Resumen: El artículo sostiene que en los países latinoamericanos es necesaria la convencionalización del Derecho Administrativo: un proceso de relectura de los institutos de esta rama jurídica a la luz del contenido de los tratados de derechos humanos y la jurisprudencia de las Cortes Internacionales. Examina en qué medida las disposiciones de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la jurisprudencia de la Corte Interamericana comienzan a operar como fuentes del Derecho Administrativo, las cuales deben ser tenidas en cuenta por la Administración Pública y por los órganos de control como parámetro de validez de la actividad administrativa. Analiza la posición de la jurisprudencia de la Corte Interamericana según la cual corresponde a todos los órganos y autoridades públicas nacionales ejercer el control de convencionalidad, verificando la compatibilidad de las normas de Derecho interno con los tratados internacionales de derechos humanos. Propone criterios operativos y procedimentales para la realización del control de convencionalidad por parte de las autoridades administrativas en los países latinoamericanos.
Palabras clave: Derecho Administrativo, Latinoamérica, tratados internacionales de derechos humanos, control de convencionalidad, Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Abstract: The article argues that in Latin American countries it is necessary a conventionalization of Administrative Law: a process of re-reading the institutes of this legal branch in light of the content of human rights treaties and the jurisprudence of the International Courts. It examines to what extent the provisions of the American Convention on Human Rights and the case law of the Inter-American Court come to operate as sources of Administrative Law, which must be taken into account by the Public Administration and by the control bodies as a parameter for the validity of the administrative activity. It analyzes the position of the Inter-American Court’s case law according to which it is incumbent upon all national bodies and public authorities to exercise conventionality control, by verifying the compatibility of the norms of domestic law with international human rights treaties. Operational and procedural criteria are proposed for the performance of conventionality control by administrative authorities in Latin American countries.
Keywords: Administrative law, Latin America, international human rights treaties, conventionality control, Inter-American Court of Human Rights.
La convencionalización del Derecho Administrativo en Latinoamérica*
The conventionalization of Administrative Law in Latin America
Recepción: 10 Julio 2022
Aprobación: 18 Agosto 2022
Durante el siglo XIX y la mayor parte del siglo XX, en países de tradición de Civil Law, la ley en sentido formal (promulgada por el Parlamento) fue elevada a la condición de fuente por excelencia del Derecho. Con las transformaciones operadas en los ordenamientos jurídicos de los Estados tras la Segunda Guerra Mundial, a través del reconocimiento de la supremacía de las Constituciones y el surgimiento del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, en la lista de fuentes del Derecho la ley pasa a dar su protagonismo a los derechos fundamentales de las Constituciones y a los derechos humanos de las convenciones internacionales.
En cuanto a las Constituciones, su ascenso a la cumbre del sistema normativo –con la irradiación, en todo el sistema, de los valores emanados del núcleo central formado por la dignidad humana y los derechos fundamentales– derivó en el proceso de constitucionalización del Derecho Administrativo, con repercusiones en varios países de América Latina.[1] No sólo se incorporaron al texto constitucional temas centrales de este campo del conocimiento jurídico, sino que también los institutos establecidos por las normas y reglamentos jurídicos comenzaron a ser reinterpretados a la luz de los principios, valores y reglas constitucionales. Así, los fundamentos de la disciplina jurídica de la Administración Pública ya no descansan en las normas infraconstitucionales, sino en la propia Constitución, que da un nuevo sentido a todas las figuras jurídicas previstas por las leyes y reglamentos. Todo ello implica la necesidad de modificar la comprensión de la legislación administrativa, ya sea cambiando su redacción o mediante la interpretación conforme, para hacerla compatible con el contenido constitucional. Tanto la doctrina como la jurisprudencia en los países latinoamericanos, incluido Brasil, operaron una verdadera reconstrucción de esta rama jurídica, reconfigurando sus diversos institutos.
Sin embargo, el cambio de paradigma que se produjo a mediados del siglo XX no se debió sólo al proceso de constitucionalización del Derecho, sino también al proceso de convencionalización de los sistemas jurídicos, marcados por su apertura a la incidencia de las convenciones internacionales. El Derecho Internacional de los Derechos Humanos, en general, y el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (en adelante SIDH), en particular, han incidido en la forma de entender los ordenamientos jurídicos nacionales en los países latinoamericanos.[2] El proceso de celebración de compromisos jurídicos y políticos entre los Estados –materializados en la forma de tratados internacionales– a favor de la protección de los derechos humanos comenzó a demandar una nueva forma de ver las fuentes del Derecho, en todas las ramas jurídicas.
Sucede que la aplicación interna del Derecho Internacional por parte de los Estados se manifiesta en el ejercicio de todas sus funciones: no sólo legislativa y jurisdiccional, sino también administrativa. El respeto, protección y promoción de los derechos humanos en los tratados internacionales debe, efectivamente, orientar la actividad del legislador y del juez, pero no sólo eso: también debe orientar la actuación de la Administración Pública. Esto significa que todos los organismos y autoridades públicas están, en el ejercicio de cualquiera de las funciones estatales, obligados por los tratados internacionales de derechos humanos como fuente de derecho. Por tanto, además de la ya consolidada constitucionalización del Derecho Administrativo, se hace necesaria la convencionalización del Derecho Administrativo, consistente en el proceso de relectura de los institutos de esta rama jurídica a la luz del contenido de los tratados internacionales de derechos humanos y de la jurisprudencia de las Cortes Internacionales ante las cuales es responsable vigilar su cumplimiento, como es el caso de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante Corte IDH).
En los últimos años, la preocupación por la repercusión nacional de los derechos humanos contemplados en los documentos jurídicos internacionales ha cobrado mayor atención por parte de los estudiosos del Derecho Internacional, en primer lugar, y del Derecho Constitucional, en segundo lugar. La discusión sobre la jerarquía de estas convenciones internacionales, por ejemplo, solía plantearse en los debates parlamentarios en el seno del Poder Legislativo cuando se votaba un proyecto de ley, o en el ámbito judicial en el curso de un juicio cuya situación envolvía la incompatibilidad entre una disposición de un tratado internacional y una norma constitucional o legal. Sin embargo, en muchos países latinoamericanos, los investigadores de Derecho Administrativo han prestado poca o ninguna atención al tema.[3] Y parece que hay una razón clara para ello.
El Derecho Administrativo se construyó a lo largo de los siglos XIX y XX bajo la fuerte influencia de sus orígenes franceses. Por razones que se explorarán en este estudio, la primera conformación de esta rama jurídica se forjó sobre la base del principio de legalidad administrativa, según el cual la Administración Pública debe obedecer estrictamente la ley en sentido formal (expresión de la voluntad general del pueblo) como forma de evitar la arbitrariedad y la violación de la propiedad y de las libertades de los individuos por parte de los agentes públicos. Esta concepción llegó a reproducirse en varios países –incluso latinoamericanos– en los que se tomó como paradigma el Derecho Administrativo francés (ya sea directamente o por influencia de otro país que adoptó el modelo francés, como España y sus reflejos en los sistemas jurídicos de América Latina). Por tanto, para los administrativistas, la Administración Pública debería preocuparse con la aplicación de la ley, fuente última del Derecho.
Esta visión, según la cual la ley es siempre un escudo protector de los individuos, no se da cuenta de que no sólo la Administración Pública puede violar los derechos de los ciudadanos. Formalmente, el legislador también puede crear normas jurídicas dentro de los trámites procedimentales establecidos para su aprobación, pero cuyo contenido es materialmente lesivo para la dignidad de la persona y los derechos humanos que de ella se derivan. En otras palabras: el cumplimiento de la ley no es garantía de que los derechos humanos más importantes sean respetados por el Estado-Administración. De hecho, ésta es precisamente la razón de ser del Derecho Internacional de los Derechos Humanos: evitar, mediante la asunción de compromisos políticos en el orden internacional, que un Estado viole los derechos humanos en su territorio bajo el argumento de que su actuación se ajusta con una ley interna.
Son situaciones de esta naturaleza las que llevaron a la Corte Interamericana de Derechos Humanos a desarrollar la doctrina del control de convencionalidad. A partir de 2006, mediante posición expresa de la Corte,[4] diferentes sentencias consolidaron el entendimiento de que la verificación de compatibilidad entre una norma de Derecho interno con las disposiciones de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (en adelante CADH) constituye un verdadero deber de los jueces pertenecientes a los Estados signatarios del pacto. Esto es así porque no tendría sentido reconocer la obligatoriedad de los tratados internacionales si los jueces de los Estados Parte, en el ámbito interno, no realizaran este examen de conformidad de las leyes y actos normativos nacionales con las disposiciones normativas de las convenciones, que fueron firmadas por los países precisamente para conferir un mayor nivel de protección jurídica a los derechos humanos, protegiéndolos frente a las medidas internas adoptadas por el Estado.
Pero la Corte IDH fue más allá: en el 2011, en el caso Gelman vs. Uruguay, extendió el alcance de esta doctrina a la Administración Pública, afirmando que el ejercicio del control de convencionalidad es una “función y tarea de cualquier autoridad pública y no sólo del Poder Judicial”.[5] Con esta decisión, el deber de ejercer el control de convencionalidad de las leyes y los actos normativos internos ya no se limita a los jueces, sino que ahora se amplía para alcanzar también a las autoridades administrativas del Estado. Este entendimiento es confirmado y desarrollado posteriormente por la Corte en otros casos.
A pesar de estas manifestaciones explícitas de la jurisprudencia de la Corte IDH, la doctrina mayoritaria y la Administración Pública de los países latinoamericanos aún no han aceptado esta posición en la práctica. La visión clásica del Derecho Administrativo forjada en el siglo XIX, ceñida a una noción de legalidad estricta y a un concepto amplio de discrecionalidad administrativa, sigue erigiendo obstáculos a la admisibilidad del control de convencionalidad por parte de los agentes públicos en el ejercicio de la función administrativa del Estado. Se produce entonces una especie de callejón sin salida entre las determinaciones fijadas por la jurisprudencia de la Corte IDH y la práctica administrativa desarrollada en los países signatarios de la Convención Americana de Derechos Humanos.
Este estudio tiene dos objetivos. En primer lugar, sustentar la necesidad de una convencionalización del Derecho Administrativo en América Latina, con base en la jurisprudencia de la Corte IDH y en posiciones defendidas por la doctrina administrativista, verificando cómo los tratados internacionales de derechos humanos deben impactar la actividad de la Administración Pública. En segundo lugar, analizar en qué medida las autoridades administrativas, en los países latinoamericanos que forman parte del SIDH, están obligadas por la potestad-deber de ejercer el control sobre la convencionalidad de las leyes y demás actos normativos nacionales, en ejercicio de la función administrativa del Estado. El tema es polémico, pues existen argumentos a favor y en contra del reconocimiento de esta prerrogativa para las autoridades administrativas, y la posición de la Corte Interamericana al respecto es aún tímida y relativamente reciente, por lo que la aplicación del control de convencionalidad por parte de las autoridades administrativas sigue siendo la excepción –y no la regla– en los países latinoamericanos.
Para lograr estos objetivos, el artículo se estructurará de la siguiente manera: (i) análisis del cambio paradigmático en el Derecho Administrativo derivado de la adopción del principio de juridicidad administrativa (más allá de la estricta legalidad); (ii) examen de los impactos producidos por el reconocimiento del corpus iuris interamericano de derechos humanos como fuente del Derecho Administrativo; (iii) investigación sobre la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos relacionada con el control de convencionalidad y su ejercicio por parte de las autoridades administrativas; (iv) proposición de aspectos operativos y procedimentales de cómo debe ejercerse el control de convencionalidad por parte de la Administración Pública en los diferentes sistemas jurídicos de los países que integran el SIDH.
De acuerdo con la concepción de legalidad administrativa forjada durante el liberalismo decimonónico en los países de la Europa continental, la ley en sentido formal figuraba como la única fuente legítima de Derecho, asumiendo una posición jurídica superior a la Constitución, cuyas disposiciones tenían un carácter de naturaleza meramente política. En estos Estados, la operatividad de los mandatos constitucionales, incluidos los que vehiculaban “derechos del hombre" (como se denominaban en el ambiente francés a finales del siglo XVIII), dependía de la reglamentación legislativa.[6] Y dentro de esta lógica, para que la Administración Pública pudiera moverse dentro de las fronteras del Derecho, bastaba con que observara los límites de la legislación creada por el Parlamento.
El sometimiento del Estado al ordenamiento jurídico era una cuestión que se reducía a su sujeción a la ley. La posible disparidad entre el contenido material de la ley y el contenido axiológico de las disposiciones constitucionales no era un problema de validez jurídica que se presente a la actividad administrativa, ya que la validez de las normas legales dependía únicamente del cumplimiento del procedimiento formal previsto para su elaboración. Por lo tanto, la ley era el único faro que iluminaba las vías de la acción administrativa.
En el paradigma iniciado a finales del siglo XVIII y consolidado durante el siglo XIX en la Europa continental, que se denomina convencionalmente Estado de Derecho legislativo,[7] la ley general y abstracta significaba la propia garantía de la libertad. Esto era así porque, por un lado, la representación política (sufragio censitario, autonomía de los representantes y mandato representativo) aseguraba supuestamente la participación igualitaria de cada persona en la formación de la voluntad general y, por otro, la separación de poderes garantizaba la previsibilidad de la acción estatal y la defensa de los derechos individuales frente a las intervenciones arbitrarias.[8] La ley era concebida como un marco formal de protección de las libertades y de la seguridad de la propiedad, en una época en que aparecía como el producto de la voluntad de un Parlamento homogéneo, compuesto únicamente por representantes de la burguesía, donde no había grandes enfrentamientos ideológicos.
El Derecho Administrativo se fundó en el marco del liberalismo decimonónico, caracterizado por el temor de los revolucionarios burgueses a las injerencias administrativas en las esferas jurídicas de los individuos. El sometimiento de la Administración Pública a la ley significó, de acuerdo con la ideología de la Ilustración, una solución encontrada para evitar posibles intromisiones que atentaran contra las libertades individuales, conteniendo los excesos del Poder Público y reservando un espacio de autonomía privada protegido contra la interferencia estatal. Fue una forma de proporcionar seguridad y previsibilidad a los ciudadanos en relación con las conductas administrativas.
El sentido de esta vinculación de la Administración a la ley creada por el Parlamento no siempre fue uniforme. Sus contornos variaron a lo largo de los siglos XIX y XX.[9] En primer lugar, prevalecía la idea de una vinculación negativa de la Administración a la ley, según la cual la Administración podía hacer no sólo lo que la legislación le exigía explícitamente, sino también todo lo que no le prohibía. La ley, desde este punto de vista, se entiende como un límite a la acción administrativa. Se entendía que, en los ámbitos no regulados por el legislador, la Administración tendría discrecionalidad para actuar libremente, siempre que no contraviniera las determinaciones legales.[10] La legalidad administrativa se interpretó como un principio de compatibilidad: se permitiría a la Administración Pública hacer todo lo que no sea incompatible con lo que prescribe la ley.[11]
A principios del siglo XX, esa perspectiva que predominaba hasta entonces se modificó, especialmente bajo la influencia del positivismo normativista de Kelsen. Partidarios del pensamiento de Hans Kelsen, como Adolf Merkl, comenzaron a aplicar sus teorías al ámbito del Derecho Administrativo, transformando la vinculación negativa en una vinculación positiva de la Administración a la ley. Rechazando la posibilidad de la existencia de potestades administrativas que no fuesen atribuidas por una norma jurídica previa que permitiera su uso, Merkl sostiene que la Administración sólo estaría autorizada a actuar cuando existiera una norma legal precedente que habilitara jurídicamente su conducta, por lo que la ley consistiría en una condición necesaria para habilitar la actuación administrativa.[12] Desde este punto de vista, la ley no sólo se toma como un límite, sino también como presupuesto para la actuación de la Administración Pública. Se trata de una lectura de la legalidad que la concibe como un principio de conformidad: la Administración sólo puede actuar de acuerdo con lo que la ley determina, y la ausencia de una ley que autorice la práctica de un acto presupone, caso el acto sea expedido, su inconformidad con la legalidad.[13]
Es relevante señalar que, aunque la noción de vinculación positiva a la ley se haya extendido desde el siglo XX, nació para reforzar los propósitos liberales de asegurar que el Poder Público sólo pudiera caminar sobre los raíles de la ley, no estando autorizado a practicar conductas que no estuvieran predeterminadas por el legislador. El efecto de esta lectura del principio de legalidad administrativa es neutralizar aún más las acciones positivas de la Administración. Ella no sustituye a la noción anterior, sino que, por el contrario, surge para complementarla. Se mantiene la prohibición de la actuación administrativa en los casos en que la ley lo prohíbe (ley como límite), pero a ella se añade ahora la interdicción de actuar cuando la legislación no lo determina taxativamente (ley como presupuesto). La vinculación positiva a la ley viene a cubrir jurídicamente un espacio político de libre actuación de la Administración, reduciendo el círculo de discrecionalidad dentro del que antes estaba autorizada a moverse, con el fin de bloquear con mayor intensidad las conductas administrativas comisivas. En definitiva, esta limitación jurídica de la autonomía de la Administración Pública por ley pretendía reforzar la protección de las libertades públicas de los individuos.
Las polémicas en torno al alcance del principio de legalidad administrativa surgen a partir del momento en que entra en la Teoría del Derecho y en el Derecho Constitucional el pleno reconocimiento de la normatividad y supremacía de la Constitución y de la prevalencia de los derechos humanos, que sólo viene a difundirse de forma generalizada[14] y con mayor vigorosidad en la segunda mitad del siglo XX. A lo largo del siglo XX, se constata que la ley se había convertido en un instrumento utilizado por el gobernante, que impone su voluntad, sus opciones y no necesariamente las de los electores; la ley deja de entenderse inocentemente como fruto de la voluntad general del pueblo y pasa a representar los deseos de la clase hegemónica que conquista las mayorías parlamentarias y de los grupos de presión que actúan entre los bastidores del Parlamento.[15] Y así, a menudo, acaba ofendiendo los derechos más básicos de los ciudadanos. El mero respeto a la forma en el proceso de elaboración normativa ya no es suficiente para conseguir resultados justos.
Se observó que las decisiones políticas más importantes de la sociedad debían sustraerse de la esfera de disponibilidad del legislador ordinario, dada su vulnerabilidad frente a las mayorías parlamentarias simples (y por tanto no representativas). Surgió la necesidad de distinguir qué cuestiones eran fundamentales para la estructura del Estado y de la sociedad, necesitadas de una protección jurídica reforzada que las hiciera rígidas frente a los cambios frecuentes, y cuáles eran opciones circunstanciales, que podrían sujetarse más flexiblemente a las alteraciones. Ahí también revela la importancia de proporcionar criterios materiales y axiológicos para la validez de las leyes, que tendrían en cuenta la consonancia de su contenido con los valores elementales compartidos por la colectividad. Y la respuesta a este problema la dio, por un lado, la adopción del principio de la supremacía de la Constitución en el Derecho Constitucional y, por otro, la aparición del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Sobre la base de este razonamiento, en la segunda mitad del siglo XX, en la Europa continental y gradualmente en otros países de tradición jurídica romano-germánica, las disposiciones constitucionales asumieron fuerza jurídico-normativa,[16] dejando de ser consideradas como meras aspiraciones políticas. Además de adquirir fuerza imperativa, fueron elevadas a la posición de norma jurídica suprema, ascendiendo al nivel de la más alta jerarquía entre las fuentes del Derecho.[17] Se invierte la relación de subordinación entre la ley y la Constitución, sometiendo la primera a las disposiciones de la segunda, con la transición de un Estado Legislativo a un Estado Constitucional.[18] No se trata simplemente de una inversión de posiciones jerárquicas. Se altera la propia forma de entender el Derecho, ya no desde una perspectiva puramente técnico-formal, sino sobre todo ética-valorativa. La superioridad de la ley es sustituida por la supremacía de la Constitución, que se convierte en el parámetro de validez del contenido sustancial de todas las demás normas que componen el universo jurídico.
También en la segunda parte del siglo XX, con la consolidación de los procesos de celebración de tratados internacionales y la creación de sistemas universales y regionales de protección de los derechos humanos, éstos empezaron a tener prevalencia en los ordenamientos jurídicos internos y a vincular directamente a los Estados.[19] En el ámbito del SIDH, la Corte IDH se refiere a un corpus iuris del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, “formado por un conjunto de instrumentos internacionales de contenido y efectos jurídicos variados (tratados, convenciones, resoluciones y declaraciones)”.[20] Este corpus iuris está compuesto no sólo por las normas expresas de los tratados internacionales, sino también por el Derecho Internacional consuetudinario, “de los principios generales de derecho y de un conjunto de normas de carácter general o de soft law, que sirven como guía de interpretación de las primeras, pues dotan de mayor precisión a los contenidos mínimos fijados convencionalmente”.[21] Debido a la incidencia de este conjunto de parámetros que comienzan a vincular la actuación del Poder Público, se comienza a hablar no sólo de un Estado Constitucional, sino también de un Estado Convencional.[22]
Con ello se abandona la concepción reduccionista del Derecho, tributaria del positivismo jurídico de la escuela de la exégesis francesa, reconociéndose como parte integrante del sistema normativo no sólo la ley formal, sino también los principios constitucionales expresos e implícitos y los derechos humanos de los sistemas de protección internacional, todos ellos con fuerza vinculante para el Estado como un todo (juez, legislador, administrador) y para los particulares. Se amplía así el conjunto de deberes jurídicos que debe cumplir la Administración, y las normas internacionales y comunitarias adquieren gran importancia,[23] que pasan a formar parte del bloque de constitucionalidad y comienzan a incidir en los Derechos Administrativos internos.[24]
Para garantizar que todo este conjunto de valores y normas sea observado, a través del respeto, protección y promoción de los derechos del ser humano por parte del Poder Público, se comienza a afirmar el sometimiento de la Administración no sólo a la ley, sino también al Derecho como un todo, ampliando su vinculación jurídica, que en el paradigma del Estado Legislativo se limitaba a la ley formal, por el principio de estricta legalidad. Como se ha visto, en el Estado Constitucional y Convencional la ley ya no abarca todo el contenido del Derecho, que ahora también se manifiesta desde fuentes jurídicas distintas e incluso jerárquicamente superiores, como la Constitución y los tratados internacionales. Como los principios y reglas constitucionales expresos e implícitos y los derechos humanos de los sistemas de protección internacional han adquirido fuerza jurídico-normativa y preeminencia en el ordenamiento jurídico, la validez de los actos de la Administración ya no depende únicamente de su adecuación o conformidad con la ley en sentido formal y pasa a encontrarse subordinada a su armonía con todo el contenido jurídico formal y material del bloque de constitucionalidad.
En este sentido, la Administración Pública ya no está sometida sólo a la ley en sentido formal (legalidad estricta), sino al Derecho globalmente considerado (juridicidad o legalidad amplia).[25] Son ejemplos de esta orientación las disposiciones inscritas en el art. 20.3 de la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania[26] y en el art. 103.1 de la Constitución del Reino de España,[27] que establecen que la Administración está sometida a la ley y al Derecho. Es decir, aunque se hayan respetado los trámites formales exigidos por la ley para la práctica del acto, el desarrollo del procedimiento o la ejecución del contrato administrativo, su validez puede seguir siendo cuestionada por ofender, por ejemplo, el principio constitucional de igualdad o el derecho humano a la libertad de expresión.
Al afirmar que la Administración está sometida a la ley y al Derecho supone admitir que la legislación infraconstitucional elaborada por el Parlamento no es el único parámetro jurídico de validez de la actuación administrativa. Se amplía el universo normativo que vincula la actuación del Poder Público, añadiéndose al lado de la ley formal otros elementos de cogida observancia. El principio de la juridicidad administrativa abarca, en este sentido, en una escala jerárquica descendente: (i) el principio de constitucionalidad - deber de conformidad con la Constitución; (ii) el principio de convencionalidad - deber de conformidad con las convenciones internacionales; (iii) el principio de legalidad - deber de conformidad con la ley en sentido estricto; (iv) el principio de autovinculación - deber de conformidad con los actos administrativos normativos.
Esta verdadera transformación paradigmática reconocida hegemónicamente por la doctrina del Derecho Administrativo, sin embargo, no siempre se refleja en la práctica de la Administración Pública. Todavía es frecuente encontrar fundamentos de actos administrativos que se ciñen al modelo del siglo XIX, aplicando automáticamente la ley sin cuestionar su conformidad con la Constitución o con el corpus iuris del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Según este razonamiento, no corresponde al administrador hacer ningún juicio sobre la constitucionalidad o convencionalidad de las leyes para verificar su validez, sino sólo aplicarlas sin más cuestionamientos.
La adopción del principio de juridicidad por parte del Derecho Administrativo en los países latinoamericanos ha traído, como consecuencia lógica, una ampliación del conjunto de fuentes del Derecho con las que la Administración Pública se vincula y debe obedecer, so pena de quedar sometida al control judicial. Por esta razón, se volvió relevante para los administrativistas el estudio de las obligaciones derivadas de la CADH, de sus protocolos adicionales y de la jurisprudencia de la Corte IDH, las cuales pasan a formar parte del bloque de juridicidad que rige la actuación administrativa.[28] En otras palabras, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos se convierte en una auténtica fuente del Derecho Administrativo, que debe incidir en la función administrativa del Estado.
No cabe duda de que las Administraciones Públicas de los Estados miembros del SIDH están sujetas al deber de respetar los derechos humanos protegidos por la CADH, de manera que sus actos u omisiones disconformes con ellos deben ser controlados por los órganos jurisdiccionales nacionales competentes para ejercer el control de la actividad administrativa. En este sentido, existe ya un amplio cuerpo de doctrina y jurisprudencial en los países latinoamericanos que identifica las normas, parámetros y estándares derivados del corpus iuris interamericano de derechos humanos que inciden sobre la actividad de la Administración Pública, la cual, en caso de contradecirlos, estará sujeta al control jurisdiccional.
Entre los principios, derechos y garantías que las autoridades administrativas deben tener en cuenta en el ejercicio de sus funciones, los que aparecen con más frecuencia en las referencias sobre el asunto son: (a) el principio de la dignidad de la persona humana;[29] b) el principio pro persona o pro homine;[30] c) el derecho a la verdad y el derecho a la reparación en los casos de víctimas de graves violaciones de los derechos humanos;[31] d) los principios de legalidad formal y de proporcionalidad (adecuación y necesidad) en los casos de restricciones de los derechos humanos;[32] e) el derecho al debido proceso y a la tutela administrativa efectiva en los procedimientos administrativos, derivados de la aplicación de las garantías de los artículos 8º y 25 de la CADH no sólo al ámbito judicial, sino también al administrativo.[33]
Respecto a este último derecho, la doctrina y la jurisprudencia ya han identificado innúmeros desdoblamientos, tales como: (i) el derecho de petición, con la posibilidad de que el solicitante recurra ante la autoridad administrativa competente y exponga sus pretensiones dentro del procedimiento;[34] (ii) el derecho a ser oído en un procedimiento administrativo previo a la práctica de todos y cada uno de los actos que afecten a su esfera jurídica,[35] que no puede convertirse en un mero trámite rutinario o en una apariencia formal de defensa, sino que debe consistir, por el contrario, en la posibilidad de una participación real y útil del individuo en el procedimiento;[36] (iii) el derecho de publicidad y verificación del expediente de manera amplia e irrestricta;[37] (iv) el derecho a aportar y solicitar pruebas;[38] (vi) el derecho a la autodefensa, que incluye el derecho a estar presente y el derecho de audiencia; (vii) el derecho a la defensa técnica por parte de un abogado, considerado indispensable en los procedimientos de cuño sancionatorio;[39] (viii) el derecho a la tutela cautelar en sede administrativa, aún en ausencia de previsión legal específica, por analogía con la potestad general de tutela otorgada al juez, en los casos de protección urgente de derechos fundamentales en el ámbito administrativo;[40] (ix) el principio de formalismo atenuado, siempre a favor del ciudadano y nunca de la Administración;[41] (x) la obligación de la Administración de resolver la solicitud administrativa sin dilaciones indebidas y en un plazo razonable;[42] (xi) el derecho a una decisión motivada, en la que se consideren efectivamente los argumentos presentados por los interesados;[43] (xii) el derecho a interponer recursos ante una autoridad jerárquica superior;[44] (xiii) la imposibilidad de condicionar la interposición de recursos o la impugnación de actos al pago previo de deudas, multas o a la constitución de fianzas, siempre que ello pueda impedir el ejercicio de los derechos;[45] entre otros.
Desde esta perspectiva –de la cual las obligaciones son impuestas a la Administración Pública por el corpus iuris interamericano de derechos humanos– el tema ha sido desarrollado desde hace un tiempo en el ámbito del Derecho Administrativo en algunos países latinoamericanos, ya sea por la doctrina o la jurisprudencia. Y como consecuencia, en los Estados en los que este tema ha sido objeto de mayor reflexión, el control de la actividad administrativa contraria a los derechos humanos de la CADH ha sido ejercido por los órganos jurisdiccionales competentes para revisar los actos antijurídicos de la Administración Pública. Por destacar algunos ejemplos, es el caso, entre otros, de Argentina y Colombia.
El Derecho Internacional de los Derechos Humanos ha tenido un impacto significativo en el sistema de fuentes del Derecho Administrativo en la República Argentina, país donde este proceso se acentuó con la reforma constitucional de 1994. En el artículo 75, inciso 22, la Constitución argentina estableció la jerarquía constitucional de diez tratados de derechos humanos y estipuló un sistema de incorporación de nuevas convenciones de esta naturaleza al ordenamiento jurídico interno a nivel constitucional, sujeto al requisito de mayoría calificada en el Congreso de la Nación.[46] Con esta transformación, los derechos humanos de los tratados internacionales han tenido un fuerte impacto en la reconfiguración de los institutos de Derecho Administrativo interno[47] - como en materia de procedimiento administrativo,[48] jurisdicción contencioso-administrativa,[49] función pública,[50] contratación pública,[51] actos administrativos y poder de policía.[52]
Y con mucha frecuencia, las decisiones judiciales de los tribunales argentinos que implican el control de la Administración Pública aplican las normas de la CADH y los principios, parámetros y estándares definidos por las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la jurisprudencia de la Corte IDH. Un ejemplo importante es el caso “Astorga Bracht, Sergio y otros vs. COMFER”, en el que la Corte Suprema de Justicia de la Nación establece un paralelismo entre el derecho a la tutela judicial efectiva, aplicable en el ámbito judicial, y el derecho a la tutela administrativa efectiva, aplicable en el ámbito administrativo. En la sentencia, basándose en interpretaciones de la Corte IDH (como el caso Baena, Ricardo y otros vs. Panamá),[53] la Corte Suprema extiende al procedimiento administrativo las garantías previstas en los artículos 8º y 25 de la CADH, evidenciándolo como un mecanismo de tutela de los derechos, entendido desde el punto de vista del ser humano y no ya a la luz de los privilegios y prerrogativas de la Administración.
En el caso colombiano, también es bastante común utilizar el corpus iuris interamericano de los derechos humanos como parámetro para el control jurisdiccional de la actividad de la Administración Pública, que es ejercido por la jurisdicción contencioso-administrativa, cuyo órgano de cierre es el Consejo de Estado. En su jurisprudencia, el citado órgano ha reconocido expresamente el deber de los jueces contencioso-administrativos de ejercer el control difuso de convencionalidad,[54] siendo responsables de examinar la compatibilidad de las leyes y actos normativos internos aplicables al caso concreto con los tratados internacionales de derechos humanos y la jurisprudencia de la Corte IDH.[55] Al concluir el análisis, si se identifica una contradicción entre el ordenamiento jurídico interno y el sistema interamericano, el juez debe reconocer el poder normativo de la convención y hacerla prevalecer.[56]
Es abundante la jurisprudencia del Consejo de Estado colombiano que invoca la CADH y la jurisprudencia de la Corte IDH en sus fundamentos jurídicos, involucrando temas como las graves violaciones a los derechos humanos, el derecho a la reparación integral, los derechos de las mujeres, los derechos de los niños, niñas y adolescentes, el derecho a la salud, el derecho al debido proceso, entre otros.[57] Por destacar algunos ejemplos, desde el 2007, en ejercicio del control de convencionalidad, el Consejo de Estado ha declarado la responsabilidad del Estado colombiano por conductas contrarias a la CADH. Particularmente, estas decisiones se refieren a la aplicación de los mecanismos de reparación y a las garantías de no repetición.[58] Asimismo, ha incorporado disposiciones de orden procesal sobre la observancia de los fallos en los que se condena al Estado colombiano.[59]
En Brasil, sin embargo, el tema de la convencionalización del Derecho Administrativo aún carece de mayor profusión en el ámbito administrativista, tanto en términos de doctrina como de jurisprudencia. El impacto de los tratados internacionales de derechos humanos y la jurisprudencia de las Cortes Internacionales sobre la Administración Pública aún no ha captado la atención de los autores brasileños, con muy pocas excepciones.[60] Hasta el momento, el único autor en el país que ha profundizado en la materia con el objetivo de identificar y sistematizar los diversos desarrollos de los tratados internacionales sobre la actividad administrativa,[61] examinando en detalle el control de convencionalidad ejercido por la Administración Pública (y sobre ella por Poder Judicial),[62] así como las consecuencias jurídicas que produce el Derecho Internacional de los Derechos Humanos sobre los distintos institutos y categorías del Derecho Administrativo (principios constitucionales,[63] organización administrativa, discrecionalidad, control judicial,[64] licitaciones, contratos administrativos, servicios públicos,[65] concesiones y permisos, funcionarios públicos[66] y procedimiento administrativo) fue Felipe Klein Gussoli.[67]
No es este el lugar para analizar en detalle, como lo hace el autor, en qué medida el Derecho Internacional de los Derechos Humanos en general y el SIDH en particular imponen una reinterpretación de los diferentes institutos del Derecho Administrativo. Es necesario, sin embargo, llamar la atención sobre la necesidad de que los administrativistas vayan incorporando en sus discursos, así como en sus obras, el examen de los efectos que los tratados internacionales de derechos humanos tienen sobre las figuras y categorías de esta rama jurídica. En América Latina deben incluirse en esta agenda las disposiciones de la CADH, sus protocolos adicionales y la jurisprudencia de la Corte IDH. Y siguiendo el ejemplo de países como Argentina y Colombia, los tribunales competentes para controlar la actividad de la Administración Pública deben tener en cuenta el corpus iuris interamericano de derechos humanos como parámetro normativo para examinar la validez de las acciones y omisiones de los agentes administrativos.
Por otro lado, si bien este parámetro convencional ya está siendo utilizado en algunos países latinoamericanos por los órganos jurisdiccionales competentes para controlar la actuación administrativa, el problema aún persiste en los casos en que la propia Administración Pública, en el ejercicio de sus funciones, necesita aplicar normas de Derecho interno que contradicen el Derecho Internacional de los Derechos Humanos. En tales situaciones, ¿qué debe hacer la autoridad administrativa? Para responder a esta pregunta, es fundamental examinar la doctrina del control de convencionalidad desarrollada por la jurisprudencia de la Corte IDH, para luego verificar cuáles son sus impactos en el ámbito de las Administraciones Públicas a nivel interno.
En el ámbito del Derecho Constitucional, el reconocimiento de la supremacía de la Constitución sobre todas las demás normas presupone la creación de un sistema de control de constitucionalidad, a través del cual se atribuye a uno o varios órganos estatales la competencia para examinar la compatibilidad de las leyes y actos normativos con las normas de la Constitución y declarar su nulidad en caso de contradicción. Las formas de ejercer este control y los actores legitimados para provocarlo y ejercerlo varían según el modelo adoptado por cada país. Sin embargo, es unánime el reconocimiento de que la existencia de un sistema de control es esencial para garantizar la supremacía constitucional, ya que, de lo contrario, el sistema jurídico admitirá la presencia de normas de menor jerarquía que sean contrarias a las disposiciones normativas de nivel superior.
Cuando se ingresa en el campo del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, y en particular del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, la discusión se vuelve un poco más compleja. El hecho es que la jerarquía de los tratados internacionales de derechos humanos entre las fuentes del Derecho no es la misma en todos los países, y hay al menos cuatro posiciones distintas: (i) jerarquía supraconstitucional; (ii) jerarquía constitucional; (iii) jerarquía infraconstitucional, pero supralegal; (iv) jerarquía legal.[68] Sin embargo, independientemente de la posición adoptada por cada Estado sobre esta cuestión a nivel normativo (por ejemplo, constitucional), jurisprudencial o doctrinal, la CADH establece en su artículo 1º que los Estados Partes tienen la obligación de respetar los derechos en ella previstos y establece en su artículo 2º el deber de adoptar medidas legislativas o de otra índole para hacer efectivos estos derechos y asegurar su pleno ejercicio.
Si los Estados signatarios del Pacto se comprometen a respetar los derechos enunciados en él y a adoptar las medidas legislativas o de otro tipo necesarias para hacerlos efectivos, naturalmente las disposiciones normativas del Derecho interno y los actos practicados por los agentes del Estado basados en ellas no pueden ser ofensivos para dichos derechos. En otras palabras: las disposiciones normativas internas y las prácticas basadas en ellas deben ser compatibles con las normas de la CADH, lo que presupone la existencia de mecanismos de control (y de órganos dotados de competencia para realizarlos) para verificar la conformidad de las leyes, los actos normativos y las conductas de los agentes públicos nacionales con las normas internacionales que conforman el SIDH. Esta fiscalización se denomina control de convencionalidad.
Los principales fundamentos que justifican este control son los principios de buena fe y pacta sunt servanda en el Derecho Internacional, contemplados en la Convención de Viena de 1969 sobre el Derecho de los Tratados.[69] En su art. 26, la convención establece: “Pacta sunt servanda - Todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe”. Y en su art. 27, establece: “Derecho interno y observancia de los tratados - Una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado (...)”. Si los Estados deben cumplir de buena fe los tratados y no pueden utilizar sus normas jurídicas internas como excusa para no aplicarlos, se vuelve necesario controlar la existencia de conflictos entre las normas nacionales y las convencionales para asegurar el respeto de estas últimas.
Esta práctica no es nueva, pues al fin y al cabo ésta es precisamente una de las principales atribuciones de los tribunales internacionales: verificar la ocurrencia de comportamientos estatales contrarios a las normas y parámetros establecidos en las fuentes del Derecho Internacional.[70] Algunos dicen que esta práctica es tan antigua como la propia CADH.[71] Sin embargo, el uso de esta expresión fue inaugurado por la Corte IDH, que en diferentes sentencias fue desarrollando una verdadera doctrina del control de convencionalidad, manifestándose sobre las diferentes formas de ejercerlo, los órganos y autoridades competentes para hacerlo, los efectos que de él se derivan, entre otros elementos relevantes para la aplicación práctica de este mecanismo.
El término “control de convencionalidad” aparece por primera vez en la jurisprudencia de la Corte en 2003, en el caso Myrna Mack Chang vs. Guatemala, en un voto concurrente razonado del Juez Sérgio García Ramírez.[72] En el 2004, en el caso Tibi vs. Ecuador, el mismo magistrado volvió a utilizar el término en su voto, afirmando que “si los tribunales constitucionales controlan la ‘constitucionalidad’, el tribunal internacional de derechos humanos resuelve acerca de la ‘convencionalidad’ de esos actos”.[73] Y de nuevo, también de forma individualizada en su voto razonado, el juez Sérgio García Ramírez reitera el uso de la expresión en el caso de López Álvarez vs. Honduras en el 2006.[74]
En el mismo año del 2006, en el juicio del caso Almonacid Arrellano y otros vs. Chile, la Corte IDH utilizó por primera vez el término "control de convencionalidad" como tribunal (y no a través del voto individual de uno de sus jueces). En un pasaje emblemático, tras afirmar que es consciente de que los jueces y tribunales nacionales están sometidos al ordenamiento jurídico nacional, afirma que la ratificación de la CADH por parte de un Estado vincula también a sus jueces y magistrados, miembros del aparato estatal, que deben velar por que las normas del tratado no sean violadas por leyes internas contrarias a ellas. Luego señala que “el Poder Judicial debe ejercer una especie de ‘control de convencionalidad’ entre las normas jurídicas internas que aplican en los casos concretos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos”,[75] debiendo tener en cuenta también la interpretación de sus disposiciones por parte de la Corte IDH.
También en el 2006, en el caso Trabajadores Cesados del Congreso (Aguado Alfaro y otros) vs. Perú, la Corte vuelve a utilizar el término "control de convencionalidad", agregando un nuevo elemento: señala que este control debe ser realizado ex officio por los órganos del Poder Judicial, es decir, independientemente de la solicitud de la parte interesada.[76] Y en su voto razonado, el juez Sérgio García Ramírez añade que el parámetro de validez de las leyes y actos practicados en el ámbito interno de los Estados para ser utilizados en el ejercicio de este control no se limita a las normas de la CADH, sino que se extiende también a los demás instrumentos que forman parte del corpus iuris interamericano, tales como el Protocolo de San Salvador, el Protocolo relativo a la Abolición de la Pena de Muerte, la Convención para Prevenir y Sancionar la Tortura, la Convención de Belém do Pará para la Erradicación de la Violencia contra la Mujer y la Convención sobre Desaparición Forzada, entre otros.[77]
Con base en estas primeras decisiones de la Corte IDH sobre la materia, se observa que el control de convencionalidad de las normas y actos estatales puede realizarse de dos maneras. Una de ellas es la practicada por los jueces u órganos jurisdiccionales del Estado parte. En el ejercicio de su función jurisdiccional, a los jueces les corresponderá no sólo verificar la compatibilidad de las normas y otras prácticas nacionales con la Constitución, sino también su conformidad con la CADH, los tratados complementarios y también con la interpretación de estos documentos jurídicos por parte de la Corte IDH. En este sentido, además de los jueces nacionales que deben velar por el cumplimiento y la aplicación de la Constitución, se considera a los magistrados de los Estados Parte como jueces interamericanos, quienes, de manera descentralizada, desempeñan la función de velar por el cumplimiento de las normas y conductas internas con el conjunto de normas que conforman el SIDH. Este método se denomina por la doctrina como control de convencionalidad difuso[78]interno[79] o primario.[80]
La otra forma de realización del control de convencionalidad es la desempeñada por la propia Corte IDH, en el ejercicio de su función de intérprete y guardián de la CADH (en los términos del art. 62). En estos casos, el Tribunal manifestará su interpretación con relación al corpus iuris interamericano y, si constata la contrariedad de la norma o el acto estatal practicado en el ámbito interno, ordenará al Estado parte que modifique, anule o derogue la disposición normativa o la práctica que viola la CADH o los tratados y convenciones complementarias del SIDH, a fin de asegurar el respeto y disfrute de los derechos humanos violados.[81] Esta forma se denomina control de convencionalidad concentrado,[82]externo[83] o secundario.[84]
Con la evolución de su jurisprudencia, la Corte ha ido precisando y ampliando el alcance de su entendimiento sobre quién tiene el deber de practicar el control de convencionalidad difuso o interno. Si al principio se refería genéricamente al “Poder Judicial”,[85] en decisiones posteriores comenzó a aludir a los “órganos del Poder Judicial”,[86] para luego mencionar a los “jueces y órganos vinculados a la administración de justicia en todos los niveles”.[87]
A partir del 2011, la interpretación de la Corte Interamericana sobre quién debe realizar el control difuso de convencionalidad se amplió aún más significativamente. En el caso Gelman vs. Uruguay, el Tribunal declaró que dicho control es “función y tarea de cualquier autoridad pública y no solo del Poder Judicial”.[88] Con la decisión, el deber de ejercer el control de convencionalidad deja de limitarse a los jueces y órganos del Poder Judicial y se amplía para alcanzar también a las autoridades administrativas del Estado. La referencia de la Corte a “cualquier autoridad pública” es clara en el sentido de abarcar a los agentes públicos de los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, aunque no se aportan más detalles en esta sentencia.
Este entendimiento sobre el alcance del deber de control, ahora extendido a todos los poderes y órganos del Estado, es confirmado por la Corte IDH en otras decisiones. En el caso Masacres de El Mozote y lugares aledaños vs. El Salvador, en octubre del 2012, sostuvo que la obligación de respetar la CADH “vincula a todos los poderes y órganos estatales en su conjunto, los cuales se encuentran obligados a ejercer un control ‘de convencionalidad’ ex officio entre las normas internas y la Convención Americana”. Además, señala, de forma algo más específica, que la realización de este control debe hacerse “evidentemente en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales correspondientes”.[89] Un mes después, en el caso Masacre de Santo Domingo vs. Colombia, la Corte repite dicha posición, en el sentido de que “todas las autoridades y órganos de un Estado Parte en la Convención tienen la obligación de ejercer un ‘control de convencionalidad’”. Una vez más, el Tribunal no limita este deber a los jueces y órganos del Poder Judicial, refiriéndose más ampliamente a “todas las autoridades y órganos”.[90]
En la supervisión del cumplimiento de la sentencia en el caso Gelman vs. Uruguay, en 2013, la Corte elimina cualquier duda sobre su posición. En esa oportunidad, el Tribunal es claro al afirmar que las obligaciones de los Estados Parte derivadas de la CADH “vinculan a todos los poderes y órganos del Estado, es decir, que todos los poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo, Judicial, u otras ramas del poder público) y otras autoridades públicas o estatales, de cualquier nivel, […] tienen el deber de cumplir de buena fe con el derecho internacional”.[91]
En 2014, en el caso Personas Dominicanas y Haitianas expulsadas vs. República Dominicana, el Tribunal consideró "pertinente recordar [...] que en el ámbito de su competencia ‘todas las autoridades y órganos de un Estado Parte en la Convención tienen la obligación de ejercer un ‘control de convencionalidad’”.[92] En esta decisión, la Corte ratifica el argumento de que todas las autoridades y órganos del Estado deben realizar dicho control "en el ámbito de sus competencias", un pasaje que acaba abriendo márgenes a diferentes interpretaciones, como se verá a continuación.
A la luz de este conjunto de decisiones, lo que se puede inferir es que la Corte IDH ha establecido en su jurisprudencia que (i) los Estados Parte, al suscribir la CADH y adherirse al SIDH, asumen la obligación de respetar el corpus iuris interamericano y adecuar las normas jurídicas de Derecho interno a sus preceptos, parámetros y estándares de protección de los derechos humanos; (ii) para que esta protección tenga un efecto útil, es necesario que los agentes públicos, de oficio o a petición de la parte interesada, realicen un control de convencionalidad, que consiste en verificar la compatibilidad de la norma o acto estatal examinado con el corpus iuris del sistema interamericano, a efectos de asegurar la adecuación de éste último; (iii) este control debe ser ejercido no sólo de manera concentrada y subsidiaria por la Corte IDH, sino también de manera difusa y primaria dentro del ámbito de los Estados por todos los órganos y autoridades públicas o estatales de todos los Poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial).[93]
En este sentido, es necesario reconocer que, según la Corte IDH, la Administración Pública de los Estados firmantes de la CADH está sometida al deber de ejercer el control de convencionalidad. Esta afirmación, extraída del lenguaje internacionalista, está en sintonía con lo que el discurso administrativista ha sostenido en las últimas décadas: según el principio de juridicidad administrativa, la Administración Pública está vinculada a la ley y al Derecho. Ya no basta con respetar la ley en sentido formal dictada por el Parlamento (principio de legalidad estricta), es necesario que las autoridades administrativas actúen también de conformidad con la Constitución (principio de constitucionalidad), con los tratados y convenciones internacionales (principio de convencionalidad) y con los actos administrativos normativos (principio de autovinculación).
Reconocer esto en términos teóricos y abstractos no es difícil. Al fin y al cabo, ¿quién sería capaz de decir que la Administración Pública debe ignorar, irrespetar y violar los tratados internacionales de derechos humanos, que transmiten los compromisos jurídico-políticos adquiridos por un Estado ante la comunidad internacional en favor de la dignidad de las personas? Ahora bien, cuando la cuestión se plantea en circunstancias prácticas y concretas, la aceptación no es tan sencilla. Si una ley nacional, cuya validez no ha sido controvertida en sede judicial, ordena a la Administración emitir una orden que viola un derecho humano previsto en la CADH (por ejemplo, un trato discriminatorio), ¿debe la autoridad administrativa ejecutarla o no? ¿Debe aplicar la ley en sentido estricto, violando los derechos humanos, o no aplicarla para hacer prevalecer una norma de la CADH contradicha por la legislación interna (por ejemplo, el artículo 24 – igualdad ante la ley)?
¿En qué términos debe producirse este control de la convencionalidad por parte de las autoridades administrativas? ¿Deben aplicar la CADH y el corpus iuris interamericano sólo cuando ello se produzca de forma complementaria al ordenamiento jurídico interno y no implique una contradicción con las leyes nacionales? ¿O pueden negarse a aplicar leyes consideradas no convencionales? Para ello, ¿es necesario que en el ordenamiento jurídico analizado esta misma autoridad tenga la competencia para ejercer el control difuso de constitucionalidad, o son competencias diferentes? ¿Y cuáles son los efectos de este control, inter partes o erga omnes? ¿El resultado del control debe ser necesariamente la declaración de nulidad de la norma interna inconvencional? Esto es lo que se pretende analizar en el siguiente aparte.
La vinculación de las autoridades administrativas nacionales a la CADH y a sus protocolos adicionales implica para ellas, en el ejercicio de su función administrativa y en el marco de sus competencias, las mismas obligaciones que, según la jurisprudencia de la Corte IDH, incumben a los Estados en general como consecuencia del art. 2 de la CADH. Estas obligaciones de respetar los derechos humanos de la CADH y de adaptar el Derecho interno a sus disposiciones dan lugar a dos vertientes: (i) “la supresión de las normas y prácticas de cualquier naturaleza que entrañen violación a las garantías previstas en la Convención”; (ii) “la expedición de normas y el desarrollo de prácticas conducentes a la efectiva observancia de dichas garantías”.[94] Todos los organismos de la Administración Pública, central y descentralizada, están sujetos al deber de realizar el control de convencionalidad, ya que forman parte del aparato estatal encargado de hacer efectivo el goce y ejercicio de los derechos humanos.[95]
Es posible hacer una analogía con lo que ya ha dicho la Corte IDH sobre los jueces, para afirmar que las autoridades administrativas de los Estados signatarios de la CADH tienen un doble carácter: por un lado, son autoridades administrativas nacionales, sujetas a la jurisdicción de las leyes y demás actos normativos internos; por otro lado, son autoridades administrativas interamericanas, vinculadas a la CADH, sus protocolos adicionales y la jurisprudencia de la Corte IDH,[96] motivo por el cual deben aplicarlos a los casos concretos y verificar la existencia de incompatibilidades entre el Derecho interno y el Derecho convencional que impliquen agravios u ofensas a este último. El problema surge cuando se produce una crisis de identidad en la Administración Pública, ante un conflicto entre las normas jurídicas internas y las interamericanas: ¿debe actuar como autoridad administrativa nacional, aplicando el Derecho local, o debe actuar como autoridad administrativa interamericana, rechazando la aplicación de las normas nacionales para que prevalezcan los derechos humanos protegidos por la CADH?
Partiendo de la premisa de que la Administración Pública de los Estados miembros del SIDH tiene el deber de ejercer un control de convencionalidad de las normas de Derecho interno en el momento de su aplicación,[97] cabe ahora responder a las preguntas planteadas anteriormente: ¿en qué hipótesis es posible y cómo debe llevarse a cabo?
La primera salvedad que debe hacerse antes de examinar los aspectos operativos y procedimentales del tema es que la Corte IDH no impuso un modelo específico de control de convencionalidad para los países del SIDH,[98] dejándolo abierto para que la forma de organización de su ejercicio se adapte a las peculiaridades del sistema jurídico de cada Estado Parte.[99] De esta observación se desprende que no existe una única forma de controlar la convencionalidad de las leyes y los actos normativos nacionales. Puede hacerse de diferentes maneras, con diferentes intensidades.[100] Dicho esto, no se puede pretender establecer parámetros absolutamente obligatorios para todos los Estados en cuanto a la forma de realizar este control por parte de sus autoridades administrativas. Es necesario aplicar la doctrina desarrollada en términos generales por la jurisprudencia de la Corte IDH, sin desconocer la singularidad de cada Derecho[101] y los sistemas de competencias definidos a nivel nacional por cada Estado.
A continuación, se analizarán los siguientes aspectos operativos y procedimentales relativos al tema en cuestión: (a) Momentos de control de convencionalidad por parte de las autoridades administrativas; (b) Especies (o grados de intensidad) de control de convencionalidad; (c) Control constructivo o positivo de convencionalidad por parte de las autoridades administrativas; (d)Control represivo de convencionalidad por parte de las autoridades administrativas; (d.1.) Norma inconvencional en el acto administrativo normativo; (d.2.)Norma inconvencional en la ley.
(a) Momentos del control de convencionalidad por parte de las autoridades administrativas. La realización del control de convencionalidad por parte de la Administración Pública se producirá en dos momentos distintos: (i) en la expedición de actos administrativos normativos; (ii) en la interpretación y aplicación de normas (constitucionales, legales, administrativas) al caso, para la práctica de actos administrativos concretos o actos materiales. Así, al momento de emitir un acto que vehicula normas generales y abstractas, como sería el caso de un decreto o una resolución, es responsabilidad de la Administración Pública verificar la compatibilidad de las normas de Derecho interno con las normas convencionales, adecuándolas, de ser necesario, para que el acto normativo que esta expida sea conforme a la CADH y a la jurisprudencia de la Corte IDH.[102] Asimismo, al momento de expedir un acto administrativo concreto o practicar actos materiales o de fondo, deberá interpretar el ordenamiento jurídico interno a la luz de los derechos humanos de los tratados y adoptar todas las medidas necesarias para hacerlos reales y efectivos.
(b)Especies (o grados de intensidad) de control de la convencionalidad. El control de convencionalidad, en un primer momento, ha adquirido un carácter represivo, llevando al agente público a dejar de aplicar el Derecho interno contrario a la CADH y su interpretación por la Corte IDH. Esto puede verse en sentencias como Almonacid Arellano vs. Chile y Trabajadores Cesados del Congreso vs. Perú. En un segundo momento, la Corte comienza a reconocer un papel constructivo o positivo para el control de convencionalidad, que consiste en realizar un filtro convencional de las normas locales a la luz de la CADH y de la jurisprudencia de la Corte IDH, a través de una interpretación de las disposiciones normativas internas de conformidad con el corpus iuris interamericano.[103] Este tipo de control de convencionalidad se traduce en la adaptación de las leyes y actos normativos nacionales al tratado internacional mediante la interpretación. En esta línea, cabe citar las manifestaciones de la Corte IDH en los casos Radilla Pacheco vs. México[104] y Cabrera García y Montiel Flores vs. México.[105]
Eduardo Ferrer Mac-Gregor, como juez de la Corte IDH y también en sede doctrinal, se refiere a tres grados de intensidad del control de convencionalidad (i) en un grado mínimo de intensidad, todos los jueces y autoridades públicas deben realizar una interpretación conforme de la legislación nacional con las normas convencionales; (ii) en un grado intermedio de intensidad, cuando la interpretación conforme no es posible, los órganos jurisdiccionales dotados de competencia para ejercer el control difuso de constitucionalidad deben dejar de aplicar la norma interna no convencional al caso concreto, con efectos inter partes; (iii) en un grado máximo de intensidad, los órganos con competencia para ejercer el control abstracto de constitucionalidad (Corte Suprema o Tribunal Constitucional, según el caso) declararán la nulidad de la norma de Derecho interno contraria a la CADH con efectos erga omnes.[106]
En otras palabras, Ferrer Mac-Gregor entiende que el control constructivo o positivo de convencionalidad, al tener un grado mínimo de intensidad, puede ser realizado por cualquier órgano estatal a través de la técnica de la interpretación conforme, mientras que el control represivo, con la inaplicación de la norma al caso concreto (grado intermedio de intensidad) o con su declaración general de invalidez (grado máximo de intensidad), sólo podría ser realizado por los órganos con competencia específica para ello en el marco del control de constitucionalidad.
De acuerdo con Nestor Sagüés, el control constructivo o positivo de convencionalidad (interpretación conforme a la CADH) puede llevarse a cabo de las siguientes formas: (i) por la selección de interpretaciones, adoptando las que son compatibles con la CADH y la jurisprudencia de la Corte IDH y rechazando la aplicación de las que son incompatibles con ellas; (ii) por la construcción de interpretaciones, que pueden ser (ii.1) mutativas por adición (se añade un elemento al contenido normativo del enunciado para hacerlo compatible con la CADH); (ii.2 ) mutativaspor sustracción (se elimina un elemento del enunciado normativo para hacerlo compatible con la CADH); (ii.3) mutativasmixtas por sustracción-adición (se elimina algo y se añade algo al contenido de la norma interna para adaptarla a la CADH).[107]
Una vez vistos los diferentes tipos de control de convencionalidad, que pueden ser ejercidos con diferentes grados de intensidad, es importante verificar cuáles de ellos pueden ser realizados por la Administración Pública y en qué situaciones.
(c)Control constructivo o positivo de la convencionalidad por parte de las autoridades administrativas. En lo que respecta al control constructivo de convencionalidad (grado mínimo de intensidad), todos los agentes y órganos de la Administración Pública tienen el deber de realizar una interpretación conforme de las normas internas a la CADH y a la jurisprudencia de la Corte IDH, adoptando las técnicas de selección de interpretaciones o de construcción de interpretaciones para conciliar el contenido normativo de las disposiciones de Derecho interno a las normas convencionales. En primer lugar, por tanto, la Administración Pública debe intentar siempre "salvar la convencionalidad"[108] de la norma de Derecho interno, haciéndola compatible con el Derecho convencional a través de la interpretación conforme.[109] Sin embargo, habrá hipótesis en las que este tipo de control no será suficiente para asegurar la integridad de la CADH, y será necesario recurrir al control represivo de la convencionalidad.
(d)Control represivo de la convencionalidad por parte de las autoridades administrativas. Respecto a este segundo tipo de control, pueden darse diferentes situaciones en función del vehículo legislativo que contenga la norma considerada inconvencional por la Administración Pública.
(d.1.)Norma inconvencional en un acto normativo administrativo. La primera situación es aquella en la que la norma interna inconvencional está prevista en un acto administrativo normativo. En este caso, si la autoridad administrativa que emitió el acto normativo identifica su inconvencionalidad, puede anular el acto y emitir uno nuevo de conformidad con el tratado. Sin embargo, si el organismo o agente que identifica la inconvencionalidad está subordinado a la autoridad que emitió el acto, debe informar a la autoridad, indicando los motivos por los que considera que la norma interna es inconvencional y solicitando su invalidación.[110]
(d.2.)Norma inconvencional en la ley. La segunda situación es cuando la norma interna inconvencional está prevista en una ley. En estos casos, las autoridades administrativas están, a priori, subordinadas a la ley por el principio de estricta legalidad. Este tipo de casos es el que dará lugar a una mayor divergencia en la teoría jurídica, que adopta posiciones distintas, basadas en una variedad de motivos. Aquí se propone clasificarlos en dos vertientes: (i) el del paralelismo entre los controles de constitucionalidad y de convencionalidad; (ii) el de la autonomía entre los controles de constitucionalidad y de convencionalidad.
La primera corriente defiende (i) el paralelismo entre los controles de constitucionalidad y de convencionalidad.[111] Sostiene que, según la jurisprudencia de la Corte IDH, los órganos estatales deben realizar el control de convencionalidad “en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales correspondientes”,[112] por lo que sólo los órganos o agentes con competencia para realizar el control de constitucionalidad podrían ejercer el control represivo de convencionalidad -dejando de aplicar normas internas no convencionales-. Esta posición presupone que existe un "paralelismo entre el control de constitucionalidad y el de convencionalidad", de manera que un órgano administrativo que no es competente para controlar la constitucionalidad de las normas tampoco lo sería para controlar su convencionalidad de forma represiva.[113]
Aunque esta corriente admite que todos los órganos y autoridades públicas deben ejercer el control constructivo. positivo de convencionalidad, realizando una interpretación conforme al Derecho convencional, niega que quienes no tienen competencia para el control difuso de constitucionalidad puedan descartar la aplicación de una norma de Derecho interno, realizando un control represivo de convencionalidad. Si la incompatibilidad normativa no puede resolverse a través de la interpretación conforme, el órgano o autoridad que carece de competencia para el control de constitucionalidad debe remitir la cuestión al órgano competente para el ejercicio de este tipo de control.
Este supuesto es cuestionado por otra corriente -(ii) la autonomía entre los controles de constitucionalidad y convencionalidad- según la cual la doctrina del control de convencionalidad desarrollada por la Corte IDH no condiciona el ejercicio de este último a la existencia de un sistema de control difuso de constitucionalidad en el Estado Parte en cuestión. Para estos autores, en los países en los que sólo existe un sistema de justicia constitucional concentrada en un órgano específico,[114] los jueces y tribunales, aunque no tengan competencia para controlar la constitucionalidad de las leyes y actos normativos, están igualmente vinculados y sometidos directamente a la CADH, y deben aplicar sus disposiciones y hacerlas prevalecer sobre el Derecho interno cuando exista una contradicción.[115]
Para esta segunda vertiente, el control de constitucionalidad y el control de convencionalidad serían sistemas autónomos, derivados de fundamentos jurídicos distintos: el primero, perfilado por el ordenamiento jurídico interno, derivaría de las normas específicas de la Constitución de cada Estado, que puede adoptar un sistema difuso o concentrado de justicia constitucional; el segundo, derivado de la CADH y la jurisprudencia de la Corte IDH, procedería del corpus iuris interamericano de derechos humanos, del que resulta una vinculación para todos los jueces, tribunales y demás autoridades públicas del Estado (de cualquiera de los Poderes) y un consiguiente deber de control difuso de convencionalidad. La advertencia de la Corte de que este control debe ejercerse “en el marco de sus respectivas competencias”[116] significaría que debe realizarse “de acuerdo con su competencia por la materia, el grado y el territorio que tengan en el ámbito interno”,[117] sin que exista relación con su competencia para ejercer el control de constitucionalidad, que sería algo distinto.
En lo que respecta al control represivo de la convencionalidad de las normas jurídicas por parte de las autoridades administrativas, la primera corriente parece tener razón. Si, por un lado, no se puede aceptar que la Administración Pública acepte ciegamente normas internas inconvencionales, permaneciendo inerte ante una potencial violación de los derechos humanos, por otro lado, es necesario respetar las competencias establecidas por los ordenamientos jurídicos nacionales respecto a qué órganos pueden declarar la invalidez de las normas legales.
En este sentido, es posible resumir de la siguiente manera los parámetros a seguir por las Administraciones Públicas de los Estados miembros del SIDH ante normas jurídicas internas aparentemente inconvencionales: (i) si es posible, la autoridad administrativa debe realizar una interpretación de la norma jurídica local conforme al bloque de convencionalidad (control constructivo o positivo), adoptando entre las interpretaciones posibles la que sea más favorable o mejor compatible con el ejercicio de los derechos humanos; (ii) si no es posible una interpretación conforme, pero la autoridad administrativa tiene la competencia prevista en el Derecho interno para el control de constitucionalidad, debe realizar el control represivo de convencionalidad, a través de la declaración de la inconvencionalidad de la norma, descartando su aplicación al caso;[118] (iii) si no es posible una interpretación conforme a la Convención, y si la autoridad administrativa no tiene competencia para ejercer el control difuso de constitucionalidad, debe actuar dentro de sus atribuciones y llevar el asunto a las autoridades competentes para realizar este tipo de control, para que, de acuerdo con el ordenamiento jurídico nacional, promuevan la declaración de inconvencionalidad de los actos normativos contrarios a la CADH.[119]
En todos estos casos, incluidos los de control de convencionalidad constructivo o positivo, es fundamental que la cuestión sea objeto de un procedimiento administrativo, en el que la autoridad competente debe motivar ampliamente, fundamentando profundamente las razones por las que considera que la norma jurídica interna es inconvencional.[120] Además de ser un requisito de validez de los actos administrativos, la motivación deriva de la propia noción de Estado Democrático de Derecho, en el que las decisiones del Poder Público deben estar fundamentadas y sometidas al control social y jurisdiccional, que sólo puede ejercerse adecuadamente si se conocen las razones que llevaron a la Administración Pública a practicar el acto.
A partir de las reflexiones desarrolladas en este estudio, es posible sintetizar de forma objetiva las siguientes conclusiones:
1. El Derecho Administrativo contemporáneo pasó por importantes transformaciones derivadas del advenimiento del Estado Constitucional y Convencional de Derecho. Además del principio de legalidad administrativa -concebido en el siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX desde una perspectiva estricta, según la cual la fuente jurídica que vincula a la Administración Pública se limita a la ley en sentido formal- ha surgido y cobrado fuerza el principio de la juridicidad administrativa. Según esta visión, la Administración Pública está sometida al Derecho como un todo, sujetándose al deber de respetar la Constitución (principio de constitucionalidad), los tratados internacionales de derechos humanos (principio de convencionalidad), la ley en sentido formal (principio de estricta legalidad) y los actos administrativos normativos (principio de autovinculación). Este cambio exige que los administrativistas presten mayor atención al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, a fin de reconocer, junto a la constitucionalización del Derecho Administrativo, los efectos derivados del proceso de convencionalización del Derecho Administrativo.
2. La convencionalización del Derecho Administrativo significa el proceso caracterizado por los impactos de los tratados internacionales de derechos humanos y la jurisprudencia de las Cortes Internacionales sobre la actividad de la Administración Pública, lo que exige una relectura de los institutos, figuras y categorías de esta rama jurídica en la luz del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. En el contexto de América Latina, además de otros tratados y convenciones internacionales, tiene especial relevancia la CADH, sus protocolos adicionales y la jurisprudencia de la Corte IDH. Si los Estados Partes del SIDH asumen ante la comunidad internacional el compromiso de respetar las disposiciones normativas interamericanas, en consecuencia sus Administraciones Públicas, como elementos integrantes del aparato estatal, quedan sujetas a las obligaciones que derivan de dicho sistema, las cuales pasan a formar parte del bloque de juridicidad que rige la actuación administrativa.
3. El corpus iuris del Derecho Internacional de los Derechos Humanos constituye una auténtica fuente del Derecho Administrativo, imponiendo a la Administración Pública el deber de adoptar una serie de medidas de respeto, protección y promoción de los derechos humanos. Esta premisa exige que los administrativistas trabajen en la reinterpretación de institutos como los principios constitucionales de la Administración Pública, la organización administrativa, el poder de policía, los servicios públicos, la promoción, la licitación, los contratos administrativos, el procedimiento administrativo, la regulación, las sanciones administrativas, la responsabilidad del Estado, el control judicial de la actividad administrativa, entre otros, a la luz de los tratados internacionales de derechos humanos y la jurisprudencia de las Cortes Internacionales. En los países que forman parte del SIDH, los órganos jurisdiccionales competentes para el control de la actividad de la Administración Pública deben utilizar la CADH y su interpretación realizada por la Corte IDH como parámetro de validez de sus actos, como ya se ha señalado ocurriendo en los casos de Argentina y Colombia (entre otros).
3. La jurisprudencia ya consolidada de la Corte IDH estableció que, para garantizar el respeto de las disposiciones de la CADH, las autoridades públicas nacionales deben realizar un control de convencionalidad, que consiste en un examen de la compatibilidad entre las normas del derecho interno y las disposiciones de la CADH, sus protocolos adicionales y la jurisprudencia de la propia Corte. Inicialmente, esta tarea se asignaba a los jueces y a los órganos judiciales. Sin embargo, con el desarrollo de sus decisiones, el Tribunal interamericano comenzó a manifestar el entendimiento de que el control de convencionalidad es una función y tarea de cualquier autoridad pública, de todos los Poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial). En este sentido, las autoridades administrativas pasan a sujetarse al deber de examinar la compatibilidad de las normas internas con las convencionales, no pudiendo aplicar ciegamente disposiciones normativas internas incompatibles con el Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
4. El ejercicio del control de convencionalidad por parte de las autoridades administrativas suscita controversias, especialmente debido a que la Administración Pública, según el Derecho Administrativo clásico, está sometida al principio de legalidad y, en la mayoría de los países latinoamericanos, no tiene competencia para realizar un control difuso de constitucionalidad. Sin embargo, la Corte IDH no ha impuesto un modelo único de control, admitiendo que se realice de diferentes maneras, con diferentes intensidades, dentro del sistema de división de competencias definido nacionalmente por cada Estado Parte. Independientemente del tipo de control de convencionalidad que emplee la Administración Pública de cada país, es crucial que su ejercicio se produzca en el marco de un procedimiento administrativo formal, razonado con la debida motivación que exponga de forma clara y congruente las razones que llevaron a la toma de esa decisión.
5. En un grado mínimo de intensidad, todas las autoridades administrativas deben ejercer un control de convencionalidad constructivo o positivo, que consiste en interpretar las normas de Derecho interno de conformidad con el Derecho convencional, adoptando las interpretaciones compatibles con la CADH y la jurisprudencia de la Corte IDH y rechazando la aplicación de aquellas que sean incompatibles. Cuando la compatibilidad del Derecho interno con la CADH no es posible a través de la interpretación, la única vía es el control represivo de la convencionalidad. En este aspecto, la doctrina diverge en cuanto a la posibilidad de que órganos que no tienen competencia para ejercer el control difuso de constitucionalidad realicen el control de convencionalidad. La posición más adecuada parece ser la que sostiene que, si es necesario un control represivo, éste puede ser realizado por la autoridad administrativa que tiene la competencia para realizar el control de constitucionalidad. Si no lo hace, la autoridad administrativa debe actuar en el ámbito de su competencia y plantear la cuestión a las autoridades públicas que pueden realizar este tipo de control, para que, de acuerdo con lo que establece el ordenamiento jurídico nacional, promuevan la declaración de inconvencionalidad de los actos normativos contrarios a la CADH.
Como citar este artículo | How to cite this article: HACHEM, Daniel Wunder. La convencionalización del Derecho Administrativo en Latinoamérica. Revista Eurolatinoamericana de Derecho Administrativo, Santa Fe, vol. 9, n. 2, p. 209-252, jul./dic. 2022. DOI 10.14409/redoeda.v9i2.12550