Recepción: 01 Febrero 2017
Aprobación: 08 Mayo 2017
Resumen: Desde Aristóteles, la Política está asociada al “poder para gobernar”, entre hombres que se organizan en torno a la polis, es decir, a la ciudad-Estado. La Política regula la sociedad civil a través de un Estado que norma el poder para legislar y hacer cumplir las leyes. La racionalidad política se gesta colectivamente a través de un espacio de participación ciudadana donde las razones, los argumentos y la interpretación para legitimar el poder compartido lo transforma estructuralmente en hegemónico. La sociedad se fractura en clases y la reproducción del poder se efectúa por vía coercitiva en detrimento de la consensualidad y pluralidad democrática. La episteme de la política del Estado moderno se funda en la concepción del capitalismo neoliberal, que considera el mercado y los derechos económicos sobrepuestos a los derechos humanos de la mayoría ciudadanía. Este orden político lesiona sensiblemente los principios de la justicia y la equidad y sirve de origen a la exclusión y la marginalidad social y política. La desintegración social se hace presente y la centralidad de la polis moderna entra en una crisis institucional que se despliega por todo un sistema político que es reabsorbido y recreado por las fuerzas emergentes de movimientos sociales emancipatorios que buscan caracterizar a la Política como un “poder para gobernar compartido”. Aparece otra episteme intercultural del poder (popular), basada en la democracia ciudadana y en el espacio público, donde el reconocimiento a la diversidad cultural y las Desde diferentes identidades sociales hacen emergentes nuevas alternativas para la racionalidad política.
Palabras clave: Episteme política, Estado moderno, interculturalidad, América Latina, movimientos emancipadores.
Abstract: Since Aristotle, Politics is associated with “power to govern”, between men who organize themselves around the polis, that is, the city-state. The policy regulates civil society through a state that regulates the power to legislate and enforce laws. Political rationality is generated collectively through a space of citizen participation where the reasons, arguments and interpretation to legitimize shared power transform it structurally into hegemonic power. Society is fractured in classes and the reproduction of power is done coercively to the detriment of consensuality and democratic plurality. The episteme of the politics of the modern State is based on the conception of neoliberal capitalism, which considers the market and the economic rights superimposed on the human rights of the majority citizenship. This political order sensibly damages the principles of justice and equity and serves as the source of exclusion and social and political marginality. Social disintegration is present and the centrality of the modern polis enters an institutional crisis that unfolds through a whole political system that is reabsorbed and recreated by the emerging forces of emancipatory social movements that seek to characterize Politics as a “governing through shared power”. Another inter-cultural episteme of (popular) power appears, based on citizen democracy and public space, where recognition of cultural diversity and different social identities makes possible the emergence of new alternatives for political rationality
Keywords: Political Episteme, Modern State, Interculturality, Latin America, Emancipatory Movements.
1. El cuestionamiento a la consensualidad ideológica
Es un proyecto emancipatorio que si es considerado en términos de movimientos culturales e interculturales, según se ha señalado, entonces, brinda la posibilidad de ampliar el espectro de integración social hacia causas comunes con los amplios sectores de la marginalidad social; también, si se considera la política como la relación de fuerza y de poder, donde se manifiesta el espíritu de la ciudadanía que se abre y está dispuesta a generar y garantizar condiciones de igualdad y equidad reconocidas a todos sin excepciones y exclusiones. Este ideal visto también como condición moral y ética de las clases subordinadas y por los actores y movimientos sociales, reinaugura el espacio de interacción pública a través de conceptos muchos más prácticos entre quienes han consensuado compartir intereses, medios y fines más colectivamente. La sociedad de clases o sociedad de la exclusión, no va a desaparecer por sí misma (DIERCKXSENS, 2005). Ella tiene la “condición natural” de su auto-reproducción del mismo modo en que ella es la resultante natural de la economía de mercado. Sin tocar las relaciones de producción capitalista, cualquier intento por hacer desaparecer o incluso sustituir a la sociedad de clases, resulta indefectiblemente desacertado. El proyecto o ideal emancipatorio, da inicio a una filosofía e ideología antihegemónica y postcapitalista, que se plantea un profundo análisis sobre la naturaleza y desarrollo de los espacios públicos de la dominación de clases. La superación de esa dominación requiere de un ciudadano cuyo poder resida en su condición natural de pueblo y en las praxis democráticas que le permitan recuperan las verdaderas relaciones de producción económica con sentido socialista.
Las relaciones sociales en el capitalismo son expresamente coercitivas. La relación de coerción se organiza a través de una consensualidad que maneja el supuesto del acuerdo común y de la pluralidad, pero que en su realidad efectiva el orden de la consensualidad pasa por un enfrentamiento de clases y de intereses, donde la fuerza política es el sinónimo de la participación, pero que requiere de un espacio de poder para realizarse.
Este espacio de poder es el poder que tiene la filosofía y la ideología capitalista para organizar un Estado centrado en el dominio de las relaciones sociales, a través, precisamente, de ese juego de fuerzas sociales que permiten una relativa e indirecta participación en la toma de decisiones que están, a su vez, condicionadas por la dirección dominante del Estado (Delgado Ocando, 1987). Se trata de entender el desarrollo de esa fuerza social con la que el Estado neoliberal, imprime y satura las diversas relaciones sociales que se gestan y desarrollan al interior de una sociedad civil que no responde necesariamente de manera espontánea y natural, a las direcciones estatales e institucionales de las que se sirve el Estado para lograr, por un lado, la legitimidad de los consensos y neutralizar las diferencias, resistencias y antagonismos de clases, y, por el otro, le legalidad que le sirve de marco normativo para el ejercer el poder implícito a través de las regulaciones jurídicas.
Precisamente, se trata de comprender ese binomio de la sociedad capitalista entre la fuerza de imposición por medio del poder político para cerrar el sistema social, y el carácter de consensualidad represiva y al extremo de la crisis, violenta; para, mantener el sistema de dominio que se desea generalizar en la sociedad.
La hegemonía se logra, precisamente, en todos esos momentos de articulación estructural del sistema de poder para imponer la fuerza del Estado, a través de todos sus sistemas de integración y absorción socio-políticos, que le permiten al Estado lograr una unidad y direccionalidad con fines predeterminados que forman parte de un imaginario social que deber ser aceptado por todos, a la vez que reproducido como parte de la dirección filosofía e ideológica del sistema político-hegemónico (Gramsci, 1974).
En ese sentido la hegemonía permeabiliza el sistema de poder desde la perspectiva de una diversidad de participaciones al interior del sistema que hace viable la reproducción de los ordenes de poder del sistema, reduciendo o minimizando significativamente las relaciones de contradicción y de conflicto cuya naturaleza social pueden incidir en procesos de cambios fundamentales que fracturen las relaciones de fuerza que el sistema impone o predetermina. La posibilidad de resistencia, insumisión, emergencia, revolución, desobediencia, de quienes no forman parte de las relaciones de fuerza del sistema filosófico e ideológico del poder hegemónico, es una reacción que es resultado causal de las incoherencias o inconsistencias sistémicas del sistema que se resiste en hacer concretas las condiciones mínimas de la autotransformación del sistema político, filosófico e ideológico a favor de las mayorías. Sin embargo, ninguna transformación social donde se comprometa la estabilidad y los equilibrios que le sirve de poder al sistema, puede sufrir una transformación de esa naturaleza sin que se den importantes desprendimientos consensuales de los principios universales con los cuales el sistema se revalida a través de la legitimidad y la legalidad.
El sistema hegemónico a pesar de las permanentes crisis que se generan en las interacciones de fuerzas que se acuerdan consensualmente, requiere para su superación de praxis sociales mucho más puntuales que exceden la participación representativa que les garantiza la consesualidad del poder hegemónico. Se trata de propiciar y valerse de las crisis políticas, para cuestionar y discernir sobre el valor normativo, ético y cívico, de la consensualidad que legitima el poder hegemónico.
Precisamente, este develamiento del poder oculto a través de la consensualidad, como instancia pública de orden hegemónico, se debe, a la utilización del discurso social de la ideología como esfera de codificación e inducción de los intereses y las conductas sociales. Le intención expresa de que los sistemas de representación, comunicación y conductas, respondan a las relaciones discursivas y comunicativas van a mediar en la opinión pública que es el espacio de recepción deliberativa de la participación ciudadana (Martín, 1999). Al restringirse las praxis sociales en su pluralidad discursiva, se evita, por un lado la ampliación y expansión de las nuevas conciencias sociales que surgen de la crisis del sistema filosófico-ideológico dominante; por el otro, la tendencia hegemónica a cancelar nuevas construcciones discursivas con las cuales producir formas diferenciadas de comprensión de las crisis sociales y propuestas de alternativas contra institucionales o estatales. Esto coloca al sistema de dominación en una relación de fuerza y poder abierta y radical.
El resultado de la violencia institucional se hace manifiesto como consecuencia del orden legal de un sistema que pierde su reconocimiento y ya no le es posible producir mediaciones simbólicas, culturales, políticas, que le permitan unificar en una identidad nacional los propósitos y fines del Estado. La aparición de discursos disidentes por medio de un lenguaje social que repiensa las relaciones sociales de participación política, procuran develar el orden de las categorías con las cuales se piensa la política en abstracto de las condiciones de vida de los ciudadanos. La crítica contra ideológica que resulta de estas prácticas convierte a la ciudadanía marginal de las prácticas del poder hegemónico, en un actor que despunta y se deslinda de relaciones de poder que invalidan o neutralizan sus fuerzas sociales para la transformación del sistema hegemónico. Los nuevos escenarios que se crean para la participación social disidente, reformulan en su referencia o destinos de clases, el orden de los sistemas de poder-represión-coacción de las clases políticamente dirigentes, con las cuales, a veces, se logran alianzas que son contraproducentes. Al transformarse estos nuevos actores sociales en interventores del control social que se genera a través del espacio público, se observa claramente cómo esta nueva movilidad y tendencias de fuerzas sociales contra hegemónicas propician interferencias importantes en la filosofía e ideología de la hegemonía, pues están en capacidad de cuestionar y responden a las representaciones del poder.
La conciencia política de clase del colectivo social encubierto por la falacia de la consensualidad ideológica, se autotransforma con el tiempo en una ciudadanía que sale a la luz pública gracias a una participación directa o de choque, que es cada vez más visible en los escenarios de interacción social. El desacuerdo explícito que funda el conflicto de la sociedad de clases, no puede presuponer un acuerdo en común simétrico; precisamente, en razón de la diferencia de clases que se genera a partir de la división del trabajo y el reparto de la plusvalía. La consensualidad no puede continuar revestida de la ficción de una pluralidad democrática que disminuya la potencia reactiva que portan las clases reprimidas y excluidas para acceder a una “inclusión” social que las aliena. Es la permanente contradicción del capitalismo aún en su versión neoliberal y global.
Hoy día, el intento de la sociedad neoliberal por uniformizar o estandarizar la sociedad a través de principios universales que imponen un reconocimiento y aceptación, como principios que contienen y suprimen las diferencias en aras de una igualdad formal en las relaciones de la producción, del intercambio y de las relaciones sociales consideradas y aceptadas como necesarias para todos, es completamente fallido y estéril. Los nuevos movimientos sociales que se están gestando y desarrollando en la América Latina, ponen sobre el tapete la desligtimación filosófica y el desconocimiento de los ideologismos políticos de las clases hegemónicas para perpetuarse en el poder (Márquez-Fernández, 2000). La conciencia social recuperada por medio de las crisis del sistema, está creando las condiciones de reflexión y crítica política sobre las permanentes contradicciones y espacio de exclusión social que rebasan los contenidos uniformes de la consensualidad hegemónica.
Los problemas de tipo ambiental, ecológico, moral, éticos, contaminación, salud, enfermedad, hambre, guerras, etc., que ha causado la sociedad postindustrial, no solamente amenazan la vida humana, sino la vida natural del planeta. Esto es una consecuencia del inevitable agotamiento de un sistema de producción que se entiende como esencialmente contrario a los principios de la vida. Y son esos principios y derechos a la vida, los que están despertando estas otras consciencias que por siglos se han visto sometidas a la hegemonía filosófica e ideológica de las ideas de las falsas conciencia.
2. La ineficacia participativa en la democracia representativa
Los poderes hegemónicos del Estado y la sociedad neoliberal, requieren de un corpus o sistemas de transferencias y concentración de poderes, que le permitan un “armónico equilibro” entre las diferencias de clases. La consensualidad que produce la hegemonía, está dirigida a cohesionar las relaciones sociales en obediencia a ciertas normas socio-políticas y jurídicas-institucionales que le permiten al pueblo o ciudadano, orientar el ejercicio de su poder necesariamente a favor del poder constituyente de los poderes sociales, políticos y económicos.
Ese sistema de relacionalidad e interrelacionalidad entre los ciudadanos y las transferencias de poder por medio de alianzas, estrategias, compromisos, decisiones, acuerdos, sea de grupos, partidos, organizaciones, movimientos, debería corresponder a una concepción del poder a partir de la participación de unos y otros, en un poder para todos, que nos permita entender que el poder como origen y destino del sistema y los procesos de los comportamientos democráticos, está subordinado y responde a los cambios de escenarios y de actores. Es decir, el uso del poder y la dirección que se le dota, estará en una dinámica de alternancia entre los actores políticos reconocidos como tales, en un juego de relaciones más libres e igualitarias que permitan establecer las normas, leyes y valoraciones en razón de un efectivo diálogo racional y consensual (Márquez-Fernández y Díaz Montiel, 2005).
Sin embargo, la realidad social es otra cosa. Se percibe, por el contrario, una concepción funcional y progresivamente radical del uso de la fuerza del poder en la sociedad, sólo por parte de aquellos que tienen el reconocimiento explícito para convertirse en un funcionario público del poder. Se trata de situar el poder en el sistema, repetimos de interacciones que se preestablecen por medio de un concepto de democracia que sugiere una libertad para actuar como sujeto y portador del poder, pero de igual manera, no como impositor(es) de la fuerza del poder. La participación política inducida le otorga a este sistema de transferencia, rotación, movilidad del poder, tejidos o puentes, que le permiten al actor pasar de un lugar a otro de la gestión pública del poder. Pero esta concepción del poder como espacio público abierto a la participación se ve autorregulado por el orden interno de donde el poder adquiere su fuerza y su dirección: la hegemonía de la clase. Será, entonces, desde esa hegemonía que el poder recibe no solamente su categorización y universalización, sino su valoración. En el primer sentido, el poder como categoría sugiere la idea de ser un fenómeno concreto de la realidad existente que funda cualquier relación entre los ciudadanos. Al menos es la idea positivista de que el poder reviste toda la realidad de la acción. Quizás sea muy discutible esta afirmación categorial del poder, para asumir que de igual manera es valido el poder político como el poder moral, el teológico como el metafísico. El asunto es la contextualidad subjetiva que sirve de arco y tensión al poder, al ser considerado como una manifestación de la voluntad y del deseo, del interés económico y de la conciencia de clase. El poder en sí mismo no es objetable en su dimensión práctica; sino desde la práctica intersubjetiva por la cual el poder logra sus fines y contenidos. Es allí, donde se reflejan las relaciones de poder de quienes usan el poder en su representación democrática. Se sugiere que el auténtico poder, el poder para el “Bien” de todos los ciudadanos de una sociedad, es el poder que puede ser asociado con la forma y expresión de la participación democrática.
Luego, el juicio lógico de que el poder democrático, o el poder de la democracia, es una forma de poder a la que todos pueden acceder y compartir, es la idea de la democracia en común para todos sin distingos o diferencias. Sin embargo, este juicio es completamente apriorístico y trascendental, porque el poder en su acción y/o fuerza siempre está situado en el orden material de su aplicabilidad. Si no dispone de estos dispositivos materiales de aplicabilidad, ese poder es un antipoder que tiende al absurdo o a su concepción metafísica. Es la forma errónea del uso del poder. Por ello es que el poder adquiere una cierta ciudadanía que le permite su ejercicio y su reproducción, si se considera que el poder a la participación social, es un poder para actuar desde principios o juicios donde la democracia porta valores particulares de justicia, equidad, igualdad, que deben ser interpretados por las prácticas colectivas de la ciudadanía.
Pero la democracia, considerada como un predicado del sujeto que es el actor del poder, requiere una definición que le de un complemento a su acción subjetiva y a la interacción intersubjetiva (Lewkowics, 2004)). Y el pensamiento filosófico e ideológico de la Modernidad entiende que este tipo de poder democrático es equivalente a la democracia del poder de las representaciones. La sustitución de un poder originario que le corresponde a todos los ciudadanos, más allá de las alianzas preconcebidas, termina siendo subyugado por medio de otro poder impositor que se vale de un solo sentido social en la dirección del poder para absorber a los otros, bajo la ideología de la participación. Es preciso, entonces, considerar y entender que el poder de la democracia representativa es la fase más culminante y elaborada de la hegemonía del capitalismo neoliberal en la actualidad. No se puede presumir de un sistema abierto de transferencia y rotaciones del poder, de uno a otro lugar de los espacios interinstitucionales de la política, con el propósito de generar relaciones de control y dominio a través de la concentración de cualquier sector de la sociedad al que se le impone la circunscripción de su poder al poder representado, bajo la consideración de un concepto de democracia que sirve de representante a la ideología del poder de la clase burguesa directriz de la sociedad, sobre las otras directrices que están imposibilitadas para el desarrollo de sus fuerzas.
La democracia representativa sirve de encubierta filosófica e ideológica del poder de la política neoliberal, en una sociedad que se promueve como plural y diversa, pero que se rige por la impositiva ley de compartir el poder por cuotas de poder, fracciones o segmentos de poder, entre quienes gracias a una guerra por el poder instauran una equivoca concepción del poder al que aspiran a participar los opresores de esa fuerza y los sumisos por esa fuerza (ROIZ, 1996). Es obvia la relación de debilidad que portan los sumisos que son inducidos a reconocerse en el espejo ideológico del poder de las clases dirigentes, que presumen que es suficiente participar de esa apariencia del poder que deben reproducir los sumisos para garantizar la permanencia de un orden democrático que termina censurado y reprimido por el mismo orden de poder que le sirve de desarrollo.
Es una de las más grandes contradicciones de la sociedad neoliberal: el poder de la democracia en su relación con la representación deja fuera del poder ciudadano el auténtico ejercicio del poder democrático, en vista de manejar un preconcepto del poder establecido, y que de ningu na manera podría estar al servicio de una praxis libertaria. La posibilidad de transformación del poder representativo en poder directo para quien está representado, es otra lectura del poder político por parte de la democracia social donde la participación de todos es lo que hace de la democracia un espacio para relaciones e intermediaciones de mayor proximidad: la única forma de aprender a ejercer la fuerza del poder para pensar, actuar e interrelacionarnos con otras reflexiones ciudadanas donde el ejercicio del poder democrático es constituyente de la voluntad popular para actuar de todos y cada uno de los integrantes de la sociedad.
Las fracturas hegemónicas del neoliberalismo son consecuencias lógicas de su incapacidad para resolver la contradicción en la que sitúa la relación de poder entre democracia y representación, en la autoconfirmación del poder de la fuerza frente a la democratización de la fuerza del poder a partir del uso que hace de éste el colectivo social que entra a formar parte de estas prácticas políticas y de los roles sociales del poder. La supresión de la democracia representativa puede interpretarse como el primer acto de poder liberador de la clase desposeída y subordinada por el poder impositor que se desprende de las esferas económicas y jurídicas de las clases dominantes, que están al servicio del orden coactivo más que a los derechos de participación de la mayoría; que, en este presente histórico, dan inicio a procesos de resistencia, desobediencia e insurgencia, que resultan de la oposición cultural a la ideología burguesa.
3. La exclusión en la sociedad de clases y la anulación de los derechos humanos
El poder de la democracia representativa es la representación material del poder de las clases gobernantes dirigentes. El Estado neoliberal tiene la misión filosófica e ideológica de servir de estímulo reproductor a los intereses de las clases que logran integrar a sus fines, homogeneizar a los otros grupos sociales opuestos y/o aliados que aceptan formar parte de su status quo.
La posibilidad de lograr una síntesis de las clases sociales, a través de un Estado nacional de corte hegeliano, absoluto y universalista, es decir, un Estado supresor de la relación dialéctica de los sujetos oprimidos a quienes se les confisca su libertad, implica que la sociedad de clases es cada vez más una sociedad excluyente de esa clase, en el sentido de la pertenencia y del reconocimiento de la clase como conciencia para sí. Es decir, la adopción a la clase social gobernante no transforma de manera alguna a esa clase adoptada, a ese status de clase inclusiva con la que se pretende justificar una jerarquía superior en el orden de las clases sociales. A quienes por definición económica y a su lugar en la producción, no pueden dejar de pertenecer a las periferias o márgenes de las clases inclusivas, sin poder renunciar al contexto de exclusión que se desea superar por medio de la inclusión. Entonces, el ideal de la transformación social de la sociedad neoliberal, pasa a ser el proyecto de redención política de las clases subordinadas al desear alcanzar por medio de la negación de la conciencia de su clase, un nuevo estatus ontológico en el sistema de la producción y reproducción material que sirve de soporte al capitalismo neoliberal (Dieterich, Dussel et. Al., 1999).
Es un salto imposible de dar sin morir en el intento. El proceso de resocialización que impone el poder de la lógica del capital al querer transformar todo en mercancía, se puede observar a través de un análisis comparativo: no permite convertir de facto a la clase dominada en parte de la clase dominante, a la clase asalariada en una clase rentista. Ni siquiera el socialismo se puede trazar como misión histórica este tipo de transformación de una clase en otra, sin que desaparezcan las condiciones de explotación social, el fetiche de la mercancía y la plusvalía. Se trata de que desaparezcan las clases y los orígenes de la formación económico-social de clases sociales dominantes, es decir, en una sola palabra, la explotación del hombre dominador sobre el hombre dominado.
Precisamente, la trampa filosófica e ideológica en la que caen las clases subordinadas a través de la concepción individualista de los derechos humanos de las clases dominadoras, es que esta ilusión óptica sea una realidad posible. No lo es. Los derechos humanos en la sociedad neoliberal responden a una construcción de autodefensa de la sociedad neoliberal para salvarse de la mala conciencia de la destrucción que ha generado la racionalidad instrumental o científica en el desarrollo y progreso de la tecnología en el mundo y en la sociedad (Hinkelammert, 2006). También porque políticamente la aplicación de los derechos humanos se ha convertido en la justificación de un poder para legislar las condiciones de vida de los seres humanos, de acuerdo a las razones humanitarias de quienes buscan imponer que se acate coactivamente su concepción de los derechos humanos.
La propuesta de una sociedad de clases donde no existan clases ex cluidas, no resuelve el problema de la inclusión social al interior de una sociedad de clases que por sí misma es autoexcluyente. El discurso ideológico de la lógica del poder capitalista, genera unas premisas argumentativas que se basan en el convencimiento de que políticamente es factible reinsertar en las contradicciones de una sociedad de clases un elemento de superación de esa contradicción: es un principio lógico que tiende al absurdo racional de la propia racionalidad capitalista.
La organización económica de la sociedad de clases responde a las relaciones de producción capitalista de la mercancía y el fetiche, la plusvalía y el intercambio desigual. La adhesión de una clase a otra es solamente un momento de la configuración de una clase dominante que se abre para absorber la fuerza laboral que requiere para incrementar la productividad, que es la ley económica que mueve todo el sistema. La suposición de que es posible la inclusión social en una sociedad de clases sin perder o desconocer la clase de origen, es un recurso de la retórica de la consensualidad para cooptar a las clases subordinadas sin suficiente disidencia para resistir, enfrentar y vencer a la hegemonía. Una posible inserción –más que inclusiónde las clases subordinadas en los espacios de relacionalidad hegemónica trae como consecuencia el tremendo peligro de convertir a una clase desclasada en oponente de su propio origen de clase y de otras clases marginadas, más que una clase aliada a las clases reprimidas.
En su lucha por el ascenso social, el espejismos de la inclusión social a través de los derechos humanos, repolitiza una relación de fuerza y un interés por el poder, que recluye a las clases subordinadas o marginales en su propia expropiación de la clase que le sirve de referente en el sistema económico que es causa de las contradicción de las clases sociales. Se podría afirmar que se logra el efecto perverso de la ley. Es decir, se termina actuando no contra el orden establecido de la sociedad de clases, sino en contra de la misma clase que se asume en libertad para transformarse. Pero, precisamente, el proceso de transformación de las clases sociales marginadas o subordinadas, en las relaciones de explotación y alienación a las que son sometidas estás clases, implica un proceso de interiorización donde se expanden la explotación y alienación de éstas.
Hay muy pocos indicadores de que la pobreza y la miseria de estas clases puedan o lleguen a desaparecer. Lo que se transforma son ciertas prácticas sociales de recomposición y pertenencia al sistema de clases, sin que ellas se transformen o desaparezca, sino que recrean nuevas formas marginales y de segregación. La importancia de esta realidad es que nos permite un estudio exhaustivo de esas relaciones de opresión y represión, alienación y explotación que se reforman permanentemente con el desarrollo del sistema económico, social y político del capitalismo, hasta llegar a sus momentos de crisis de crecimiento y expansión. Y son, precisamente, estas crisis del sistema las que permiten que los análisis efectuados sobre las reformas o transitorios cambios de las relaciones entre las diferencias o antagonismos de clases, le permitan a las clases subordinadas emprender auténticos procesos de cambios por medio de una praxis que resulta efectivamente revolucionaria por medio de praxis socio-políticas no reproductoras de los poderes hegemónicos de las clases dirigentes.
Es importante reconstruir los procesos de inclusión social que le permiten a la sociedad burguesa mantenerse en el tiempo, aun en el marco de las permanentes crisis institucionales que la azotan. Esta inclusión es una auto-exclusión de una clase a la antropología política de su clase originaria. La falacia del neoliberalismo capitalista consiste en eso, pues es lo que le permite reproducir la ideología del progreso que profesa la clase burguesa cuando considera que el único mundo posible lo es sólo en el marco del desarrollo del capitalismo. Pero la historia y la economía han demostrado fehacientemente la imposibilidad del capitalismo para reconvertir a la clase trabajadora en una clase no explotada, y, más aún, en una clase media en ascenso hacia la jerarquía de los poderes de la burguesía dominante. Siempre requiere de una masa social dúctil a sus propósitos, eso significa que por medio de la “inclusión” solamente se procede a asociar a la clase obrera al proyecto de la hegemonía en curso; pero, en modo alguno a una auténtica transformación de las clases antagónicas: quienes sufren esa extraña metamorfosis de convertir en plusvalía los productos que resultan del salario que reciben por el pago de su fuerza laboral, deben pensar su liberación en otros planos de la acción política que, a nuestro modo de analizar, no deben favorecer el repliegue de la conciencia de clase, sino su radicalización.
4. La economía de mercado neoliberal y la unicidad de clases
La crítica a la sociedad capitalista neoliberal, también debe concentrar las praxis sociales en una denuncia de la objetivación que sufren las clases trabajadoras en los procesos de producción y de consumo. Es sabido que de una u otra forma, esta es la “piedra de toque” que acelera y propicia el movimiento de desacato, desobediencia, insubornización que acompaña inicialmente los reclamos y denuncias sociales en base a las precarias condiciones de vida que sufren estas clases.
Precisamente, el objetivo del enfrentamiento social debe recuperar el valor estratégico de estas clases para la lucha política y la capacidad de convocar agrupaciones ciudadanas. Entonces, las condiciones laborales que les toca vivir y sufrir a las clases trabajadores, es vinculante con la generación de nuevas condiciones de participación donde la lucha económica no se convierta en una reivindicación y concesiones de beneficios salariales y de algunas prerrogativas de gestión administrativa o burocrática que les permita formar parte de la hegemonía. Esto obliga a las clases y sus representantes, a ceder en los principios y objetivos de las luchas cuando pierden la profundidad de la crítica al modelo sustantivo del mercado capitalista que le permite al sistema desarrollarse sin que desaparezca la marginalidad y alienación, a la vez, que conservar por medio de la ficticia “inclusión”, la insumisión o rebelión de las clases subordinadas como parte de la misma hegemonía que se cuestiona (De Sousa Santos, 2000). En más de una oportunidad las luchas sociales se han visto desvirtuadas y neutralizadas, desde este punto de vista o acomodamiento de la democracia representativa, al permitírseles un acceso oblicuo al sistema y les concede unas “cuotas de poder” completamente insuficiente para definir y enriquecer en su complejidad las praxis revolucionarias o emancipadoras.
La reflexión que se debe proponer, a la par de los activismos sociales por parte de las clases asalariadas, no debe perder la perspectiva, mucho menos la conciencia social, de que el mercado capitalista tiene gran capacidad para regular las relaciones sociales disidentes como otro mercado de intercambio, muy similar al intercambio de los productos económicos.
Esto es una extensión deshumanizante de la economía capitalista, pues la economía, básicamente, no está al servicio de los seres humanos, sino que es contraria al bien de éstos. Un proceso de producción para la creación de un mundo de vida dependiente de los valores y reglas de la economía como un proceso uniforme y rectilíneo del que se desprenden los otros procesos de interacción social, no es una garantía para el desarrollo de nuevas fuer zas sociales que se convierten en oponentes. Perder la capacidad de potenciar la oposición, en sentido dialéctico, la negación del sistema instaurado, por formar parte o ser absorbido por las relaciones de intercambio de ese tipo de relación económica, trae como consecuencia la pérdida del sentido emancipador de las praxis revolucionarias. Si bien no se puede saltar históricamente en el vacío al presuponer o subestimar el fuerte rol de asociación o integración que desarrolla la economía de mercado en la superación de los desequilibrios del propio sistema, la inobjetable verdad de este hecho real implica que las clases que se resisten a formar parte en la retroalimentación de ese orden de poder, deben plantearse nuevas estrategias de participación y co-participación que tienda a ensanchar las diferencias que deja el sistema abiertas y que no puede igualar, porque, precisamente, es en este espacio de las diferencias de las clase sociales, donde se hace posible el origen de las fuerzas y movimientos sociales que por la dinámica propia del sistema de exclusión, nunca podrán formar parte de una sociedad que está determinada por un tipo de economía social y política de esta naturaleza.
La lucha filosófica e ideológica en el campo de la economía social, contribuye a la creación de nuevos relaciones de derechos ciudadanos que desvelan la injusticia e inequidad del sistema hegemónico. La dirección de estas luchas a través de los diversos movimientos sociales, debe responder al reclamo institucional para disponer de un poder que les permita irrumpir cada vez más en las relaciones de producción capitalista, de forma tal que se afinen y adelgacen hasta su desaparición todas las relaciones de poder coactivo y represor que resultan de la economía de mercado del capitalismo neoliberal. No es solamente asumir el principio denunciativo o publicitario de hacer ver la pobreza y la depredación generalizada que causa este tipo de economía al hombre y el medio ambiente, sino que es de urgente necesidad infiltrar en sus estructuras de poder un contra poder que no consiente repartición de bienes en un orden de valores económicos donde se puede prescindir de prácticas de ética ciudadanas, donde las consecuencias negativas sobre el derecho a la vida y al medio ambiente afectan por igual a ambas naturaleza en su reproducción del mundo.
Desde este punto de vista, las luchas sociales y las praxis políticas de esas luchas, van a requerir de un discurso de la emancipación y de una teoría social de la justicia que provenga directamente de esos actores que están construyendo las formas anti-hegemónicas del poder neoliberal, y están creando las condiciones culturales para repensar de otro modo el poder de gobernabilidad del Estado y la aplicación de las leyes de una economía orientada a la sustentabilidad de la vida (Díaz Montiel, 2008). Al erradicar de la economía del mercado capitalista el axioma de la máxima ganancia en detrimento del máximo bien de otros, en este caso las clases asalariadas y los consumidores en general, se está atacando a una estructura de convivencia e interacción social insostenible por más tiempo. No se trata de reposicionar un discurso neomarxista de viejo cuño, se trata de reactivar un discurso crítico sobre el uso de los poderes de la política en una sociedad de mercado cada vez más globalizada, donde, precisamente, la pervivencia de las clases trabajadoras que sirven de infraestructura a este tipo o modelo de sociedad, están generando unos movimientos cada vez más contrarios al desarrollo lineal del sistema neoliberal que les está permitiendo conocer a través de las praxis de estos movimientos su capacidad para redireccionar los espacios de poder en otros sentidos que abren a la sociedad al conflicto y a la crisis de un modo casi inevitable.
Pero de esas crisis del sistema neoliberal, es que resulta esta otra clase política de las clases sociales tradicionales, ahora con un poder de dirigencia y convocatoria del que no habían podido disponer por formar parte sumisa o confesa de la hegemonía. El universo de descomposición estructural que se vive en estas clases de la pobreza más extrema tiende a deslegitimar el sistema de democracia plural y social del mercado neoliberal. La insatisfacción y la obstrucción que produce el sistema, y que impide liberar los espacios de acceso a la distribución y al consumo masivo del colectivo ciudadano, es una muestra de las perturbaciones que suceden en la economía de mercado que estimula el déficit e insuficiencia del sistema productivo para salir del consumo y abrirse a un intercambio más igualitario y con el menor de plusvalía para el sector de la producción privada.
La lucha por la conquista o recuperación de nuevos escenarios de movilidad y transformación social es un reto para las clases trabajadoras, que en este momento en la América Latina están dando muestra de una conciencia social que se estructura favorablemente como una conciencia práctica de luchas emancipadoras, donde la concepción antihegemónica del poder está situando esa lucha en el centro de las crisis del capitalismo neoliberal (Biagini & Roiz, Op. cit. 2007). Estas luchas por los cambios políticos son un resultado de las luchas económicas que se adelantan dentro de las relaciones del intercambio económico, pero a diferencia de otras luchas en otros momentos, las de hoy están más representadas por esa clase de trabajadores que están entendiendo que el poder reside en sus prácticas políticas y no en el poder que la hegemonía les reconoce desde sus estrategias de fuerza. Por eso esa lucha es una irrupción en las reglas de un juego donde el poder de las clases trabajadoras ha sido confiscado por el poder de un Estado que responde a los intereses de las clases que dominan económicamente.
5. De la emancipación ciudadana a las libertades políticas.
Para que se pueda considerar la existencia objetiva del Estado, como ente regulador de las relaciones sociales, se requiere que el Estado se auto represente a través de las leyes. Esto es muy bien sabido por quienes entienden los procesos operacionales y funcionales del Estado: para que el Estado cumpla con sus funciones y objetivos, es necesario que se cumpla una orgánica correspondencia entre la “estructura burocrática y administrativa” de sus instituciones y las relaciones sociales que se producen en la sociedad civil, que de alguna manera es la condición material y humana sobre las que reposan la vigencia de las leyes. Es interesante considerar, estas relaciones orgánicas entre esa dimensión casi puramente formal en la que está situado el Estado y los espacios societales de los que recibe la legitimidad de sus poderes.
El poder legítimo del Estado es un poder del que se vale el Estado para resguardarse de cualquier otro poder que se le pueda enfrentar, por mínimo y relativo que pueda presentarse en el escenario de las relaciones sociales. Es implícito este poder que emana de la norma a la que el Estado le debe su auto representación, porque la lógica jurídica deriva el valor político de esa norma de acuerdo a la capacidad de la misma para determinar, por la coacción, el valor de obediencia que le impregna el código jurídico (derechos) y que debe ser aceptado y obedecido por los ciudadanos. Pero en este enfoque positivista del poder por medio de la norma, se escapa de la interpretación el poder del que la norma emerge.
El Estado se auto representa, entonces, por medio de una norma universal que debe ser cumplida por todos los que forman parte de las relaciones sociales que le sirven al Estado para su reproducción; sin embargo, no todos los obligados por el cumplimiento de las normas a pertenecer al Estado, se pueden sentir identificados, más todavía, auto representados del mismo modo en que el Estado se auto representa. Parece que existe una grave contradicción en esa relación: i) entre el Estado y las normas de poder; y, ii) entre la autorepresentación del Estado y la no auto representación por parte del ciudadano en la auto representación que el Estado se fabrica a través del poder normativo del Derecho. El status del poder del Estado se visualiza casi siempre, como un status donde el poder se jerarquiza a través de muchas mediaciones que le sirven al Estado para cumplir con su rol regulador y/o dominante de la ciudadanía.
Es decir, el poder del Estado que emerge de un reconocimiento que logra la norma por medio de la identidad jurídica que le otorga la ley a los ciudadanos, es una relación que teje el Estado a partir de la obediencia de los ciudadanos con respecto a las normas; pero, no parece que se comprenda del mismo modo la correspondiente obediencia que le debe el Estado a estas normas. Y, más todavía, a otras normas que cada vez más emanan del poder de los ciudadanos para crear una autorepresentación incapaz de convalidar la representación política de la que se vale el poder del Estado para legitimar sus políticas públicas. Nos encontramos, entonces, en una severa contradicción formal y material del poder de las normas. En un primer caso, ninguna norma, por universal que pueda ser su pretensión, puede legislar tan objetivamente como lo considera el derecho positivo las subjetividades sociales. Éstas, en un segundo caso, casi siempre, escapan al dominio del poder de las normas para garantizar el control social.
Precisamente, esa fuga del espacio o escenario de los poderes constituidos pudiera pensarse que es la mejor praxis de la vida democrática de una ciudadanía efectivamente participativa, pues el poder, que recibe de la norma su legitimación, deriva de una diversidad de conductas sociales que concurren en el espacio público gracias a una multiplicidad de intereses y necesidades que buscan el reconocimiento político para poder avanzar en las transformaciones estructurales y orgánicas de la burocracia y la administración de los poderes del Estado. Vale decir que el auténtico poder político es el que se deriva de la interacción social, pues es desde este lado del Estado, entendido, según Gramsci (1974), como sociedad civil, que las propias praxis ciudadanas se desprenden, a veces pacífica o violentamente del poder del Estado, consecuencia de las continuas crisis del sistema. Lo que genera otros movimientos y dinámicas de las “políticas del poder” cuando éstas tienen su génesis en la ciudadanía. El impacto de esta gestión divergente del poder ciudadano sobre el “poder político” del que se vale el Estado para su auto representación, es notorio y público. Al cuestionar como inviable el modelo único de sociedad, democracia, política y ciudadanía, que se propone y justifica por parte del Estado hegemónico; al desconocer como insuficiente el modelo de auto representación del Estado, donde las identidades públicas y las auto representaciones sociales de la ciudadanía, son excluidas del universo de la pluralidad de poderes que deben formar parte de la política, y, a su vez, de la gobernabilidad del Estado; entonces, éste se hace precario para reproducir la auto representación desde la praxis política de cada ciudadano en su colectivo social e institucional.
La intervención e interpretación que sufre el poder político del Estado, por parte de otros actores sociales con otras identidades y auto representación ciudadana, tiende a desfundamentar en el tiempo el poder hegemónico del Estado. Son estas nuevas ciudadanías con roles sociales que resultan de la desobediencia y el desacato a las normas impuestas por la “juridización” del Estado, lo que permite considerar la validez de la hipótesis acerca de la minimización del Estado, en aras de un poder cuyo origen está en la auto gestión de la ciudadanía para crear más allá de la tutela del Estado, otro orden normativo para una genuina y más espontánea socialización de las conductas y las regulaciones de los poderes políticos que se deben cumplir.
La acción emancipatoria es en sí misma, una acción que tiende a la libertad. No se puede entender pragmáticamente de otro modo. Eso sería contradecir su propia definición, no solamente en términos de conceptualización; sino, más aún, en términos de la praxis social que la compromete. Si es en el campo de la acción política donde es posible pensar, hablar y realizar las libertades políticas; es, entonces, en la acción de los sujetos y movimientos sociales donde se deberá desarrollar tanto las teorías de la emancipación, como las praxis emancipadoras. Eso tiene una gran relevancia cuando nos situamos en el campo de las acciones y proyectos por redefinir: solo entonces las relaciones de poder a través de los medios del poder que se consagran en los derechos constitucionales del Estado moderno se tornan accesible a la ciudadanía.
En un primer momento, urge un resituar a la sociedad civil de cara a la formación ciudadana. Eso debe pasar por una cultura de la participación que todavía está por construirse por fuera del propio Estado y de sus instituciones. Es decir, a través del Estado hegemónico el proyecto emancipa dor queda absorbido en su propósito debido a la capacidad orgánica del Estado para convertir en parte de sus políticas públicas cualquier disidencia. La fuerza de la que se vale el Estado para hacer este tipo de absorción al interior de la hegemonía proviene de su dominio de la esfera del mercado y la publicidad, donde demuestra sus mayores resistencias al cambio y a las críticas. La sociedad moderna ha desarrollado las fuerzas del capital más allá del proceso in situ de la economía, las leyes del mercado han saturado la convivencia y las representaciones sociales, y vienen formando parte de ésa auto reproducción de la imagen de un Estado empresarial y rentista.
En un segundo momento, es imprescindible re-evaluar las axiologías políticas de los sistemas de creencias y legitimidad del Estado moderno. Se requiere de una aproximación al otro desde categorías existenciales donde el otro se abre en su pluralidad a la coexistencia de relaciones políticas que deben ser asumidas por todos. Es indiscutible que se debe cumplir con la tarea de superación del individualismo de la actual sociedad del consumo. La sociedad es un sistema de relaciones compartidas. Es en ese sentido que el pensamiento emancipador en sus praxis emancipatorias, es valorativo y no puede entenderse como una acción descomprometida que renuncia a los valores clásicos de la política, pues requiere de su contextualidad histórica y cultural. Estas valoraciones, a diferencia de las axiologías positivista y trascendentalistas, que colocan el fin de la acción en un indeterminado presente o promesa futura, se hacen evidentes y efectivas a partir de las condiciones de vida de quienes conviven en una realidad compartida. La creación de valores surge de la necesidad de comprender el sentido de las experiencias por medio de actos cuya significación genera una comprensión sobre el valor del acto en su contexto. Lo que supone la existencia de una amplia gama de valoraciones que van de lo particular a lo general al momento de interpretar las normas y el orden de poder que se constituye a través de la norma, para dirigir las relaciones sociales. Ese poder está sujeto a criterios de valor, pues es necesario razonar los juicios que sirven para la argumentación de su aceptación o negación.
Acá aparece la mediación del discurso para la comprensión de la realidad política donde se insertan los sistemas de valores del poder. Se deberá, entonces, apelar a la argumentación más racional de las formas de pensar y hacer la política desde el Estado y por quienes se encuentran desalojados del poder del Estado. Serán los desalojados o desposeídos de esos poderes los que tendrán que repolitizar el Estado y reformular axiológicamente la dirección social de los poderes políticos. La reconstrucción ética del poder político que sirve de asiento a la legalidad del Estado, va a requerir de una reflexión del poder donde la moralidad cívica es la que conformará la voluntad de una ciudadanía para la crítica institucional de este tipo de sociedad instrumental.
La vía del discurso público es la vía más expedita de la que dispone la ciudadanía para la construcción de la conciencia emancipadora posible. Este es uno de los principales desafíos que se le presenta a la ciudadanía emancipada, pues es a través de la argumentación racional de los déficits de la política que se puede hacer evidente, a la conciencia de las clases dominadas, el orden de poder del Estado hegemónico. En este sentido la acción participativa en las relaciones democráticas del poder, deberán entenderse como prácticas discursivas que permiten el acceso a más de un actor y a más de un interlocutor en la reflexión y discusión sobre los objetivos que se deben alcanzar en un orden de convivencia democrática, donde el espacio de poder que ocupa el Estado hegemónico debe ser re-evaluado moral y discursivamente. La crítica que subyace en el análisis de las problemáticas y los conflictos sociales, en el desarrollo discursivo de la política, fractura frontalmente el dominio de poder de los poderes públicos del Estado hegemónico. A esa fractura sigue una desfragmentación y reacomodo de los espacios de participación social, que van a estimular la incidencia de otros discursos a los que no se les reconocía el derecho a la palabra; es decir, para actuar en las diversas formas de auto representación del Estado por medio de una participación ciudadana mucho más diversa y plural. Ahora los poderes públicos del Estado deben responder a las diversas subjetividades que presionan con su presencia en la toma de decisiones y en la generación de una opinión pública que saca al Estado del ámbito natural de la sociedad política para situarlo en el ámbito deliberativo de la sociedad civil.
La ciudadanía emancipada es protagonista del rol de la política, sólo en la medida en que sus praxis políticas crean posibilidades para interactuar en relaciones sociales que garanticen la libertad para actuar y participar. Pero esa libertad va a depender de las tensiones sociales que se hacen presentes en la política. Es necesario ese reconocimiento de la determinación de la libertad por parte de las tensiones sociales o condiciones materiales del poder, precisamente, porque las dinámicas de la política se fundan en las luchas sociales y en un proyecto de porvenir que hace posible estas luchas y su constante superación, en razón de los factores subjetivos que forman parte de la política. El uso de las libertades políticas requiere de un espacio público que brinde la oportunidad de abrir ese abanico de posibilidades que es la sociedad como escenario de encuentros y de auto representaciones para la discusión, deliberación, consenso crítico, a favor de las mayorías. Es la idea principal de la ciudadanía emancipada al deshacerse del rol represor del Estado hegemónico. Las relaciones sociales de este tipo de ciudadanía son normadas por valores de convivencia comunitaria. Se despliega en el tejido social creando sistema de redes organizacionales que permiten una mayor flexibilidad en la toma de decisiones, porque se introduce el derecho a la información y a la comunicación sin prohibiciones o censuras.
Es mucho más orgánica la relación de poder entre este tipo de ciudadanía y las normas políticas del Derecho y del Estado, pues en todos los casos ambos se constituyen para responder al desarrollo social y el bien común de todos. La experiencia de una ciudadanía que entiende la emancipación como una praxis social que está al servicio de la realización de los ciudadanos, busca generar un comportamiento cívico en correspondencia con la creación de los valores políticos y derechos humanos de una democracia cuyo poder para legislar pudiera definirse como el poder del que todos deberán disponer para gobernar. Una democracia gobernante en oposición a una democracia representativa, sugiere la idea de un poder que se gerencia en función de la auto gestión para su uso entre los ciudadanos de la sociedad. Es decir, se establece el principio de un derecho político que permita el respeto a la participación autónoma y libre de coacciones para cada uno de los ciudadanos. Eso afecta directamente la división entre Estado y sociedad, en cuanto que el poder no es vertical sino horizontal, y desaparece la organización jerárquica de los poderes constituidos, porque todos ellos están en relación con las praxis sociales que le dieron origen.
Los poderes se estructuran y reestructuran, de acuerdo a las múltiples dinámicas sociales que son no lineales sino discontinuas, porque las libertades políticas le sirven a la ciudadanía para actuar directamente de acuerdo a las transformaciones que generan en el espacio de la política sus propias acciones o relaciones sociales. La conflictividad que reproduce el Estado hegemónico, entre los derechos y poderes públicos de los que depende su dominación y las interacciones sociales, debido a que este tipo de Estado es un ente represor y opresor de las dinámicas alternativas de la ciudadanía, tiende a minimizarse considerablemente por parte de una ciudadanía que opta por la emergencia insumisa y el desacato, pero, a la vez, por el discurso de una racionalidad política que pretende crear otros horizontes éticos y de moralidad ciudadana que le permitan superar los reduccionismos del poder.
Estas nuevas relaciones son receptoras de otras expresiones normativas del poder y su forma de valoración. Ya no es el Estado quien sanciona por vía jurídica la aplicación del poder; se trata ahora de una concepción y praxis del poder que tiene su origen en la acción ciudadana del colectivo social en su más amplia diversidad de clases. Se trata de impulsar las praxis sociales de una filosofía antihegemónica que permita liberar la política en la medida que ella está al servicio de las clases marginadas que procuran configurar su auto representación a través de la ciudadanía. Recuperar la praxis política para la recreación del Estado por medio de la participación ciudadana, es el proyecto político de la ciudadanía emancipada. Imprimir en la política la fuerza social para los cambios de la institucionalidad del Estado, significa que los nuevos actores de la política entran en escena para asumir el poder de la ciudadanía como el poder más relevante capaz de ser reconocido normativamente.
El espacio público se recupera para una ciudadanía que tiene un proyecto discursivo para establecer un diálogo político, ético y comunicativo frente a las clases tradicionalmente dirigentes del poder del Estado. Las libertades políticas tienen que ser aprovechadas estratégicamente para la construcción de la conciencia emancipadora, que resulta de la interpretación y de la lucha ideológica con las clases hegemónicas. El incremento, por medio de la crítica política, de las praxis sociopolíticas del colectivo social excluido, que asume la resistencia frente a los ataques de los sectores dominantes, profundiza la sensibilidad social de la resistencia para comprometer a otros sectores y colectivos sociales en este proyecto de ciudadanización del Estado y hacerlos capaces para reflexionar y discernir oportunamente acerca de las tendencias progresivas y regresivas de quienes manejan el poder. Es el punto de génesis de la experiencia por el cambio social que asume una ciudadanía cuando comprende que la lectura histórica del momento viene acompaña de los procesos de crisis de la propia hegemonía instaurada.
Esta falta de la hegemonía como unificadora de la totalidad social, nos hace comprender el proceso dialéctico que se instaura en la comprensión de las acciones y los poderes de la política, que por más orden coactivo que lo auto represente, nunca puede llegar a constituirse en un orden de poderes incuestionables. Su incapacidad para normar la subjetividad social en uniformidad con los objetivos prácticos de la economía de mercado y de las leyes neoliberales del consumo y la producción, convierte a la totalidad hegemónica del Estado capitalista en un sistema susceptible a padecer procesos de crisis que tienden a desarticular el equilibrio de un sistema que es incoherente e inconsistente con sus propias leyes. Es decir, en otras palabras, el sistema o modelo social es contradictorio en sí mismo. No se puede lograr la justicia social sin la equidad económica y sin la igualdad política, sin subvertir la convivencia ciudadana que se alienta por medio del discurso ideológico de la hegemonía.
A partir de las libertades políticas se crean los escenarios normativos y discursivos, presuntamente racionales en el sentido dialógico de la comunicación con el otro, que van a darle la oportunidad a las diferentes clases sociales, actores, grupos, colectivos, instituciones, de formar parte en la dirección del poder y en el desarrollo de una opinión pública que les va a permitir, por medio de la diversidad de códigos de conducta, compartir las experiencias comunales en la toma y decisiones del poder político. Esta diferencia es la que marca la separación y superación del Estado hegemónico a causa de la organización, el reconocimiento y auto representación de los individuos como ciudadanos de una polis. En esta perspectiva, el poder ciudadano sería el auténtico poder constituyente del Estado. Es decir, se desconocen las relaciones de fuerza entre Derecho y Estado, y ahora se considera la existencia, manifestación, y expresión del poder a partir de la aptitud que adopten los ciudadanos frente al uso que se requiere hagan del poder en sentido ético y moral. Al desaparecer el encubrimiento de la realidad que es una consecuencia lógica de la ideología que destila e infiltra la hegemonía en el tejido social alienado; entonces, el individuo es libre para lograr los acuerdos y los consentimientos independientemente de las fuerza inherente al poder. Es más, el uso de la fuerza del poder queda reconvertida por mediación del discurso, en la razón dialógica que se promueve desde un horizonte social donde la política es un derecho a la participación de todos en la construcción de la democracia. Desde ese momento los derechos humanos que se conquistan, por ejemplo, entre otros, como el de la justicia social, se convierten en valores humanos representados normativa mente en una sociedad civil que permita las convivencias prácticas que le dan sentido a la política y a las acciones intersubjetivas de los ciudadanos.
6. La praxis política de los movimientos emancipadores
El pensamiento emancipador de los insubordinados, críticos, disidentes del status quo del capitalismo neoliberal, deben ir creando desde su referencia de clase social un espacio institucional donde hagan receptora a la sociedad civil de sus demandas y solicitudes.
Esa incorporación a un escenario de praxis políticas debe perfilarse desde una noción de fuerza social y poder ciudadano que conlleve un movimiento plural de participaciones de quienes se sienten y están desasistidos de los derechos humanos que publicitan la clase hegemónica como iguales para todos. Esas acciones se deben organizar a partir de un aprendizaje cultural del ambiente social y tradicional de las clases; primero frente a las clases hegemónicas, como sugerimos; luego, frente al Estado como ente que aglutina en su seno todas las relaciones sociales que reconocen su legalidad y legitimidad (Miller, Salazar y Valdés Gutiérrez, 2006).
Este enfoque propone situar en una relación de fuerzas las fuerzas sociales que definen y orientan las prácticas políticas. No se puede avanzar en el cambio social si antes no se sabe con qué se dispone para ese avance y por dónde avanzar. Una fuerza social disminuida por la dominación; es más, incorporada a favor de la dominación como beneficiaria de alguna “cuota de poder”, pierde el sentido de la movilidad que le otorga su fuerza para la praxis contestataria.
La reconcentración social de la fuerza de las clases subordinadas, al interior de las prácticas de sus tradiciones culturales, nutre el imaginario de resistencia y de emancipación de los movimientos sociales que buscan escenarios de aparición donde su capacidad para la intervención pueda lograr que, poco a poco, vayan cediendo los regímenes de fuerza coactiva del sistema. Precisamente, este rol de fractura y ruptura que debe cumplir el nuevo actor o sujeto emancipador de los movimientos sociales con tradición de clase, va a ir respondiendo, en su aprendizaje, a formas de praxis donde se logre el mayor número de participantes y simpatizantes por fórmulas colectivas y locales de integración por parte de los sectores excluidos de la sociedad.
El reclamo por un nuevo orden de participación socio-política, genera en el status quo un malestar e inseguridad con respecto a su capacidad para generalizar las reglas de la gobernabilidad impuesta. Se requiere desactivar o invalidar ese orden normativo de la gobernabilidad formal del Estado neoliberal, que está en relativa capacidad de ofrecer ciertas variaciones en las modificaciones de las relaciones de fuerzas hegemónicas, pero que resultan completamente insuficiente para activar de manera efectiva la incorporación de las clases subordinadas en la gestión pública del ejercicio del poder.
Este reconocimiento de las clases subordinadas como participantes formales en las relaciones políticas, debe potenciar el crecimiento del poder de estas clases para hacerse proporcionalmente de más espacio de participación y, en consecuencia, de mayores oportunidades para ampliar su poder. Significa esto que en la sociedad neoliberal hay que tener una estrategia antihegemónica que permita la emergencia y consolidación de un contra poder desde las relaciones de poder instauradas por la misma hegemonía. Esa vía hacia otros accesos del poder se realiza participando como clases y pueblo en el marco de la institucionalidad política de la hegemonía, pero con el propósito de ir incrementando los procesos de aprendizaje cultural y de tradición de las clases en oposición a los valores de las clases dominantes.
Al final, nos encontramos que la lucha política es una lucha de valores entre concepciones culturales y de prácticas ciudadanas que deberán corresponderse al desarrollo de esos valores culturales con el interés de construir una ciudadanía donde el orden democrático sea garante de éste y de los valores culturales de otras clases (Fornet-Betancourt, 2003). El intento es crear un espacio público donde la transformación social y estatal de la política, pueda contribuir a una genuina inclusión que respete las diferencias de todos. Una democracia de este tipo antihegemónica y con sentido emancipador, se propone proyectos de ciudadanía donde el colectivo social esté dotado de las condiciones materiales, las capacidades cognoscitivas y las facultades racionales, para poder repensar la política desde una noción de Estado y de poder mucho más coparticipativo.
Lo que pudiera considerarse como un ideal abstracto de la política por imposible y utópico, es una práctica concreta de lo que puede resultar un proyecto de vida pública que inspire las praxis políticas en sentido libertario, que demuestre que la emancipación ciudadana no es un programa cerrado de interacción social de una clase que pretende contener el resto de la sociedad, lo que implicaría una visión totalitaria de la sociedad; sino, por el contrario, un escenario para la pluralidad donde el conglomerado de la ciudadanía se propone metas y fines, objetivos y propósitos, que hacen del proyecto de vida social un reconocimiento por parte del poder político del Estado.
O sea, que el Estado debe ser un ente de fuerza, poder y gobernabilidad, en permanente correspondencia con la fuerza, poder y gobernabilidad que emana del pueblo. Quizás esta es la principal diferencia de las praxis emancipatorias con respecto de otras praxis políticas que conviven en el Estado neoliberal, que no tienden ni mucho menos proponen, un acceso al espacio público desde el reconocimiento de las libertades personales y culturales de los grupos sociales. Sino, por el contrario, se proponen regular el universo de esas praxis a partir de esquemas o patrones de participación, donde las conductas colectivas quedan enmarcadas en el sistema de leyes con las cuales el Estado adquiere la competencia soberana para imponerlas coercitivamente. Luego, la lucha social se transfiere a otro escenario de acción para las praxis políticas, puesto que éstas están invalidadas a priori desde el punto de vista de los principios formales y objetivos de las leyes del Estado, y de ningún modo desde los principios subjetivos de la colectividad o ciudadanía pública, que es de donde el Estado debería adquirir su sentido institucional y político. No es poca la inversión que deben realizar los movimientos emancipadores en esta reconceptualización y reinterpretación del poder político y de las praxis públicas que deben ser ejercidas en un contexto de democracia participativa o directa.
Esta inversión de las fuerzas y del poder instituido, libera a la sociedad y al poder del Estado del sistema de poder que lo coacciona. Es una noción del poder basada en las relaciones sociales intersubjetivas de la ciudadanía, que nunca responden ni pueden acatar el orden dogmático de la norma, sino que están en un pleno desplazamiento dialéctico a la hora de interpretar los valores normativos del Estado. Más allá de la división de clases de las sociedades, aparece en el escenario de la política otro orden social como un orden de relaciones no jerárquicas donde no es posible justificar el mantenimiento de las clases sociales que sirven de sustento a la economía, el mercado y el derecho del capitalismo neoliberal. Será éste otro orden político donde se pertenece a la “clase” de la ciudadanía pública donde el Estado reconoce su presencia y su participación institucional de un modo correlativo (Sarmiento, Mocayo, Restrepo et al 2001). La flexividad y reflexividad que se logra de la política a través de los diversos actores y movimientos sociales, es mucho más compleja y dinámica en el sentido emancipatorio de la fuerza y del poder, por parte del colectivo ciudadano. Lo que permite resituar, permanentemente, en las esferas del orden y la dirección antihegemónica de la fuerza, los diversos puntos de interrelación social que activan las praxis sociales.
La concepción emancipatoria de las clases sociales subordinadas, a través de unas estrategias de organización y movilidad social mucho más cónsona con las demandas de identidad y reconocimientos públicos, despliega ante el Estado otra dimensión en la que se ve obligado a exteriorizar sus fuerzas y su poder. No es el propósito sobreponerse al dominio del Estado, sino, por el contrario, sacar el Estado de su centralidad y uniformidad a relaciones de intercambio donde el poder institucionalizado políticamente se ve afectado por otras variables de fuerzas y de participación (CHÁVEZ y OCAMPO, 2007). De igual manera, por otras valoraciones de los fines del poder y sus resultados en el ámbito de una ciudadanía que se desarrolla en una sociedad muy sensible a la conflictividad, cuando se la considera solamente como hilos de un tejido social que se comporta obligado por el derecho y los controles sociales. Ya no es suficiente la disciplina de los partidos o de las instituciones tradicionales como la Iglesia, las universidades, los gremios, los militares, para considerar el orden democrático como un sistema de coacciones entre éstos y otros espacios de control social.
Se trata de superar, a través de una participación interactiva entre las clases subordinadas, los esquemas filosóficos e ideológicos doctrinarios de la racionalidad o episteme política del Estado neoliberal, que tiende a neutralizar y evadir estas fuerzas contestatarias. Las alternativas que se construyen parten de la premisa de una teoría de la justicia social que reconozca no solamente la presencia de un individuo que ha permanecido anónimo o ausente de la praxis política, sino también la contextualidad de ese individuo con su entorno natural y cultural. Existe una simbiosis entre el mundo cultural, natural y la política. Los nuevos actores y movimientos sociales son portadores de otro orden simbólico y lingüístico, la reconceptalización de la política y la nueva hermenéutica que se cierne sobre la interpretación de los poderes públicos, le otorgan a éstos actores y movimientos un escenario muy propicio para el diálogo y la crítica. Se sienten y conviven implicados en relaciones sociales que ya no les proveen de las pocas y pobres condiciones de los beneficios sociales siempre prometidos y nunca cumplidos.
De ahora en adelante estos actores y movimientos recuperan para sí una capacidad mediática, expresiva, discursiva de hacer la política desde la debilidad y marginalidad en la que habían estado sumidos. Esa debilidad se convierte en resistencia potencial para organizar e inducir en el tiempo alternativas de producción y consumo más colectivizadas; inversión en infraestructuras de quienes han subsistidos oprimidos y excluidos por el sistema. La marginalidad se convierte en la presión social que genera el desasistido hacia el interior de un Estado benefactor que ha fracasado en su rol, pues ahora se trata de desconocer políticamente la validez de ese Estado para resolver los problemas de exclusión y marginalidad, que solamente los excluidos y marginales pueden saber cómo resolverlos. Es decir, las repuestas a la conflictividad social en la que permanentemente el pueblo o la ciudadanía, se desarrolla a partir de las contradicciones del sistema, parece que únicamente podrían ser resueltas por el propio pueblo o ciudadanía objeto de esa exclusión y marginalidad. Y se trata de eso, de demostrar que el fracaso del Estado neoliberal capitalista, reside en su incompetencia para resolver la conflictividad política que tiene su origen en la sociedad de clases en la discriminación y la segregación. Producidas las causas en las que se sustentan las contradicciones de clases: la praxis liberadora no la porta las clases dominantes. Esa praxis le corresponde histórica y culturalmente, a las clases subordinadas o alienadas. Son éstas, entonces, las que deben construir las nuevas relaciones sociales desde su alteridad… devastada por la destrucción de su conciencia social y de su conciencia moral ciudadanía. Si la transformación, cambio y revolución de la sociedad burguesa post industrial no es una tarea anti-utópica; es, precisamente, porque el sujeto histórico de la praxis debe recuperar su conciencia de clase a partir de su autoconciencia de clase subordinada y explotada (Hinkelammert, Op. cit).
Los escenarios de fuerza y de poder instituidos por la clase hegemónica, son los escenarios para la participación directa que deben comprometer la acción de sus intenciones al convocar la destrucción del orden establecido, y reinaugurar otro más humano, solidario y pacífico. A estos actores les corresponde promover una justicia social posible que permita liderizar un movimiento donde se comprenda la complejidad de las relaciones sociales y laborales, dentro del capitalismo.
Pero así mismo, extraer con escarpelo, que son los movimientos sociales las nuevas estructuras organizativas que van a propiciar que sus fuerzas para la transformación social, alcancen las metas propuestas.
Es un proyecto emancipatorio que si es considerado en términos de movimientos culturales e interculturales, según se ha señalado, entonces, brinda la posibilidad de ampliar el espectro de integración social hacia causas comunes con los amplios sectores de la marginalidad social; también, si se considera la política como la relación de fuerza y de poder, donde se manifiesta el espíritu de la ciudadanía que se abre y está dispuesta a generar y garantizar condiciones de igualdad y equidad reconocidas a todos sin excepciones y exclusiones. Este ideal visto también como condición moral y ética de las clases subordinadas y por los actores y movimientos sociales, reinaugura el espacio de interacción pública a través de conceptos muchos más prácticos entre quienes han consensuado compartir intereses, medios y fines más colectivamente. La sociedad de clases o sociedad de la exclusión, no va a desaparecer por sí misma (DIERCKXSENS, 2005). Ella tiene la “condición natural” de su auto-reproducción del mismo modo en que ella es la resultante natural de la economía de mercado. Sin tocar las relaciones de producción capitalista, cualquier intento por hacer desaparecer o incluso sustituir a la sociedad de clases, resulta indefectiblemente desacertado. El proyecto o ideal emancipatorio, da inicio a una filosofía e ideología antihegemónica y postcapitalista, que se plantea un profundo análisis sobre la naturaleza y desarrollo de los espacios públicos de la dominación de clases. La superación de esa dominación requiere de un ciudadano cuyo poder resida en su condición natural de pueblo y en las praxis democráticas que le permitan recuperan las verdaderas relaciones de producción económica con sentido socialista.
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