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La Violencia y la novela en Colombia: Los ejércitos de Evelio Rosero y su lugar en la tradición de la novela sobre la violencia*
Violence and novel in colombia: los ejércitos, by evelio rosero, and its place in the tradition of the novels about violence
A violência e o romance na colômbia: los ejércitos, de evelio rosero, e o seu lugar na tradição do romance sobre a violência
La Violencia y la novela en Colombia: Los ejércitos de Evelio Rosero y su lugar en la tradición de la novela sobre la violencia*
Revista Razón Crítica, núm. 12, 2022
Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano

Recepción: 13 Mayo 2021
Aprobación: 01 Junio 2021
Publicación: 01 Septiembre 2021
Resumen: El tema de la violencia ha sido protagonista en la novela colombiana del siglo XX. Con Los ejércitos de Evelio Rosero, en los albores del siglo XXI, el tratamiento literario de la violencia alcanza un nivel superior, no solo porque propone una nueva clave política para leer el país, sino porque su técnica narrativa permite comprender un problema fundamental del género hoy: la imposibilidad de narrar el horror de la guerra. Este artículo se propone analizar la forma narrativa de Los ejércitos con el fin de mostrar cómo las elecciones estéticas de Rosero logran construir un nuevo lenguaje a partir del cual se narra la experiencia de la violencia. Así, el enfoque metodológico de este artículo es doble. Por un lado, se hará un estudio formal de la obra y, por otro, se leerá desde una perspectiva histórica, que permita comprender su papel en la tradición de la novela sobre la violencia en Colombia.
Palabras clave: novela de la violencia, focalización, narrador, lenguaje expresivo..
Abstract: The topic of violence was the leading character in the 20th-century Colombian novel. With Evelio Rosero's Los ejércitos, published at the dawn of the 21st century, the literary treatment of violence reaches a higher level, not only because this work proposes a new political key to reading the country, but also because its narrative technique allows us to understand a fundamental current problem of this genre: The impossibility of narrating the horror of war. Therefore, this article seeks to analyze the narrative form in Los ejércitos in order to show how the aesthetic choices made by Rosero manage to build a new language capable of narrating the experience of violence. For this purpose, we used a twofold methodological approach. On the one hand, there will be a formal study of this literary work and, on the other, it will be read from a historical perspective, which allows us to understand its role in the tradition of the novels about violence in Colombia.
Keywords: Novel about violence, targeting, storyteller, expressive language..
Resumo: O tema da violência foi protagonizado no romance colombiano do século XX. Com Los ejércitos, de Evelio Rosero, no início do século XXI, o tratamento literário da violência atinge um nível superior, não somente porque propõe uma nova forma política de ler o país, mas também porque sua técnica narrativa permite compreender um problema fundamental do gênero hoje: a impossibilidade de narrar o horror da guerra. Neste artigo, propõe-se analisar a forma narrativa de Los ejércitos com o objetivo de mostrar como as escolhas estéticas de Rosero conseguem construir uma nova linguagem a partir da qual a experiência da violência é narrada. Assim, a abordagem metodológica deste artigo é dupla. Por um lado, é feito um estudo formal da obra e, por outro, esta é lida sob uma perspectiva histórica, que permite compreender seu papel na tradição do romance sobre a violência na Colômbia.
Palavras-chave: romance da violência, focalização, narrador, linguagem expressiva.
El tema de la violencia en la novela colombiana ha sido constante a lo largo de la historia, pero es durante los años cincuenta del siglo xx que el fenómeno editorial se dispara. En este periodo, conocido por los historiadores como “el periodo de la Violencia”[1], hay una eclosión de novelas que narran al detalle las técnicas de asesinato, los cortes, el boleteo, la tierra arrasada[2] y demás estrategias de exterminio del opositor político. Este fenómeno literario y editorial marcó un hito en la narrativa colombiana e instauró un paradigma que difícilmente nuestros escritores pueden desafiar: la novela de la Violencia[3]. Una vez emergen las guerrillas comunistas en los años sesenta y se supera el periodo de la Violencia se inaugura una nueva etapa de la historia social de Colombia: el conflicto armado. Las nuevas formas de violencia alimentan el interés retratista de los novelistas que quieren contar la historia del país y que buscan representar la violencia, algunas veces, incluso de manera apologética. Es el caso de la narconovela y su discurso justificativo de la violencia como un medio de ascenso social[4]. De esta manera, el tema de la violencia no desaparece de la novela, sino que, al contrario, se transforma con ella.
Sin embargo, para hablar hoy literariamente de la violencia en su profunda y compleja dimensión, hay que fracturar el vínculo entre la novela y la historia social de Colombia; si se quiere superar el plano del testimonio, se debe mostrar las huellas de la guerra en los sujetos y abandonar todo intento de representar literalmente el conflicto. Pero, ¿cómo hacer una novela sobre la violencia sin convertirla en representación de la historia social y política del país?, ¿cómo evitar la subordinación de la literatura a la realidad? Los ejércitos de Evelio Rosero es una muestra de esa necesidad histórica que impone el tema de la violencia, pero, a la vez, de la posibilidad estética de superar la representación.
Evelio Rosero es uno de los escritores colombianos más reconocidos internacionalmente. En su larga trayectoria, ha incursionado en distintos géneros además de la novela. También es poeta, escritor de literatura infantil y un cuentista excepcional. En el 2006 Los ejércitos, su novela más premiada, ganó el II Premio Tusquets Editores de Novela, lo que promovió el reconocimiento internacional del autor. Este texto se tradujo a doce idiomas; ganó premios como el Foreign Fiction Prize en el 2009 y el ALOA Prize en el 2011. Sin embargo, la importancia de esta obra en la tradición de la novela sobre la violencia en Colombia aún no ha sido conmensurada, de allí la necesidad de este ensayo.
La relación que establece Los ejércitos entre la realidad y la ficción es especial. Como periodista, Rosero ha mantenido un alto nivel investigativo y realista en su novela. Sin embargo, la particularidad de su obra con relación a otras novelas sobre la violencia es el manejo estético que le da a un tema con una larga tradición, que se ha debatido entre el testimonio de la realidad y la autonomía literaria. Se trata de un diálogo entre la historia social de Colombia y el papel de la literatura en esta, que no se reduce a su reflejo.
En el marco de la novela sobre la violencia del conflicto armado, Rosero plantea una perspectiva muy sugestiva para trabajar el tema porque supera la pregunta por la guerra y se sitúa en el plano de la experiencia de la violencia, más allá de quienes la ejercen. En este sentido, tenemos una novela que, aunque se puede ubicar en el conflicto armado, construye una reflexión sobre la violencia desde el lenguaje. Con esto se aleja de una toma de partido o de la comunicación de ideologías, y le devuelve el carácter crítico a un género que lo había perdido en los últimos años. Rosero reproduce así una experiencia de la violencia que supera los límites de la representación e introduce al género en un nuevo paradigma literario, en el que la función del lenguaje ya no es comunicar la historia social y política del país, sino expresar la experiencia subjetiva de las víctimas de la violencia.
Al contrario de fenómenos como el de la narconovela, Los ejércitos implica una transformación en el género por su manera de entender la violencia. Una guerra de desgaste y fuego cruzado de más de cinco décadas, en la que el 80 %[5] de las víctimas son de la población civil, debe generar una pregunta sobre la utilidad de la violencia. Es decir, el momento histórico de Rosero, y su sensibilidad especial para entenderlo, le han permitido superar la visión de la violencia como un medio legítimo, bien sea de trasformación, de mantenimiento del statu quo o de ascenso social. Por eso, aquello que le interesa de la violencia no es cómo se ejerce esta o cuál es su utilidad, sino sus repercusiones en la experiencia de aquella parte de la población que no es tenida en cuenta como actor del conflicto y, sin embargo, lo sufre. Esta mirada ve entonces lo que se niega como parte de la guerra, a pesar de ser lo constitutivo de esa realidad: la experiencia de la violencia en los sujetos que la ven desde una perspectiva que rechaza su utilidad o legitimación.
El conflicto armado aparece expresado en la novela, pero no retratado. Tenemos diversas pruebas que refuerzan la idea de que se trata de la guerra entre paramilitares, guerrilla y ejército. Por un lado, se ficcionalizan hechos reales, que sucedieron en diferentes lugares de Colombia, pero que Rosero hace aparecer en San José. El más evidente de ellos es la masacre de Bojayá, ocurrida en el 2002 y una de las más sangrientas de todo el conflicto. La referencia a este hecho real aparece relacionada con la historia de Gracielita, personaje ficcional como todos en la novela, quien quedó huérfana después del estallido de una pipeta de gas en medio de la iglesia. Por otro lado, el autor mismo hace referencia al contenido de realidad que hay en su historia: “[…] todo lo que ocurre en la novela ocurrió en la realidad nuestra” (Rosero 2011, s. p.). Por supuesto, como hemos dicho, no se trata de retratar esa realidad, sino de expresarla, y, en ese sentido, la referencia al contexto real va mucho más allá de la ficcionalización de algunas noticias.
Rosero habla de un conflicto que todos conocemos muy bien; sin embargo, nunca lo menciona explícitamente. Jamás utiliza la palabra ‘Colombia’, los nombres de personajes reconocidos o de grupos armados específicos. Hay diversas referencias que sugieren esa relación; no obstante, nunca se hace explícita. El título de la obra es, en ese sentido, revelador. Se trata de los ejércitos, pero no sabemos cuáles, dónde, ni al mando de quién. El título de la novela deja ver que el problema de la obra no es quién ejerce la violencia, sino la experiencia de esta, más allá de los enfrentamientos en la lucha por el poder. Esa falta de especificación, por un lado, y la referencia velada a la realidad, por otro, provocan una situación ambigua y muy interesante a la hora de leer la novela. Al hacer y no hacer referencia a la realidad colombiana, Rosero propone una postura clara: le interesa el conflicto armado, pero no como materia histórica para construir un argumento, sino para observar desde allí la experiencia de la violencia.
Como hemos visto, Los ejércitos no es una novela que cuente la historia de una víctima real ni mucho menos una novela que describa el origen y el desarrollo del conflicto armado. Se trata de la expresión de la violencia, de cómo la violencia se apodera por completo de la vida, memoria, consciencia y narración de Ismael, el anciano que protagoniza y narra la historia. En ese sentido, lo político como simple contenido resulta irrelevante, porque el problema de la novela de Rosero es la experiencia radical y “fenoménica” de la violencia (Padilla Chasing, 2012). De esta manera, Los ejércitos no promueve un discurso político en favor o en contra del Gobierno, las guerrillas o los paramilitares, sino que va más allá: se dirige hacia una redistribución simbólica de la manera de entender el conflicto y el ejercicio de la violencia.
Suspender la pregunta sobre quién produce y cómo es el conflicto armado es ya una forma de leerlo desde un enfoque diferente al del statu quo. Es decir, no importa quién es el culpable o cuál es el ejército agresor: lo relevante es la violencia como fenómeno de descomposición social que se experimenta desde una perspectiva subjetiva. La guerra se observa desde la experiencia pura de la violencia, y no desde las justificaciones o las aprobaciones ideológicas de su ejercicio. Esta es una nueva manera de entender el conflicto, que lo ve en su más profundo arraigo en la sociedad y la subjetividad de las víctimas, sin necesidad de representarlas ni de introducirse en la discusión sobre los bandos y sus responsabilidades en la guerra.
Se trata entonces de la experiencia del conflicto desde una perspectiva no institucional o hegemónica, ya que encuentra que el conflicto armado no es simplemente un enfrentamiento político o terrorista, según el discurso de cada bando; más bien, se trata de la invasión de la violencia en todos los aspectos de la vida, fundamentalmente, la de aquellos que no tienen nada que ver ideológicamente con el conflicto. Según esto, la mirada que propone Los ejércitos sobre la guerra, y que logra reproducir a los ojos del lector, es una mirada que se posa sobre los márgenes de las formas tradicionales de entender el conflicto y repara en los alcances más profundos y subjetivos de la violencia, provocando en el lector una mirada crítica hacia la manera común de entenderla y contarla. Esa forma de tratar la violencia es justamente la que permite desplegar el carácter crítico de la novela de Rosero. Se trata de observar lo oculto de la realidad, lo que los discursos sobre ella niegan, que, no obstante, está allí, latente, arrojando víctimas y experiencias de violencia que nada tienen que ver con la transformación o el mantenimiento de un orden. Los ejércitos se acerca al muy tratado fenómeno de la violencia, pero para señalar aquello que no ha sido tenido en cuenta como parte constitutiva del conflicto: la experiencia de la violencia como una pérdida radical del sentido.
La novela de Rosero resulta muy llamativa en el contexto de producción novelística contemporánea debido a que desarrolla un lenguaje que permite hablar del conflicto armado en Colombia a través de la performatividad de la palabra y no del lenguaje comunicativo (Rancière, 2009), es decir, se trata de reproducir la experiencia de la violencia, sin retratar o representar el conflicto armado colombiano. El lenguaje que propone Los ejércitos renueva la manera en que la literatura de la violencia se ha relacionado con la realidad. No se trata ya de la representación de las ideas del autor en la obra, sino del uso de un lenguaje que contiene en sí mismo el mundo. En ese sentido, ya no se refiere a la realidad, sino que la expresa. En palabras de Rancière, es un lenguaje que “[…] cuenta sin representar, describe sin hacer ver y apela a un lenguaje de las cosas que equivaldría a su propia supresión” (Rancière, 2009, p. 130). Es decir, el problema de Los ejércitos no es qué es la violencia o cómo es la Colombia azotada por esta, sino cómo expresar la experiencia de la violencia desde la literatura. Para desarrollar dicho problema, el trabajo con el lenguaje, y su transformación a lo largo de la novela, es fundamental.
El dispositivo que detona el carácter expresivo del lenguaje de Los ejércitos es su narrador[6]. Alrededor de él se construye una serie de estrategias literarias que desembocan en la expresión de la violencia. Ismael es un narrador homodiegético, el protagonista que constituye el único punto de vista de la narración. Así, el lector conoce los acontecimientos de la novela solamente a través de esta consciencia narrativa, que se ubica dentro de aquello que narra. En otras palabras, los pensamientos de Ismael son narrados sin restricción. No se trata acá de un flujo de consciencia, sino de un soliloquio permanente en el que el narrador protagonista comunica lo que piensa y siente. La construcción de este tipo de narrador produce “[…] una novela de perfil impresionista, en la cual la acción aparece como vivencia verbalizada, dicha desde el interior, fenoménica […]” (Padilla Chasing, 2012, p. 123). Se trata entonces de una focalización interna, unívoca e íntima, que acerca al lector a la experiencia de Ismael, y no permite una visión objetiva de los acontecimientos que se relatan.
A lo largo de la novela, la violencia invade todos los aspectos de la vida de Ismael; queda así irreparablemente signado por ella. Sin embargo, la violencia siempre ha estado ahí. Desde el comienzo de la narración se hace referencia a esta, pero como algo exterior y ajeno. A medida que avanza la narración, la violencia invade la vida de Ismael, al punto de imponerse en su experiencia como lo único, permanente e inextinguible.
Un ejemplo de la invasión que significa la violencia en la experiencia de Ismael es la progresiva desaparición o huida de los habitantes de su pueblo. La narración abre ya con cuatro años de desaparición del esposo de Hortensia Galindo, personaje secundario de la obra. Aunque en un primer momento la desaparición se muestra en un segundo plano, paulatinamente se acerca a Ismael, al punto de que quien desaparece es su propia esposa. No se sabe si ha muerto: simplemente nadie la ha visto y no regresa a casa. Ismael la busca por todo el pueblo, pero nadie da razón de ella. Paralelamente, los habitantes del lugar empiezan a desaparecer. Algunos son asesinados por un ejército; otros huyen después de repetidos ataques contra la población. El narrador se queda solo en el pueblo “[…] entre la sombra caliente de las casas abandonadas” (Rosero, 2007, p. 190). El lector experimenta su vacío y también su desconcierto; no se sabe explícitamente cómo desaparecen las personas, dónde están, si están muertas, ni quién las ha matado. Simplemente, la soledad invade el pueblo e Ismael queda en medio de la ausencia.
El progresivo empoderamiento de la violencia también se manifiesta en la memoria de Ismael. Si bien nuestro narrador es un anciano, su mente es lúcida y su memoria se muestra intacta al comienzo de la narración. El narrador recuenta historias que tuvieron lugar mucho tiempo atrás con un insistente detalle, como la escena en la que relata cómo conoció a su mujer en medio de un asesinato. Ismael recuerda perfectamente el vestido de Otilia, el del homicida y hasta cuántos anillos tenía la víctima. En la primera parte de la novela, la memoria de Ismael despliega toda su capacidad, presentándole los habitantes del pueblo al lector, contándole quiénes fueron sus estudiantes y cómo llegaron a tener la vida que ahora llevan. Sin embargo, en la medida en que la violencia avanza y toma la experiencia de Ismael, la memoria va perdiendo su capacidad. Primero, los olvidos de Ismael parecen insignificantes. No sabe a qué hora ha salido de casa o dónde se encuentra exactamente, lo que resulta sospechoso para una memoria tan implacable como la del comienzo de la novela. Luego, empieza a hacerse borrosa la identidad de personas cercanas a Ismael, como la de Cristina, la joven que servía en su casa:
Cuando regresa la muchacha con los vasos de limonada, ansiosa por beberse el suyo, ya no la reconozco, ¿quién es esa muchacha que me mira, que me habla?, nunca en la vida me ocurrió el olvido, así, tan de improviso, peor que un baldado de agua fría. Es como si en todo este tiempo, encima del sol, hubiese caído un paño de niebla, oscureciéndolo todo (Rosero, 2007, p. 84).
Ese paño de niebla que lo cubre es el efecto de la violencia sobre Ismael. Una presencia progresiva que invade por completo su vida, incluso su memoria. Ahora, esta consciencia narradora que se “[…] jactaba de [su] memoria” (Rosero, 2007, p. 85), ya no recuerda ni a los personajes más cercanos. Tampoco recuerda cómo llegar a casa y desconoce cada rincón del pueblo en el que ha vivido tantos años. Al final de la novela, el narrador mismo declara la pérdida completa de su memoria: “[…] he perdido la memoria, igual que si me hundiera y empezara a bajar uno por uno los peldaños que conducen a lo más desconocido, este pueblo […]” (Rosero, 2007, p. 194). Así, la violencia no solo invade el pueblo, sino también la memoria del narrador.
Otro de los aspectos relevantes a la hora de analizar la manifestación de la violencia desde la expresividad del lenguaje es la consciencia del narrador. Como hemos dicho, el único punto de vista que tiene el lector es el de Ismael. Esta focalización permite al lector experimentar las vivencias del protagonista sin ver representados los acontecimientos. Así, la progresiva locura que invade a Ismael se manifiesta ante el lector con toda la fuerza con que subyuga al narrador.
Nuestro narrador es un hombre racional, culto y dueño de sí. Ha educado a casi todo San José y las personas en el pueblo lo conocen como un profesor muy respetado. A pesar de que sus impulsos eróticos lo mantienen expectante colgado de un naranjo, Ismael puede contenerse y ocultar su lujuria. El personaje es consciente de que su edad significa un abismo entre sus deseos y la consumación de ellos, así como también redime su insistente mirada ante los demás. Empero, nuestro narrador es capaz de controlar el deseo de mirar a Geraldina justo cuando más cerca está de ella y puede fingir que su desnudez no lo perturba. Este autocontrol retrata a un hombre dueño de sí que, aunque padece sus deseos, puede actuar racionalmente frente a los demás.
Ese autocontrol y consciencia de sí no perdurará a lo largo de la novela. A medida que la violencia invade el pueblo, Ismael empieza a perder su consciencia de la misma manera que a sus vecinos y su memoria. En los momentos más álgidos de la violencia, cuando Ismael y el lector la sienten más cerca, el narrador se cuestiona por la presencia de la locura: “[…] suenan más tiros, ahora son ráfagas —me paralizo, son lejanas: de modo que no era otra guerra, es la guerra de verdad, nos estamos volviendo locos, o nos volvimos— […]” (Rosero, 2007, p. 63). La presencia de la violencia es proporcional a la locura, Ismael puede reconocerlo.
La locura aparece en forma de risa. A medida que avanza la novela y que la situación de Ismael es más crítica, el narrador experimenta unos deseos inexplicables e incontenibles de reírse:
[…] me examina ahora desde la punta de los zapatos hasta el último cabello, afinará su puntería con mis huesos, pienso, a punto de provocarme yo mismo la risa, otra vez libre y simplemente como cualquier estornudo, en vano aprieto los labios, siento que arrojaré la carcajada más larga de toda mi vida, los hombres pasan a mi lado como si no me vieran, o me creyeran muerto, no sé cómo pude encerrar la risotada a punto, la risotada del miedo, y solo s[o]lo después de un minuto de muerto, o dos, ladeo la cabeza muevo la mirada: el grupo se pierde en la vuelta de la esquina, escucho las primeras gotas de lluvia, gordas, aisladas, caer como grandes flores arrugadas que estallan en el polvo: el diluvio, Señor, el diluvio, pero cesan de inmediato las gotas y yo mismo me digo Dios no está de acuerdo, y otra vez la risa a punto, a punto, es tu locura Ismael, digo, y cesa la risa dentro de mí, como si me avergonzara de mí mismo (Rosero, 2007, p. 186).
Se trata de una risa que quiere aflorar en los momentos más críticos de la vivencia de la violencia. Justo cuando finge estar muerto frente a una patrulla, cuando están a punto de dispararle o cuando siente más profundamente la ausencia de Otilia, una risotada quiere explotar en su boca. Finalmente, Ismael la entiende como la locura, revelándole al lector su condición.
No hay entonces reflexiones extensas sobre la locura y mucho menos sobre las causas que la motivan. Solo hay una progresiva aparición de la risa en los momentos donde la violencia toca de cerca a Ismael. Esa risa es locura, que la experiencia de la violencia trae al narrador protagonista. La violencia invade la razón de Ismael y le impide ser el anciano racional y autocontenido del comienzo de la obra.
Vemos así cómo la violencia invade distintos aspectos de la vida de nuestro narrador. Al ser el único punto desde el cual observa el lector, esta invasión se le muestra cercana, es decir, no vemos el fenómeno de la violencia, sino la vívida experiencia que de este tiene Ismael. Se trata entonces de la trasmisión de una experiencia, la de la violencia, a través de mecanismos literarios que no describen, sino que expresan; no vemos a Ismael propiamente como un loco, por ejemplo, pero sí percibimos de cerca su pérdida de consciencia, de sentido de ubicación, de memoria. Tener la experiencia de su mundo, es una forma de conocerlo, sin necesidad de que nos sea descrito. La focalización permite un lenguaje que nos hace saber de la locura de Ismael a través del acercamiento de su experiencia a los lectores y no de la descripción del personaje. Esta forma de lenguaje, “que cuenta sin representar” y “describe sin hacer ver” (Rancière, 2009, p. 130), es la que propone una nueva relación con el contexto social, pues no se trata de conocer la historia de una víctima real de la violencia, ni de escuchar la opinión de Rosero sobre el conflicto. La estrategia consiste acá en acercar la experiencia de la violencia al lector a través del manejo de lenguaje.
Entonces, tenemos en Los ejércitos un manejo del lenguaje que permite experimentar una violencia lejana a los discursos justificativos de su uso. Se trata de la violencia pura, liberada de cualquier legitimación. A través de ese lenguaje también es posible experimentar junto a Ismael los efectos de la violencia. No se trata de retratar los muertos para producir un efecto de asombro o, incluso, repugnancia en el espectador, sino de encontrar un lenguaje que sea capaz de reproducir la experiencia de la violencia vivida por el personaje en el lector mismo, sin necesidad de que el retrato efectista sea el protagonista de la narración.
Así, Rosero hace un aporte al género de la literatura de la violencia que lo ubica dentro de ese grupo de novelas que trabajan el tema, sin reducirse a la simple representación de la realidad. Sin embargo, ese aporte, que permite ubicarlo junto a maestros del lenguaje narrativo, como Gabriel García Márquez o Álvaro Cepeda Samudio, no termina acá. Situados ya dentro de esta forma de escribir novela sobre la violencia donde lo importante no es el tema, sino la forma a través de la cual se lo aborda, Rosero da una vuelta de tuerca al manejo del lenguaje. Se trata de elaborar un cuestionamiento sobre la materia constitutiva de la literatura y su capacidad de expresar la violencia.
Si bien García Márquez había descubierto una nueva forma de hablar de la violencia, aquella que no “[…] pone los pelos de punta” (García Márquez, 1959), ese descubrimiento empoderaba al lenguaje como un todo que podía contener no solo la violencia, sino la realidad misma. Se trataba de un manejo “mítico” del lenguaje (Vargas Llosa, 1971, p. 169). En otras palabras, la literatura era capaz de expresar la experiencia de la violencia, su lenguaje era tan potente que lograba sobreponerse a esta y dejar como única sobreviviente la posibilidad de narrar. En el lenguaje narrativo de Rosero podemos ver una idea contraria. La posibilidad de expresar la violencia a través de la literatura se pone en crisis ante la radical experiencia de esta en Los ejércitos. Para nuestro autor, la violencia acaba incluso con la capacidad del lenguaje y la novela se convierte en una manifestación de esa progresiva pérdida de la potencia narrativa. Esta idea se logra materializar gracias al tipo de narrador y a la focalización elegida por Rosero. Observemos de qué se trata.
El narrador-protagonista de Los ejércitos desarrolla su historia a través del soliloquio durante toda la novela. Esto quiere decir que siempre tenemos la misma focalización; todo lo sabemos a través de la organización de las experiencias y las ideas en un discurso configurado para el lector. Como vimos, esta forma de narrar propicia una cercanía a la experiencia de Ismael. Esto quiere decir que hay una consciencia en el narrador, que organiza sus palabras según las necesidades narrativas; hay una voz narradora que permite una experimentación muy cercana a las vivencias del protagonista. Sin embargo, esa consciencia de las necesidades narrativas solo se encuentra en la primera parte de la novela. A medida que la violencia avanza e incursiona en la vida del narrador, la capacidad narrativa de Ismael se reduce.
En la primera mitad de la novela, es posible ver de forma clara la consciencia narrativa de Ismael a través del manejo del tiempo y del espacio. No se trata solo de la consciencia sobre su ubicación espacio-temporal, sino, también, de su capacidad de reproducirla en una historia que está compuesta para el lector. Las reflexiones sobre el pasado y la consciencia de su vejez son prueba de ello: “Pero ya su mujer estaba con él, y conmigo, aunque a ella y a mí el muro, y el tiempo, nos separaban” (Rosero, 2007, p. 16). En la primera parte de la novela, el narrador es capaz de contar acontecimientos del pasado que enlaza muy bien con situaciones del presente. Es un narrador que tiene plena consciencia de estar narrando y de que el lector necesita una descripción de espacios unidos coherentemente para reproducir una acción, para ubicarse espacio-temporalmente.
No solo la ubicación espacio-temporal y la perfecta secuencialidad de las imágenes hacen de Ismael un narrador con plena consciencia narradora en la primera mitad de la novela. También utiliza figuras retóricas para ampliar el radio semántico de sus imágenes. El símil y la metáfora son las más recurrentes. Un ejemplo de esto es la risa de Geraldina expresada como “[…] una bandada de palomas” (Rosero, 2007, p. 17). Esta metáfora se enmarca en la capacidad retórica de una consciencia narrativa con total manejo de sus facultades y con la intención de relatar una acción que pueda ser comprendida y admirada por el lector. La descripción de imágenes a través de figuras de la naturaleza demuestra un dominio literario del lenguaje que amplía la expresividad de la novela.
El narrador de la primera parte de la novela no solo es capaz de describir a su vecina tendida al sol, sino que, además, es capaz de construir literariamente esa imagen:
[…] lancé involuntariamente una ojeada a lo hondo de la terraza donde Geraldina, tendida bocabajo en la colcha, parecía desperezarse. Enarbolaba brazos y piernas a todas las distancias. Creí ver en lugar de ella un insecto iridiscente. De pronto se puso de pie de un salto, un saltamontes esplendente, pero se transformó de inmediato nada más ni nada menos en solo una mujer desnuda […] (Rosero, 2007, p. 15).
La metamorfosis de su vecina en un insecto de múltiples colores es una forma expresiva de hablar de la belleza de Geraldina. Expresiones literarias como esta, que dejan clara la consciencia narradora de Ismael y su potencia narrativa, se pueden ver con recurrencia en la primera mitad de la novela. Sin embargo, a medida que la presencia de la violencia se hace más fuerte, el narrador pierde progresivamente la capacidad de hilar imágenes secuencialmente y también de ampliar el sentido mediante figuras retóricas. Se trata de la progresiva incursión de la violencia en la claridad verbal del narrador, que lo lleva a fracturar su narración y a perder ese lúcido manejo del lenguaje que demostraba tener en la primera parte de la novela.
Veamos algunos ejemplos. En los momentos previos a la desaparición de su mujer, Ismael presiente una atmósfera violenta en el pueblo; al parecer, un ejército podría volver a tomar el lugar. Poco a poco y sin razón alguna, el narrador empieza a perder su sentido de ubicación:
Reinicio de nuevo el rumbo a mi casa, el otro lado del pueblo. Estoy lejos; cuánto me alejé, ¿a qué horas?, simplemente no quería seguir la ruta de la sombra que corría. Ahora puedo volver, la sombra se habrá ido, creo, y creo volver […] (Rosero, 2007, p. 64).
Esta consciencia narrativa, que en un comienzo parecía relatar de manera confiable una acción ubicada en un espacio y tiempo determinados, ahora parece no estar segura de dónde está ni en qué momento se ha desplazado. Sus nociones de espacio y tiempo empieza a distorsionarse. A causa de la focalización de la novela, esa pérdida de ubicación de Ismael deriva también en una pérdida de la capacidad de comunicar al lector su ubicación, es decir, proviene de una reducción de su capacidad lingüística. El lector padece la misma desubicación que Ismael. El pueblo ya no se le muestra estructurado o completo, sino como un puñado de espacios en los que aparece y desaparece Ismael. Asimismo, el tiempo ya no tiene la continuidad que revelaba el narrador al comienzo de la novela, ahora se trata de una primacía del fragmento en la que el lector salta de una imagen a otra sin que se le explique lo que sucedió en el medio. Esta idea se ve con mucha fuerza hacia el final de la novela, pues la ruptura de secuencialidad de imágenes es absoluta; la construcción de la cronotopía en el soliloquio de Ismael se destruye. Por esta razón, las acciones son fragmentarias e ilógicas; el lector no sabe cómo suceden los acontecimientos. Un ejemplo de esta idea es el siguiente fragmento:
—Oiga viejo, ¿quiere que hagamos un tiro al blanco con usted?
—Aquí—les digo, y me señalo el corazón—.
No sé qué les causa risa de nuevo: ¿mi cara?, otra risotada me respondió.
¿En dónde estoy? No s[o]lo escucho otra vez el confuso clamor, que asciende y se hunde de tanto en tanto, […] sino también el grito de Oye […] (Rosero, 2007, p. 189).
La primera imagen que describe este fragmento es la de Ismael a punto de ser asesinado. La imagen siguiente es la de Ismael vivo, en un lugar que desconoce; los soldados que le iban a disparar han desaparecido. Son dos imágenes que se presentan una junto a la otra, pero que no describen una acción: están desarticuladas. Esta falta de secuencialidad entre imágenes, que desintegra la acción, obedece, dentro del texto, a la necesidad de mostrar la pérdida progresiva de lenguaje del narrador.
La presencia de la violencia se hace cada vez más perturbadora y arrasa con el pueblo entero. Solo Ismael, casi enloquecido, sobrevive al asalto. Sin embargo, su capacidad de narrar disminuye al punto de no poder articular acciones ni construir metáforas o símiles como lo hacía al comienzo de la novela. El lector continúa viendo las acciones desde un solo punto de vista, que ahora es borroso y fragmentario.
Esta técnica de distorsión en la narración evita mostrar las acciones de violencia de forma directa. Aunque hay varias imágenes fuertes, no hay acciones que relaten cómo sucedieron. Se trata más bien de enfocar la atención del lector en escenas que no se convierten en anécdotas o argumentos de narración, sino en imágenes desarticuladas. Esta técnica de desarticulación, que afirma la presencia de las imágenes solas, sin su engranaje en una línea de tiempo, crea un efecto de desconcierto en el lector, que recrea la sensación buscada: la violencia, como un ente sin causa, impregna todas las esferas de la vida de Ismael, invade su consciencia y le impide seguir narrando de manera secuencial y clara. Así, el lector está muy cercano a la consciencia de Ismael y esa focalización permite transmitir la falta de ubicación espacio-temporal del narrador al lector. Al no saber quién produce la violencia ni qué es lo que pasa concretamente, el lector observa e incluso experimenta una violencia sin justificación. De esta manera, Rosero logra traducir la ininteligibilidad de la violencia a un lenguaje expresivo, que es capaz de reproducir la experiencia de la víctima en el lector.
Junto a la pérdida de la capacidad de narrar, expresada en el manejo fragmentario del tiempo y el espacio, está la desaparición de la capacidad retórica, de la que estaba dotado el narrador al comienzo de la novela. Así, por ejemplo, la descripción de la muerte de Eusebito, el hijo de la vecina, se hace mediante la sencillez, e incluso, escasez de palabras:
Allí estaba la piscina: allí me asomé como a un foso: […] increíblemente pálido, yacía boca-abajo el cadáver de Eusebito, y era más pálido por lo desnudo, los brazos debajo de la cabeza, la sangre como un hilo parecía todavía brotar de su oreja; picoteaba alrededor la gallina, la última gallina, y se acercaba, inexorable, a su cara (Rosero, 2007, p. 201).
La escena se muestra a través de un lenguaje muy sencillo. No hay descripciones ampliamente adjetivadas del cadáver. No hay metáfora alguna que amplíe el sentido, como aquella bandada de palomas que metaforizaban la risa de Geraldina. Aquí solo hay dos símiles, muy simples, que resultan llamativos por su contraste: la piscina como un foso y la sangre como un hilo. No hay explicación alguna que justifique esas comparaciones; no hay adjetivos que complementen la imagen de la piscina o de la sangre; no hay siquiera una breve enumeración de palabras que pueda contrastar con la sangre y la piscina para dar mayor fuerza a la terrible imagen que se nos describe. Solo se presentan dos pequeñísimos símiles que, en lugar de enriquecer literariamente el fragmento, contrastan con la sencillez del resto. La escena siniestra se cuenta a través del laconismo y lo peor es apenas sugerido, nunca dicho. Rosero no nos narra la imagen de la gallina picoteando los ojos del pequeño, ni nos describe el color de la sangre que de allí pueda brotar. Se trata de narrar a partir de una especie de silencio, de la sugerencia mediante el más escueto lenguaje.
Estamos entonces frente a una pérdida del lenguaje, que solo se hace visible a través del lenguaje mismo. Es decir, se trata de trabajar literariamente el problema de las limitaciones del lenguaje literario. Esta idea se puede entender a partir de la interpretación que hace Leo Bersani de la obra de Beckett:
Beckett seems to see being inexpressive as the only alternative to express […] and yet how can we know that the artist is being inexpressive if he doesn’t try—however reluctantly— to express? (Bersani, 1970, p. 304).
Se trata de no poder y no querer narrar, porque ya no hay nada que merezca ser contado y, sin embargo, no dejar de hacerlo . Es la pérdida del lenguaje como tema literario. Esta misma idea permite leer Los ejércitos. En el ejemplo citado, la presencia de los dos pequeños símiles en una imagen tan impactante manifiesta esa imposibilidad de expresar que solo puede ser elaborada a partir de la expresión misma. De igual manera ocurre con la imagen de la gallina devorando los ojos del niño, que nunca se cuenta, pero que el lector comprende. Si antes había un uso rico del lenguaje, que permitía comparar la belleza de Geraldina con un insecto, después de la violencia, la potencia narrativa de ese lenguaje se ve subyugada. Ya no es posible expresar, porque no ha quedado nada para contar; no interesa acá quienes han causado la violencia y por qué. Solo se puede ver la experiencia de la violencia de un sujeto cuyo deseo y potencia narrativa han sido arrasados por ella. Lo único que permanece es la necesidad de contar, pese a su imposibilidad.
Esta forma de narración constituye una expresión de la violencia, que dista mucho de su representación. Justamente la progresiva pérdida del lenguaje, que deriva en la imposibilidad de narrar, dice mucho más sobre la violencia que el retrato fidedigno del fenómeno en el conflicto armado. Más que decir, transmite la vivencia al lector y, en ese sentido, es capaz de expresar.
Lejos del análisis de lo que significa la guerra y muy lejos ya de la necesidad representativa, la violencia aparece acá expresada, no retratada. El lector puede incluso sentir en carne propia la pérdida de noción espacio-temporal de Ismael, junto con la experiencia de la violencia, sin siquiera saber quién la ejerce y cómo. Se trata entonces de la performatividad de la palabra: el lenguaje se convierte en una forma de hacer aparecer la experiencia de la violencia, sin necesidad de recurrir al retrato testimonial de ella.
Estas estrategias obedecen a una necesidad estética: producir en el espectador una experiencia de la violencia a través de la experimentación de la corrupción a la que arroja todo lo que toca. En este caso, la violencia impregna el lenguaje narrativo, no porque aparezca explícitamente en un lenguaje violento, sino porque captura a esta consciencia narradora impidiéndole articular acciones lógicamente, restándole su posibilidad comunicativa, subyugando a nuestro narrador.
De esta manera, la violencia supera el plano de la ficción y aparece ante el lector de manera vívida. En otras palabras, la violencia inunda progresivamente cada rincón de la narración, rompiendo todos los vínculos existentes, hasta llegar al vínculo entre narrador y lector. Después de la violencia, el lector pierde la experiencia del mundo relatado por Ismael y se ve subyugado también a la imposición de la violencia, a lo que esta permite contar al narrador. En este sentido, gracias a la superación del plano representativo, la novela permite al lector experimentar la violencia: el lector mismo es apartado de la narración, es víctima de su reinado.
Este despliegue de la forma narrativa de la novela permite ver cómo se articula un nuevo lenguaje para hablar de la violencia y cuáles son los alcances de sus efectos. Más allá de retratar la historia de una víctima de la violencia, Rosero nos pone muy cerca de una consciencia narrativa que termina completamente destruida por la violencia. De esta manera, el lector no solo es testigo, también resulta víctima.
La novela de Rosero pone en función un lenguaje con el cual abordar el conflicto armado, afirmando la expresividad y la autonomía literaria, porque es justamente a través del juego del lenguaje que el lector alcanza una experiencia cercana de la violencia, incluso llega a sentirse víctima de esta. Sin embargo, allí no para el aporte que Rosero hace a la tradición de la novela sobre la violencia en Colombia. El problema del lenguaje en Rosero se lleva aún más lejos, pues, además de cuestionar la forma representativa del lenguaje literario sobre la violencia, hace lo propio con la capacidad misma de expresar.
García Márquez proponía un lenguaje nuevo, que no representaba, pero que era capaz de expresar una realidad. Se trataba de un lenguaje con la absoluta potestad de crear mundos autónomos, cuyas lógicas podían referirse a la realidad sin señalarla. El lenguaje era entonces omnipotente en la medida en que contenía el mundo y era suficiente para comprenderlo. Rosero da vuelta a este principio, lo que lleva así la novela sobre la violencia a un extremo que no conocía. Se trata de la imposibilidad expresiva del lenguaje, es decir, de su insuficiencia al narrar fenómenos tan devastadores como el de la violencia en el conflicto armado en Colombia. El lenguaje no es ya omnipotente, no puede construir mundos autónomos que permitan conocer la realidad, porque esa realidad es tan inconmensurablemente violenta, que el lenguaje es incapaz de acceder a esta. Por supuesto, no se trata acá del fin de la literatura, sino, como en Beckett, de la necesidad de trabajar literariamente la incapacidad del lenguaje a la hora de referirse a una realidad abrumadora. De esta manera, el tratamiento de un lenguaje, que no es únicamente expresivo, sino que también se autocuestiona, revitaliza el género de la novela sobre la violencia, ya que, además de ser crítico con la forma hegemónica y tradicional de hacer novela sobre el tema, es crítico consigo mismo, con su propia capacidad de expresión. Los ejércitos puede leerse entonces como el culmen de un género cuya historia se rastrea hasta mediados de siglo XX: la novela de la violencia. Con la palabra culmen nos referimos tanto a la máxima expresión del género, en la medida en que logra revitalizarlo a través del uso del lenguaje expresivo, como a la idea de culminación, no necesariamente porque implique el fin de un género, sino porque ha encontrado un lenguaje que manifiesta los límites de su propia capacidad a la hora de narrar la violencia; ha encontrado una forma literaria de expresar el fenómeno: lo inefable de la violencia.
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Notas