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Democracia cosmopolita ¿Podemos pensar una ciudadanía democrática global?*
Cosmopolitan democracy. can we think of a global democratic citizenship?
Democracia cosmopolita. podemos pensar numa cidadania democrática global?
Revista Razón Crítica, núm. 12, 2022
Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano

Artículos


Recepción: 10 Mayo 2021

Aprobación: 06 Julio 2021

Publicación: 01 Septiembre 2021

DOI: https://doi.org/10.21789/25007807.1803

Resumen: Este artículo pretende abordar el debate entre realistas y cosmopolitas para exponer los marcos conceptuales de análisis que configuran el desarrollo teórico de la democracia hoy en día. Con ese objetivo, primero se presenta la noción de Estado desde la perspectiva de la filosofía política moderna como la unidad básica de análisis para las reflexiones sobre la democracia. En este punto se intenta mostrar un paralelo entre las concepciones hobbesianas del Estado y el proyecto racionalista kantiano de carácter cosmopolita. A partir de allí, se presentan algunas de las transformaciones que los procesos de globalización han generado en las relaciones sociales, políticas y económicas hoy en día. Luego, y siguiendo las críticas de Danilo Zolo, se da a conocer una de las posiciones críticas más relevantes de la teoría política contemporánea frente a los proyectos cosmopolitas. Por último, el texto finaliza con las conclusiones.

Palabras clave: democracia, realismo, cosmopolitismo, Danilo Zolo.

Abstract: This article seeks to address the existing debate between realists and cosmopolitans in order to expose the conceptual frameworks of analysis that shape the theoretical development of today’s democracy. With this objective, the notion of State is presented from the perspective of modern political philosophy as the basic unit of analysis for reflections on the field of democracy. At this point, the paper makes an attempt to show a parallel between the Hobbesian conceptions of the State and the Kantian rationalist project of a cosmopolitan structure. From there, some of the transformations that globalization processes have generated in social, political and economic relations are presented. Then, and in line with the critiques made by Danilo Zolo, one of the most relevant positions of contemporary political theory regarding cosmopolitan projects is exposed. Finally, this text ends with some concluding remarks.

Keywords: Democracy, realism, cosmopolitanism, Danilo Zolo.

Resumo: Neste artigo, pretende-se abordar o debate entre realistas e cosmopolitas para expor os referenciais conceituais de análise que configuram o desenvolvimento teórico da democracia atual. Com esse objetivo, primeiro é apresentada a noção de Estado sob a perspectiva da filosofia política moderna como a unidade básica de análise para as reflexões sobre a democracia. Nesse ponto, pretende-se mostrar um paralelo entre as concepções hobbesianas do Estado e o projeto racionalista kantiano de caráter cosmopolita. A partir disso, são apresentadas algumas das transformações que os processos de globalização vêm gerando nas relações sociais, políticas e econômicas atuais. Logo, e seguindo as críticas de Danilo Zolo, é mostrada uma das posições críticas mais relevantes da teoria política contemporânea ante os projetos cosmopolitas. Por último, o texto finaliza com as conclusões.

Palavras-chave: democracia, realismo, cosmopolitismo, Danilo Zolo.

En la teoría política contemporánea, los debates en torno a la democracia y la ciudadanía han excedido las fronteras territoriales del Estado-nación como el espacio clásico para la reflexión política (Habermas, 2006; Bohman, 2010; Held, 2012). Este fenómeno ha generado un nuevo campo de interés filosófico y político alrededor de la posibilidad de generar un espacio institucional global que sea democrático y dependa de una ciudadanía no limitada por los espacios tradicionales del Estado. Sin embargo, esta idea no es nueva. De acuerdo con el debate clásico entre Hobbes y Kant, muchos autores han discutido sobre las posibilidades concretas de alcanzar dicho nivel político de integración (Held, 2012, p. 49), lo que los ha dividido, en términos generales, en cosmopolitas y realistas. Los primeros se decantan por un proyecto político que busque la consolidación de una ciudadanía cosmopolita, la Weltbürgerschaft kantiana (Kant, 2012, p. 72), y que sirva como fundamento para la democratización de un mundo inmerso en procesos de globalización principalmente económicos (Giddens, 2000; Held & McGgrew, 2003). Los realistas, por el contrario, consideran que el Estado es o bien la última forma de organización política o que, al menos en este momento, es poco factible la realización de un proyecto cosmopolita (Heywood, 2011; Zolo, 2000, 2007).

El Estado nacional como espacio para la ciudadanía y la democracia

El Estado-nación se ha constituido como el espacio territorial e institucional para las reflexiones políticas y sociales (Capella, 2008, p. 156). Los desarrollos teóricos en torno a los sistemas de gobierno, la legitimidad, la justicia, el derecho y la ciudadanía se han circunscrito a este espacio delimitado geopolíticamente al que se le llama Estado (Benz, 2010, p. 19). Si se parte de la sociología histórica propuesta por Tilly (1992), los procesos de formación del Estado no han respondido a un fin específico; es decir, el Estado, tal y como se conoce en su concepción moderna, no ha sido el resultado intencional de un único proceso histórico. Más bien, debe pensarse la génesis del Estado y, en general de la modernidad política, como una serie de procesos distintos y contingentes que dieron origen a una forma institucional más o menos exitosa en Occidente; esta última ha sido exportada al resto del mundo tras la descolonización paulatina y la caída de los imperios europeos desde finales del siglo xviii (Llobera, 1996, p. 43).

De esta manera, se pueden identificar cuatro procesos históricos en la formación de los Estados contemporáneos (Habermas, 1999, pp. 81-82). El primer proceso de formación corresponde a la construcción de la maquinaria burocrática-estatal que produce una primera generación de Estados en Europa, desde finales del siglo XV hasta mediados del siglo XVIII; el segundo proceso que es posible reconocer implica la nacionalización de los aparatos estatales, en otras palabras, la creación de una identidad nacional que genera vínculos de identidad y solidaridad entre los ciudadanos de un Estado. Estos procesos de nacionalización del Estado se dieron a partir de la última década del siglo XVIII, particularmente con las revoluciones norteamericana y francesa, además, se han extendido a otros procesos de descolonización y lucha por la independencia en el siglo XIX, con énfasis en el centro y el sur de América. Junto a estos procesos hay una tercera generación de Estados que se formaron en Asia y en África después de la descolonización paulatina de estos territorios, ocurrida cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial (Sloterdijk, 2018, p. 68); por último, se encuentran los procesos de génesis de los Estados de Europa oriental tras la caída de la Unión Soviética en la década de los 90.

El primero de estos procesos –la formación de la burocracia estatal y de los aparatos de dominación– es el punto de referencia de este primer apartado, pues el objetivo es mostrar la formación de un tipo de Estado, cuya forma de legitimación, la legal-racional, constituyó una novedad para su momento (Weber, 1997) y, a su vez, ha determinado el paradigma moderno de la teoría política, al establecer a la ciudadanía como fuente de legitimidad del ejercicio de poder democrático. Desde esta perspectiva debe precisarse, entonces, qué es el Estado moderno y cuál ha sido el proceso de formación histórica de la maquinaria de dominación.

Según Weber (1997), se puede entender al Estado a partir de tres características generales: el monopolio efectivo de la violencia, su territorialidad y sus pretensiones de legitimidad. El monopolio efectivo de la violencia se traduce en soberanía; solo el Estado tiene facultad para ejercer la fuerza, un poder que ha obtenido mediante las disputas con otros grupos. La territorialidad se refiere a los límites geopolíticos definidos que determinan el grupo social sobre el cual se va a ejercer la soberanía, así como el espacio delimitado para hacerlo. Finalmente, las pretensiones de legitimidad representan la necesidad de justificar el ejercicio del poder al recurrir a fuentes diferentes a la tradición o a Dios, dada la artificialidad del aparato estatal (Hobbes, 2010, pp. 140-141). Este modo de comprender el modelo estatal ha sido objeto de múltiples revisiones en la actualidad, debido al ascenso de problemas transnacionales que afectan no solo la integridad del territorio o la administración de la fuerza, sino la noción de identidad nacional en el interior de los nuevos modelos políticos (Piedrahita, 2020).

Ahora bien, con la consolidación del aparato burocrático-administrativo del Estado moderno, el gobernante deja de ser la encarnación del aparato de dominación y se convierte en un administrador de este, dado que el Estado se considera como un ente artificial o como la suma de los individuos que lo han creado a través del pacto (Hobbes, 2010, p. 141). La soberanía, el alma del Estado para Hobbes, se le delega por medio del pacto social a uno o varios representantes, ya no proviene de Dios ni está sujeta a una tradición, con lo cual se inaugura otra forma de responder a la pregunta clásica sobre la justificación del ejercicio del poder político.

Esta característica administrativa del Estado implica tener en cuenta el concepto de sociedad civil: por un lado están los asuntos del Estado y el espacio para los ciudadanos, y por otro se halla el ámbito privado de los individuos, en el que se da el espacio para el intercambio mercantil y el ejercicio de los derechos individuales. En este sentido, el individuo actúa en un entorno privado en la sociedad civil, pero en los procesos de legitimación democráticos actúa públicamente como ciudadano, puesto que es la fuente de justificación del ejercicio del poder político (Benz, 2010, pp. 242-243). La ciudadanía se transforma en la fuente de la legitimidad como detentadora de la soberanía popular; al mismo tiempo, esta determina quién es ciudadano y quién no mediante una distinción entre los espacios internos y externos del ejercicio del poder político (Guariglia, 2012).

De esta diferenciación se derivan dos conjuntos de problemas políticos agrupados según el ámbito de acción del Estado, ya sea en el ejercicio de su soberanía al interior del territorio o hacia el exterior. El primero de estos agrupa la clase de problemas sobre los cuales se ha reflexionado más en el marco teórico moderno del Estado: cuestiones concernientes a la legitimidad del poder político, a los derechos civiles, políticos, económicos y sociales, su exigibilidad y sus deberes correlativos, a la democracia en todas sus formas conocidas, al diseño institucional y la justicia política, a la justicia social y la distribución justa de la riqueza, a las relaciones sociales y políticas entre conciudadanos, entre otros (Ferrajoli, 2014, p. 62). Estos tópicos han configurado el desarrollo de la teoría política desde la modernidad hasta el presente. En contraste, el segundo conjunto es mucho más reducido, pues son pocos los problemas que han influido en la teoría política moderna en el ámbito de las relaciones externas de los Estados. Entre ellos están: la guerra y la paz, el comercio internacional y los recientes problemas de la asistencia y las intervenciones humanitarias en sociedades menos favorecidas o con regímenes tiránicos (Rawls, 2001).

El Estado soberano es pues el núcleo del paradigma moderno, y debido a la doble naturaleza de su soberanía (Habermas, 2000) se han discriminado los problemas en un grupo principal (el ámbito interior) y en uno secundario que es dependiente del primero (exterior). Esta dicotomía puede analizarse desde la perspectiva de dos autores clásicos del paradigma moderno, Hobbes y Kant, quienes representan dos modos diferentes de considerar la política en la modernidad. El primero aportó una perspectiva centrada en la consolidación del poder del Estado al interior, y argumentó la imposibilidad de sostener relaciones pacíficas en el exterior; Kant, por su parte, planteó la posibilidad de un mundo de cooperación entre los diferentes Estados, por medio de una federación de paz.

El filósofo inglés fue quien inauguró la discusión en torno a las nuevas formas de legitimación y orden del naciente Estado moderno, entendido como una forma institucional de dominación. La construcción teórica hobbesiana, al recurrir a la idea de un estado prepolítico, en el cual son los individuos quienes deciden ponerle fin a una situación de guerra constante, y a través del pacto social crean al Estado civil, dio paso a la tradición moderna y rompió con la antigua tradición aristotélico-escolástica del hombre como zoon politikon. Si el Estado civil para Hobbes representaba la salida de una situación tan compleja, resulta inevitable que este mismo Estado, que brinda seguridad a sus súbditos, se inmiscuya en el estado de naturaleza internacional que crea un mundo conformado por leviatanes.

Hobbes no avanzó en sus propuestas sobre las relaciones interestatales, pues consideraba que el estado de naturaleza es superable al interior, gracias a la consolidación de la soberanía interna, pero insuperable en las relaciones entre Estados, pues cada leviatán busca afirmar su propia independencia frente a los demás, creando una situación de guerra mutua; de este modo, al ser imposible la creación de ese gran leviatán mundial, el destino de los Estados es mantenerse en permanente lucha.

La otra perspectiva sobre este tema fue planteada por Kant, quien a partir de la misma consideración hobbesiana del estado de naturaleza en las relaciones internacionales intentó proponer una solución a este problema con su proyecto de una foedus pacificum que le pusiera fin a las hostilidades. Ya desde su famoso ensayo Ideas para una historia universal en clave cosmopolita (2006) de 1784, Kant estableció que solo mediante la extensión de los principios republicanos a todo el mundo puede la humanidad desarrollar su potencial racional-político. Los principios séptimo y octavo dan muestra de ello, por ejemplo, el séptimo principio determina lo siguiente: “El problema del establecimiento de una constitución civil perfecta depende a su vez del problema de una reglamentación de las relaciones interestatales y no puede ser resuelto sin solucionar previamente esto último” (Kant, 2006, p. 13).

En efecto, la teleología racionalista kantiana apunta a la consolidación de un sistema político más allá de los límites del Estado-nación. Este proyecto no solo es deseable, pues obedece a la razón misma la consolidación de una ciudadanía cosmopolita que permita la emancipación social y política de la humanidad. Esta idea fue reafirmada por Kant en 1795 con su famoso ensayo Sobre la paz perpetua (2012), donde postuló su célebre proyecto de integración política. El primero de los artículos definitivos del proyecto kantiano estableció que “la constitución de cada Estado debe ser republicana” (p. 55). Kant partió de la idea de que la constitución republicana –entendida como autogobierno y actualmente asociada con el ideal de democracia– resulta ser la mejor constitución y la única que nace de la idea del contrato originario. Además, solo ella posee las virtudes necesarias para lograr la paz perpetua, pues en una constitución tal, las decisiones son tomadas por los ciudadanos, quienes conociendo los costos de la guerra preferirían una alternativa pacífica de relaciones políticas.

En la perspectiva kantiana, el republicanismo tiene una triple función: primero, pone fin al estado de naturaleza interno y crea las relaciones sociales de la sociedad civil bajo los criterios de la autolegislación; segundo, dado el carácter pacifista de las sociedades republicanas, fomenta las relaciones pacíficas en el ámbito internacional; por último, una sociedad de Estados republicanos permite la expansión del sistema para otros Estados no republicanos.

El problema que Kant no previó fue que los Estados republicanos no son necesariamente pacifistas. La historia ha mostrado cómo las sociedades democráticas tienden a ser menos belicistas entre sí y logran establecer condiciones sociales de paz y seguridad en sus propios territorios, pero al mismo tiempo presentan altos índices de belicosidad con respecto a otras sociedades. Las razones para la guerra cambian, pero la guerra permanece como medio para la política exterior. En ese sentido, los nacionalismos y la idea de la expansión de la democracia por el mundo han producido igual número de guerras e incluso más que las sociedades no democráticas (Habermas, 1999, pp. 154-155).

El segundo nivel de la argumentación kantiana consiste en la afirmación de que “el derecho de gentes debe fundarse en un federalismo de Estados libres” (Kant, 2012, p. 63). Con la salida del estado de naturaleza en el ámbito local, por medio de una constitución republicana, el siguiente paso implica salir de la misma condición que reina entre los Estados. Kant sostenía que los Estados son como los individuos en el estado prepolítico hobbesiano, y dadas las consecuencias perjudiciales de esta situación, deben buscar salir de esta. Ahora bien, si en el nivel interno la salida del estado de naturaleza supone la sujeción de los individuos a un poder superior –el Estado–, en el nivel externo dicha sujeción es impensable. Pero ¿por qué el mecanismo que resulta apropiado para el nivel interno no lo es para el externo? La respuesta es sencilla: en la teoría política de la modernidad los Estados son las últimas formas de organización política; no puede pensarse nada superior a estos (Wendt, 2003).

La idea de un Estado mundial no solo resulta contradictoria para Kant, también es indeseable, pues tal Estado solo podría ser un débil imperio devastado por constantes guerras civiles. Ya que la idea positiva de una república mundial es contradictoria e indeseable, debe acudirse al recurso negativo de una foedus pacificum que ponga freno al estado de guerra permanente. Kant confiaba entonces en una federación de paz para mantener el orden internacional. En este caso, la vinculación y la permanencia de los Estados son voluntarias, pero hay tres razones por las cuales Kant se fiaba de la creación y duración de esta federación para conseguir la paz: el imperativo categórico de la razón práctica que lleva a que los hombres busquen la salida del estado de naturaleza, el carácter pacífico de los gobiernos republicanos y la fuerza asociativa del comercio. Sin embargo, y como se ha afirmado, el carácter doble de la afirmación de la soberanía en el paradigma moderno muestra otra perspectiva.

A pesar de las limitaciones que hoy en día se le pueden atribuir al proyecto de paz perpetua, la genialidad kantiana adquiere relevancia para la teoría política contemporánea gracias a su tercer y último artículo definitivo, dado que este instaura las bases para un nuevo paradigma teórico de la política que trasciende el marco referencial de la modernidad. Kant (2012) propuso que “el derecho cosmopolita debe limitarse a las condiciones de la hospitalidad universal” (p. 71). El valor teórico de este postulado radica en el renacimiento en la modernidad de la idea cosmopolita de los estoicos.

El concepto de la cosmo-polis o la comunidad universal humana generó el punto de partida para el desarrollo de una teoría política que va más allá del Estado moderno. En este tercer artículo del proyecto kantiano se halla la importancia de este último: la idea de un destino común y de problemas generales de la humanidad presenta las bases para los debates recientes de la teoría política. No en vano los proyectos cosmopolitas contemporáneos, tanto teóricos como prácticos, se basan directamente en la propuesta kantiana, con sus críticas y particularidades, y contemplan la integración global a través de un sistema de ciudadanía democrática que podría ser una solución a los problemas contemporáneos (Habermas, 2000, 2006; Held, 2012; Risse, 2012).

La idea de un mundo globalizado: ¿podemos pensar la ciudadanía y la democracia más allá del Estado?

En los últimos años no es inusual escuchar o leer la idea de que vivimos en un mundo globalizado o en medio de procesos de globalización (Held & McGrew, 2010). A pesar del uso tan extendido del concepto globalización, no hay teorías sistemáticas acerca de lo que es, de sus alcances y repercusiones en el mundo contemporáneo. No obstante, parece darse un consenso tácito en torno a que la globalización representa la ampliación, profundización y aceleración de una interconexión mundial de todos los aspectos de la vida cotidiana. Aspectos como la vida cultural, social y laboral de los individuos se han transformado en sus límites espacio-temporales, incluso el crimen organizado ha alcanzado dimensiones globales por sus consecuencias en todo el mundo. La globalización implica la conexión de aspectos relevantes de la vida ordinaria, lo que conlleva una transformación de la estructura espacio-temporal con la que comprendemos el mundo social integrado por interacciones humanas (Fazio, 2011, p. 21). Se entiende dicho concepto como la transformación de las nociones de tiempo y espacio, pues se pasa de las percepciones locales o territoriales a una percepción planetaria (Falk, 2002). Esta idea básica se refiere a la forma en que los procesos de globalización han reducido la distancia geográfica y el tiempo de interacción. Las nuevas formas de interconexión, especialmente las telecomunicaciones, la ubicación territorial y el momento en el que se realizan las acciones no parecen ser obstáculos para la organización o interacción social entre los seres humanos.

En esa medida, la globalización se define según su alcance, intensidad, repercusión, velocidad y la generación de flujos globales de interconexión. Las fuerzas de estos flujos globales tienen efectos importantes en la forma como se entiende y piensa la política, la economía y la vida social desde el marco del Estado soberano moderno. El ámbito decisional de los poderes gubernamentales es uno de estos casos, puesto que los costos y beneficios de las decisiones que toman los grupos de poder están determinados por los procesos de globalización. Por consiguiente, la decisión tomada por un gobierno –legítimo o no– puede afectar no solo a sus ciudadanos, sino también a personas de otro lugar del mundo, lo que pone en juego la clásica concepción de legitimidad democrática del paradigma moderno (Held, 1997; Beck, 1998, 2004; Benz, 2010).

Un segundo aspecto es el caso de las repercusiones de la globalización en el ámbito institucional. Los factores organizacionales de los grupos que se encuentran en el poder están modelados por las fuerzas globales, en la medida en que no cualquier forma institucional es aceptada en el escenario mundial. En este contexto, las fuerzas globales ponen sobre la mesa las cartas con las que los participantes deben competir en el marco de los flujos y redes globales que conforman el contexto del mundo globalizado.

La globalización determina las fuerzas sociales, así como sus relaciones entre sí y con otras sociedades. Como podría suponerse, la distribución de la riqueza y el poder se ven afectados por los flujos globales, lo cual genera grupos más vulnerables que otros en las dinámicas planetarias. Además, esta tendencia afecta las pautas de organización y conducta doméstica de los Estados, pues crea cánones estructurales de organización e interacción políticas que exceden los marcos modernos de autodeterminación estatal y soberana en los aspectos que tradicionalmente habían sido competencia exclusiva del ámbito interno de los Estados modernos (Pogge, 2005).

Desde la perspectiva que se ha esbozado respecto a la globalización, el Estado moderno no ha desaparecido de los movimientos y transacciones políticas, pero sus dinámicas se están transformando en este nuevo mundo de redes de interconexión y sistemas de flujos globales. En ese marco social se reconfigura el papel de dicho Estado dentro de la política, y es allí donde tienen lugar las actividades de las asociaciones, grupos, individuos e instituciones sociales.

Las relaciones de poder en las redes globales también encuentran un apoyo básico en las instituciones y en la manera en la que estas las modelan. Esta dimensión institucional está conformada por las alianzas, tratados, convenios, organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, instituciones inter y supranacionales, los Estados, los grupos de presión, los movimientos sociales, las elites económicas, entre otros. Asimismo, las instituciones influyen en la habilidad de los actores sociales –grupales, estatales o individuales– para configurar sus propias circunstancias políticas y económicas, dado que, según las dinámicas de poder, otorgan el ejercicio de la autoridad o lo configuran de acuerdo con las reglamentaciones propias del sistema institucional. Los ejemplos más evidentes de esta dimensión se hallan en los tratados comerciales entre Estados, instituciones como la ONU, la Organización Mundial de Comercio, el FMI (Fondo Monetario Internacional), la Corte Penal Internacional y las diferentes declaraciones de derechos que existen.

Ahora bien, la transformación de la soberanía de los Estados modernos puede apreciarse a través de cinco cambios fundamentales (Held, 1997) que se explican en los siguientes párrafos. El primero se refiere al carácter ilimitado o absoluto de la soberanía moderna, cuya fuente ha sido la ciudadanía en el desarrollo de los sistemas democráticos.

El derecho internacional contemporáneo ha impuesto claras restricciones normativas al ejercicio del poder político de los Estados soberanos a través de tratados y convenios como la Carta de las Naciones Unidas y las declaraciones de derechos humanos. Sin duda, estas declaraciones son importantes en la medida en que transforman la concepción moderna de un mundo compuesto únicamente por Estados soberanos al concebir a los seres humanos como sujetos de derechos (sin membresía política) y como actores relevantes de la política internacional, lo que pone en entredicho la idea de una ciudadanía puramente estatal. Los tratados y convenios internacionales han puesto, además, una serie de restricciones normativas al ejercicio del poder soberano mediante la aparición de objetivos comunes que responden a riesgos globalmente compartidos, como el cambio climático y la deforestación; en ese caso, la protección al medioambiente genera con frecuencia legislación internacional y de regulación sobre el ejercicio efectivo de la soberanía estatal.

Adicionalmente, debido a que las relaciones de poder reciben influencia de los flujos globales, los modos de interacción también se ven afectados. De un espacio en el cual solo actuaban los Estados soberanos, se pasa a un entorno de actores polifacéticos en el que no solo los Estados tienen voz y voto. Los modos de interacción están ligados a los flujos de información, de intercambio económico y de poder efectivo, un poder que no solo se expresa por vías militares, sino a través de reclamos de legitimidad y de la capacidad de ejercer el control de la economía. Así, la interacción social en un mundo globalizado involucra a empresas privadas de carácter multinacional, grupos de defensa de derechos humanos, actores militares de carácter no estatal, grupos de identidades culturales o grupos de crimen organizado.

Esta transformación involucra, a su vez, una nueva forma de estratificación mundial en la que no solo se tiene en cuenta el lugar de poder que ocupan los Estados modernos. Las jerarquías de poder y las asimetrías sociales producen nuevas formas de control en el acceso y ejercicio del poder político, e impactan en las oportunidades de vida y de bienestar de las personas. En ese sentido, es posible observar una globalización que se da desde arriba y otra desde abajo (Falk, 2002): la primera está conformada por los grupos en el poder; estos incluyen multinacionales, Estados y élites globales plurinacionales que imponen formas opresivas y reglas de juego inequitativas sobre los demás pueblos y personas; la segunda se refiere a los grupos de defensa de derechos humanos, activistas políticos y asociaciones políticas de carácter global, los cuales denuncian la falta de legitimidad de la globalización opresora y exigen cambios en las dinámicas relacionales del poder político y económico (Fazio, 2011, p. 102).

Un segundo cambio significativo se vincula con la aparición de instituciones supranacionales de toma de decisiones que han permeado las distinciones modernas de los campos de acción de los Estados soberanos. La dicotomía interior-exterior ha variado en la medida en que la línea que dividía los asuntos internos del ejercicio de la soberanía y los asuntos externos de la acción del Estado es bastante borrosa; la Unesco, el FMI y el Banco Mundial son ejemplos de estas formas institucionales que han difuminado la dicotomía moderna. Este tipo de organismos imponen condiciones sobre los Estados, con lo cual afectan la soberanía real y la posibilidad de tomar decisiones que sean efectivamente soberanas.

El mejor caso es el del FMI, creado a partir de la conferencia Bretton Woods para la regulación de la economía mundial en 1944. Esta institución tiene como principal objetivo brindar recomendaciones técnicas y préstamos financieros a las economías con serias dificultades, en especial, las de los países en vías de desarrollo (Lelart, 1977). Sin embargo, para acceder a esta asistencia financiera los Estados deben cumplir con una serie de condiciones específicas que establecen obligaciones sobre su política interna, tales como la expansión del crédito, reducción del gasto público, devaluación de la moneda, reducción de programas de asistencia social, de salarios y empleos en el sector público (Held, 1997; Pogge, 2005, 2009). Desafortunadamente este condicionamiento limita la capacidad efectiva de la toma de decisiones soberanas por parte de los Estados.

Cabe agregar que con este tipo de cambios coexiste el condicionamiento ejercido por los poderes hegemónicos transnacionales sobre la soberanía efectiva de los Estados. La toma de decisiones ha conseguido un fuerte carácter transnacional gracias a organizaciones de defensa internacional como la Organización del Atlántico Norte y la organización militar del Pacto de Varsovia durante la Guerra Fría, o grupos económicos como el G-8, entre otros. A su vez, estas formas de relación política plurinacional determinan varios elementos de las dinámicas políticas y de los procesos de toma de decisiones que están supeditadas a la estratificación mundial (Zolo, 2000).

El cuarto cambio fue producido por la extensión de la comunicación y el acceso a esta (Castells, 1998). La ampliación de la velocidad y el mejoramiento continuo de los instrumentos tecnológicos para garantizar una comunicación efectiva en tiempo real han fortalecido el campo de las interacciones humanas y han influido en las identidades nacionales y las prácticas culturales (Sen, 2002). Este fenómeno también ha creado la posibilidad de que las personas se identifiquen e involucren con sucesos y situaciones moralmente relevantes que ocurren a miles de kilómetros de ellas, lo que ha permitido la sensibilización mundial alrededor de problemas como la deforestación de los bosques tropicales, la caza indiscriminada, la protección de especies en extinción o la crisis humanitaria de Darfur o Somalia. Por tanto, estas formas de identidad y sentido de pertenencia globales han propiciado una interconexión entre los problemas y las redes globales de acción política como Greenpeace, Amnistía Internacional, Médicos Sin Fronteras, entre otras.

A pesar de ello, resulta peligroso afirmar que existe una sola cultura mundial o una oposición entre superculturas (Beck, 1998; Huntington, 2005), pues las dinámicas de los flujos globales han contribuido a la acentuación de lo local, y al impulso de viejos nacionalismos y formas de identidad cultural, religiosa, nacional o étnica (Held & Monroe, 2007; Habermas, 2000). Al interior de esa relación entre lo local, lo global y las prácticas locales que se han globalizado (especialmente en el mundo del entretenimiento y el deporte), el espectro se desplaza entre la acentuación de lo propio y el reconocimiento intersubjetivo de las diferencias (Todorov, 2008). De cualquier forma, las prácticas y creencias identitarias que permitían crear un sentido de cohesión social en el interior del Estado moderno se han transformado (Held, 1997, p. 159).

Por último, el quinto cambio involucra las modificaciones en los procesos de producción, distribución e intercambio económico en un mundo globalizado. En el paradigma moderno, la economía internacional identificaba a los Estados como los actores principales y exclusivos del intercambio económico, mientras que la producción local se relacionaba con el intercambio internacional bajo la lógica de la importación-exportación, mediatizada por las regulaciones comerciales establecidas por los Estados con base en sus intereses de desarrollo económico. No obstante, la aparición de otro tipo de entidades comerciales en el escenario internacional transfiguró ese marco relacional.

Las empresas multinacionales de carácter privado se han posicionado como competidores directos de las unidades políticas soberanas en el intercambio mercantil y económico, gracias a su estrategia cooperativa global. De esta manera, en el contexto de un mundo globalizado, las decisiones sobre el mercado no siempre reflejan las condiciones e intereses locales, lo cual reduce la capacidad efectiva de los Estados y de sus ciudadanos para tomar decisiones acordes a sus objetivos. El mercado internacional, regulado por las decisiones estatales de la modernidad, se ha visto desbordado por la movilidad de las nuevas unidades económicas y del capital, una circunstancia que dificulta en gran medida la intervención y el control económico.

Estos cinco cambios evidencian la transformación del concepto moderno de Estado soberano, mas no su desaparición del escenario político contemporáneo. La disminución significativa de la capacidad estatal para determinar su propio futuro es el cambio más importante. Ya sea en los espacios económicos, políticos o culturales, la lógica moderna resulta insuficiente cuando se trata de explicar los problemas contemporáneos; además, es insuficiente en términos normativos, porque los diseños normativos institucionales del paradigma moderno son ineficaces frente a las redes de interconexión y los flujos globales. Un Estado mundial no podría operar por las mismas razones esgrimidas por Kant (2012) hace ya más de doscientos años. A su vez, un mundo de Estados en competencia es inaplicable, puesto que el Estado soberano no es el único actor dentro de los movimientos globales, mientras que un mundo de Estados en cooperación no es lo ideal, pues las redes y flujos globales operan de forma polifacética en diversos niveles, no solo en el estatal. Ante este panorama, quedan entonces las siguientes preguntas: ¿es necesaria una reconfiguración de la ciudadanía y de la democracia en el ámbito global? ¿Es posible el sueño racionalista de la Ilustración de Kant?

Danilo Zolo: las críticas a las pretensiones cosmopolitas de democracia y ciudadanía

Con la publicación de Cosmópolis. Perspectiva y riesgo de un gobierno mundial (2000), el profesor italiano Danilo Zolo puso de manifiesto la dificultad que implica entender la paz mundial como consecuencia de la intervención de instituciones supranacionales que tienen el poderío suficiente para determinar las acciones de los Estados dentro de conflictos de carácter internacional; además, reconoció como problemático el hecho de otorgarles dicho poder de intervención a las grandes potencias que tienen el capital armamentista para imponer sus políticas de pacificación por medio de la fuerza. En su escrito, Danilo Zolo expuso una radiografía de su época y sus contradicciones. No rechazó la democracia en sí misma –reconocida por él como un modelo adecuado para solucionar las tensiones derivadas de la exclusión a la que se ven sometidos ciertos grupos sociales–, lo que sí hizo de manera explícita fue sospechar de las posibilidades de universalizar un discurso que, a manera de régimen global, desconoce las fracciones propias del orden local que avisan tantos Estados, para los cuales la inclusión en el discurso de ciudadanía global no puede ser más que una falsa utopía (Costa, 2016).

Zolo presentó un planteamiento divergente a las ya clásicas concepciones del pacifismo absoluto e institucional, pues propuso un aislamiento de la lógica del centralismo jerárquico que puede encontrarse en un tono casi sacro en la Carta de las Naciones Unidas. En sus palabras, se trata de sentar las bases para alcanzar la conquista de un pacifismo débil que para llevarse a cabo exija principios como la coordinación, la autoorganización y la negociación por medio de mecanismos de diplomacia preventiva que, en última instancia, no privilegian la solución militar (Zolo, 2000).

De este modo, en oposición a la idea globalista de la paz, lo que puede encontrarse en la propuesta del italiano es una lucha directa contra cualquier forma de concentración del poder político por parte de organizaciones internacionales, debido a que, actualmente, la disparidad de poderes y recursos entre los países privilegia una única forma de entender la intervención en los conflictos internacionales: es este un mecanismo en el que las grandes potencias e instituciones someten a las naciones que tienen menor poderío económico y militar.

La comunidad internacional, siguiendo la lógica discursiva anterior, debería asumir dos actitudes generales frente a los que están en conflicto:

(1) Aislar políticamente a los contendientes, sometiéndolos así a una forma de custodia externa, en un intento de obligarles a aceptar una solución negociada al conflicto. Evitando […] entrar en guerra con los contendientes; esto es, no debería, como hizo en la guerra del Golfo, añadir mayor violencia, por muy legitimada internacionalmente que estuviese [...].

(2) Establecer instituciones descentralizadas, regionales y subregionales que permitan ejercer una diplomacia no coercitiva. Esta es la única manera de evitar el riesgo del efecto de atomización y escisión engendrado por los particularismos étnico-nacionales conducentes a una guerra civil mundial (Barroso, 2009, pp. 326-327).

Por consiguiente, en la lectura cosmopolita impera una comprensión de la sociedad civil global y del Estado mundial que tiene como base de su proyecto la constitución de una ciudadanía universal, un constitucionalismo global y una democracia transnacional (Barroso, 2009). El inconveniente con estas premisas es que se decantan por la concentración del poder en algunas instituciones supranacionales defensoras de un sistema de intervención autoritario que no toma en consideración el ejercicio plural de las formas de vida sociales de la actualidad.

En las expresiones de Zolo se da a entender que la ciudadanía y los derechos ciudadanos han sido acogidos por la contraloría de tres variables que rigen la gestión política global de las actuales sociedades, a saber: la producción de los recursos económico-financieros; el mantenimiento de vínculos de lealtad y de cohesión social dentro del sistema político, y, por último, la tutela de derechos subjetivos y de las libertades fundamentales (Zolo, 2007).

Respecto a estas tres perspectivas, Zolo pretendía aclarar que la ciudadanía se constituye como un intento por conjugar estas variables en un mismo plan estratégico organizado discursivamente de esta manera. Primero, se expresa la condición de igualdad como uno de los principios fundacionales del concepto de ciudadanía. Sin embargo, esta concepción tiene que habérselas en un nicho de constante conflictividad en lo que se refiere a sus alcances reales frente a la economía internacional y a sus lógicas mercantiles.

En la actualidad, la lógica tendencialmente igualitaria del estatus de ciudadano, que atribuye derechos a todos los miembros del grupo político, debe, sin embargo, convivir en una tensión conflictiva con la lógica selectiva y competitiva del mercado. No existen atajos jacobinos, plebiscitarios o neoliberales frente a esta tensión, por lo menos en el marco institucional de un Estado de derecho (Zolo, 2007, p. 46)

Para empezar, entonces, los sistemas productivos y la efectividad de la economía de mercado aparecen en los planteamientos de Zolo como el primer obstáculo serio con el que tiene que entenderse la concepción de ciudadanía, en atención a los principios rectores de la actual gestión política internacional. Además, los actuales proyectos cosmopolitas vinculan aquí, en su planeación estratégica, la consigna integradora de un sentido de pertenencia a un grupo político que tiene en su haber la condición de un principio de solidaridad y una identidad colectiva, lo cual deberá facilitar luego los procesos de reconocimiento individual y de autoidentidad.

El sentido de pertenencia a un grupo político (esencialmente a un Estado nacional y territorial) es la condición de la lealtad de los ciudadanos a las instituciones políticas. En ausencia de un sentido de pertenencia, que comparta una historia y un destino común, es inevitable que la lógica centrífuga de las secesiones o del particularismo corporativo prevalezca por sobre los vínculos del compromiso político (Zolo, 2007, p. 46).

La existencia de denominadores comunes entre el ciudadano y sus instituciones constituye un principio capital que reafirma formas sociales de interacción como la solidaridad entre los ciudadanos; lo anterior se materializa, en última instancia, en el ejercicio institucional del Estado social, de modo que aquí se encuentra uno de los principales obstáculos que el realismo político de Zolo propuso en la carrera que recorre la consigna cosmopolita. Luego, en lo referente a la salvaguarda de los derechos fundamentales de los sujetos, Zolo se refirió a la tendencia del concepto de ciudadanía, ligado a la tradición jurídica occidental como una concepción que tiene su jurisdicción en los Estados nacionales:

La protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos requiere la elaboración de una noción no formalista de la ciudadanía. En la cultura europea, con la sola excepción de la sociología política inglesa, el concepto de “ciudadanía” ha denotado la adscripción puramente jurídica de un sujeto a un Estado nacional. Superando esta tradición se trataría de reelaborar y de enriquecer la noción de ciudadanía hasta convertirla en la categoría central de una concepción de la democracia que sea fiel a los principios de la tradición liberal democrática y, al mismo tiempo, que no sea simplemente un recurso procedimental (Zolo, 2007, p. 47).

Se constituye, de esta manera, un nuevo obstáculo que exigiría la reestructuración de los principios ubicados en la base del concepto de ciudadanía, con el fin de facilitar el entendimiento del sistema político con la nominación ex parte populi, y así propender por la titularidad de los derechos civiles, políticos y sociales y por su goce efectivo. Evaluada ya la idea de ciudadanía dentro del marco del realismo definido por Zolo (2007), resulta imperante apuntar en dirección a los procesos de integración regional y los efectos de la globalización en el ámbito de los derechos de ciudadanía, de acuerdo con el entramado argumentativo propuesto por el italiano.

En los últimos años, el mundo ha sufrido una cantidad incontable de fenómenos que han generado procesos de homologación de intereses y destinos entre los ciudadanos y los pueblos del mundo. La acelerada modernización ha afectado a todas las tradiciones culturales tendiendo cada vez más a la occidentalización del mundo (Latouche, 1989). A este respecto, Zolo se centró en la pregunta en torno a la validez de la comprensión de dichos procesos de homologación cultural como una tendencia resuelta y efectiva hacia la concreción de una verdadera integración cultural global, pues de ello dependería el cimiento de las bases que posibiliten la construcción de una idea de sociedad civil global y de democracia transnacional (Zolo, 2007). Así, lo ideal es que los procesos de globalización se consagren como un nicho de garantías para los derechos negativos de los ciudadanos y que estos últimos, en su apuesta democrática, propendan por defender una ciudadanía civil universal.

Con lo anterior, y en lo atinente a la integración regional, lo que el italiano ha podido evidenciar es que en la actualidad pueden contrastarse marcos de referencia cultural que, en lugar de direccionar las sociedades hacia una cultura universal, llevan a cabo un proceso de criollización, en el cual muchas tradiciones culturales no occidentales están adoptando culturas occidentales que, de forma contraria a sus tradicionales visiones del mundo, se están acercando más a presupuestos de la técnica y la industria; estos últimos, más allá de convertirse en prácticas de integración comunitaria, producen contaminación y prácticas sociales desbordadas por las lógicas de producción económica.

Tampoco aplica considerar en el ámbito político-económico a los nuevos procesos de globalización como un signo de aislamiento del sistema de los Estados soberanos, o incluso como la posibilidad de lograr una sociedad civil global, tendiente a la democracia y la pacificación del mundo. Esto en la medida en que los sistemas económico-financieros han tenido una injerencia determinante en el ejercicio de las relaciones internacionales actuales, lo que puede evidenciarse, por ejemplo, en perspectivas como la de Stiglitz (2002), quien sostuvo que las desigualdades en el desarrollo humano, visto desde todas las latitudes, han sido resultado de la intervención de los sistemas económicos y financieros en los procesos de globalización.

Esta idea se ha desarrollado a partir de múltiples perspectivas disciplinares. Por ejemplo, desde una idea más abiertamente economicista propuesta por Dutta y Thomson (2018), cuya base son los procesos de financierización con creciente impacto en occidente desde la década de los 70, cuando ocurrió la caída del sistema monetario de Bretton Woods. Como puede apreciarse en el texto de estos autores, el término financierización constituye una amplia gama conceptual que apunta a la tendencia creciente de entidades con interés financiero en el seno de las economías nacionales e internacionales. Así, se trata de la influencia en alza que han venido teniendo los sistemas financieros al interior de los ámbitos de la vida cotidiana en el ámbito global.

Aquello ha ocurrido gracias al acrecentamiento de los movimientos financieros y la aparición de actores como los sistemas bancarios, los inversores institucionales y los fondos de grandes empresas e instituciones que también van en aumento dentro del sistema financiero y han tenido una mayor injerencia de la ya poseída en cuestiones cotidianas de la vida social. Procesos como estos traen consigo efectos de distinta índole que, desde esta misma perspectiva, se analizan a continuación.

Una primera consecuencia es que la promesa de liberalizar la economía quitando las trabas que pudieran existir a la libre circulación de los capitales en el ámbito económico internacional no se cumplió. A la fecha, nada ha podido dar validez a esta hipótesis expresada por el fmi entre los años 80 y 90, por lo cual no es posible asegurar que esta premisa sea beneficiosa, por ejemplo, para las economías de los países en desarrollo. Lo que sí se ha podido comprobar es que la libre circulación de capitales ha dado lugar a que ciertas economías se presenten con una volatilidad y una estabilidad que no se había visto antes en la historia, de manera que muchas economías penden de un hilo en caso de presentarse una crisis internacional. Adicionalmente, según Dutta y Thomson (2018), en la década del 2000 el capital fue traspasado de las economías en desarrollo a las desarrolladas, en lugar de presentarse el caso contrario, con lo que se ha podido evidenciar una mayor desigualdad entre las naciones más pobres y las grandes potencias mundiales.

En segundo lugar, debido a la financierización, la deuda es uno de los estandartes que mantiene en pie las economías familiares. Suplir muchas de las principales necesidades que surgen en el ámbito familiar depende cada vez más de factores como la productividad, directamente relacionada con los aumentos de los salarios que permitirán la subsistencia de las familias. La deuda también tiene un valor importante en las economías familiares, puesto que en muchas ocasiones se debe a la cobertura de factores como el transporte, la vivienda y titulación de créditos hipotecarios, la salud, el desempleo o la desigualdad salarial; de entrada, esta situación pone en entredicho las posibilidades beneficiosas acaecidas en el panorama financiero en pro de la generación de condiciones siquiera satisfactorias para los derechos de ciudadanía, así como para las posibilidades de una democracia pensada por fuera de la lógica de los sistemas de Estado.

Por último, es de señalar que muchos de los principales productores agrícolas empezaron a cobrar un valor medible y estandarizable, como si se tratara de la tasación del oro o del petróleo. Los mercados agrícolas se convirtieron en espacios para la concentración financiera representada en contratos “a plazos”, por lo cual están supeditados a lógicas que, por ejemplo, no les permiten vender a cualquier comprador potencial que no constituya una promesa futura de venta.

La consideración de este tipo de circunstancias permite la apertura de un marco de referencia que ayude a no incurrir en el error referenciado por Zolo: infravalorar la influencia que hoy tienen los sistemas económicos y financieros internacionales en las relaciones internacionales y en las posibilidades reales de la constitución de una democracia transnacional y una sociedad civil global; conviene recordar que para el italiano este tipo de consignas no favorecen a los procesos de integración de las regiones sobre la base de una superación de los intereses económicos, sino, por el contrario, sirven para potenciar las ambiciones internacionales de las grandes potencias, como se ve en el siguiente fragmento:

Un enunciado implícito de la ideología globalista es que los procesos de integración de la economía internacional tienden no solo a aumentar la riqueza total producida, sino también a reducir la brecha entre las economías de las potencias industriales y las economías de los países pobres. Pero este enunciado no parece avalado por los hechos. En realidad, las dinámicas del desarrollo económico mundial en los últimos treinta años confirman un considerable aumento de la productividad durante el último medio siglo, y muestran también que la distancia entre los países más pobres y los países más ricos se ha más que duplicado (Zolo, 2007, p. 48).

La principal conclusión a la que se puede llegar con las ideas de Zolo se formula sobre la evidencia dada por los procesos de globalización de la economía; aunque hay cifras que revelan un supuesto crecimiento de las economías nacionales, incluso en los países en vías de desarrollo, en realidad se han agudizado con mayor ahínco las desigualdades sociales, en lugar de servir a la integración de las naciones.

CONCLUSIONES

Como se ha argumentado en este texto, el marco estatal de interacción política entre ciudadanos e instituciones, como procedimiento de legitimación ex parte populi, se ha visto desbordado por nuevas fuerzas y flujos globales que rebasan las capacidades reales de los Estados y de sus ciudadanos para intervenir en la toma de decisiones. Esta transformación está lejos de augurar la ciudadanía cosmopolita que Kant esperaba. Las dinámicas neoliberales de una globalización depredadora han puesto en jaque las pretensiones cosmopolitas de desarrollar un proceso político y democrático de integración mundial.

Este panorama no prodiga un buen nicho de actuación en el ámbito global, sobre todo para los países en vías de desarrollo, en lo que se refiere a la protección de los derechos sociales, pues estos son entendidos como meras conditional opportunities, ligados por completo a las posibilidades económicas de los gobiernos nacionales. En términos de Zolo (2007), no son derechos verdaderos. Los derechos sociales constituyen meras expectativas de prestaciones públicas cuya satisfacción estará siempre determinada por la disponibilidad financiera de los entes gubernamentales. El condicionamiento de la protección de los derechos a la estabilidad financiera de los Estados superpone necesariamente un telos de utilitarismo a la hora de decidir hacia dónde dirigir los recursos públicos, precarios y politizados, especialmente cuando se piensa en políticas públicas que tengan como fin lograr una educación que proteja los derechos humanos, la ciudadanía y la democracia.

En este sentido, con los planteamientos de Zolo apareció una nueva tensión entre los derechos de ciudadanía y los denominados derechos cosmopolitas, dado que surgió una relación antinómica que establece una oposición entre las legislaciones nacionales y los procesos de globalización en múltiples sectores. Así, mientras muchos autores entendían esta tensión como una posibilidad para que los ciudadanos alcancen la satisfacción de sus derechos por vía judicial supranacional, el italiano vio como poco probable esta opción, en cuanto existen organizaciones internacionales que presentan estructuras jerárquicas y centralizadas, fundadas sobre el paradigma de la Santa Alianza, lo que puede ser fácilmente evidenciable con el caso de la ONU. La posición de Zolo representa en sí misma la vocación pura de la reflexión filosófica como antipoder. Ello se hace evidente cuando levanta la voz contra las decisiones institucionales que hablan de derechos humanos a nivel global, pero sin resolver condiciones básicas mínimas de infraestructura o acceso a servicios públicos esenciales en el orden local de las poblaciones latinoamericanas, asiáticas y africanas.

Dicha opción es aún menos probable cuando los discursos que apelan por una democracia transnacional se toman tan a la ligera elementos propios de la tendencia a la occidentalización del mundo, como es el caso de las migraciones en masa de individuos pertenecientes a naciones con problemáticas político-económicas importantes. En estos casos, el auge occidentalizador, históricamente, ha respondido a estas personas por la vía de la expulsión forzada o de la negación de su carácter de individuos poseedores de derechos civiles; nunca se ha materializado en la historia humana reciente una apuesta importante por la hospitalidad universal ya expresada por Kant, o por el ejercicio de cierto sentido de pertenencia en el orden cosmopolita. La tendencia occidentalizadora no representa una apuesta por la integración de las naciones, constituye más bien una dialéctica nosótrica que decanta en nacionalismos económicos, políticos y sociales frente a los otros.

Por último, en su lectura realista de las posibilidades reales de la institución global sobre presupuestos democráticos y protección de derechos civiles cosmopolitas, Zolo expresó la problemática de la autonomía cognitiva individual, referenciando que, en las últimas décadas, los procesos generados por vía de la interacción comunicativa, a través de conexiones informáticas, han crecido a un nivel tan exponencial como las brechas de desigualdad entre países ricos y pobres. Sin duda, la idea de poner al mundo en una conexión real por medio de las redes de información que posibilitan el intercambio entre culturas y civilizaciones, a través de transmisiones televisivas y de Internet, en lugar de abrir las puertas a la posibilidad de una cultura global que, por medio de la interrelación y el diálogo cultural, lograría una transformación positiva de los efectos resultantes del desorden generado por los Estados soberanos, ha logrado desatar los más acérrimos populismos y nacionalismos.

En este escenario, resulta inocente pensar que los medios de comunicación de masas tengan una capacidad real de ser los productores de una integración global genuina y transparente entre quienes emiten la información y aquellos que la reciben. A ello se suman los efectos que podrían generar los altos flujos comunicativos, monopolizados por entidades transnacionales al capital simbólico y cultural de la humanidad, constituyéndose de esta forma como una homologación de las diversas formas de vida y de relacionamiento social.

De cara a las pretensiones globalizantes que cada vez envuelven más con sus discursos al mundo actual, descripciones como esa solo dejan una respuesta clara, y es que la pugna por los derechos solamente puede librarse en el escenario de los sistemas políticos nacionales. En ese sentido, dentro de los espectros de acción conocidos hasta ahora, los sistemas nacionales son efectivos en la medida en que sostienen una simetría entre los procesos geopolíticos y los sentimientos de lealtad civil. A pesar de las trasformaciones generadas por los procesos de globalización, el ya distinto marco nacional seguirá siendo, por un buen tiempo, el escenario para las luchas políticas y el ejercicio de la ciudadanía democrática.

Por último, la democracia se nutre necesariamente de la libertad de expresión y es consecuencia directa del acceso a la formación y a la información, que por estar atadas a intereses de grandes grupos económicos, o restringen el acceso libre e igualitario o determinan el contenido de lo que se expresa según los intereses de unos actores de poder; estos actores, bajo la sombra de la democracia occidentalizadora, agitan los ánimos de segregación contra aquellos que representan una forma diferente de ver el mundo a aquella que el canon ha impuesto al final de la segunda posguerra, y que se conserva con sangre hasta el día de hoy.

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Notas

* La redacción de este artículo es resultado del trabajo académico que se adelanta en la Línea de Estado, Democracia y Constitución del Grupo de Investigación en Conflicto y Paz (Categoría A1/ Ministerio de Ciencia Tecnología e Innovación) de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad de Medellín, Colombia.


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