Resumen: El objetivo principal de este artículo es identificar las características que la educación privada tenía hacia finales del Reyismo, en Nuevo León, a través del estudio de caso de un colegio particular para niños en Monterrey: el Colegio Juárez. Por medio del análisis de documentación del colegio y notas de prensa, principalmente, se pretende describir a detalle la vida cotidiana de este centro escolar, de sus estudiantes, padres de familia y del organismo denominado Sociedad Educadora “Benito Juárez”, grupo benefactor que influyó más allá del aspecto financiero de la escuela y que moldeó, según sus intereses, los métodos, formas y prácticas de enseñanza implementados. Inaugurado en 1907, el Colegio Juárez logró posicionarse como uno de los colegios particulares más importantes de Monterrey y, durante años de controversia, logró mantenerse en un espacio compartido con el centro escolar más importante del estado: el Colegio Civil, en aquel entonces sede de la educación secundaria oficial. La temporalidad de este trabajo abarca los años en que el “Juárez” habitó dentro de Colegio Civil, un enfoque que, como se verá, permite analizar las dinámicas de las administraciones de un colegio privado y uno público, y a quién el gobierno del estado benefició más y porqué.
Palabras clave: Educación privada, escuela particular, Colegio Civil, vida cotidiana, historia de la educación.
Abstract: This main objective of this article is to identify the characteristics of private education in Nuevo León toward the end of the Reyismo period, through a case study of a boys’ private school in Monterrey: the Colegio Juárez. Drawing on school documents and press reports, we aim to describe in detail the daily life of the institution, its students, their parents, and the Sociedad Educadora “Benito Juárez,” a benefactor association that shaped not only the school’s finances but also its teaching methods, structures, and practices according to its own interests. Founded in 1907, Colegio Juárez soon became one of Monterrey’s leading private schools. Despite ongoing controversy, it managed to coexist for several years with the state’s most important educational institution, Colegio Civil, which at the time served as the headquarters of the official secondary education. The study focuses on the period when Colegio Juárez operated within the premises of Colegio Civil, an approach that makes it possible to analyze the dynamics between a private and a public school, as well as to examine which of the two received greater support from the state government and for what reasons.
Keywords: Private education, private school, Civil College, daily life, history of education.
Résumé: L'objectif principal de cet article est d'identifier les caractéristiques de l'enseignement privé à la fin du Reyismo au Nuevo León, à travers l'étude de cas d'une école privée pour garçons à Monterrey : le Colegio Juárez. Par l'analyse de documents de l'école et de notes de presse, principalement, on cherche à décrire en détail la vie quotidienne de cet établissement scolaire, de ses élèves, de leurs parents et de l'organisme nommé Sociedad Educadora « Benito Juárez », un groupe bienfaiteur qui a influencé bien plus que l'aspect financier de l'école et a façonné, selon ses intérêts, les méthodes, formes et pratiques d'enseignement mises en œuvre. Inauguré en 1907, le Colegio Juárez a réussi à se positionner comme l'une des écoles privées les plus importantes de Monterrey et, pendant des années de controverse, a réussi à coexister dans un espace partagé avec l'établissement scolaire le plus important de l'État : le Colegio Civil, alors siège de l'enseignement secondaire officiel. La temporalité de ce travail couvre les années où le « Juárez » a résidé au sein du Colegio Civil, une approche qui, comme on le verra, permet d'analyser les dynamiques des administrations d'une école privée et d'une école publique, et de déterminer qui le gouvernement de l'État a le plus favorisé et pourquoi.
Mots clés: Enseignement privé, École privée, Collège civil, Vie quotidienne, Histoire de l'éducation.
Streszczenie: Głównym celem tego artykułu jest zidentyfikowanie cech, jakie miało szkolnictwo prywatne pod koniec Reyismo w Nuevo León, poprzez studium przypadku prywatnej szkoły dla chłopców w Monterrey: Colegio Juárez. Poprzez analizę dokumentacji szkolnej i notatek prasowych, praca ma na celu szczegółowe opisanie życia codziennego tej placówki, jej uczniów, rodziców i organizacji o nazwie Sociedad Educadora „Benito Juárez”, grupy dobroczyńców, która wywarła wpływ wykraczający poza aspekt finansowy szkoły i która kształtowała, zgodnie ze swoimi interesami, wdrożone metody, formy i praktyki nauczania. Otwarty w 1907 r., Colegio Juárez zdołał ugruntować swoją pozycję jako jedna z najważniejszych prywatnych szkół w Monterrey i przez lata kontrowersji, utrzymał się we wspólnej przestrzeni z najważniejszą placówką w stanie: Colegio Civil, ówczesną siedzibą oficjalnej edukacji średniej. Czas trwania tej pracy obejmuje lata, w których „Juárez” znajdował się w Colegio Civil, co, jak zostanie pokazane, pozwala na analizę dynamiki zarządzania szkołą prywatną i publiczną, a także tego, którą z nich rząd stanowy bardziej wspierał i dlaczego.
Słowa kluczowe: Prywatne szkolnictwo, szkoła prywatna, Kolegium Cywilne, Życie codzienne, historia edukacji.
Artículos de investigación
El Colegio Juárez y la educación privada para niños en Monterrey (1907-1921): vida cotidiana en un espacio compartido
Colegio Juárez and Private Education for Boys in Monterrey (1907–1921): Everyday Life in a Shared Space
Le Colegio Juárez et l'enseignement privé pour enfants à Monterrey (1907-1921) : la vie quotidienne dans un espace partagé
Colegio Juárez i edukacja prywatna dla chłopców w Monterrey (1907-1921): życie codzienne we wspólnej przestrzeni

Recepción: 06 Febrero 2025
Aprobación: 07 Julio 2025
Publicación: 08 Septiembre 2025
En 1907 Monterrey aún era una ciudad industrial en ciernes, pero con un crecimiento constante que en pocos años demandó toda clase de servicios públicos, entre ellos la educación y, para el sector industrial, no cualquier tipo de educación, sino una de calidad y con complementos que la escuela oficial no atendía, como temas comerciales, dibujo, idiomas, canto, ejercicios militares, caligrafía y otros rubros de estética, moral e intelectualidad. Para satisfacer dichas necesidades, la educación privada o particular era la mejor opción y, más aún, si la escuela en cuestión era promovida, sustentada y vigilada por la misma comunidad que buscaba el beneficio. Este es el caso del Colegio Juárez, una escuela particular para niños que operó durante la primera mitad del siglo XX en la ciudad de Monterrey y que atendió a hijos de importantes familias empresariales e industriales de la región, con un sistema educativo apegado, totalmente, a los postulados de la Ciencia.
Parafraseando las palabras de Valentina Torres Septién (2002), resulta difícil rastrear el origen de las escuelas particulares y más en una región como Nuevo León, donde el tema aún sigue poco estudiado y documentado, a excepción de la tesis doctoral de Juan Idalia Garza Cavazos (2013), Las escuelas particulares de Monterrey. Génesis y crisis: 1822-1940, que representa el único trabajo analítico en torno al tema, punto y aparte de las menciones esporádicas en otros libros sobre historia de la educación o publicaciones hechas y patrocinadas por los mismos colegios, con motivo de algún aniversario, o artículos centrados en algún colegio en específico, como “Modernidad religiosa y educación protestante. Las escuelas protestantes en Monterrey a finales del siglo XIX”, de Juan Carlos González Balderas, cuyo objeto de estudio es el Instituto Laurens. Por lo anterior, se presenta este trabajo en torno a un colegio particular para niños inaugurado en 1907, en el crepúsculo del Reyismo en Nuevo León.
La investigación tiene como propósito aproximarse a la cotidianidad del Colegio Juárez a través de las virtudes de la vida cotidiana, tomando como guía la definición de Escalante et al. (2022), quienes nos dicen que “lo cotidiano es cultural, necesariamente tiene una historia, y esa historia […] puede explicar comportamientos y mentalidades que se insertan en el proceso de la historia” (pp. 9-10). Así, a través de una institución como el Colegio Juárez se puede conocer la mentalidad, comportamiento e ideología de un grupo de personas, en este caso, un grupo selecto de regiomontanos que se congregaron en la denominada Sociedad Educadora “Benito Juárez”, organismo que no sólo financió el colegio, sino también lo moldeó a sus propios intereses.
Para la elaboración de este trabajo se recurrió al análisis documental de archivos, escritos y publicaciones de la época, muy especialmente el expediente particular del Colegio Juárez, localizado en el Fondo Educación del Archivo General del Estado de Nuevo León (AGENL), donde además de aspectos administrativos también se resguarda la disputa entre el “Juárez” y el Colegio Civil del Estado por el espacio donde el primero se asentó por concesión del gobierno: el ala norte del segundo.
El presente trabajo se divide en tres apartados. En primer lugar, se realiza un breve panorama de la educación privada en Nuevo León, para identificar sus orígenes y características en la región, en un contexto inmediato a la fundación del Colegio Juárez; en segundo lugar, se describe el contexto, cotidianidad y características formativas del colegio durante los años que funcionó al interior del Colegio Civil del Estado, con especial atención en la disputa que posteriormente se dio entre los directivos de ambos centros escolares por el espacio compartido. Finalmente, se exponen las reflexiones finales en torno al tema.
Los conceptos de educación privada y escuela particular suelen relacionarse con la pertenencia a un estrato social determinado y ello tiene una razón histórica de ser:
Los maestros particulares, que daban clase de baile, música o dibujo a domicilio –y que siempre habían existido– así como los ayos, dedicados a la educación de niños de la aristocracia dentro de sus propios hogares, hacia 1830 empiezan a abrir escuelas, reforzadas con la llegada de maestros franceses, para un alumnado capaz de sostenerlas sin recibir ningún subsidio de parte del gobierno. Estos establecimientos se consideraron entonces como escuelas privadas, en tanto que las de la Compañía Lancasteriana y las de los conventos y parroquias eran gratuitas y, por lo tanto, públicas o populares (Torres, 1997, p. 32).
Empero, la educación privada es más compleja que la simple relación con una clase social de alto estrato. Alina Silveira (2019) la define como “aquella brindada por instituciones controladas y administradas por agentes no estatales” (p. 123), lo que deja un amplio abanico de situaciones, es decir, desde una educación privada laica o religiosa, de paga o gratuita (aunque sostenida por benefactores), administrada por profesionales de la educación, una institución religiosa o de otros ámbitos –como un proyecto de emprendimiento–, hasta una educación privada exclusiva para un determinado grupo étnico o, claro está, grupo social (véase Torres, 1997). Conforme este amplio abanico de posibilidades, hay una característica lineal que todas las categorías comparten: la educación privada está sostenida por agentes externos al Estado, llámese benefactores, institución religiosa o sociedades de padres de familia, aunque esto no la excluye de recibir algún tipo de incentivo o donativo municipal o estatal y/o de adherirse a los planes oficiales de la instrucción pública de manera total o parcial.
Así, y como retrospectiva histórica, por larga tradición la educación elemental fue dominantemente gratuita en México, impartida mediante escuelas financiadas por los ayuntamientos, asociaciones de beneficencia y claro está, la Iglesia Católica. Ante la inicial ausencia de un sistema de control nacional de la educación –como la Secretaría de Educación Pública–, la primera diferencia entre la educación pública y la privada fue, precisamente, el cobro de cuotas, pues mientras la primera era gratuita, rudimentaria en sus planes –limitadas a lo básico de aprender a leer, escribir y contar– y sostenida por los gobiernos municipales y/o asociaciones religiosas, la segunda era de paga, administrada por instructores particulares y con un programa educativo “garantizado”, mucho más completo que el ofertado por los ayuntamientos o las parroquias, con opción de aprender idiomas, música, canto y otras labores que en las gratuitas no se impartían (Bermúdez, 1984).
En Nuevo León, la situación no fue muy diferente a la experimentada desde la capital y algunos otros territorios, pues la educación primaria gratuita también se instruía desde el ayuntamiento o desde el convento, aunque con resultados más pobres de acuerdo con el educador nuevoleonés Miguel F. Martínez (1894):
Ninguna luz nos da este breve periodo de transición [al México independiente], sobre la parte técnica de la enseñanza; de modo que damos por admitido que, en tal respecto, siguió en el mismo estado que tenía durante los últimos años de la dominación española: es decir, con reducidísimo programa, bajo el sistema individual y sin método alguno propiamente dicho (p. 7).
La primera ley de Instrucción Pública de Nuevo León, como estado libre y soberano, fue aprobada el 27 de febrero de 1826 y entre sus artículos, además de establecer la obligatoriedad de la educación elemental para todos los niños y las niñas, también buscó incentivar la creación de establecimientos particulares a modo de promocionar la mayor cantidad de escuelas posibles, en consideración de los limitados recursos oficiales: “32. Si en algún pueblo el ayuntamiento tubiese [sic.] fondo ó los particulares quisieren voluntariamente costear la enseñanza pública del dibujo lineal, ó hubiese profesor que la dé gratuitamente, se establecerá y protejera, por lo mucho que a las artes mecánicas”. Aunque el artículo trascrito hace referencia a la enseñanza técnica o manual, la protección a establecimientos particulares por parte del Estado se extendió a todos los niveles educativos: elemental, secundaria y técnica (Rodríguez, 2021).
A pesar de los tímidos avances en materia educativa durante los años posteriores a la ley de 1826, la invasión norteamericana de 1846 obstaculizó aún más el lento proceso y fueron las escuelas particulares las que tomaron la iniciativa en el panorama educativo nuevoleonés:
Los modestos resultados de la educación nacional y la local proceden de los grupos particulares más que a las acciones oficiales debido a la inestabilidad política e insuficiencia financiera para sostener los planteles […] En 1850 Monterrey tenía una escuela oficial y ocho particulares con 538 alumnos (Garza, 2013, p. 45).
Un ejemplo de lo anterior fue el Instituto de Educación Comercial (1845), del cual se escribió: “Su programa de enseñanza, sus métodos, su organización material, todo atraía fuertemente la atención pública, por lo que pronto se conquistó grandes simpatías y merecida fama” (Martínez, 1894, p. 18). Martínez también fue claro en admitir que el colegio “contribuyó mucho á elevar la cultura de nuestras clases acomodadas”, público a quien estaba dirigido y por quien se sostuvo con importante holgura en sus gastos materiales, a gran diferencia de las escuelas públicas.
Bajo gobierno de Pedro Ampudia (1853-1854), las facilidades otorgadas a las escuelas particulares en la primera ley fueron limitadas a ciertas condiciones, como exámenes públicos para los estudiantes, presentación de informes estadísticos anuales ante gobierno y una evaluación docente ante la Junta Directiva de la Instrucción Primaria, organismo creado bajo su gestión para orden del ramo y que retomó las actividades de la Compañía Lancasteriana, tras su efímero paso por el estado (Garza, 2013; Ramos, 2015). Así, para 1864 operaban en Monterrey doce escuelas particulares, dos de ellas religiosas, una comercial y las restantes de ciudadanos civiles con carrera en el magisterio.
La serie de cambios que se implementaron a raíz de las Leyes de Reforma de 1857 provocaron la disolución de algunas escuelas privadas que funcionaban como confesionales, es decir, religiosas, aunque sin grandes embates en su extensión, pues la Iglesia encontró en la educación privada una alternativa para continuar su modelo de instrucción (Torres, 2002), incluidas las doctrinas protestante y metodista, que arribaron a la ciudad de Monterrey a mediados de siglo (González, 2018). Los vaivenes políticos del siglo XIX ocasionaron procesos y retrocesos en la aplicación de las reformas educativas, empero:
[…] uno de los sistemas que resistió los embates de la inestabilidad política del estado fue el de instrucción privada pues al ser subvencionada por fondos del clero y de las aportaciones familiares, tuvo una historia más continua que la de los sistemas públicos, llegando a superar en cantidad y calidad a las escuelas públicas (Ramos, 2015, p. 45).
Entrado el gobierno de Porfirio Díaz (1884-1911), la educación primaria entró en un renovado proceso de cambios a raíz de los congresos pedagógicos nacionales de 1889 y 1891, donde se discutieron temas que, aunque no lograron implementarse del todo durante el Porfiriato, sí sirvieron para sentar las bases de la escuela mexicana moderna o para el caso local, la Escuela Moderna Nuevoleonesa. A escala estatal, en 1891 y 1892 se aplicaron las reformas subsecuentes de los congresos con la nueva ley de instrucción pública y la Reforma Escolar, respectivamente. En primer lugar, se creó la Dirección General de Instrucción Pública, que sustituyó al Consejo de Instrucción Pública de 1873 (organismo que, a su vez, había sustituido a la Junta Directiva); esta Dirección adquirió tareas para unificar todo lo relativo al ramo de educación, desde los programas, los textos, la inspección escolar obligatoria (existente desde la creación de la Junta, pero esporádica en su práctica), así como la reglamentación disciplinar y la evaluación de docentes, más en regla tras la fundación de la Escuela Normal para Maestros en 1870 y la Escuela Superior para Señoritas [profesoras] en 1892. Esta nueva Dirección, de acuerdo con el testimonio de Martínez (1894), tenía la misión de mejorar sustancialmente la vigilancia técnica de la enseñanza elemental, hasta entonces pobremente ejercida por los propios municipios ante las irregularidades del Consejo:
[…] cesará la anarquía en que ha estado aquella enseñanza por la diversidad de disposiciones municipales, disposiciones que frecuentemente cambiaban hasta en un mismo lugar cada vez que dichas corporaciones se renovaban ó que diversos comisionados del ramo entraban á funcionar, agregándose á los males que esto causaba, la falta de competencia en la mayor parte de los casos para dar una buena organización á la expresada enseñanza (p. 150).
Miguel F. Martínez, educador nuevoleonés que encabezó esta serie de reformas –y benemérito de la Educación de Nuevo León, no está de más decir– también comentó que la Escuela Moderna Nuevoleonesa buscaba romper con el sistema tradicional lancasteriano o, en general, con el sistema antiguo de instrucción, donde la educación era monótona, memorística y lineal; la nueva escuela sería, en cambio, “simultanea”[1], tal y como lo manifestaba la reforma de ley:
Art. 5: Teniendo la instrucción primaria por objeto formar tanto al hombre como al ciudadano, se cuidará de que la enseñanza que se dé en las escuelas primarias del Estado, á la vez que promueva el desarrollo físico y el desenvolvimiento intelectual y moral de los niños, y los provea de todos los conocimientos indispensables para vivir en sociedad, les dé á conocer sus deberes y derechos políticos; tomando además esa enseñanza un carácter esencialmente nacional, á fin de que por medio de ella se formen verdaderos ciudadanos mexicanos, identificados con los intereses de la Patria é inspirados en el modo de ser social y político de ésta.
Sobre la educación particular, la reforma de ley manifestó en el artículo 51 las condiciones para que un colegio privado fuera reconocido por la Dirección General de Instrucción Primaria:
La reforma de ley, a raíz de los mencionados congresos pedagógicos, implementó cambios importantes en la forma de instruir, mismos que atenderemos de forma particular a través de la reglamentación y cotidianidad del Colegio Juárez, pero que se pueden resumir de la siguiente manera: reorganización en el tiempo escolar con alternancia de materias intelectuales y ejercicios físicos, a modo de eliminar la monotonía; supresión de los exámenes públicos, aunque conservando la tradición de cierta manera mediante la selección de alumnos por curso, a modo de “demostrar” los conocimientos obtenidos; eliminación (por lo menos en letra) de los castigos corporales “que degraden o envilezcan á los niños” (artículo 74), con la aclaración de que esta “última prescripción se hará extensiva á las escuelas particulares”; promoción de la higiene personal del estudiante y ambiental del centro escolar, para combate de las enfermedades y el hacinamiento; y por último, en uno de los cambios más relevantes, la obligatoriedad del laicismo en las escuelas oficiales (Loyo y Staples, 2010). En el último punto, para las escuelas particulares se permitió que estas eligieran su sistema pedagógico, “pero sin acreditar sus estudios y si lo deseaban tenían que adoptar el programa oficial” (Garza, 2013, p. 59). Bajo esta nueva reglamentación, la educación oficial creció significativamente y en menos de diez años se posicionó con ventaja física sobre la educación particular; por ejemplo, en el censo de 1906 había en el estado 306 escuelas oficiales y 83 escuelas particulares (GENL, 1906, p. 20).[2]
Fue en el panorama educativo que se expone cuando el Colegio Juárez, un particular para niños, se fundó a finales de 1907, dentro, también, de un periodo de renovada transición política: en los albores de la Revolución Mexicana, pero enclavado en un contexto nuevoleonés de progreso industrial. Esta última característica es importante comprenderla antes de presentar la cotidianidad del colegio, pues su iniciativa fue fomentada por un grupo de personajes relacionados con la política local, entre profesores, industriales y médicos, característica que no fue ajena a los colegios privados de la región, los cuales, en su mayoría, fueron promocionados por grupos de particulares relacionados directa o indirectamente con la industria regiomontana, en su mayoría padres de familia que buscaban para sus hijos e hijas una educación acorde a sus intereses familiares, comerciales y políticos:
Las escuelas particulares tienden a difundir los intereses de clase porque su base es de proveer al alumnado de los sistemas ideológicos y las relaciones de producción que definen los prototipos de su pertenencia de clase, que justifican su pugna con los de la educación oficial, vista como aparato ideológico del Estado, cuyos conocimientos, habilidades y formas de relación pueden ser incompatibles en algún aspecto con las instituciones particulares (Garza, 2013, p. 36).
El Colegio Juárez nació como una escuela particular laica, fruto del entusiasmo principal de un par de profesores con trayectoria en el magisterio nuevoleonés: Emilio Rodríguez Cortés y Eusebio Guajardo. El primero era un respetado profesor normalista, entonces docente del Colegio Civil del Estado –centro de formación secundaria–, entusiasta estudioso de la naturaleza nuevoleonesa, pionero en la investigación sobre la flora y fauna del estado e impulsor de la reforma educativa de 1891, por lo que se le consideraba pionero de la Escuela Moderna Nuevoleonesa junto a figuras como Miguel F. Martínez, Pablo Livas y Serafín Peña (Franco y Cepeda, 2014); fue, además, cofundador del Colegio Bolívar en 1894 –en sociedad con los profesores Abel y Herminio Ayala–, lo que le daba experiencia en el ámbito privado de la educación (Ordoñez, 1920; González, 1993). Por su parte, Guajardo era, entonces, un joven médico con experiencia docente en el Colegio Civil del Estado donde impartía la materia de Historia Natural y un visionario de la pediatría, cuando esta rama médica aún estaba en ciernes. Con una visión científica compartida, ambos impulsaron la creación de un colegio laico donde el niño acudiera:
[…] tan solo á recibir lo que á la escuela le es dado dar; aquí, donde no se le distrae su atención con enseñanzas extrañas (por nobles que se les quiera considerar) [en referencia a la religión] que desvirtúan el papel elevado que tan solo le es dado tener á la escuela misma; aquí, donde la enseñanza impartida está ajustada á las verdades comprobadas por la ciencia (AGENL, 1907c).
La empresa de Guajardo y Rodríguez fue respaldada por una serie de personajes de renombre en la sociedad nuevoleonesa de la época, como el ingeniero Porfirio Treviño Arreola, también profesor de Colegio Civil, inspector de obras de la ciudad y futuro fundador de la primera Facultad de Ingeniería Civil del estado en 1933; el empresario Antonio Magnón, fabricante de llantas para automóviles; Gonzalo Garza González, empresario fundidor; Eusebio Cueva, minero y pequeño propietario; entre otros empresarios e industriales, como Antonio González Martínez, Octaviano Zambrano, Eugenio Z. Cantú y Francisco Zambrano, este último industrial ladrillero que fungirá como tesorero del plantel. Además de empresarios e industriales, entre los socios fundadores también figuraron médicos, colegas de Guajardo que contaban con consultorios propios, como los médicos Edelmiro Rangel –padre de Raúl Rangel Frías, futuro rector de la Universidad de Nuevo León en 1949 y gobernador del estado en 1955– y Melesio Garza, propietario de boticas. Este selecto grupo de organizadores de un colegio privado, compuesto por empresarios, industriales, profesores y médicos, justifica la esencia científica de la nueva escuela que, como lo expresó Guajardo, estaba centrada en una formación racional, lógica y con la ciencia como la base de todas las cosas, un tipo de instrucción que indudablemente era prioritaria para el empresariado nuevoleonés de la época, habitantes de una ciudad industrial en ciernes y en pleno auge tecnológico.
Para administrar el colegio se recurrió a la creación de la denominada Sociedad Educadora “Benito Juárez”, integrada por los padres de familia organizadores y socios fundadores. Esta organización resultó toda una institución que ayudó a la permanencia del colegio en años difíciles y, también, era producto del aprendizaje de Rodríguez durante su previo emprendimiento con el Colegio Bolívar, el cual obtuvo “resultados satisfactorios por algunos años” de 1894 hasta su cierre en 1905. Rodríguez sabía de primera mano lo difícil que era mantener un colegio privado. Plinio D. Ordoñez (1920, 1943), educador e historiador contemporáneo a Guajardo y Rodríguez, menciona que el Colegio Juárez nació con la finalidad de subsanar la deficiente enseñanza elemental impartida en las escuelas oficiales de aquellos años y la Sociedad Educadora era un medio para garantizar el éxito de la empresa, pues previas experiencias de colegios privados solían fracasar por el aspecto financiero, no así el Instituto Laurens, una de las escuelas privadas más sólidas de aquella época – y tanto que sigue en funcionamiento–, la cual también surgió por auspicio de una sociedad civil, la Sociedad Misionera Rosebud, cuando la escuela aún tenía el nombre de Instituto Fronterizo hacia finales del siglo XIX (González, 2018, pp. 28-29). Tener una organización que buscara, administrara y garantizara los fondos monetarios necesarios para el continúo funcionamiento de la escuela era una opción viable para Guajardo y Rodríguez, más aún si se considera que estaba integrada por los principales clientes: los padres de familia.
Así, la Sociedad Educadora “Benito Juárez” era, en práctica, un patronato y de acuerdo con el artículo primero de su reglamento, se instaló “con el fin de poder conseguir el adelanto del Colegio Juárez, ya establecido, de un modo efectivo, y de procurar que la enseñanza que en él se imparta sea verdaderamente útil y provechosa” (AGENL, 1907b). Y continuaba su propósito en el artículo 5:
[…] se afanará en proporcionar á la juventud una educación adecuada á sus facultades y de acuerdo con las modernas bases de instrucción; procurar dirigir a los educandos de una manera prudente y comedida en el conocimiento de las cosas, impulsándolos al progreso por medio del desarrollo paulatino y metódico, estimulándolos á la laboriosidad y constancia, y, en una palabra, procurará dirigirlos por un camino práctico y seguro, siendo siempre un valioso contingente para los que más directamente se encarguen de la educación de ellos (AGENL, 1907b).
La Sociedad se componía de cinco clases de socios: fundadores, propietarios, corresponsales, subscriptores y honorarios. Los primeros eran quienes acordaron la fundación del colegio; los segundos quienes igualaron por medio de cuotas los aportes de los socios fundadores; los corresponsales, por su parte, eran residentes foráneos pudiendo ser fundadores o propietarios; los socios subscriptores eran prácticamente todo padre o tutor que inscribiera a su hijo o tutorado al colegio y que cumpliera con las cuotas; y finalmente, los socios honorarios eran designados por acuerdo de la Asamblea General y “que de alguna manera honren ó ayuden á la Sociedad” (AGENL, 1907b). Todos los socios tenían derechos, como acudir libremente al colegio, observar las clases e instalaciones y, de acuerdo con su experiencia, emitir algún reporte o recomendación, mismo que sería atendido en la Asamblea General. Entre las obligaciones, además del pago puntual de las cuotas, sobresale el compromiso de “velar por el buen nombre del Colegio, procurando su adelanto por cuantos medios estén á su alcance” (AGENL, 1907b).
Al seno de la Sociedad Educadora se instaló la Junta Directiva, entidad que se encargaría de la administración práctica del colegio y que estaba conformada exclusivamente por socios fundadores: Guajardo como presidente en funciones o vicepresidente; Rodríguez como secretario; y el empresario Francisco Zambrano como tesorero. En complemento, también se organizaron dos consejos: el de Educación y el de Administración. El primero cumplía funciones similares a las de un inspector escolar, pues sus miembros tenían la obligación de atender clases para observar el cumplimiento tanto de los programas como del reglamento, así como proponer la contratación o despido de profesores. Por su parte, el segundo tenía el compromiso de atender las necesidades físicas del colegio en instalaciones y materiales, estando encabezado por el tesorero y otros dos socios (AGENL, 1907b). Cada año, la Junta Directiva presentaría en asamblea general el informe anual de actividades, compuesto por los informes particulares de los consejos de Educación y Administrativo. Como presidente honorario de la Junta Directiva se nombró al Gral. Bernardo Reyes, entonces gobernador del estado.
Más allá de la relaciones socioeconómicas y políticas que Reyes pudiera tener con algunos de los socios fundadores, su nombramiento honorario dentro de la Sociedad Educadora fue, más bien, una estrategia política para asegurar un espacio libre de renta. La ayuda que la Sociedad Educadora le solicitó a Reyes –para cumplir con el requisito de su nombramiento como presidente honorario de ser alguien “que de alguna manera honren ó ayuden á la Sociedad”– fue la concesión para ocupar por un año, libre de renta, el ala norte del Colegio Civil del Estado, cuando Guajardo y Rodríguez alegaron dificultad para conseguir un local durante la organización del instituto y premura en iniciar labores a la par del calendario escolar oficial de 1907-1908 (AGENL, 1907a). Comprometidos al aseo, mantenimiento y reparaciones necesarias del área solicitada, el permiso se otorgó bajo las siguientes condiciones:
Se concede a la Comisión Organizadora para la fundación de un Colegio particular de Instrucción primaria para niños […] el que ocupe por un año, a contar desde hoy, y sin pagar renta, el departamento del lado Norte del edificio en que está establecido el Colegio Civil (AGENL, 1907a).
El Colegio Civil del Estado –actual Centro Cultural Universitario– es un edificio localizado en el centro de Monterrey, que rastrea sus orígenes desde mediados del siglo XIX y que, para 1907, era sede de la educación secundaria del estado (ver Figura 1). Entonces inmueble de un solo piso, sus espacios fueron ocupados para diversos usos con mucha regularidad y fue, también, sede de diversas escuelas como Jurisprudencia, Medicina y la Normal para Profesores, siempre en alternancia con el uso de espacios para la instrucción secundaria oficial (Flores, 2017). En 1903, la Normal salió de sus instalaciones para ocupar un edificio propio y fue su espacio, en el ala norte, el que Guajardo y Rodríguez solicitaron al entonces director, Atanasio Carrillo, quien accedió, en primera instancia, sin problema alguno a la solicitud.

Adherido desde un inicio al plan oficial de Instrucción Primaria, las clases principiaron el 1 de noviembre de 1907, con dos meses de retraso del calendario oficial, tiempo que se recuperó con ajustes en los periodos vacacionales. El primer registro poblacional fue de 25 alumnos fundadores, distribuidos de la siguiente manera: 5 en primer año; 7 en segundo; 6 en tercero y 7 en cuarto. Como director del plantel se nombró al profesor Macario Pérez Cázares, “una de las vidas más provechosas en el campo magisterial de Nuevo León” (Salinas, 2006, p. 113). Egresado de la Escuela Normal para Maestros en 1900, fue pupilo de los beneméritos de la Educación Miguel F. Martínez y Serafín Peña e inició, de inmediato, su trayectoria docente como profesor de escuelas oficiales y colegios, además de ser director de la Escuela Oficial de su natal Bustamante. En palabras de uno de sus biógrafos, José Roberto Mendirichaga (1996), Pérez era un promotor de la enseñanza intuitiva que confiaba en la intuición natural de los niños y, sobre todo, en una enseñanza práctica, científica y que echara mano del contexto del estudiante, a modo de que este aprendiera de mejor manera, mediante ejemplos familiares para él. Para compañía de Pérez, se contrataron los profesores Lauro Dorantes, a cargo de primer año, y Cruz M. Villarreal, a cargo de segundo y tercero, mientras Pérez estaba al frente de los grados superiores (ver Figra 2).
El Colegio Juárez se presentó, en sus bases orgánicas, como un centro escolar moderno que buscaba reprimir arcaicas tendencias pedagógicas, por ejemplo, los afamados castigos corporales. En el México independiente hay registros de castigos tanto corporales como emocionales (humillación) para reprimir por una desobediencia o indisciplina, es decir, una falta al reglamento escolar; el más famoso de todos era “la vara” (Valle-Barbosa et al., 2014). En la normativa del Colegio Juárez ésta es clara en decir que “la disciplina de este Colegio será eminentemente preventiva; quedando, en lo absoluto, prohibidos los castigos corporales”. Para reafirmar este compromiso libre de violencia, se agregó que: “El maestro procurará establecer una corriente de amor, de confianza y de respeto hacia sus educandos”, pero al tiempo: “[…] se esforzará por insinuar en las inteligencias infantiles el sentimiento del deber, y obligándolos á razonar, hará que descubran los resultados de sus propios actos, hasta conseguir que lleguen á poder gobernarse por sí mismos” (AGENL, 1907d). La ausencia de castigos corporales no eximía la presencia de disciplina rígida y el reglamento así lo reitera al exigir, por ejemplo, una asistencia estricta que –inclusive– no contemplaba las ausencias por enfermedad como justificadas.
En 24 artículos, el colegio estableció sus reglas de comportamiento. En el artículo 11 se lee que todo alumno tenía prohibido el uso del tabaco; el artículo 14 prohibía hablar o cambiar de lugar sin permiso del profesor, mientras el artículo 16 privaba a los estudiantes de usar motes o apodos entre compañeros, así como usar “algún vocablo que recuerde el trato vulgar de las gentes”. En lo restante de los artículos sobre disciplina, había otras consideraciones comunes como la obligatoriedad del aseo personal o respeto absoluto al profesor o superior, que comúnmente se demostraba tanto en el habla como en la costumbre de saludar de pie a toda autoridad, en “posición militar, que es la mas comoda y elegante” (art. 13). El artículo 24 resumía efectivamente la visión disciplinar del colegio: “[…] y no olvidar que el orden, la obediencia, el respeto y la actividad son los principales factores del éxito, no solo en la vida de niño de escuela, sino también en la vida del hombre en la sociedad”.

El horario era el habitual en las escuelas de la época, que atendía labores tanto en la mañana como en la tarde, con periodos de receso entre cada uno para que el estudiante acudiera a su hogar a merendar o comer. Así, las clases principiaban a las ocho de la mañana (siete en los meses de primavera de abril a junio y nueve en los meses de invierno, de enero a marzo) y pausaban a las 11:30 am, para reanudar a las dos de la tarde y concluir definitivamente la jornada a las 5:30 pm, de lunes a sábado, a excepción de las tardes de los miércoles y sábados, donde el horario vespertino se suspendía (AGENL, 1907d). Esta tendencia de horario completo atendía el temor de las autoridades educativas a la ociosidad, pues “desde los primeros tiempos de la Independencia, se entendía que había que trabajar más” (Staples, 2004, p. 218). El Pensador Mexicano, Joaquín Fernández de Lizardi, fue tajante en su opinión en torno al ocio, al decir que: “El desenfreno de las pasiones siempre es fruto de la ociosidad” (como se citó en Staples, 2004, p. 218). Esta idea de ocio como un aspecto negativo en la formación de los infantes permeó hasta el siglo XX y es un aspecto observable tanto en los horarios como en los calendarios escolares.
La distribución del horario seguía lo propuesto por la escuela moderna, que buscaba “evitar el tedio y la languidez en los niños […] y de alguna manera impedir hasta donde fuera posible, que se dedicara a una sola actividad o a una parte intelectual del niño” (Ramos, 2015, p. 79). En la vieja escuela, los tiempos eran más largos, desde la mañana hasta las seis de la tarde, solo con descansos para alimentación y se solían dedicar horas a la misma materia y el tedio de la memorización era cotidiano. Bajo el nuevo esquema de la escuela moderna se buscó alternar entre ejercicios intelectuales y físicos, a modo de evitar el fastidio y el cansancio. Esta tendencia pedagógica de la época, que se recoge en textos y publicaciones de aquellos años, se puede observar en el horario del colegio: la entrada era a las ocho de la mañana, se pasaba lista y se dedicaban 15 minutos al “canto”; posteriormente, de las 8:15 a las 9:30 horas era espacio para el estudio intelectual –integrado por clases de lengua nacional, aritmética, elementos de ciencias físicas y naturales, historia patria, y geografía y cosmografía–, mientras que de 9:30 a 10:00 horas correspondía a un primer receso y después, de 10:00 a 11:30 horas, una segunda jornada de estudio intelectual. Cuando el estudiante regresaba de su hogar a las 14:00 horas, la jornada se repetía en esta ocasión con el receso de 15:30 a 16:00 horas; este receso correspondía a la actividad física de la niñez, en un contexto previo a la formalización de la educación física como materia y donde se dedicaba tiempo a juegos libres, temas de gimnasia y, como colegio para niños, ejercicios militares. Además, de lo anterior, también se impartía dibujo, caligrafía y música, una formación por demás completa y de acuerdo con los “metodologistas más autorizados” de la época. Sobre esta distribución de tiempos, Norma Ramos (2015) comenta:
Esta forma de usar el tiempo en la escuela moderna era menos austera y más dinámica respecto a la escuela que le antecedió, pues además de incluir una plana curricular extensa, se pretendía una distribución del tiempo que alternara diferentes materias y formas de abordarlas […] se fijaron criterios para la duración de las clases dependiendo de la edad de los niños con el fin de evitar sobresaturar de información sus mentes […] En síntesis, el tiempo en la escuela moderna debía optimizar los esfuerzos de la niñez, hacer atractiva la estancia de los alumnos en la escuela, alternando las actividades físicas con las intelectuales y constriñendo las prácticas monótonas de la escuela antigua (pp. 81-82).
Entre los muchos estudiantes que transitaron por el Colegio Juárez, sobresalen los hermanos Manuel, Ricardo y Carlos Guajardo, futuros empresarios refresqueros que serían dueños de la afamada marca regiomontana Barrilitos. Fue Carlos quien dejo por escrito un testimonio de la cotidianidad del “Juárez” durante aquellos primeros años de funcionamiento. Por ejemplo, los exámenes públicos de fin de curso eran todo un festival donde asistían las familias de los estudiantes a evaluar, las autoridades del ramo educativo e incluso, autoridades municipales, quienes disfrutaban de un convite previo y posterior a los exámenes, compuesto por números literarios, musicales y un banquete: “Una verdadera caravana de meseros se dedicaban a atendernos, sirviéndonos rica repostería compuesta de soletas, ‘lenguas de gato’, ‘polvorones’ […] estos panecillos eran acompañados de espumeante y aromático chocolate y por ultimo nos servían una copa de nieve” (Guajardo, 1950). Este tipo de festivales no era común en las escuelas oficiales, donde a duras penas se efectuaban los exámenes públicos.
El testimonio de Guajardo también nos permite conocer o corroborar el perfil de los estudiantes del “Juárez” pues entre sus memorias menciona a algunos excompañeros que eran hijos de pequeños empresarios, como dueños de comercios, casas de moda, estudios fotográficos y boticas, entre otros negocios. Además de hijos de comerciantes, si retomamos a los integrantes de la Sociedad Educadora, también había hijos de profesionistas, como profesores, ingenieros, abogados y médicos, profesiones que, no está de más comentar, eran las únicas ofertadas en el panorama de educación superior. Por último, Guajardo también corrobora los principios de higiene escolar que las bases orgánicas manifestaban, pues según su escrito el colegio tenía un vaso para cada niño, fueran la cantidad que fueran, cuando en aquellos años la costumbre era “que en un solo vaso tomaran agua todos los alumnos (¡¡y tan sanos que vivíamos!! Dirá un partidario de los Porfirianos tiempos)” (Guajardo, 1950).
En 1908, se abrió el quinto año y en 1909, el sexto; para 1910, con los seis años escolares en servicio, el Colegio Juárez demostró su éxito de demanda entre la sociedad nuevoleonesa al registrar la matrícula de 114 alumnos, cantidad considerable para un centro escolar que tenía sede en el patio de otra escuela y en razón, también, del contexto, pues aquel año dio inicio el movimiento revolucionario, el cual si ocasionó ciertos estragos en la matricula del colegio con bajas durante los años escolares venideros a causa de “cambio de domicilio” de algunas familias, pero que no resultaron de gravedad para el desempeño cotidiano de la escuela (AGENL, 1907e) y, mucho menos, en un riesgo latente de cierre. Aquí, no está de más comentar que tanto Guajardo como Rodríguez, los fundadores del colegio, se vieron forzados a migrar a Texas por la Revolución, aunque esto no perjudicó administrativamente al colegio gracias al actuar de la Sociedad Educadora. Lo que si puso en riesgo la continuidad de la escuela fue el espacio compartido, pues la administración de Colegio Civil comenzó a presionar por el retiro del “Juárez” ante la urgencia de recuperar el ala norte ante el aumento de alumnado de Colegio Civil y, sobre todo, para darle continuidad a un proyecto que quedó en pausa por la llegada del “Juárez”: la ampliación del gimnasio.
El 26 de junio de 1912, Atanasio Carrillo, director de Colegio Civil, le escribió al gobernador Viviano Villarreal –a la sazón socio honorario de la Sociedad Educadora “Benito Juárez”–, para solicitar la conclusión de la concesión otorgada al Colegio Juárez en 1907, pues era urgente la recuperación del ala norte “por haber aumentado considerablemente el número de alumnos de este Instituto a mi cargo, [para] hacer uso de aquel departamento para la mejor atención de los trabajos” (AGENL, 1907f). Pocos días después, Edelmiro Rangel, en representación de la Sociedad Educadora “Benito Juárez”, le contestó al gobernador con aparente conformidad y se comprometió a desocupar el ala norte para la fecha solicitada por Carrillo (AGENL, 1907g), pero el 25 de julio Rangel volvió a escribirle al gobernador:
No habiendo podido conseguir un local apropiado para cambiar el Colegio Juárez del departamento Norte del Colegio Civil, donde actualmente se haya establecido, la Junta Directiva de aquel Instituto, que me honro en presidir, se dirige atentamente al Superior Gobierno del Estado, por el digno conducto de usted, para suplicarle que, si para ello no tuvieses inconveniente, se sirva concedernos un año más […] (AGENL, 1907h)
La resolución ante la súplica fue positiva, aunque se les advirtió que sería la última prórroga, pero no lo fue. En otra comunicación del 6 de junio de 1913, Carrillo cambió el tono de urgencia que expresó un año antes y, otra vez, accedió a extender la prórroga, pues a su “juicio”, no veía “inconveniente en conceder al Sr. Dr. Eusebio Guajardo […] que en su ocurso solicita” (AGENL, 1907i). Se desconoce el motivo detrás del cambio de actitud de Carrillo, de lo que si se tiene constancia es que el siguiente director de Colegio Civil, ingeniero Francisco Beltrán, exigió el regreso del espacio alegando mal cuidado por parte de la administración del Colegio Juárez, lo que incumplía el contrato de concesión. En un reporte de inspección del ala norte, Beltrán aseveró que, en general, las instalaciones estaban en mal estado, sobre todo los pisos, con “varias baldosas de mármol estrelladas”, las puertas, las ventanas y el excusado: “no existe el único que había ahí instalado” (AGENL, 1907j). Tras este reporte, el espacio fue regresado a gestión del Colegio Civil, aunque solo por el breve lapso de un año, pues en 1917 el ala norte le volvió a ser concedida al “Juárez” tras otra súplica por parte de la Sociedad Educadora, la cual alegaba falta de espacio para el total del alumnado en los locales nuevos de la calle Mariano Escobedo. Para compensar la renovación de la concesión, la Sociedad se comprometió –además de remozar toda el área tras el informe de Beltrán– a otorgar ocho becas a niños pobres, quienes seleccionados por la Dirección General de Instrucción Pública del Estado podría concluir sus estudios primarios en el prestigioso colegio, sin costo alguno. Ante la renovada propuesta, el gobierno estatal, ahora bajo gestión de Nicéforo Zambrano, accedió para el regreso del “Juárez”.
El ala norte de Colegio Civil fue, sin duda, un espacio en disputa pues otra solicitud de regreso o conclusión de la concesión fue emitida en 1920, de nueva cuenta por Atanasio Carrillo, quien regresó a la dirección de Colegio Civil; en su comunicación al gobernador Porfirio G. González, Carrillo rememoró el momento de la concesión, cuando se le otorgó bajo la condicionante primaria de un año, mientras se establecía el “Juárez”, y mientras Colegio Civil también crecía, pero al cabo de trece años:
[…] el personal de alumnos del Colegio Civil ha venido en aumento año por año, a tal punto que la inscripción del año último ascendió a cerca de doscientos cuarenta alumnos, es decir, exactamente el doble del que era en la época a que me refiero al principio [1907]; la necesidad de disponer del departamento prestado ha venido siendo una exigencia desde hace cuatro o cinco años, pues ya materialmente no pueden alojarse los alumnos para las clases en los departamentos de que ahora se dispone.
[…] No creo ocioso manifestar que con la concesión referida, mencionado Colegio Juárez ha recibido del Gobierno el beneficio de una economía de renta que estimo no menor de cien pesos mensuales, que en más de diez años que lleva de ocupar el local, significan un donativo que puede estimarse entre quince y veinte mil pesos, beneficio que ni en pequeñísima escala ha recibido ningún otro establecimiento similar de los que actualmente existen; esto sin utilidad ni beneficio alguno para el Colegio Civil (AGENL, 1907k).
Para el año que se desarrolla, tanto el Colegio Civil como el “Juárez” tenían poblaciones similares, pues en el informe de 1913 el segundo registró una matrícula de 172 estudiantes, por lo que siete años después, se infiere que la población rondaba, también, los 200 alumnos o incluso, más. Carrillo concluyó su comunicación con la exigencia del regreso del espacio, ante su urgente necesidad por la población del Colegio Civil, la cual, a su parecer, debía tener prioridad por ser la única escuela secundaria oficial. El asunto terminó por tornarse controversial, pues el gobernador autorizó una nueva prórroga al Colegio Juárez no por un año, sino por dos. Carrillo acudió ante la Dirección General de Instrucción Pública para su intervención, situación a la que se abstuvo el director en turno, el profesor Emeterio Lozano.
El programa de becas fue la razón formal (o una de ellas) por la que el gobierno estatal continuamente respaldaba a la Sociedad Educadora “Benito Juárez”, pues el contexto político, social y económico no permitía el repunte de la instrucción pública en el estado, con gobernadores entrando y saliendo en meses; tan sólo de 1920 a 1922 hubo siete gobernadores diferentes, una alternancia de poderes que no permitía el correcto funcionamiento de ninguno de los ramos administrativos, entre ellos la educación. En el expediente del que se basa la presente investigación, se pueden encontrar varias cartas de padres y madres de familia solicitando las ansiadas becas por diferentes situaciones, como viudez, perdida de trabajo o fuente de ingresos, así como la orfandad, pues hubo casos donde hermanos mayores eran los solicitantes de las becas.
Finalmente, fue otra escuela –y otro gobernador– lo que terminó por desalojar al Colegio Juárez del ala norte de Colegio Civil. El 1 de abril principió actividades la Escuela de Artes y Labores Femeniles “Pablo Livas”, promovida por el gobierno de Juan M. García, sucesor de Porfirio G. González. La escuela de carácter oficial, es decir público, inició en salones de la Escuela Normal para Maestros, pero aquel mismo mes de abril de 1921, la oficialía mayor del Gobierno le notificó al director del “Juárez”, Cruz M. Villarreal –quien sustituyó a Pérez tras su partida en 1916–, que se sirviera de “tomar las providencias necesarias para que a partir del próximo año escolar quede desocupado el local de referencia” (AGENL, 1907l).
Según se constató en prensa, el colegio mudó a un local entre las calles Galeana y 5 de mayo, vecino del inmueble del periódico El Porvenir (este aún en esa sede). En los años consiguientes tanto el Colegio Juárez como la Sociedad Educadora “Benito Juárez” continuaron sus labores e incluso, el colegio se expandió pues comenzó a ofrecer cursos comerciales especializados mediante la formalizada Escuela Comercial “Juárez” en 1924, también dependiente de la Sociedad Educadora. Se debe mencionar que, desde su fundación, el colegio pretendió dar cursos comerciales a los niños, pero estos carecían de orden o formalidad y dependía, más bien, de los cursos complementarios como caligrafía. Ahora, con la Escuela Comercial, se ofertó la carrera comercial compuesta por tres cursos y cada uno, con las siguientes materias: I. Mecanografía, taquigrafía, correspondencia mercantil, correspondencia comercial, ortología y ortografía práctica, gramática e inglés; II. Teneduría de libros, aritmética comercial, gramática superior, ortografía práctica, caligrafía e inglés; y III. Especialización de la carrera comercial, corredores y contadores (El Porvenir, 1924, p. 8).
Así, el Colegio Juárez continuó su cotidianidad desde su nueva sede; en algún punto, la Sociedad Educadora “Benito Juárez” se disolvió y el colegio fue adquirido por el profesor Cruz M. Villarreal, si se recuerda, maestro fundador y exdirector. En una de las últimas noticias que se pudieron rastrear sobre el Colegio Juárez, Plinio D. Ordoñez escribió en 1943:
Posteriormente disuelta la Sociedad Educadora “Juárez” que lo patrocinaba, el Colegio pasó a ser propiedad personal del Prof. Cruz M. Villarreal, quien sorteando con habilidad e inteligencia las dificultades y alternativas consiguientes, logró mantenerlo en servicio, instalándolo en su edificio actual y en un lugar apropiado frente a la Alameda “Mariano Escobedo” (Ordoñez, 1943).
El objetivo primordial de este artículo fue describir una visión de la sociedad regiomontana de aquellos años, en el ocaso del Reyismo en Nuevo León y los albores de los gobiernos revolucionarios, a través de la cotidianidad de un colegio privado que, dentro de su pequeño cosmos, fue reflejo no sólo de las tendencias pedagógicas de la época sino también de la forma de vida de un sector particular de la sociedad y de sus aspiraciones e ideologías, representadas por medio, no solo de sus planes de estudio, reglamento y bases orgánicas, sino también, a través de su Sociedad Educadora “Benito Juárez”, organismo que para su época fue una novedad, pues no era una simple sociedad benefactora, sino una institución que más allá de financiar el colegio, también permitió injerencia de los padres de familia para decidir cuestiones administrativas, materias a impartir e incluso, profesores a contratar o despedir.
Además, se pudo observar las tendencias de género, pues el currículo impartido en el “Juárez” fue uno diseñado para niños, sin atención a clases de labores domésticas, como sí era común en escuelas para niñas; en su lugar, el “Juárez” impartió ejercicios militares y algunos temas comerciales. Otro punto a resaltar es la última “estrategia” política que la administración del colegio implementó para evitar ser desalojado del ala norte de Colegio Civil, es decir, la implementación de becas para niños pobres. Aquí cabe preguntarse –y queda como línea de investigación pendiente– ¿por qué promocionaron dicho programa años después de su fundación? En un colegio privado, pensado para niños de clase social alta, dicha iniciativa se percibe más como una solución al desalojo que una actuación de genuina beneficencia.
La disputa por el espacio compartido con Colegio Civil fue otro aspecto importante para este trabajo, pues también da cuenta de la metodología o estrategia de trabajo de este colegio particular, que atendiendo una agenda política logró mantener un espacio físico sin invertir un solo peso, aspecto que definitivamente influyó para su permanencia o trascendencia en el tiempo, en un contexto donde era común la apertura y cierre continuo de escuelas, publicas o privadas. Finalmente, se espera que esta breve investigación aporte a los estudios de la educación privada o particular en Nuevo León y abra, también, nuevas líneas de investigación para un ramo educativo que representó una alternativa de atención a un sector de la sociedad que buscaba una instrucción o formación más completa que la ofrecida en las escuelas oficiales.
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