LA ESCUELA PÚBLICA ANTE LA DESIGUALDAD EDUCATIVA. UNA PERSPECTIVA POLÍTICA DE LA JUSTICIA SOCIAL EN EL SISTEMA EDUCATIVO

THE PUBLIC SCHOOL FACING EDUCATIONAL INEQUALITY: A POLITICAL APPROACH OF SOCIAL JUSTICE IN THE EDUCATION SYSTEM

José Ignacio RIVAS FLORES
Universidad de Málaga, España

LA ESCUELA PÚBLICA ANTE LA DESIGUALDAD EDUCATIVA. UNA PERSPECTIVA POLÍTICA DE LA JUSTICIA SOCIAL EN EL SISTEMA EDUCATIVO

Revista Internacional de Ciencias Sociales y Humanidades, SOCIOTAM, vol. XXVII, núm. 1, pp. 211-222, 2017

Universidad Autónoma de Tamaulipas

Resumen: En este artículo se plantea revisar la situación de la escuela pública en el marco de la hegemonía neoliberal que padece la sociedad actual y las políticas que se empeñan en relegar la educación escolar a un mero proceso de selección profesional y social. La escuela pública representa un espacio de convivencia cultural, social y política privilegiado, apostando por una sociedad más justa, pero también es un espacio asolado a menudo por las políticas públicas mercantilizadas y con docentes sometidos a un régimen de disciplina administrativista y gerencializada, con poco contenido realmente educativo.

Palabras clave: escuela pública, desigualdad educativa, políticas educativas, sistema educativo.

Abstract: This article examines the situation of the public school in the context of neoliberal hegemony in today’s society, and the policies, which determine the relegation of school education to a mere social and pro- fessional selection process. The public school represents a privileged space for cultural, social and political coexistence, opting for a more fair society. But it is also a space often basseted by public policies, with teachers subjected to an administrative and managerial regime of discipline, with very little educational content.

Keywords: Public school, educational inequality, education.

INTRODUCCIÓN

Cotidianamente la escuela se enfrenta al reto de educar a miles de niños y niñas en cada país, con la mirada aparentemente puesta en su futuro. La consigna de los sistemas educativos, emanados del pensamiento neoliberal, es formar, de cara a un sistema productivo y a sus necesidades de mano de obra o de cualificación profesional. El mandato modernista del siglo XIX y parte del XX (Hamilton, 1989; Dussel y Caruso, 1999;Pineau et al., 2001), en que el foco se ponía en la formación de la moral ciudadana apropiada para la configuración de los estados modernos emergentes, junto con la formación de los futuros profesionales para la naciente sociedad industrial (Díaz y Rivas, 2007), ha sido resignificada sólo para este último.

Las últimas reformas educativas de los países supuestamente desarrollados están dirigidas, fundamentalmente, a la formación hacia el sistema productivo, orientándose hacia la previsión de un futuro incierto y plagado de minas.

Los efectos sobre el alumnado y la sociedad en general se dejan ver cada vez con más fuerza y eficacia. La promesa de este futuro envuelto en nebulosa garantiza la sumisa aceptación de las prácticas presentes, con una fuerte orientación selectiva y segregadora. Dos son las condiciones que se presentan. Por un lado, al entrar en una mentalidad de mercado de trabajo, competitivo necesariamente por su propia esencia, queda justificado que el sistema educativo actúe isomórficamente a todos los efectos. Así, se establecen y legitiman los mecanismos por los cuales los sujetos son seleccionados o segregados, de acuerdo con su capacidad competitiva en el mercado educativo.

Por otro lado, ante un escenario incierto sólo sobreviven aquéllos que sostienen su posición desde una hegemonía de clase o una proyección familiar, social y cultural; las clases escolarizadas.

Ello sitúa en una situación de favor y preeminencia a quienes históricamente han sido parte de la cultura académica propia de la escuela, frente a quienes ésta se les planteó como una opción de mejora en la escala social, sin que tuvieran las herramientas culturales e ideológicas apropiadas para sobrevivir en un entorno hostil (Fernández Enguita, 2009; Fernández Enguita et al., 2010).

En este escenario entra a jugar la dinámica escuela pública-escuela privada, como parte del mercado educativo necesario para sostener este sistema de exclusión, que deja fuera justo a aquéllos para los que la escuela debería constituirse en un factor de cambio personal, social y colectivo.

Desde mi punto de vista, deberíamos reconstruir esta perspectiva mercantilizada de la educación, a partir de considerar a la escuela pública como aquélla orientada a educar a todos y a cada uno de los sujetos que pasan por ella, como parte de un proyecto colectivo de construcción de una sociedad justa, solidaria y libre.

Por tanto, la que excluye debiera ser la escuela privada, que es la que se orienta hacia la exclusión de unos pocos, desde un proyecto individualista, egoísta y segregador. Por tanto, alejado de la construcción de un estado democrático. Si queremos cambiar la escuela en el sentido de la justicia social, debemos cambiar las reglas del juego, pero también la mirada con la que la contemplamos, excesivamente colonizada por la perspectiva neoliberal (Rivas, 2010).

En esta comunicación, por tanto, se plantea revisar la situación de la escuela pública en el marco de la hegemonía neoliberal que padece la sociedad actual y las políticas que se empeñan en relegar la educación escolar a un mero proceso de selección profesional y social. Más allá de esta situación dada, la escuela pública representa un espacio de convivencia cultural, social y política privilegiado, con docentes y familias comprometidos, en muchos casos, por cambiar las reglas del juego, apostando por una sociedad más justa. Desgraciadamente, también es un espacio asolado a menudo por las políticas públicas mercantilizadas y con docentes sometidos a un régimen de disciplina administrativista y gerencializada con poco contenido realmente educativo.

Sin duda, es parte del conflicto social en el que nos jugamos un futuro, más allá del éxito profesional. Hablo del éxito colectivo a favor de la justicia, la eliminación de la desigualdad por razón de clase, etnia, género o condición social, la emancipación personal y colectiva y, como Morín (1999) nos recuerda, nuestra supervivencia como especie en un sistema global del que formamos parte.

LOS PRINCIPIOS DE LA ESCUELA PÚBLICA: DERECHO Y SOBERANÍA

El punto de partida que se plantea me sitúa en un marco preciso en el que se juegan dos cuestiones esenciales: el derecho a la educación y la soberanía (personal y colectiva). La escuela pública la entiendo como parte de la lucha histórica por los derechos sociales y universales, que nos constituyen como sujetos políticos dentro de una sociedad justa y equitativa.

Por otro lado, entiendo que no es posible el ejercicio del derecho a la educación, así como de cualquier otro, sin el pleno ejercicio de la soberanía personal y colectiva, de los sujetos y de los pueblos, siendo dueños de su presente y de su destino.

Más allá de los afanes colonizadores de las élites económicas y productivas, la escuela pública –desde su constitución– ha supuesto un ideal de emancipación de los colectivos sociales menos favorecidos y su carácter de universal, gratuita y obligatoria se ha convertido en parte de la lucha social por las libertades. La educación, y la escuela en particular, es la mejor arma de los pueblos y de los sujetos en su lucha por la igualdad.

El derecho a la educación, desde esta perspectiva, no consiste sólo en tener espacios escolares para todos y cada uno de los niños en una sociedad; si bien, aún en muchos estados, ésta sigue siendo una reivindicación necesaria ante la inoperancia y la falta de interés de las autoridades.

Son aún muchos millones los niños que no tienen acceso a un puesto escolar: 58 millones de niños entre seis y 11 años en 2014, según el último informe de la Unesco sobre este tema (Unesco, 2014).

Es más, según se afirma en este informe, la mayoría de ellos nunca pisarán un aula. Las cifras se han estancado en los últimos años, lo que dice mucho acerca del avance de las políticas más conservadoras en el terreno de los derechos humanos y de la infancia en general. Las cifras son más escandalosas, si cabe, si miramos el siguiente tramo de edad correspondiente a la enseñanza secundaria.

Los países que están consiguiendo rebajar esta cifra deben su éxito, fundamentalmente, a la supresión de los derechos de matrícula. Esto es, a la garantía de gratuidad de la enseñanza, un principio de la educación republicana que no siempre se cumple. Otras razones tienen que ver con el incremento de las ayudas sociales y la inversión en educación y la atención a las minorías étnicas y lingüísticas.

Con claridad, estos datos apuntan al fortalecimiento del modelo de enseñanza pública como garante del ejercicio del derecho a la educación, que atienda no solamente al puesto escolar, sino también a una educación de calidad, digna, que ofrezca opciones de vida a toda la ciudadanía, sea cual sea su condición.

En este sentido, entiendo que las políticas tendientes a crear condiciones especiales a los colectivos más exitosos en el sistema es una sutil forma de segregación, que ofrece más y mejores posibilidades a unos frente a otros, desconociendo las razones económicas, sociales y culturales que se esconden detrás del éxito académico (Fernández Enguita et al., 2010). El derecho a la educación se garantiza prestando más atención y poniendo más medios en aquellas situaciones que parten con déficits relevantes por las razones expuestas (Cortés y Villanueva, 2011; Connell, 2006).

La escuela debe estar pensada desde la razón de los más débiles, para los que la educación justamente es una herramienta de progreso y emancipación, y no desde la razón de los poderosos, para quienes la escuela es una forma de perpetuar su status quo. Si el derecho a la educación no es entendido así, estamos pervirtiendo el sentido mismo de la educación como bien colectivo.

El segundo eje que planteo es el de la soberanía, individual y colectiva, entendida como la capacidad de autogobierno de los pueblos y los individuos. Si bien este principio fue una conquista de la modernidad, frente al poder absolutista de las monarquías occidentales, parece que el tiempo y la hegemonía liberal y conservadora en la sociedad han limitado y restringido su uso.

El principio de soberanía, aplicado a la educación y al sistema educativo es bien simple: frente al currículum prescrito y la enseñanza regulada –hiper-regulada, en realidad– hay que colocar al sujeto y a su necesidad de comprender y actuar en el mundo como condición para su emancipación personal, cultural, social y política.

La práctica actual de la escuela coloca al sujeto en un lugar subordinado y dependiente, con nula capacidad de decisión sobre las cuestiones que le importan. Dicho de otra manera, su condición de sujeto libre queda colgada en la puerta de la escuela. Este principio es válido para el colectivo del alumnado y el del profesorado, ya que ambos están sometidos a la misma lógica dependiente, aunque con sus matices.

El sistema educativo es planeado, planificado, pensado y puesto en marcha por agentes ajenos a la propia escuela: en parte políticos, en parte agentes mediadores como las editoriales y en parte administradores y gestores.

Los intereses personales y/o colectivos de los sujetos que acuden a la escuela para asegurarse un futuro exitoso se ven sometidos a un régimen disciplinar, en el que toda su actividad está previamente establecida y donde debe callar, obedecer y no destacar (Rivas et al., 2010). Lógicamente, los sujetos de colectivos tradicionalmente menos escolarizados son los primeros que se resienten de esta condición escolar, estando abocados a luchar contra el sin-sentido del esfuerzo por el esfuerzo –según la máxima neoconservadora aplicada a la escuela–, o bien al fracaso y al abandono, antes o después.

El sentido de lo público como bien colectivo debería retomar este concepto y empezar a construir la relación educativa desde la horizontalidad, la participación y la autonomía real, permitiendo que los sujetos se sientan copartícipes del proceso y comprometidos con sus decisiones; algo que sólo se garantiza desde el ejercicio de la soberanía como un principio de acción y de pensamiento. Las así llamadas innovaciones educativas, que tienen mayor influencia e impacto social, son aquéllas en las cuales los sujetos conviven con autonomía y con sentido crítico, desde el diálogo, en el espacio educativo. La igualdad viene de la mano de la capacidad de decidir y de participar.

Se hace necesario, pues, liberar al sistema educativo de las tutelas que la sostienen y dominan en el momento actual: el Estado, la Iglesia y el Mercado. Aun pensando en un estado laico, republicano y social, la escuela es una de las pocas instituciones sociales que siguen sometidas a una lógica exógena.

En primer lugar, el Estado trasciende su papel como garante del ejercicio del derecho a la educación, para convertirse en regulador y controlador de los procesos educativos, asumiendo una tutela permanente de los procesos escolares. El problema se agudiza si pensamos en el Estado como una estructura administrativa, no solamente política, que establece sus estrategias desde la perspectiva de la gestión, desde una cierta idea de la eficacia, la homogeneidad, las garantías jurídicas, etc.

De este modo, la tutela no tiene que ver con un sistema democrático de toma de decisiones, que sería el punto más aceptable en este proceso, sino con decisiones de tipo administrativo; esto es, control y regulación.

Por otro lado, dado el sentido trascendente que vivimos en las culturas occidentales mayoritariamente, la Iglesia, como institución –tenga el carácter que tenga–, ejerce una tutela moral (a veces incluso coercitiva) sobre los sujetos y los colectivos, orientando las decisiones educativas.

Más allá del complejo problema de la religión en la escuela, lo cierto es que los sistemas de creencias institucionales ejercen una fuerte presión sobre la escuela, mediando incluso en relación con los contenidos académicos a desarrollar en el currículum. La «guerra escolar» vivida en España, por ejemplo, en torno a la educación para la ciudadanía o para los contenidos de ciencias sociales o naturales, es un mero ejemplo. La acción de las editoriales educativas, la mayoría propiedad o gestionadas por organizaciones religiosas, es otra buena muestra. Ello conduce a nuevas bolsas de desigualdad, al incorporar estos principios de forma diferenciada, en función del colectivo de referencia.

Por último, el Mercado, en su sentido más crudo, entra a formar parte del debate educativo, creando unas condiciones propias que afectan los contenidos (más academizados, con menos formación humanista, artística o moral), la gestión (pérdida democrática, gestión centralizada, privatización encubierta) y la definición de las finalidades del sistema (emprendurismo, orientación hacia la universidad, formación profesional como alternativa menos cualificada, etc.).

ESCUELA PÚBLICA

Después de lo dicho, merece ya apuntar el modo como entiendo la escuela pública, en coherencia con estos principios. Así, entiendo por tal, la opción ideológico-política que concibe la educación como un proceso de construcción colectiva, a favor de la emancipación y la vida democrática. No se trata, por tanto, de un problema normativo o administrativo, de gestión de una institución, sino de una forma de entender la educación, el conocimiento, las relaciones sociales y la equidad en un sistema social.

Desde mi punto de vista, no es una cuestión de posibilidades, que nos colocaría en una política de mercado, sino de construcción de sociedad, desde un principio de construcción colectiva y compartida que nos compromete como sujetos, como ciudadanos y como profesionales.

Subyace en esta concepción, por tanto, la idea de comunidad como la base colectiva sobre la cual construir el proyecto de escuela.

Resulta pertinente, en este sentido, la definición que nos ofrece Espósito (2003) sobre comunidad (communitas, en su caso):

Communitas es el conjunto de personas a las que une, no una “propiedad”, sino justamente un deber o una deuda. Conjunto de personas unidas no por un “más”, sino por un “menos”, una falta, un límite que se configura como un gravamen, o incluso una modalidad carencial, para quien está “afectado”, a diferencia del que está “exento” o “eximido” (pp. 29-30).

Comunidad, por tanto, como forma de afrontar las carencias; por ello, las desigualdades, las carencias, las necesidades, etc. No es un principio de regulación, sino de solidaridad, que aplicado al sistema educativo debería subvertir el orden instituido. Hablar de comunidad escolar vendría a ser equivalente, de este modo, a hablar de cooperación, colaboración, apoyo mutuo, etc. Principios que están lejos de las tutelas que antes planteé, así como de los modos de hacer de la escuela, entendida como proyecto de futuro para sujetos más capacitados.

Como nos recuerda también Bauman (2003), todos necesitamos tomar el control (principio de soberanía) sobre las condiciones en las que luchamos con los desafíos de la vida, pero este control sólo se puede lograr de forma colectiva.

Si ha de existir una comunidad en un mundo de individuos, sólo puede ser (y tiene que ser) una comunidad entretejida a partir del compartir y del cuidado mutuo; una comunidad que atienda a y se responsabilice de la igualdad del derecho a ser humanos y de la igualdad de posibilidades para ejercer ese derecho (p. 175).

Nos encontramos por tanto a la escuela, entendida no como un problema didáctico-organizativo, sino como un proceso político que compromete a los sujetos, concebidos como colectivo en torno a una comunidad. El aprendizaje no tiene que ver con lo prescrito en un currículum, sino con la vivencia social, política y cultural en el interior de la institución, entendida como parte de un proyecto social más amplio.

En este sentido, se diferencia de la escuela estatal, en la medida en que el referente no está en la acción del Estado o de la política partidista, sino del proyecto colectivo. El Estado debe garantizar, como ya he comentado, la existencia de una oferta educativa universal y en igualdad de condiciones, pero no debería convertirse en el “patrón” o el “titular” –de acuerdo con la nomenclatura de la legislación española–, de la escuela.

Tendríamos que diferenciar, por tanto:

En el escenario político internacional actual, donde la escuela pública es confundida con la titularidad estatal, se hace necesario seguir apostando por sostener esta última como la única que garantiza el derecho a la educación y la pluralidad democrática, si bien entendiendo que es necesario avanzar en un proceso de consecución de un modelo público, en el que la comunidad ocupe el lugar principal en su gestión.

CONCLUSIÓN

En síntesis, abogo por una escuela pública, entendida como un espacio compartido y democrático frente a las tendencias de las políticas públicas actuales, que colocan a la escuela como un espacio profesionalizado, burocratizado y regulado, en el que se ejerce una tarea preestablecida y definida como trabajo docente, colocando el fiel de la balanza inclinado hacia el lado del currículum frente a las necesidades de los sujetos.

Entiendo que esta escuela pública sería la única capaz de afrontar los retos de la desigualdad y propiciar una educación en libertad, de acuerdo con los principios de solidaridad, respeto, diferencia, participación, diálogo y construcción colectiva del conocimiento y del sentido de la sociedad.

Referencias

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Notas de autor

Doctor en Ciencias de la Educación y catedrático de Didáctica y Organización Escolar en la Facultad de Educación de la Universidad de Málaga, España, donde ejerce como docente desde 1985. Coordinador del Grupo de Investigación Procie (profesorado, comunicación e investigación educativa), desde su creación en 1996. Su investigación está centrada en el paradigma biográfico-narrativo, desde el que investiga en la experiencia escolar, vida y trabajo de los docentes, política educativa, desarrollo profesional docente e institución educativa.
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