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Otredad y Relaciones Internacionales: ¿una episteme trascendente a las ciencias sociales?
Otherness and International Relations: an episteme transcendent to the social sciences?
Otredad y Relaciones Internacionales: ¿una episteme trascendente a las ciencias sociales?
Revista Política, Globalidad y Ciudadanía, vol. 10, núm. 19, pp. 77-88, 2024
Universidad Autónoma de Nuevo León

Recepción: 02 Junio 2023
Aprobación: 23 Junio 2023
Publicación: 30 Diciembre 2023
Resumen: El presente trabajo tuvo como fin analizar en qué medida la disciplina de las Relaciones Internacionales, merced a su ontológica necesidad de estudiar a la alteridad, se encontraría mejor situada que terceros campos del conocimiento a la hora de dejar atrás el solipsismo sobre el que se define la pertenencia de una determinada comunidad a un paradigma dado. El artículo practicó un diseño cualitativo, a partir de un enfoque analítico-conceptual. Se realizó un examen crítico de la sociología y la historia de las relaciones internacionales apelando, asimismo, a categorías analíticas propias de la filosofía de la ciencia y la epistemología a los efectos de acreditar que la disciplina de referencia resultaría, al menos en principio, más solidaria a las representaciones de la realidad de la alteridad que terceros campos del conocimiento. Se encontró que tal tesis se filia en la premisa conforme la cual las Relaciones Internacionales, al requerir del estudio de perspectivas diversas e incluso contradictorias a aquellas de las que parte el examen de todo sujeto cognoscente, invitan a una reflexión crítica, lo que permitiría interpelar el inmovilismo cognitivo propio que todas las comunidades epistémicas, en mayor o menor medida, practican.
Palabras clave: Ciencias sociales, epistemología, Kuhn, otredad, relaciones internacionales.
Abstract: The aim of this paper is to analyze to what extent the discipline of International Relations, thanks to its ontological need to study otherness, would be better placed than other fields of knowledge to transcend the solipsism on which the community's membership of every paradigm is defined. The article practiced a qualitative design, based on an analytical-conceptual approach. A critical examination of sociology and the history of international relations was carried out, also appealing to analytical categories from the philosophy of science and epistemology in order to prove that the discipline of reference would be, at least in principle, more supportive of the representations of the reality of otherness than third fields of knowledge. It was found that such a thesis is grounded on the premise that International Relations, by requiring the study of perspectives that are diverse and even contradictory to those from which the examination of the cognizing subject is based, invites a critical reflection, which would allow us to question the cognitive immobilism that all epistemic communities, to a greater or lesser extent, embrace.
Keywords: Epistemology, international relations, Kuhn, otherness, social sciences.
1.- INTRODUCCIÓN
De conformidad a las tesis de la sociología del conocimiento de Kuhn (2004) todo sujeto cognoscente dependería radicalmente del dictum de su propia comunidad de sentido a la hora de abocarse a cualquier tipo de actividad especulativa. En efecto, según el mentado, tal corporación unilateralmente estipularía todos los presupuestos y criterios de determinación y asignación veritativa que todo investigador intentara, a lo largo de su vida profesional, abrazar.
La referida condición se explica en virtud del hecho de que, al interior de cada una de tales comunidades, “Todas las propiedades «lógicas» y «metodológicas» de la praxis [del conocimiento], cada característica de tal actividad, de su facticidad, de su objetividad, de su racionalidad, de su difusión, sin excepciones, supondrían, en cuanto tales, una manifestación contingente de las prácticas socialmente organizadas” (Garfinkel, 1986, p. 323). Al decir de Kuhn (2004), “el conocimiento (…) como el idioma, es, intrínsecamente, la propiedad común de un grupo, o no es nada en absoluto. Para comprender esto necesitaremos conocer las características especiales de los grupos que lo crean y que se valen de él” (p. 319).
Lo hasta aquí suscripto podría suponer, en definitiva, dos condiciones. En primer lugar, que el propio contenido y percibida legitimidad de todo sistema de representación de la realidad no habría de quedar librado a un proceso en mayor o menor medida epistémicamente libre e incondicionado, sino socialmente determinado por las adscripciones, prácticas y, en general las “características especiales” de toda comunidad de sentido dada. En segundo lugar, y ateniéndonos a los propios términos de tal tesitura, que en la medida de que la hermenéutica de la realidad que se desarrolle al interior de tales paradigmas resulte ser tributaria a un conjunto de premisas, perspectivas y axiomas que habrán de provenir del seno de un tal esquema, tal hermenéutica de la realidad podría no ser universalmente inteligible. Aún más: desde la doxa de cada uno de los distintos sistemas de representación de la realidad se desarrollaría una especial jerarquización de los discursos a los fines de consolidar la propia subordinación hermenéutica que sus integrantes ya manifestarían a la hora de estos últimos representarse la materialidad del mundo. Tómese, por caso, el hecho de que cada una de tales estructuras adoctrinen a sus integrantes respecto a:
(…) un modelo de resolución de problemas a partir del cual se adquieren las destrezas para la resolución de futuras situaciones problemáticas (…) El mismo funciona como un patrón que desarrolla la habilidad y la sensibilidad para establecer relaciones de semejanza y disimilitud entre distintos problemas. Para Kuhn, el mecanismo opera como un proceso de reforzamiento y debilitamiento de la conducta (…) Aquellas relaciones de semejanza eficaces para la resolución de los nuevos problemas se refuerzan con respecto a aquellas que no lo son. (Díaz, 2017, p. 72)
En definitiva, la incorporación a un paradigma de un concepto se opera en función de una praxis de generalización simbólica estructurada en mayor o menor medida en torno a dos instancias. La primera, relativa a la delimitación de uno o una serie de problemas; la segunda, referente a la solución de estos últimos. El hecho de que un paradigma le otorgue importancia a una serie de materias en detrimento de otras resultará, en definitiva, una circunstancia eminentemente azarosa, la cual, sin embargo, poseerá severas implicancias sobre tal estructura hermenéutica.
En efecto, la delimitación de tales problemas y sus eventuales soluciones o, en términos de Kuhn (2004), de sus “piezas de rompecabezas” (p. 179) determinarán, al definir el contenido de un paradigma, la identidad de este último. Ello desde que el binomio problema-solución constituiría el presupuesto necesario con el que todo integrante de un tal esquema de representación de la realidad debería elaborar su propia lectura del mismo: “Lo que ve un hombre depende tanto de lo que mira como de lo que su experiencia visual y conceptual previa lo ha preparado a ver. En ausencia de esa preparación sólo puede haber «una confusión floreciente y zumbante»” (Kuhn, 2004, p. 179).
Explicadas por demás sucintamente las bases de la epistemología de Kuhn, bien podría avanzarse un paso más a los efectos de sugerir que a-cientificismo e indiferencia por la alteridad podrían entenderse como categorías analíticas mutuamente excluyentes y, por lo tanto, ontológicamente escindidas. En tanto la primera de ellas da cuenta de una actitud filosófica frente al conocimiento, la segunda manifestaría una determinación psicológica en relación con el recusado valor de la alteridad. Sin embargo, y pese a lo suscripto, ambas categorías podrían representar una única y misma manifestación de una disposición tanto filosófica como psicológica. Es que, en definitiva, en las tesis de Kuhn, tal y como se explicara, los paradigmas, en tanto sistemas de representación de la realidad, tienden a ser remisos a considerar el dictum de terceras voces y, consecuentemente, a poder interpelar sus propias premisas y criterios de validación de verdad.
En este orden de ideas, y si bien es cierto que los paradigmas, en cuanto tales, son circulares en lo relativo a sus criterios de imputación de validez y falsación epistémica (Kuhn, 2004), la principal hipótesis del presente trabajo sostendrá que la disciplina de las Relaciones Internacionales, en función de su propio campo de estudios (necesariamente diverso, intercultural y políticamente sincrético al requerir forzosamente del examen de la alteridad) podría permitir, a diferencia de terceras vertientes o escuelas de otras ciencias sociales que inclusive harían del conocimiento de la alteridad su telos último, interpelar el inmovilismo y verticalismo cognoscente al cual Kuhn otrora aludiera.
En tal inteligencia, tal vez resulte provechoso formular una precisión metodológica: aquí no se pretende sostener que aquellos paradigmas científicos no determinen, por su propia potencia y naturaleza, sus propios criterios de verdad. En un tal sentido, éstos no escaparían al solipsista logos que Kuhn (2004) identificara para los mismos en tanto estructuras de producción de conocimiento. Aquello que en todo caso aquí se busca probar es que, en disciplinas como las Relaciones Internacionales, en las cuales sus integrantes debieran asumir como un telos último interpelar sus propias adscripciones como presupuesto normativo para estudiar la alteridad (Mingst & Arrguín-Toft, 2018; Ortiz, 2000), todo cuestionamiento a un tal paradigma podría eventualmente ser más asequible o practicable que en el seno de ciertas corrientes de terceras disciplinas científicas.
En este sentido, el presente artículo se dedicará, tal y como se explicará precedentemente, a presentar qué entender por un paradigma: en tal orden de ideas se discutirán las limitaciones interpretativas, especulativas y cognitivas que tal estructura supone, en tanto refracción o plasmación del sistema de representación de la realidad de una comunidad de sentido (en el caso, académica) dada. Luego de ello se analizarán diversas estrategias hermenéuticas que, en cuanto tales, ampliarán o restringirán las condiciones de posibilidad del sujeto cognoscente a la hora de poder entender la realidad sub examine. En este orden de ideas, se concluirá que todo esquema que dependa o se filie en una distribución democrática y horizontal de nuestras competencias epistémicas podría ser entendido, razonablemente, como intrínsecamente superador a aquellos otros que apelen a un logos vertical o incluso metafísico a la hora de asignar las competencias de referencia. En virtud de tal consideración, se sostendrá que una disciplina como las Relaciones Internacionales podría resultar forzosamente más provechosa y conducente a la hora de investigar un determinado universo o bóveda de sentido que ciertas corrientes o escuelas de terceras ciencias sociales.
2.- MÉTODO
El presente artículo apeló a un diseño cualitativo, a partir de un enfoque analítico-conceptual. En este sentido, se intentó dar cuenta de una perspectiva innovadora sub examine a partir de una revisión crítica de la literatura sobre la epistemología, la sociología de la historia y, naturalmente, de las Relaciones Internacionales. Se recurrió, a tal fin, a diversos artículos científicos, libros y capítulos de diversas obras. El análisis conceptual se abocó a comparar las condiciones de la producción académica que, en cuanto tales, constituyen la disciplina de las Relaciones Internacionales con relación a terceras ciencias sociales en cuanto al potencial para la reflexividad, el estudio de la alteridad y la superación del solipsismo del paradigma conceptual del cual se parte en cada una de estas. Finalmente, el método interpretativo permitió concluir que el campo de estudios de las Relaciones Internacionales, en virtud de estructurar su propia condición a partir del examen de la otredad, se encuentra en una posición epistémica privilegiada respecto a terceras materias.
3.-FUNDAMENTO TEÓRICO
Relaciones Internacionales: ¿una invitación a la epistemología reflexiva?
Tal y como sostuviera otrora Kuhn (2004), todo campo de estudios o paradigma tiende a abrazar su propio decálogo de normas, principios y valores en tanto exclusiva (y excluyente con relación a terceros otros) expresión de un modelo hermenéutico. Sin embargo, aquellas disciplinas como las Relaciones Internacionales, en las que el recurso a diversas (e incluso contrarias) cosmovisiones (políticas, culturales o económicas) constituye una inferencia de su propia praxis (Barbé, 2020) podrían llevar implícitas, dentro de sí, un estándar epistémico superador al de terceras estructuras de análisis de la realidad. Tal “ventaja cognoscente” no resultaría ser en modo alguno despreciable, ya que ésta invitaría, por su propia potencia heurística, a evaluar y contrastar la validez tanto de aquellos esquemas veritativos (en virtud de los cuales se determinan nuestros saberes) ajenos como propios al corpus teórico de tal materia.
En este sentido, la dialéctica propia de las Relaciones Internacionales, que inclusive puede revelarse como intrínsecamente crítica en relación con sus propias premisas (Adler, 2004) permitiría ayudarnos a entender la evolución o el desarrollo de nuestras prácticas científicas. Sucede que las propias condiciones de posibilidad cognoscente de una episteme autorreflexiva (como la de la disciplina sub examine) podrían explicar el hecho de que determinados esquemas de representación de la realidad hayan, en función de sus propios déficits metodológicos, sido gradualmente abandonados. Piénsese, por caso, en terceros modelos de producción de saberes, que, si bien actualmente podrían entenderse como superados, no por ello han sido históricamente irrelevantes a la hora de estructurar o guiar la actividad intelectual y especulativa humana. En efecto, tal y como lo sostuviera San Agustín:
(…) los ojos espirituales deberán tener un potencial superior al de los ojos sensibles en virtud de la naturaleza incorpórea de Dios, que no está contenida en un lugar, sino toda entera en todas partes. No alternativamente, en el cielo o en la tierra, sino a la vez en lo uno y en lo otro. Esto no lo puede aprehender criatura alguna. (Blassi, 2018, p. 17)
La alusión que aquí se practica a la retórica –si se quiere metafísica en tanto teológica– agustina no es modo alguno azarosa o casual. En efecto, el recurso a esta última permite dar cuenta de una de las principales razones que explicaran el mayor atractivo y utilidad del método científico con relación a terceras narrativas a la hora de describir el universo de lo ideal o sensible (Hanzel, 1999). La referencia es, claro está, a la posibilidad de que, en función de tal método, se cuestionaran aquellas epistemologías que, como las del mentado teólogo, santo y filósofo, pretendiesen estructurar su condición de verdad a partir de mutilar la de terceras otras:
Una interpretación adecuada de la historia de los intentos de los filósofos “modernos” por desarrollar un método del descubrimiento científico es la expuesta por Larry Laudan (1981). Sostiene que durante los siglos XVII y XVIII el descubrimiento científico era un tema filosóficamente relevante porque la metodología del descubrimiento conllevaba al mismo tiempo una teoría de la justificación. En otras palabras, el método mismo que se aplicaba durante la investigación científica se suponía garantizaba la verdad de los descubrimientos realizados. Diversos autores como (…) Isaac Newton y otros, normalmente no trazaban una distinción entre la manera en que se generaban las hipótesis en ciencia y la manera en que se sometían a prueba porque pensaban que la forma en que se descubrían las verdades científicas conllevaba en sí misma su propia justificación. Estos autores “concebían que una lógica del descubrimiento funcionaría epistémicamente como una lógica de la justificación (…) Ellos estaban convencidos que un método del descubrimiento apropiado automáticamente autentificaría sus productos y que una lógica de la justificación separada sería redundante e innecesaria” (Laudan 1981:184). Por esta razón, durante los siglos XVII, XVIII la lógica del descubrimiento era un tema filosóficamente importante. Lo era, en gran medida, porque abordaba al mismo tiempo cuestiones relacionadas con la aceptación de teorías. En esos siglos, el método científico normalmente se identificaba con el proceso inductivo. Se pensaba que la inducción representaba el carácter general de la metodología científica a tal grado que a las ciencias naturales también se les conocía como “ciencias inductivas”. Había, empero, diversos tipos de inducción. Por un lado, estaba la inducción por enumeración simple planteada por Aristóteles, la cual residía en analizar algunas instancias particulares pertenecientes a una clase con la finalidad de descubrir una propiedad común entre ellas para luego predicar tal propiedad de la clase completa. Por ejemplo, si al analizar algunos metales encontramos que todos ellos se dilatan al ser expuestos al calor, entonces podemos concluir que todos los metales comparten esa propiedad. Este tipo de inducción, sin embargo, fue rechazada por varios autores (entre ellos Francis Bacon y J. Stuart Mill) porque no ofrecía una justificación adecuada a las verdades científicas descubiertas ya que una sola instancia negativa era suficiente para refutar tales verdades. En lugar de la inducción por enumeración simple, Bacon y Mill defendieron la inducción por eliminación, la cual creían que constituía el verdadero método científico. Se le llama inducción por eliminación porque procede mediante la exclusión de un determinado número de causas posibles con la finalidad de encontrar la causa verdadera que explique un cierto conjunto de fenómenos (Bárcenas, 2002, p. 50).
De la lectura de las tesis de Bárcenas se deduce, pues, que la fórmula de Newton era epistémicamente más conducente que aquella a la que invitaba San Agustín, puesto que para la segunda la totalidad del conocimiento humano (incluso aquel obtenido por medio del recurso a las percepciones de lo sensible) debía ser tributario al apotegma de la superioridad divina. Sin embargo, y si bien el paradigma del matemático anglosajón dependía de la puesta en práctica de un empirismo infinitamente más fiable que el nudo culto a la metafísica de las tesis de San Agustín, el primero de tales esquemas de representación de la realidad, de todos modos, adscribía a una praxis inquisitivamente errada y, por tanto, deletérea (tal y como hoy la entendemos) para el curso de cualquier suerte de investigación que hubiera de discurrir por su tamiz especulativo.
Tal praxis se estructuraba, en efecto, en el inductivismo por enumeración simple, a cuyas falencias metodológicas Bárcenas refiere, y que no deviene en necesario aquí repetir. Lo relevante en todo caso es que, aún con todas las desventajas precedentemente mentadas, el esquema empirista de Newton permitiría conocer y contrastar los postulados e inferencias del sistema de representación de la realidad de la alteridad en mayor y mejor medida que el del propio sistema de San Agustín. Ello desde que, para el modelo del primero, la eventual inteligibilidad de tal sistema dependía, exclusivamente, del ejercicio de una aptitud o capacidad (el recurso a los sentidos) equitativamente distribuida entre la pluralidad de los sujetos llamados a emitir un determinado juicio de valor siguiendo las normas del mentado inductivismo. A contrario sensu, la aptitud inquisitiva en la bóveda teológica de San Agustín no sólo no dependía de la capacidad de ejercicio de una facultad sensible universalmente asequible, sino que requería abjurar de su uso.
Naturalmente que el ejemplo aquí dado representa un contraste ciertamente radical con relación a aquello que supone ser la eventual restricción o ampliación de nuestras fronteras cognitivas en función de discrecionalmente aceptar o rechazar las representaciones de la realidad de la alteridad. En efecto, difícilmente podrían concebirse dos supuestos en mayor medida antitéticos respecto a la plausibilidad de conocer aquello que tendría para decir la otredad que los propios esquemas representados por San Agustín, por un lado, y el empirismo de matriz inductivista simple ya referido, por el otro. Ello desde que, como se señalara, en el caso del primero, el recurso a la otredad (en tanto ésta no fuera tributaria al logos del dogma católico) devendría en irrelevantemente réprobo, mientras que, para el segundo, tal y como sostiene Bárcenas, tal alteridad constituiría un componente insoslayablemente necesario de toda experiencia reflexiva.
En efecto: en la medida de que el apelar al universo de los sentidos (horizontal e imparcialmente dosificado entre todos los hombres) suponga ser un presupuesto necesario para la producción del conocimiento, comulgar con tal recurso cognoscente importará, de suyo, la imposibilidad de asignar una jerarquización a nuestras fuentes epistémicas en función del prestigio, poder o ascendiente de quien haga uso de estas. Por ende, y en tanto el fin último de tal ejercicio sea proveer al desarrollo de nuestros saberes, devendría en razonable sostener que escuchar a la alteridad será inexcusablemente provechoso.
En definitiva, los esquemas de Newton y San Agustín encarnan programas y estrategias antitéticas respecto a los modos de aprehender y comprender la realidad tanto ideal como sensible. En el caso del canon del mentado teólogo, santo y filósofo, la premisa metodológica inicial predicaría, tal y como se reseñará, que no solo no se debería confiar en los sentidos, sino que a su vez debería prescindirse de las impresiones que los mismos nos deparasen en la medida de que estas últimas no fuesen tributarias al logos que informara a la cosmogonía cristiana. En las antípodas de tal esquema, el modelo empirista de inducción simple sostendrá la necesidad de hacer descansar el desarrollo teórico sobre aquello que se advirtiera en función del ejercicio –democrática e igualitariamente distribuido entre todos los hombres– de tales sentidos.
De conformidad a lo hasta aquí suscrito podría, por lo tanto, invocarse una relación de directa proporcionalidad: existirían buenas razones para sugerir que, a mayor deferencia hacia los postulados de la alteridad, más cognitivamente fiable habrá de resultar un esquema de representación de la realidad. Ello en la medida de que se asuma como válida la premisa conforme la cual todo sistema de conocimiento se vería vigorizado en función de munirse el mismo, en virtud de lo precedentemente suscripto, de la garantía de imparcialidad que es susceptible de encontrarse en el recurso a la alteridad (Habermas, 1996). Silogismo mediante, por ende, puede concluirse que el fundamento último de la solidez epistémica de nuestras representaciones de la realidad no descansa en la dogmática confianza que pueda predicarse en función de provenir éstas de nuestra comunidad de pertenencia, sino en la aptitud de poder trascender, otredad mediante, las limitadas condiciones de posibilidad cognitivas que tal corporación de sentido ofrece.
Consecuentemente, en tanto inescindible implicancia de la tesis precedente, podría sostenerse que disciplinas como las Relaciones Internacionales, cuyo capital hermenéutico se filia en la premisa de entender a cada sujeto y comunidad como epistémicamente valioso (Halliday, 1994), podrían llegar a prevalecer respecto a aquellos otros campos del conocimiento que, en tanto no requieran necesariamente de apelar a tal otredad, habrán de depender de estructuras cognitivas tal vez más conservadoras o limitadas. Arquetipo de estas últimas podría ser aquella identificada por Pettigrew (2013), quien referiría que la perspectiva individual, al guiar las acciones del investigador, daría cuenta, exclusivamente, de su propia representación del mundo, representación a la cual este último, en virtud de tal solipsismo, no podría sino otorgarle el valor epistémico de la precisión (p. 145).
En definitiva, merced al carácter inquisitivamente democratizante de aquel esquema que entienda como intrínsecamente provechoso el aporte de la alteridad, y dada la condición de saberse los integrantes del grupo que constituye a tal alteridad tributarios de un valor epistémico propio, podría concluirse que aquellos paradigmas que se estructuran sobre tal reconocimiento hacia la diferencia habrán de granjearse un mayor apoyo y reconocimiento que aquellos que repudien o permanezcan indiferentes en relación a los aportes de tal otredad. Esta última tesis, que podría dar lugar a pensar que las Relaciones Internacionales podrían complementar a terceras otras ciencias sociales como medio para estudiar a la alteridad (justamente en función de la deferencia epistémica que desde tal disciplina se practicaría hacia esta última) no constituye el objeto de análisis del presente artículo, más podría ser examinada en ulteriores investigaciones. Por el momento, tal postulado debe ser entendido, simplemente, como una presunción que, en cuanto tal, no debería desviarnos de la materia principal de debate del presente trabajo. Al ponderado y reflexivo análisis de ésta se abocará la siguiente sección de este artículo.
Relaciones Internacionales y contextos de justificación normativa: un bis in idem a los fines de la superación epistémica de terceras ciencias sociales.
Tal y como se refiriera a lo largo de las secciones precedentes, la presente investigación sostiene que una disciplina como las Relaciones Internacionales, en tanto estructure su propio logos en función del estudio de las tesituras e ideas de la otredad cultural y política (Walker, 1993) podría eventualmente ser entendida como más solidaria al desarrollo epistémico que terceros campos del conocimiento. En este sentido podría sostenerse, incluso, que la mentada ciencia resultaría ser inmanentemente superadora de ciertas corrientes propias de determinadas materias que, contra-intuitivamente a sus fines pretendidamente declarados, usualmente se abocan a un examen de la alteridad a partir, exclusivamente, de sus insulares y herméticas perspectivas, representaciones e ideaciones.
Huelga referir, en el punto, que, si bien no son de suyo representativas de la totalidad de las escuelas o doctrinas de sus respectivas disciplinas, la antropología simbólica que, en virtud de tal solipsismo adolece “de falta de consistencia, claridad, precisión y rigor” (Álvarez Pedrosian, 2010, p. 111), pero también la propia sociología anquilosadamente quietista que Wright Mills (1964) denunciara en la Imaginación Sociológica (1961) podrían, entre otras, ser considerados arquetipos de un tal caso. Es conducente referir, en el punto, que la mentada crítica a tal vertiente antropológica simbólica no remite, tal y como podría pensarse, a un análisis etnográfico distante en el tiempo y el espacio, más propio de los anales de tal disciplina que de la contemporaneidad de sus estudios. En efecto, (Batalla 1991) sostendría, no hace tanto tiempo atrás, que el hecho de que el campo de análisis de tal corriente antropológica haya variado de la alteridad de otros pueblos (generalmente no occidentales) hacia grupos específios como determinadas comunidades urbanas, religiosas o nacionales, no obsta a que tal escuela antropológica pueda eventualmente seguir pecando de los mismos déficits metodológicos y hermenéuticos que desde antaño sobrellevara a la hora de examinar a la alteridad. Al decir del mentado investigador (1991):
Creo que [en lo relativo al estudio de la otredad] hay un punto que también es un reto (…), al estar entendiendo a los que han sido nuestros sujetos tradicionales de observación, de investigación, ubicados ahora, por lo menos parte de ellos, en contextos radicalmente distintos de los que la tradición que [la referida corriente antropológica] supo identificar y conocer. Es decir, hay muchos elementos conceptuales que no nos ayudan mucho a entender este nuevo tipo de situaciones (p. 7)
De este modo, aquellos campos del conocimiento que eventualmente comulgaran con el mentado insularismo cognoscente serían metodológicamente superados por la propia disciplina de las Relaciones Internacionales, desde que esta última construiría una heurística de la otredad:
(…) no sólo a los fines únicamente de optimizar de modo inmediato la situación de todo sujeto en relación con su entorno externo, sino también para mejorar su estatus cognitivo […lo que supondría, a su vez, que] tal acción epistémica busque modificar [positivamente] el modo en el que todo agente evalúa determinada información (Kirsh & Maglio, 1994, p. 541-542)
En la lectura deliberativamente constructivista que se glosa, la ciencia de las Relaciones Internacionales proveería a un debate amplio e incondicionado sobre los modelos, razones y pretensiones de verdad que eventualmente pueda articular la alteridad. Merced al constructivismo epistemológico que tal campo de estudios de suyo supondría podría manifestarse, por tanto, la así mentada “hermenéutica dialógica” acuñada por Gadamer (2004), conforme la cual, en la brillante síntesis de Velasco Castro y Alonsp de González (2009).
(…) la vida humana sólo encuentra su espacio propio en lo dialogal, puesto que la experiencia del mundo es dialógica, la experiencia del conocer es dialógica y la experiencia de la interacción es también, necesariamente, dialógica. Y no sólo eso, la verdad sería necesariamente intersubjetiva: se genera sólo entre sujetos y además trasciende a los sujetos, develándose progresivamente mediante la interacción entre los sujetos (…) la experiencia viene a tener la estructura de la pregunta, de donde surge el diálogo de modo natural en la experiencia del conocer y del interpretar, lo cual lo remite también al modelo socrático. (p. 104)
La elección de tal sumario de las ideas de Gadamer no es en modo alguno circunstancial. En el logos de las ideas del filósofo germano, la existencia de tal “verdad intersubjetiva” ha de ser concebida en términos de una condición inherente y por demás inescindible de la propia experiencia de la vida humana, por lo cual podría alegarse que su puesta en práctica no requeriría de resguardos, garantías o condiciones especiales a tal fin. Ello desde que, en definitiva, para el autor de La herencia de Europa, la posibilidad de conocer tal “verdad intersubjetiva” constituiría una deriva natural o espontánea de la vida en comunidad.
En este sentido, difícilmente podría cuestionarse la premisa conforme la cual para la disciplina de las Relaciones Internacionales tal “verdad intersubjetiva” no supondría ser una implicancia de la vida en comunidad en tanto tal campo de estudios requeriría, como se comentará, del necesario examen de las representaciones de la realidad de terceros grupos y agregaciones humanas. Aun así, tal presunción podría ser equívoca en tanto exorbitantemente conservadora. Y es que, en definitiva, tal ciencia no solo no podría ser entendida si la misma prescindiera del examen de la alteridad, sino que, a su vez, tampoco podría concebirse de renunciarse al análisis de los modos en los que analizamos tal otredad. En otras palabras: tal campo científico no solo requeriría estudiar a terceros colectivos y, en general, culturas, sino también analizar la propia retórica y hermenéutica a los que apelamos a la hora de abocarnos al primero de tales ejercicios.
En efecto, la mentada se trata de una ciencia cuyo propio espíritu no sólo resultaría ser tributario al examen de las “variables identitarias […de] sus análisis con el objetivo de deconstruir los discursos que construyen la otredad” (Estébanez Gómez & Martini, 2015, p. 7) sino también a la dialéctica que da cuenta de la propia condición de tal “otredad” a partir de la crítica de la “lógica de poder y de subordinación de «unas» personas sobre las «otras», [lo que explica…] la construcción del «otro» desde la visión de quien ostenta la posición privilegiada a partir del conocimiento” (Chávez & Contreras, 2021, p. 162). Resulta evidente, por lo tanto, que para las Relaciones Internacionales el recurso a tal “verdad intersubjetiva” podría representar una condición no sólo provechosa, sino también epistémicamente irrenunciable. Por lo tanto, en cuanto tal, la materia sub examine se estructuraría en función de un “contexto institucionalizado” intrínsecamente más solidario al desarrollo de una heurística de tal otredad que, tal y como se comentara, asignaturas que de modo artificioso tradicionalmente se presentaran como pretendidamente tributarias a tal telos.
En términos prácticos tal condición se explicaría merced al hecho de que la disciplina bajo análisis es susceptible de ser entendida no sólo en función del efectivo ejercicio de una “interacción comunicativa” con tal alteridad, sino también a partir de la necesidad metodológica que una ciencia de lo complejo, diverso y ecuménico (Buzan & Acharya, 2021), de suyo, supone. Tal dual condición sería, en definitiva, el producto de una relación cognitivamente estructurada a partir del uso que un “sujeto epistémico […que en función de la consideración del dictum de la otredad] construye su propia realidad social” (Teubner, 2002, p. 537), haga de un “contexto de prácticas (…) institucionales [, contexto que] está, por consiguiente, mediado siempre por reglas” (Vega, 2007, p. 166). En este orden de ideas, podría practicarse una distinción sutil, aunque relevante: el sentido epistemológicamente constructivista de las Relaciones Internacionales comprendería, por ende, una faz tanto sustantiva (aquella tributaria al ideal de imparcialidad que necesariamente supone considerarse por parte de tal “sujeto epistémico” las tesis de la otredad) como adjetiva, de carácter procedimental (aquella favorable al “contexto de prácticas” por medio de las que se instrumenta la puesta en práctica, en cuanto “regla”, de tal ideal). Previamente a concluirse este punto, aquí resulta preciso establecer una distinción epistemológica fundamental entre dos clases de interpretaciones de nuestros saberes. Una teoría constructivista del conocimiento puede ser definida como aquella para la cual cualquier trato con la realidad es de carácter interpretativo, por cuanto acontece siempre en el contexto de prácticas sociales institucionales y está, por consiguiente, mediado siempre por reglas. Incluso cuando hablamos de hechos y fenómenos naturales o impersonales, que no consisten en prácticas culturales, su conocimiento de todos modos implicará interpretaciones realizadas desde operaciones prácticas que comportan reconstrucciones y transformaciones artificiales de los hechos y fenómenos a través de aparatos, lenguajes técnicos, formulaciones teóricas, paradigmas y consensos de la comunidad científica organizada institucionalmente. (Vega, 2007, p. 166).
Será, por tanto, la simultánea concurrencia de ambas condiciones la que habrá de explicar por qué se hiciera alusión, precedentemente, a la eventual superioridad epistémica que una ciencia como las Relaciones Internacionales puede invocar, en cuanto tal, en relación con corrientes de terceras disciplinas que, incluso, podrían estructurar su alegada o pretendida identidad o razón de ser en función del estudio de la alteridad. A los efectos de graficar un tal extremo no se requiere de un ejercicio de imaginación especulativa muy profundo. Por el contrario, puede tomarse, por caso, el ejemplo que Dobbert (1990) brindara con relación a la dinámica de participación, adscripción comunitaria y enfrentamiento entre diversas facciones profesionales en un congreso de sociólogos:
El patrón más general es el relativo a dos grupos de sociólogos abocados, cada uno, a sus propios trabajos, ligeramente conscientes e irritados por la presencia del otro grupo, refiriéndose cada corporación a la restante con humor, sarcasmo y ridiculizando su metodología. Cada una de tales agrupaciones tiene sus “padres y madres fundadoras” y sus hitos históricos. Cada uno posee su propia epistemología. Cada uno forma sus propias organizaciones profesionales, publica sus propios libros y revistas académicas y otorga sus respectivos reconocimientos. Ambos forman parte de un pequeño conjunto de organizaciones, pero, cuando la totalidad de los integrantes de la mentada corporación científica se reúne, los miembros de ambas fracciones rápidamente se desplazan hacia sus propias esquinas en el salón de la conferencia. (p. 288)
Resulta ostensible que difícilmente podría concluirse que la celebración de un congreso, jornada o simposio no provea, entre sus declamados o confesos, explícitos o implícitos fines, al desarrollo del conocimiento de una determinada materia. Sin embargo, y tal y como Dobbert sostuviera, es plausible que tal objetivo quede trunco, merced al insularismo teorizante que determinan las prácticas de la generalidad de los sociólogos sometidos a la adversarial dinámica de difusión y reconocimiento académico que habrá de regir el encuentro de referencia.
En tal caso, los costos que la puesta en práctica de una “interacción comunicativa” con una tercera comunidad de sociólogos, en la medida de que esta fuese interpretada como susceptible de cuestionar la autoridad epistémica de las propias elites y de los “padres y madres fundadoras” que conforman a cada una de las corporaciones de tal disciplina, podrían ser onerosamente altos. En efecto, y tal y como sostuviera otrora Durkheim (1984), la razón funcional de las sanciones públicas instrumentadas en el seno de corporaciones como la mentada no sería tributaria a corregir al rebelde, sino advertir, a la pluralidad de los miembros de tal colectivo, sobre las implicancias de horadar la frontera entre el comportamiento prescrito y el proscrito.
A diferencia de tal supuesto, en la medida de que las Relaciones Internacionales hagan del examen y del diálogo para con tal alteridad el propio telos inmanente a sus prácticas y desarrollo cognoscente, la censura que se practicaría entre los sociólogos de referencia se traduciría, inevitablemente, en aquella causa que explicaría el eventual menor desarrollo de tal disciplina en relación con la primera. Cual extraña paradoja de autosugestión, por lo tanto, en el campo de estudios de las Relaciones Internacionales, aquellos valores tributarios al desplazamiento de la frontera del conocimiento de la propia comunidad de sentido requerirían, a diferencia de lo que sucedería en terceras ciencias sociales, del auxilio de aquel que, en puridad, no solo no formase parte, sino que, –aún más– no necesariamente pudiera eventualmente comulgar, en cuanto alteridad, con la propia episteme de las comunidades epistémicas hegemónicas al interior de esta última. Volviéndose sobre el trabajo de Dobbert, tal alteridad podría ser entendida para la disciplina de las Relaciones Internacionales como aquella conformada, incluso, por los internacionalistas que comulgaran con terceros modos de ver y entender el mundo desde que, en definitiva, y al decir de Sarquis (2002), el campo de estudios de referencia se filia, ontológicamente, en el examen de aquello que tiene para decir la otredad.
4.- CONCLUSIONES
En contextos como el mentado, una disciplina como las Relaciones Internacionales podría eventualmente ser entendida como una práctica cognitivamente provechosa o conducente, desde que ésta regularía las condiciones necesarias a los efectos de trascender el universo de representaciones del propio paradigma del que se parte, en la inteligencia de que no resultaría plausible el desarrollo de la materia sin un amplio y sincero debate (verbigracia, en los términos de Gadamer) con la alteridad.
El presente trabajo, por otro lado, sostuvo que la materia sub examine comulgaría con un estándar en mayor medida epistémicamente deferente respecto a la consideración y estudio de la alteridad que el de ciertas vertientes o escuelas de terceros campos del conocimiento. Tal y como se comentara en el propio trabajo, tal aserción no puede predicarse de modo indeterminado o genérico respecto a terceras disciplinas, sino, en concreto, para ciertas vertientes de estas últimas, cual, verbigracia, la antropología simbólica. Ello desde que esta última, tal y como se acreditara, al carecer de un rigor metodológico básico, no lograría hacer del estudio de la otredad la premisa de la cual parten, en una extensa pluralidad de supuestos, los trabajos de la disciplina de las Relaciones Internacionales.
En conclusión, este artículo ha promovido una lectura contestataria a aquellas otras que entienden a tal campo de estudios como un medio para el nudamente descriptivista examen de la organización social, política, económica y cultural de una comunidad global.
En tal orden de ideas, si bien es razonable sostener que “desde antaño se predica a la alteridad como nota significante” (Buscardi, 2005, p. 43) de disciplinas como la presente, en tanto la consideración de la alteridad sea entendida como una condición necesaria a los efectos de “regula[r aquellas] conductas con repercusiones en el entorno social” (Durán y Lalaguna, 1997, p. 50), el presente opúsculo abrazó la premisa conforme la cual la consideración de tal otredad deviene en especialmente relevante en aquellos supuestos en los cuales hayan de enfrentarse paradigmas indisolublemente antitéticos y, por demás, aparentemente irreconciliables.
En circunstancias como la descripta, la disciplina de las Relaciones Internacionales, en tanto cultura y praxis epistémica, no habrá de ser entendida a partir de definición filiada en su capacidad o potencia de examinar –o incluso ordenar– la mentada vida social o el conflicto humano. Por el contrario, tal campo de estudios deberá de ser considerado cual un medio para analizar las consideraciones de la alteridad de un modo mucho más imparcial y acabado, tanto procedimental como normativamente, que aquellas especialidades, contextos o entornos habitualmente presentados como arquetípica y tradicionalmente solidarios a un tal fin.
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Notas de autor