Convocatoria temática
Ser o no ser: la cuestión del reconocimiento de la violencia y el estigma en los espacios de atención para hombres que ejercieron violencia contra las mujeres en la pareja
To be or not to be: the issue of recognition of violence and stigma in care settings for men who have committed intimate partner violence against women
Ser ou não ser: a questão do reconhecimento da violência e do estigma em ambientes de cuidados para homens que tenham experimentado violência contra mulheres em relações íntimas de parceria
Ser o no ser: la cuestión del reconocimiento de la violencia y el estigma en los espacios de atención para hombres que ejercieron violencia contra las mujeres en la pareja
Revista Latinoamericana de Antropología del Trabajo, vol. 5, núm. 12, Esp., pp. 94-113, 2021
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Recepción: 03 Julio 2021
Aprobación: 31 Agosto 2021
Resumen: A partir de dos investigaciones cualitativas, una con hombres que han ejercido violencia contra las mujeres en la pareja, y otra con profesionales que trabajan con ellos en diferentes espacios de atención en la provincia de Buenos Aires (Argentina), este artículo se propone analizar cómo impactan el contexto social y el entramado de relaciones sociales e institucionales en el reconocimiento de la violencia por parte de los hombres que la ejercen, y en los y las profesionales que integran los espacios de atención. Veremos que las resistencias a reconocer el ejercicio de la violencia pueden no limitarse exclusivamente a causas psicopatológicas o vinculadas a la relación entre masculinidad y violencia, sino tratarse como parte de un proceso donde las dimensiones sociales, interaccionales y subjetivas se intersectan, especialmente en un contexto de profunda transformación social con respecto a la violencia. Las resistencias pueden deberse al desconocimiento de las consecuencias que supone reconocer la violencia en casos judicializados, a las dificultades para reconocerse en la “caricatura del maltratador”, o al temor al impacto que podría tener la exposición del “atributo” de la violencia en diferentes aspectos de sus vidas. Identificar la diversidad de causas de estas resistencias puede ayudar a precisar el trabajo de los espacios de atención e incidir en el proceso de transformación al que se enfrentas los hombres que participan de ellos.
Palabras clave: masculinidad, violencia, reconocimiento: estigma: espacios de atención.
Abstract: Based on two different qualitative researchs, one with men who have exercised violence against their women partners, and another with professionals of men´s programs in Buenos Aires (Argentina), this article aims to analyze how the social context and the framework of social and institutional relationships impact in the men´s recognition of violence, and in the professionals who work with them. We might consider that the resistances on recognition may not be limited exclusively to psychopathological causes or linked to the relationship between masculinity and violence, but rather be treated as part of a process where the social, interactional and subjective factors intersect, especially in a context of profound social transformation regarding violence. Resistances may be due to ignorance about the consequences of recognizing violence in judicialized cases, difficulties in recognizing oneself in the "caricature of the abuser", or fear of the impact that exposure of the "attribute" of violence could have in different aspects of their lives. Through the identification of the causes of these resistances, programs can improve their work and the transformation process faced by the men who participate in them.
Keywords: masculinity, violence, recognition, stigma, men´s programs.
Resumo: A partir de duas investigações qualitativas, uma com homens que exerceram violência contra suas parceiras, e outra com profissionais de diferentes espaços de atenção na Província de Buenos Aires (Argentina), este artigo tem como objetivo analisar como impactam o contexto social e o rede das relações sociais e institucionais no reconhecimento da violência pelos homens que a exercem e pelos profissionais que compõem os espaços de atençao. Veremos que a resistência em reconhecer o exercício da violência pode não se limitar exclusivamente a causas psicopatológicas ou estar ligada à relação entre masculinidade e violência, mas sim ser tratada como parte de um processo onde o social, interacional e fatores subjetivos se cruzam, especialmente em um contexto de profunda transformação social no que diz respeito à violência. A resistência pode ser decorrente do desconhecimento das consequências do reconhecimento da violência em casos judicializados, da dificuldade de se reconhecer na "caricatura do agressor", ou do medo do impacto que a exposição do "atributo" da violência poderia ter em diferentes aspectos de suas vidas. Por meio da identificação das causas dessas resistências, os programas podem aprimorar seu trabalho e o processo de transformação enfrentado pelos homens que deles participam.
Palavras-chave: masculinidade, violência, reconhecimento, estigma, espaços de atenção.
Introducción1
La cuestión del reconocimiento de la violencia por parte de los hombres que la han ejercido contra las mujeres en la pareja se considera una de las principales variables a evaluar en las entrevistas de admisión que preceden a su incorporación a los espacios grupales donde se trabaja con ellos. Tal es así que la falta de reconocimiento del ejercicio de la violencia es uno de los principales criterios de exclusión de los grupos psico-socioeducativos (PSE)2. Una de las principales referencias sobre las que se basa este criterio es el trabajo psicológico pionero de Dutton y Golant, “El golpeador” (2012), publicado originalmente en 1995, en el que se advertían tres tipos de perfiles psicológicos de “golpeadores”: los “psicopáticos”, los “hipercontrolados” y los “cíclicos”. De acuerdo con este trabajo, la cuestión de la falta de reconocimiento de la violencia y del daño ejercido es un rasgo característico de la personalidad psicopática, caracterizada por la “incapacidad de imaginar el temor o el sufrimiento que experimenta otra persona” y “las terribles consecuencias que puede producir el maltrato”, o su “falta de conciencia moral” y sus “reacciones emocionales superficiales” (Dutton y Golant, 2012:44). Estas características llevan a que su ejercicio de la violencia se considere “controlado” e “instrumental”, y que sean perfiles no aconsejados para trabajar en grupo con otros hombres que ejercieron violencia, porque no podrían modificar sus conductas (Muzzín, 2015; Payarola, 2019, 2015).
Si bien el trabajo de Dutton y Golant es una referencia de impacto indiscutible en la construcción de conocimiento aplicado al trabajo con hombres que han ejercido violencia contra las mujeres en la pareja, otras perspectivas han advertido que en la cuestión del reconocimiento del ejercicio de la violencia deben considerarse también cuestiones sociales y culturales. Por una parte, la falta de reconocimiento puede deberse a que la violencia se considera legítima en el marco del ejercicio de la autoridad masculina en las relaciones de pareja3. Por otra parte, existen procesos de naturalización o normalización de la violencia sufrida y ejercida, que llevaría a una suerte de “anestesia relacional” (Ravazzola, 1997; Guimarães y Diniz, 2017), en la que más que negar, minimizar, justificar o desrresponsabilizarse de la violencia, los hombres no consiguen siquiera percibirla como tal. Por último, desde los estudios de masculinidades diferentes autores han considerado también que la violencia es una forma de “hacer género” (West y Zimmerman, 1987), y es parte fundamental y fundacional del proceso de construcción de la masculinidad hegemónica y de la subjetividad de los hombres que han ejercido violencia (Beiras et al., 2012; Bonino, 2002; Connell, 2003; De Stéfano Barbero, 2021, 2019, 2017, 2017a; Gilmore, 1999; hooks, 2004; Kaufman, 1989; Kimmel, 2006; Nascimento et al., 2009; Valdés y Olavarría, 1997).
Pero existe otra dimensión a tomar en cuenta. Desde que el movimiento feminista advirtiera en la década de 1970 que “lo personal es político”, se ha producido un paulatino pero profundo giro de la “cláusula contextual de la violencia” (Wieviorka, 2017, 2006), de manera que lo que consideramos socialmente como violencia ha ido ampliándose, y lo que antes era considerado un mero ejercicio de autoridad masculina propio del ámbito privado hoy se encuentra bajo el ojo público, y se ha construido no sólo como un problema social, sino también como un delito. Es decir que para considerar la cuestión del reconocimiento de la violencia ejercida por estos hombres, debemos tener en cuenta también el contexto social en el que este reconocimiento se les pide y el entramado de relaciones sociales en el que se inserta: relaciones de pareja, familiares, amistades, colegas del espacio de trabajo, instituciones involucradas, entre otras.
En la práctica, y como se afirma desde la Red de Equipos de Trabajo y Estudio en Masculinidades (RETEM, 2021), que nuclea a diversos espacios de atención para hombres que ejercieron violencia de Argentina, no es frecuente que los hombres reconozcan inicialmente y sin dilaciones el ejercicio de la violencia. Los y las profesionales de los espacios de atención se encuentran entonces frente al desafío de reconocer en las entrevistas de admisión cuánto de la falta de reconocimiento de la violencia se debe a rasgos psicopáticos, a cuestiones vinculadas a la subjetividad masculina, o a procesos y relaciones sociales que tienen lugar en contextos específicos.
En este artículo, con el objetivo de contribuir al desarrollo de este campo en Latinoamérica desde un conocimiento situado, analizaremos el impacto que tiene el contexto social y el entramado de relaciones sociales e institucionales en la cuestión del reconocimiento del ejercicio de la violencia. Para ello, partiremos tanto de las experiencias de los hombres que han ejercido violencia que participan de los espacios de atención, como de las de los y las profesionales que trabajan con ellos cotidianamente.
Metodología
Como decíamos, la violencia masculina contra las mujeres está siendo progresivamente deslegitimada a nivel global, regional y local, por lo que el acceso a los hombres que han ejercido violencia contra las mujeres en la pareja suele representar un desafío metodológico. Como señalan diversas revisiones metodológicas críticas en este campo de estudio (Haselschwerdt, Savasuk-Luxton y Hlavaty, 2017; Johnson y Ferraro, 2000) resulta especialmente difícil construir muestras representativas y obtener resultados generalizables, por lo que frecuentemente, y como en el caso de este trabajo, se utilizan muestreos de conveniencia -no probabilística ni aleatoria- a partir de las oportunidades de acceso a los sujetos.
Las reflexiones presentadas en este artículo se nutren de dos trabajos de campo cualitativos diferentes. Por una parte, los relatos de las experiencias de los hombres que ejercieron violencia contra las mujeres en la pareja fueron producidos en el marco de una tesis doctoral en antropología realizada entre 2015 y 2020 en la Universidad de Buenos Aires, financiada por el CONICET4. La investigación se llevó a cabo en la Asociación Pablo Besson, una ONG que lleva desde 2009 trabajando en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Argentina) con hombres que ejercieron violencia, y de cuyo equipo de coordinación formo parte desde 2016. La principal modalidad de abordaje de la violencia masculina contra las mujeres que implementa la asociación son los encuentros grupales, denominados psico-socioeducativos (PSE)5. Con el objetivo de incluir la heterogeneidad como criterio metodológico, en esta investigación se realizaron 18 entrevistas a hombres que ejercieron violencia contra sus parejas, y se tomaron registros de campo de 103 encuentros grupales de frecuencia semanal y dos horas de duración, donde participaron un total de 78 hombres. Los participantes de los grupos en los que se realizó el trabajo de campo tenían entonces entre 20 y 68 años de edad, pertenecen a diversas clases sociales, niveles educativos (desde primaria incompleta hasta estudios universitarios), diferentes nacionalidades, ejercieron diversas formas de violencia (psicológica, económica, ambiental, física o sexual), y lo hicieron con diferentes frecuencias (en solo una oportunidad o de manera más o menos frecuente). Los participantes han accedido a los grupos tanto por voluntad propia (por demanda espontánea, derivados por profesionales de la salud o por diferentes comunidades de fe), así como por orden judicial (producto de una denuncia y como medida cautelar parte del proceso de suspensión de juicio a prueba –probation–). A lo largo del texto, se utilizarán pseudónimos para garantizar el anonimato de los participantes.
Por otra parte, las experiencias de trabajo de los y las profesionales de los espacios de atención fueron recogidas en el marco de una investigación financiada por la Iniciativa Spotlight, que realizamos entre 2020 y 2021 junto al psicólogo Ignacio Rodríguez como miembros del Instituto de Masculinidades y Cambio Social, y para la Dirección de Masculinidades del Ministerio de las Mujeres, Políticas de Género y Diversidad Sexual de la provincia de Buenos Aires (Argentina) (De Stéfano Barbero y Rodríguez, 2021). En el marco de esta investigación se realizaron tres conversatorios6 en los que participaron doce referentes nacionales e internacionales de la atención a hombres que ejercieron violencia, y se entrevistó a once profesionales de equipos de la provincia de Buenos Aires, que concentra casi la mitad de los espacios de atención del país.
Dado que la cuestión de la violencia masculina contra las mujeres es un tema sensible y que las investigaciones a nivel regional y local todavía son escasas, existen algunas consideraciones metodológicas que quisiera mencionar antes de continuar. Por una parte, y dadas las particularidades de la muestra (heterogénea, pero no probabilística ni aleatoria), las reflexiones presentadas aquí no deberían hacerse extensibles a todos los hombres que han ejercido violencia contra las mujeres en la pareja. Por otra parte, de acuerdo con de Certeau (1997), los discursos son prácticas cotidianas que tienen una dimensión “interesada”, en el sentido en que se producen en una situación específica de intercambio y pueden utilizarse de manera táctica para tomar ventaja de una situación y/o de las oportunidades que tienen lugar en la situación de intercambio. Si bien la dimensión interesada de los discursos no se limita a los hombres que han ejercido violencia, sí puede considerarse un interés específico, dado que muchos de ellos se encuentran en un proceso judicial. Teniendo esto en cuenta, durante la investigación advertí a los participantes que yo no tendría voz ni voto en la elaboración de sus informes institucionales y judiciales, y que bajo ningún aspecto se beneficiarían o perjudicarían por concederme entrevistas ni por lo que dijeran durante ellas. Podemos considerar también que la dimensión interesada del discurso puede estar presente no sólo por mi condición de coordinador de los grupos PSE, sino también porque la dimensión intersubjetiva del discurso incide en la construcción de la masculinidad, de manera que los hombres suelen frecuentemente decir lo que creen que un entrevistador querrá oír y lo considerado como culturalmente aceptable (Seidler, 2006). En este sentido, es importante evitar caer tanto en la ingenuidad de la total transparencia de los discursos, como en la percepción de su total condición interesada y táctica, y considerar las posibilidades que nos ofrecen los relatos sobre las experiencias subjetivas, en las que convergen lo político, lo social, lo cultural y lo subjetivo, y donde las emociones y las cogniciones dan sentido a la experiencia (Jimeno, 2007).
“Yo no soy el típico golpeador”
Siguiendo el trabajo del sociólogo canadiense Erving Goffman, “Estigma. La identidad deteriorada” (2015 [1963]), podemos considerar que cuando se le pide a un hombre que reconozca la violencia que ejerció, se le pide también que se reconozca como portador de un atributo que le sería propio7. En un contexto como el argentino, que podríamos considerar regido por el “principio de igualdad” y un “relato modernizador” sobre la violencia, considerada parte de un “pasado de dominación patriarcal al que servía de instrumento y del que nos alejamos por la senda del progreso” (Casado Aparicio, 2012:11), el atributo de “violento” comienza a considerarse algo profundamente desacreditador, propio de un hombre “fallado”, sujeto a un incipiente proceso de estigmatización. En su trabajo, Goffman reconoce la existencia de al menos tres tipos de estigmas: los vinculados a las “abominaciones” y “deformidades” del cuerpo, los que parten de los “defectos del carácter” y, por último, los relativos a la raza, la clase, la nación o la religión. El estigma atribuible a los asistentes a los encuentros grupales pertenecería entonces al segundo tipo, que el autor describe así:
“Los defectos del carácter del individuo que se perciben como falta de voluntad, pasiones tiránicas o antinaturales, creencias rígidas y falsas, deshonestidad. Todo ellos se infieren de conocidos informes sobre, por ejemplo, perturbaciones mentales, reclusiones, adicciones a las drogas, alcoholismo, homosexualidad, desempleo, intentos de suicidio y conductas políticas extremistas” (Goffman, 2015:16).
Lo que consignaría la “calidad de diferente” del “violento” en el contexto contemporáneo estaría vinculado a las “pasiones tiránicas” y a “las creencias rígidas y falsas”, características que serían propias del “machista”8, cuya violencia es una “lacra” que la sociedad ya habría dejado atrás y que no formaría parte del “nosotros” regido por el principio de igualdad (García Selgas y Casado Aparicio, 2010). El “machista violento” es caricaturizado como el representante de un sistema arcaico, aberrante, y se presenta como frío, calculador, dominante, racional, tradicional, anticuado y autoritario. En este contexto, no es extraño que incluso los propios asistentes a los grupos PSE consideren al “violento”, “maltratador” o “golpeador”, como una otredad con la que les resulta difícil identificarse. Así lo expresó Damián, uno de los participantes, durante una entrevista individual:
“- Un día en el grupo dijiste `Yo no soy el típico golpeador´…
- Claro, yo lo tomo en el sentido en el que pasan esas historias de que el hombre llega a la casa y no le gusta la comida que le cocinó la mujer y ya le pega. […] Lo digo más que nada por eso, no era mi forma de ser, de ir y pegarle porque no me gustaba la comida o porque había algo que no me gustó de lo que hizo” (Damián).
Los antropólogos colombianos Quiroz y Pineda (2009), quienes analizaron la subjetividad de los hombres que han ejercido violencia contra las mujeres en la pareja en Bogotá centrándose en la estigmatización de la etiqueta “denunciado”, señalan que muchos hombres no se consideran a sí mismos como “ese tipo de hombres”, que serían los que tendrían actitudes “realmente” o “excesivamente” violentas, y que serían “verdaderamente” culpables frente a la justicia. De acuerdo con la experiencia de los equipos profesionales de la provincia de Buenos Aires, uno de los motivos posibles por los que los hombres pueden resistirse a reconocer el ejercicio de la violencia en las entrevistas de admisión o en sus primeros encuentros grupales, es porque pueden entenderlo, precisamente, como un reconocimiento de su culpabilidad frente a la justicia. Los y las profesionales consideran que esta confusión entre las competencias judiciales y de los espacios de atención puede deberse a que los procesos de derivación de la justicia hacia los espacios de atención no suelen realizarse informando adecuadamente a los implicados sobre las particularidades y alcances de cada institución. Tal es así que una de las profesionales de los espacios, con el ánimo de delimitar los objetivos de trabajo y reducir las resistencias de algunos participantes, ha llegado a precisarles: “mirá, yo no soy una jueza, no pertenezco a un tribunal”.
Volviendo al relato de Damián, huelga decir que “esas historias de que el hombre llega a la casa y no le gusta la comida que le cocinó la mujer y ya le pega”, a las que hace referencia, son reales. Pero a juzgar por mi experiencia en los encuentros grupales y otras investigaciones, lo cierto es que no sólo no son las únicas historias, sino que tampoco serían las más frecuentes (Dutton y Golant, 2012; García Selgas y Casado Aparicio, 2010; Johnson, 1995; Johnson y Ferraro, 2000, entre otras). Por cuestiones metodológicas relativas a la dificultad de acceso al campo, a los propios sujetos, y a la utilización de fuentes secundarias, es posible que esas historias sean las más representadas (ver Johnson y Ferraro, 2000). También son las historias que más visibilidad han adquirido en los medios de comunicación y en las campañas de sensibilización, que suelen contarlas de forma sensacionalista delineando con trazo grueso la “caricatura del maltratador” (García Selgas y Casado Aparicio, 2010), convirtiéndolo en un “otro” que nos genera indignación -como objeto de consumo- y que paradójicamente, tiene al mismo tiempo un efecto tranquilizador (Welzer-Lang, 2007), porque construye un “ellos” como el reverso indeseable de un “nosotros” ideal.
Todas las personas, incluso los propios estigmatizados y quienes trabajamos con ellos, construimos una “teoría del estigma” que, de acuerdo con Goffman (2015:16), explica la inferioridad de los estigmatizados y el peligro que representan. A partir del “defecto original” (léase, “violento”, “machista” o “denunciado”) se le atribuye al estigmatizado una serie de “imperfecciones” añadidas: por ejemplo, imprevisibilidad, alevosía o arbitrariedad. De hecho, no es extraño encontrar que los y las profesionales que coordinan los espacios de atención, sobre todo en sus primeras experiencias, manifiesten el temor a la posibilidad de que los hombres se desborden con violencia contra los y las profesionales u otros participantes de los encuentros grupales. Sin embargo, como señala una profesional con casi 20 años de experiencia, se trata de un temor infundado, una circunstancia prácticamente inexistente. Sobre este punto, otro profesional, con menos experiencia, expresaba:
“Hay algunos miedos cuando te dicen que vas a trabajar con hombres que ejercen violencia, pero después de las primeras entrevistas donde ves el posicionamiento de cada varón te das cuenta que no. Y con todos estos criterios de admisión y de permanencia en el grupo es como que fue reduciendo los temores”.
Los criterios de admisión y permanencia que refiere sirven entonces no sólo para determinar la agrupabilidad de los participantes y para garantizar el buen desarrollo del trabajo, sino también para reducir los temores que el “defecto original” del ejercicio de violencia genera en los y las profesionales. En el ámbito de la investigación y de la intervención en la materia, existen diferentes perspectivas en pugna sobre la relación entre violencia y género. Por una parte, se entiende que la violencia es una conducta aprendida y que, por tanto, es posible desaprenderla (Payarola, 2019, 2015). Pero podríamos considerar que ese relato coexiste en tensión con otro, generalmente no explicitado, que considera la violencia masculina no ya como una mera conducta sino como un atributo, una seña de identidad, una forma de la personalidad. No es extraño escuchar profesionales que, frente a la vacilación en el reconocimiento del ejercicio de la violencia por parte de algunos asistentes, responden: “se es violento o no se es, no existe el `medio violento´”, o frases similares en las que la violencia no es una conducta sino una suerte de rasgo esencial.
Es precisamente frente al estigma de la “caricatura del maltratador”, y frente al incipiente riesgo de rechazo y expulsión social, que nos encontramos entonces con que muchos de los asistentes a los encuentros grupales se resisten a ser definidos por esas conductas. No es extraño encontrar discursos contradictorios sobre el “ser o no ser” violento. Oliver, por ejemplo, afirmó durante uno de los grupos donde se trabajaba sobre el papel de la violencia en las relaciones de pareja: “yo no soy violento, pero ella saca lo peor de mí”, y minutos más tarde, en otra intervención, mencionaba “yo no quiero ser más violento”.
El secreto, el espejo del otro y la búsqueda de aceptación
La propuesta que Goffman (2015) presenta en su trabajo resulta nuevamente pertinente para pensar cómo experimentan los hombres asistentes a los grupos el incipiente proceso de estigmatización producto de la violencia que ejercieron. Ya que su estigma no es inherentemente visible, mientras puedan manejar la información y mantener oculto su atributo podrán permanecer como sujetos potencialmente “desacreditables”, pero conseguirlo puede ser una empresa que, en determinadas situaciones, puede tornarse una verdadera odisea.
Es frecuente que los participantes de los encuentros grupales necesiten certificados de asistencia para justificar su ausencia en sus puestos de trabajo. Muchas veces nos han preguntado si es posible que en el certificado no se mencione que la ausencia se debe a la asistencia a encuentros grupales para hombres que ejercieron violencia, o si es posible modificar el membrete de la Asociación para que no se aluda explícitamente a la violencia. De hecho, diversos espacios de atención de la provincia de Buenos Aires reconocen como un desafío la cuestión sobre cómo nombrarse, porque la utilización del significante “violencia” (por ejemplo, en un espacio denominado para “Varones que ejercen violencia”), era cuestionado por los propios participantes como estigmatizante y reduccionista. Para resolver la cuestión, los espacios fueron encontrando diversas alternativas para definirse (por ejemplo, como “Dispositivo con varones” o “Espacio de atención a varones”), aun sabiendo que omitir la palabra violencia podría considerarse como una suerte de invisibilización que no favorecería los procesos de responsabilización. Lo que se prioriza, en cualquier caso, es disminuir las resistencias, y fomentar la demanda y la adhesión al espacio de los participantes.
Por otra parte, y con el objetivo de evitar pasar a ser sujetos efectivamente desacreditados por su estigma y mantenerse en el plano de los potencialmente desacreditables, no es extraño que los asistentes a los encuentros “pierdan” los informes o citaciones judiciales, u oculten su situación judicial incluso a personas que consideran de su máxima confianza. En una ocasión, durante uno de los encuentros, salí de la sala para abrir la puerta a uno de los asistentes que tenía que irse más temprano de la sesión. Mientras esperaba junto al portero eléctrico a que sonara el timbre para abrir la puerta de calle, escuché a Octavio salir del grupo y entrar en el recibidor contiguo a la cocina para atender un llamado urgente que ya nos había advertido que esperaba. Cuando atendió el teléfono, lo escuché decir: “Sí, sí, decime, estoy en una reunión de trabajo”. Otro de los asistentes, Mario, que cursaba estudios universitarios cuyo alumnado está compuesto por una mayoría de mujeres, señalaba que no quería que sus compañeras, muchas de ellas militantes feministas, supieran lo que él llamó su “bajeza” (léase, el haber ejercido violencia contra su pareja), y que por ese motivo no participaba de algunas actividades universitarias con sus compañeras. Fermín, por su parte, decía durante un grupo que se le hacía difícil “decirle a la gente que venís a un grupo de reflexión sobre violencia de género”. Para distinguir este manejo de la información en distintos espacios materiales y discursivos, el científico social sueco Lucas Gottzén (2017), valiéndose de la propuesta de Brown (2000), utiliza la analogía de la “salida del closet”: así como sucede con la sexualidad, una cosa es reconocerse “violento” a uno mismo, otra hacerlo frente a la pareja, la familia, las amistades o, ser reconocido como tal en los espacios de trabajo. Siguiendo con la analogía de Gottzén (2017), al igual que sucede con la sexualidad, donde es posible que terceras personas nos saquen del closet sin nuestro consentimiento, la información en los procesos de estigmatización vinculados a la violencia tampoco depende exclusivamente de la voluntad y los esfuerzos propios. Por supuesto, y necesariamente en los casos que nos ocupan, contamos con la mujer que sufrió violencia. Pero también puede haber testigos de los hechos, agentes del sistema judicial, de salud o de diversas instituciones, como las que organizan los encuentros grupales. En estas condiciones, el manejo de la información relativa al atributo de violento escapa sensiblemente al control del sujeto. Nos encontramos entonces con numerosos casos en los que la información llega a trascender y el estigma acaba por alcanzar a los sujetos llevándolos de una posición de “desacreditables” a ser efectivamente “desacreditados”9. Así, Marcos dice que quedó como “el golpeador” frente a los ojos de sus colegas de trabajo cuando su pareja hizo trascender la denuncia que le había hecho. Para Manuel “fue una vergüenza terrible” que tanta gente de su pueblo se enterase de lo que sucedió con su pareja, y señala: “si yo hubiera reaccionado de otra manera, no sería `el golpeador´”. Santiago relata su experiencia de la siguiente manera:
“- Ella fue al trabajo con la denuncia, sacó al nene del jardín del trabajo. En el trabajo se enteró todo el mundo: ‘Ahí va el violento’.
- ¿Y qué te pasó con eso?
- Pasa que cuando te miran así te subleva, te sale la masculinidad: ‘¿Qué me mirás así? La concha de tu hermana’ (se ríe). Nah, mucha entereza, para ponerte por arriba de la situación, y te chupa un huevo. Pero por adentro no, porque también te desprestigia. Tenés dos opciones: dejar que te mancille la voluntad o seguir adelante. Y yo soy de los que siguen adelante. Tengo una voluntad inquebrantable” (Santiago).
De acuerdo con Goffman, y atendiendo a las últimas palabras del relato de Santiago, los estigmatizados pueden buscar la “aceptación” de los “normales” intentando, siempre que sea posible, “corregir directamente lo que considera el fundamento objetivo de su deficiencia” (Goffman, 2015:21). Pero el proceso de “corrección” no deriva en la consecución de un estatus de “normal”, sino en la “transformación del yo”, por la que “alguien que tenía un defecto particular se convierte en alguien que cuenta en su haber con el record de haber corregido el defecto particular” (Goffman, 2015:22). Así, pueden darse casos como el de Damián, que considera que haberle “levantado la mano” a su pareja “no es algo de lo que uno puede estar orgulloso y contarlo por ahí” y, sin embargo, no oculta su asistencia a los encuentros grupales, precisamente porque persigue la transformación del yo que señalara Goffman. Algo que hace, en sus propias palabras, “con la frente en alto”, y que puede compartir con sus familiares y su grupo de pares, incluso con la mujer con la que estuvo después de separarse de la pareja que lo denunció, “para que sepan quién fui, quien soy y quién quiero ser”.
“Una de las chicas con las que salía, con la que más me siento cómodo, sabe de mis problemas con Martina, le conté. Lo dejé bien marcado cuando le dije que no quería tener una relación seria con ella. No porque ella fuera un problema ni nada, sino porque yo estoy viviendo una situación difícil, delicada, que necesita tiempo como para mejorar. Entonces, me di cuenta que las cosas son mejores hablándolas que ocultándolas o resolviéndolas de alguna manera física. Entonces, nos sentamos, comimos y me dijo que ella estaba saliendo de una relación y yo le blanqueé que estaba saliendo de una relación muy complicada, que estoy con el tema de la justicia, yendo al grupo y todo, y que necesito tiempo. Me entendió y hasta hoy en día sigue hablándome, diciéndome para salir, y yo diciéndole para salir. […] Ahora lo cuento, no con orgullo, sino con la frente en alto, porque es algo que estoy afrontando y mejorando para mí mismo. Si alguien me quiere juzgar o algo, lo puede hacer, pero yo estoy bien firme en mi pensamiento y en mi moral para seguir adelante. Y he mejorado mucho en lo que era cuando vine acá” (Damián).
Tanto Damián como Santiago mencionan la “voluntad” o la “moral” para “seguir adelante”, para “mejorar uno mismo”, para “entender” qué fue lo que pasó. Así lo relataba Santiago:
“Vine llorando a la entrevista, vine autónomamente. No estaba ni notificado de la perimetral. Dije: `Yo a esto le tengo que encontrar una vuelta. Algo tengo que hacer´. Llamé al Gobierno de la Ciudad, me pasaron varios lugares, y el único lugar donde me atendieron el teléfono fue acá. Y Male [la directora] me dijo de tener una entrevista. Me acuerdo que Male fue tajante, que esto es un año, por lo menos. Yo realmente quería encontrar un lugar donde me ayuden a entender qué me pasó. En la terapia [individual] está bueno, pero vas…, es más abierto. Acá venís y es como un grupo de adictos. Venís a trabajar y a hablar. Yo pensé que no iba a poder.
- ¿Por qué pensabas que no ibas a poder?
Porque es un poco… ¿Cómo se dice? Sentir que lo que te pasó a vos es anormal. ¿Entendés? Entonces, cuando empezás a escuchar al otro, decís: `Bueno, estamos todos más o menos en la misma´” (Santiago).
Como en el caso de Santiago, e independientemente de que la asistencia a los encuentros grupales haya sido voluntaria o por orden judicial, muchos, sino todos los participantes dijeron que creían que sólo a ellos les habían pasado “estas cosas” o que tenían “estos problemas”.
“Cuando llegué acá pensé que iba a ser uno de los únicos, pero no fue así. En el momento empezaron a llegar más y más. Y bueno, digo: `La pucha, no soy yo solo´” (Carlos).
“Está bueno [ir a los grupos], porque escuchás muchas cosas de lo que pasan los demás, que no es solamente uno que tiene problemas, ¿viste?, son un montón. A veces es difícil decirlo, o te cuesta decir: `Yo tengo problemas´. Yo nunca lo había hablado con nadie, y te hace bien” (Diego).
“Moviliza muchas cosas [ir a los grupos], porque ves que no sos el único. El pensamiento de sentirme yo único con ese caso y ver que no” (Martín).
Mayoritariamente, los asistentes aseguran que sintieron “ansiedad”, “miedo” o “nervios” en los primeros encuentros. Muchos señalan que es una situación difícil, rara o incómoda. Por una parte, porque consideran que el tema que los une es difícil y sensible. Por otra parte, porque no sabían lo que se iban a encontrar en el grupo, temían encontrarse con esa “caricatura del maltratador” que les generaba rechazo y con la que les costaba identificarse. Pero la propia existencia del grupo y su participación los llevó a reconocer que, de hecho, existen otros iguales a su “condición”. Es la fase de la experiencia en la que, de acuerdo con Goffman (2015), los estigmatizados “aprenden” -si no lo hicieron antes- que son portadores de un estigma.
Guillermo, uno de los asistentes a los grupos más excéntrico y de un humor particularmente ácido, solía entrar al salón saludando con tono socarrón: “¡Buenas tardes a los violentos!”. El primer día que asistió a los encuentros grupales se presentó diciendo: “Me llamo Guillermo, pero pueden decirme Willy, o enfermo. ¡Ah, re!”. Pero su tono humorístico no encontraba buena recepción entre el resto de los asistentes. Es posible que esto se debiera a que, aún a través del humor, ponía de manifiesto la presencia del atributo indeseado, el estigma de violentos o enfermos, algo que, como hemos apuntado, suele generar una profunda incomodidad.
En un marco en el que los asistentes saben que sus actitudes y conductas están bajo la mirada vigilante de los otros, “un desliz sin importancia o bien una impropiedad accidental pueden ser interpretados como expresión directa de su estigmatizada calidad de individuo diferente” (Goffman 2015:29). De hecho, no era extraño que cuando los encuentros grupales terminaban y los miembros del equipo de coordinación nos quedábamos charlando, se mencionaran algunas actitudes o conductas de algún asistente (mostrarse inquieto, levantar el tono de voz, mostrar una postura corporal tensa, mantener la mirada o interrumpir la palabra) como una “expresión directa” de su “defecto original” (su calidad de violentos o machistas). De acuerdo con Goffman, interpretadas como “defensivas”, esas actitudes o conductas, así como el “defecto original”, se consideran “el justo castigo de algo que [han hecho] y que justifica, pues, la manera como lo tratamos” (Goffman, 2015:18). Como ya hemos dicho, los procesos de estigmatización no escapan siquiera a quienes trabajan profesionalmente con la población sobre la que pesa un estigma, que muchas veces reconocen sus propios prejuicios y estereotipos. Así lo expresaba uno de los profesionales de los equipos de atención:
“Los varones tienen mucha resistencia a venir, entonces todo eso me generaba a mi contra-transferencialmente un enojo. Cuando a mí me ofrecen el programa este, donde muchos papás de los que atendía acá [alude a un Servicio de Adolescencia] eran denunciados fue todo un movimiento, y decir: ¿qué hago con esto que me generan estos hombres? Como dije al principio, deconstruirse primero a uno mismo, con los propios prejuicios que yo traía”.
Volviendo a las relaciones entre los asistentes, si bien de alguna manera les resulta liberador saber que no están solos en su “calidad de diferentes”, inicialmente existe la incertidumbre propia de no saber lo que realmente piensan unos de otros, en qué categoría serán ubicados y si serán definidos o no en función de su estigma. Como dijo Damián al respecto cuando le pregunté sobre sus sensaciones durante los primeros días en el grupo:
“No sabés con qué otros te vas a encontrar. Acá vienen porque uno levantó la voz, y ya sé que hay casos así, que también es violencia de género, el tema de levantar la voz así hacia una mujer. Pero yo dije: `Capaz yo soy ahí el peor de lo peor y me van a mirar todos mal y todo´. Pero bueno, vine y pensé, como dije, vengo acá para mejorar en mi problema” (Damián).
Paulatinamente, los asistentes van reconociendo algo de sí mismos en los otros, pero suelen hacerlo gradualmente y de forma ambivalente, ya que se resisten a dejar de verse a sí mismos como “normales”, y los estigmatizados siguen pareciéndoles “diferentes”, portadores de atributos con los que les resulta difícil asociar su caso e identificarse (Goffman, 2015). Por eso no es extraño encontrar que muchos hombres, como Marcos, suelen afirmar durante sus primeras intervenciones en los grupos que no se sienten “identificados” con lo que cuentan sus compañeros, para, más tarde, sí construir diferentes formas de apoyo, identificación y reconocimiento más o menos oscilantes. De acuerdo con Goffman, estas relaciones pueden organizarse en “ciclos de afiliación”. Así, Aníbal afirmó en su tercera sesión: “yo vengo porque me obligan, no me siento reflejado en las historias de ustedes. Pero recién hablaban de sutilezas y yo me sentí identificado”. Las “historias” expuestas a grandes rasgos, sin “sutilezas”, son más permeables a los prejuicios y a la adscripción de atributos que alimentan el estigma, como la construcción de una otredad con la que es difícil identificarse. Es precisamente en las sutilezas donde se encuentran los puntos en común, que no son otra cosa que experiencias concretas, sensaciones y emociones que logran trascender la caricatura y favorecer los procesos de reconocimiento. Lucas lo expresó así durante una entrevista individual:
“- ¿Cómo fueron los primeros días en la Asociación?
Es difícil. Yo siempre lo cuento como anécdotas graciosas, porque he conocido cada personaje en la asociación… […] Me pasó de conocer un montón de personas que me han contado ciertas cosas, y decía: `Uh, qué historia de vida pesada que tenés´. Y, sin embargo, encontraba siempre esos insights, esas cosas que tenés en común. Más allá de que tengas 5, 10, 15, 20 años o 50, vos siempre tenés algo en común con otro. […] No sé, yo me siento muy reflejado, por más que seamos todos diferentes, me siento muy reflejado en cada uno, en ciertas cosas que cuentan. Por eso es que noto re positivo escuchar a otros, por más que a veces diga: `Che, eso no es lo que me pasa´. Pero, sin embargo, vos sabés que hay algo en toda esa charla que tenés, y aparte le podés opinar cómo resolverlo, porque a vos te pasó, o te pasó algo similar. […] Y todos tenemos eso en común, que para mí es algo que viene de hace miles de años, el tema del machismo, o mismo la educación con mano dura. Me parece que ese es el gran tema que a todos nos afecta, por más que no se diga. Eso que te digan: `Che, el nene no puede llorar’, o si sos varón te tocó llevar cierto rol. No, eso es lo que hizo que cada uno tenga cierta educación que, en realidad, yo creo que es para todos la misma educación que nos hizo ser los que somos. Llámese el `mano dura´ o cuando ibas al colegio y nos pegaban con la regla en la mano. ¿Cómo puede ser que pasara eso?” (Lucas).
Como señala Lucas, en sus historias de vida, en la educación que recibieron en sus casas, en la escuela, o en las relaciones que tuvieron con sus parejas, los asistentes a los grupos encuentran diferencias, pero también algunos puntos en común que les sirven para reconocerse unos a otros, para reflexionar en qué medida sus experiencias y sus actos los llevaron a estar sentados en una sala rodeados de extraños, hablando sobre el lugar que ocupan la violencia y el género en sus vidas.
Reflexiones finales
De acuerdo con el antropólogo francés Daniel Welzer-Lang (2007), el sentido común que asocia la violencia masculina contra las mujeres con los problemas psicológicos, la anormalidad o la locura se revitaliza cuando los juzgados recurren a especialistas de la medicina, la psicología, la criminología o la intervención social para realizar peritajes sobre la salud mental de los hombres que han ejercido violencia. De la misma manera, cuando los hombres son puestos bajo tratamiento, se recurre fundamentalmente a los mismos especialistas, que desarrollan generalmente sus actividades en instituciones vinculadas a la salud. Si bien tanto la medicina, la criminalística, la psicología y el trabajo social han realizado importantes aportes sobre la materia, hoy se considera que el trabajo debe ser fundamentalmente transdiciplinario, y encontramos cada vez más investigaciones desde las ciencias sociales que introducen nuevas perspectivas y marcos interpretativos, no sólo sobre los hombres que han ejercido violencia, sino también sobre el trabajo que se realiza con ellos, que también ha ido modificándose gracias a las décadas de experiencia acumulada.
Los y las profesionales con mayor experiencia en la coordinación de espacios de atención señalan que las entrevistas de admisión estaban limitadas inicialmente a recabar datos personales y sociodemográficos, a realizar un “perfil” psicológico del varón, conocer su grado de reconocimiento del ejercicio de la violencia, y evaluar el riesgo de la situación para determinar su grado de agrupabilidad. Estos objetivos se cumplían frecuentemente tras una o dos entrevistas de admisión, en las que aplicaban generalmente cuestionarios estandarizados. Sin embargo, en la actualidad, existe un consenso en considerar que el proceso de trabajo comienza con las entrevistas de admisión, y no después de ellas. De manera que han ido redefiniéndose como espacios menos protocolizados, abiertos a más de una o dos sesiones, donde no sólo se realiza un diagnóstico profundo de la situación, sino también se establecen las primeras alianzas y compromisos de trabajo, y se comienza a generar adhesión al espacio desde el primer contacto.
Como hemos visto, a la hora de interpretar la falta de reconocimiento en el ejercicio de la violencia, podemos considerar aspectos que van más allá de explicaciones psicológicas o psicopatológicas. Como señalan diferentes profesionales de los espacios de atención, uno de los principales desafíos a los que se enfrenta el trabajo con hombres que ejercieron violencia, es mejorar la articulación entre los juzgados y los espacios de atención. El temor de los hombres a reconocer el ejercicio de la violencia en las entrevistas de admisión o los encuentros grupales, por considerar que supone un reconocimiento de la culpabilidad de un delito, pone de relieve la importancia de trabajar para que la derivación a los espacios de atención por parte de los juzgados sea una derivación informada, en la que se expliquen los alcances y las limitaciones que tiene el vínculo entre los participantes y los espacios de atención.
Por otra parte, encontramos dos dimensiones en pugna que, cada una con sus características, dificultan también el reconocimiento del ejercicio de la violencia. Por una parte, la socialización masculina que lleva a su normalización como una forma de “hacer género”, y a que muchos hombres no perciban la dimensión violenta de sus actos. Por otra parte, el incipiente proceso de estigmatización que considera la violencia como un “atributo” al que se adscriben una serie de estereotipos, lo que construye una "caricatura del maltratador" que si bien hace la violencia “visible”, genera también resistencias a reconocerse en ella, porque supondría reconocerse como portador de un atributo indeseado socialmente.
Podemos considerar, entonces, que la cuestión del reconocimiento tiene dimensiones relevantes que no se limitan al trabajo en los espacios de atención. Hemos visto que la incipiente estigmatización supone un manejo de la información que generalmente lleva a mantener en secreto el atributo desacreditador, y condiciona las relaciones de pareja, con familiares, amistades, colegas del espacio de trabajo, e incluso con las diferentes instituciones involucradas.
Al analizar las consecuencias de la estigmatización, este trabajo, lejos de victimizar o desrresponsabilizar a los hombres que ejercen violencia, pretende poner de relieve los posibles efectos indeseados que puede tener un proceso de transformación social deseable. La proliferación acrítica de representaciones caricaturizadas y estigmatizantes de los hombres que han ejercido violencia contra las mujeres en la pareja tiene importantes consecuencias. Por una parte, reproduce estereotipos y prejuicios que pueden influir sobre los y las profesionales e impactan directamente en el trabajo que llevan adelante en los espacios de atención. Por otra parte, afecta el proceso de reconocimiento de los hombres sobre la violencia que ejercen, lo que podría considerarse, a modo de hipótesis, como un factor que incide en que la mayoría de ellos no asista voluntariamente a los espacios de atención. Finalmente, la caricaturización y la estigmatización construyen un “otro” -frecuentemente racializado, clasizado, patologizado- que fácilmente puede transformarse en el reverso inmoral de un “nosotros” ideal, abocado a pedir más el castigo punitivo del otro, que a transformar las condiciones subjetivas, relacionales, culturales y estructurales que reproducen la violencia.
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Notas
1. Metodología: https://youtu.be/2970rv_qqDU
2. Desafíos y necesidades: https://youtu.be/7DwuVL-qyK0
3. Tensiones y resistencias: https://youtu.be/3uOW22k-7Dg
Información adicional
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