Convocatoria temática

La precarización de la vejez: trabajo y desigualdades en las experiencias de las y los trabajadores mayores de limpieza del Metro de la Ciudad de México

The precarization of old age: work and inequalities in the experiences of older cleaning workers in the Mexico City subway

A precariedade da velhice: o trabalho e as desigualdades nas experiências dos trabalhadores de limpeza mais velhos no metrô da Cidade do México

Estefanía Avalos Palacios
Lic. en Sociología, Universidad Autónoma Metropolitana. Maestra en Antropología Sociocultural, ICSYH, BUAP. Universidad Autónoma Metropolitana, México

La precarización de la vejez: trabajo y desigualdades en las experiencias de las y los trabajadores mayores de limpieza del Metro de la Ciudad de México

Revista Latinoamericana de Antropología del Trabajo, vol. 5, núm. 10, 2021

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Los autores conservan sus derechos

Recepción: 15 Enero 2021

Aprobación: 21 Marzo 2021

Resumen: Este artículo aborda el entrecruzamiento entre vejez y trabajo a partir de las y los trabajadores mayores subcontratados en el servicio de limpieza del Metro de la Ciudad de México. Con base en un enfoque cualitativo y un diseño de tipo etnográfico, realizado con 16 trabajadores mayores de entre 60 y 87 años, analiza cómo se construyó la precariedad en ese espacio laboral, y cómo los procesos de desigualdad estructural -de clase, género y edad- han presionado a las y los mayores a extender indefinidamente su vida productiva, en un contexto neoliberal de desprotección social, desmantelamiento de los derechos laborales y ausencia de un sistema público de cuidados hacia las personas mayores. El artículo examina cómo las y los trabajadores mayores experimentan las condiciones laborales del trabajo de limpieza, y los sentidos que construyen en torno a él y a sus vidas. La desigualdad etaria opera en el mercado laboral; se suma a una espiral de desventajas acumuladas que alimentan relaciones de explotación y opresión. Las y los trabajadores mayores son descartados del trabajo cuando se considera que su fuerza de trabajo perdió valor productivo, pero el mercado de trabajo neoliberal los reintegra como trabajadores disponibles y explotables en los circuitos de la precariedad. Se produce una precarización de la vejez: circunstancias de vida enmarcadas en la inseguridad económica, la incertidumbre social, el déficit de cuidados y la explotación laboral.

Palabras clave: precarización de la vejez, precariedad laboral, desigualdades sociales.

Abstract: This paper analyzes the intersection between old age and labor among the elderly workers employed by outsourcing firms in the cleaning service of the Mexico City subway. This study is based on a qualitative methodology, with an ethnographic perspective and interviews with 16 senior workers ranged between 60 and 87 years old. It analyzes how precariousness was constructed in this workplace, and how processes of structural inequalities –class, gender and age-- constrained elder workers to extend their working lives indefinitely in a neoliberal context characterized by social vulnerabilities, dismantled labor rights and the absence of an elderly care system. It explores how they experience the conditions of the sanitation work and the meaning they forge around it and their lives. Age inequality operates in the labor market as one additional accumulated disadvantage that fuels relationships of exploitation and oppression. Elderly workers are dismissed from work when they are considered unproductive, but the neoliberal labor market reintegrates them as available and exploitable workers stuck in a precarious state. A precariousness of old age emerges: life circumstances framed in economic insecurity, social uncertainty, lack of care and labor exploitation.

Keywords: precariousness of old age, precarious work, social inequalities.

Resumo: Esse artigo aborda o cruzamento entre a velhice e trabalho a partir das e dos trabalhadores mais velhos subcontratados pelo serviço de limpeza do Metrô da Cidade do México. Analisa como se construiu a precariedade dentro desse espaço de trabalho, e como os processos de desigualdade estrutural – de classe, gênero e idade – pressionaram os trabalhadores mais velhos a alargar indefinitivamente a sua vida produtiva, em um contexto neoliberal de desproteção social, desmantelamento dos direitos trabalhistas e ausência de um sistema público de cuidado às pessoas mais velhas. Examina como elas experimentam as condições trabalhistas no setor da limpeza, e os sentido que se constroem em torno disso e de suas vidas. A pesquisa de campo foi desenvolvida em 2018, no espaço de trabalho do Metrô da Cidade do México. Sob uma abordagem qualitativa centrada nas perspectivas dos atores, se reconstruíram as trajetórias de vida e trabalhistas de 16 trabalhadores mais velhos entre 60 e 87 anos. A desigualdade etária opera no mercado de trabalho; ela se soma a uma espiral de desvantagens acumuladas que alimentam as relações de exploração e opressão. As e os trabalhadores mais velhos são descartados de trabalho quando se considera que a sua força de trabalho perdeu valor produtivo, mas o mercado de trabalho neoliberal os reintegra como trabalhadores disponíveis e exploráveis nos circuitos da precariedade. Produzindo assim uma precarização da velhice: circunstâncias de vida marcadas pela insegurança econômica, incerteza social, déficit do cuidado e a exploração do trabalho.

Palavras-chave: precarização da velhice, precariedade do trabalho, desvantagens sociais.

Introducción

En el presente artículo analizaré el entrecruzamiento entre la vejez y el trabajo a partir del caso particular de las y los trabajadores mayores subcontratados en el servicio de limpieza del Metro de la Ciudad de México. El propósito de este artículo consiste en analizar cómo las y los trabajadores mayores experimentan e interpretan las condiciones laborales precarizadas del trabajo de limpieza. También busca dar cuenta, mediante el análisis de sus trayectorias laborales, de cómo sus circunstancias de vida en la vejez y la prolongación de su tiempo productivo están articulados con el encadenamiento de desventajas acumuladas y persistentes en sus cursos de vida. Estas desventajas, asociadas a desigualdades de origen estructural de clase, género y edad, se manifiestan por medio de orígenes sociales desfavorables, de la desposesión de derechos sociales -como la jubilación con pensión-, del estigma sociocultural etario en torno a la vejez, así como de una crisis en torno a los cuidados que trastoca las dinámicas de reproducción y afecta directamente a las y los mayores.

Parto del siguiente supuesto: el mercado laboral expulsa a las y los trabajadores cuando alcanzan una edad mayor, pero la falta de pensiones suficientes, sumada a la responsabilidad de proveer recursos económicos para sus familias y para sí mismos obligan a muchas de ellas y ellos a buscar un ingreso mediante el trabajo. En gran medida, la desigualdad en torno a la edad -alimentada por los estigmas hacia la vejez- los lleva a conformarse como una fuerza de trabajo considerada desgastada, barata, flexible y con pocas oportunidades de empleo. El mismo mercado laboral aprovecha su necesidad económica, y crea espacios de trabajo que recuperan su fuerza laboral, pero los somete a altos grados de precariedad laboral, como sucede en el trabajo de limpieza en el Metro de la Ciudad de México.

De la relación entre la vejez y el trabajo se desprende un vasto campo de investigación, que implica situar la mirada y el análisis en la experiencia de las y los trabajadores mayores, los sentidos que construyen en torno al trabajo y las problemáticas que enfrentan dentro del mercado laboral y en sus condiciones de vida a medida que envejecen. Las y los trabajadores mayores constituyen un actor laboral activo en las sociedades capitalistas contemporáneas, y la edad constituye una dimensión de análisis que acarrea problemáticas particulares dentro del mercado de trabajo, que es preciso considerar junto con otras dimensiones como la clase, el género y la etnia.

En México, el trabajo de limpieza representa una de las múltiples ocupaciones de las y los trabajadores mayores: hay quienes laboran como paqueteros en los supermercados, profesor@s, guardias de seguridad en comercios, trabajadores del hogar, cuidadores de infancias, artesan@s de diversos oficios, trabajadores por cuenta propia en las calles o desde casa, y recientemente, se puede observar su integración como repartidores en aplicaciones digitales de “delivery”,etcétera.

En 2020, la población mayor ocupada mexicana ascendía a 33,7% (5.680.061) de la población mayor total; el 65,1% de ella estaba formada por varones y 34,9% por mujeres. Una tercera parte empezó su trabajo actual después de los 55 años, y el 84,3% no tiene acceso a instituciones de salud por su trabajo. Sus salarios se ubicaban en los niveles más bajos: menos de $247 pesos mexicanos por día para el 71% de la PMO. La tendencia de los últimos 15 años muestra una mayor concentración de trabajadores mayores con bajos salarios, y una reducción de quienes reciben mejores salarios (ENOE, 2020), como muestra la figura 1.

Tasa de ocupación y nivel salarial de la Población Mayor Ocupada (POM) en México entre 2005 y 2020
Figura 1
Tasa de ocupación y nivel salarial de la Población Mayor Ocupada (POM) en México entre 2005 y 2020
Fuente: Elaboración propia a partir de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, 2020

A medida que la insuficiencia o ausencia de una pensión impide a las y los trabajadores retirarse del trabajo, se ven presionados a extender indefinidamente su vida productiva hasta una edad muy avanzada. Las experiencias de las y los trabajadores en la edad mayor se construyen entonces alrededor del trabajo que, en lugar de proporcionarles protecciones sociales y derechos laborales, genera condiciones laborales degradadas y discriminatorias que afectan sus circunstancias de vida de diversas maneras: en riesgos para la salud, incertidumbres e inseguridades económica y material.

La precarización de la vejez es producto de los efectos combinados de la precarización del trabajo y el despojo de derechos sociales (Castel, 2010; Standing, 2011) y de la persistencia de desigualdades sociales de origen estructural (Reygadas, 2008). Es un proceso que se encarna tanto en la vida como en los cuerpos envejecidos de las y los mayores, y no se limita a las condiciones laborales desventajosas: como señalan Lorey (2018) y Castel (2010), la precariedad abarca la totalidad de la existencia, en sus condiciones materiales y subjetividades, y genera inseguridades que ponen en riesgo la subsistencia.

En el mercado laboral, las y los trabajadores mayores de limpieza pasaron por una transición: después de ser estigmatizados y relativamente descartados por su edad; se convirtieron en una fuerza de trabajo desvalorizada pero disponible, explotable y aprovechable en los circuitos del trabajo precario. Esta reintegración beneficia al mercado de trabajo neoliberal, por dos razones: elimina la responsabilidad económica del Estado en el cuidado hacia las y los mayores -les obliga a cargar individualmente sus necesidades económicas, materiales y de salud-, y provee de una fuerza laboral en puestos de trabajo profundamente degradados, pero esenciales en términos productivos y sociales.

Acerca del trabajo de la limpieza se han realizado análisis enriquecedores, tanto en países europeos (Abbasian y Hellgreen, 2012; Öhrling, 2014; Ollus, 2016; Zlolniski, 1998) como en el continente latinoamericano (Capogrossi, 2020; Dresh, Znardine y Faux, 2015; Gorban y Tizziani, 2018; Tomic, Trumper y Dattwyler, 2006), que muestran cómo esta actividad conforma un mercado de trabajo globalizado que comparte señas particulares interrelacionadas: la invisibilidad, la precariedad como característica inherente, el alto grado de tercerización y un perfil de trabajador de limpieza constituido por las poblaciones oprimidas y empobrecidas.

En el trabajo de limpieza convergen dos condiciones ideales de la lógica del libre mercado: que “todo el mundo trabaje, pero bajo las condiciones más precarias y desprotegidas posibles” (Castel, 2014: 21), y que se disponga de una fuerza de trabajo reclutada y despedida fácilmente, sin costos (Harvey, 1990: 175); en el caso de estudio, la fuerza de trabajo es aportada, en mayoría, por personas mayores, quienes se ven forzadas a aceptar condiciones laborales que los demás consideran inaceptables:

“Aquí tú vas a ver a puro ruco, porque ningún joven quisiera ganar lo que ganamos; los que entran no aguantan (…) anótale ahí [en el diario de campo] que aquí hay puros abusos, salarios pobres, nada de prestaciones, no vacaciones, no nada” (Pilar1, 65 años de edad).

El presente artículo se desarrolla alrededor de tres ejes: el primero identifica cómo circunstancias y actores concretos construyeron la precariedad del trabajo de limpieza del Metro y cómo, al agudizarse, lo convirtieron en un nicho laboral que aprovecha la fuerza de trabajo de las personas mayores. El segundo analiza las señas particulares del trabajo de limpieza, y cómo las y los trabajadores mayores experimentan en tiempo presente sus condicionales laborales, con énfasis en los sentidos que construyen en torno a su trabajo, ya sea como un reproductor de precariedad, inestabilidad e inseguridad, y a la vez como único medio disponible para mantener su subsistencia. El tercero recorre sus cursos de vida para ver cómo las desventajas acumuladas, producto de las desigualdades sociales, los obligaron a prolongar su vida productiva a una edad mayor.

Bajo el enfoque cualitativo, puse la perspectiva de las y los actores en el centro (Guber, 2014) y retomé el planteamiento del estudio de las culturas laborales (Reygadas, 2002; Novelo, 2018) según el cual los trabajadores no solamente producen objetos mercantiles, sino también símbolos, y que ambas dimensiones -material y simbólica- inciden y ejercen influencia una sobre la otra. Las y los trabajadores mayores de limpieza producen ideas, sentidos, valores y sentimientos respecto a su trabajo y a sus circunstancias de vida, y del mismo modo, desde sus experiencias de vida, definen sus percepciones respecto al trabajo y sus condiciones laborales.

El trabajo de campo fue realizado de junio a septiembre de 2018 en el espacio laboral del Metro de la Ciudad de México. Escuché, conversé y realicé entrevistas con trabajadores y gerentes de limpieza, trabajadores del Metro, funcionarios y directivos, y reconstruí el curso de vida (Blanco, 2011) y las trayectorias laborales de 16 trabajadores mayores, cinco mujeres y once varones, entre 60 y 87 años de edad2.

La precariedad se construye

El trabajo de limpieza del Metro reúne los elementos que caracterizan la precariedad en el trabajo (Rodgers 1989): es inestable, inseguro y remunerado con salarios bajos, otorga una protección social reducida, y no contempla prestaciones laborales ni derechos laborales.

Se retribuye con el salario mínimo, de $3.000 MXN mensuales -pagado a menudo con retrasos- y cada falta es sancionada hasta con tres días de salario. Las y los trabajadores tienen un solo día de descanso a la semana, no reciben aguinaldo ni vacaciones, y su estación de trabajo es rotativa. No cuentan con los derechos y prestaciones de ley, ni con la seguridad social, pues sus empleadores evaden el pago de cuotas obrero patronales al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Las empresas registran ante la autoridad laboral sindicatos de protección desconocidos para las y los trabajadores, quienes tampoco conocen el contenido del contrato, el cual es renovado cada seis meses –ritmo al que las empresas cambian de razón social-, por lo que tampoco generan antigüedad.

El Sistema de Transporte Colectivo (STC) Metro de la Ciudad de México comenzó sus funciones en 1969 como un organismo público y descentralizado, en un contexto global de arranque de una reestructuración productiva del capital (Harvey, 1990). A partir de finales de los sesenta, la economía mexicana transitó de un modelo de desarrollo estabilizador, basado en un modelo de sustitución de importaciones, hacia políticas de libre mercado, de ajuste estructural y recortes al sector público (Bayón, 2006) que rompieron con los pactos laborales previos –marcados por esquemas rígidos, proteccionistas y burocráticos- e impulsaron relaciones laborales y procesos de trabajo más flexibles (Reygadas, 2011).

Esta flexibilidad se expresó, entre otros, en la expansión de la subcontratación de la fuerza de trabajo, un mecanismo mediante el cual el capitalismo logra la explotación de las y los trabajadores sin asumir un compromiso social por medio de derechos laborales y prestaciones. Con la subcontratación, las empresas recurren a una tercera para realizar las actividades productivas, gestionar la contratación de trabajadores y trasladarle la responsabilidad patronal (Battistini, 2018).

El servicio de limpieza se subcontrató de manera generalizada en México, sobre todo a partir de la década de 1990 (Muñoz, 2007). El Metro fue, de cierto modo, pionero en la materia: desde su inauguración, las relaciones laborales en el STC se diseñaron bajo un mercado de trabajo dual, dividido entre trabajadores de base -con relaciones de trabajo estables, sindicalizados y contratados directamente por el STC- y los trabajadores del servicio de limpieza, reclutados bajo el esquema de subcontratación, con condiciones laborales más desventajosas. Este esquema les despojó del derecho de sindicalización y de negociación colectiva y los excluyó de las mejoras laborales y salariales, que los trabajadores de base obtuvieron mediante un movimiento obrero iniciado en 1970 en el contexto de la ola de insurgencia sindical (López, 2018).

Años después, en 1977, un movimiento de trabajadores de limpieza adoptó el lema, “Limpieza, unida, jamás será vencida” y, con el apoyo de los trabajadores sindicalizados del Metro, demandó su basificación, es decir:la eliminación de la subcontratación, su reconocimiento como parte del STC, la regulación de sus condiciones laborales y su derecho a la sindicalización. Sus demandas fueron rechazadas por la dirección del Metro, con el argumento de que el presupuesto de la empresa STC era insuficiente para integrarlos. El movimiento de los trabajadores de limpieza menguó gradualmente; sufrió campañas de desprestigio por parte del STC -tildaban a los trabajadores de “holgazanes”-, hubo represión, encarcelamientos, y algunos fueron despedidos (López, 2018).

En el mercado de trabajo latinoamericano ha imperado una gama de situaciones de trabajo situadas en un abanico de distintos grados de precariedad (Pacheco, De la Garza, Reygadas, 2011) que, en el caso particular de la limpieza del Metro, tendieron a agudizarse. En la década de 1980, las condiciones laborales de los trabajadores de limpieza empeoraron cuando el STC Metro desplazó a la empresa original y contrató a nuevas compañías. Hasta ese momento, los trabajadores aún contaban con seguridad social, derecho a vacaciones, uniformes y zapatos, conocían a sus empleadores y la ubicación de la oficina de la compañía de limpieza. Las nuevas compañías les quitaron esos derechos y prestaciones. Celestino, –ha trabajado en la limpieza desde 1969 a la fecha- lo relata:

“Fue un desastre por el motivo de que no sabíamos qué empresa iba a venir (…) los empresarios que entraban, hacían su recorrido para vernos y nos preguntaban ‘¿se queda o se va?’ ‘no pues me quedo. Me quedé con ‘Limpieza y papel’, ‘Paster’ y con varias (..) Nos dijeron que nos iban a dar lo mismo que ‘Limpieza Mexicana’ pero ya no fue así, nos quedamos sin las prestaciones” (Celestino, 74 años de edad, 2018).

Ello ocurrió cuando, dentro del Metro, los “charros” -los sindicatos afines a los intereses de las empresas y al partido oficial de aquel momento, el PRI- se impusieron en la dirección sindical; en el mismo periodo, el gobierno mexicano aplicaba políticas de reducción de costos y tercerizaba masivamente las actividades y los servicios. En la Ciudad de México, la limpieza se convirtió en un negocio: el sector se expandió sin ningún tipo de regulación, y los gobiernos federal y local se convirtieron en sus principales contratistas (Muñoz 2007).

Testimonios de un ex director del STC y de trabajadores administrativos de la Coordinación de Servicios Generales del Metro recabados en campo, así como el trabajo de López (2018), coinciden en que el sindicato del Metro controló parte de los procesos de trabajo y de licitación de los contratos de servicios externos, gracias a un entramado de pactos y alianzas con el STC que permanece a la fecha. Algunos actores sindicales incluso crearon sus propias compañías de limpieza (Muñoz 2007), como es el caso de “Reisco Operadora de Servicios” -una de las contratistas cuando realicé la investigación de campo-, junto con “Tecno Limpieza Ecotec” y “Consorcio Multigreen”.

Las compañías de limpieza operan en el terreno de la opacidad: están situadas y reconocidas en el mercado laboral regulado y, además, mantienen una relación laboral con una empresa pública perteneciente al gobierno de la Ciudad de México. Sin embargo, sus prácticas y las reglas con las que operan son opuestas a lo anterior, el trabajo de limpieza se sitúa en una zona gris del mercado laboral e inscribe a las y los trabajadores de limpieza en una relación laboral sumamente desdibujada: el STC se deslinda de toda responsabilidad y las compañías de limpieza permanecen ausentes, de modo que resulta difícil para los trabajadores definir para quién trabajan y a quién demandar sus derechos.

Hasta aquí se observa que la tercerización fue el elemento constitutivo que confirió rasgos de precariedad al trabajo de limpieza del Metro, y no surgió espontáneamente, sino que actores específicos como las compañías de limpieza, la empresa del STC Metro, el sindicato y las diversas administraciones de la Ciudad de México han fomentado la subcontratación, han contribuido a producirla, reproducirla y agudizarla mediante mecanismos que debilitaron la capacidad de organización de los trabajadores, como la represión y la colusión de intereses políticos y empresariales. Aunque colectivos de trabajadores la han cuestionado y han desplegado sus capacidades de resistencia, el despojo de derechos laborales a las y los trabajadores de limpieza ha sido sistemático.

La precariedad del trabajo de limpieza en el Metro no debe naturalizarse como una consecuencia inevitable o inherente a esta actividad. Obedece al mandato capitalista y es producto de las prácticas de las compañías de limpieza por acrecentar sus ganancias en detrimento de las condiciones laborales y de vida de las y los trabajadores. El proceso de precarización del trabajo de limpieza modificó paulatinamente la composición principal de la fuerza de trabajo: a diferencia de los primeros años del Metro, ya no se trata de jóvenes migrantes en búsqueda de empleo en la ciudad (Amézquita 1980), sino principalmente de trabajadores mayores.

Señas particulares del trabajo de limpieza y sentidos del trabajo de las y los trabajadores mayores.

Como hemos mencionado más arriba, los estudios elaborados sobre el trabajo de limpieza en distintas partes del mundo han observado ciertas señas particulares de esta actividad, como la precariedad inherente, su tercerización generalizada, su invisibilización, y la pertenencia de sus trabajadores a poblaciones oprimidas y empobrecidas.

Cada una de estas características está presente en el trabajo de limpieza del Metro de la Ciudad de México y repercute sobre las condiciones laborales y de vida de las y los trabajadores mayores de limpieza. Estas repercusiones no solo se expresan en términos materiales, sino también en los sentidos, las valoraciones y las interpretaciones respecto a su trabajo que las y los trabajadores producen a partir de sus experiencias; sentidos que, más allá de simples contrapuestos como aspectos negativos o positivos, reflejan las maneras diversas y complejas en que las y los trabajadores enfrentan sus condiciones de trabajo y de vida (Kergoat, 1997: 7). Como señala Capogrossi (2020: 1114) sobre las experiencias de las mujeres de limpieza en Argentina: “considerar estos empleos únicamente como vórtices de precariedad velaba completamente las reflexiones, percepciones y significaciones que las mujeres extraían de sus prácticas cotidianas”.

A continuación, abordaré las condiciones laborales del trabajo de limpieza y los sentidos que construyen las y los trabajadores mayores sobre éstas desde sus experiencias e interpretaciones. La tercerización de la limpieza ha provocado una guerra empresarial para ofertar el servicio por el menor costo posible y con un alto grado de flexibilización del trabajo. Estos aspectos se traducen en una mayor vulnerabilidad los derechos de las y los trabajadores y e en la degradación de las condiciones contractuales, laborales y salariales (Dresch, Zanardine y Faux, 2015; Öhrling, 2014).

En el trabajo de limpieza en el Metro, la forma de contratación es flexible y a pesar de estar situada en el sector formal, involucra altos grados de informalidad y desregulación. La contratación se realiza dentro de las bodegas de limpieza localizadas en los pasillos de las estaciones del Metro, en cuyas puertas permanentemente cuelgan cartulinas que indican: “Se solicita personal de limpieza, contratación inmediata”. Los cabos, trabajadores de limpieza jóvenes con un puesto gerencial encargados de vigilar y evaluar el desempeño de los demás, son quienes llevan a cabo la contratación; a las y los solicitantes les piden un comprobante de domicilio, una copia de CURP y dos fotografías, después les entregan un uniforme, una escoba y una bolsa de basura y les asignan una estación de trabajo. La contratación inmediata convierte el trabajo en la limpieza del Metro en una opción atractiva y favorable para las y los trabajadores mayores, quienes han sido rechazados en numerosos empleos a razón de su edad –como veremos en el siguiente apartado-. Después de numerosos intentos frustrados por encontrar un trabajo, llegar al Metro y ser aceptados fácilmente es un alivio; no obstante, la otra cara de la contratación flexible es la falta de seguridad del trabajo y los múltiples atropellos a sus derechos laborales. Veamos como Lucio ilustra su contratación:

“Iba yo para mi casa y vi el papelito de que estaban contratando gente, entonces yo me atreví a preguntar ‘¿jóvenes qué es lo que piden aquí para el trabajo, qué requerimiento?’ No lo va usted a creer, ese día que pedí el trabajo me lo dieron luego, luego (…) les dije: ‘¿hay seguro?’ ‘no’ ‘¿prestaciones?’ ‘tampoco’ ¡nada!, [ellos] me preguntaron ‘¿Sí quieres trabajar?’ y hasta la fecha” (Lucio, 87 años de edad, 2018).

Muchas de las y los trabajadores de limpieza entrevistados afirman que su contratación se llevó a cabo de manera verbal. “Dicen que hay un contrato pero yo nunca lo he firmado” expresa Pilar, de 65 años, mientras otros trabajadores comentan que recuerdan haber firmado un papel, el cual -suponen- es un contrato, pero desconocen su contenido. Incluso mencionan que vuelven a firmar dicho contrato cada seis meses con el fin de no hacer antigüedad, una práctica común en el sector de la limpieza de la Ciudad de México (Muñoz, 2007).

La flexibilidad de la contratación, basada en un contrato apalabrado cuyo contenido es desconocido y renovado cada seis meses, funciona como una manera de disciplinar a las y los trabajadores, pues los hace vulnerable ante el riesgo de que sus empleadores finalicen su relación laboral de manera unilateral. Más allá de la flexibilidad del contrato, el principal mecanismo de disciplinamiento que empuja a las y los trabajadores mayores a aceptar las condiciones laborales en el trabajo de limpieza en el Metro es la falta de alternativas de empleo e ingresos. Matilde, de 81 años de edad, lo expresa así: “tan fácil es entrar aquí como es que lo corren a uno, aunque no corren tanto porque no hay quien más quiera trabajar en estas condiciones”.

La literatura disponible ha resaltado que el trabajo de limpieza se delega a poblaciones sistemáticamente oprimidas, feminizadas y racializadas. Por un lado, el trabajo de limpieza está profundamente marcado por la división sexual del trabajo, pues al ser concebido como una prolongación de la actividad doméstica, ha sido asignado naturalmente a las mujeres (Gorban y Tizziani, 2018; Recio y Godino, 2018; Lebeer y Martínez, 2012) y porque la repartición de las tareas en el trabajo de la limpieza se basa en los roles de género y los reproduce: los hombres realizan las tareas con mayor profesionalización y las mujeres las más delicadas y domésticas (Capogrossi, 2020). Por otro lado, las investigaciones realizadas en países con economías desarrolladas (Abbasian y Hellgreen, 2012; Öhrling, 2014; Ollus, 2016; Zlolniski, 1998) dan cuenta que en la limpieza se emplean mujeres racializadas, en su mayoría migrantes, para quienes este empleo constituye la única alternativa posible de acceso al mercado laboral -en parte porque las condiciones irregulares y flexibles que lo caracterizan facilitan la inserción a migrantes sin papeles y a mujeres migrantes- y permite horarios de medio tiempo, que dejan realizar a la par el trabajo de cuidado y doméstico.

En el caso del Metro de la Ciudad de México, las y los trabajadores de la limpieza se caracterizan por su edad mayor, portadores de una fuerza de trabajo desvalorizada y con dificultad para encontrar alternativas en el mercado laboral -sobre lo cual profundizaré en el siguiente apartado-. El trabajo de limpieza genera una “flexibilidad forzada” (Ollus, 2016), que enmascara altos niveles de explotación y la supresión de derechos laborales, pues las y los trabajadores no tienen la posibilidad de elegir si quieren seguir trabajando o no, y bajo qué términos hacerlo.

Las y los trabajadores mayores comparten la percepción de que deben resignarse a las condiciones laborales degradadas y naturalizan la idea que su edad mayor los lleva a ser trabajadores precarios, como asevera Martina: “aunque esté todo mal y nos paguen poco, que nos contraten ya es ganancia”, y Emilio: “estamos aquí para no estar en la casa muriendo de hambre porque aquí por lo menos hay algo”. Este disciplinamiento es reproducido por los cabos –sus superiores-, quienes tratan directamente con las y los trabajadores en el día a día, y en cuyo discurso se percibe que consideran el hecho de contratar a personas mayores como un acto caritativo: “aquí se les brinda la oportunidad de que trabajen, se les consiente y se sienten a gusto trabajando y es como un servicio de bienestar”, afirma uno de ellos. Otra mujer cabo considera que:

No les exijo, entonces no veo que sea pesado este trabajo, es como hacer el quehacer en tu casa (…) [los mayores]ante cualquier cosa que no les gustó (…) me hace un tangote [un escándalo]. Y no se vale porque si yo los ayudo pues que me ayuden” (Cabo línea 2, 2018).

Estos discursos refuerzan la idea de que, por el favor de contratar a personas mayores, se espera un tipo de trabajador disciplinado, dócil y agradecido; un “buen trabajador mayor” es aquel que hace el trabajo sin esperar el respeto a sus derechos laborales a cambio. Sustituir la relación de trabajo por una caridad distorsiona la posición de las y los mayores como trabajadores, suprime su capacidad de defender sus derechos y legitima las condiciones laborales degradadas y vela los abusos cometidos. Por un lado, las y los trabajadores mayores de limpieza enfrentan una estructura de informalidad y desregulación del trabajo de limpieza, que han llegado a cuestionar. Por ejemplo, Matilde afirma: “yo siempre soy de las que no se dejan, voy con los jefes y les pregunto ¿por qué? ¿dónde está el contrato? Pero no me escuchan, no nos escuchan”. Por otro lado, las y los trabajadores mayores se enfrentan a un aspecto asociado, la invisibilidad del trabajo de la limpieza.

Diversos análisis sobre el sector de la limpieza resaltan que se trata de un trabajo subvalorado e invisibilizado. Kruge, Pérez y Antloga (2016) y Capogrossi (2020), mediante sus investigaciones situadas en Brasil y Argentina respectivamente, dan cuenta de que la invisibilidad de la limpieza y su escaso reconocimiento social están asociados a la naturaleza de la actividad, en tanto remite a un trabajo servil y “sucio” por su contacto cercano con los residuos y la basura. Recio y Gordino (2011: 14) recogen de la voz de las y los trabajadores de limpieza en España que “la limpieza no existe, salvo cuando no está (…) cuando está limpio no existe, no tiene valor”. Esta invisibilidad se traslada a las y los trabajadores que realizan la limpieza y quienes pasar desapercibidos en el trato cotidiano; Capogrossi (2020: 1092) menciona que los rostros, los nombres y los rasgos de quienes limpian no son recordados y pocos son los que reparan en ello.

En el caso del Metro, esta invisibilización se observa en diferentes circunstancias; por ejemplo, en el trato de los demás trabajadores de Metro hacia el personal de limpieza, como señala Manolo, de 67 años de edad: “ni el saludo nos dan, nos tratan como si fuéramos gente de quinta categoría”. La invisibilización se refuerza con el trato de infantilización hacia las personas mayores, que invalida automáticamente cualquier cuestionamiento de su parte, y se percibe en los discursos de los cabos a través de comentario como “es gente grande que está volviendo a ser niños, si algo no les gusta del trabajo hacen su berrinche”. La invisibilización de las y los trabajadores de limpieza también aparece en las reglas que se les exigen: realizan su actividad de manera aislada, están obligados a pasar su tiempo de descanso en las bodegas de limpieza, “un nido de ratas y cucarachas y malos olores” dónde se sientan sobre cubetas invertidas para comer, se les exige que pasen desapercibidos a los ojos ajenos, a hacer su trabajo en silencio y a no “interrumpir” el trabajo de las demás personas. Como afirman Gorban y Tizziani (2018), la limpieza se realiza en un “mundo paralelo” al resto de las actividades; está presente pero no puede y, sobre todo, no debe verse.

El carácter simbólico de la invisibilización y del bajo reconocimiento social naturaliza las condiciones laborales degradadas que imperan en el trabajo de limpieza. Al sopesar el trabajo de limpieza, la báscula se inclina hacia el conjunto de aspectos que lo subvaloran y lo sitúan en el estrato más bajo de la jerarquía laboral. La invisibilidad y el bajo reconocimiento social están relacionadas con otra de las características del trabajo de limpieza, el hecho de ser históricamente un empleo mal pagado. Formalmente, las y los trabajadores de limpieza reciben un salario mensual de 3.000 pesos -corresponde al salario mínimo en México en el año 2018-, que resulta insuficiente para cubrir las necesidades básicas del trabajador y de sus familias, como menciona Lucio:

“Con esta cantidad [de dinero] no podemos comer bien, estamos mal pagados y mal comidos (…) Así es la movida de nosotros, si alcanzamos sí y si no “no alcanzaron, váyanse a su casa” ¡Hágame el favor! ¿está bien lo que hacen?... ¡híjole! Estamos torcidos, ¡torcidos!” (Lucio, 87 años de edad, 2018).

Aparte, en el trabajo de limpieza del Metro el salario ya no es un derecho establecido, sino otro mecanismo de disciplinamiento, pues los empleadores castigan a menudo a las y los trabajadores con deducciones salariales, en cantidades a veces vergonzosas y por diversos motivos. Por cada falta, o por actos considerados como indisciplinas -como platicar, quedarse dormido, llegar tarde, cuestionar alguna orden, etc-, se recuden hasta 380 pesos de la quincena. Tal fue el caso de Lucio, quien en una ocasión recibió una quincena de 747 pesos (en lugar de los $1500): “¿Usted cree que me va a alcanzar con $700?”.

Las reducciones en el salario son una práctica sistemática que genera incertidumbre acerca de cómo sobrellevar la vida durante las siguientes semanas. Menciona Martina, de 65 años: “para ellos [la empresa de limpieza] quitarme $380 no es nada, a mí me viene a fregar toda”. Una cabo entrevistada afirma que “hay gente joven que ya son padres es lógico que un sueldo mínimo pues no alcanza. Y una persona mayor a lo mejor ya son sus gastos nada más de esa persona”, es decir, justifica nuevamente el bajo salario y la violencia económica mediante reducciones salariales, con el pretexto de que se trata de personas mayores y que los gastos se reducen al mínimo en la vejez.

Sin embargo, la realidad es muy distinta. El bajo salario que perciben las y los trabajadores mayores de la limpieza los obliga a buscar ingresos secundarios -algunos hacen “mandados” a las taquilleras, por ejemplo-; reducir al máximo sus gastos en alimentos; buscar vivienda en la periferia de la ciudad y adquirir deudas con sus caseros, y carecer de los servicios básicos en sus hogares. Además, afecta drásticamente la atención a su salud, pues carecen de los recursos para atender sus malestares o enfermedades crónicas.

El bajo salario se combina con otro de los rasgos del trabajo de limpieza que las y los mayores mencionan frecuentemente: la carencia de acceso a la seguridad social. Negar este derecho es una de las vías que abarata la fuerza de trabajo, pues ahorra los costos que implica el pago de cuotas obrero patronales al IMSS (Bensusan, 2007). En las credenciales que portan las y los trabajadores de limpieza aparece un número de afiliación al IMSS; sin embargo, de acuerdo con el informe de 2018 de la Secretaría de la Contraloría General de la Ciudad de México, ninguno de estos números de seguridad social está vinculado con una “Cédula de Determinación de Cuotas” (Informe de Auditoría Interna, 2018). Se supone que las empresas de limpieza deberían cumplir con este requisito, pero en los hechos no sucede. Negar su acceso a la seguridad social afecta de manera particular a las personas mayores, porque obstaculiza su atención médica, que adquiere una importancia mayor a medida que la edad avanza. Diez de los 16 trabajadores de limpieza entrevistados no están inscritos en la seguridad social ni están dados de alta en un servicio de salud pública, y sin embargo todas y todos padecen algún tipo de enfermedad crónica como diabetes, cardiopatía, enfermedad respiratoria, ocular o dificultades motrices.

Las y los trabajadores del Metro coinciden en que su trabajo implica riesgos a la salud. En sí la limpieza consiste en una ocupación de alto riesgo, al estar relacionada con trastornos físicos y psicosociales como los movimientos repetivitos, el esfuerzo físico y la monotonía (Abbasian y Hellgren, 2012). En el caso del Metro las jornadas de las y los trabajadores mayores son de ocho horas, seis días a la semana, trabajan en solitario y en medio del bullicio, están de pie, movilizados continuamente en su área de trabajo, agachándose, subiendo y bajando escaleras. Son trabajadores de 60 a casi 90 años de edad quienes, a pesar de sentirse fuertes y capaces para el trabajo, resienten las jornadas agotadoras con cansancio, dolores de espalda o articulaciones, y están expuestos al riesgo de sufrir accidentes, del que las empresas se deslidan. Emilio opina al respecto:

“¿Por qué cree que me encontró aquí parado? ¡Cómo no que me canso! Se cansa uno, pues, yendo pa’llá y pa’cá se cansan los pies (…) Aquí no hay Seguro, ‘¿está enfermo el señor? pues vamos a darle su reposo y le pagamos’, no, nunca, no hay una autoridad que diga ‘vaya a descansar está enfermo’. Si me voy a descansar me descuentan, pierdo más. está difícil la situación y si se cae una persona, porque aquí hay pura persona de mayor edad porque no hay donde puede caber a trabajar” (Emilio, 78 años de edad 2018).

En estos términos, el trabajo no solo incumple con la función de proveer seguridad social, sino somete a las y los trabajadores a riesgos adicionales para su salud. Ante una enfermedad o un malestar, la mayoría de las y los trabajadores mayores recurre a los consultorios adjuntos a las farmacias privadas; sin embargo, expresan que suelen desatender sus problemas de salud, ante las dificultades de acceso y el gasto de bolsillo que implican. Quienes cuentan con acceso a las instituciones públicas de salud suelen recurrir a ellas con mayor frecuencia, aunque enfrentan limitaciones de tiempo, pues dedican la mayor parte del día al trabajo. Así, en general, las y los trabajadores mayores de limpieza están privados de los servicios de salud o los subutilizan.

Las condiciones laborales de las y los trabajadores mayores del Metro en torno a los bajos salarios y la falta de acceso a los servicios de salud, son un botón de muestra de la situación de las y los trabajadores mayores en México. Como se mencionó en la introducción, 84,3% de la población mayor ocupada a nivel nacional no tiene acceso a instituciones de salud por su trabajo, y los salarios del 71% se ubicaban en los niveles más bajos (ENOE, 2020). Estas condiciones exhiben un alto grado de precarización laboral, cuyos efectos rebasan el terreno del trabajo.

Por limitaciones de espacio, resulta difícil profundizar en el análisis de la precariedad de sus circunstancias de vida (Ávalos, 2020). Cabe señalar que la incertidumbre, la pobreza económica y la contingencia son elementos que estructuran las circunstancias de vida de las y los trabajadores mayores en el día a día; las condiciones laborales degradadas les despojan de las precondiciones sociales mínimas para planificar y conducir su vida con relativa autonomía (Castel 1995), y fomentan una creciente dependencia a los ritmos y condicionamientos del capital. El trabajo podría ser un recurso para que las y los mayores sobrelleven la vida en mejores condiciones de existencia, pero bajo las condiciones laborales estudiadas, el trabajo de limpieza reproduce y agudiza las condiciones desfavorables, las carencias materiales y las angustias cotidianas a las que se enfrentan en su vejez.

No obstante, las y los trabajadores mayores no permanecen indiferentes ante sus condiciones laborales:lasviven como una injusticia cotidiana y las denuncian constantemente, con enojo e indignación:

“Estoy haciendo un análisis de las cosas (…) es una discriminación --fíjate bien lo que te digo-- ¡una total discriminación a la humanidad! Somos trabajadores y deberíamos tener derechos y no tenemos ningún derecho, pero tenemos obligaciones (…) ¡está de la chingada!” (Matilde, 81 años de edad, 2018).

“Es ilegal, pero ¿qué le hace uno? en cualquier empresa y en cualquier parte del mundo el contrato es el contrato, la seguridad es la seguridad. Por eso fueron los Mártires de Chicago” (Omar, 80 años de edad, 2018).

Los sentidos que las y los mayores construyen para el trabajo de limpieza están tensionados: por una parte, lo consideran como un reproductor de la precariedad -bajos salarios, ausencia de derechos y protecciones y malos tratos-, pero a la vez representa el único medio disponible para subsistir por cuenta propia y lo interpretan como un espacio para la socialización que revierte la falta de espacios propios en el ámbito público. Las condiciones de existencia de las y los trabajadores mayores les impusieron una vida dedicada plenamente al trabajo, con escasas posibilidades de construir un proyecto de vida más allá de éste. Al imaginarse sin trabajo, señalan dos implicaciones: encerrar su vida detrás de las puertas de su hogar, con la sensación de “no tener nada que hacer”, de “no hallarse” o “aburrirse”; o estar sujetos a la caridad de otros.

Aparte de un trabajo, el Metro cumple funciones sociales. Lo conciben como un espacio en el que “nos entretenemos” observando a las personas y se relacionan con sus compañeros de trabajo pormedio de la “cábula”, la amistad o enemistad, las anécdotas de la vida fuera del trabajo y de las problemáticas vinculadas a la precariedad compartida. Aparte de la pérdida de un ingreso, dejar de trabajar los expondría a la pasividad y al aislamiento. Cabe cuestionar, pues, las posibilidades que la sociedad oferta a las y los mayores, no solo en términos de protecciones y cuidados, sino también su papel y roles sociales y la construcción de espacios propios.

También subrayan que perder el trabajo implica el riesgo de convertirse en sujetos de la caridad y de renunciar al grado de independencia económica que conservan. En su contexto de carencias y de trabajo obligatorio, reafirman su estatus de personas mayores capaces de valerse por sí mismas. Por ejemplo, marcan una distinción con las y los mayores que piden limosna al interior del Metro: afirman que ellos mantienen su capacidad para trabajar y que los recursos obtenidos son méritos propios. Ello es producto de una ética del trabajo profundamente arraigada, afirma Martina: “Todo trabajo es digno y mantener la dignidad importa. Yo sólo quiero morirme de pie y trabajando”. A la vez, opera como una defensa frente al estigma de la vejez, vinculado a la inutilidad y a la dependencia. Al profundizar en esta reflexión, la mayoría de las y los trabajadores coincide en que, para las personas mayores, el trabajo debería ser una elección vinculada a necesidades sociales y de convivencia, pero no un mandato de subsistencia.

Para las y los trabajadores mayores el derecho a la existencia es despojado porque se les exige ganársela. Incorporan tal exigencia mediante la afirmación de utilidadal realizar una actividad necesaria socialmente, la limpieza, y porque siguen participando vendiendo su fuerza de trabajo dentro las relaciones sociales capitalistas. El imperativo para estos trabajadores es doble: ganarse la existencia y justificarla. A cambio pagan un precio alto al verse obligados a padecer abusos laborales, riesgos a su salud y discriminaciones, a vivir una vejez precarizada.

Cursos de vida de las y los trabajadores mayores: desigualdades de clase, género y edad.

Difícilmente se pueden comprender las condiciones de precariedad laboral que viven las y los trabajadores mayores sin extender la mirada hacia cómo se han construido sus cursos de vida, especialmente sus trayectorias laborales. Articular sus circunstancias de vida presentes con el análisis de los cursos de vida permite comprender de manera más amplia los factores que conllevan su presencia en un trabajo ampliamente precario como lo es la limpieza del Metro.

Coincido con Kasmir y Carbonella (2018) al señalar que, bajo la lógica expansiva del capital, la reestructuración neoliberal del trabajo hace, deshace y reconstruye a la clase trabajadora y moviliza diversas poblaciones de trabajadores. Considero que las y los trabajadores mayores forman una de estas poblaciones, ya que después de padecer un despojo continuo de derechos y la privación de acceso a recursos económicos, se han visto obligados a salir al mercado para vender su fuerza de trabajo y establecer relaciones laborales precarizadas en el sector subcontratado del servicio de limpieza.

Standing (2011) plantea que los trabajadores mayores (olderworkers) han adquirido relevancia en las economías neoliberales. Explica que su inserción en el trabajo está asociada con el desvanecimiento del pacto social capitalista y los procesos de mercantilización de los sistemas de pensión, de tal modo que los mayores pasaron de una situación de estar arrojados a “las sombras económicas” a una nueva, en la que se les exige que trabajen más tiempo y se conviertan en “una fuente de trabajo barata, pagada con salarios bajos, con pocos beneficios y fácilmente explotada” (Standing, 2011: 82).

En el caso de las y los trabajadores mayores de limpieza del Metro, la presión que los llevó a alargar su vida productiva en condiciones de precariedad laboral no viene únicamente de su condición de trabajadores mayores con una fuerza de trabajo desvalorizada y explotable, o de no tener derecho a una pensión –algunos lo tienen–, como señala Standing (2011). Se observa que las circunstancias en que han envejecido han sido moldeadas por la persistencia de desigualdades y desventajas de origen estructural –por factores de clase, género y edad–, acumuladas a lo largo de su curso de vida, y que los han situado continuamente en posiciones de desventaja, con pocas posibilidades de apropiación de recursos sociales, económicos, simbólicos y políticos (Reygadas, 2008).

Infancia y migración

Las y los trabajadores mayores nacieron entre 1931 y 1958, en una época de reordenamiento de la estructura socioeconómica en México, durante la cual el deterioro de la economía rural –basada en la redistribución de la tierra y el ejido– y el desarrollo industrial provocaron una migración interna masiva, que provocó la incorporación de campesinos a la actividad económica urbana y la feminización del trabajo (García, Muñoz y Oliveira, 1978).

En sus orígenes sociales destacan situaciones de pobreza familiar, ya sea en contexto campesino –los padres de nueve se dedicaban a la siembra para la subsistencia familiar o laboraban como campesinos jornaleros–, o en un entorno urbano –los padres de otros siete eran vendedores ambulantes, obreros o empleados–. A excepción de Pilar, hija de un pequeño comerciante, quien describe su infancia como “de lo mejor”, los trabajadores recuerdan a sus padres y madres dedicados al trabajo y las carencias materiales como una constante:

“Para mí no hubo nada. Andaba con una sola ropa hasta que se nos caía a pedazos entonces no había con qué cambiarnos ni quien nos diera nada, así sufrimos mucho de chiquita, así nos la pasábamos, pero mi infancia fue muy crítica” (Hilaria, 83 años de edad, 2018).

Heredaron desigualdades y desventajas (Mora y de Oliveira, 2014), que se tradujeron en un acceso nulo o escaso al sistema escolar y en una necesidad de trabajar desde la infancia3. A la vez que relatan la carga sumamente pesada, en ocasiones acompañada de maltratos, que significó el trabajo infantil, subrayan las habilidades que adquirieron y las construcciones en torno al trabajo y al género. Más allá de la dimensión económica, el trabajo, especialmente para aquellos que fueron enviados a trabajar como aprendices de un oficio, constituyó una ruta de aprendizaje alterna a la escuela, significó un recurso familiar disponible que podía marcar una ruptura ocupacional respecto a sus padres y conjurar las desventajas heredadas a sus hijos:

Vendía yo gelatinas (…) hasta que mi madre dijo que ‘te voy a meter a un taller’ y me metió ‘aquí le traigo a mi hijo para que lo haga hombre’. Aprendí ¡muchísimas cosas! [el taller] era de cerrajería: aprendí a tornear, fresear y taladrar (…) Al principio no me daban nada, ya después me dio $5.00 pesos y mi madre me decía ‘mira, aquí hay que entrarle: da $2.00 pesos para la casa y con eso le vas a pagar al abonero’. Y los otros $2.00 me los dejaba a mí (Jacinto, 75 años de edad, 2018).

Trece de ellos emigraron a la Ciudad de México entre los cinco y veintidós años de edad, con una expectativa de movilidad laboral y bajo el impulso de situaciones familiares particulares y motivaciones subjetivas, como el imaginario alrededor de la ciudad, como alude Omar, de 80 años de edad: “yo decía ‘¡quiero irme!’. (…) tenía ¡una ilusión! ¡Híjole! Soñaba con conocer la ciudad”. La mayoría de las y los trabajadores mayores migró en solitario, sin redes sociales, hacia un lugar en el que no habían estado anteriormente y donde enfrentaron una gran incertidumbre. “La ciudad era un mundo. Yo lo sentí como un mundo que se traga a la gente…”, recuerda Jacinto.

Con su fuerza de trabajo y su resistencia como únicos recursos disponibles, buscaron un trabajo para tener un lugar donde residir. La capacidad de resistencia requiere más que los recursos simbólicos (Reygadas, 2008), y en ese sentido, las desventajas que cargaron al llegar a la ciudad fueron determinantes. Representaban una fuerza de trabajo en necesidad, poco calificada y disponible, de modo que sus puertos de entrada en el mercado laboral fueron ocupaciones subordinadas y con salarios bajos: los varones como ayudantes en talleres o fábricas, las mujeres como trabajadoras de planta del hogar o vendedoras.

Trayectorias laborales previas al trabajo de limpieza

Las trayectorias laborales de los trabajadores mayores se desarrollaron a partir de la mitad del siglo XX. Vivieron en carne propia las transformaciones socioeconómicas y de la estructura ocupacional que marcaron la transición de un Estado social –que amplió los derechos y la cobertura de seguridad social a diversos sectores de trabajadores, aunque con alcances limitados e inequitativos– a la instauración de formas de trabajo más segmentadas, inestables e inseguras que acentuaron la brecha entre un núcleo cada vez más reducido de trabajadores con derechos sociales y los grupos periféricos de trabajadores de baja calificación, disponibles para ser reclutados y despedidos fácilmente (Bayón, 2006; Harvey, 1990: 174).

A lo largo de sus trayectorias, el grupo de trabajadores mayores estuvo inserto en múltiples formas de trabajo, que reflejan la heterogeneidad ocupacional característica del mercado laboral en México (Guadarrama, Hualde y López, 2012), y en diversos sectores productivos, como servicios, trabajo en el hogar, comercio, oficios, transporte y manufacturero. Si bien solo algunos se desempeñaron en el trabajo regulado, todos enfrentaron desigualdades y desventajas asociadas al género, a la posición ocupacional y a la edad; ocuparon trabajos con salarios bajos, en puestos subordinados y con posibilidades casi nulas de ascenso ocupacional.

Tipifiqué sus trayectorias laborales en cuatro grupos. El primero corresponde a las trayectorias laborales inestables, marcadas por el tránsito de un empleo a otroa lo largo de la vida; lo conforman la mayoría de las mujeres. El segundo grupo incluye las trayectorias dedicadas a un solo oficio. El tercero engloba las trayectorias iniciadas de manera tardía después de haberse dedicado al trabajo de reproducción: también tiene presencia únicamente de mujeres. El cuarto grupo corresponde a las trayectorias de quienes estuvieron empleados en el trabajo asalariado y regulado, cimentado sobre las protecciones sociales, dentro de manufacturas o empresas de servicios.

En el primer grupo, las trayectorias se construyeron sobre una sucesión de trabajos, movidas por “la necesidad” –como refiere Olmo, de 76 años de edad– de generar ingresos en un mercado laboral que perpetuó sus inserciones precarias en elempleo. La entrada y salida en diversos trabajos era constante y su relación con la figura patronal era apalabrada y flexible. El siguiente extracto del relato de María Elena, trabajadora de planta del hogar, ejemplifica estas trayectorias:

“Tú nada más fíjate bien y vas a aprender… en ese tiempo era fácil, rápido encontraba trabajo. Me había metido a un restaurante y pagaba un cuarto, pero pagar renta no me convenía y me fui a trabajar a una casa. Me explotaban mucho en la casa y me salí. Después estuve sin trabajar como 15 días, salí a caminar y conocer la ciudad. Después, regresé a trabajar porque necesitaba dinero, en donde quiera buscaba letreros, preguntaba y ya conseguía trabajo” (María Elena, 60 años de edad, 2018).

El segundo grupo tuvo trayectorias dedicadas a un solo oficio; trabajaron por cuenta propia, y posteriormente trataron con intermediarios o contratistas para tener un ingreso más seguro. Formaban el primer eslabón de una cadena productiva que concentraba los beneficios en los intermediarios y en las empresas para las que trabajaban a cambio de salarios bajos, sin derechos laborales y con contratos por temporada u obra. En sus relatos, estos artesanos mantienen un fuerte arraigo a su oficio, aunque ya no lo realizan, y reivindican su experticia y un saber hacer propio. Gabriel, de oficio talabartero, da cuenta de lo anterior:

“Mire, para empezar, usted tiene que conocer la piel, no se puede meter piel de la barata si está entregando piezas para una empresa como Pineda Covalin o Aldo Conti (…) Vendía yo por mi cuenta algunas cosas, pero me empecé a llenar del trabajo de los proveedores que les fabricaban a estas marcas (…) Entonces pues las empresas le hacen contrato al gremio de talabarteros que contrataba el proveedor, iba a mi casa y me pedía cien o doscientos (…) y me comprometía a tres meses o cuatro de trabajo” (Gabriel, 67 años de edad, 2018).

El tercer grupo incluye trayectorias laborales tardías y está formado por dos de las trabajadoras, Martina y Pilar. Martina, de 68 años de edad, cuidó a sus padres hasta los 58 años de edad. Pilar estuvo casada y se dedicó al cuidado de sus hijos hasta los 48 años de edad. Su inserción al mercado de trabajo estuvo relacionada con la muerte de los proveedores y modificó su curso de vida; sin experiencia previa ni credenciales, ambas mujeres empezaron su trayectoria tardía en actividades vinculadas a la reproducción, como comparte Pilar:

“Yo nunca trabajé mientras estuve casada con él (…) [era] muy celoso. Pero no me quejé, hacía lo que quería con su dinero. [Cuando murió] veía su lugar vacío (…) me deprimí y me duele aquí en el corazón. El doctor me dijo que no me podía dar medicina, sino que me metiera a trabajar y yo me pregunté ¿de qué trabajaré? pues de niñera, eso sabía hacer por mis hijos que los cuidé. Luego pensé ‘mira, cabrón, veme desde el cielo aquí trabaje y trabaje’ superé la depresión y me empecé a ganar una extrita” (Pilar, 65 años de edad, 2018).

El cuarto grupo está constituido por varones que tuvieron múltiples trabajos asalariados y regulados, pero de escala inferior. Jacinto fue el único en tener una trayectoria con movilidad ocupacional, al pasar de obrero a supervisor en una fábrica de bombas centrífugas. En la mayoría de los empleos contaron con derechos laborales y sociales, que les dieron oportunidades para adquirir bienes y recursos, como casas propiasmediante créditos públicos. A la vez, estos accesos estuvieron limitados por su condición obrera: tuvieron derecho a la vivienda, pero a una vivienda obrera, y a formas de consumo masivas dirigidas a las familias de los obreros. Las palabras de Manolo reflejan lo anterior:

“Trabajé en Cerraduras y Candados Phillips durante 20 años, desde el principio teníamos seguro social (…) tantos días de aguinaldo, tantos días de vacaciones, que nos dieran despensas cada mes, (…) para el primero de mayo nos daban uniformes (…) Yo estaba en la planta de montaje y armaba candados, ahí conocí a mi esposa. Compramos dos casas que pagamos en 7 años y otra llevamos pagando 10 años. Tenemos esa comodidad, pero, los de clase media siempre hemos resentido la crisis, es costumbre: si aumentan las cosas uno de debe adaptar y si bajan, uno se adapta… a todo se acostumbra uno menos a no comer” (Manolo, 67 años de edad, 2018).

Los relatos de las y los trabajadores mayores acerca de sus trayectorias laborales están entrelazados con sus historias de familia y puntos de inflexión que implicaron cambios en su vida. Destacan sus valoraciones acerca de lo logrado mediante el trabajo: en términos simbólicos relatan los logros, el saber-hacer adquirido y los aspectos que disfrutaban de su trabajo. A la vez, en su mayoría, subrayan cómo el trabajo representó sufrimiento y abusos laborales. Para el conjunto de las y los trabajadores, el énfasis está puesto principalmente en el trabajo como un medio para asegurar la subsistencia propia y la familiar.

En las valoraciones se observan tajantemente las diferencias de género. Los varones fueron asignados al papel de proveedor; la responsabilidad de generar ingresos económicos para su grupo familiar marcó su dedicación de tiempo de completo al trabajo. Cumplir con el rol de proveedor implicó mayor ausencia en su hogar, y en sus relatos aparecen frases como “me echaba turnos dobles para mantenerlos, sí sufre uno” o “¿para quién trabajé? Por tanto trabajar a lo mejor la desatendí [esposa]”. Evalúan el cumplimiento de su función de acuerdo con los recursos materiales logrados, el sostenimiento económico de su familia y las oportunidades heredadas a los hijos, como el acceso a niveles más altos de escolaridad y que éstos tengan mejores empleos que ellos. Así lo precisa Omar:

“Siento que sí hice algo, le dí estudios a mis hijos trabajando mucho, ellos son universitarios, uno de ellos se acaba de comprar un departamento todo ‘pipirisnais’ por las torres de La Raza (…). De niños, me los llevé en el carro a la Marquesa y de vacaciones a la playa. Tampoco fue la abundancia, pero no les faltó nada, vivieron mejor que cuando yo fui niño. Les compré sus zapatitos, partiéndome, como dicen, el lomo en el trabajo” (Omar, 80 años de edad, 2018).

En contraste, las trayectorias de las trabajadoras mayores muestran un vínculo más fuerte con su propia existencia; están entrelazadas con sus experiencias de vida personal y con el ámbito de la reproducción. Hilaria y María Elena fueron madres solteras, lo que tensó el equilibrio entre el trabajo y el cuidado de sus hijos, por lo que se vieron obligadas a transferir a terceros su labor de crianza. Martina y Matilde no tuvieron hijos ni pareja y su trabajo ha sido su único medio de subsistencia. Para Pilar el trabajo fue producto de la desestructuración de su grupo familiar.

Cuando evalúan su trayectoria, a diferencia de sus pares varones, las mujeres no hacen alusión a recursos materiales obtenidos -sus esfuerzos no se materializaron en vivienda propia o acceso a la seguridad social-, sino que destacan que, mediante el trabajo, aseguraron la manutención de sus hijos y la propia, y de paso, su independencia respecto a un marido. Sus experiencias en trabajos desprotegidos e inestables estuvieron atravesadas por desventajas de género, que tienen un origen más profundo que sus posiciones precarias en el trabajo y están asociadas con la división sexual y la desvalorización del trabajo de las mujeres. Para ellas, el trabajo implicó una batalla que enfrentaron con muy pocas redes de apoyo y bastantes penas. Al respecto, señala Hilaria:

“No me arrepiento de mi vida trabajando, fue puro trabajar y sufrir mucho. Doy gracias a Dios que me dejó mantenerme y no derrumbarme. No me fue bien, pero tampoco no me he quedado sin comer. Ha sido sufrir [porque] ¿a quién le va a gustar trabajar? Pero pues ahora sí, lo hacemos por necesidad, no por gusto” (Hilaria, 83 años de edad, 2018).

A lo largo de sus trayectorias, las y los trabajadores mayores experimentaron la precariedad laboral en distintos grados; ello limitó al mínimo las posibilidades de movilidad social y les impidió construir condiciones de autonomía y seguridad económica a largo plazo. Aunque algunos alcanzaron mejores condiciones de vida, el trabajo circunscribió la mayoría a la subsistencia y a la carencia de recursos; fueron trabajadores y trabajadoras subordinados, con baja escolaridad, calificaciones no reconocidas y redes sociales limitadas. Mediante el trabajo aseguraron su subsistencia, pero la necesidad de ganarse la vida día a día les obligó a permanecer en relaciones de explotación laboral y de opresión de género que reprodujeron las desventajas.

En sus relatos de curso de vida, todos marcan un momento clave: cuando se jubilaron del trabajo o fueron despedidos porque sus empleadores los reconocieron como personas envejecidas y no aptas para el trabajo.

La edad mayor y experiencias de retiro laboral

La edad de los trabajadores entrevistados oscila entre 60 y 87 años de edad y, aunque el rango es amplio, el conjunto se reconoce a sí mismo como personas mayores. Más allá de la edad o de los cambios físicos, ese reconocimiento es producto de las relaciones sociales en que han estado inmersos, entre ellas en el trabajo.

De acuerdo con Feixa (1996), la edad es una construcción social a la que se le atribuyen propiedades y contenidos, y que sirve para categorizar a los individuos. Alrededor de la vejez se han construido representaciones que varían social e históricamente. En las sociedades capitalistas, la fuerza de trabajo está subordinada y es moldeada de acuerdo con la productividad y el incremento de la ganancia, sus propósitos primordiales. Marx (2013) analizó cómo el capital produce poblaciones relativamente sobrantes de acuerdo a sus necesidades. En esa dinámica de consumo y desecho, el mercado de trabajo interviene de una manera particularmente destructiva con base en la edad: las y los trabajadores son relevados por generaciones jóvenes a medida que envejecen; pasan a concebirse como portadores de una fuerza de trabajo consumida y agotada.

Excluir a las y los trabajadores mayores en el trabajo no se guía únicamente en clave económica: también opera sobre símbolos y representaciones.Entre la vejez y la productividad está de por medio el cuerpo y el conjunto de atributos que éste presenta, como la apariencia personal. Para Fericgla (2002) en las sociedades occidentales y capitalistas, estos atributos están atravesados por connotaciones negativas que desvalorizan y desacreditan socialmente a quien posee el cuerpo envejecido. El estigma hacia las personas mayores transmite lo indeseable, lo que no se ajusta al ideal de productividad y de estética occidental representado en el culto a la juventud.Como señala Vera (2011: 24): “Occidente teme profundamente al envejecimiento, pues se trata de una etapa que va acompañada de un desvanecimiento de la presencia socialmente valorada de los cuerpos jóvenes: su potencial productivo”.

Previo al trabajo de limpieza, las y los trabajadores mayores pasaron por un retiro no definitivo del trabajo, que cada uno experimentó, vivió y sintió de manera singular. Aparecen, nuevamente, diferenciaciones entre quienes tuvieron trayectorias en trabajos inestables y más precarios, y aquellos en el trabajo regulado.

En los primeros, la experiencia de retiro del trabajo fue más cruda; se trató de un despido que sus empleadores legitimaron aludiendo al agotamiento, a la falta de fuerza, a un menor rendimiento, a errores o accidentes que asociaron a la edad y al aspecto envejecido de las y los trabajadores. Las experiencias de María Elena y Emilio nos ilustran al respecto:

“En la última casa donde trabajé se me ocurrió decirle a la señora que ya no podía estar porque estaba muy cansada y cuando le dije a la señora que ya me quería retirar ella me corrió en seguida (…) tenía 56 años. Me cansaba porque era pulir la plata y a mí ya me cansaba mucho la espalda de pulir. Me sentí mal, me dieron ganas de llorar porque no pensaba abandonar ese trabajo de inmediato, pensaba terminar esa quincena y ella me dio lo que se le dio la gana, cualquier cosa me dio para deshacerse” (María Elena, 60 años de edad, 2018).

“Antes sí trabajaba yo en la construcción hasta que ya me dijeron que no podía trabajar, nos despidieron por la edad que tenemos. Llegó el contratista un día y vio que me iba a caer una loseta desde el quinto piso, pero me hice a un lado y me dijeron que [ya] no podía trabajar porque había mucho peligro para mí por la edad. Me dijeron ‘no usted ya no´. Me despidieron nada más así, de repente” (Emilio, 78 años de edad, 2018).

Al ser trabajadores despojados de derechos laborales y de protecciones sociales, el retiro del trabajo fue una experiencia abrupta, producto de una decisión unilateral de los empleadores, que anuló la posibilidad de previsión de los trabajadores y los dejó en una situación de desamparo económico. El despido en la edad mayor concretó los riesgos asociados al trabajo precario: la amenaza del despido y la pérdida súbita de los ingresos económicos los situaron en un estado de inseguridad que desmoronó la limitada estabilidad que tenían para planear su vida, sostener y reproducir su existencia (Castel, 1995).

Para los trabajadores que tuvieron empleos regulados y formales, las experiencias de retiro fueron distintas: se trató de un evento de transición previsto, acorde a una edad preestablecida y parte de un derecho laboral. Se jubilaron –por decisión propia o por decisión de la empresa– con la garantía de recibir una pensión, uno de los logros de la lucha de la clase trabajadora. Sin embargo, se enfrentaron con otro problema: el modelo de retiro existente en México ha sido incapaz de garantizar pensiones adecuadas, pues además de lacobertura limitada, el monto es a menudo insuficiente ya que los mismos salarios bajos sirven como base de cotización y cálculo de las pensiones (Ham-Chande 2003). Su pensión solo les alcanzó para resolver parcialmente sus necesidades y las de su familia, Omar y Ramón dan muestra de ello en sus relatos:

“Me pensionaron porque ya era tiempo de cesantía, pero me da pena hasta decir con cuánto me pensionaron […] Me quedé con poco de la pensión y no me daba. Me dijeron ‘tiene usted un año dado de baja’ ¡ese jijo del maíz! ¡[el patrón] tranza!, me había sacado de desde antes [del sistema de seguridad social] (…) Me pensionaron, pero nada más con el 80%, sino hubiera sido más” (Omar, 80 años de edad, 2018).

"Dejé unos siete meses sin trabajar, pero con lo que me dio el Seguro, pues era bien poquito. Ese es como un ahorro que vas… pues no le entiendo muy bien. La cosa es que en la empresa uno va guardando unos centavos ahí (…) Pero necesité sacar más dinero porque no era suficiente. Traté de ganar un dinerito extra porque ya ves que está todo bien caro” (Entrevista a Ramón, 66 años de edad, 2018).

A pesar de haber participado en el “ideal” del trabajo fordista, el progresivo deterioro de las protecciones sociales y el debilitamiento del trabajo como canal de movilidad social (Bayón 2006) los convirtieron en trabajadores mayores empobrecidos.

A lo largo de sus cursos de vida, las y los trabajadores mayores tuvieron un limitado o nulo acceso al régimen de protección social en México, en gran medida porque, siguiendo a Ramírez y Ham-Chande (2012) y Ramírez, Nava y Badillo (2018), éste no ha logrado edificarse como un sistema universal que logre amortiguar las desigualdades sociales. Siguiendo a estos autores, el sistema de previsión en México se diseñó en un modelo de perspectiva laborista, bajo los principios de pensiones obligatorias, contributivas y de solidaridad intergeneracional. Este sistema fue implementado por el Estado a partir de finales de la década de 1940; se articuló alrededor del IMSS (1943) y posteriormente del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) (1959), y dependió de las cuotas de los trabajadores, los empresarios y el Estado. No obstante, su instrumentación enfrentó problemas relacionados con diversos factores, entre ellos un mercado laboral heterogéneo, la alta informalidad del empleo y el estancamiento del crecimiento económico, de modo que su cobertura fue limitada y excluyó sistemáticamente a casi la mitad de la población que se encontraba fuera del mercado laboral regulado, entre ellos los campesinos, los independientes y los no asalariados, como fue el caso de buena parte de las y los trabajadores de limpieza.

Además, en la introducción de políticas de corte neoliberal, el Estado promovió una reforma a sus sistemas de pensión –en 1997 para el IMSS y en 2007 para el ISSSTE- que las pasó a un régimen de contribución definida y de administración privada, en el que el ahorro es individualizado y capitalizado. Sin embargo, señalan Ramírez, Nava y Badillo (2018), estas reformas no lograron una mayor cobertura ni una protección más robusta; por el contrario, acentuaron las desigualdades sociales y expusieron a las y los trabajadores a nuevos riesgos, como “el riesgo financiero, las altas comisiones, las malas decisiones y los manejos especulativos” (148) por parte de las Administradoras de Fondos para el Retiro (AFORE).

Las dependencias que dirigen el sistema de seguridad social en México siguen insistiendo en la capitalización individual (Ramírez, Nava y Badillo, 2018: 155), o en amortiguar la deficiencia del sistema mediante políticas asistencialistas o discursos de empoderamiento. El principal recurso dirigido a las personas mayores que el gobierno federal actual ha implementado es el de las pensiones no contributivas, que consiste en transferencias de 1.310 pesos (66 dólares) al mes, lo cual, aunque es de carácter universal y representa un esfuerzo, resulta insuficiente y hasta ahora su cobertura se limita a la mitad de la población mayor. La transferencia monetaria por sí sola no construye ni propone soluciones a largo plazo a problemas de carácter estructural.

Al convertirse en un sistema de cuenta de ahorro individual y mercantilizada en el sistema financiero, el derecho a la pensión –que es uno de los mecanismos de redistribución de la riqueza- ha modificado sustancialmente las condiciones de retiro de las y los trabajadores, así como la disponibilidad de recursos con los que se cuenta al llegar a la vejez. Bajo estos términos, el cuidado se convierte en una responsabilidad individual o de las familias, como analizaré a continuación.

Déficit de cuidados y continuidad de la vida productiva

Bajo la dinámica de consumo y desechabilidad que impera en el mercado de trabajo, las y los trabajadores mayores retornaron al espacio doméstico después de dar por agotada su capacidad productiva.En México, el cuidado de las personas mayores ha sido históricamente un asunto que se resuelve en familia, y un trabajo que recae principalmente sobre las mujeres (Razo, 2014), pues a la falta o insuficiencia de una pensión se suma la ausencia de un sistema público de cuidados diseñado para atender las necesidades de las personas mayores dependientes y no dependientes. Al traspasarse al ámbito familiar, el cuidado se convierte en un trabajo doblemente desvalorizado, porque no es remunerado, y porque la persona receptora del cuidado es concebida como no productiva y estigmatizada como una carga. Es una actividad que absorbe tiempo y valor, pero no genera valor a cambio (Federici, 2015: 47). Y en contextos familiares con recursos económicos reducidos, la necesidad de generación de ingresos acapara el tiempo y la fuerza de trabajo de los integrantes, y minimiza su disponibilidad de cuidado hacia sus mayores.

De nueva cuenta, surgen distinciones de género en la experiencia de la vejez: las trabajadoras mayores de limpieza del Metro residen solas y sus redes familiares son sumamente frágiles o inexistentes. Como carecen de cuidados externos, su subsistencia depende de ellas mismas, y ello genera una incertidumbre sobre lo que ocurriría en caso de ya no poder trabajar. María Elena, por ejemplo, reserva una parte de su salario para cubrir el gasto de su funeral. Las mujeres valoran su soledad de diferentes maneras: María Elena, Martina y Matilde desearían un apoyo familiar, y lamentan que sus hijos y familiares o no puedan o no estén dispuestos a cuidarlas; en cambio, Pilar e Hilaria destacan que estar solas es una ventaja que les permite evitar la carga de trabajo que implicaría el cuidado de nietos o de una familia.

En contraste, los varones mayores tienen cónyuge o residen con una familia extensa, donde mantienen roles de proveedores -incluso de hijos o nietos en edad productiva-, a veces los únicos en el hogar. Consideran que su ingreso es un aporte necesario al ingreso colectivo familiar. Algunos estiman que la proveeduría es una carga que ya no les corresponde y llegan a vivirla como un abuso familiar, como Celestino y Omar, quienes mantienen a sus nietos, ayudan económicamente a sus hijos y pagan las cuentas de su casa. Cuenta Celestino: “[mi nieto] quiere vivir como él quiere ‘al cabo mi abuelo paga la renta, paga la luz, paga el agua’ ahí está la situación. Por eso debo seguir trabajando”. Su situación exhibe que los mayores no solo son beneficiarios de cuidados y recursos económicos, sino que también los suministran y que una familia, además de representar sostén y cuidados, también supone cargas y obligaciones económicas.

Las y los trabajadores mayores estuvieron obligados a continuar su vida productiva; sin embargo, previo a entrar al trabajo de limpieza en el Metro, las y los mayores enfrentaron un mercado laboral hostil debido su edad mayor, la cual se convirtió en una dimensión de desigualdad y en una de las características sociales que portan -junto con otras como el género y la clase- que los discriminan social y económicamente:

Me metí al Metro porque en otro lado no me aceptan por la edad, por mucha capacidad que tenga para el trabajo, que creo que sí la tengo, no me lo van a dar: ‘la llamamos’ ¿cuándo me llamaron? Nunca. Estuve buscando trabajo un tiempo” (Matilde, 81 años de edad, 2018).

“Se me cerraron las puertas por los años, no me decían que no, pero me ponían peros ¡Quieren juventud! en cualquier trabajo piden juventud, por mucha experiencia que tenga uno. En la línea [de trabajo] quieren juventud porque los exprimen, porque los traen en chinga, y uno de viejo ya no es igual” (Martin, 61 años de edad, 2018).

Las desigualdades acumuladas, combinadas con la falta de acceso a los derechos y el déficit de cuidados familiares, en un contexto neoliberal marcado por el desmantelamiento de los mecanismos de protección social y la ausencia de un sistema público de cuidados, arrojaron a este grupo de trabajadores a una vejez en la que su subsistencia se volvió una responsabilidad individual –fuera de los mecanismos de solidaridad social- y quedan a merced del libre mercado. Dicha fórmula sustrae a los Estados de cualquier responsabilidad social hacia esta población, y la convierte en una fuerza de trabajo desvalorizada pero aún explotable y aprovechable. Son trabajadores que, lejos de estar privados del trabajo y de la venta de su fuerza de trabajo, están sujetos a él hasta el último día de su vida.

Consideraciones finales

Este artículo analizó cómo la articulación entre la precariedad laboral y la intersección de desigualdades estructurales acumuladas -como la clase, el género y la edad- produjo condiciones de vida moldeadas por la precarización de la vejez, que afecta a las personas mayores del presente y amenaza a las generaciones del futuro. Es necesario observar las consecuencias de la mercantilización del sistema de pensiones, cuya gestión se encuentra actualmente en manos de bancos privados mediante los sistemas de ahorro individual (Ramírez y Ham-Chande, 2012 y Ramírez, Nava y Badillo, 2018). Me interesa plantear algunas reflexiones y propuestas en torno a la problemática descrita de la precarización de la vejez.

En el caso inmediato del trabajo de limpieza, las autoridades reguladoras y el STC deberían asegurarse de que las empresas implementen las condiciones laborales establecidas en los contratos de licitación y las adecúen a las necesidades de sus trabajadores mayores, por ejemplo, en términos de atención médica y cuidados. Aparte, al tratarse una empresa pública y estatal, deberían analizar profundamente los entramados del esquema de subcontratación y revertirlo para asumir sus responsabilidades patronales con las y los trabajadores de limpieza4.

En un nivel más amplio, es preciso analizar el papel del Estado como responsable y garante de los derechos sociales y de la salud de las personas mayores. Una herramienta actual y disponible para el gobierno mexicano es la ratificación de la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos de las Personas Mayores, la cual marca los pasos para la generación de mecanismos y políticas públicas bajo un enfoque de derechos humanos que sean justiciables y no solo queden en letra. Los países que la han ratificado, como Uruguay y Costa Rica, tienen experiencias enriquecedoras en la implementación de sistemas de cobertura de cuidado que antepone la autonomía de las y los mayores.

En ese sentido, en México es necesario revertir la mercantilización de los sistemas de seguridad social y devolverles una dimensión solidaria, bajo la idea que no se trata de una dádiva hacia las personas mayores, sino de un derecho y un asunto de justicia social. Es preciso que autoridades, la academia y la sociedad civil analicemos las experiencias propias y de los países mencionados para la construcción un sistema público, gratuito y eficaz de cuidados a largo plazo, dirigidos no solo a personas mayores dependientes, sino también al resto de los mayores justamente para evitar que se llegue a tal dependencia.

Considero que las medidas reformadoras y compensatorias, si bien pueden generar una mejora sustancial, no resuelven los problemas de origen asociados al capitalismo que son la desigualdad y precarización estructural. En un segundo nivel, apelando a la necesidad de transformar las estructuras estatales que han contribuido a la producción y reproducción de la precarización de la vejez, podemos pensar en sistemas de cuidado más relacionados con las lógicas comunitarias. Para ello, concuerdo con Federici (2015) al sostener que es necesario que el cuidado de las personas mayores y la vejez adquieran una dimensión política, se politicen y se sumen a la agenda y a la crítica de los movimientos sociales anticapitalistas y antipatriarcales. La politización de la vejez se abre a la creatividad radical y a plantear formas de cuidado solidarias e intergeneracionales más allá de la lógica de un Estado tutelar. La institución familiar cuenta con la experiencia y en la historia, existen registros de diversas experiencias de apoyo mutuo, por ejemplo, en los gremios de artesanos y en los sindicatos que procuraban recursos y cuidados a las y los trabajadores que envejecían o enfermaban.

Estos esfuerzos requieren que se resuelvan las desigualdades estructurales y se redistribuya la riqueza social de manera equitativa. Implican generar alternativas a la subordinación de las relaciones de producción y de reproducción social a la acumulación de capital, que tengan por horizonte la construcción de formas de vejez digna para las personas mayores.

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Notas

1 Para identificar a las y los entrevistados se han utilizado seudónimos.
2 Coincido con Feixa (1996) y Pérez (2016) respecto a que la vejez se construye mediante múltiples factores socioculturales y que la edad cronológica resulta relativa para analizar el curso de vida y sus etapas. Elegí el marcador de edad de 60 años, tomando en cuenta que, en las sociedades capitalistas contemporáneas, el retiro del trabajo se concibe socialmente como parte de la transición hacia la vejez. La legislación en México decreta la edad de 60 años como el criterio determinante en el tratamiento como persona mayor por parte del Estado: es la edad de jubilación, de acceso a la pensión y a programas sociales dirigidos a la población mayor.
3 El trabajo en México ha estado cimentado sobre el trabajo infantil (Pedraza, 2007). Los niños han trabajado masivamente: en el siglo XX representaron una reserva de fuerza de trabajo en la consolidación de la industrialización. En términos de escolarización, a pesar de la extensión de la educación hacia los sectores populares, en la década de 1950 la escolaridad media era de menos de tres años y en 1970, cerca de 40% de los niños entre seis y catorce años de edad no asistía a la escuela (Sosenski, 2012).
4 Actualmente en México hay un debate abierto en torno a la legalidad de la subcontratación; el gobierno federal planteó una iniciativa de ley para eliminar dicha práctica a causa de los abusos y simulaciones laborales que permite. Se prevé que la iniciativa se discuta durante el periodo legislativa que inicia en febrero de 2021.

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