El derecho fundamental a la buena administracion en la constitución española y en la Unión Europea
El derecho fundamental a la buena administracion en la constitución española y en la Unión Europea
The fundamental right to good administration in Spanish constitution and in the European Union
El derecho fundamental a la buena administracion en la constitución española y en la Unión Europea
Revista Eurolatinoamericana de Derecho Administrativo, vol. 1, núm. 2, 2014
Universidad Nacional del Litoral
Recepción: 12 Marzo 2014
Aprobación: 12 Mayo 2014
Resumen: La consideración central del ciudadano en las modernas construcciones del Derecho Administrativo y la Administración pública proporciona el argumento medular para comprender en su cabal sentido el nuevo derecho fundamental a la buena administración señalado en el proyecto de la Constitución europea (artículo II-101), de acuerdo con el artículo 41 de la Carta Europea de los derechos fundamentales. El fundamento reside en intentar construir una concepción más justa y humana del poder, que cómo consecuencia del derecho de los ciudadanos a gobiernos y administraciones adecuados, se erijan en instrumentos idóneos al servicio objetivo del interés general, tal y como establece categóricamente el artículo 103 de la Constitución española.
Palabras clave: derecho fundamental, buena administración, Unión Europea, Constitución española, Carta Europea de los derechos fundamentales.
Abstract: The central role of the citizen in modern constructions of Administrative Law and Public Administration provides the fundamental argument to understand in its full sense the new fundamental right to good administration outlined in the project of European Constitution (Article II-101), according to article 41 of the European Charter of Fundamental Rights. The basis lies in trying to build a more just and humane power which, as a consequence of the right of citizens to appropriate governances and administrations, become suitable instruments to serve objectively the general interest, as determined categorically in article 103 of the Spanish Constitution.
Keywords: fundamental right, good administration, European Union, Spanish Constitution, European Charter of Fundamental Rights.
Sumario:
I. Introducción; II. Un derecho fundamental de la persona; III. El derecho fundamental a la buena administración en la Carta de Derechos Fundamentales de La Unión Europea. IV. Breve análisis jurisprudencial. V. Reflexión final. VI. Referencias.
I. INTRODUCCIÓN.
El Derecho Administrativo del Estado social y democrático de Derecho es el Derecho del poder público para la libertad solidaria de los ciudadanos, la regulación racional de los intereses generales de acuerdo con la justicia, un Ordenamiento jurídico en el que las categorías e instituciones han de estar, como bien sabemos, orientadas al servicio objetivo del interés general, tal y como proclama solemnemente el artículo 103 de la Constitución española de 1978. Atrás quedaron, afortunadamente, consideraciones y exposiciones basadas en la idea de la autoridad o el poder como esquemas unitarios desde los que plantear el sentido y la funcionalidad del Derecho Administrativo.
En efecto, en este tiempo en que nos ha tocado vivir, toda la construcción ideológico-intelectual montada a partir del privilegio o de la prerrogativa como principio y fin de la actuación de los poderes públicos, va siendo superada por una concepción más abierta y dinámica, más humana también, desde la que el Derecho Administrativo adquiere un compromiso especial con la mejora de las condiciones de vida de la población a partir de las distintas técnicas e instituciones que componen esta rama del Derecho Público.
El lugar que antaño ocupó el concepto de potestad o el de privilegio o prerrogativa, considerados como punto de partida y también de llegada, ahora lo ocupa, por derecho propio, la persona, el ser humano, que asume un papel central en todas las Ciencias sociales, también obviamente en el Derecho Administrativo. La consideración central del ciudadano en las modernas construcciones del Derecho Administrativo y de la Administración pública proporcionan el argumento medular para comprender en su cabal sentido este nuevo derecho fundamental a la buena administración señalado en el proyecto de la Constitución europea (artículo II-101), de acuerdo con el artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea de diciembre de 8 de diciembre 2000.
En efecto, la persona, el ciudadano, el administrado o particular según la terminología jurídico administrativa al uso, ha dejado de ser un sujeto inerte, inerme e indefenso frente a un poder que intentaba controlarlo, que le prescribía lo que era bueno o malo para él, al que estaba sometido y que infundía, gracias a sus fenomenales privilegios y prerrogativas, una suerte de amedrentamiento y temor que terminó por ponerlo de rodillas ante la todopoderosa maquinaria de dominación en que se constituyó tantas veces el Estado, y su principal instrumento: la Administración pública. El desafío, una vez constada la inconsistencia de esta argumentación, agravada con la crisis del presente, reside en construir una concepción más justa y humana del poder en la que, como consecuencia del derecho de los ciudadanos a Gobiernos y Administraciones que cumplan adecuadamente su tarea, las instituciones públicas se conviertan en instrumentos idóneos al servicio objetivo del interés general.
La perspectiva abierta y dinámica del poder, plural y complementaria a la vez, ordenada a la realización de la justicia, a dar a cada uno lo suyo, lo que se merece, ayuda sobremanera a entender que el principal atributo del Gobierno y la Administración pública sea, en efecto, un elemento esencial en orden a que la rectoría de la cosa pública atienda preferentemente a la mejora permanente e integral de las condiciones de vida de los ciudadanos, de todos y cada uno. Es decir, los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario permiten comprender en su sentido pleno el alcance y la funcionalidad del Derecho Administrativo en este momento tan apasionante de la historia humana en el que es menester una regulación del interés general mucho más centrada en la dignidad de la persona y en la efectividad de todos y cada uno de los derechos fundamentales que le corresponden por su propia condición humana.
Efectivamente, el Derecho Administrativo moderno parte, en nuestra opinión, de la consideración central de la persona y de una concepción abierta y complementaria del interés general en la que la ciudadanía adquiere un papel principal. Los ciudadanos ya no son sujetos inertes que reciben, única y exclusivamente, bienes y servicios públicos del poder público. Ahora, por mor de su inserción en el Estado social y democrático de Derecho, los ciudadanos, cada vez más conscientes de su posición estelar en el sistema político, se convierten en actores principales de la definición y evaluación de las diferentes políticas públicas. El interés general ya no es un concepto que define unilateralmente la Administración sino que ahora, en un Estado que se define como social y democrático de Derecho, debe determinarse, tal y como ha señalado acertada y brillantemente el Tribunal Constitucional en la sentencia de 7 de febrero de 1984, a través de una acción articulada entre los poderes públicos y los agentes sociales.
El interés general, que es el interés de toda la sociedad, de todos los integrantes de la sociedad en cuanto tales, ya no es asumido completa y acabadamente por el poder público, ya no puede ser objeto de definición unilateral por la Administración pública, ya no emana de la cúpula o se presenta ante nosotros en forma de privilegios o prerrogativas sin cuento. Ahora, como consecuencia de la proyección de la directriz participación, médula de la estructuración democrática del Estado, el interés general ha de abrirse a la pluralidad de manera que el espacio público pueda ser administrado y gestionado teniendo presente la multiforme y variada concepción de la realidad, ajena y refractaria a cualquier atisbo de unilateralidad o forma de pensamiento único.
Estas consideraciones permiten entender mejor el sentido que para nosotros tiene el derecho fundamental a la buena administración, recogido ya, por cierto, además de en la Carta Europea de los Derechos Fundamentales, en los catálogos de derechos establecidos en las últimas reformas de los Estatutos de Autonomía. Este derecho es consecuencia necesaria de la centralidad del ser humano en el sistema político. Además, desgraciadamente, la frecuencia de supuestos de mala administración en estos años animó y aconsejó alumbrar este nuevo derecho también, por qué no reconocerlo, como reacción frente a una perspectiva de la administración de lo pública cerrada y unilateral. Obviamente, si estamos de acuerdo en que en la democracia, funcionarios y políticos ejercen poderes en nombre y representación del pueblo y a él deben rendir cuentas permanentemente, si se percibe que tales personajes empiezan a adueñarse de lo que es de titularidad ciudadana, es lógico que quien es el legítimo dueño del poder público y de sus instituciones, reaccione para poner las cosas en su sitio.
II. UN DERECHO FUNDAMENTAL DE LA PERSONA
El derecho a la buena administración, entendido como el derecho de todo ciudadano a que el poder público atienda con objetividad los intereses generales se debate entre el estatuto de derecho humano, de derecho fundamental de la persona, o su condición de derecho ciudadano sin más. Es decir, ¿es un derecho propio, inherente a la naturaleza humana este derecho a la buena administración pública, es corolario necesario de la necesidad de que los asuntos comunes, colectivos, deban ser atendidos de determinada manera por el Estado, o es sencillamente un derecho de creación normativa? Esta es una cuestión relevante, porque de su contestación se deducirá el rango de este derecho así como la función de la Administración pública y la posición jurídica del ciudadano en sus relaciones con el poder público.
En este sentido, podemos afirmar que existen instituciones públicas porque, con antelación, existen intereses generales que atender convenientemente. Y existen intereses generales, sanidad, educación por ejemplo, porque las personas en conjunto, e individualmente consideradas, precisan de su adecuada gestión y administración para realizarse como personas en un entorno de libertad solidaria. Por tanto, es la persona y son sus necesidades colectivas quienes explican la existencia de instituciones ordenadas y dirigidas a la mejor satisfacción de esos intereses generales de forma y manera que su rectoría se realice al servicio del bienestar general, integral, de todos los ciudadanos, no de una parte de la sociedad, por importante y relevante que esta sea.
La buena administración de instituciones públicas es, por tanto, un derecho subjetivo de naturaleza fundamental porque pertenece a la propia naturaleza humana. Esto es, caracteriza de una forma indeleble la condición social y política de la propia persona y explica la función del Estado en relación con la sociedad y con la persona. En otros términos, ¿por qué se proclama como derecho fundamental por la Unión Europa?. Por una gran razón que reposa sobre las más altas argumentaciones del pensamiento democrático. En la democracia, como bien sabemos, las instituciones políticas no son de propiedad de políticos o altos funcionarios, sino que son del dominio popular, son de los ciudadanos, de las personas de carne y hueso que día a día, con su esfuerzo por encarnar los valores cívicos y las cualidades democráticas, dan buena cuenta del temple democrático en la cotidianeidad. Por ello, si las instituciones públicas son de la soberanía popular, de dónde proceden todos los poderes del Estado, es claro que han de estar ordenadas a prestar un servicio objetivo al interés general. Por eso, la función constitucional de la Administración pública se centra, como tan bien reconoce la Constitución española de 1978 en su fundamental artículo 103.1, en el servicio objetivo al interés general.
Para comprender mejor esta afirmación, es menester constatar que, en efecto, el ciudadano es ahora, no sujeto pasivo, receptor mecánico de servicios y bienes públicos, sino sujeto activo, protagonista, persona en su más cabal expresión, y, por ello, debe poder tener una participación destacada en la configuración de los intereses generales porque éstos se definen, en el Estado social y democrático de Derecho, a partir de una adecuada e integrada concertación entre los poderes públicos y la sociedad articulada. Los ciudadanos, en otras palabras, tenemos derecho a que la gestión y administración de los intereses generales se realice de manera acorde al libre desarrollo solidario de las personas. Por eso es un derecho fundamental de la persona, porque la persona en cuanto tal requiere de que lo público, de que el espacio de lo general, esté atendido de forma y manera que le permita realizarse, en su dimensión de libertad solidaria, como persona humana plena y completa.
III. EL DERECHO FUNDAMENTAL A LA BUENA ADMINISTRACIÓN EN LA CARTA DE DERECHOS FUNDAMENTALES DE LA UNIÓN EUROPEA.
Desde el punto de vista normativo, es menester reconocer que la existencia positiva de este derecho fundamental a la buena administración parte de la Recomendación núm. R (80) 2, adoptada por el Comité de Ministros del Consejo de Europa el 11 de marzo de 1980 relativa al ejercicio de poderes discrecionales por las autoridades administrativas así como de de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas y del Tribunal de Primera Instancia. Entre el Consejo de Europa y la Jurisprudencia comunitaria, desde 1980, se fue construyendo, poco a poco, el derecho a la buena administración, derecho que la Carta Europea de los Derechos Fundamentales de 8 diciembre de 2000 recogería en el artículo 41. Precepto que, como es sabido, aunque no se integró directamente en los Tratados, se ha incorporado en bloque al proyecto nonato de Tratado Internacional por el que se instituía una Constitución para Europa en su artículo II-101, proyecto que esperemos, con los cambios que sean necesarios, algún día vea la luz.
Antes del comentario de este capital artículo, nos parece pertinente subrayar dos elementos de los que trae causa: la discrecionalidad y la jurisprudencia. En efecto, la discrecionalidad, se ha dicho con acierto, es el caballo de Troya del Derecho Público (Huber) por la sencilla razón de que su ejercicio objetivo nos sitúa al interior del Estado de Derecho y su ejercicio abusivo nos conduce al mundo de la arbitrariedad y del autoritarismo. El ejercicio de la discrecionalidad administrativa en armonía con los principios generales del Derecho es fundamental. Tanto como que un ejercicio destemplado, al margen de la motivación que le es inherente, deviene en abuso de poder, en arbitrariedad. Y, la arbitrariedad es la ausencia de racionalidad, y por ello, la quiebra del Estado de Derecho.
La discrecionalidad es una propiedad propia de Gobiernos y Administraciones que permite a éstos profundizar en la adecuación a la razón y a la justicia en el ejercicio del poder público. Hasta tal punto que cuándo las altas instancias de gobierno y administración de lo público se esfuerzan seriamente por argumentar y motivar el ejercicio de poderes discrecionales están realizando cabalmente el Estado de Derecho. En sentido contrario, cuándo ese espacio de apreciación para seleccionar las más justa y razonable de las distintas opciones legalmente posibles se orienta hacia la oscuridad o la opacidad, con nulas o mínimas justificaciones, se desciende al tenebroso mundo de la arbitrariedad.
Por lo que respecta a la jurisprudencia, a la ciencia de la solución justa a los casos, debe tenerse en cuenta que normalmente los conceptos de elaboración jurisprudencial son conceptos construidos desde la realidad, algo en sí mismo relevante y que permite el reconocimiento de un derecho fundamental tan relevante como el de la buena administración, derecho que, como la propia Carta Europea entiende, tiene una determinada caracterización que permite hacer reconocible tal derecho fundamental.
En efecto, el artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea constituye un precipitado de diferentes derechos ciudadanos que a lo largo del tiempo y a lo largo de los diferentes Ordenamientos han caracterizado, en uno u otro sentido, con más o menos fortuna, la posición central que hoy tiene la ciudadanía en todo lo que se refiere al Derecho Administrativo.
Pues bien, dicho precepto dispone:
el derecho de toda persona a ser oída antes de que se tome en contra suya una medida individual que le afecte desfavorablemente.
el derecho de toda persona a acceder al expediente que le afecte, dentro del respeto a los intereses legítimos de la confidencialidad y del secreto profesional y comercial.
la obligación que incumbe a la administración de motivar sus decisiones.
Una primera lectura del artículo 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea sugiere que dicho precepto es un buen resumen de la esencia, del tronco común, de la naturaleza que está presente en derechos más relevantes que los ciudadanos tenemos en nuestras relaciones con la Administración pública. La novedad reside en que a partir de ahora se trata de un derecho fundamental de la persona, cuestión polémica pero que en nuestra opinión no debiera levantar tanta polvareda porque el ciudadano, como anteriormente razonamos, si es el dueño del aparato público, es lógico que tenga derecho a que dicho aparato facilite el desarrollo equilibrado y solidario de su personalidad en libertad. Es decir, la razón y el sentido de la Administración pública en la democracia residen en estar, y en actuar, al servicio objetivo del pueblo. El problema, para que sea un derecho susceptible de invocabilidad ante los Tribunales reside en la exigibilidad de los parámetros que caracterizan dicho derecho. Parámetros que, todo sea dicho, en el precepto son claros y permiten a la jurisprudencia su aplicación al caso concreto.
Los ciudadanos europeos tenemos, pues, un derecho fundamental a que los asuntos públicos se traten imparcialmente, equitativamente y en un tiempo razonable. Es decir, las instituciones comunitarias han de resolver los asuntos públicos imparcialmente, han de procurar ser equitativas y, finalmente, han de tomar sus decisiones en tiempo razonable. En otras palabras, no cabe la subjetividad, no es posible la inequidad y no se puede caer en la dilación indebida para resolver. La referencia a la equidad como característica de las decisiones administrativas comunitarias no debe pasar por alto. Porque no es frecuente encontrar esta caracterización en el Derecho Administrativo de los Estados miembros y porque, en efecto, la justicia en el caso concreto, expresión de mesura y moderación, constituye, a la hora del ejercicio del poder público, cualquiera que sea la institución pública en la que nos encontremos, la principal garantía de acierto. Por una razón, porque cuándo se decide, lo relevante es dar cada uno lo suyo, lo que se merece, lo que le corresponde. No en vano hace muchos años Hauriou sentenció, con proverbial brillantez, que el Derecho Administrativo era, ni más ni menos, que un Derecho de equidad, cuestión que hoy ha puesto de nuevo en el candelero, de forma brillante y provocadora, el profesor Enrique Rivero Ysern en un libro, escrito con el profesor Marcos Fernando Pablo, titulado precisamente El principio de equidad en el Derecho Administrativo.
La referencia la razonabilidad del plazo para resolver incorpora un elemento esencial: el tiempo. Si una resolución pareciera, porque no podría serlo, imparcial y equitativa, pero se dicta con mucho retraso, es posible que no tenga sentido, que no sirva para nada. El poder público, como tantas realidades jurídicas, se mueve en las coordenadas del espacio y del tiempo y éste es un elemento esencial. La razonabilidad se refiere al plazo de tiempo en el que la resolución pueda ser eficaz de manera que no se dilapide el legítimo derecho del ciudadano a que su petición, por ejemplo, se conteste en un plazo en que ya no sirva para nada. Además, probablemente una resolución extemporánea, ni sea imparcial ni sea equitativa porque una resolución ineficaz, que ya no es útil, en sí misma no puede ser equitativa, en sí misma no puede ser ya imparcial.
En este sentido, el Tribunal Supremo del reino de España, en una sentencia de 3 de diciembre de 2009, se pronuncia acerca de la razonabilidad del plazo. En concreto, se plantea si los intereses de demora son exigibles por un plazo de tiempo cuando la administración estuvo paralizada más allá de lo razonable. En concreto, esta cuestión el Tribunal Supremo la conecta, como es lógico, con el artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, y señala que tal exigencia de intereses por demora es improcedente cuando el retraso haya sido causado por la propia administración. En el mismo sentido, otra sentencia del Tribunal Supremo español, en este caso de 28 de junio de 2010, entiende que "razones e justicia material nos llevan a considerar inexigibles los intereses de demora en los casos en los que el Tribunal Administrativo no haya resuelto el recurso interpuesto en el plazo legalmente establecido. Hay que procurar una interpretación del ordenamiento jurídico tributario que tenga en cuenta el sentido finalista y marcadamente evolutivo del régimen fiscal (sentencia del Tribunal Constitucional 137/2003). No es dable olvidar el principio constitucional de eficacia administrativa, que se inspira en la indispensable diligencia que debe presidir en la gestión de los intereses generales en su justo equilibrio con los derechos constitucionales de los administrados. El artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, proclamada por el Consejo de Niza el 10 de diciembre de 2000, desarrolla el derecho de los ciudadanos a tener una buena Administración que trate sus asuntos de forma imparcial, equitativa y dentro de un plazo razonable. La eficacia interpretativa del citado precepto está fuera de toda duda (ex artículo 10.2 de la Constitución)".
El derecho a la buena administración, como sabemos, es un derecho fundamental de todo ciudadano comunitario a que las resoluciones que dicten las instituciones europeas sean imparciales, equitativas y razonables en cuanto al fondo y al momento en que se produzcan. Dicho derecho según el citado artículo 41 incorpora, a su vez, cuatro derechos.
El primero se refiere al derecho a que todo ciudadano comunitario tiene a ser oído antes de que se tome en contra suya una medida individual que le afecte desfavorablemente. Se trata de un derecho que está reconocido en la generalidad de las Constituciones y legislaciones administrativas de los Estados miembros como consecuencia de la naturaleza contradictoria que tienen los procedimientos administrativos en general, y en especial los procedimientos administrativos sancionadores o aquellos procedimientos de limitación de derechos. Es, por ello, un componente del derecho a la buena administración que el derecho comunitario toma del Derecho Administrativo Interno. No merece más comentarios por su claridad y reconocimiento general en las legislaciones de los Estados miembros desde hace ya muchos años, afortunadamente.
El segundo derecho derivado de este derecho fundamental a la buena administración se refiere, de acuerdo con el párrafo segundo del citado artículo 41 de la Carta de Derechos Fundamentales, al derecho de toda persona a acceder al expediente que le afecte, dentro del respeto de los intereses legítimos de la confidencialidad y del secreto profesional y comercial. Nos encontramos, de nuevo, con otro derecho de los ciudadanos en los procedimientos administrativos generales. En el Derecho Administrativo español, por ejemplo, este derecho al acceso al expediente está recogido dentro del catálogo de derechos que establece el artículo 35 de la ley del régimen jurídico de las administraciones públicas y del procedimiento administrativo común de 26 de noviembre de 1992. Se trata, de un derecho lógico y razonable que también se deriva de la condición que tiene la Administración pública, también la comunitaria, de estar al servicio objetivo de los intereses generales, lo que implica, también, que en aras de la objetividad y de la transparencia, que los ciudadanos podamos consultar los expedientes administrativos que nos afecten. Claro está, existen límites derivados del derecho a la intimidad de otras personas así como del secreto profesional y comercial o de la seguridad pública. Es decir, un expediente en que consten estrategias empresariales no puede ser consultado por la competencia en ejercicio del derecho a consultar un expediente de contratación que le afecte en un determinado concurso.
El tercer derecho que incluye el derecho fundamental a la buena administración es, quizás, el más importante: el derecho de los ciudadanos a que las decisiones administrativas de la Unión europea sean motivadas. Llama la atención que este derecho se refiera a todas las resoluciones europeas sin excepción. Nos parece un gran acierto la letra y el espíritu que late en este precepto. Sobre todo porque una de las condiciones del ejercicio del poder en las democracias es que sea argumentado, razonado, motivado. El poder se basa en la razón para ser legítimo. Cuándo el poder no se justifica se cae ordinariamente en la arbitrariedad. Por eso, todas las manifestaciones del poder público debieran, como regla, motivarse. Su intensidad dependerá, claro está, de la naturaleza de los actos de poder. Si son reglados la motivación será menor, en algunos casos incluso innecesaria. Pero si son discrecionales, la exigencia de motivación será mayor. Es tan importante la motivación de las resoluciones públicas que bien puede afirmarse que la temperatura democrática de una Administración es proporcional a la intensidad de la motivación de los actos y normas administrativos.
Afortunadamente, la jurisprudencia del Tribunal Supremo del reino de España ya ha aceptado que la motivación de la actuación administrativa es una manifestación concreta del derecho fundamental a la buena administración pública consagrado en el artículo 41 de la Carta los Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Efectivamente, una sentencia de 19 de noviembre de 2008 señala que " la exigencia de motivación de los actos administrativos constituye una constante de nuestro ordenamiento jurídico y así lo proclama el artículo 54 de la ley 30/1992, de 26 de noviembre, de régimen jurídico de las Administraciones públicas y del procedimiento administrativo común, teniendo por finalidad la del que el interesado conozca los motivos que conducen a la resolución de la Administración, con el fin, en su caso, de poder rebatirlos en la forma procedimental regulada al efecto. Motivación que, a su vez, es consecuencia de los principios de seguridad jurídica y de interdicción de la arbitrariedad enunciados por el apartado 3 del artículo 9 de la Constitución española y que, también desde otra perspectiva, puede considerarse como una exigencia constitucional impuesta no solo por el artículo 24.2 de la propia Constitución, sino también por el artículo 103 (principio de legalidad en la actuación administrativa). Por su parte, la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, proclamada por el Consejo Europeo de Niza de 8/10 de diciembre de 2000, incluye dentro de su artículo 41, dedicado al derecho a una buena administración, entre otros particulares, "la obligación que incumbe a la Administración de motivar sus decisiones". En el mismo sentido, la sentencia, también del Tribunal Supremo, de 13 de mayo de 2009, aunque con especial referencia a la motivación de las sentencias judiciales.
En una sentencia más reciente, de 15 de octubre de 2010, el Tribunal Supremo precisa el alcance de la motivación que exige nuestra Constitución señalando que tal operación jurídica "se traduce en la exigencia de que los actos administrativos contengan una referencia específica y concreta de lo hechos y los fundamentos de derecho que para el órgano administrativo que dicta la resolución han sido relevantes, que permita reconocer al administrado la razón fáctica y jurídica de la decisión administrativa, posibilitando el control judicial por los tribunales de lo contencioso administrativo". Además, tal obligación de la Administración "se engarza en el derecho de los ciudadanos a una buena administración, que es consustancial a las tradiciones constitucionales comunes de los Estados miembros de la Unión Europea, que ha logrado refrendo normativo como derecho fundamental en el artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, proclamada por el Consejo de Niza de 8/10 de diciembre de 2000, al enunciar que este derecho incluye en particular la obligación que incumbe a la Administración de motivar sus decisiones".
En el apartado tercero del precepto se reconoce el derecho a la reparación de los daños ocasionados por la actuación u omisión de las instituciones comunitarias de acuerdo con los principios comunes generales a los derechos de los Estados miembros. La obligación de indemnizar en los supuestos de responsabilidad contractual y extracontractual de la Administración está, pues, recogida en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Lógicamente, el correlato es el derecho a la consiguiente reparación cuándo las instituciones comunitarias incurran en responsabilidad. La peculiaridad del reconocimiento de este derecho derivado del fundamental a la buena administración, reside en que, por lo que se vislumbra, su régimen de funcionalidad se establecerá desde los principios generales de la responsabilidad administrativa en derecho comunitario. Tema bien complejo y complicado habida cuenta de los diferentes regímenes jurídicos de responsabilidad patrimonial de la Administración que existen en los diferentes países que integran en este momento la Unión Europea.
La cuestión del derecho a la indemnización cuando el Estado, como consecuencia del funcionamiento de sus servicios, haya provocado daños a los ciudadanos es, desde luego, un tema central vinculado al derecho a la buena administración como fácilmente puede comprenderse. Es más, una Administración pública será mejor o peor en la medida en que más o menos daños produzca en su actuación a los ciudadanos.
La responsabilidad objetiva de la Administración pública, tal y como está configurada en nuestro Derecho desde hace largas décadas es una cuestión de palpitante y rabiosa actualidad en la medida en que las reclamaciones de daños ocasionados por el funcionamiento, normal o anormal, de los servicios públicos supusieron, de acuerdo, por ejemplo, con la memoria del Consejo de Estado de 2002, la nada desdeñable suma de 200 millones de euros, estimándose el 10 % de las demandas presentadas frente al Estado por este título. Es, desde luego, una cantidad de dinero muy alta que debiera hacer pensar también hasta que punto, con qué alcance, el Estado debe ofrecer una cobertura universal a todos cuantos riesgos, sociales, de una u otra forma, tengan alguna relación con las actividades realizadas por los Poderes públicos.
Se trata de una cuestión delicada que debe analizarse también desde los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario. Por una razón poderosa: porque el sistema de responsabilidad universal, objetiva y directa no es real. Más bien, el sistema español, aunque objetivo, universal y directo en su formulación, no lo es tanto en su aplicación, pues como señala el profesor Moreno Molina, la jurisprudencia nos ofrece ribetes culpabilísticos que no son más que la constatación de la proyección del modelo a la realidad.
Nos encontramos, pues, ante una cuestión de gran trascendencia, donde se ventilan intereses económicos cuantiosos que los juristas tenemos que analizar y estudiar con detenimiento porque mantener, contra viento y marea, como dogma inamovible, el principio objetivo, directo y universal de la responsabilidad de la Administración pública tal y como está planteado en nuestro Derecho a partir de la Ley de expropiación forzosa de la década de los sesenta del siglo pasado sin variaciones, entraña problemas de entendimiento con los postulados del nuevo Derecho Administrativo que ha alumbrado la Constitución de 1978 y al que nos referimos en este trabajo, sobre todo desde la perspectiva medular del derecho fundamental de la persona a una buena administración pública
. En este sentido, pensamos que el Estado social y democrático de Derecho no se compadece con este super-blindaje que tienen los funcionarios frente a los ciudadanos como consecuencia del principio de la responsabilidad objetiva y universal de la Administración pública. Es verdad, sólo faltaría, que los ciudadanos tienen derecho a ser resarcidos de los daños que les produzcan, en sus bienes o derechos las Administraciones públicas con su actuación, su omisión, su inactividad o a través de las vías de hecho, pero también ha de tenerse en cuenta que un régimen general de anonimato propicia y hace posible una cierta irresponsabilidad en la tarea de quienes componen las estructuras de la Administración que son los agentes, los funcionarios, los empleados públicos que en ella laboran.
El sistema actual que reina en España en esta materia reclama reformas, sobre todo si contemplamos este problema desde el Derecho de la Unión Europea. En efecto, el artículo 41.3 de la Carta Europea de los Derechos Fundamentales parece reclamar un Derecho común europeo sobre responsabilidad pública que a día de hoy, si contemplamos el Derecho español, italiano, francés o alemán, se antoja una tarea relevante aunque bien compleja. Como es sabido, el sistema objetivo, directo y universal que tenemos en España desde hace varias décadas no coincide, en modo alguno, con los sistemas de Alemania, Francia o Italia, instalados sobre otros postulados más en consonancia con la idea aquiliana de la responsabilidad.
En concreto, como ya hemos indicado, el artículo 41.3 de la Carta dispone, como ya hemos indicado, que:
"Toda persona tiene derecho a la reparación por la Comunidad de los daños causados por sus instituciones o agentes en el ejercicio de sus funciones, de conformidad con los principios generales comunes a los Derechos de los Estados miembros".
El precepto plantea, ciertamente, la construcción de un Derecho Común de la responsabilidad administrativa de aplicación a todos los países miembros de la Unión Europea. La tarea, desde luego urgente y necesaria, va a suponer necesariamente una modulación de nuestro modelo para adaptarlo a la realidad, a una perspectiva más abierta e integral del alcance y significado del derecho del ciudadano a ser resarcido de los daños que le cause el funcionamiento de las instituciones públicas o la propia actuación, en uno u otro sentido, de los propios servidores públicos.
En este sentido es legítimo cuestionarse por qué el centro de la discusión se coloca todavía, a la altura del tiempo en que estamos, no tanto en la conducta en que incurre el funcionario que ocasiona el daño, como en un patrimonio que sufre un daño antijurídico que no tiene el deber jurídico de soportar. Esta es la polémica: ¿es razonable seguir manteniendo, a capa y espada, el dogma de la objetividad de la responsabilidad o no será mejor acercarse a sistemas o modelos más flexibles que fomenten mayor diligencia en el funcionamiento y actuación de las Administraciones públicas, una adecuada conducta de los empleados públicos?. Es probable que de esta manera, sin cuestionar el derecho de los ciudadanos a ser resarcidos de los daños que puedan ocasionarle el funcionamiento de los servicios públicos, se reduzcan considerablemente las reclamaciones de responsabilidad patrimonial de las administraciones públicas a causa de una mejor administración de lo público, a causa de una mayor diligencia en la tarea que cotidianamente realizan los servidores públicos en todas y cada una de las Administraciones y Entidades en las que laboran.
En efecto, una buena Administración pública no es la que más paga a los particulares por la cantidad daños que les produce en sus bienes o derechos, sino, más ben, aquella que es más diligente y, por tanto, no incide desfavorablemente en la vida de los ciudadanos.
El apartado cuarto del artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea dispone que toda persona podrá dirigirse a las instituciones de la Unión en una de las lenguas de los Tratados y deberá recibir una contestación en esa lengua. Este precepto no plantea mayores problemas pues la letra del es clara y supone que la Unión Europea debe contar con personal en su organización preparado para poder atender en las lenguas de los Tratados a toda persona que las utilice en sus relaciones con cualquiera de los órganos de la propia Unión Europea.
IV. BREVE ANÁLISIS JURISPRUDENCIAL
Por su parte, la jurisprudencia ha ido, a golpe de sentencia, delineando y configurando con mayor nitidez el contenido de este derecho fundamental a la buena administración atendiendo a interpretaciones más favorables para el ciudadano europeo a partir de la idea de una excelente gestión y administración pública en beneficio del conjunto de la población de la Unión Europea.
Debe tenerse presente, también, que el artículo 41 del denominado Código Europeo de Buena Conducta Administrativa de 1995 es el antecedente del ya comentado artículo 41 de la carta de los Derechos Fundamentales. Es más, se trata de una fiel reproducción.
Una cuestión central en la materia es la referente a la autoridad que ha de investigar las denuncias de mala administración de las instituciones europeas. Pues bien, de acuerdo con el artículo 195 del Tratado de Roma y del Estatuto del Defensor del Pueblo, resulta que esta tarea es de competencia del propio Defensor del Pueblo. Una definición de mala administración nos la ofrece el informe del Defensor del año 1997: "se produce mala administración cuándo un organismo no obra de acuerdo con las normas o principios a los que debe estar sujeto".
Definición que es demasiado general e imprecisa, por lo que habrá de estarse a los parámetros jurídicos señalados en el artículo 41 de la Carta, de manera que habrá de observarse, además de la lesión de las normas del servicio que se trate, la vulneración de los principios generales que presiden la actividad de las instituciones públicas, en concreto si tal cual actuación de los Poderes públicos europeos efectivamente contravienen la equidad, la imparcialidad, la racionalidad en los plazos, la contradicción, la motivación, la reparación o el uso de las lenguas oficiales.
Lorenzo Membiela ha recopilado en un trabajo recientemente publicado en Actualidad Administrativa, en el número 4 de 2007, que seguimos en este punto, algunas de las sentencias más relevantes en la materia, bien del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, bien del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, bien del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas. Evidentemente, la jurisprudencia ha ido decantando el contenido y funcionalidad del llamado principio a una buena administración, principio del que más adelante se derivaría, cómo su corolario necesario, el derecho fundamental a la buena administración. Por ejemplo, en el 2005, el 20 de septiembre encontramos una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la que se afirma que en virtud del principio a la buena administración el traslado de funcionarios de un municipio a otro debe estar justificado por las necesidades del servicio.
Una sentencia de 24 de mayo de 2005, también del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, señaló, en materia de justicia, que el principio de la buena administración consagra la celeridad en los procesos judiciales. Expresión del derecho fundamental a la motivación de las resoluciones administrativas lo podemos encontrar en la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 23 de abril de 1997, en cuya virtud cualquier restricción de los derechos de defensa debe estar convenientemente motivada. También es consecuencia de la buena administración pública la resolución en plazo razonable de los asuntos públicos, de manera que cómo dispone la sentencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas de 12 de julio de 2995, "la inactividad de la Administración más allá de los plazos establecidos en las normas constituye una lesión al principio de la buena administración pública". Igualmente, por sentencia del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas de 16 de marzo de 2005 es consecuencia del principio de la buena administración, la óptima gestión de los organismos administrativos, lo que incluye, es claro, el respeto a los plazos establecidos y al principio de confianza legítima, en virtud del cual la administración pública, merced al principio de continuidad y a que no puede separase del criterio mantenido en el pasado salvo que lo argumente en razones de interés general.
Es también una consecuencia del principio de la buena administración, dice el Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas el 27 de febrero de 2003, que la Administración facilite todas las informaciones pertinentes a la otra parte actuante en el procedimiento administrativo. Una sentencia del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas de 10 de junio de 2004 señala, en este sentido, que el principio de la buena administración comprende el derecho de defensa, la seguridad jurídica y la proscripción de incoación del procedimiento disciplinario de manea excesivamente extemporánea y adoptar una sanción disciplinaria sin esperar a la resolución firme del órgano jurisdiccional penal.
En materia de derecho sancionador disciplinario, el derecho a una buena Administración, en opinión de Membiela, obliga a que la propia Administración pública a una agilidad procedimental en la investigación de presuntas irregularidades disciplinarias, violando dicho principio actuaciones disciplinarias dilatadas en el tiempo que causan daño moral. En este sentido, una sentencia del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas de 10 de junio de 2004 ha sentado que el conjunto de circunstancias que provocaron al demandante un menoscabo de su reputación y perturbaciones en su vida privada y le mantuvieron en una situación de incertidumbre prolongada constituyen un daño moral que debe ser reparado.
La sentencia del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas de 13 de marzo de 2003 recuerda una reiterada jurisprudencia comunitaria en cuya virtud existe un principio general, basado en las exigencias de la seguridad jurídica y la buena administración, que obliga a la administración pública a ejercer sus facultades dentro de determinados límites temporales, precisamente en aras de la protección de la confianza legítima que en ella depositan los administrados.
Es exigencia también de la buena administración, como señala la sentencia del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas de 27 de febrero de 2003, facilitar todas las informaciones pertinentes a la otra parte actuante de un procedimiento. Ocultar informaciones que obren en poder de la Administración durante el curso de un determinado procedimiento lesiona gravemente este derecho fundamental y, además, puede ser también una actuación constitutiva de ilícito administrativo y penal. Igualmente, una manifestación de buena Administración en materia disciplinaria, tal y como señala una sentencia del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas de 6 de julio de 2000, es tratar con dignidad respetando la reputación de los interesados mientras no hayan sido condenados.
V. REFLEXIÓN FINAL
En fin, el reconocimiento a nivel europeo del derecho fundamental a la buena administración constituye, además, un permanente recordatorio a las Administraciones públicas de que su actuación ha de realizarse con arreglo a unos determinados cánones o estándares que tienen como elemento medular la posición central del ciudadano al que el aparato público debe servir objetivamente en lo que se refiere a sus necesidades colectivas y asuntos de interés general. Posición central del ciudadano que ayudará a ir eliminando de la praxis administrativas toda esa panoplia de vicios y disfunciones que conforman la llamada mala administración tan de moda por su presencia en este tiempo.
La centralidad de los ciudadanos en el sistema del Derecho Administrativo ha permitido que en la Unión Europea, la Carta de los Derechos Fundamentales haya reconocido el derecho fundamental de los ciudadanos europeos a la buena Administración pública, concretado en una determinada manera de administrar lo público caracterizada por la equidad, la imparcialidad y los plazos razonables. En este contexto, en el seno del procedimiento administrativo y con carácter general, la proyección de este derecho ciudadano básico, de naturaleza fundamental, supone la existencia de un elenco de principios generales y de un repertorio de derechos ciudadanos que en el procedimiento administrativo adquieren una relevancia singular. Estos derechos conforman, con las correspondientes consiguientes obligaciones de parte de la Administración pública, el estatuto jurídico del ciudadano ante la Administración pública.
En efecto, en el marco del respeto al Ordenamiento jurídico en su conjunto, la Administración pública sirve con objetividad al interés general y actúa, especialmente en sus relaciones con los ciudadanos, de acuerdo con los siguientes principios, que son corolarios del derecho fundamental a la buena administración pública:
Para terminar, el derecho general fundamental de los ciudadanos a una buena administración pública se puede concretar, entre otros, en los siguientes derechos subjetivos de orden administrativo:
Es decir, el derecho fundamental a la buena Administración pública trae consigo, con todas sus consecuencias, la centralidad de la persona en el régimen jurídico de la administración pública.
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