por medio de distintos tópicos reveladores, como eran, el tamaño y espesor de las cejas, las formas del mentón, los hábitos de peinado de los cabellos, el largo y forma de los dedos, las líneas y relieves de las palmas de las manos, las maneras de sentarse, los estilos caligráficos de la escritura manual, etc.
Los saberes milenarios de expertos con enorme fama en el conocimiento de los arcanos orientales o de las antiguas civilizaciones americanas que respaldaban este cúmulo de predicciones y formas de ser, tuvieron en el Almanaque Astrológico Americanista de J. Bucheli (Editorial “Círculo Éxito Mental”), la más completa difusión durante la primera mitad del XX13.
Con 9 ediciones entre 1934 y 1942, la publicación se especializó en informaciones esotéricas de muy amplio tipo, dando a conocer más de una veintena de libros y folletos sobre numerología, ocultismo, Rosacruz, Magia mapuche, sabiduría inca, Sabbats y misas negras, ciencias psíquicas y zodiacales, fisioterapia, naturismo, quiromancia, cartomancia, etc14.
Vinculado, según propia mención, a la Fraternitas Rosicruciana Antiqua, con sede en Berlín, (a través del Dr. Krumm-Heller, Soberano Comendador Rosacrusiano para España y América Latina), este almanaque y su Editorial señalaban ser parte del Círculo Chileno Mental, donde se incluían la Sociedad Teosófica, AMORC, Orden Kabalística Hermética, Suddha Dharma, Instituto de Yoga, Iglesia Gnóstica, Centro Esotérico, Sociedad Ocultista Internacional, y “diversas logias de la Gran Orden de Chile” (Masonería). Por su parte, la adjetivación americanistapresente en su título, provenía tanto de dar cuenta de los nombres y contactos con otras asociaciones esotéricas de Perú, Brasil, Uruguay, Argentina, Paraguay, Colombia y Ecuador, como de abordar las figuras de las luchas independentistas de la región (Bolívar, San Martín, Sucre) como exponentes nativos de “las leyes de la armonía universal” que, supuestamente, habrían inspirado sus respectivas actuaciones y mensajes libertarios.
Finalicemos la descripción que venimos haciendo de los almanaques de la primera mitad del siglo XX, refiriéndonos al Almanaque de Zunino y Cía. Ltda., administradores del Teatro Chile, ubicado en la calle Recoleta, próximo a Einstein. Su presentación para 1936, nos sugiere que en años previos hubo otras ediciones del mismo, y desconocemos si se prolongó en años posteriores. En todo caso, más allá de la ausencia de estos datos, lo relevante de la producción consultada es que nos permite reforzar una idea antes dicha: el empleo del formato en examen se ubica en el cruce de dos tendencias configuradoras de la experiencia de la modernidad: la de construcción de públicos por parte de la creciente industria de la entretención, y su impacto en un medio urbano popular en rápida expansión15. En los hechos, en una zona de reciente poblamiento, se buscaba ofrecer “las mejores películas de Hollywood y Europa”; además, en materia de teatro, “de los más variados espectáculos nacionales y extranjeros, que hayan obtenido mayor éxito en los Teatros del Centro. En resumen, concluía la presentación del impreso, “sin moverse del barrio, tendrá ocasión de asistir a los espectáculos más seleccionados que se ofrezcan en Santiago”16.
Junto a la cartelera de nuevos estrenos –acompañada de fotografías e ilustraciones de las estrellas del momento: Maurice Chevalier, James Cagney, Dick Powell, Ruth Chatterton, Kay Francis, Clark Gable-, se daban a conocer los atractivos y anécdotas de otras tantas celebridades, acercándolas así, a la sensibilidad y simpatías de los eventuales espectadores: el gusto por los helados de unos, las aventuras de soltería de otros, los gestos de beneficencia de varios, etc. De igual manera, la preocupación por la moralidad y la sana entretención se exponían en sendos anuncios dirigidos a los padres de familia, ofreciéndose matinés de fin de semana con la proyección de “encantadoras” funciones habladas en español.
Almanaques e historia de la comunicación social
Ocuparse de los almanaques –tema que apenas si avizoramos en este artículo- importa, sobre todo, un método de indagación en torno a un objetivo más amplio: el de la reconstrucción del discurso social de una época o período, asunto que, desde nuestro punto de vista, bien puede aportar a lo que hasta ahora se mantiene como una de las complicaciones teóricas más evidentes en el naciente campo de la historia de la comunicación social.
Facilitado por sus posibilidades de acopio y consulta relativamente fáciles, los impresos creados y difuminados en una sociedad17, han servido de amplia y preferencial base documental en la tarea de los historiadores, sólo que este uso por lo común se ha limitado a la función ilustrativa y testimonial suponiendo en ellos un determinado automatismo expresivo, esto es, imponiéndoles una carga léxica muchas veces descontextualiza o válida en sí misma. Ello ha redundado en connotarlos como elementos se apoyo, como fuentes secundarias, donde su utilidad se confunde con el marco narrativo general que se busca exponer. Desde luego, las críticas semióticas y hermenéuticas han contribuido a desbaratar este tipo de operatorias, pero no por ello, tal vez si por la escasa o nula formación teórico- filosófica que persiste en nuestro ámbito académico, ha menguado el hábito historiográfico de seguir asumiendo al impreso como mero repositorio de argumentos y datos ilustrativos tendientes a probar lo que se busca transmitir.
Lo dicho implica, como modalidad de cambio, un doble desafío: metodológico y teórico (epistémico) sin el cual el intento por ir tras la conformación del nuevo campo historiográfico de la comunicación social (de masas), no podrá tener lugar, persistiendo el anquilosado positivismo informacional a que hemos aludido.
Si todo texto (tanto en su dimensión material como simbólica) es manifestación de un querer decir (expresión), ello nos instala en un espacio de representación de cualquier sentir y pensar, por tanto, en una posibilidad de comunicación por la cual construimos la infinidad de lo cultural (mundo de la vida), pudiendo volver, aunque, nunca de la manera inicial, sobre lo construido-emitido18 en tanto no existen (por más que se afane en ello) dispositivos semióticos únicos, impolutos ni definitivos. De hecho, lo que mejor podría definir nuestra situación social e histórica, es la más absoluta intertextualidad.
¿Qué podemos derivar de lo anterior a efectos de la construcción disciplinaria (historiográfica) que pretendemos sustentar? En primer lugar, que ella demanda de grados crecientes de totalidad empírica y, en segundo término, que, de estos avances, puedan ofrecerse estructuras cognitivas capaces de otorgar plausibles estados del discurso social para períodos o épocas más o menos extensos19. Obviamente, esto importa sustentar que, más allá del conjunto de lenguajes y de prácticas significantes, es posible identificar en todo estado de lo social, una resultante sintética o, como lo menciona Angenot, determinadas maneras de conocer, representar y divulgar que serían lo propio de una sociedad (“dominante interdiscursiva”) y que, en cuanto tal, sobredetermina la división de los discursos sociales particulares o, en otras palabras, vendría a sancionar todo lo decible y lo no decible. (En esto, la categoría de hegemonía gramsciana, resulta un muy valioso recurso)
En nuestro caso, me he propuesto, por vía de colección y tratamiento de segmentos editoriales específicos (topoi), llegar a alcanzar una versión relativamente completa y adecuada del discurso social chileno de la primera mitad del siglo XX, tiempo en que tendría lugar la realización una fase mayormente nueva de experienciaciónsocial de la modernidad capitalista20.
Sobre ello, nos resulta igualmente relevante lo dicho por Eduardo Santa Cruz, en cuanto a que la mirada a tener presente en el desarrollo de esta labor general, debe situarse equidistante de las maneras (teóricas) que regularmente asoman al momento de abordar la problemática histórica o presente de la industria mediática moderna: de oscilación entre la democratización y ampliación del acceso a los bienes culturales, sostenida por los defensores de tal industria, o de pura homogeneización y la degradación de la cultura, con su secuela de alienación y manipulación de las conciencias, denunciadas por sus críticos.
A los fines de su trabajo –y también del nuestro- Santa Cruz nos advierte de la necesidad de propiciar y explorar “una perspectiva distinta que se basa en la intuición de que precisamente lo que hace la industria cultural moderna es cotidianizar la modernidad, es decir, la naturaliza. Da sentido a esa experiencia ordinaria de vivir la vida, en las claves civilizatorias modernas. Tiende a cumplir, en una u otra medida, ciertas funciones generales, tales como la vulgarización del conocimiento científico y la difusión de las novedades tecnológicas; la ampliación de los horizontes del sentido común, por la vía de la cotidianización de lo moderno; la incorporación de la imagen, en tanto lenguaje; la diversificación y equivalencia a nivel de contenidos, lo cual conlleva una nueva noción de actualidad que se incorpora a la vida cotidiana masiva”21.
Como hemos descrito en la primera parte de nuestro artículo, no otra cosa que sumar a la cotidianización (naturalización) de los rasgos dominantes de la vida moderna, a través de populares soportes impresos, reportó la función principal de los almanaques revisados. Su declive, pasado el ecuador del siglo, no eliminó sus contenidos ni los fines de entretención y conocimiento vulgarizado y sencillo que los caracterizó. Al contrario, seguramente se amplificaron. Sólo que en adelante ellos pasarían a ser parte de otros dispositivos (como de hecho ya lo eran de antes) incluidos en nuevas publicaciones y en formatos discursivos, como lo serían el cine, la radio y, más tarde, la televisión.
Agradecimientos
Para Kati
Bibliografía
Almanaques de la primera mitad del siglo XX
Notas