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Memoria y reivindicación ¿Un binomio posible en las ejecuciones extrajudiciales colombianas? [1]
Lorena Calapsú Castillo; Katherine Esponda Contreras
Lorena Calapsú Castillo; Katherine Esponda Contreras
Memoria y reivindicación ¿Un binomio posible en las ejecuciones extrajudiciales colombianas? [1]
Memory and assertion. Is it possible this binomial in Colombian extrajudicial executions?
Estudios Sociales Contemporáneos, núm. 20, pp. 126-145, 2019
Universidad Nacional de Cuyo
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Resumen: Este artículo se propone explorar el concepto de memoria desde la distinción propuesta por Tzvetan Todorov entre memoria literal y memoria ejemplar. A partir de la reconstrucción narrativa de un caso de asesinato en la ciudad de Cali, es posible mostrar esta distinción conceptual, y las implicaciones que de ella se derivan. Nuestro objetivo principal es explicar el vínculo que se puede establecer entre la memoria, específicamente la memoria ejemplarizante, y la justicia, teniendo en cuenta la manera en que los distintos familiares recuerdan. Para lograrlo, el artículo se encuentra dividido en cinco secciones: (i) en un primer momento se realiza la presentación de la investigación que origina el documento y las apuestas metodológicas hecha para su consecución; (ii) en segundo lugar, se reconstruyen los sucesos de la historia de vida de Junior, asesinado por dos integrantes de la Policía Nacional en Cali, a partir de los relatos que sus familiares ofrecieron; (iii) en un tercer momento, se explica la importancia que tiene un buen uso de la memoria; (iv) en un cuarto momento, se conceptualiza la diferencia entre memoria literal y memoria ejemplar. (v) A partir de lo anterior, concluimos que la memoria ejemplar, además de ser un constructo teórico, puede constituir una práctica de justicia restaurativa.

Palabras clave: memoria, duelo, falsos positivos, ejecuciones extrajudiciales, Colombia.

Abstract: This paper aims to explore the concept of memory from the distinction proposed by Tzvetan Todorov between literal memory and exemplary memory. From the narrative reconstruction of a murder case in the city of Cali, it is possible to reveal this conceptual distinction, and the implications derived from it. Our main objective is to explain the link that can be established between memory, specifically exemplary memory, and justice, considering the way in which each family members remembers. To achieve this, the article is divided into five sections: (i) at first moment, we describe the investigation that origins this paper and the methodology that we apply to achieve our objectives (ii) in a second moment, it reconstructs the events of Junior's life history, killed by two members of the National Police in Cali, based on the stories their relatives offered; (iii) in a third moment, the importance of a good use of memory is explained; (iv) in a fourth moment, the difference between literal memory and exemplary memory is conceptualized. (v) From that, we conclude that exemplary memory is much more than a theoretical construct and can constitute a practice of restorative justice.

Keywords: memory, mourning, grief, extrajudicial executions, Colombia.

Carátula del artículo

Artículos libres

Memoria y reivindicación ¿Un binomio posible en las ejecuciones extrajudiciales colombianas? [1]

Memory and assertion. Is it possible this binomial in Colombian extrajudicial executions?

Lorena Calapsú Castillo
Universidad Santiago de Cali, Colombia
Katherine Esponda Contreras
Universidad Santiago de Cali, Colombia
Estudios Sociales Contemporáneos, núm. 20, pp. 126-145, 2019
Universidad Nacional de Cuyo

Recepción: 24 Julio 2018

Aprobación: 18 Octubre 2018

1. Introducción

El presente artículo es fruto de una investigación con perspectiva sociológica, que fue orientada hacia la interpretación de la manera en que elabora la memoria y el duelo la familia Martínez Reyes víctima de ejecución extrajudicial en Cali en el 2012, por parte de agentes de la Policía Nacional. Ello a través de la identificación de las circunstancias relacionadas con la ejecución extrajudicial que afectó a la familia; la descripción de la manera en que la familia ha reinterpretado los hechos ligados a la ejecución extrajudicial y la exposición de las acciones de reivindicación de la memoria de la víctima que desarrolla la familia.

Optamos por la utilización de dos diseños, el etnográfico y el fenomenológico, puesto que el primero tiene como propósito describir y analizar lo que las personas de un lugar, estrato o contexto determinado hacen cotidianamente y los significados que le dan a esas acciones realizadas en circunstancias comunes o especiales; el segundo diseño, se orienta a las perspectivas de los participantes, explorando, describiendo y comprendiendo lo que los individuos tienen en común de acuerdo con sus experiencias con un fenómeno (Ritzer, 1997).

Con la conjugación de la etnografía y la fenomenología se procuró la consecución de nuestros objetivos de investigación, puesto que por un lado se observaron las dinámicas que la familia Martínez Reyes tenía antes de la ejecución extrajudicial de Héctor Junior, así como las acciones que posteriormente se pusieron en marcha y por otra parte la investigación se enfocó en la esencia de la experiencia compartida, el significado que el fenómeno ha tenido para los integrantes de la familia, es decir la manera en que cada individuo vive las consecuencias de la ejecución extrajudicial.

Los datos recogidos tienen un carácter primario, pues sólo los propios sujetos que conforman la familia pueden dar cuenta de cómo se elabora el duelo al interior de ésta, en un sentido lógico, la unidad de análisis principal es la familia de la víctima de ejecución extrajudicial. No se trató de llevar la investigación al estudio campo psíquico individual, sino de mirar el duelo como un hecho social, puesto que la noción de objeto perdido encuentra también una aplicación directa en las ‘pérdidas’ que sufren las poblaciones de poder, de territorio, de sus propios integrantes. En las líneas siguientes nos centraremos en los hechos que rodearon la muerte de ‘Junior’, y los procesos de reinterpretación del hecho que ha realizado su familia en conjunción con conceptos como memoria, trauma y duelo.

2. Junior: entre la reivindicación de la memoria y la impunidad

Era sábado en la noche. Durante el día, el sol de Cali[2] había estado especialmente abrasador; para apaciguar el calor Junior --como le decían de cariño en su casa por tener el mismo nombre del papá--, su hermana Yudi y un puñado de amigos habían decidido tomarse unas cervezas en una esquina del barrio, a dos cuadras de su casa. “Ellos estaban tomando cerveza en la carrera 39 con 46, en Antonio Nariño[3], en una esquina. Estaban Junior, la hermana y unos amigos. Como una especie de asado ahí” (Héctor Martínez, comunicación personal, 2016).

Entonces al momento a otro escuchamos unos tiros, pero no imaginamos que era él. Al rato que vieron un poco de gente corriendo, como a él lo llamaban era soldado, entonces “¡qué soldado, qué Soldado!” (María del Carmen Reyes, comunicación personal, 2016). Los agentes le pegan un tiro en el pie y él cae arrodillado, se bajan de la moto lo cogen a patadas, él les gritaba, “ve yo no he hecho nada, no me peguen, llévenme para un hospital que estoy herido”. Ellos escucharon a Junior gritar, “no me vayan a matar, no me maten” y ahí llegó la bala que lo mató, le dieron en el cuello, él quedó en el suelo, mientras los policías cogieron su moto y se fueron, como los sicarios” (Héctor Martínez, comunicación personal, 2016). “El hermano lo llevó para el hospital él fue el que lo recogió donde estaba él, y lo llevó para el hospital, nadie más lo auxilió, nadie lo ayudó” (María del Carmen Reyes, comunicación personal, 2016).

Ese 26 de mayo de 2012, se terminó la vida de Héctor Fabio Martínez Reyes, Junior, que a sus 17 años ya tenía una pequeña hija que había visto nacer dos semanas antes.

Él hacía cuadros de madera con flores, artesanal y todo eso, y vendió un cuadro esa semana. Entonces me contaba la hermana que él había ido a comprar ropa, se mandó a peluquear, se fue para donde la hermana a que le arreglara las uñas, porque él iba una parte muy especial. Se fue para donde la muchacha donde tenía la hija… Para esa época él tenía la niña de quince días de nacida. Se fueron y la registraron ese mismo día (Héctor Martínez, comunicación personal, 2016).

Así relatan Héctor Martínez y María del Carmen Reyes el que sería el último día en la vida de su hijo, un recuerdo construido a través de lo que contaron sus hijos, los amigos de Junior, su compañera sentimental y lo presenciado por María del Carmen; Héctor reconstruyó el hecho a partir de lo que le narraron, pues para ese momento se había ausentado de la vida familiar, porque recibió amenazas y decidió establecerse en Bogotá.

Yo trabajaba en la defensa civil y llegó la caminata del profesor Moncayo, por los secuestrados en el 2007[4], como voluntario y auxiliar de enfermería yo lo acompañé de aquí de Cali hasta Bogotá. Cuando regresé de esa caminata aquí a Cali, hubo amenazas, en esas me tocó desplazarme para Bogotá. Cuando mataron al hijo mío yo estaba en Bogotá (Héctor Martínez, comunicación personal, 2016).

Días antes de su muerte, el 23 de mayo, Junior había llamado a su papá para que lo llevara con él a la capital, sin embargo, por falta de espacio y recursos Héctor no pudo acceder al pedido de su hijo menor inmediatamente.

El hijo mío me había llamado, “papá, yo quiero que usted me lleve para Bogotá, porque es que aquí en el barrio está muy peligroso, y yo quiero que usted me lleve”. Entonces yo le dije a Junior, “no papito, espere yo trato de organizarme bien a ver dónde lo puedo ubicar y le mando lo del pasaje”. Pero el 26 de mayo me llamaron a darme la noticia, entonces yo renuncié al trabajo, y me trasladé aquí a Cali a ponerme al tanto de lo que había sucedido (Héctor Martínez, comunicación personal, 2016).

El asesinato de Junior a manos de agentes de policía ha sido caracterizado por Héctor como un ‘falso positivo’ urbano, porque fue reportado por los uniformados como la muerte de un pandillero en medio de un operativo en el que se buscaba disolver un enfrentamiento entre organizaciones al margen de la ley en la zona.

El hecho ocurrió en el barrio Antonio Nariño, ubicado al oriente de la ciudad de Cali, que, si bien no hace parte formalmente del Distrito de Aguablanca[5], si tiene una cartografía social similar, en la que predomina el estrato socioeconómico dos[6], las pocas oportunidades laborales para sus habitantes y las líneas divisorias que imponen arbitrariamente grupos al margen de la ley. Esto último, porque en el marco de la violencia generalizada que aún vive el país, hoy muchas pandillas están auspiciadas por bandas criminales (disidentes de los paramilitares o las guerrillas aliados con narcotraficantes), consolidando tal poder a través de los años que determinan territorios y cobran las vidas de quienes se atreven a cruzar sus fronteras, además de enfrentarse entre sí por el control de esas zonas, lo que contribuye a darles forma a las cifras de homicidios que reportan los informes anuales realizados por la Personería de Cali o el programa Cali Cómo Vamos, aunque se estima que la cantidad de víctimas es mayor, pues algunas de ellas desaparecen y nunca se registran como parte de las cifras oficiales: en 2013 hablaban de 82 homicidios[7] por cada cien mil habitantes (1909 en total), en 2014 se contaban 66 (1559 en total) para la capital del Valle del Cauca, mientras que la media nacional se ubicaba en 27. El 60% de los homicidios ocurrieron en las comunas 6, 13, 14, 15, 16, 20 y 21, si bien las venganzas y los ajustes de cuentas como motivos del homicidio se redujeron de 52% a 30% en dicho periodo, los asesinatos entre pandillas crecieron pasando de 18% a 27%, cuando en 2008 apenas alcanzaba un 4% (Cámara de Comercio de Cali, Fundación Alvaralice, El País, Universidad Autónoma de Occidente, Casa Editorial El Tiempo, Fundación Corona, Cámara de Comercio de Bogotá, 2015).

La Personería Municipal había señalado desde 2014 que el bajo presupuesto para la seguridad, la debilidad de la justicia y la vulnerabilidad de niños, niñas y jóvenes son factores que propician el crecimiento de estas cifras (El País, 2014). En este sentido, el departamento administrativo de planeación de la ciudad indicó en su informe de 2015 que, de las 1560 muertes violentas ocurridas en Cali durante el 2014, un 23,3% (351 hombres y 14 mujeres) corresponden a niños/as y jóvenes asesinados, con edades que oscilan los 10 a 19 años, porcentaje que varió levemente en 2015, alcanzando el 23,1% (301 hombres y 17 mujeres) con igual rango de edad (Alcaldía de Santiago de Cali - Departamento Administrativo de Planeación, 2015).

Estos números, desde la perspectiva oficial, “justifican” la utilización de fuerza letal por parte de la Policía, la ocasional militarización de algunos barrios, entre otras medidas coercitivas que no han logrado erradicar a los actores armados y en el caso de Héctor ‘Junior’, significaron el final de su vida.

En este punto, es preciso observar el fenómeno de los ‘falsos positivos’, para comprender cómo y por qué Héctor asocia lo ocurrido con su hijo a esa categoría.

Las fuentes oficiales dan cuenta de los acontecimientos desde el 17 de septiembre de 2006, cuando el entonces General Mario Montoya, quien fungía como comandante del Ejército, reconoció en rueda de prensa que un atentado que dejó varios soldados heridos y un civil muerto (previo a la segunda posesión de Álvaro Uribe Vélez como presidente), así como las incautaciones de explosivos realizadas entre julio y agosto del 2006: “al parecer no corresponden a la realidad, estos engaños podrían haber sido perpetrados por personas inescrupulosas entre las que se encuentran dos oficiales del Ejército” (Revista Semana, 2006).

Los ‘falsos positivos’ son presentados ante la opinión pública como un fenómeno reciente en la realidad colombiana, la descripción más difundida por los medios de comunicación indica que jóvenes de escasos recursos económicos eran seducidos con atractivas promesas de empleo que los conducían a sectores remotos del país, o eran secuestrados, para luego aparecer en registros oficiales del Ejército Nacional como guerrilleros muertos en combate. Se señala también, por parte de los medios masivos, que los soldados perpetradores actuaban presionados por la estructura militar y ejecutiva que les exigía resultados, les fijaba metas de bajas, capturas e incautaciones que se retribuían con permisos, recompensas, ascensos y medallas al mérito.

El estallido mediático se produjo en el año 2008, gracias a la denuncia interpuesta por Fernando Escobar, personero de Soacha, quien expuso el caso de Fair Leonardo Porras, un joven con discapacidad cognitiva hallado en una fosa común con otras decenas de cuerpos en Ocaña Norte de Santander, reportado como guerrillero dado de baja en combate. A partir de allí se descubrieron miles de ejecuciones extrajudiciales, que compartían un modus operandi. Según cifras de la Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos, hasta 2015 se cuentan 5.700 denuncias; mientras que la Fiscalía adelanta 3.430 investigaciones por estos hechos, lo que nos indica que habría más de 2.200 casos que se mantienen totalmente impunes.

Ahora bien, en la jerga de la milicia, un positivo se refiere al cumplimiento de un objetivo, ya sea la captura, incautación o dar de baja a un criminal. Así que la denominación ‘falso positivo’ hace apología a los crímenes de Estado, cometidos por la fuerza pública en diversos sectores del país, que incluyen capturas bajo cargos falsos, incautaciones de material ilegal que resultan ficticias y asesinatos de civiles.

Luego del desmonte de la Política de Seguridad Democrática de Uribe Vélez en 2010, el gobierno de Juan Manuel Santos puso en marcha un plan para capacitar a sus agentes en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario, con la intención de prevenir nuevas víctimas. De ahí que, en el informe sobre la situación de Derechos Humanos en Colombia, presentado por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para dichos asuntos, se afirma que en 2012 su oficina no recibió ningún informe de asesinatos cometidos por militares con el fin de inflar las estadísticas. Lo que coincidía, por un lado, con el inicio de las conversaciones con las Farc para llegar a un acuerdo de paz y por otro, con la distancia que el presidente Santos tomaba de su predecesor. Sin embargo, en su informe de 2015, la ONG Coordinación Colombia Europa Estados Unidos encontró que, si bien se presentaba una reducción significativa de las ejecuciones extrajudiciales, los ‘falsos positivos’ no dejaban de existir, sino que perfeccionaban sus métodos de camuflaje y los perpetradores ya no se ubicaban mayoritariamente en el Ejército sino en la Policía Nacional:

A diferencia de las ejecuciones extrajudiciales de la época de la Seguridad Democrática el Ejército ya no es la entidad responsable de la mayoría de estas ejecuciones (registra 23 víctimas de las cuales 13 corresponden a la modalidad de falsos positivos) sino la Policía Nacional, con 43 víctimas (de las cuales 5 corresponden a la modalidad de falsos positivos). La mayor parte de estos casos se presentaron por fuera de la situación de conflicto armado (69,3%), mientras que un 30,7% aparecen relacionados con el contexto de conflicto armado (Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos , 2016, pág. 46)

Pese a las graves acusaciones que hoy recaen sobre integrantes de la Policía Nacional por cuenta de su responsabilidad en las mencionadas ejecuciones extrajudiciales, la institución ha logrado escapar de las discusiones frente a la legalidad de su accionar, dado que la opinión pública se ha concentrado en los casos que involucran al Ejército Nacional, lo que promueve el mantenimiento de la impunidad en los delitos que implican a policías,

cerca del 20% de los casos reportados como homicidios intencionales de agentes estatales durante el 2015 ocurrieron en situaciones de absoluta indefensión de las víctimas, mientras estaban en situación de custodia por servidores estatales. Uno de cada cuatro homicidios de responsabilidad de agentes de la policía en el último año se cometió en estas circunstancias (Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos, 2016, Pág. 31).

Debido a su magnitud, este tipo de asesinatos cometidos de manera sistemática por agentes del Estado colombiano podría catalogarse como un trauma colectivo, pues se trata de un “proceso de desestructuración social de los sistemas básicos de valores y creencias compartidos originado por una o más de las violencias derivadas de 1) las condiciones sociales, económicas o materiales compartidas por una mayoría significativa de sus miembros; 2) las condiciones políticas y sociales; 3) las situaciones de amenaza o miedo por la seguridad individual o de grupo” (Pérez- Sales, 2006, pág. 60). Dicho proceso, se genera no sólo en sujetos que comparten una misma área geográfica, también en grupos que tienen la misma etnia, clase social, género, etc. Ya que en últimas se trata de un proceso de interacción y de reinterpretación constante en diálogo con la narrativa social compartida que se desprende de los procesos históricos, de la situación presente (que se relaciona generalmente con hechos de violencia extrema) y de la perspectiva compartida de futuro.

3. Los usos y abusos de la memoria

La memoria puede ser entendida como la capacidad de mantener presente los hechos y acontecimientos de los que hemos sido testigos, lo cual implica que los contenidos de la experiencia original se conserven de la mejor manera posible. Dicha capacidad de recordar es eminentemente colectiva de acuerdo con lo planteado por Maurice Halbwachs (2004), pues sus procesos, contenidos y productos son sociales y es en esa esfera social en la que se inscribe y comunica de generación en generación, manteniéndose y manifestándose a través de los marcos temporales y espaciales, porque lo que se recuerda nos lleva a un tiempo y a un lugar, y se narra a partir del lenguaje, el elemento aglutinador de las sociedades.

Ricoeur (1999), complementa la perspectiva de Halbwachs aduciendo que en la memoria reside el vínculo original de la conciencia con el pasado; se recuerdan las experiencias, las impresiones pasadas, en este sentido, la memoria define nuestro pasado, por ende, la memoria garantiza la continuidad temporal del sujeto, remontándose sin ruptura del presente vivido, hasta los acontecimientos más lejanos de la existencia. Siguiendo a Ricoeur, la memoria posee dos componentes fundamentales, uno cognitivo o veritativo y el pragmático que está referido a la cuestión de qué se hace con el recuerdo. Ambas dimensiones se interrelacionan, se puede afirmar incluso que la segunda implica a la primera, porque en la necesidad de hacer memoria está presente el imperativo de recordar el pasado libre de falacias. Precisamente, es el segundo, el componente ético, que reclama justicia para las víctimas a través de la memoria, del reconocimiento de los hechos y de la identificación de los victimarios, para que de esa manera ocurra una reformulación subjetiva que les permita a las personas afectadas reintegrarse a la sociedad.

Al respecto, Ricoeur establece que el deber de memoria se impone de manera externa al deseo y se lee como obligación, relacionada directamente con la idea de justicia, como respuesta a los abusos de la memoria en el plano de la manipulación. La justicia se dirige a otro distinto de sí, extrae el valor ejemplar de los recuerdos traumatizantes y transforma la memoria en un proyecto que aporta a la construcción de un futuro. Así, “se puede sugerir, pues, que el deber de memoria, en cuanto imperativo de justicia, se proyecta a la manera de un tercer término en el punto de unión del trabajo de duelo y del trabajo de memoria” (Ricoeur, 2003, pág. 120). Esa justicia emana de la deuda, inseparable de la herencia, de lo que se recibe del pasado y se constituye como una parte de sí, pagar la deuda consistiría en cultivar el sentimiento de estar obligados respecto a los otros que ya no están, pero que existieron, puesto que la prioridad moral corresponde a las víctimas.

Específicamente en el caso colombiano, Sánchez (2006) plantea que si bien la memoria se construye de versiones y experiencias diferenciadas que incluyen la narración de los vencedores hasta la heterogénea e inconexa multitud que pueden representar los testimonios de los afectados y los derrotados, ella debería contribuir al desenmascaramiento de las causas que provocan los fenómenos violentos y a su vez, lograr desactivarlas. Sin embargo, en Colombia, la memoria y sus implicaciones son precarias o ausentes, parece ser que en el país lo que se impone es una cierta necesidad de condenar al olvido a las memorias subordinadas ya que, en el largo historial de negociaciones entre el Estado y los grupos al margen de la ley, ninguno se ha tratado como un arreglo entre iguales, sino como un acto de sumisión de los vencidos. En tal caso, la paz que aparentemente se conjura sobre esa arista del conflicto armado no representa una oportunidad de replantearse el destino colectivo, sino en un acto de relegitimación del establecimiento, de tal manera que se mantiene el statu quo, dando a los vencedores la capacidad de imponerse sobre los derrotados e infligir el olvido ilegitimo[8] sobre sus causas.

Pensando en las ejecuciones extrajudiciales conocidas como ‘falsos positivos’, la memoria colectiva también hace posible su interpretación en profundidad, pues, aunque son presentadas como novedades que se presentan en la realidad colombiana, ellas tienen un origen y contienen un pasado al cual remitirse[9].

Ahora bien, los ‘falsos positivos’ también pueden interpretarse como una pérdida, ya que genera una fractura que produce dolor por el vacío tangible y simbólico que deja a las familias y/o sobrevivientes de estas prácticas ilegales, lo que a su vez genera una serie de cambios en los comportamientos individuales y colectivos que se han categorizado como duelo (Freud, 1917). Para este caso, es preciso recurrir a Hertz (1990) quien señala que, en la conciencia social, la muerte, el asesinato, la desaparición de un ser tiene una significación particular, que luego constituye un objeto de representación colectiva, que no es simple ni inmutable, pues el fenómeno abre para los sobrevivientes una etapa lúgubre, durante la cual se modifica su vida en distintos niveles, desde lo emocional, hasta lo factual.

En otras palabras, esas experiencias que constituyen una amenaza para la integridad física o psicológica de las personas están relacionadas frecuentemente a vivencias de caos y confusión, fragmentación del recuerdo, absurdidad, horror, ambivalencia o desconcierto; además, tienen un carácter inenarrable, incontable e incomprensible para aquellos que quedan por fuera de la experiencia. El impacto de la vivencia es tal que rompe uno o más de los supuestos básicos que se tienen como referentes de seguridad del ser humano y muy especialmente las percepciones de invulnerabilidad y de control sobre la vida propia, cuestionando a su vez los esquemas del yo y del yo frente al mundo, a su vez, el hecho traumático se liga a una huella consciente o inconsciente, pero indeleble para quienes lo vivencian[10]. Así, “el impacto de un hecho traumático puede leerse como la ruptura del sistema de equilibrios que regulan la vida de las personas en su medio” (Pérez- Sales, 2006, pág. 58).

Hablar del trauma social es entrar en un campo de trabajo en que se plantea que la sociedad en su conjunto puede resultar fracturada por el impacto de hechos traumáticos masivos, vividos como experiencias colectivas, que podrían influir en la evolución individual del procesamiento del trauma y en el peso de los factores postraumáticos. De esta manera, individuo y sociedad resultan indisociables también en este punto, porque como lo plantea Castoriadis (1997), ambos son parte del conjunto de elementos que van conformando la representación social de las cosas que es desarrollada por cada persona. Dicha representación (o múltiples representaciones atendiendo al concepto de identidad) puede ser compartida por una mayoría de los integrantes de una comunidad, lo que tiene implicaciones en cada individuo. Desde esta perspectiva, cuando un suceso traumático devastador afecta a un colectivo, es posible pensar en la existencia de un efecto sobre la representación social compartida de la realidad y que ello tuviera consecuencias sobre el procesado individual de los acontecimientos.

Quienes comparten las consecuencias del desequilibrio en el sistema social y político que provoca el trauma son aquellas personas que inician la demanda por la memoria que, a su vez, implica una reinterpretación, que según Todorov (2000), tendría dos momentos, cuando se lee el acontecimiento de manera literal y cuando se reinterpreta lo sucedido y se extrae una lección. En su ensayo Los abusos de la memoria (2000) Todorov nos da luces para comprender la relación que puede y debe existir entre memoria y justicia; entre otras cosas, el autor diferencia lo que significa usar la memoria y abusar de ella.

En un recuento histórico general, Todorov muestra que a lo largo del tiempo ha habido dos grandes amenazas para la memoria: por un lado, los regímenes totalitarios que buscaron controlar la sociedad y todos sus sistemas de información, por la vía de la supresión o de la definición de una historia oficial para contar. Por otro lado, la sobreabundancia de información propia de las sociedades contemporáneas en las que el consumismo y la globalización han hecho que los seres humanos nos veamos constantemente expuestos al ir y venir de datos, fechas, personajes, historias que nos hacen perder en su vastedad. Los regímenes totalitarios buscaron la supresión de la memoria colectiva, o al menos su mayor control, con el fin de lograr una total dominación social y política; por su parte, los enemigos de estos regímenes aunaron esfuerzos para mantener esa memoria colectiva viva: frente a cualquier forma de violencia generalizada por parte de los regímenes totalizantes, la recriminación del olvido así como el aprecio por el recuerdo, adquirieron un valor especial, constituyéndose como armas no violentas para oponerse al sistema opresor. Esta resistencia no violenta, y su consecuente culto a la memoria, ha devenido en la sobreabundancia del recuerdo, en la saturación de datos, empujándonos a la tendencia cada vez más generalizada de la comodidad, de la inmediatez de la vida actual. “En tal caso –señala Todorov– la memoria estaría amenazada ya no por la supresión de información sino por su sobreabundancia” (2000, p. 15).

En este sentido, señala Todorov, una cosa es recuperar el pasado, recordarlo, y otra muy distinta es usarlo en un presente inmediato (2000, p. 17). Si bien una acción no implica necesariamente a la otra, sí es posible comprender cómo logramos su uso (un buen uso) una vez hemos recuperado el pasado. Es aquí donde cabe preguntarse ¿cuál debe ser el papel de la memoria en la construcción de una cultura de paz? O más bien ¿cuál debe ser el papel del pasado en el presente? Ante las preguntas planteadas sabemos que el pasado, y el modo de recordarlo, tienen una función muy distinta en cada sociedad, puesto que cada una de ellas es particular. No existe una regla general acerca de cómo usar ese pasado que recordamos en el presente que actualmente vivimos, por lo cual, en cada esfera de la vida social, el uso que tiene la memoria cuando recupera su pasado es particular también.

En este sentido, una vez el pasado se recupera, es decir se recuerda, éste puede ser objeto de un buen uso o de un abuso. Un buen uso del pasado que se recuerda tiene que ver con la función que otorgamos a éste en nuestro presente inmediato. Todorov distingue dos ejemplos a través de los cuales es posible comprender la importancia y la pertinencia que tiene recuperar un pasado traumático con el fin de afrontar el presente: por un lado, los pacientes neuróticos y, por el otro, las personas que sobreviven un duelo después de la muerte de un familiar (Todorov, 2000, p. 24). Los pacientes neuróticos reprimen recuerdos “inaceptables” en su memoria viva o consciente, sin embargo, los recuerdos retenidos se reflejan a través de la memoria inconsciente y determinan vitalmente el curso de acción de la persona. La cura consiste según el psicoanálisis en recuperar el recuerdo, hacerlo vivo para que, una vez consciente del mismo, pueda ser relegado a un segundo plano de tal modo que no influya en la persona con tanta fuerza. Por su parte, las personas que experimentan un duelo por la pérdida de un ser querido tienen grandes dificultades para aceptar la realidad, negándola o actuando como si nunca hubiese ocurrido. Sin embargo, progresivamente la distancia del hecho contribuye a afrontar el dolor y a aceptar el carácter real del mismo. A partir de estos dos ejemplos Todorov concluye una hipótesis: “La recuperación del pasado es indispensable; lo cual no significa que el pasado deba regir el presente, sino que, al contrario, éste [el presente] hará del pasado el uso que prefiera” (2000, p. 25). Abusar del pasado significa, por el contrario, recuperar ese recuerdo en nuestra memoria para emprender acciones presentes que perpetúan las situaciones de violencia o, que, en términos generales, no contribuyen a procurar la justicia y la estabilidad social.

No todos los recuerdos que tenemos de nuestro pasado se pueden admirar indistintamente. Según vimos, podríamos distinguir un uso [bueno] y un abuso de la memoria que logramos construir, a partir de la recuperación que hacemos de nuestro pasado. Ahora bien, teniendo en cuenta que la memoria es una acción de conservar seleccionando, la pregunta que nos queda por resolver tiene que ver con la forma en que definimos los criterios que hemos de utilizar para hacer una buena selección de ese pasado que queremos conservar. Compartimos la idea según la cual, siguiendo a Todorov, esos criterios constituyen señales importantes acerca del uso posterior que vamos a darle a la memoria en un proceso de reconciliación propio del postconflicto.

4. Un presente con el pasado a cuestas: la memoria literal y la memoria ejemplar

Hoy en día experimentamos lo que se denomina un “culto a la memoria”; culto que se explicita en un llamado a recordar el pasado y a luchar para que ese pasado se mantenga presente, en cualquier caso. Sin embargo, esos llamamientos no son legítimos mientras no haya claridad sobre el fin para el cual recordamos. Por ejemplo, ilustra Todorov, encontramos diversas razones o motivos que explican por qué hoy en día se da dicho elogio a la memoria; no obstante, aunque lo explique esto no significa que lo justifique consecuentemente. Frente a la pregunta ¿por qué recordamos? Todorov señala tres razones explicativas que a pesar de que dan cuenta de este fenómeno, no lo justifican con suficiencia: primero, por la necesidad humana generalizada de querer sentirse reconocido en un grupo o colectividad que transciende la inmediatez y la existencia fugaz propia del ser individual; segundo, porque al ocuparnos del pasado podemos desentendernos “legítimamente” de preocuparnos del presente, sin sentirnos mal por ello; de este modo no asumimos responsabilidades reales frente a hechos actuales, pero sí podemos justificar acciones u omisiones presentes en razón de este pasado doloroso; tercero, porque gracias a un recuerdo permanente del pasado doloroso, podemos obtener actuales privilegios materiales y simbólicos y reconocimientos que de otro modo no tendríamos.

Ahora bien, como lo señala Todorov, aunque tengamos razones que explican para qué es importante recordar el pasado o por qué es deseable hacerlo (en la mayoría de los casos razones particulares e incluso egoístas), estos usos de la memoria no se justifican en sí mismos (2000, p. 50), y más bien constituyen formas abusivas de utilizar un pasado que se recupera en el presente. Frente al caso propuesto en la primera parte de este artículo, la distinción que propone Todorov entre memoria literal y memoria ejemplar puede ser útil para comprender cuál debe ser el uso adecuado, o al menos deseable, de la memoria en la construcción de una cultura de paz.

La memoria literal constituye el recuerdo del pasado de forma permanente, intransitiva o inmutable. Se trata de un pasado que no trasciende en su fuerza y por lo tanto en su dolor. Con este tipo de recuerdo se establecen asociaciones directas (causales) entre un pasado traumático y un presente inmediato, se recupera un pasado de forma literal, singularizando el hecho, determinando sus causas y consecuencias, y reconociendo los actores implicados con sus respectivos roles. Por su parte, la memoria ejemplar recupera un hecho pasado particular y lo trae al presente como ejemplo, lo generaliza. En este caso, lo particular sirve de ejemplo para comprender realidades similares actuales y constituye una acción que va en dos vías: una acción privada que contribuye a superar la fuerza y el dolor del hecho pasado, y una acción pública en la que el recuerdo se convierte en analogía, de la que una vez generalizada se puede extraer una lección de aprendizaje. Todorov insiste en esta distinción con referencia al buen uso de la memoria. Para ello afirma:

Se podrá decir entonces, en una primera aproximación, que la memoria literal, sobre todo si es llevada al extremo, es portadora de riesgos, mientras que la memoria ejemplar es potencialmente liberadora. Cualquier lección no es, por supuesto, buena; sin embargo, todas ellas pueden ser evaluadas con ayuda de los criterios universales y racionales que sostienen el diálogo entre personas, lo que no es el caso de los recuerdos literales e intransitivos, incomparables entre sí. El uso literal, que convierte en insuperable el viejo acontecimiento, desemboca a fin de cuentas en el sometimiento del presente al pasado. El uso ejemplar, por el contrario, permite utilizar el pasado con vistas al presente, aprovechar las lecciones de las injusticias sufridas para luchar contra las que se producen hoy en día, y separarse del yo para ir hacia el otro (Todorov, 2000, p. 31-32).

Con esta distinción es posible comprender cuál debe ser el [buen] uso de la memoria: un recuerdo del pasado que nos permita sacar lecciones de vida, superar el dolor y el sufrimiento causado para abrir la posibilidad de renacer. Esas lecciones de vida nos permitirían luchar contra futuros y nuevos hechos atroces (siempre posibles) y nuevas violencias, ya que pasamos de una acción individual (el recuerdo doloroso de un pasado igualmente doloroso) hacia una acción colectiva (el recuerdo analógico de un pasado doloroso que nos permite comprender algo en el presente y prepararnos para el futuro). Sin embargo, frente a esta distinción, y el uso ejemplar de la memoria, hay argumentos a favor y en contra.

El principal argumento en contra del uso ejemplar de la memoria sostiene que el suceso doloroso acaecido es singular y único, y no puede ser comparado con otros sin caer en la falta de atenuar su gravedad y consecuencias. Todorov argumenta a favor de su distinción previa, señalando que el uso ejemplar de la memoria requiere un elemento clave, a saber, la comparación. Comparar no significa identificar plenamente dos elementos. Las comparaciones son viables sólo en la medida en que nos permiten hallar diferencias, pero también similitudes con el presente. Y esto es posible cuando hacemos un desplazamiento de la experiencia personal (única, singular e incomparable) hacia la experiencia colectiva (comprehensiva, comparable). Las comparaciones, señala Todorov, permiten una mayor comprensión de los hechos: cuando establecemos comparaciones, entrevemos semejanzas y diferencias con otros hechos, relacionando causas o previendo consecuencias, lo que se traduce en un mayor entendimiento.

Aun cuando cada suceso es único y particular, ello no elimina la posibilidad que pueda servir de ejemplo para señalar otras formas posibles de violencia o atrocidad. Para que el pasado sirva de lección es necesario que no sea único o singular; es pertinente que tenga algo en común con la acción presente para que pueda decirnos algo sobre ella. Así, que un suceso pasado nos diga algo sobre el presente es ya encontrar una característica común entre lo pasado y lo actual.

Es imposible afirmar a la vez que el pasado ha de servirnos de lección y que es incomparable con el presente: aquello que es singular no nos enseña nada para el porvenir. Si el suceso es único, podemos conservarlo en la memoria y actuar en función de ese recuerdo, pero no podrá ser utilizado como clave para otra ocasión; igualmente, si desciframos en un pasado suceso una lección para el presente es que reconocemos en ambos unas características comunes (Todorov, 2000, p. 37).

Cuando un hecho singular sirve de ejemplo para una comunidad, estamos ante un buen uso de la memoria, un uso ejemplarizante que nos permite transcender el recuerdo doloroso individual del pasado, superarlo y utilizar esa memoria en beneficio del presente. En esta transición interviene el duelo, un proceso que se relaciona con la pérdida definitiva de los seres queridos que marca hitos en las etapas de la vida, contribuyendo a la construcción de la identidad. Según describe L. Grinberg citado por Gamo & Pazos (2009), vivir implica transitar por una serie de duelos; ese recorrido da tiempo a la elaboración de las pérdidas y al restablecimiento del individuo y su identidad. En otra escala esto también puede pensarse a nivel de sociedad y el restablecimiento de su tejido. Cuando no se puede realizar el proceso de duelo, las relaciones sociales se hacen rígidas y tienden a agrietarse, haciendo más difícil el establecimiento de lazos de apego con otros.

Así pues, el duelo es una elaboración, un proceso, que tiene tareas[11] y que permite que una persona que ha perdido algo importante para ella, se adapte y se disponga a vivir sin ello. El duelo también se relaciona “con el traumatismo de la identidad colectiva, de heridas de memoria colectiva, dado que la noción de objeto perdido encuentra también una aplicación directa en las ‘pérdidas’ que afectan también al poder, al territorio, a las poblaciones que constituyen la sustancia de un Estado” (Ricoeur, 2003, pág. 108). Así, “el duelo plantea cuestiones fundamentales acerca de los vínculos que las personas establecemos entre nosotras y, en consecuencia, de cómo se hace posible la sociedad. En la guerra o las catástrofes, el proceso es de destrucción de los lazos establecidos y el método por el que se llega a ello es abrupto y traumático” (Pérez- Sales, 2006, pág. 334).

El duelo sería, una tarea a desarrollar de manera paralela por la sociedad y -de forma particular- por cada individuo que atraviesa una situación trágica, en tanto que las catástrofes, la violencia o las guerras suponen una desestructuración grave del medio y dificulta aún más el desarrollo del proceso. Su prolongación obedece a diversos elementos, como la robustez de los lazos que componen las estructuras colectivas, el modo en el que se reinterprete la pérdida y para el caso que le compete a este proyecto de investigación, también intervienen en él circunstancias externas, como la aplicación de justicia penal para los responsables, el reconocimiento público de las personas ejecutadas como víctimas y ya no como criminales dados de baja en combate[12]. A partir de las posibilidades de conjunción o exclusión de estas variables, se logran reinterpretar los hechos en mayor o menor medida, para seguir viviendo (Pérez- Sales & Lucena, 2000).

Al realizar esta reinterpretación que puede transformar la memoria literal en una ejemplar, estamos llevando a cabo prácticas concretas de construcción de una cultura de paz, una base fundante en la que se abre como posibilidad la construcción del futuro a partir de la memoria ejemplar del pasado, así como la transformación de conflictos de una manera no violenta.

5. A manera de conclusión: Venciendo la indiferencia un día a la vez

Cinco días después del asesinato, Héctor empieza a denunciar el caso de Junior a través de medios de comunicación, 90 minutos, uno de los informativos más populares del canal regional Telepacífico, decidió transmitir parte del relato de Héctor, confrontándolo con la versión del entonces comandante de la policía en la ciudad, el general Fabio Alejandro Castañeda en una nota de 58 segundos.

- Presentadora: La muerte de un joven en confusas circunstancias en el barrio el Vergel de Cali, tiene enfrentadas a la familia del menor y a la policía metropolitana.

- Miguel Ángel Palta, Periodista: De acuerdo con la familia el joven murió luego de un operativo policial.

- Héctor Martínez: le hicieron un tiro en un pie, en el pie izquierdo, el niño cayó, los policías se bajaron de la moto y lo cogieron a patadas en la cabeza, no contentos con eso le pegaron un tiro en el cuello.

- Miguel Ángel Palta, Periodista: Sin embargo, la policía asegura que el joven murió luego de un enfrentamiento entre pandillas.

- Fabio Alejandro Castañeda, Comandante Policía Cali: el occiso entró a una zona de una banda delincuencial con quienes venían teniendo una rivalidad y allí se genera un enfrentamiento.

- Miguel Ángel Palta, Periodista: este caso ya se encuentra en manos de la Fiscalía (Noticiero 90 Minutos, 2012).

Al recordar el testimonio ofrecido por el entonces comandante de la policía, Héctor habla de varias sensaciones que se toman por completo su mirada y su rostro, donde se puede leer la tristeza que le embarga, la profunda desazón que lo acompaña, pero sobre todo la indignación, que lo llevó a tomar una decisión radical:

Desde ese día he dejado de trabajar, voy a cumplir cuatro años sin trabajar, solamente dedicado a esto, he hecho cuatro caminatas a Bogotá, la primera la hice caminando hacia atrás, porque veía que la justicia iba para atrás, la investigación de la Fiscalía, el Fiscal 21, va para atrás, lleva ya cuatro años y va para atrás (Héctor Martínez, comunicación personal, 2016).

Desde entonces, Héctor lucha incansablemente por que se haga justicia en el caso de su hijo, acompañado de unos cuantos pendones que tiene con la imagen de Junior, decidió renunciar al chaleco antibalas que le dio la Unidad Nacional de Protección en 2014 luego de recibir constantes amenazas, porque el organismo le negó cualquier otra posibilidad para protegerlo. Héctor sale de su casa a las 6 de la mañana cada día de lunes a viernes, para instalarse de ocho de la mañana a cinco de la tarde, en su “oficina” empotrada justo frente a la gobernación del Valle del Cauca y diagonal a la Fiscalía, que en seis años no ha logrado dar respuesta a sus cuestionamientos.

Cientos de personas pasan cotidianamente frente a los pendones de Héctor, él les toma fotos y se acerca a contarles su historia, casi siempre con las mismas palabras, al principio, le costaba mucho hacerlo, pero ahora los años han ido haciendo lo suyo, dándole las herramientas suficientes para pararse frente a personas tan diversas que pueden ser desde habitantes de la calle, pasando por aquellos que visten saco y corbata, hasta los que se visten de camuflado militar y policial.

Hasta hoy, gracias a las cuatro marchas que ha realizado caminando hacia Bogotá, ha logrado conocer de cerca casos muy similares al suyo, participando junto a las Madres de Soacha en diversas actividades, producto de la más reciente tiene un tatuaje en su antebrazo derecho, un pincel rodeado con una cinta que tiene la fecha en la que Junior cayó de rodillas en el pavimento tal como le sucedía cuando jugaba los ‘picados’ de fútbol en las calles de su barrio, pero esa última ocasión no logró levantarse. Además, ha hecho plantones con los padres de Diego Becerra, el grafitero asesinado por el patrullero de la Policía Wilmer Alarcón, el 19 de agosto de 2011 en Bogotá, lo que le ha permitido hacerse a una perspectiva más amplia frente a la magnitud de los ‘falsos positivos’.

El resto de la familia de Héctor, su exesposa y sus cuatro hijos que residen en el mismo barrio, lo esperan al concluir su jornada de atención en la ‘oficina’, no lo acompañan porque, el dolor todavía se siente como el de una herida fresca, recién hecha; además, persiste el miedo infundido por las amenazas recibidas por las mismas manos que apretaron el gatillo que silenció para siempre la voz de Junior, María del Carmen, su mamá explica,

Yo no he ido (a ninguna de las manifestaciones) porque yo pienso, como a él lo han amenazado tanto, de pronto por mis hijas. Por las amenazas que le hacen a él de pronto llegan a ella también o a mí también o al hijo, que él trabaja, se va por la mañana regresa en la tarde, entonces yo… ¿Como le digo?… Yo estoy como cuidándolos a ellos. Yo pienso que a mí que no me vean… Protegerlos a mis hijos (María del Carmen Reyes, comunicación personal, 2016).

Héctor complementa:

A los dos agentes (que asesinaron a Junior) …Pues ellos los trasladaron de estación. Por eso nadie de la familia mía me ha acompañado en todo lo que he hecho plantones, caminatas, porque uno no sabe de pronto pueden tomar represalias con alguno de los hijos míos (Héctor Martínez, comunicación personal, 2016).

En esta familia sobrevive una memoria híbrida, mientras que Héctor Martínez ha logrado construir una ejemplarizante, a partir de la comparación con otros casos, la divulgación de la información, los plantones y marchas, que han hecho posible que exteriorice sus sentimientos, dándoles un sentido para exigir justicia, como uno de los pilares de su lucha; su carencia de educación formal (sólo llegó hasta la primaria) ha sido suplida parcialmente a partir de la socialización secundaria y terciaria, los amigos, los grupos de interés, profesionales de diversa índole que se interesan en la historia que Héctor recita todos los días frente a la Gobernación del Valle. Entre tanto, el resto de la familia (madre, tres hermanas y un hermano) han permanecido al margen de esos repertorios de manifestación, lo que no les ha permitido hablar de lo que sienten con otras personas fuera de casa, conocer otros casos similares y extraer lecciones de lo ocurrido.

La indagación que se realizaba por parte del Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía en primera instancia presenta vacíos en la reconstrucción de los hechos y asocia a Héctor Junior con una pandilla, exhibiendo como pruebas de ello fotografías que se tomaron varios meses después de su muerte y en las que obviamente no aparece; en estas débiles evidencias sustentaba la Fiscalía su decisión de archivar el caso, aduciendo que no se había logrado individualizar a quienes acabaron con la vida de Junior, lo que haría precluir el proceso judicial y dejaría el caso en total impunidad. Esta situación ha significado un nuevo traumatismo y una nueva lucha para la familia Martínez Reyes, especialmente para Héctor, quien sigue al frente del caso, pese a que su salud física se deteriora producto del estrés que agrava su condición de diabético.

De lograrse el cometido de la Fiscalía, la familia Martínez Reyes nunca podría acceder a la verdad jurídica, ni a la reparación simbólica y material que tanto requieren pues el dolor sigue presente, expresándose en la incapacidad de algunos integrantes de recordar detalles relacionados con la vida de Junior y sus comportamientos, así como en la rabia que suscita hablar de los policías que cometieron el crimen y la suerte que les desean. Algo similar sucede en el caso de la gran mayoría de ejecuciones extrajudiciales conocidas como ‘falsos positivos’, sumidas en el olvido ilegítimo impuesto por el Estado, los únicos recursos con los que cuentan las familias para hacerle frente son las protestas, los plantones y expresiones artísticas, como el teatro o actos simbólicos como tatuarse, que rara vez alcanzan las primeras planas de los periódicos o las pantallas de los noticieros, que también insisten en invisibilizarlos.

Esta situación demuestra que los procesos de duelo y construcción de memoria ejemplar, se ven entorpecidos por la falta de justicia, pues las víctimas siguen siendo relacionadas con guerrilleros, extorsionistas o pandilleros, el estigma no permite que se complete totalmente el proceso, ocasionando una suerte de hibridación de la memoria, pues si bien tiene componentes de ejemplaridad, que se expresan en la extracción de lecciones parciales, en la exigencia de no repetición y en la capacidad de narrar los hechos, la literalidad no desaparece totalmente, dado que el dolor lejos de desaparecer se acrecienta y se guardan deseos de venganza por parte de algunos afectados.

La familia Martínez Reyes, a excepción de Héctor Enrique, no ha logrado reinterpretar los hechos ligados al asesinato de Junior. Persiste la evasión al tema, la rabia y el dolor que parecen recién causados, aunque ya se completan seis años de la muerte del hijo menor de la familia. Así las cosas, el imperativo de justicia de la memoria no logra cumplirse totalmente, pues a pesar de que la familia rescata el buen nombre de Junior y reivindica su recuerdo, el duelo y la reinterpretación que con él sobreviene se ven truncados por cuenta de la impunidad que cobija a los dos policías perpetradores.

Durante este lustro de impunidad, Héctor padre ha sostenido en solitario el estandarte de la lucha. Cuatro marchas, denuncias ante diversas instituciones públicas y privadas, un plantón permanente frente a la Gobernación del Valle del Cauca y la sede principal de la Fiscalía, un tatuaje en el antebrazo derecho y la reciente reasignación del caso a una nueva Fiscal que ha llamado a declarar a otros testigos que fueron amenazados por los agentes de Policía que asesinaron a Junior, han sido las grandes conquistas de Héctor Enrique, que también ha tomado la vocería de muchas víctimas de atropellos por parte de la fuerza pública en Cali, interviniendo, por ejemplo, como mediador en conflictos entre policías y agentes del Esmad[13] y la comunidad que habita el sector del jarillón de Cali[14].

Preguntarse por el deber de la memoria es un hecho que trasciende el análisis histórico de un concepto, e implica que encaminemos la reflexión hacia la hermenéutica. Lo anterior significa preguntarse por qué la memoria es un deber, un imperativo: lo que encontramos con el análisis de este caso y las reflexiones construidas a partir de Ricoeur es que debemos recordar para obtener justicia. La justicia, desde Aristóteles, es la virtud relacional por excelencia, la virtud que expresa en mayor medida el carácter de disposición hacia el otro. Así pues, Ricoeur señala que “el deber de memoria es el deber de hacer justicia, mediante el recuerdo a otro distinto de sí” (2003, pág. 121). Este deber supone la noción de deuda que se tiene frente al otro que de manera directa o indirecta ha intervenido en nuestra vida (amigo, familiar, víctima, en cualquier caso); a ese otro le debemos hacer el inventario de dichas intervenciones. Es por esta razón que lo memoria es una práctica de justicia restaurativa, entendiendo que la recordación no significa el castigo a los victimarios, sino la reivindicación y la presencia en el presente de la víctima que ya no puede defenderse.

Así las cosas, se debe comprender que, aunque la construcción de memoria ejemplar es un proceso de largo aliento, su culminación, por sí misma, no supone el restablecimiento de las condiciones de vida previas al suceso traumático, debe estar acompañada por el cumplimiento del imperativo de la memoria: el resarcimiento del daño, el reconocimiento de la verdad, la identificación de los responsables de los hechos (materiales e intelectuales). Tampoco se trata de un proceso lineal, porque puede reaparecer y de ser así tendrá que volverse a trabajar. Por ello es muy importante que además de contar con una robusta red de apoyo, las víctimas logren acceder a la justicia y a la reivindicación de la memoria para cerrar el capítulo y empezar a escribir otra historia.

Material suplementario
Bibliografía
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Fuentes primarias
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Reyes, María del Carmen (2016) madre de Héctor Fabio Martínez Reyes ‘Junior’, entrevista realizada en la residencia familiar, Cali, Entrevistadora: Lorena Calapsu Castillo. Duración: 3 horas 10 minutos.
Notas
Notas
[1] Resultado de dos investigaciones, una orientada como tesis de grado de la Maestría en Sociología de la Universidad del Valle y otra, financiada por la Universidad Santiago de Cali.
[2] Capital del departamento del Valle del Cauca, Colombia.
[3] Barrio ubicado al oriente de Cali-Colombia.
[4] Se refiere a la marcha emprendida por Gustavo Moncayo, que partió desde Aquino de Sandoná, Nariño el 17 de junio de 2007 con el propósito de recorrer a pie aproximadamente 1.200 kilómetros, hasta llegar a Bogotá (destino que completó el 1 de agosto de 2007). El motivo de esta caminata fue exigir un acuerdo humanitario entre el gobierno nacional y las Farc, para la liberación de su hijo, Pablo Emilio, quien junto al también cabo segundo del Ejército Libio Martínez fueron los militares que más tiempo estuvieron en poder de las Farc. Ver https://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-7421770
[5] El Distrito de Aguablanca fue fundado en 1972, en la actualidad comprende 89 barrios y 19 asentamientos subnormales, cuya conformación responde mayoritariamente a procesos de invasión y de urbanizaciones ilegales, con población de escasos recursos económicos proveniente de otros sitios de la ciudad, así como desplazados del campo y de la costa pacífica colombiana. Ver: http://www.redoriente.net/pdfvigilancia/1.pdf
[6] Según la clasificación realizada por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística -DANE-, se distinguen seis estratos socioeconómicos en los que se pueden clasificar las viviendas y/o los predios, denominados así: 1. Bajo-bajo 2. Bajo 3. Medio-bajo 4. Medio 5. Medio-alto 6. Alto. Esta distinción se realiza para cobrar de manera diferencial (por estratos) los servicios públicos domiciliarios, así que se puedan asignar subsidios y cobrar contribuciones. Ver: https://www.dane.gov.co/files/geoestadistica/Preguntas_frecuentes_estratificacion.pdf
[7] Los informes no distinguen el actor que perpetra el asesinato, se limitan a una caracterización por edades, sexo y, en algunos casos, socioeconómica de las víctimas.
[8] Aquí vale la pena realizar una breve distinción: si bien el olvido existe como condición de la memoria, ya que ella supone un recorte, una selección y reagrupación de los componentes del recuerdo: “lo recordado es el resultado de una actitud hacia el pasado, en cuanto la construcción de la memoria está atravesada por nuestros posicionamientos en el presente y hacia el futuro” (Belvedresi, 2006, pág. 202). Ese olvido como sine qua non de la memoria se diferencia del olvido ilegítimo que se instala en el colectivo en lugar del perdón (que es facilitado por la aplicación de justicia pronta y cumplida), de tal manera que la sociedad no logra sanar su trauma y tiende a repetirlo. Así, este último tipo de olvido señala la incapacidad para tratar adecuadamente con la fractura, de tal manera que se logre su superación (Belvedresi, 2006).
[9] Aunque el método que origina los ‘falsos positivos’ data de mediados de la década de los 60, en el marco de la política de Seguridad Nacional impulsada por Estados Unidos, la Política de Seguridad Democrática respaldó el accionar irregular de las Fuerzas Armadas, imponiendo un determinado número de bajas y capturas como metas, sin esquemas claros de control, permitiendo que apareciera una suerte de halo de legitimidad sobre el asesinato y encarcelamiento de civiles inocentes.
[10] Algunas características relacionadas con el trauma han sido identificadas por Pau Pérez-Sales: “sensación de alienación respecto a quien no ha vivido la experiencia traumática, aislamiento, repliegue emocional y afectivo, necesidad de reconstruir lo ocurrido y rellenar los espacios buscando un sentido nuevo o un nuevo final, cuestionamiento de uno mismo y su posición en el mundo frente a vivencias de responsabilidad personal y culpa y/o frente a sensaciones de humillación o vergüenza que conlleva procesos personales de reformulación e integración de la experiencia y desencadena elementos de crecimiento postraumático”. (Pérez-Sales, Pág. 38)
[11] Definidas en el sentido de tipología ideal pensada por Max Weber.
[12] Esta necesidad de “limpiar el nombre de las víctimas”, es una situación muy particular del contexto colombiano, debido, en primer lugar, a la satanización de las guerrillas, pues se leen como fuerzas terroristas, asociadas con el narcotráfico (hecho que se relaciona con una estrategia de la élite colombiana para desprestigiar la lucha guerrillera a través de los medios de comunicación que les pertenecen y que luego, las Farc especialmente, contribuyeron a consolidar a partir de hechos como la masacre de Bojayá-Chocó, los secuestros masivos y el asesinato de los diputados del Valle del Cauca, por mencionar algunos hechos); en segundo lugar, cuando las víctimas son presentadas como pandilleros, esto también significa para las familias un estigma, porque las pandillas se relacionan con el crimen organizado y el narcotráfico que asesinan, roban o extorsionan dentro de su propia comunidad. Así que, tanto si se señala como guerrillero muerto en combate o como pandillero dado de baja en enfrentamiento, la carga simbólica en el contexto colombiano constituye una revictimización, lo que, además, deslegitima la exigencia de justicia por parte de las familias y sobrevivientes.
[13] Escuadrón Móvil Antidisturbios de la Policía Nacional.
[14] Ver https://www.elpais.com.co/especiales/jarillon-la-amenaza-silenciosa-de-cali/
Notas de autor

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