Resumen: El presente artículo realiza un análisis exploratorio sobre las potencialidades de estudiar los folletos que se editaron en torno a la educación socialista mexicana (1934- 1940). En primer lugar, se establece un marco historiográfico, basado en la historia de la educación y la edición, para enseguida revisar algunas variables importantes al respecto, como los productores, los autores, las lecturas. El objetivo final del texto es plantear las preguntas básicas necesarias para abrirse paso en el estudio de un material impreso que ha recibido escasa atención por parte de los historiadores.
Palabras clave:folletosfolletos,educación socialista mexicanaeducación socialista mexicana,historia de la educaciónhistoria de la educación,historia de la ediciónhistoria de la edición.
Abstract: The main objective of this paper is to analyze the booklets that were launched during Mexican Socialist Education (1934-1940). To achieve this, the first step was recovering historiographical discussions about education and culture of print. After that, some of the most important topics regarding this problem were briefly commented on. Authors, publishing houses, readings, and other themes linked to educational booklets were analyzed, paying more attention to get some questions than to find answers.
Keywords: brochures, mexican socialist education, history of education, publishing history.
Artículos
Folletos para la educación socialista en México (1934-1940). Entre el libro de texto y la biblioteca
Brochures for socialist education in Mexico (1934-1940). Between the textbook and the library
Recepción: 04 Marzo 2021
Aprobación: 05 Junio 2021
Si observamos los inventarios que realizaron las bibliotecas escolares en la década de 1930 por lo regular encontraremos una lista que especifica los volúmenes que contenían. Probablemente esté compuesta por uno, dos o tres ejemplares de determinadas obras, alguna decena de los libros recién publicados por la Secretaría de Educación Pública y las principales revistas del momento. Sin embargo, en la misma lista, sin mayores datos, al final solemos hallar la mención a los folletos técnicos o especializados, aunque esta vez por cientos, 500 ejemplares de folletos sobre agricultura, otros 400 sobre temas diversos, 700 acerca de la educación rural.1 Y aunque esto va a depender de qué tipo de biblioteca era o en qué zona se hallaba la escuela, la cuantificación de este material impreso invariablemente nos conduce a establecer que los folletos ocupaban un lugar importante en este espacio educativo.
Por otra parte, cuando nos asomamos a la historiografía que se ha enfocado en la relación entre educación y productos impresos, vemos usualmente un énfasis significativo en los libros de texto. Salvo excepciones, no se ha realizado un mayor esfuerzo por comprender cómo otros materiales han sido también cruciales para el despliegue pedagógico. Aunque este problema ha sido parte de las discusiones en la historia de la educación, se mantiene desde algún tiempo a la espera de un tratamiento sistemático. De hecho, este desbalance historiográfico fue particularmente evidenciado a principios de la década de 1990, cuando Susana Quintanilla señaló: “Falta aún por hacer una investigación que dé cuenta de la producción intelectual desarrollada en torno a la educación socialista y analice los copiosos folletos, libros, artículos periodísticos, ensayos pedagógicos y materiales didácticos elaborados durante aquellos años”.2 Si bien las propuestas recientes se han planteado la necesidad de ampliar el análisis a otros elementos impresos que han tenido un impacto relevante en los procesos educativos3, por lo general encontramos escasos resultados en esta aproximación. Por más que en los últimos años los historiadores de la edición y de la educación han tendido a acercarse, todavía estamos lejos de explicaciones contundentes que abarquen la amplitud del problema propuesto.
El presente artículo, sin pretender en ningún caso abarcar el análisis de la totalidad de los materiales impresos mencionados, se enfoca en plantear la relevancia que posee el análisis de los folletos generados durante el periodo de la educación socialista mexicana (1934-1943). Estos representaron, a mi juicio, no sólo uno de los productos más accesible para los estudiantes, sino también el principal medio de difusión de las propuestas pedagógicas de los profesores, maestros y funcionarios de la Secretaría de Educación Pública. En este sentido, se busca construir un marco analítico que nos permita comenzar a explorar estos materiales, por lo que el énfasis de las siguientes páginas está más enfocado en construir las preguntas y las potencialidades de este recorrido, que en entregar las respuestas o interpretaciones acabadas sobre la materia.
Antes de entrar de lleno en este análisis, comencemos por establecer algunas variables historiográficas relevantes que pueden ser útiles para organizar metodológicamente las exploraciones de estos materiales impresos.
Un primer elemento que se debe destacar se relaciona con las condiciones de accesibilidad a estos documentos. Si muchas veces enfrentamos la dificultad de encontrar los libros de texto utilizados en el periodo, cuando nos acercamos a los folletos la búsqueda se puede transformar en una tarea aún más compleja. Las bibliotecas nacionales o públicas no resguardaron estos materiales, muchas veces sin sus inscripciones en los registros de propiedad intelectual. La valoración de los folletos como material descartable y transitorio implicó incluso que muchos de ellos fueran destruidos con el paso del tiempo o simplemente los bibliotecarios decidieran darlos de baja.
Sin embargo, esta no es la única problemática en torno a la conservación de estos materiales en las bibliotecas y archivos. Dadas las prácticas desarrolladas especialmente durante el cardenismo, muchos de estos folletos fueron ilustrados por los grandes artistas del grabado mexicano. De ese modo, algunos se han convertido en piezas de museo, o en el preciado botín de los coleccionistas y bibliófilos. Las primeras ediciones de determinados folletos han tendido a desaparecer de las bibliotecas nacionales o incluso de los archivos dada la voracidad e inescrupulosidad de este circuito comercial. Folletos con dibujos de Diego Rivera, de José Chávez Morado, de Leopoldo Méndez, entre otros, pueden ser muy conocidos y referenciados, pero al momento de tratar de consultarlos resulta prácticamente una verdadera odisea.
Después de esta advertencia ineludible, que nos remite a las condiciones y limitantes concretas de la investigación, podemos empezar a visualizar algunas de las propuestas historiográficas en torno a esta materia.
En este nivel, la presente propuesta presupone la confluencia de al menos dos corrientes que han enfrentado estos problemas al interior de la disciplina histórica. Por un lado, encontramos la historia de la educación, que ha dedicado parte importante de sus esfuerzos a analizar los desafíos que significaron los diferentes impulsos educativos durante este periodo. A grandes rasgos desde esta perspectiva se ha considerado esta etapa como un momento relevante para comprender a mediano plazo la constitución del sistema educativo mexicano. Por otra parte, la historia de la edición y la lectura de manera similar ha pensado este periodo como constituyente de un modelo de producción, circulación y elaboración de los impresos que se proyectó a lo largo de todo el siglo XX. La confluencia de ambas líneas historiográficas podría contribuir a explorar variables que han quedado al margen de las investigaciones, donde precisamente encontramos a los folletos.
Por lo general, las investigaciones que han atendido la relación entre la educación y la cultura impresa han iniciado sus indagaciones dando cuenta de los fracasos, problemas y planes inconclusos.4 La poca penetración de la alfabetización, el reducido impacto de la escuela, las bibliotecas vacías y los textos no leídos (o incomprendidos), han llamado la atención de la mayoría de los historiadores. Este punto de partida tiende a matizarse en la medida que avanzamos en la lectura de las distintas investigaciones, pero es un prisma que le ha dado características particulares a este campo de producción historiográfica. En contrapartida a estas visiones, me parece necesario plantear que, si bien encontramos numerosos problemas y proyectos truncos, los resultados de los procesos educativos no pueden reducirse solamente a índices de alfabetización, de lectura o de visitas a las bibliotecas. Precisamente asumir la idea de que existe una “relación” entre lo educativo y la cultura impresa nos da cuenta de un proceso que en ningún caso puede ser lineal, ni valorado sólo por métricas específicas.
Ahora bien, como se ha planteado al inicio de este trabajo, si nos adentramos en la historiografía encontramos que uno de los elementos que se ha repetido regularmente en la historia de la educación mexicana ha sido la exploración de los materiales impresos utilizados con fines pedagógicos. Sin embargo, mayoritariamente estas indagaciones se han detenido en los libros de texto o en algunos casos en las cartillas de alfabetización.5 Esta relación, en buena medida, ha sido discutida a partir de dos momentos cruciales. Por un lado, encontramos la apuesta de José Vasconcelos a principios de los años 20 por difundir textos y lecturas que permitieran consolidar un México posrevolucionario. Y por otra parte, los estudios se han focalizado en la creación de la Comisión Nacional del Libro de Texto Gratuito (CONALITEG), lo que ha generado debates prácticamente desde su origen en 1959. Ambos procesos han sido engarzados, como parte de una búsqueda de largo plazo del Estado mexicano por fortalecer su intervención en el ámbito educativo. Por supuesto, en esta linealidad, lo acontecido durante los años de la educación socialista aparece como un paso más en este proyecto cultural de la posrevolución.
De ese modo, el análisis de los materiales impresos por lo regular ha priorizado una mirada que va desde lo general (el proyecto educativo mexicano) hacia lo particular (la producción concreta de este material).6 El estudio de los libros de texto está muy en consonancia con este proceso, ya que permite comprender el esfuerzo de las autoridades mexicanas por cristalizar planes específicos en determinados artefactos impresos. De hecho, la discusión sobre la formación de la CONALITEG ha provocado un énfasis excesivo en la relación vertical entre el Estado y lo que hoy denominamos sociedad civil.7 Ahora bien, podríamos preguntarnos hasta qué punto esta perspectiva lineal se mantendría imperturbable si incorporáramos al debate la enorme cantidad de folletos que se utilizaron en las aulas y bibliotecas mexicanas. Probablemente la diversidad de estos materiales nos permita matizar la progresividad y coherencia con que ha sido asumido este proceso. Por supuesto, en el caso mexicano esto debe realizarse sin menospreciar la relevancia de la intervención del Estado en la educación.
Desde otra orilla, la mirada particularista de una historia centrada en la materialidad de los impresos permite invertir la orientación de los estudios en este ámbito. Poner en el centro de la interpretación los folletos, para a través de ellos avanzar hacia las políticas públicas estatales, representa la posibilidad de releer el funcionamiento en concreto de la educación socialista. En este sentido, el recorrido desde lo particular hacia lo general evidentemente podría ampliar nuestras interpretaciones.
De todas maneras, otro de los problemas que aparece recurrentemente en la historiografía, tanto en aquella preocupada por la educación como entre quienes han analizado la historia de la edición, es la confluencia de las políticas estatales con la necesidad de fortalecer una cultura determinada. En este caso, distintas posturas, especialmente desde lo local, han tendido a trabajar las nociones de cultura escrita, impresa o escolar para referirse a los mecanismos y dispositivos que posibilitaron este encuentro, en el aula y en otros espacios de formación. Sin lugar a duda, en este caso la conceptualización en torno a cultura escrita ha predominado y un cúmulo importante de trabajos han explorado su conformación durante el siglo XIX y XX en México.8 Precisamente lo que encontramos en este plano nuevamente es una focalización en los libros de textos, aunque con una apertura hacia la relación entre la lectoescritura y las propuestas pedagógicas específicas.9 Ahora bien, más allá de las diferencias entre estos puntos de vista, ya sea de quienes trabajan con base en una definición de cultura impresa, escrita o escolar, por lo general, han coincidido en la necesidad de observar tanto los actores de estos procesos como sus prácticas.10 Esto parece crucial para superar el análisis formalista que ha afectado a los estudios de la edición y colocar a los folletos en un entramado de relaciones sociales y políticas.
Pese al reconocimiento de esta situación, en el caso de la presente investigación se asume con mayor énfasis una perspectiva desde la “cultura impresa”, especialmente porque al avanzar en este diálogo entre libros, folletos, hojas sueltas y otros tipos de impresos, podemos percibir cómo se construyó una noción compartida de la importancia de los impresos en general. En otras palabras, cómo se desplegó una valoración particular y especifica de estos objetos. Este giro resulta necesario en función de explicar los esfuerzos que encontramos en el periodo asociados a una comprensión de lo impreso como gestor de los cambios educativos. Esto incluye por supuesto elementos escritos, pero también visuales o relacionados con el trabajo manual. De hecho, además de la proliferación de materiales impresos, también se puede observar un acercamiento a la misma producción de estos objetos, ya sea tanto en talleres de impresión o de encuadernación en los colegios, como a nivel más amplio en la fundación de la Escuela Nacional de Artes Gráficas o en el Instituto de Educación Visual de la SEP. La fundación de la Comisión Editora Popular desempeñó una función especial en este ámbito, mientras que el lanzamiento de la Biblioteca del Chapulín (que buscaba contrarrestar el peso de las caricaturas en la relación de los niños con los impresos) aparece como el cierre de este momento histórico particular.
Ampliando un poco la mirada más allá de la historiografía mexicana, una de las reflexiones más interesantes sobre la confluencia de la educación y esta cultura en torno al uso de materiales impresos corresponde al trabajo compilatorio de Education and the Culture of Print in Modern America editado por Adam R. Nelson y John L. Rudolph. En este volumen los distintos autores se proponen dar cuenta de los diferentes niveles o espacios en los cuales lo impreso es producido, consumido y regulado con objetivos educacionales. Lo interesante de esta propuesta es que lleva lo educativo más allá de la sala de clases, y es algo que precisamente coincide con las diversas apropiaciones detrás de la circulación masiva de folletos durante el periodo en cuestión. El despliegue de la relación entre cultura impresa y educación si bien se desarrolló mayoritariamente en los espacios formales, también tuvo un impacto importante en lugares que no necesariamente obedecieron a estas dinámicas, como por ejemplo los procesos educativos de las militancias políticas o aquellas apuestas autoformativas sindicales. De ese modo, la propuesta de Nelson y Rudolph nos permite preguntarnos por cómo los folletos se insertaron en un escenario educativo determinado por la porosidad de sus fronteras formales, algo que sin duda caracterizó los años de la educación socialista en México.11 De este modo, surge de inmediato la pregunta sobre hasta qué punto ampliar nuestra mirada hacia materiales impresos como los folletos nos permitiría retomar la heterogeneidad de actores y experiencias que participaron en estos procesos educativos, ya sea resistiendo determinadas situaciones, negociado algunas otras o proponiendo nuevos caminos.
Finalmente, en esta breve revisión historiográfica no podemos dejar de mencionar algo que ha sido postergado en los análisis que buscan comprender las apuestas por vincular estrechamente el desarrollo de determinada cultura impresa con propuestas pedagógicas específicas. Me refiero específicamente a la labor de los profesores. Si bien encontramos una amplia lista de maestros y pedagogos que participaron en la elaboración de estos materiales (Gabriel Lucio, José María Bonilla, Rafael Ramírez, Luis Chávez Orozco, entre otros), los análisis específicos sobre los debates que se dieron a través de sus publicaciones han sido escasamente profundizados. Sin embargo, como muy bien señala José Santos Valdés el espacio de la producción de materiales pedagógicos impresos se debe insertar en una batalla por la cultura, un debate más amplio que sólo la lucha por influir en los planes educativos estatales.12 El esfuerzo de estos profesores y escritores requiere ser analizado en su conjunto y para comprender sus formas de participación en el debate público muchas veces los libros no son suficiente.
Como ya hemos mencionado, el desarrollo de la educación socialista, especialmente en el marco del gobierno cardenista, no sólo implicó un momento particular dadas las condiciones de cambio pedagógico, sino que en el ámbito de la cultura impresa los procesos también confluyeron en la ampliación, profesionalización y complejización de todos los aspectos que lo constituyen. Esto se cristalizó en instituciones especializadas, en amplios debates públicos, en la incorporación de nuevas prácticas, e incluso en el establecimiento de planes editoriales particulares.
Ahora bien, la relación entre los planes educativos y el uso de los impresos se desplegó sin seguir un camino tan sencillo como a veces ha tendido a manifestarse. Veamos por ejemplo la siguiente introducción a su propio proyecto que se realizó el Departamento de Enseñanza Secundaria de la SEP en 1935:
En la escuela liberal el libro ha sido el substituto del maestro, y es que los profesores al seguir el camino del menor esfuerzo, consagraron el libro como algo insustituible. La escuela secundaria socialista considera el libro como un simple auxiliar, y no el único, sino uno de tantos que tratan de dar el conocimiento del estado que guarda la ciencia en la poca en que se escribieron. Se propone familiarizar a los alumnos con el uso de varios textos en las bibliotecas, en los que ellos por sí mismo vayan encontrando la verdad que desean conocer.13
De ese modo, si bien el libro se consideraba importante, se enfatizaba en la necesidad de ampliar y especializar las fuentes de conocimiento disponibles en las bibliotecas escolares. Además, los libros de texto del periodo previo ya no eran considerados adecuados, por lo que deberían cambiarse lo antes posible.14 En la convergencia de estos dos requerimientos, otros materiales impresos desempeñaron un papel clave, ya fuera reemplazando transitoriamente estas herramientas educativas mientras se editaban nuevas, o bien, permitiendo que dicha familiarización con diversos textos se produjera.
De ese modo, el esfuerzo por dotar a las bibliotecas de materiales impresos asociados a las propuestas que sustentaban la educación socialista (cierto anticlericalismo, algunas variables nacionalistas y sobre todo la intención de mejorar las condiciones económicas de campesinos y obreros), partía de un análisis en el cual los acervos que contenían eran inadecuados para lograr sus objetivos. En palabras del general y funcionario estatal, Antolín Piña Soria: “Acervo que ha sido formado con libros recogidos pertenecientes a asociaciones y colegios religiosos y por lo tanto, inservibles como elementos de divulgación científica o literaria por su misma índole sectaria”.15 A esto añadía que las librerías le habían vendido sus ejemplares rezagados al gobierno, lo que tampoco había contribuido a mejorar la situación.
Por supuesto, estas miradas son parte de un conjunto amplio de propuestas discutidas al interior de la SEP. De hecho, pareciera que cada organismo reacomodó los planteamientos generales a sus propios intereses y prácticas. Por mencionar algunos de estos matices necesarios al momento de analizar la relación de la educación socialista y los impresos podemos ver el caso de los artistas plásticos vinculados a la Secretaría. Según ellos, en un memorándum firmado por Julio Bracho, Rufino Tamayo, Carlos Mérida, Manuel Álvarez Bravo, entre otros, se aseguraba que: “Nuestra experiencia diaria en la vida de la escuela primaria, nos ha hecho observar la enorme influencia que ejercen en los niños los grabados y dibujos de sus textos escolares. Aprovechar este aspecto parcial de la pedagogía, por medio de la ilustración adecuada de los libros de texto, deberá ser uno de los asuntos que deba plantearse”.16 En este caso, se otorgaba una centralidad al uso de los impresos (incluso estos pintores agregaban no sólo el folleto, sino también otras opciones, como el cartel) ya no por el contenido escrito, sino que también por los mensajes transmitidos a través de la imagen.
Otra forma de evaluar los meandros de estos procesos educativos y editoriales, consiste en detenerse en las donaciones de libros y folletos que realizó la SEP durante estos años. Como vemos en el Cuadro No. 1 si bien las escuelas fueron el principal objetivo, sólo recibieron un poco más del 30 por ciento de las donaciones. A los sindicatos, los comisariados ejidales e incluso organismos particulares se les entregaron una cantidad importante de ejemplares, dando cuenta de que la educación socialista envolvía una fuerte intención de impactar entre los obreros y campesinos. Por supuesto, en el caso de los ejidos y la reforma agraria en curso, en buena medida nos confirma la idea detrás del cardenismo de contemplar dicho proceso no sólo como la entrega de tierras, sino asociarlo a mejorar integralmente las condiciones de los campesinos.
Un elemento interesante de estas donaciones se relaciona con que al mismo tiempo que dan cuenta de los intereses de la SEP, nos permiten también escudriñar las apreciaciones desde abajo sobre lo que se consideraba la educación socialista. Por lo regular, la entrega de libros y folletos respondía tanto a las solicitudes de los actores como a la iniciativa de la entidad educativa. Por lo que detrás de cada donación podemos ver un diálogo entre los múltiples implicados. Aunque hasta el momento sólo hemos encontrado algunas solicitudes de bibliotecas, estas coinciden en negociar con dicha institución el carácter revolucionario de sus planes.18 En otras palabras, según sindicatos, ejidos u otros organismos comunitarios, en la concreción de la entrega de libros y folletos por parte de la SEP, se jugaba que los cambios impulsados por las autoridades pudieran efectivamente llevarse a cabo.
En este proceso, que finalmente permeaba a toda la sociedad, diferentes actores y agrupaciones se interesaron por participar. Dentro de estos nuevos implicados uno de los que mayores referencias desarrolló en torno a la utilidad de los folletos en el plano educativo, fue el Partido Comunista de México (PCM). En pleno proceso de conformación del Frente Popular, dejando atrás una etapa de clandestinidad, y buscando apoyar la educación socialista, fueron comunes sus declaraciones en torno al uso de estos materiales. Por ejemplo, en 1935, en el proceso de discusión que llevó a la creación de la empresa estatal Productora e Importadora de Papel S. A. (PIPSA), se difundió la opinión del partido sobre el escenario editorial: “Otra cosa importante es sin duda, la cuestión de los folletos de literatura revolucionaria; con el abaratamiento del papel, los precios de los innumerables folletos que circulan entre la masa trabajadora, bajan de costo y su profusión será aún mayor entre las más amplias capas de la población”.19 Se preparaba de ese modo, para utilizar las nuevas condiciones a su favor. Tal vez por ello, sólo un año después la perspectiva desde la cual el PCM se inserta en este ámbito ha cambiado. De hecho, en 1936, Gastón Lafarga escribió en El Machete, refiriéndose a la traducción realizada por Nicolás Pizarro Suárez y Pedro Geoffroy Rivas de El materialismo histórico de Jean Baby: “El folleto puede ser difundido entre los profesores y alumnos de la Historia, que quieren aplicar el método del materialismo histórico en la interpretación de la evolución de la humanidad”.20
Estas son sólo algunas de las referencias que dan cuenta de la amplia actividad que desarrolló esta entidad, pequeña y marginal, en comparación con otras, como el partido oficial (PNR-PRM) o espacios de mayor confluencia como la Confederación de Trabajadores de México (CTM). Sin embargo, es relevante mencionar las actividades del comunismo, pues da cuenta de la amplitud y heterogeneidad con que se comprendió la educación socialista. Finalmente, el amplio esfuerzo, que apuntaba incluso a modificar las formas tradicionales de la economía doméstica campesina, requería materiales y en muchas ocasiones el libro no representaba una opción rápida y eficaz.
Desde principios de la década de 1920, el Departamento de Bibliotecas de la SEP, dirigido por Jaime Torres Bodet, había contemplado dentro de sus actividades una relación estrecha con los folletos. A su Dirección Central de Bibliografía se le asignó la tarea no sólo de repartir este tipo de material entre sus dependencias, sino además debía velar por la traducción al castellano y producción de diversos folletos especializados. De hecho, si bien el libro ocupaba un lugar relevante en sus atribuciones, según sus normas de funcionamiento, la Dirección parecía tener mayores facultades al momento de referirse a los folletos, al menos en su capacidad de producción.
Este esfuerzo se proyectó en el tiempo, focalizándose en conseguir que los acervos fueran consultados de manera periódica. Las estadísticas de las consultas son parte importante de los informes educativos, y se consignaban como grandes logros del modelo posrevolucionario. De hecho, el Departamento de Bibliotecas desde principios de la década de 1930 realizó diversos boletines, folletos y otras publicaciones sobre sus propios acervos: “Como el fin perseguido es el de atraer lectores, les sugerimos que las distribuyan entre las personas que no concurran a la biblioteca y que ustedes crean que puedan estar interesadas en los temas tratados”.21 Estos materiales se les deberían repartir a los obreros en las fábricas, a las madres de familia, a los adultos en general, e incluso se recomendaba pegarlos en los diarios murales.
Este tipo de publicaciones fueron efímeras, se solían realizar a mimeógrafo, y en ningún caso compitieron con la principal revista sobre bibliografía que se impulsó desde la SEP, El libro y el pueblo.22 Esta publicación especializada era ampliamente repartida en las bibliotecas y escuelas, pero por su carácter revisteril pasaba a componer el acervo de dichas instituciones. Es necesario destacar este contraste. Mientras El libro y el pueblo se enfocaba en los lectores ávidos y expertos, los dispositivos mencionados con anterioridad buscaban principalmente captar la atención de quienes por lo regular no asistían a las bibliotecas.
La búsqueda por promover la lectura más allá del espacio físico de la biblioteca o de la escuela es central pues nos remite precisamente a aquellos espacios en los cuales podemos encontrar el folleto. Veamos por ejemplo la imagen No. 1, en la cual podemos observar de manera muy concreta esta situación. Evidentemente un montaje, la imagen de todas maneras gráfica las intenciones de las autoridades al momento de pensar en el lanzamiento de cada publicación.
Entre las características de los folletos, encontramos que su uso intensivo, su costo, su fácil distribución y portabilidad permitió que estuviera disponible en lugares donde otro tipo de materiales difícilmente podían penetrar. De ese modo, los folletos se constituyeron de algún modo en los ejemplares esenciales para la conformación de las primeras bibliotecas de una buena parte de la población mexicana. Volviendo a una definición básica de lo que significaba, como conjunto de impresos, la proliferación de estos folletos fue la base mediante la cual las autoridades gubernamentales proyectaron la creación de la biblioteca familiar. Esto pareciera ser un eje central para comprender el contexto inmediato en la proliferación de los folletos, estaban asociados de manera inseparable, a la constitución de pequeñas bibliotecas populares.
Esta nueva apreciación sobre la necesidad de fomentar la tenencia en el hogar de impresos útiles para la vida cotidiana, no sólo formaba parte de las intenciones de los funcionarios educativos, sino que una buena porción de los productores privados de estos materiales, comprendieron las oportunidades que se abrían, especialmente al ensanchar el mercado. De hecho, podemos evidenciar la mayor difusión de colecciones populares, que fácilmente podían dar paso a la constitución de bibliotecas.
Ahora bien, sobre esta situación es necesaria una advertencia. Si observamos la imagen de la “biblioteca” que ofrecía la Librería Navarro, encontramos una importante divergencia entre los folletos propuestos y su representación visual como libros (ver Imagen No. 2). Estos folletos poseían entre 60 y 70 páginas cada uno, se vendían sin empastar y tampoco incluían ninguna numeración. La imagen, al igual que la representación que vimos unas páginas atrás, obedecía a la idealización publicitaria. Pero de todas maneras nos deja en claro que el objetivo de poner en circulación dichos impresos consistía en la posibilidad de agruparlos y formar colecciones especializadas.
Esta representación performativa nos conduce a dos variables que es necesario incorporar al debate. Por un lado, como ha señalado Freja Cervantes y Pedro Valero, desde inicios del siglo XX comenzó a producirse un tránsito en las dinámicas de lectura, que implicaba el reemplazo del folletín (seriado y a veces encuadernable), por la revista.23 La Colección Cvltvra, a fines de la década de 1910 fue una de las primeras iniciativas que produjo además un producto relativamente híbrido que llevaba a la revista a los límites del libro, produciendo un nuevo movimiento en las materialidades de la lectura.
En este plano convendría preguntarnos por la función que jugó el folleto en la complejización de las prácticas lectoras. ¿Hasta qué punto en la idealización de folletería/biblioteca encontramos un esfuerzo por la incorporación del libro al repertorio del lector mexicano? En esta conceptualización, donde el libro ocupaba el primer escalafón de las habilidades lectoras, ¿se consideró al folleto sólo un mecanismo eficiente para conducir hacia el libro o se le otorgaron características específicas?
Por otra parte, más allá de estas preguntas, la representación de los folletos como si fueran parte de una biblioteca también nos remite a una práctica que era común en la época y que hoy se realiza cada vez menos: la encuadernación. Los materiales impresos regularmente eran convertidos en tomos o volúmenes, esto en algunos casos era una práctica cotidiana, que se enseñaba en la escuela como parte de las manualidades. En la Universidad Obrera se estableció incluso que la única forma de vincular a los estudiantes con la cultura impresa era someterlos a un curso obligatorio de encuadernación. Los periódicos solían incluir secciones (como el folletín) que podían ser coleccionadas y después agrupadas en un solo volumen. De ese modo, la publicidad de la Librería Navarro podía considerarse una invitación para que los propios compradores transformaran esos ejemplares con portadas frágiles y pocas páginas, en volúmenes dignos de cualquier biblioteca.
Con este último caso, hemos pasado de los impulsores de las políticas públicas a los productores concretos de estos materiales, otro de los ejes centrales para comprender la importancia del folleto en el plano educativo. La diversidad de iniciativas editoriales generadas en torno a la educación socialista respondió directamente a la amplia gama de actores vinculados a la educación. Entre la auto impresión, llevada a cabo por autores específicos, y los millones de ejemplares generados por el Estado, encontramos una extensa variedad de empresas, agrupaciones y entidades particulares que contribuyeron a este esfuerzo editorial.
En 1929, un informe que envió un grupo de los principales bibliógrafos mexicanos (Genaro Estrada, Juan Iguiniz, Rafael Heliodoro Valle, Juana Manrique de Lara, Rafael López, Luis González Obregón, entre otros) a la Unión Panamericana sobre el movimiento de libros y bibliotecas en México, destacaba que la mayor parte de la producción local correspondía a folletos y pequeñas obras de carácter privado, no comercial.24 El objetivo de estas había sido circular entre pequeños grupos, ya que la calidad y su reducido tiraje no permitían su masificación. Desde otra perspectiva, unos años después la evaluación que realizaba Luis Islas García sobre las publicaciones de la izquierda era similar: “Los folletos hechos en México son escasos: no llegan a diez los originales aparecidos en diez años, es decir, ni siquiera aparece uno anualmente”.25
Estas apreciaciones nos ayudan a comprender la profundidad de los cambios en el ámbito editorial que se produjeron a mediados de la década de 1930. Prácticamente no hubo faceta de esta industria que no se viera afectada, desde la obtención del papel hasta el incremento de la demanda por parte de los lectores, pasando por todo el proceso productivo de los impresos.26 Esto, por supuesto, se relacionó directamente con los planes educativos gubernamentales.
De hecho, uno de los primeros actores que aprovecharon las nuevas condiciones que estableció la educación socialista fueron varias librerías/editoriales que venían trabajando en torno a las demandas de los estudiantes. Porrúa, Ariel, Cicerón, la Librería Mexicana, entre otras, todas ubicadas en la zona cercana a las dependencias estudiantiles de la Ciudad de México sacaron partido de su experiencia en edición para lanzar nuevas colecciones de folletos, ya fuera importados o bien producidos por su propia iniciativa. Este movimiento no era sencillo, ya que desde ciertas evaluaciones estatales se culpaba precisamente a estos libreros/editores de ser parte de problema en la producción y circulación de estos materiales.27 Sus comisiones de venta, que podían oscilar entre 30 y 40 por ciento, habían sido cuestionadas por algunos de los principales implicados en la difusión bibliográfica, ya que dejaban a los escritores casi sin ganancias.28
En este contexto, iniciativas que recién comenzaban a operar, como la ya mencionada Librería Navarro, tuvieron un sitial destacado. Esta se encontraba ubicada en la calle del Seminario, en una zona de alto tránsito de estudiantes preparatorianos y universitarios, y fundó su sello Ediciones Frente Cultural justo a comienzos del cardenismo. A través de esta empresa declaró haber imprimido más de un millón de ejemplares en 1937. La mayoría de ellos correspondían a folletos de divulgación del pensamiento marxista, asociados a la Internacional Comunista, y que por lo regular tenían entre 60 y 70 páginas. Estos materiales llegaron a las bibliotecas y a las escuelas, no sólo mexicanas, sino que también en Estados Unidos.29 En este caso, la red de distribución se basó tanto en el correo, como en las iniciativas vinculadas al PCM. El resultado es que sus publicaciones llegaban no sólo a todos el país, sino que también las podemos encontrar distribuidas por una buena parte de América Latina.
Ahora bien, no estaba claro que cualquier folleto publicado por las editoriales comerciales o militantes fuera aceptado de inmediato como material educativo, por más que tuviera una relación directa con la educación socialista. Esto implicaba que dichas entidades debían desarrollar alguna especie de promoción entre profesores, maestros, organismos educativos y sobre todo entre las autoridades de la SEP, quienes finalmente decidían la procedencia o no de incorporar los materiales impresos a su lista de “autorizados”. En muchas ocasiones los caminos para conseguir esto eran sumamente sinuosos. En este aspecto, la Librería Navarro desarrolló una estrategia particular, tal vez la clave de su éxito, involucrando a los profesores en la confección de sus materiales, levantando encuestas y realizando concursos. Además, no perdió ninguna ocasión para promocionar sus obras: “Es de esperarse -exponía uno de sus folletos-, que el profesorado de Departamento de Enseñanza Obrera de la Secretaría de Educación Pública, el de las Escuelas Normalistas, así como el de una gran mayoría de las Universidades e Institutos de los Estados, adopten esta obra como texto, siguiendo el camino del profesorado de la Universidad Obrera de México, y el sentir de los sectores organizados de obreros, de campesinos y estudiantes”.30
En otra ocasión los impulsores de esta librería/editorial, Daniel y Enrique Navarro Orejel, fueron incluso más explícitos en señalar la forma en que se seleccionaban las obras a publicar. En el caso de La guerra y la humanidad, de Lenin, el proceso fue muy riguroso: “Dos jóvenes catedráticos universitarios, dos maestros de escuelas secundarias e internados indígenas, y tres estudiantes normalistas y preparatorianos; forman el grupo de personas al cual sometimos, para su examen, una colección de veintitantas obras sobre los más variados aspectos de la guerra”.31 Por cinco votos y ninguna oposición el grupo decidió aprobar las propuestas de publicaciones.
En ambas referencias vinculadas a la Librería Navarro se trasluce el esfuerzo de la editorial por involucrar a actores del mundo educativo en la producción y circulación de estos materiales. No se trataba de publicar folletos que después no fueran útiles en el proceso del aprendizaje, al contrario, su lanzamiento debía obedecer estrictamente a requisitos formativos. Al mismo tiempo, el objetivo que se había trazado este proyecto consistía en ayudar a los obreros y campesinos en constituir su biblioteca de “temas sociales”. Por ello la amplitud del esfuerzo.
Aunque es muy relevante considerar el ahínco que pusieron estas editoriales/librerías, no podemos dejar de mencionar con énfasis que el gran productor de impresos educativos fue la misma Secretaría de Educación Pública, quien declaró haber producido directamente 8,258,000 de ejemplares durante el sexenio cardenista.32 Esto incluía exclusivamente libros de textos y folletos, sin considerar otras variables como carteles, volantes o revistas, que podrían elevar la cifra. Además, en estos años la entidad educativa desarrolló un acuerdo con El Nacional, periódico oficial, que le permitió producir la Biblioteca del Maestro, incrementando aún más su capacidad productiva.
El organismo encargado de llevar a cabo este esfuerzo productivo por parte de la SEP fue la Comisión (u Oficina) Editora Popular fundada en 1936. Entre sus responsabilidades encontramos la gestación y generación de los impresos, que luego debían ser producidos por los Talleres Gráficos de la Nación y después eventualmente distribuidos tanto por la Comisión como por el Departamento Autónomo de Propaganda y Publicidad (DAPP). En otras ocasiones este engranaje podía complementarse con los organismos especializados que encargaban determinado trabajo. Aún carecemos de historias profundas sobre estas instituciones, aunque el DAPP ha llamado la atención de algunos investigadores.33 En el caso de la Comisión prácticamente ha sido uno de los eslabones menos mencionados de este proceso, aunque tuvo en determinados momentos la responsabilidad sobre prácticamente toda la producción vinculada a la educación socialista.34
En un principio, para desarrollar la tarea tuvo que echar mano de los pocos recursos que se tenían en este plano. La Escuela Rafael Dondé fue convertida en taller, mientras lograba simplificar los procedimientos para entregar los cientos de miles de ejemplares que llegaban a su almacén. Sin embargo, uno de sus principales resultados fue el abaratamiento de los ejemplares: “Estos costos nunca alcanzados en México por libros y útiles escolares, vinieron a señalar el camino que podría solucionar el problema que significa para la educación pública, los altos precios de aquellos; más aún, cuando se determinó que esos elementos debían proporcionarse gratuitamente y sin restricción alguna a los alumnos”.35 Algunos libros de textos, con grabados e imágenes llegaron a costar siete centavos, lo que permitió tirajes por millones, con fue el caso de la serie Simiente.36
Almacenistas trabajando
Tomada de Arroyo Ch., Agustín, Memoria del Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad, México: DAPP, 1938, sp.Por supuesto, la infraestructura estatal no estaba diseñada para trabajar con estos niveles productivos, lo que provocó problemas de todo tipo. Tal vez por ello, los informes del DAPP destacaban la épica de todos los implicados, incluyendo algunos trabajadores como los almacenistas, que no suelen ser recuperados en las historias sobre el mundo editorial (Ver Imagen No. 3). Comprender cómo y con qué profundidad se vieron impactadas las formas de trabajo y la organización laboral de los productores de estos materiales, es algo que todavía requiere mayor exploración.
Ahora bien, hasta qué punto esta dinámica productiva dirigida por la SEP logró efectivamente cumplir con sus objetivos editoriales. Los esfuerzos en la materia sin duda se enfrentaron con condiciones que entorpecían las labores. La misma Comisión Editora Popular sólo podía entregar registros confiables de los ejemplares recibidos, pero no de los distribuidos. El numeroso público que solicitaba materiales muchas veces no tenía respuestas por parte de los encargados de hacerlos llegar a sus destinatarios. Para enfrentar el problema esta entidad modificó su labor original y comenzó cada vez más a encargarse de la distribución.37 Pero para las autoridades de la SEP ésta era una situación anómala y trataron de controlarla, fortaleciendo la labor de los Almacenes Generales de la Federación. A esta última instancia se le dio un plazo de 24 horas para despachar cualquier pedido de materiales que se le hicieran.38
Pero los tiempos no sólo se acortaron para los almacenistas. Todo el ecosistema del libro debió ajustar sus formas de trabajo para acoplarse a los nuevos requerimientos que exigía la educación socialista.39 Y si la amplitud de productores nos lleva hacía numerosos recorridos, cuando nos enfrentamos a quiénes son los autores de estos folletos el panorama pareciera volverse aún más complejo. Sin embargo, hay varias constantes que sería importante destacar para comenzar a comprender a los escritores detrás de estos impresos.
En primer lugar, encontramos, como sucede en el ámbito del libro en general, que las traducciones ocupan un lugar destacado. En este sentido, se editaron bajo este formato desde los breves manuales agrícolas especializados y anónimos, hasta toda una gama de escritores y cuentistas soviéticos. Por ejemplo, la Comisión Editora Popular firmó un acuerdo con la editorial Futuro para desarrollar algunas traducciones. Esta entidad, aprovechaba su conexión con la Universidad Obrera y las redes de Vicente Lombardo Toledano (principal líder obrero mexicano del periodo) para acceder tanto a los derechos de los textos como a posibles intérpretes. De ese modo, entre los principales traductores de estos materiales encontramos a algunos profesores de dicha entidad como Demetrio Sokolov, Federico Bach, Lazlo Radvanyi, Alfonso Goldschmidt, Arqueles Vela, F. Komorsky, Harry Block, Otto Rühle y Alicia Gerstel. Estos tres últimos son particularmente importantes para el vínculo de los procesos educativos y las dinámicas editoriales. La pareja alemana Rühle/Gerstel fueron tal vez los principales traductores del marxismo en México durante el periodo. Exiliados a mediados de la década de 1930, encontraron en esta labor una de sus principales actividades de subsistencia.40 Mientras que el estadounidense Harry Block, casado con la hija del terrateniente Luis Cabrera, pero a la vez considerado agente de la Unión Soviética, fue uno de los principales nexos de la Universidad Obrera con la Internacional Comunista. Como su jefe de publicaciones, desarrolló una extensa labor de traducciones tanto del inglés al castellano como en la dirección inversa.
Pese a la importancia de las traducciones, especialmente en el ámbito de las materias especializadas, con el correr del cardenismo fue evidente que este ítem tendió a complementarse cada vez más con los textos pertenecientes a autores mexicanos. Diversas coyunturas, como la expropiación petrolera o la guerra civil española, generaron una amplia gama de folletos, donde lo relevante era explicar la posición de México. Y al mismo tiempo, la propuesta educativa que buscaba relacionar al estudiante con su entorno también exigía cada vez mayores referencias al plano nacional. De ese modo, la posición de los autores locales se fue fortaleciendo con rapidez.
Entre los principales beneficiados por esta nueva situación podemos visualizar a una amplia gama de profesores y maestros normalistas que aprovechaban su experiencia y realizaban estas publicaciones. No se trataba solamente de los destacados impulsores de la educación socialista o de los intelectuales del cardenismo, sino de aquellos implicados directamente en el aula, que muchas veces buscaban fortalecer determinada temática a través de algún folleto impreso. Esto por supuesto no representaba una novedad para el ámbito educativo mexicano, al contrario, venía a fortalecer una dinámica que poseía una tradición propia.41
Estela Soní, María Refugio Licea, Leonor A. Siliceo y Rosa Aréchiga, profesoras normalistas, decidieron auto imprimir su Técnica del método de la lectura y escritura “Un sueño”.42 Sin embargo, antes de llevar a cabo la publicación debieron negociar con la SEP, algo similar a los derechos de autor, ya que se les había entregado un premio de 5 mil pesos, con el compromiso de editarlo. En virtud de que dicha dependencia había optado por prescindir del folleto, las autoras preguntaron por el precio máximo al que podían vender los ejemplares, tanto a los estudiantes como a los profesores.43 Esto evidencia cómo el esfuerzo por producir material superaba a la SEP, y conjuntaba el plano comercial, las necesidades educativas y las búsquedas pedagógicas desde los propios actores implicados. Esto significaba de igual modo una ruptura con la centralización que implicaba el aparato estatal.
Con base en estas dinámicas y tratando de impulsar a los autores locales, la SEP decidió lanzar en 1935 su Biblioteca del Obrero y del Campesino. Esta serie estaba compuesta por una colección de folletos que explicaban desde la biografía de algunos próceres del marxismo hasta los pormenores de las huelgas. Aunque no hay constancia de que todos ellos fueran realizados de la misma forma, retomemos el ejemplo del volumen 4 de esta biblioteca: Cómo se organiza y funciona un sindicato de Mario Pavón Flores.44 Este folleto de 96 páginas fue producido por los Talleres Gráficos de la Nación, su primera edición fue de 10 mil ejemplares en papel rebelión y tuvo un costo por unidad de 9 centavos.45 Según los contratos establecidos, los Talleres se comprometieron a entregar las “galeras” sólo siete días después de haber recibido los originales desde la SEP y haber pasado al menos una revisión por parte de su corrector. El material pasaría a formación tres días después de que la entidad educativa aprobara esta versión, y los 20 mil ejemplares serían entregados por los Talleres veinte días después. Es importante considerar este proceso de producción para valorar la relevancia que estos folletos (y otros materiales) tenían para el esfuerzo educativo que llevaban a cabo las autoridades mexicanas y sus profesores.
Ahora bien, algo llamativo del caso del folleto de Pavón Flores, un reconocido abogado sindical, es que este formaba parte del libro El ABC de las huelgas que había lanzado unos meses antes la Editorial Masas, perteneciente al Partido Comunista Mexicano.46 Este tipo de situación comenzaba a ser cada vez más común al momento de pensar en la producción de materiales impresos. En algunas ocasiones podemos ver al folleto como un mecanismo específico que resume un libro existente, que entrega más información que un artículo ya publicado en una revista o que incluso puede ampliar la información presentada de manera oral en alguna conferencia. El folleto de ese modo se instala como un mediador entre distintas formas de presentar un producto impreso u oral.47
El folleto Detalles de la educación socialista implantables en México, del profesor Luis G. Monzón, lanzado en 1936, recuperaba algunos de los planteamientos que había realizado un año antes, pero además incluía aspectos de su participación en el ámbito legislativo y discusiones que ya habían aparecido en su libro Organización revolucionaria de la escuela mexicana, publicado a comienzos de la década.48 El nuevo formato, la inclusión de grabados, un apéndice titulado Sistemas sociales y los 20 mil ejemplares que se imprimieron, posibilitaban que circulara de manera amplia y además que los ejemplares fueran a engrosar los acervos de las bibliotecas. Por supuesto, desde el ámbito político la constante aparición de este tipo de materiales proyectaba cierta solidez sobre el proyecto educativo, que constantemente reforzaba su discurso en el escenario de la opinión pública.
Sobre estas posibilidades del folleto, incluso el presidente Lázaro Cárdenas llegó a manifestarse y fue uno de sus hábiles usuarios. Por ejemplo, después de su visita a Yucatán le mandó una carta directamente al escritor Luciano Kubli para encomendarle la realización de un texto breve, de unas 20 páginas, con una tipografía amplia que facilitara la lectura y además con menciones específicas a determinadas problemáticas asociadas al ejido.49 El objetivo de este texto, de rápida producción, era mantener vivo el debate que se había desarrollado durante la visita. El folleto fue reproducido por miles y repartido en todos los espacios educativos de Yucatán. Pero además sirvió de base para que Kubli lanzara por su parte un libro sobre el tema: Sureste proletario.50
De ese modo, el tránsito de un texto a través de un periódico, una revista, un folleto o un libro, podía ir en múltiples direcciones, por lo que no podemos establecer una ruta específica de los materiales. Sin embargo, es notorio que los editores cada vez fueron más hábiles en reconocer qué tipos de textos funcionaban en qué formato. “Estos son unos párrafos de un amplio artículo del Pravda que fue publicado completo, lo mismo que la carta, por el Semanario Obrero El Machete, órgano central del
P.C. de México […] de donde lo hemos tomado nosotros, como la mejor introducción”, señalaba la introducción de uno de los folletos de Ediciones Frente Cultural.51
Esta situación de igual modo se asociaba a desafíos pedagógicos diferenciados. Recordemos que los esquemas del periodo en algunas ocasiones llegaron a dividir la lectura en ocho niveles diferentes, partiendo de una primera división que correspondía a la lectura oral y aquella que se realizaba en silencio.52 Este es precisamente el tema del siguiente apartado.
Una de las principales representaciones de los lectores que se despliegan desde la década de 1930 en el imaginario colectivo de la izquierda mexicana es la emblemática foto de Tina Modotti. En ella se ve a un grupo de campesinos leyendo El Machete. Un solo ejemplar del periódico es compartido por una docena de personas, uno de ellos lee, mientras los demás escuchan. Como vemos en la Imagen No. 4, la representación que nos propone el cardenismo es una muy diferente. Las lecturas individuales son deseables, y aunque también pueden ser colectivas, en este caso la idea es que todos los interesados tengan un impreso en sus manos.53 Representaciones similares a esta imagen las podemos encontrar en una amplia gama de producciones visuales, por ejemplo, en grabados del Taller de Gráfica Popular, dando cuenta de que esta forma de comprender la lectura era un idealización por parte de las autoridades y de los partidarios del régimen.
Podemos preguntarnos hasta qué punto estas imágenes se acercaban realmente a las prácticas cotidianas de la población o sólo eran montajes para justificar los grandes tirajes de ejemplares. En un contexto donde la alfabetización apenas llegaba a menos de 40 por ciento de la población, difícilmente podríamos encontrar a un grupo completo de campesinos leyendo. Sin embargo, la implementación de la reforma agraria, el papeleo burocrático, los mapas y resoluciones exigían que estos actores tuvieran un mayor acercamiento a las prácticas lectoras. Las dudas persisten y exigen aún mayores investigaciones para sopesar el alcance de las políticas educativas del cardenismo.
Por supuesto, en ambas representaciones, la de Tina Modotti y la del DAPP, no es el libro el que predomina el paisaje, sino que son otros formatos, sobre todo el periódico el que se muestra como el principal actor. En otras representaciones lo encontramos junto a la revista y también al folleto, pero escasamente son los libros el centro de estas imágenes. Como hemos visto a lo largo del presente artículo, son diferentes razones las que parecieran explicar esta situación. Sin embargo, es relevante mencionar que la crispación política que generó el periodo cardenista y la educación socialista, hicieron que estos formatos tuvieran una importancia trascendental. Los debates candentes rara vez circulaban a través de los libros. Eran los periódicos, y en muchos casos los folletos, los que se transformaron en lo que se ha llamado la literatura de actualidad, aquella que se esforzaba por conquistar espacios en el debate público.
Tal vez los folletos educativos que hemos trabajado en este artículo, parecieran estar menos asociados a estas dinámicas coyunturales, pero cuando revisamos las listas de las bibliotecas, la mayoría de los mencionados tienen claras referencias a las discusiones que se desarrollaban en el país. La Biblioteca del Obrero y del Campesino, lanzada por la SEP es un claro ejemplo de esta situación. Aunque su primer texto fuera sobre la vida de Karl Marx o se incorporaran temáticas que parecían muy especializadas, la mayoría de los textos se escribieron desde lo local y se recuperaban siempre en función de temas que eran relevantes para los planes del gobierno. Lo mismo sucedió con los folletos lanzados por las editoriales privadas o militantes.
De igual manera, los folletos parecieran también ser parte de una extendida práctica de no- lectura, algo que ha trabajado Martín Bergel para el caso peruano.54 A su juicio, los impresos tienen usos que no sólo se circunscriben a ser leídos. Por ejemplo, son objetos que pueden ser útiles para demostrar ciertas capacidades políticas, en el caso de lo trabajado por Bergel, se refiere a la superación de las medidas represivas por parte de la dictadura peruana. Sin embargo, tal vez podríamos pensar en un caso similar, pero desde el Estado mexicano, donde no importaba tanto que fueran leídos, como que estuvieran disponibles. De hecho, la gran campaña de alfabetización del periodo vino recién en la siguiente década. La pregunta queda aún más presente cuando consideramos la cantidad de material producido, por qué tanto esfuerzo por la elaboración y circulación, sin darle la misma importancia a la enseñanza de la lectura y la escritura. La confianza en la escuela podría responder parcialmente esta pregunta. Sin embargo, cómo se pensaba que fuera leída una Biblioteca del Obrero y del Campesino sin desarrollar paralelamente un esfuerzo alfabetización de la misma magnitud.
Por supuesto, encontramos numerosos planes que superaron los límites de la escuela y sus estudiantes. Por ejemplo, la creación de círculos de lectores, los cuales contemplaron la entrega por parte del gobierno de un lote de 16 obras a 30 sindicatos del Distrito Federal, “sin fianza de ningún género”.55 El folleto pareciera esencial en cada una de estas iniciativas, pero como hemos visto en el presente texto, aún quedan numerosas problemáticas por investigar, asociadas tanto a su elaboración, a sus usos educativos, a su representación simbólica, productores y autores, como a sus lectores.
https://revistas.uft.cl/index.php/amox/article/view/135 (html)
Almacenistas trabajando
Tomada de Arroyo Ch., Agustín, Memoria del Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad, México: DAPP, 1938, sp.