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Cuando la estabilidad no es necesariamente buena. Notas del sistema de partidos chileno en los años previos al estallido social
When stability is not necessarily good. Notes on the Chilean party system in the years Leading up to the social outbreak
Revista Política, Globalidad y Ciudadanía, vol. 10, núm. 20, pp. 121-134, 2024
Universidad Autónoma de Nuevo León

Artículos



Recepción: 29 Marzo 2024

Aprobación: 19 Junio 2024

Publicación: 30 Junio 2024

DOI: https://doi.org/10.29105/rpgyc10.20-322

Resumen: El presente artículo se propuso analizar si se pudiera considerar institucionalizado el sistema de partidos en Chile para después estudiar su evolución desde 2006 hasta 2019. Se buscó entonces dar otra perspectiva sobre la estabilidad que caracterizó al sistema partidario chileno, ya que los alineamientos coalicionales que se dieron en los años de la dictadura impactaron en las dinámicas de competición del sistema de partidos post-transicional. Durante tres décadas, el panorama político estuvo dominado por el bloque de la centroizquierda concertacionista y el bloque de la derecha. Por ello, este artículo realizó una revisión de la literatura detallada y especializada en el caso chileno. Lo que se determinó es que, si bien existía una alta estabilidad, un aspecto relevante en lo que concierne a la categorización de un sistema institucionalizado, la ciudadanía se iba distanciando de la política institucional al sentir que no respondía a sus demandas. Había perdido la capacidad de permear en la ciudadanía. Así pues, a finales de 2019 Chile vivió el estallido social, uno de los principales hitos de la historia reciente del país, que significó la materialización del desacople total entre la élite política y la ciudadanía.

Palabras clave: Chile, desacople, estabilidad, institucionalización, sistema de partidos.

Abstract: This paper set out to analyze whether the party system in Chile could be considered institutionalized and then to study its evolution from 2006 to 2019. It then sought to give another perspective on the stability that characterized the Chilean party system, since the coalitional alignments that occurred in the years of the dictatorship impacted the competitive dynamics of the post-transitional party system. For three decades, the political landscape was dominated by the center-left Concertación bloc and the right-wing bloc. Therefore, this paper conducted a detailed and specialized literature review on the Chilean case. What was determined is that although there was a high degree of stability, a relevant aspect in terms of the categorization of an institutionalized system, the citizenry was distancing itself from institutional politics because it felt that it did not respond to its demands. It had lost the capacity to permeate the citizenry. Thus, at the end of 2019 Chile experienced the social outburst, one of the main milestones in the recent history of the country, which meant the materialization of the total disengagement between the political elite and the citizenry.

Keywords: Chile, decoupling, institutionalisation, party system, stability.

1.- INTRODUCCIÓN

Los partidos políticos, de acuerdo con Tironi (1990), fueron los grandes directores de la transición democrática en Chile, los encargados de movilizar a la población contra un régimen que había llegado al poder a través de un golpe de Estado. Esas movilizaciones se realizaron en base a objetivos político-institucionales, más que a objetivos económico-sociales. Por tanto, un punto importante de cara al futuro de la democracia chilena serían las transformaciones experimentadas por su sistema de partidos (Tironi, 1990).

Hasta 2005, sin embargo, el sistema partidario chileno continuaba dominado por las dos coaliciones que emergieron tras el fin del régimen autoritario. Por un lado, la gobernante Concertación de Partidos por la Democracia que integraba a formaciones de centroizquierda como el Partido Demócrata Cristiano (PDC), el Partido Por la Democracia (PPD) y el Partido Socialista (PS). Por otro lado, la opositora Alianza por Chile, previamente conocida bajo el nombre Democracia y Progreso, que era la unión de las organizaciones partidarias de derechas, principalmente la Unión Demócrata Independiente (UDI) y Renovación Nacional (RN).

Pese a que la reforma constitucional de 2005 terminaba con una parte destacada de los enclaves autoritarios y además era un acuerdo que involucraba a gobierno y oposición, las instituciones del país presentaban unos bajos niveles de legitimidad por parte de la ciudadanía. Así, la victoria presidencial de la socialista Michelle Bachelet generó una gran expectativa en la sociedad debido a los importantes cambios institucionales que prometía (Acevedo et al., 2016). Se daba inicio al famoso «gobierno ciudadano» (Mardones, 2007). Sin embargo, la «Revolución pingüina», una movilización social sin precedentes hasta ese momento (Somma y Medel, 2017), fue un indicador crucial para mostrar las limitaciones existentes para un gobierno como el de Bachelet que prometía cambio (Donoso, 2013). Esta época estuvo marcada por una «revolución silenciosa» en el sistema político chileno, es decir, la brecha de los votantes y los partidos se compaginaba con una alta institucionalización partidaria (Luna, 2008).

El presente artículo a través de una revisión de la literatura se propone primero analizar si se podría considerar institucionalizado el sistema de partidos en Chile y después investigar de forma más detallada su evolución desde 2006 hasta 2019, puesto que esa estabilidad que supuestamente lo caracterizaba se iba resquebrajando. Fueron años en los que quedaron palpables las grietas, los cuestionamientos y la insatisfacción de la ciudadanía con la forma de hacer política en el plano institucional. Después de dedicar unas breves líneas a la metodología, se realizará una revisión en torno a la conceptualización de sistema de partido institucionalizado y la discusión que abrieron diferentes politólogos en torno a su traslación al caso de Chile. La siguiente parte del trabajo se dedicará al estudio del sistema partidario chileno a lo largo de trece años. Para su evolución, se considerará lo ocurrido en las cuatro elecciones parlamentarias que se celebraron en el período de tiempo fijado (2005-2006, 2009, 2013 y 2017). También se contemplará los comicios presidenciales, dado que las dinámicas que se generan en el contexto de estos procesos electorales han tenido un impacto en las actitudes de los partidos a la hora de enfrentar las elecciones legislativas (Bunker, 2018). Por último, las conclusiones se centrarán en comprender en qué manera el sistema de partidos fue uno de los causantes de la emergencia del estallido social de 2019. Esto es, la tesis es que el estallido no fue algo abrupto, sino que fue una acumulación de descontento que emanó de una variedad de ámbitos.

2.-MÉTODO

Este artículo se basará en una revisión de la literatura detallada y especializada. Por un lado, el análisis de la literatura estará enfocada en presentar la conceptualización que realizaron Mainwaring y Scully (1996) referente al sistema de partidos institucionalizado con el objetivo de analizar esta materia en perspectiva comparada, es decir, entre los países de América Latina. Igualmente, se contemplarán los trabajos de politólogos especialistas en Chile y la discusión que abrieron en torno a la conceptualización ya señalada para el caso de este país. Por otro, el estudio de la evolución del sistema partidario en los años previos al estallido social (2006-2019) se apoyará en diversos artículos científicos, libros y capítulos de obras para conocer sus respectivos análisis a fin de captar el progresivo desacople entre las élites políticas y la ciudadanía. El lapso de trece años que abarca la investigación permitirá comprender que la estabilidad que imperó se encontraba atravesada por dinámicas de competición que se remontaban a la época de la transición democrática.

3.-FUNDAMENTO TEÓRICO

¿Un sistema de partidos institucionalizado?

En el estudio de los sistemas de partidos, existen una variedad de enfoques a la hora de clasificarlos. El criterio tradicional para ello ha sido el número de partidos en competencia, el cual fue popularizado por Maurice Duverger, pero también otros politólogos como Robert Dahl, Jean Blodel o Stein Rokkan han empleado parámetros diferentes con la intención de crear su propia tipología de los sistemas de partidos. Ahora bien, la clasificación de Giovanni Sartori ha sido la más útil e importante al incluir el número de partidos y de igual modo la distancia ideológica que separa a los partidos del sistema, pudiéndose distinguir la competencia interpartidaria y la competencia por el gobierno (Mair y Casal Bértoa, 2015).

Mainwaring y Scully (1996), por su parte, consideraron que para el análisis comparado de los sistemas de partidos latinoamericanos los criterios establecidos al respecto no eran lo más pertinentes. Por ello, estos autores se enfocaron en la noción de institucionalización del sistema de partidos y sus consecuencias. Las condiciones que han de cumplirse para indicar que un sistema de partidos esté institucionalizado son cuatro: la estabilidad en las normas y en la naturaleza de la competencia interpartidaria; el arraigamiento sostenido de los partidos políticos en la sociedad; una legitimidad por parte de los actores políticos al proceso electoral y a los partidos; y las organizaciones partidarias son relevantes (Mainwaring y Scully, 1996). Esto es, relacionaban la institucionalización con ciertos rasgos afines a la estabilidad (Piñeiro y Rosenblatt, 2018).

De este modo, de los doce casos estudiados por tales autores, Chile aparecía como un país con partidos fuertes a nivel comparado y un sistema de partidos bien estructurado. Por tanto, era una de las naciones latinoamericanas que disponía de un sistema de partidos institucionalizado, lo que permitía entonces su consolidación democrática (Mainwaring y Scully, 1996).

Como reconocen Kitschelt et al. (2010), el trabajo de Mainwaring y Scully ha sido probablemente la obra más citada en lo que respecta a los sistemas de partidos latinoamericanos, suponiendo un primer avance para poder analizar el estado en el que se hallaba esta cuestión. Yendo más allá de los reconocimientos, también se pudieron observar con el paso de los años ciertas inconsistencias en el concepto de sistema de partidos institucionalizado como en las conclusiones a las que llegaron en algunos de los casos analizados.

Así pues, para Luna y Altman (2011), la limitación del concepto sistema de partidos institucionalizado ha sido doble: su estructura debería ser teóricamente reexaminada, y los indicadores empíricos empleados serían incompletos. De este modo, se apoyaron en el caso chileno para revisar la evolución de las dimensiones que componen dicho concepto. Estos autores, al encontrar que el sistema de partido no estaba alto en ninguno de los criterios, apuntaron que Chile era una combinación de unos muy bajos niveles de volatilidad con bajos niveles de arraigo y legitimidad en la sociedad. En resumen, un sistema de partidos estable pero desarraigado (Luna y Altman, 2011).

De hecho, los dos asuntos que reflejaban con claridad el estado de crisis del sistema de partidos de Chile serían: la participación electoral y la legitimidad/centralidad de la política (Luna y Rosenblatt, 2012). El sistema de partidos chileno se hallaba en una situación paradójica porque pese a esa brecha en aumento entre el electorado y los partidos, se mantenía fuerte en la reproducción de lealtades electorales por su baja volatilidad. Con todo, la continuación por esta misma senda llevaría a un debilitamiento cada vez mayor de las organizaciones partidarias (Luna, 2008).

En un artículo de 2015, por ende, Altman y Luna insistían en su desacuerdo con la identificación de Chile como un ejemplo de alta institucionalización y una excepción en la región. Al considerar las similitudes que tenía con el caso brasileño, se basaron en la definición de sistema de partidos «hidropónico» de Zucco (2010) para aplicarlo a Chile. La tesis es que aun con una estabilidad en aumento, no existían unas raíces establecidas con los votantes. Entonces el sistema partidario chileno estaría padeciendo un proceso de desinstucionalización. El sistema electoral binominal produjo una estabilidad en el ámbito de la élite, pero también funcionó como un desincentivada para involucrar al resto de la sociedad, impidiendo que el sistema de partidos dispusiese de la capacidad de adaptación. Por consiguiente, en ocasiones la estabilidad no tiene por qué ser buena (Altman y Luna, 2015).

Más recientemente, Piñeiro y Rosenblatt (2018) insistieron también en el planteamiento incompleto del concepto de sistema de partidos institucionalizado que desarrollaron en un principio los mencionados Mainwaring y Scully. En su reconceptualización del término, añadieron la noción de incorporación, la habilidad de los sistemas de partidos para dar respuesta a los desafíos sociales y económicos. La institucionalización estaría compuesta por la estabilidad como la adaptabilidad. En ese sentido, el Chile previo a la reforma electoral de 2015 aparecería como uno de los países con un sistema de partidos «osificado» por combinar altos niveles de estabilidad con bajos niveles de incorporación de las demandas e intereses sociales. El país andino, en base a las medidas construidas, recibió su puntuación más baja en 1995 y la mejor en 2015. Sin embargo, la baja participación ha penalizado a un sistema que ya sufría de barreras de inclusión. Por ello, aunque haya incrementado el nivel de institucionalización de su sistema de partidos, nunca alcanzaría las altas puntuaciones logradas por otros países de la región como Uruguay (Piñeiro y Rosenblatt, 2018).

De la estabilidad a la «muerte lenta» del sistema de partidos chileno

Las características históricas del sistema de partidos de Chile llevaron a algunos politólogos a identificar similitudes con los existentes en los países europeos (Mainwaring y Scully, 1996). De acuerdo con Luna (2008), las características del sistema tradicional chileno serían las siguientes: una excepcionalidad en la región por la temprana estructuración en base al clivaje clerical-secular y el socioeconómico; los partidos políticos se configuraron en potentes pilares organizacionales; y la existencia de nexos no programáticos entre partidos y ciudadanos durante el sistema pre-autoritario. No obstante, con estos tres elementos, que entrañaría identificar el sistema tradicional chileno como «congelado» siguiendo el marco analítico de Seymour M. Lipset y Stein Rokkan, la descripción sería incompleta. Entonces las otras características que completarían tal caracterización serían: altos niveles de competitividad y alternancia partidaria; bases sociales de los partidos más heterogéneas y volátiles de lo que se suele pensar comúnmente; y tendencia a la baja de la participación en la etapa previa a 1973 debido a las importantes limitaciones de sufragio que había (Luna, 2008).

Así, focalizando en el sistema de partidos post-transicional, el país entró en una paradoja por lo que se mencionó con anterioridad, es decir, un sistema a nivel electoral estable e institucionalizado y con un endeble arraigamiento en la ciudadanía. La explicación con más consistencia para Luna (2008) es que fue resultado de cambios en los esquemas de vinculación entre partidos y votantes que se dieron en la etapa posterior a 1990. La continuidad del sistema chileno era más aparente que real. Lo que marcó el fin de la coyuntura política de los tres tercios fue la división que hubo en el plebiscito de 1988. Se materializó la fisura autoritarismo-democracia, generando un sistema bipolar dominado por dos «macro-partidos» (Tironi y Agüero, 1999).

La coyuntura crítica que vivió el país bajo régimen militar con la definición de un nuevo modelo económico orientado al mercado generó una conjunción de cambios y continuidades al interior del sistema partidario. La distribución organizativa cambió con la consolidación de RN y la UDI como las dos principales formaciones de la derecha y la creación de un nuevo partido laico de centro-izquierda, el PPD. Al mismo tiempo, a pesar de que los realineamientos electorales y coalicionales transformaron la dinámica competitiva, existía una continuidad organizativa por medio del PDC, el PS y el Partido Comunista (PC). Este nuevo realineamiento competitivo se configuró a partir de dos bloques sociopolíticos, el de la derecha y el de la centroizquierda (sin incluir al PC). Al final la coyuntura crítica de Chile concluyó con la confirmación electoral de 1993 de los alineamientos partidistas y programáticos que convergieron durante la transición democrática (Roberts, 2014; Rovira Kaltwasser, 2019).

En consecuencia, por cómo se llevó a cabo la transición, las élites políticas se vieron favorecidas y de esta forma la reestructuración del sistema de partidos se produjo desde arriba. En tanto, las élites partidistas de la oposición democrática, armonizadas bajo la Concertación, optaron por reforzar el clivaje autoritarismo-democracia, despolitizando los temas relacionados a la clase social y la redistribución de la renta (Mainwaring y Torcal, 2003). Esto es, la dictadura hizo su parte para generar este realineamiento del sistema de partidos, pero desde los grupos opositores asumieron esas condiciones de competencia.

A partir de aquí, entrados en el período de análisis que abarca el presente artículo, el sistema de partidos chileno sufrió nuevas mutaciones entre 2006 y 2019. La supuesta estabilidad electoral con el paso de los años fue dejando de ser tan clara, el clivaje post-transicional autoritarismo-democracia fue perdiendo fuerza y el descontento social con la forma de hacer política en el plano institucional fue poniéndose cada vez más de relieve

Una relativa calma

El año 2006 en Chile iniciaba con la victoria de la socialista Michelle Bachelet ante el derechista Sebastián Piñera en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. La Concertación continuaba manteniendo la presidencia del país. Sin embargo, después de la asunción de Bachelet, este primer año estuvo marcado por un clima social caldeado. En la cuestión de la educación se podría decir que es donde más se notó. El movimiento pingüino que surgió en este tiempo llegó a congregar a miles de estudiantes para protestar por el rumbo que estaba tomando el modelo educativo. Puso de relieve las posturas ambivalentes de la Concertación en relación con la exigencia de reformas estructurales en el ámbito de la educación (Altman, 2006; Mardones, 2007; Donoso, 2013, 2017).

En el plano del sistema de partidos, de todos modos, se percibía una relativa estabilidad. El Congreso que comenzaba en 2006 se había renovado en los comicios de diciembre de 2005 con la elección de la totalidad de asientos de la Cámara de Diputados, los cuales se repartían en 60 distritos electorales, y en el Senado los correspondientes a 10 de las 18 circunscripciones. Entonces los mayores crecimientos en el número de diputados como de senadores fueron para el partido de la nueva presidenta, el Partido Socialista, mientras que la Democracia Cristiana no tuvo un buen rendimiento, perdiendo legisladores en ambas cámaras. Eso sí, a nivel general, la Concertación revertía la tendencia decreciente en el número de asientos que obtenía en la Cámara de Diputados. Es decir, después de 1990 el porcentaje de diputados fue disminuyendo, pero en 2006 experimentó un nuevo aumento al conseguir el 54,2% (Mardones, 2007).

Además, en dicha legislatura que se inauguraba había una novedad respecto a la anterior y es que con la reforma constitucional de 2005 se eliminaron los «senadores institucionales», también llamados «senadores designados», una herencia de la dictadura que había estado presente entre 1990 y 2006 y que representaba el 20% del total del Senado (Mardones, 2007; Huneeus, 2014). Ahora bien, la otra herencia autoritaria que sí permaneció fue el sistema electoral binominal. Bajo el binominal ismo, los partidos y las coaliciones presentaban habitualmente dos candidatos por cada distrito (o circunscripción en caso del Senado) y cada votante elegía a un candidato. Al acumularse los votos por coalición y luego repartirse, los dos candidatos elegidos solían ser de la misma adscripción política, puesto que lo normal es que su partido o coalición duplicase (o más) a la organización que le seguía en el número de votos (Altman, 2008). Producía un fuerte sesgo a favor de la oposición y una exclusión sistemática de las terceras fuerzas. Junto con los senadores institucionales, el régimen militar se encargó de atar ciertas instituciones que estuviesen destinadas a reforzar la representación de los partidos de la derecha (Londregan, 2000; Altman, 2016).

En definitiva, en estos años predominaba una relativa calma en el sistema de partidos. La coalición gobernante, la Concertación, contaba con una gran holgura, por primera vez, a la hora de obtener mayorías en el Congreso, aunque sin la capacidad para realizar cambios profundos en diferentes materias sociales. La Alianza, mientras tanto, se veía favorecida por un sistema electoral que se diseñó durante la era pinochetista (Altman, 2006). Aun así, en el sistema político chileno se estaba dando una «revolución silenciosa» debido a un progresivo desacople entre las élites políticas y la sociedad (Luna, 2008).

Alternancia y movilización

Con las elecciones de 2009, se confirmó la alternancia con el triunfo de Sebastián Piñera, el candidato presidencial de la Alianza, suponiendo un hito importante desde la vuelta de la democracia. Esta vez la coalición de la derecha chilena optó por apoyar a un único candidato. En cambio, la Concertación, la cual se había caracterizado por una cooperación entre los partidos integrantes (Altman, 2006), enfrentó problemas de unidad. La alianza de partidos de centroizquierda, que estaba sufriendo una situación de desgaste, optó por presentar como su candidato al expresidente Eduardo Frei, una figura que no era capaz generar entusiasmo en la ciudadanía. Igualmente, en la primera vuelta, la candidatura concertacionista se vio en parte opacada por la campaña de Marco Enríquez-Ominami, quien se había desafiliado del Partido Socialista unos meses antes de las elecciones. Concurriendo como independiente, Enríquez-Ominami logró un sorprendente 20% de los votos, lo cual significaba para las formaciones políticas establecidas una advertencia del potencial de una candidatura antipartidaria (Luna y Mardones, 2010; Castiglioni, 2010).

Por ello, el gran cambio en el ciclo electoral del 2009 vino de la mano de las elecciones presidenciales, dado el predominio concertacionista que se había extendido por veinte años. Respecto a las parlamentarias, se caracterizó más bien por la continuidad de la competencia entre la Concertación y la Alianza. La única novedad fue la entrada en el Congreso del Partido Comunista con tres diputados (Toro y Luna, 2011). El denominado pacto contra la exclusión que firmaron la Concertación y Juntos Podemos terminó con los 37 años de ausencia de los comunistas a nivel legislativo (Castiglioni, 2010). Como describían Sergio Toro y Juan Pablo Luna (2011), el sistema partidario chileno se hallaba congelado en el terreno de la élite y más móvil a nivel de masas.

Pues bien, Bachelet terminó su presidencia consiguiendo recuperar su aprobación por parte de la ciudadanía después de un primer año de agitación marcado por la crisis de confianza pública. Sin embargo, no cumplió con la promesa del gobierno ciudadano al igual que tampoco pudo renovar el sistema electoral binominal (Luna y Mardones, 2010; Toro y Luna, 2011). La permanencia en el poder ocasionó en las élites partidarias concertacionistas un efecto de «cartelización» al desatender la organización y la movilización de sus bases (Tricot y Albala, 2018). Fueron años en los que se afianzó la tendencia a la desafección política (Castiglioni, 2010).

En tanto, durante el segundo año de gobierno de Piñera, en el 2011, se produjeron una efervescencia de movilizaciones ciudadanas. Unas protestas que fueron impulsadas en un principio por el movimiento estudiantil para pedir la gratuidad de la educación superior, pero que luego adoptaría otros reclamos relacionados con el medio ambiente, el género, la salud o las pensiones. Suponía la conjunción de un grueso de demandas que apuntaban a la redacción de una nueva Constitución que dejase atrás la de 1980 (Garretón, 2012; Mascareño et al., 2023). La «política de las calles» se extendió a nivel nacional en la medida que la tecnocrática «democracia de los acuerdos» presentaba señales de decadencia política a principios de la década de 2010. Pese a que ese ímpetu ciudadano se fue suavizando en los siguientes años, la necesidad de reformas de calado se convirtió en un asunto relevante de la campaña electoral del 2013 (Luna y Toro, 2013; Altman y Toro, 2016; Roberts, 2017).

La búsqueda de cambios

El nuevo ciclo electoral trajo la novedad de la celebración de las primarias para los cargos de elección popular (presidente, senador, diputado y alcalde), una normativa que había sido promulgada en noviembre de 2012. La Nueva Mayoría al igual que la Alianza nominaron a sus candidatos presidenciales mediante el mecanismo de las primarias. Por el lado de la Nueva Mayoría, la ex presidenta Bachelet se impuso con facilidad a los otros tres candidatos que se habían postulado a dichas primarias. Por la Alianza, el que fuera ministro de Economía durante parte del mandato presidencial de Piñera, Pablo Longueira (UDI), venció la contienda ante Andrés Allamand (RN). Sin embargo, dos semanas después de ser elegido, Longueira se tuvo que retirar por una depresión. Ante este escenario precipitado, se optó por la exministra del Trabajo, Evelyn Matthei (UDI), como la rival de Bachelet en las elecciones presidenciales (Castiglioni, 2014).

Las primarias presidenciales, en efecto, se celebraron el mismo día que las primarias parlamentarias de los candidatos a diputados, pero su impacto fue menor debido a que RN fue el único partido que las organizó. La Nueva Mayoría no llegó a tiempo para participar en estas primarias, algo que fue muy criticado, pero unos meses después llevaría a cabo unas primarias convencionales en las que participaron militantes de los partidos e independientes (Castiglioni, 2014).

Entonces lo ocurrido en las calles a partir de 2011 tuvo una traslación en la campaña de las elecciones de 2013. Entonces las demandas procedentes de la ciudadanía estuvieron muy presentes en la campaña de Bachelet, quien, además, buscó insertarlas en su agenda política. Le dio a su candidatura una imagen renovada, más fresca. Dichas estrategias propiciaron una victoria holgada de Nueva Mayoría en los comicios presidenciales y legislativos: Bachelet ganó con un alto margen a Matthei en la segunda vuelta, y en el Congreso se logró significativas mayorías tanto en la Cámara como en el Senado (Altman y Toro, 2016).

La Nueva Mayoría, con los resultados obtenidos en ambas Cámaras, disponía de los votos para aprobar las leyes simples y de quórum calificado por sí misma, pero no alcanzaba para producir reformas a las leyes orgánicas y las reformas constitucionales. Al final para estas cuestiones no podía dejar de lado a la oposición. De igual forma, tampoco podía obviar la entrada en el Congreso de un grupo de líderes estudiantiles y sociales, entre lo que se destacaba Camila Vallejo (PC), Giorgio Jackson (Revolución Democrática) o Gabriel Boric (independiente) (Castiglioni, 2014).

Por otro lado, una novedad adicional del 2013 tuvo que ver con la implementación del voto voluntario y la inscripción automática. El régimen de Pinochet había mantenido el sistema de voto obligatorio solo para aquellos ciudadanos que se hubiesen inscrito previamente. En los primeros años del retorno a la democracia, la participación fue relativamente alta, pero a finales de 1990 inició una tendencia a la baja. De esta manera, la iniciativa del cambio del voto obligatorio al voluntario fue impulsada en el gobierno de Ricardo Lagos y luego aprobada en el de Bachelet, aunque la promulgación como ley orgánico-constitucional se haría en el de Piñera (Garretón, 2012; Morales Quiroga y Contreras, 2017).

El nuevo sistema de voto, así pues, se estrenó en las elecciones municipales del 2012, quedando patente un notable abstencionismo (Castiglioni, 2014). La participación de las elecciones presidenciales y parlamentarias del 2013 siguió la misma tendencia. Hubo una caída abrupta con respecto a los comicios anteriores. Era palpable que tal cambio no logró resolver el problema de la participación, sino que más bien lo profundizó al aumentar la desmovilización de los electores (Gamboa, 2016; Toro, 2016). Además, esa actividad política ciudadana presentó momentos contradictorios porque mientras subía el número en las protestas iniciadas en 2011, en las elecciones celebradas en este tiempo se registró una bajada histórica en los niveles de participación (Toro y Mardones, 2016). Se imponía un clima de desafección con la política a nivel institucional y por tanto había un grueso nada desdeñable de la población chilena que optaba por otras formas de hacer política.

Por tanto, los cuatro años de gobierno de Bachelet iban a estar marcados fuertemente por esa agenda de reformas sustanciales que se comprometió a llevar a cabo tras ser la candidata vencedora en las elecciones presidenciales del 2013. En este contexto, durante su primer año, la modificación del sistema electoral fue uno de los principales ejes de reforma. La intención que tenían desde el gobierno al proponer el proyecto de ley que terminaba con el binominalismo era sobre todo aumentar tanto la igualdad en el voto como la capacidad de representación y la competitividad (Altman y Toro, 2016).

Debido a la mayoría de la Nueva Mayoría en ambas Cámaras, salió adelante esta reforma que promovía un sistema electoral más proporcional. Entonces el número de distritos de diputados disminuyó (de 60 a 28), se elevó el número de diputados (de 120 a 155) y de senadores (de 38 a 50), y se implantó un sistema de cuotas que favoreciese a una mayor representación de las mujeres. Se terminaba con uno de los últimos anclajes de la dictadura, el cual no se había modificado durante la reforma constitucional de 2005 por la resistencia de la derecha (Fuentes, 2017; Toro, 2016). La reforma empezaría a aplicarse con las elecciones de 2017.

Empero, ese primer impulso de reformas fue perdiendo fuerza en los siguientes años de la presidencia de Bachelet al emerger, entre otras cuestiones, casos de corrupción y tráfico de influencias que redireccionaban el curso de la agenda de gobierno (Altman y Toro, 2016). En el imaginario social, se intensificaba la percepción de que toda la clase política estaba más preocupada por su lucro personal, como perpetuadora de la desigualdad (Luna, 2016a). Sumando esto y el estreno del nuevo sistema electoral, se esperaba que el proceso electoral del 2017 supusiese una nueva configuración del sistema de partidos. Unos pronosticaban la vuelta a los tres tercios, semejante a la composición que existía previo al golpe de 1973, mientras que había otra parte que consideraba que el resultado sería un nuevo ordenamiento multipartidario en el que no hubiese ni grandes coaliciones ni partidos dominantes (Bunker, 2018).

El año previo al estallido

El segundo mandato presidencial de Bachelet terminó con unos niveles altos de desafección, desconfianza y frustración cívica. Las dos principales coaliciones chilenas, considerando igualmente a la Alianza (reconvertida en Chile Vamos), afrontaban un panorama político complejo (Altman y Castiglioni, 2018). El espacio de la Nueva Mayoría (en ese momento La Fuerza de la Mayoría) perdía a la Democracia Cristiana que se desprendía de la coalición de centroizquierda para establecerse como una alternativa de centro. Por la izquierda, se lanzó el Frente Amplio que era la unión de Revolución Democrática, el Movimiento Autonomista y un conjunto variado de organizaciones, pretendían ser una opción diferente al «duopolio». Por otro lado, Chile Vamos incorporaba al Partido Regionalista Independiente y al liberal Evolución Política a la alianza primigenia entre la UDI y RN (Luna y Rosenblatt, 2016; Cruz y Varetto, 2019).

De esta forma, las primarias, reguladas por la Ley electoral, solo fueron realizadas por Chile Vamos que eligió al expresidente Sebastián Piñera y por el Frente Amplio que optó por Beatriz Sánchez. La competencia presidencial en la primera vuelta fue entonces entre ocho candidatos. No se pudo vislumbrar un patrón de competencia rupturista, aunque sí una tendencia lenta hacia una dinámica distinta. No obstante, la elección del presidente tuvo que resolverse entre la dos coaliciones que habían dominado en los treinta últimos años: la Concertación-Nueva Mayoría y la Alianza-Chile Vamos. Así pues, aunque hubo una menor concentración del voto en los principales candidatos, Sebastián Piñera consiguió derrotar en segunda vuelta con una diferencia de casi diez puntos porcentuales a Alejandro Guillier, el candidato de La Fuerza de la Mayoría (Bunker, 2018; Cruz y Varetto, 2019).

Con respecto a los resultados de las elecciones parlamentarias, se dio paso a la emergencia de nuevas propuestas políticas que en el pasado por el sistema binominal habían estado invisibilizadas. El escenario dominado por dos grandes coaliciones terminó y emergió uno compuesto por tres (o cuatro) alianzas diferentes. Chile Vamos fue la coalición con mayor proporción parlamentaria, La Fuerza de la Mayoría perdió peso en el legislativo en parte debido a la salida de la Democracia Cristiana para presentarse por separado (Convergencia Democrática), y el Frente Amplio emergió como la tercera fuerza con mayor número de asientos. Por consiguiente, se estaba viviendo un proceso de cambio en el sistema partidario legislativo, generando una dinámica en el que los costos de negociación entre las fuerzas serían más altos (Toro y Valenzuela, 2018;Bunker, 2018; Cruz y Varetto, 2019).

A pesar de esos patrones de cambio que se vieron en tales comicios, la participación electoral continuó decreciendo al registrar ese año una afluencia del 46%. Desde la implantación del voto voluntario, la caída fue aún más notable. Como recogían Toro y Mardones (2016), Chile registraba uno de los niveles más bajo de la región en cuanto a las conductas activas en política, con y sin participación electoral.

En consecuencia, el característico sesgo tecnocrático chileno en la elaboración de las políticas impedía tener un conocimiento amplio y profundo de las necesidades de sus conciudadanos. Si a eso se le sumaba la implementación de reformas para dar estabilidad a un sistema político en crisis, la evidencia comparada sugería que los efectos se solían calcular mal. La aplicación del voto voluntario es un ejemplo paradigmático en este sentido (Luna, 2016a; Luna, 2016b). El cambio del sistema binominal por uno más proporcional, asimismo, fue muy potente en términos simbólicos, pero adolecía de algunas carencias. Ya no solo porque no conseguía resolver del todo la exclusión sistemática de las terceras fuerzas, sino porque, en un contexto marcado por la lógica antipartido, potencialmente disminuía la capacidad de acción colectiva de los partidos y cultivaba el voto personalista (Altman, 2016). En general, estas y otras reformas del sistema político que se implementaron en el período de tiempo analizado parecían ser una reacción tardía (PNUD, 2019).

Con todo ello, Piñera inició su segunda presidencia creyendo que la mayoría relativa que había logrado, cuando la participación había sido de algo menos de la mitad del electorado, entrañaba disponer de un mandato contundente de parte de la totalidad de la ciudadanía. El diagnóstico erróneo de la derecha chilena era muy similar al del anterior gobierno, liderado en este caso por la centroizquierda. Esto lo que facilitó es que se diese el estallido social de 2019 (Rovira Kaltwasser, 2020). El estallido podría decirse que suponía la materialización del desacople total entre élite política y ciudadanía.

4.- CONCLUSIONES

Si bien hasta la eliminación de binominalismo el sistema de partidos tradicional en Chile no se había descongelado todavía, algo que sí había ocurrido en varios países de su alrededor, se podía intuir una «muerte lenta» en el que su configuración se mantendría estable, pero a su vez los partidos continuarían debilitándose (Luna, 2016c; Luna, 2008). Para la opinión pública, los partidos aparecían como una de las instituciones con menor legitimidad (Toro, 2016).

Así pues, durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet, hubo esfuerzos significativos por modificar la organización de los propios partidos políticos y la configuración del sistema de partidos. El ejemplo más paradigmático en este sentido fue el cambio del sistema electoral binominal por uno más proporcional. Como ya se señaló, los resultados de las elecciones de 2017 mostraron que esa competencia entre dos grandes coaliciones pasaba a ser asimétrica al entrar en escena otras fuerzas con la capacidad de aumentar los costos de negociación. La reforma exhibió algo más de diversidad con la entrada de nuevas organizaciones, pero en líneas generales, conforme al análisis de Titelman (2021), se mantuvo la conjunción de altos niveles de estabilidad electoral y desarraigo social.

En efecto, los dos últimos gobiernos del período analizado pecaron de un exceso de confianza. Pese a que en las elecciones que ganaron respectivamente tanto Bachelet como Sebastián Piñera fueron los candidatos con mayor capacidad de coordinación, los datos de participación electoral en 2013 y 2017 fueron los más bajos que se registraron desde la vuelta de la democracia (Bunker, 2018; Rovira Kaltwasser, 2020). Ahora, el estallido social del año 2019 que se dio durante la presidencia de Piñera fue un factor disruptivo. Una acumulación de descontento, un cuestionamiento al orden establecido, que se tradujo en uno de los hitos más importantes del Chile reciente.

Por el contrario, Mainwaring en un libro publicado en 2018, titulado Party systems in Latin America: Institutionalization, decay, and collapse, seguía sosteniendo que Chile era un país institucionalizado. Aun habiendo hecho una reconceptualización del término, en el período de tiempo que analizaba, entre 1990 y 2015, el sistema chileno, junto al mexicano y uruguayo, era uno de los más estables de América Latina. No obstante, como se pudo comprobar en este trabajo, hubo una serie de politólogos que llevaban un tiempo apuntando las limitaciones de los medidores del sistema de partidos institucionalizado para el caso chileno y al mismo tiempo alertaban que lo que estaba ocurriendo en el país andino era una situación de desalineamiento entre la élite política y la sociedad.

Por tanto, el estallido mostró que algo no funcionaba en la política chilena tal y como se había configurado en los últimos treinta años. Su sistema de partidos era una muestra de ello porque si bien disponía de altos niveles de estabilidad, había perdido progresivamente su capacidad de permear en un electorado cada vez más apático. Bargsted y Maldonado (2018) lo definían como un sistema «encapsulado» por encontrarse congelado en el nivel de las élites y desvincularse progresivamente de la sociedad. Recordando a Piñeiro y Rosenblatt (2018), para catalogar la institucionalización de un sistema partidario, hay que contemplar, aparte de la estabilidad, la dimensión de la adaptabilidad, la capacidad de responder a los desafíos sociales y económicos.

Así, las limitaciones de este trabajo tienen que ver con que únicamente se hizo una revisión de la literatura, por lo que permite complementarse con otras técnicas existentes en la Ciencia Política a fin de darle una mayor fundamentación a los argumentos sostenidos. Ahora bien, al escribirse a cinco años de que se produjese el estallido social, la mirada que se posee al respecto es más amplia y profunda. Para futuros trabajos, habría que poner el foco, entre otras cuestiones, en si se ha dado una mejor canalización de los cambios sociales por parte de la política institucional. En otras palabras, prestar atención al factor de la receptividad en un contexto social que venía de estar marcado por lo que desde el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2019) denominaron la politización «fragmentada», la combinación de altos niveles de desafección con la política institucional y el alza en la participación de acciones contenciosas.

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