Resumen: La presencia y crecimiento de las mujeres en los movimientos migratorios globales es tan indiscutible como la especificidad de este fenómeno. En Venezuela, la creciente inestabilidad política y económica ha impactado negativamente su percepción, de modo que en los últimos años su patrón migratorio se ha invertido. Este documento presenta una breve contextualización de las corrientes migratorias, ilustra el abordaje de la migración femenina al comparar las políticas públicas específicas de Ecuador y Venezuela y, finalmente, contempla los riesgos y desafíos que enfrentan las mujeres venezolanas al incorporarse a las cadenas para el trabajo de cuidado de la región; ello con el propósito de analizar la movilidad de las mujeres venezolanas. Entre las conclusiones aparece el entrecruzamiento de las desigualdades en el imaginario y en las relaciones de poder, por lo que es necesario reconfigurarlas para garantizar a nuestras mujeres una verdadera inclusión con justicia y equidad.
Palabras clave:Mujeres migrantes venezolanasMujeres migrantes venezolanas,políticas públicas y cadenas de cuidadopolíticas públicas y cadenas de cuidado.
Abstract: The presence and growth of women in global migration movements is as indisputable as the specificity of this phenomenon. In Venezuela, the growing political and economic instability has negatively impacted their perception, so that in recent years their migration pattern has been reversed. This document presents a brief contextualization of migratory trends, illustrates the approach of female migration when comparing the specific public policies of Ecuador and Venezuela and, finally, contemplates the risks and challenges that Venezuelan women face when joining chains for work care of the region; this with the purpose of analyzing the mobility of Venezuelan women. Among the conclusions is the intersection of inequalities in the imaginary and in power relations, which is why it is necessary to reconfigure them to guarantee our women true inclusion with justice and equity.
Keywords: Venezuelan migrant women, public policies and care chains.
Mujeres migrantes venezolanas: Entre políticas vetustas y cadenas de cuidados
Venezuelan migrant women: Between old policies and care chains
Recepción: 27 Abril 2020
Aprobación: 26 Junio 2020
Entendemos la movilidad humana como un proceso inherente y constitutivo de la humanidad, que en la actualidad representa uno de los fenómenos más complejos en buena parte del planeta. De acuerdo al Informe sobre las Migraciones en el Mundo, de la Organización Internacional de las Migraciones de la Organización de Naciones Unidas (OIM, 2018), el porcentaje absoluto de migración mundial se mantuvo en un 3%, tasa relativamente baja en las últimas cuatro décadas, pero en 2015 este índice alcanzó el 3,3%, levemente por encima de lo proyectado; lo que fue atribuido fundamentalmente a los conflictos internos, las crisis económicas y las catástrofes naturales o medioambientales (ONU-DAES, 2018).
En la actualidad la migración venida desde otras regiones parece haber perdido relevancia, la cifra de la población migrante en América Latina y el Caribe es estimada por la CEPAL (2019b) en 40,5 millones de personas; un 15% del total mundial de migrantes cuya característica distintiva es la de ser intrarregional en un 70% (sin olvidar que España figura como principal destino fuera de la región), misma que se distribuye en varias corrientes migratorias.
La primera corriente migratoria tuvo históricamente a los Estados Unidos como principal destino, hoy sigue apuntando al norte con una creciente tasa de mujeres que llega al 50,8% que, según la esta fuente, se ha desacelerado y sólo parece mantenerse en la región centroamericana. De modo que ese país comparte espacio como destino con Canadá y México, a la vez que los países centroamericanos devinieron en uno de los corredores más grandes del mundo y ubicó a la nación azteca como lugar de tránsito-destino, con una emigración cercana a los 12 millones de personas.
En Centro y Suramérica también ha predominado la emigración sobre la inmigración, que aumentó un 11% entre 2010 y 2015. En este sentido, puede identificarse el subsistemas migratorio de Los Andes y el del Cono Sur, cuya referencia es la República Argentina como gran receptor, cuenta con más de 2 millones de migrantes y se ha convertido en el país con mayor población de origen extranjero al captar el 19% de toda la migración regional, seguido de Chile y Colombia con poco más de un millón de inmigrantes, respectivamente, que juntos constituyen una tasa del 50,5% de las mujeres migrantes. Mención especial a Antigua y Barbuda y Santa Lucía, cuya población migrante supera el 30% de sus habitantes.
Un segundo subsistema migratorio de la región colocó a Venezuela como país receptor y a Colombia como país de emigración debido a su largo conflicto armado interno, lo que generó un alto índice de personas refugiadas bajo la figura de migración forzada. La persistencia de xenofobia, racismo y estigmatización social de la migración así como el temor a la expulsión o a la detención, empeora la condición de estos grupos y les expone a vivir durante largos periodos en albergues y campamentos o a deambular en las calles. Todo un marco que confirma su alta vulnerabilidad a múltiples formas de violencia, incluyendo el abuso y la explotación, así como el permanente peligro de convertirse en víctimas de trata (UNICEF, 2017).
En este contexto es oportuno señalar a la desigualdad como causa estructural de la migración e identificar a América Latina y el Caribe como la zona que ostenta las brechas más amplias al respecto en todo el planeta. En la región, Venezuela ha sido identificada históricamente como una nación respetuosa y abierta a las oleadas migratorias debido a razones demográficas, laborales y principalmente a su situación de bonanza económica durante el siglo XIX y casi todo el siglo XX; lo que estuvo pareado a su permanente política de “puertas abiertas”. No obstante, la grave crisis económica y la descomposición social ocurrida en los años `80 del pasado siglo, son señaladas por Castillo y Reguant (2017) y Freitez (2011) como factores que impactaron negativamente la percepción de Venezuela y en consecuencia desalentaron los flujos migratorios que provenían de Europa y de la propia región latinoamericana y caribeña. Así, de ser un país receptor de inmigrantes, empezamos a repuntar en número de emigrantes en las primeras dos décadas del siglo XXI, periodo en el que la nación ha estado signada por una creciente inestabilidad política y económica y una alta conflictividad social; lo que ha invertido drásticamente el patrón migratorio.
En los últimos cinco años se ha propiciado un importante flujo migratorio que tiene como principales países de destino a Colombia, Perú y Ecuador. Esta población se mueve fundamentalmente en la búsqueda de nuevas y mejores oportunidades laborales y por considerarla como principal estrategia de supervivencia ante las difíciles condiciones de vida en Venezuela, lo que prioriza las razones económicas como causa de la movilidad. De acuerdo a Bermúdez (2018), estos grupos se caracterizan por una alta presencia de mujeres que conforman el 44% de quienes abandonan el país por vía terrestre, entre ellas, un 73,7% con edades comprendidas entre los 29 y 39 años, con la soltería como estado civil del 53,3 % y con un 48% que declara nivel educativo universitario/con postgrado (Fernández-Matos y León, 2019).
Sabemos que las políticas públicas y por ende, los indicadores para su evaluación, siempre estarán rezagados con respecto a las posibles conquistas de las mujeres. Principalmente porque han surgido como respuesta a una cultura que históricamente ha desconocido nuestros derechos, por lo que la normativa paulatinamente se ha orientado a reconocerlos con la suscripción de acuerdos para protegernos de un Estado-mundo patriarcal.
En nuestro interés por ilustrar el abordaje de la migración femenina más allá de Venezuela, nos hemos propuesto realizar un análisis comparado de dos marcos regulatorios. Como criterio para elegir una segunda legislación, hemos tenido en cuenta que: a) Ecuador tiene en común con Venezuela el hecho de incluir la perspectiva de género en su Constitución, b) está entre los principales países destino del flujo migratorio venezolano, c) es uno de los tres países de la región en considerar todos los principios del enfoque de Derechos Humanos para el abordaje del fenómeno migratorio; y d) dispone entre sus leyes la atención a la trata de personas. Por ello nos decidimos a realizar la comparación con su Ley Orgánica de Movilidad Humana (LOMH) del año 2017.
A partir de la entrada en vigencia de la nueva Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (CRBV) de 1999, la política migratoria venezolana quedó compuesta por la Ley de Refugiados y Refugiadas, Asilados y Asiladas del año 2001, como respuesta a la llegada de importantes flujos desde Colombia. También se promulgó la Ley de Nacionalidad y Ciudadanía de 2004 y la más importante, la Ley de Extranjería y Migración del mismo año. Esta última tiene por objeto regular la migración, proteger a quienes lo hacen y establecer las medidas sancionatorias. Al revisar el Repositorio de normativas sobre género y migración internacional del Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe (OIM- ONU, 2018), nos encontramos con el hecho de que Venezuela sólo presenta la Ley de Extranjería y Migración (2004), mientras que otras naciones ostentan hasta 19 normas, muchas de las cuales son de reciente data.
El componente jurídico formal y la perspectiva de derechos humanos constituyen la pauta organizadora de este análisis y se presentan en ese orden, transversalizados por el enfoque de género. El componente jurídico formal atiende como primer criterio la importancia de develar la jerarquía o rango de la norma, lo que otorga relevancia al orden de la disposición de los contenidos y por otro lado, suma consistencia o unidad de la materia tratada.
Así, este componente nos refiere a las constituciones, que como sabemos contienen las normas de más altas jerarquía legal. Al escrutar las de ambos países en referencia al proceso migratorio, encontramos que la Constitución de la República del Ecuador (CRE) de 2008, denota centralmente la migración y hace explícita mención a las mujeres en esa condición, mientras que la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (CRBV) de 1999, a pesar de visibilizar a la mujer con un lenguaje de género inclusivo, carece de referencia explícita a la migración y a las mujeres y niñas migrantes.
En ambos países existen otras normativas de diferente rango jerárquico que procuran regular la migración o proteger a quienes lo hacen, allí las mujeres migrantes son referidas de manera explícita en la Ley Orgánica de Movilidad Humana (LOMH) del año 2017 y en la Ley de Extranjería y Migración (LEM) del año 2004, respectivamente. Si bien ambas normas coinciden en el objeto de regular derechos y obligaciones de personas en movilidad, hay que destacar el carácter orgánico de la LOMH, lo que coloca al mismo nivel de la Constitución. Además esta ley agrega entre sus principios, que es un marco de prevención, protección, atención y reinserción en sus políticas púbicas a quienes hayan sido víctimas de trata o de tráfico ilícito de inmigrantes, mientras que en el caso de la LEM, las medidas son básicamente de carácter sancionatorio.
Sin duda la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra las Mujeres, CEDAW (1979) es el más importante hito en el reconocimiento de los derechos de las mujeres, en tanto reconoce la discriminación específica que sufren mujeres y niñas por razones de género. Junto a la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer o Convención de Belém do Pará, que definió la violencia contra las mujeres como cualquier acción o conducta, basada en su género, aportan al marco legal de protección a las mujeres y niñas migrantes.
Desde la perspectiva de derechos humanos y por el hecho de constituirse en los tratados más importantes en cuanto a reconocimiento y protección a migrantes, este análisis refiere como normas generales, dos convenciones con visión de complementariedad: la Convención internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y de sus familiares (CIPDTMF) de 1990 y la CEDAW. Ello, en el entendido de que Ecuador junto a Venezuela son de los 21 países de la región que han ratificado la CEDAW y son Estados Parte de la citada convención. Como se lee en el art. 417 de la CRE, y en el art. 19 de la CRBV, se garantizan el goce y ejercicio de los DDHH así como la obligatoriedad del respeto y garantía de los tratados suscritos y ratificados por el Estado.
De acuerdo a Lorena Fries (2019), la inclusión de los principios de no discriminación, no devolución, reunificación familiar y el interés superior del niño y la niña, configuran un marco de protección a las personas migrantes y en particular para las mujeres y niñas. En el marco legal específico, la LOMH en su artículo 2, aborda tres de los cuatro principios e incorpora un elemento muy interesante como es el principio pro-persona en movilidad humana para favorecer su interpretación en el sentido que más beneficie a quienes están en movilidad.
El primero de estos principios se hace explícito en ambas constituciones, en la CRE reposa en el art. 11 que establece la no discriminación por condición migratoria y en la CRBV en el art. 21 que declara la igualdad de todas las personas y proscribe la discriminación con fundamento en la raza, sexo, credo o condición social (aunque desafortunadamente no menciona la categoría género) y prevé protección para los grupos vulnerables, lo que podría interpretarse como referencia implícita a grupos de migrantes. En este punto hay que destacar la inclusión de las categorías sexo/género y nacionalidad en el principio de no discriminación en la CRE y en la LOMH, pues como apunta Fries (op.cit.), es en su intersección que se visibiliza a las mujeres migrantes en tanto sujetos de derechos específicos. Tal intersección no es posible en el caso venezolano pues la LEM consagra el principio de no discriminación sólo con base en la nacionalidad.
Este principio incluye otras categorías en lo referido a la trata y el tráfico ilícito de personas, nuestra autora señala que para Ecuador, son importantes la condición migratoria, origen nacional, sexo, género, orientación sexual u otra condición social, económica o cultural y para Venezuela solo la nacionalidad.
También sobre la trata, la LOMH dedica el capítulo V y los artículos del 117 al 120 para definir a la víctima, gestionar su registro y enmarcar los principios de actuación. El art. 121 se destina a la prevención de la trata en diferentes espacios de socialización y el art.122 a la atención, protección, y reparación de las víctimas considerando explícitamente los enfoques de género, intercultural, entre otros. En el caso de la LEM atiende principalmente las regulaciones del proceso de movilidad, aunque en su título VIII, deja ver las sanciones a la migración ilícita en el art. 54, el tráfico ilegal de personas en el art. 55 y refiere implícitamente la trata su artículo 57, como un agravante.
El principio de no devolución cobra importancia en momentos en que, de acuerdo a la CIPDTMF (numeral 2), los Estados recurren cada vez más a la penalización de la migración irregular, la detención administrativa y la expulsión, como medidas represivas para limitar las migración. En Ecuador este principio reposa como garantía en el art. 66 de la constitución, y en términos muy generales en el art. 2 de la LOMH, aunque rebasa la figura del refugiados/as o solicitantes de asilo. Ello es juzgado como novedoso por Fries (op.cit.) por ampliar el criterio1, lo que puede constituirse en factor de protección para las mujeres migrantes, ante la violencia de género.
Ya en la LOMH, el interés superior del niño y la niña queda expresado en el art. 2. Aquí interesa destacar que se extiende desde la infancia hasta la adolescencia, alude la necesaria consideración de otras leyes en la materia como complemento y valora el derecho a la convivencia familiar –por lo que creemos implícito el principio de reunificación familiar-. Esta vinculación de ambos principios “opera en función de la protección de los niños y niñas migrantes y su derecho a contar con una familia en los términos que establece la Convención sobre los Derechos de los Niños/as” (Fries, 2019: 37). Finalmente otorga importancia al enfoque de niño, niña y adolescente como sujeto de derechos al consultarle sobre asuntos que le afecten.
Una brevísima síntesis de este aparte permite afirmar que en ambos países se da cumplimiento al estándar internacional de no distinción entre extranjero o extranjera y nacional para el ejercicio de derechos. Igual ocurre con los tex- tos de la LOMH y la LEM, que garantizarían su cumplimiento, sin embargo sabemos que en la práctica existen y son múltiples las limitaciones para su ejercicio pleno. En otro sentido, es notorio que el estado venezolano está en deuda con legislación específica pues diversas naciones de la región ostentan 1 “atentados a la vida, libertad o integridad que se originen en actos discriminatorios, o bien que se trate de graves violaciones a los derechos humanos, e incluye a todas las personas migrantes y sus familiares, sin hacer distinciones en relación con la condición de regularidad o de irregularidad.” Fries Lorena (p. 36) normas referidas a la temática de la migración, muchas de las cuales son más recientes que la venezolana.
Resulta imposible analizar la forma en que se estructuran las cadenas de cuidado sin pensar en la integración de mercados en el contexto de la globalización mundial que caracteriza esta fase del capitalismo. Como bien exponen Molano y otros (2012), la migración internacional entre países con importantes asimetrías en sus desempeños socioeconómicos, es una condición necesaria para el mantenimiento del sistema, de allí que la demanda de cuidados debe ser entendida hoy como una expresión estructural de esos procesos de acumulación.
Ello confirma que las grandes desigualdades socioeconómicas entre países son el principal elemento movilizador de los cada vez más numerosos grupos de mujeres que emigran. En este sentido, concordamos con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 2019a) en identificar al estrato socioeconómico o la clase social como primer eje estructurante de la matriz de la desigualdad social en la región, pues este condiciona la desigualdad de ingresos, lo que a su vez se constituye en un determinante causal de inequidad en el acceso al mercado laboral, la educación y la salud como expresiones de la distribución asimétrica de la propiedad y el ejercicio del poder. Por ello conicidimos con la afirmación de Bárcena y Prado (2016) en CEPAL (2019a), según la cual esta desigualdad es especialmente injusta cuando las oportunidades son tan “acentuadamente dispares” que la recepción de mayores ingresos es el resultado de un mecanismo heredado de la cultura del privilegio.
Existen otros ejes estructurantes de las desigualdades, derivados de las otras identidades como la de género, étnicas y raciales, así como de la edad de las personas o de las desigualdades territoriales. En el ámbito de las políticas públicas, Courtis (2008) acuña la categoría de “factor prohibido o sospechoso” en alusión a una cita muy específica de la Convención Americana sobre Derechos Humanos que apunta a la: “raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones, políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social” (OEA, 2008:169), como rasgos que interesa visibilizar en tanto pueden derivar en un estereotipo y a su vez favorecer prácticas de exclusión, que si se superponen o entrecruzan, pueden generar una discriminación múltiple y no solo ampliar la pobreza sino mantener las brechas estructurales. Este sentido venniano es buena metáfora para hacer visibles las máscaras de la discriminación que, en tanto grupo social, viven las mujeres migrantes muy a pesar de lo aparentemente favorables que puedan parecer los marcos normativos.
Una segunda coincidencia con Bárcena y Prado (2016) sirve para destacar que en nuestra región el género es punto neurálgico en la agenda de desarrollo y la dimensión más reconocida, dado que las desigualdades basadas en él constituyen en sí mismas un factor de riesgo para las mujeres migrantes y son las de mayor presencia en la agenda regional. Por ello es interesante abordar el concepto de cadena global de cuidados, que como expone la CEPAL (2019a y 2019b), es útil para designar el desplazamiento y migración de las mujeres de los países pobres a otros con mayores recursos con el fin de atender las tareas de cuidado y formar circuitos internacionales de cuida- doras que finalmente, garantizarían la reproducción social en países destino.
Estas labores se estructuran gracias a la división sexual del trabajo que designa el espacio privado a las mujeres y el público a los hombres, con lo que el sostenimiento de la familia como tarea de reproducción, queda a cargo casi exclusivamente de las mujeres. Aunque la incorporación de las mujeres al mercado laboral ha flexibilizado este esquema, es difícil pensar en que pueda lograse un equilibrio de las tareas de cuidado en hogares en los que existe pareja (que en ALC son sin duda una minoría), tanto por los horarios laborales disímiles como por el mantenimiento de estereotipos socioculturales patriarcales. Sin embargo, para las mujeres profesionales o más privilegiadas económicamente, es una obligación externalizar el trabajo de cuidados para cubrir sus necesidades de estudio, cuidado personal y ocio, pues se les exige simultáneamente, que atiendan a sus familias mientras producen.
En los países de la región, el trabajo doméstico remunerado es herencia de la colonia, eso ayuda a explicar no sólo su escaso reconocimiento social sino también el estigma que representa. Históricamente las trabajadoras domésticas han respondido a la dinámica migratoria caracterizada por la movilidad de grupos empobrecidos provenientes de zonas rurales a los espacios urbanos, en Venezuela por ejemplo, es clara esta composición a la que se suman las afrodescendientes y mujeres migrantes de Colombia, Perú o El Salvador, principalmente. Soto y otros (2016) confirman esta aseveración y adicionalmente reseñan que dada tal circunstancia, muchas mujeres migrantes deben enfrentar un proceso de adaptación a los espacios urbanos, en los que se insertarán como lugares de destino.
Las venezolanas que emigraron hace dos décadas o más, encontraron un lugar en los cuidados en países como España o Estados Unidos pues como señala Martelotte (2015), el envejecimiento de la población es una constante demográfica que rebasó la ya limitada oferta de atención del propio Estado, lo que generó el déficit de mano de obra que las mujeres nacionales desestimaron y se convirtió en un nicho laboral para las migrantes de nuestros países.
Como hemos referido, en los últimos años los principales destinos de la migración venezolana son Colombia, Perú y Ecuador, que como en casi toda la región, también tienen una mínima oferta estatal en el sistema de cuidados. Allí las mujeres venezolanas migrantes se insertan en labores que descalifican su formación profesional, sin embargo, si han regularizado su condición migratoria y logran la homologación de su titulación, las ofertas laborales se diversifican y las condiciones mejoran. No obstante, el tradicional modelo familístico (que en el ordenamiento jurídico venezolano, tiende a considerar la regulación de las relaciones familiares en el entendido que la familia sería el espacio para el desarrollo integral de las personas, y que desde luego, debe ser asumida por las mujeres), capta a las migrantes socioeconómicamente más vulnerables y con escasa formación para su incorporación al trabajo de cuidados, entre los que el servicio doméstico es la primera opción.
Para que esta dinámica sea posible, es necesario que la mujer que ha emigrado haya resuelto en su país de origen, la redistribución de las tareas de cuidado de su propia familia y que designe una figura sustituta que oriente tanto el trabajo como la conducción de hijas e hijos y otras personas dependientes en lo que se conoce prácticas de cuidado transnacional. En este eslabón, la atención recae fundamentalmente en la madre o en una hermana de la mujer que emigró, aunque es probable que deba a su vez contratar los servicios de otras mujeres más pobres que asistan estas labores. Ello supone una trama tan elaborada como invisible, de mujeres que se necesitan entre sí para sostener sus propias familias y así alcanzar alguna autonomía, lo que genera una dinámica que mantiene o aumenta desigualdad y que definitivamente, las rebasa.
Del anterior análisis puede derivarse que los países de destino tienden a favorecer de manera implícita el fenómeno migratorio y muy especialmente en el caso de las mujeres. Esto resulta en una salida discreta a la crisis de los cuidados que, de otro modo, develaría las desigualdades en la distribución de los mismos y desnudaría la falta de inversión y de atención del propio estado. Ello por cierto, ha sido evidenciado por la pandemia de este año, lo que sería una consecuencia positiva en tanto propició la visibilización de los déficits previos en la organización social de los cuidados en los contextos de partida y de llegada.
En este sentido, Molano y otros (2012) plantean que la inserción especializada de las migrantes en el sector de cuidados y específicamente en el empleo de hogar tiene una estrecha vinculación con las legislaciones de extranjería, que en algunos de los países que componen su estudio, obstaculizaron la obtención de permisos de trabajo en otros sectores o los expedían únicamente para éste, amén de dificultar la formación y homologación de la titulación de las migrantes. Esto ocurrió recientemente en España con las migrantes venezolanas profesionales que se insertaron primordial- mente en los sectores salud y educación, aunque en condiciones de seguridad social desfavorables, que finalmente fueron resueltas provisionalmente por la urgencia de los servicios generada por la pandemia. En el polo opuesto está la política migratoria selectiva de países como Chile, que más bien favoreció la inserción de estas mujeres en esos sectores.
En tanto país de origen, para Venezuela la migración de mujeres educadas representa un costo muy alto, especialmente porque los datos de organizaciones sociales o investigadoras como Fernández-Matos y León (2019), dan cuenta de una migración mayoritariamente formada. Las políticas el acceso a la renovación de documentos de identidad y de pasaportes, se ha convertido en una importante barrera para las mujeres que aspiran emigrar, mucho más la legalización de documentos de titulación por las interminables gestiones y trabas administrativas. Ello, definitivamente no ha funcionado como inhibidor de la migración pero sí se constituye en una importante limitación para la futura inserción en el mercado laboral y para la promoción indirecta del trabajo doméstico como principal opción de las mujeres menos formadas en los países destino. Allí además se favorece la liminidad legal y el mantenimiento de la mora de los países de tránsito y recepción en cuanto al cumplimiento de tratados y convenciones regionales con especial atención a la migración femenina.
En el actual contexto de desigualdad que identifica a América Latina y el Caribe y dado el carácter mayoritariamente intrarregional de su migración, conviene apuntar que en los últimos años en Venezuela se ha in- vertido drásticamente el patrón migratorio, y de ser un importante punto de recepción de migrantes, se ha convertido en lugar de salida.
La pobreza de las mujeres, entrecruzada con su necesidad de generar ingresos en condiciones laborales poco dignas, son clara expresión de las desigualdades estructurales de la región. Entre los catalizadores que estarían asociados al proyecto migratorio estaría el hecho de que sus condiciones de seguridad social estén precarizadas con respecto a las que existen en países destino, el surgimiento de polos de desarrollo con elevados ingresos derivados del desigual crecimiento de las economías o fenómenos como la variación en la cotización de la moneda, todos los cuales están presentes en nuestra realidad.
He aquí que la proximidad territorial favorecida por el establecimiento de redes sociales de quienes han migrado previamente, puede constituirse en un elemento de peso por servir de orientación sobre de las condiciones de vida y de los procesos implicados en la migración, como afirman Soto, y otros (op.cit). Amén de los lazos familiares que caracterizan a los grupos en zonas fronterizas, todo lo cual disminuye los costos asociados a la movilidad y por ende, la facilita.
A diferencia del venezolano, el marco normativo regional se ha diversificado con múltiples instrumentos que en algunos países, suman casi veinte normas referidas a esta temática y que incluyen expresamente la migración femenina; lo que podría interpretarse como un indicador de la escasa relevancia que se ha otorgado a este fenómeno. Resulta interesante la coincidencia entre Ecuador y Venezuela en el cumplimiento y aplicación del estándar internacional en cuanto a la no distinción entre extranjero o extranjera y nacional para el ejercicio de derechos, no obstante las serias dificultades y la precarización de las condiciones de vida en Venezuela, impiden su cumplimiento. Sobre los contrastes, destaca sin duda la inclusión de las categorías sexo/género y nacionalidad en el principio de no discriminación en la legislación ecuatoriana, pues visibiliza a la mujeres como sujeto de derechos específicos.
Hay que enfatizar también el aporte de la CEDAW a las agendas de igualdad y la transversalización del análisis de género de nuestros marcos legales, pues ha contribuido de manera decisiva a permear las legislaciones migratorias de nuestros países lo que se ha traducido en el reconocimiento de las mujeres y niñas migrantes como titulares de derechos y objeto de protección, Fries (2019). Creemos como esta autora, que el fin último de esta legislación -que incluye los DDHH e incorpora la perspectiva de género-, es que efectivamente se cumpla y haya mayor interrelación de los marcos normativos de estados para ayudar al desarrollo e implementación de las políticas públicas.
Otro aspecto de sumo interés lo constituyen las prácticas de cuidado transnacional que implican la redistribución de las tareas de cuidado de la familia cuando emigran las mujeres y que supone la designación de una figura sustituta para su atención; lo que devela una trama de mujeres que se necesitan entre sí para sostener a sus propias familias con una dinámica que les resulta inevitable y que mantiene o genera mayor desigualdad.
Un elemento de riesgo adicional para las mujeres migrantes es el carácter individualizado de las negociaciones contractuales que debe afrontar cuando aceptan condiciones de trabajo en situación de desventaja. Esta situación, así como las tensiones y conflictos con la institución o familia empleadora, contribuyen a mantener la ignorancia de los derechos laborales y a inhibir el reclamo de su efectivo cumplimiento, lo que descubre la necesidad de asociación y sindicalización como desafío primordial.
Finalmente resulta indiscutible que la experiencia de la migración favorece la autonomía personal y la autovaloración de las propias capacidades de las mujeres trabajadoras, lo que entraña una reconfiguración de sus relaciones con la familia y la pareja actual o futura, pero que pueden desaparecer en la medida en que se ve forzada a retornar al país de origen y a enfrentar la cotidianidad comunitaria que la confronta con señalamientos y culpabilizaciones a la vez que con su nueva identidad empoderada.
Como puede entenderse, la relevancia de visibilizar esta realidad radica en que entrecruza desigualdades heredadas que están presentes en el imaginario y las relaciones sociales y de poder en los países de origen, tránsito o destino, por lo que es importante reconfigurarlas para garantizar a nuestras mujeres una verdadera inclusión con justicia y equidad.