Artículos
La mutación de la temporalidad en la cultura del trabajo
The mutation of temporality in the culture of work
A mutação da temporalidade na cultura do trabalho
La mutación de la temporalidad en la cultura del trabajo
Revista Latinoamericana de Antropología del Trabajo, vol. 5, núm. 12, Esp., pp. 165-190, 2021
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Recepción: 14 Enero 2021
Aprobación: 26 Marzo 2021
Resumen: En el marco de los debates sobre “el futuro del trabajo” y/o “el trabajo del futuro”, nos proponemos abordar la cultura del trabajo en el marco de la sociedad informacional, entendida como el orden social emergente que deriva de las nuevas pautas de organización tecnosocial, con expresiones propias en cada cultura y en cada disciplina. Particularmente abordaremos las mutaciones de la percepción del tiempo y el espacio en los nuevos modelos productivos, y el modo en que este emergente epocal se discontinúa de la modernidad tardía para impactar en la cultura del trabajo y en las organizaciones inerciales del movimiento obrero organizado. Para esto adoptaremos la perspectiva interseccional, ya que —según entendemos— es un recurso teórico-metodológico que presenta algunas ventajas comparativas para abordar, desarrollar, debatir y visibilizar esta problemática.
Palabras clave: cultura del trabajo, temporalidades, ubicuidad, informacionalismo .
Abstract: Within the framework of the debates on “the future of work” and/or “the work of the future”, we propose to address the culture of work within the framework of the information society, understood as the emerging social order derived from the new patterns of techno-social organization, with its own expressions in each culture and in each discipline. We will particularly address the mutations that, in this framework, experience the perception of time and space in the new productive models, and the way in which this emerging epoch is discontinued from late modernity to impact on the culture of work and inertial organizations of the organized labor movement. For this we will adopt the intersectional perspective, since —as we understand it— it is a theoretical-methodological resource that presents some comparative advantages to approach, develop, debate and make visible this problem.
Keywords: work culture, temporalities, ubiquity, informationalism.
Resumo: No âmbito dos debates sobre "o futuro do trabalho" e/ou "o trabalho do futuro", propomos abordar a cultura do trabalho no âmbito da sociedade da informação, entendida como a ordem social emergente derivada dos novos padrões de organização tecno-social, com suas próprias expressões em cada cultura e em cada disciplina. Abordaremos particularmente as mutações que, nesta estrutura, experimentam a percepção do tempo e do espaço nos novos modelos produtivos, e a forma como esta época emergente é descontinuada da modernidade tardia para impactar na cultura do trabalho e nas organizações inercialistas do movimento operário organizado. Para isso, adotaremos a perspectiva intersetorial, pois —como entendemos— é um recurso teórico-metodológico que apresenta algumas vantagens comparativas para abordar, desenvolver, debater e tornar visível esta problemática.
Palavras-chave: cultura do trabalho, temporalidades, ubiqüidade, informacionalismo.
Introducción
En el marco de los debates sobre “el futuro del trabajo” y/o “el trabajo del futuro”1, el presente artículo propone abordar el impacto de la llamada “sociedad informacional” (Castells, 2018:9) en la cultura del trabajo, entendida como la construcción de sentido que se configura por un lado con valores, actitudes y prácticas propios de los ámbitos laborales y por otro, con el imaginario social e histórico vinculado a una ética del esfuerzo, el merecimiento y la dignidad (Assusa y Rivero, 2020). En particular, las mutaciones que experimentan la esfera del tiempo y del espacio en el actual proceso de informacionalización de los procesos productivos. Para esto nos apoyaremos fundamentalmente en la teoría de la interseccionalidad desarrollada por Kimberlé Crenshaw (1989, 1991, 2016), con referencias a procesos históricos y culturales que repasaremos bajo la asistencia y las perspectivas de E. P. Thompson (2012, 1984), Aníbal Quijano (2000) y Raymond Williams (1988, 2001). Resulta importante señalar que con este ejercicio de aproximación no pretendemos presentar un constructo teórico sobre el devenir de la clase obrera como objeto de estudio; tampoco analizar y confrontar la cultura del trabajo en un período de “larga duración”, ni oponerla a otra cultura, sino tratar de identificar los emergentes que —en palabras de Williams— conviven con una tradición que todavía se halla en actividad y tiene gravitación epistemológica efectiva en el modo que pensamos y abordamos estos cambios, mientras los nuevos elementos desarrollan una fuerza instituyente decisoria, todavía sin una regulación ni una interpelación acordes.
La herencia de la cultura del trabajo
A casi 60 años de la publicación de La formación de la clase obrera en Inglaterra, a E. P. Thompson se le sigue reconociendo su renovación de la historiografía y los estudios sobre la clase obrera, fundamentalmente por haber abierto una dimensión distinta e inexplorada de la formación, la conciencia y la experiencia de clase, y empezar a considerarlas —contra las ortodoxias positivistas y marxistas— como fenómenos históricos relevantes (Ríos Gordillo, 2014:111). Es decir, por haber habilitado una escucha para la voz de la clase obrera y por reconocer el papel fundamental que tuvo en su propia formación, como actores que se insertan en el mundo produciendo mundo y produciéndose a sí mismos como parte de ese mundo. Pensemos, a modo de repaso consabido, en el rol decisivo que tuvo la clase obrera en 1) la formación de los grandes partidos de masas que protagonizaron la historia contemporánea; 2) la legislación laboral que iba a reconocer y proteger sus derechos; 3) el reconocimiento para participar activamente en la conformación de organismos multilaterales como la Organización Internacional del Trabajo (OIT), plasmando, extendiendo y consolidando sus derechos con la rúbrica de ocho convenios fundamentales que permanecen vigentes y marcaron un horizonte común: libertad sindical, negociación colectiva, abolición del trabajo forzoso, abolición del trabajo infantil, eliminación de la discriminación en materia de empleo y ocupación. Pero también en 4) el modo en que la clase trabajadora, aunque de manera despareja y relativa a las diferentes tradiciones nacionales o culturales, generó sus propias instancias de recreación, asistencia, financiamiento y formación. Dentro del horizonte cercano lo podemos reconocer en las tradiciones socialista y anarquista, con las veladas de lectura después del trabajo, los clubes de fútbol, las mutuales, las universidades populares, las bibliotecas y más acá, con las escuelas de formación profesional (Rancière, 2010). En Argentina esto se ve fuertemente objetivado en las conquistas del movimiento obrero durante los gobiernos peronistas, con la creación del Ministerio de Trabajo, los tribunales de trabajo, el aguinaldo, los convenios colectivos de trabajo, los centros vacacionales, las obras sociales, las universidades tecnológicas, etc. Actualmente, todas estas victorias, se podría decir, fueron asimiladas y están integradas en el imaginario social de modo pleno, más allá —como veremos— de que su vigencia sea efectiva o se encuentre desarticulada y en retroceso.
En América Latina, hasta los años sesenta, este proceso fue concomitante con lo que sucedía y se conquistaba en otros lugares del mundo, aunque con su propio tempo y singularidad. Porque en la dinámica del proceso social en la que se desarrollaron las luchas por los derechos laborales y se construyeron las pilares identitarios de los trabajadores —mediante valores, ideas e intervenciones políticas—, la clase obrera no sólo fue “un participante activo y autónomo en los procesos de cambio social de América Latina” y el factótum de “una serie de instituciones propias, en donde se ejercita su praxis social, se forma su conciencia y percepción de la sociedad” (Di Tella et al, 1967:22), sino que también se convirtió en una clave para el progreso y la movilidad social que caracterizó, entre otros países, a Brasil, Argentina y Chile.
Ya entrados en el siglo XXI, a pesar de la potencia histórica evidente y actuante, la clase obrera se enfrenta a una fase nueva, que tiende a discontinuar esa tradición, mientras el mundo ingresa en “una fase histórica marcada por la falta de puntos de referencia y la descomposición del vínculo social” (Wieviorka, 2014:17). Esta situación en la que la clase obrera bascula entre el desconcierto y la anomia se da en el marco de una extensa reconfiguración cultural y un fuerte reposicionamiento neoliberal, que la abarca y al mismo tiempo la excede. La abarca porque erosiona su poder político, porque reduce su capacidad de negociación y porque debilita sus pilares identitarios, precisamente en el momento que se están “acordando” los términos de un nuevo orden social2. Y la excede, porque obliga a los trabajadores y trabajadoras —en su dimensión colectiva y subjetiva— a caminar entre las brumas de un fenómeno epocal tan novedoso como vertiginoso, del que no pueden tomar distancia para elaborar estrategias acordes a las problemáticas emergentes3, y porque la ajenidad que experimentan las fuerzas de trabajo frente al proceso de informacionalización les impide desarrollar las condiciones de posibilidad necesarias —mediaciones políticas e institucionales— para evaluar los niveles de afectación a los que se exponen y sumarse a las discusiones sobre el futuro como protagonistas imprescindibles. Se ve en la progresiva descomposición de profesiones que durante los últimos dos siglos fueron protagonistas de luchas históricas y que hoy se encuentran al borde de la desaparición: las estimaciones dicen que un 50% de los empleos se encuentran en alto riesgo, porque son potencialmente automatizables en muy pocos años o porque directamente van a desaparecer (Benedikt y Osborne, 2013:38). También se ve en el modo en que se desdibuja la cultura del trabajo formal y el sistema de clasificaciones profesionales, mientras se pondera el emprendedurismo y crecen la uberización4 y las formas híbridas del empleo asalariado (Auvergnon, 2016). Lo cual, por elevación, y sin que sea una digresión, impacta en los fundamentos que organizan los trayectos profesionalizantes de las universidades como idearios culturales (Flores y Gray, 2000). Porque la misión universitaria, tanto como la oferta curricular y la formación profesional, están siendo igualmente interpeladas 1) por la consolidación del paradigma informacional y la disociación que hay entre sus propuestas formativas, ancladas en una sociedad que persiste sólo por la potencia inercial de la cultura moderna, y 2) por las demandas de una época que emerge interpelando la funcionalidad de esa inercia, poniendo en evidencia las defecciones institucionales y científicas para reconocer, sistematizar y acreditar los saberes tecnosociales emergentes (UNPAZ, 2015; Peirone, 2015b). Recordemos que ya en el año 2000, Fernando Flores y John Gray, inspirados en La corrosión del carácter de Richard Sennett (2000), hablaban de la corrosión de las instituciones educativas y del ocaso de las carreras, pues “la división social del trabajo en profesiones y carreras pertenece a una fase de desarrollo tecnológico anterior” (Flores y Fray, 2000). Poco tiempo después, Jacques Rancière (2007) y Néstor García Canclini (2014a), entre otros autores, coincidían en criticar a una educación que aún se obstina en sostener un curriculum profesionalizante vinculado al mercado, sin reparar en la obsolescencia de su matriz conceptual, en el surgimiento de nuevos campos disciplinares y en el reordenamiento aplicativo de los saberes.
El devenir de las profesiones
Mientras el sentido del trabajo moderno y las estructuras educativas que respaldan el actual sistema de acreditaciones profesionales entran en crisis, el peso de los sistemas clasificatorios que se confeccionaron bajo el dominio de la racionalidad moderna —fundamentalmente eurocéntrica— para la ordenación, tanto de los trabajos como de las disciplinas, no han perdido vigencia ni gravitación (Williams, 2001; Quijano, 2000). Pero a pesar de su creciente disfuncionalidad y de la evidente incompatibilidad con la matriz productiva informacional, el imaginario laboral e idiosincrático modernos siguen siendo dominantes y siguen pesando de un modo efectivo sobre la temporalidad que organiza a las instituciones, a los sujetos y al universo intersubjetivo —con la posible excepción de la cohorte demográfica de los centennials5. De hecho, se podría decir que mientras la sociedad moderna no termina de caducar y la sociedad informacional no termina instituir un nuevo marco epistémico (Castorina, 2016), convivimos con —al menos— dos “temporalidades” simultáneas e igualmente efectivas:
a. Una temporalidad que funciona como una unidad en tiempo real y a escala planetaria, a partir de haber “constituido un sistema de información, telecomunicaciones y transportes que articula todo el planeta en una red en la que confluyen las funciones y unidades estratégicamente dominantes de todos los ámbitos de la actividad humana” (Castells, 2003:19; Crary, 2015). A partir de esta temporalidad, divergente y vertiginosa, se ordenan profesiones emergentes y conceptualmente difusas, bajo modalidades que representan un desafío epistemológico, legal, ideológico e idiosincrático, en la medida que: 1) presentan “el riesgo de la precarización del trabajo, lo cual genera retos desde el punto de vista regulatorio y desafía el alcance de las normas laborales, fiscales y de protección a los trabajadores enmarcados en estos modelos” (Madariaga et al., 2019:13); 2) reivindican autonomías engañosas bajo el nombre de emprendedurismo o “socio conductor”, prescindiendo de las agremiaciones —esto incluye el aprovechamiento que hacen las empresas agregando cláusulas contractuales que prohíben afiliarse a cualquier sindicato (García Canclini, 2014b, 2017; Falero, 2017; Peirone, 2017; ILO, 2018); 3) ponderan la adaptabilidad para aplicar en diferentes células de trabajo sin que el trabajador desarrolle ninguna otra expertise que no sea la de saber adaptarse a diferentes situaciones y necesidades, de tal manera que cada operario funcione como un proxy que “lee”, “articula” y gestiona artefactos, interfaces, clientes y servicios de acuerdo a las demandas que se vayan presentando (Bock, 2015)6; 4) promueven una ubicuidad que prescinde de horarios y vulnera los espacios y los tiempos personales (Crary, 2015; Zukerfeld, 2020); y 5) reinventan oficios con la prestación y gestión de servicios por medio de aplicaciones móviles que se adaptan a necesidades que van desde el conteo de las pulsaciones y la realización de transferencias bancarias hasta la elección de la ruta menos congestionada para llegar a destino, pero que dejan en la inermidad a masas ingentes de trabajadores y trabajadoras.
b. Una temporalidad que se vuelve cada vez más morosa, con 1) un sinnúmero de profesiones tradicionales que no consiguen resignificar ni ampliar sus competencias y que no encuentran apoyo en los sindicatos —atravesados por sus propios desconciertos— ni en las ciencias sociales que investigan las relaciones laborales, para asimilar la índole del cambio en el que parecen naufragar sin remedio ni atención (Benedikt y Osborne, 2013; Peirone, 2015b); 2) trabajadores y trabajadoras que encontraron el informacionalismo en la mitad de sus vidas laboralmente activas y enfrentan una exigencia adaptativa que se convierte en una carrera completamente desventajosa frente a las generaciones más jóvenes, y frente el aluvión de versiones tecnológicas, interfácicas y/o de sistemas operativos que demanda la mayoría de los trabajos en la actualidad:
(…) as technology races ahead, low-skill workers will reallocate to tasks that are non-susceptible to computerisation – i.e., tasks requiring creative and social intelligence. For workers to win the race, however, they will have to acquire creative and social skills [that have not been previously developed or stimulated] (Benedikt y Osborne, 2013:45)7.
La interseccionalidad
De un tiempo a esta parte, la interseccionalidad ha trascendido los cruces y solapamientos categoriales a considerar en los estudios disciplinares, teóricos y hasta de persuasión política, para transformarse en un recurso teórico-metodológico (Lutz, 2015)8. En este sentido, la perspectiva interseccional presenta algunas ventajas comparativas para abordar la transfiguración de la temporalidad en la cultura del trabajo, que pasaremos a desarrollar. No sólo porque —como veremos— podemos utilizarla para observar el modo en que las clasificaciones y las estructuraciones suelen disociar lo que en realidad debería ser abordado de manera intrínseca y relacional, sino también, porque, utilizando una expresión más coloquial, nos permite advertir las anteojeras con que observamos la realidad que nos circunda, reduciéndola a lugares comunes que, en general, y no casualmente, coinciden con el pensamiento hegemónico.
La interseccionalidad como interpelación de los marcos de referencia
Kimberle Crenshaw es la principal referente de la interseccionalidad, por haber acuñado el término en 1989 y por haber aplicado esa perspectiva a las problemáticas de raza y género. En 2016, ya siendo una figura que trascendía el mundo académico, brindó una charla TED sobre la interseccionalidad en la ciudad de San Francisco. Cuando subió al escenario, con gran amabilidad, le propuso a la audiencia un ejercicio inquietante: que se pusieran de pie y que a medida que ella mencionara nombres, si no los reconocían, se fueran sentando. La idea era que cada uno de los presentes pudiera verificar por sí mismo —y en sí mismo, por así decirlo— el modo compartimentado en que podemos pensar una laceración social que es perpetrada contra dos grupos sociales que “naturalmente” no vinculamos pero que sin embargo se interseccionan. Primero mencionó un grupo de hombres negros que habían sido asesinados por la policía, cuyos casos habían tenido cierta repercusión pública. Cuando terminó de nombrarlos, la mayoría permanecía de pie porque había reconocido los nombres o los casos. Después, con tres cuartas partes de la sala manteniéndose de pie, comenzó a mencionar nombres de mujeres negras que también habían sido víctimas de la violencia policial, pero que habían tenido escasa o nula repercusión pública. Casi nadie de los allí presentes las conocía y cuando terminó sólo quedaban dos personas de pie en la sala:
Hay violencia policial contra los afroestadounidenses, y hay violencia contra las mujeres. Dos cuestiones de las que se ha hablado mucho últimamente. Sin embargo, cuando pensamos en quiénes están involucrados en estos problemas y pensamos en quiénes son las víctimas de estos problemas, nunca se nos vienen a la mente los nombres de estas mujeres negras. (Crenshaw, 2016:3’)9.
El ejercicio, aunque no descuidaba la corrección y la amabilidad requeridas por una interpelación pública como la que estaba llevando adelante, tenía el propósito de provocar y desafiar a la audiencia, para que cada uno pudiera comprobar en su persona y ver reflejado en las personas que lo circundaban la imposibilidad de reconocer y asociar dos grupos de víctimas de la misma violencia policial, y para demostrar el modo en que, consecuentemente, son tratados como casos diferentes e inconexos, cuando en realidad es todo lo contrario. Entonces, agrega:
Los expertos en comunicación nos dicen que cuando los hechos no encajan con los marcos disponibles, las personas tienen dificultades para incorporar nuevos hechos en su forma de pensar un problema. (Crenshaw, 2016:4’).
La astucia didáctica de Crenshaw le sirvió para exponer una doble injusticia social, y al mismo tiempo demostrar el modo en que una de las partes quedaba invisibilizada por la ausencia de marcos interpretativos que permitieran pensar ambas injusticias como parte de un mismo fenómeno. Para hacer más explícito todo lo que acababa de exponer, y aportar una base empírica, Crenshaw recurre a Emma DeGraffenreid, un viejo y emblemático caso de sus investigaciones que le sirvió para construir su primera aproximación teórica a la interseccionalidad. Emma DeGraffenreid es una mujer afroamericana que en 1976 denunció a una fábrica de automóviles de su localidad por discriminación racial . de género tras haberle rechazado su solicitud de empleo, según ella lo entendía, por ser una mujer negra. Crenshaw conoció la historia de Emma a través de un boletín judicial. Al leer el fallo le llamó la atención los argumentos con que el juez desestimaba la demanda: “porque el empleador contrataba afroamericanos y contrataba mujeres”. Crenshaw inició una investigación en la que descubrió que
El verdadero problema fue que el juez no quería reconocer lo que Emma trataba de decir: que los afroestadounidenses que fueron contratados, para trabajos industriales y de mantenimiento, eran todos hombres. Y que las mujeres que emplearon para el trabajo de secretaria o de la oficina central, eran todas blancas. Solo si el tribunal era capaz de ver cómo estas políticas se unían podría ser capaz de ver la doble discriminación a la que Emma DeGraffenreid se enfrentaba (Crenshaw, 2016:6’) [ver figura 1].
Pero agrega:
No había nombre para este problema. Y todos sabemos que, cuando no hay nombre para un problema, no se puede ver el problema, y cuando no se puede ver el problema, prácticamente no se puede resolver (Crenshaw, 2016:8’).

Si continuamos con las metáforas visuales que utiliza Crenshaw, podríamos decir —sin por esto caer en teorías conspirativas— que cuando algo que es evidente no se ve es porque tal vez no se lo esté mostrando (Caggiano, 2012:259). Lo cual no quiere decir que exista la intención de ocultar el problema, sino —simplemente— la conveniencia de no verlo, ya que al visibilizar el problema se habilita una interpelación y una revisión de lo que Crenshaw (2016) llama “marcos de referencia” y, consiguientemente, del modo en que esos marcos guían y orientan tanto nuestras decisiones como nuestras interpretaciones10. Consciente o inconscientemente, por lo general nadie quiere exponerse de esa manera, y el caso de Emma DeGraffenreid, no sólo visibilizaba el problema, también implicaba: 1) que la fábrica automotriz admitiera el sesgo racial y de género que componían a sus células de trabajo; 2) que, consecuentemente, la oficina de Recursos Humanos revisara sus políticas de empleo, y finalmente 3) que el tribunal incluyera nuevas variables en sus análisis, para poder emitir fallos más justos, que contemplen los diferentes solapamientos. Ahora bien, ¿cómo se vuelve visible lo invisible o lo que conviene no ver y, por lo tanto, se evita ver? Para Crenshaw, la respuesta empezaba por averiguar si había alguna narrativa alternativa, un prisma que permitiera ver las diferentes ópticas que entraban en juego y los dilemas que eso implicaba. Entonces, en ese punto en el que las investigaciones científicas se entrelazan con la intuición, generalmente basada y guiada por antecedentes teóricos y empíricos —pero intuición al fin—, Crenshaw creyó ver en la interseccionalidad una analogía apropiada para lo que se proponía demostrar. Le permitía a) que los jueces visibilizaran la discriminación de Emma; b) que la fábrica de automóviles advirtiera el sesgo y las implicancias de su política de RRHH; y c) que Emma pudiera demostrar una discriminación que había sido desestimada por infundada. En ese caso, dice Crenshaw, la intersección estaba en la forma en que la fuerza de trabajo —aunque tal vez sea más apropiado decir “división del trabajo— se había estructurado: por etnia y por género; y en el modo que estas dos variables, a partir de la naturalización de ciertas políticas de empleo amparadas en determinados marcos de referencia, terminaban discriminando a las mujeres negras como Emma.
La elocuencia de experiencias sociales como las que reveló Crenshaw en su trayectoria como investigadora hizo que la interseccionalidad deviniera en la condición de posibilidad para el surgimiento de marcos teóricos e interpretativos que permiten asociar hechos analizados de manera compartimentada. Hizo, también, que la interseccionalidad se revelara como una perspectiva teórico-metodológica consolidada y, a los fines de este escrito, como un recurso apropiado para visibilizar y trascender los marcos epistémicos con que se aborda y se piensa la cultura del trabajo.
Apoyados, pues, en esta perspectiva, podríamos plantearnos una pregunta de investigación: ¿cuáles son las intersecciones que, debido a los marcos de referencia que actúan sobre la cultura del trabajo, no podemos advertir? Tras lo cual nos surge una pregunta adicional que resulta fundamental en la época actual: ¿cuáles son esos marcos de referencia y en qué medida actúan sobre la resignificación que transita la cultura del trabajo en la sociedad informacional? Por supuesto que para responder estas preguntas necesitaríamos un trabajo investigativo con base empírica que —aún— no hemos realizado y, que, dada la índole y el propósito de este escrito, tampoco podríamos desarrollar. No obstante, representa una oportunidad para tratar de identificar algunos de los obstáculos epistemológicos que, a modo de hipótesis, actúan sobre lo que Crenshaw (2016) llama “marcos de referencia”. Esto es, sobre los marcos de referencia que, debido a sus características y su gravitación, actúan como una “perspectiva cognitiva” dominante (Quijano, 2000) que condiciona la mirada sobre los procesos históricos alineándola con la mirada hegemónica; en este caso, edulcorando el proyecto cultural que ha llevado adelante el poder mundial desde la colonia hasta nuestros días, y que incluye —por supuesto— el desarrollo de las distintas etapas del capitalismo hasta su “evolución” en el capitalismo financiero actual, con la promoción de figuras y modalidades contractuales que erosionan la cultura del trabajo, como el emprendedor y la uberización del trabajador autónomo. En palabras de Crenshaw, nos proponemos identificar un prisma que nos permita ver los dilemas que atraviesan a la cultura del trabajo en la actualidad y los marcos de referencia sobre los que fueron estructurados.
La interseccionalidad como aproximación a la cultura del trabajo
Descubrir la trama de intersecciones que se oculta detrás de los marcos de referencia dominantes, requiere trascender el abanico de posibilidades epistemológicas que manejamos, y asomarnos a los límites donde empezamos a sentir el vértigo de lo desconocido. Proponemos, pues: 1) explorar miradas que, por alternativas, nos permitan trascender los obstáculos epistemológicos de la “perspectiva cognitiva” (Quijano, 2000); y —continuando con las metáforas visuales de Crenshaw— 2) visibilizar aquello que aún pudiendo ser evidente, no podemos o no queremos ver. Es decir, proponemos la engorrosa tarea de desafiar el abanico de posibilidades que ofrecen nuestros marcos de referencia y revisar dos categorías que de ningún modo agotan la interseccionalidad en torno a la cultura del trabajo, pero que sin duda integran los marcos de referencia con que se ha construido la idea moderna del trabajo; dos categorías centrales, que están completamente imbricadas en los procesos identitarios que rodean al trabajo, tanto en su plano individual como social. Nos referimos a las esferas de lo temporal y lo espacial, dos dimensiones omnipresentes que aportaron la condición de posibilidad para la “perspectiva cognitiva” dominante que refiere Quijano, pero que —desde nuestro punto de vista— son incorporadas de manera deficitaria en los debates actuales sobre “el futuro del trabajo” y/o el “trabajo del futuro”. Estas dos categorías11, por constantes e impasibles parecen haber perdido la condición de variables, al punto de volverse prácticamente invisibles, como si estuvieran por fuera de las problemáticas que rodean al trabajo y las profesiones de la sociedad informacional; más: como si realmente fueran ajenas y no pesaran en los modos que se está resignificando la fuerza de trabajo.
A diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con la dinámica de las identidades sociales, las esferas de lo temporal y lo espacial presentan una “inmovilidad” ficticia que se desdibuja y se pierde en la perspectiva cognitiva dominante. Dicho de otra manera, mientras las “identidades políticas contemporáneas” (Brubaker y Cooper, 2001:2) se construyen a través de procesos dinámicos y generalmente reivindicativos en los que “la gente tiene, busca, construye y negocia (…) todas las formas de pertenencia, todas las experiencias de comunalidad, conexión, y cohesión” (Brubaker y Cooper, 2001:2), el tiempo y el espacio, en cambio, se integran al mundo de la vida (Husserl, 1996, 2008; Blumenberg, 2013) como algo “lógico” y “natural”, y por lo tanto como si estuvieran por fuera de la manera en que se estructura y organiza—por ejemplo, en nuestro caso— la fuerza de trabajo. Sin embargo, E. P. Thompson (1984:239) nos recuerda, citando al filósofo norteamericano de la tecnociencia Lewis Mumford, que la percepción del tiempo no siempre fue la misma; y aunque rehuyamos a la percepción naturalizada, es un factor que define formaciones socioculturales. Durante el siglo XIII, para recuperar el ejemplo que Thompson toma de Mumford, tuvo lugar un hecho histórico y trascendental: el tiempo dejó de estar regido por la naturaleza (el sol, el canto del gallo en la mañana, las estaciones de la siembra y la cosecha, etc.) y pasó a estar regido por el reloj mecánico, que empezó a dividirlo en horas, minutos y segundos. Esta invención humana iba a terminar imponiendo su ritmo por sobre el de la naturaleza e iba a proyectarse como el modelo de todo el desarrollo mecánico ulterior, disociándonos no sólo de los ritmos de la naturaleza sino también del tiempo humano (los latidos, el pulso, la respiración). De hecho, Mumford, en su libro Técnica y civilización, sostiene que
(…) el reloj, no la máquina de vapor, es la máquina clave de la moderna edad industrial (…) [porque] es una máquina productora de energía cuyo “producto” es segundos y minutos: por su naturaleza esencial disocia el tiempo de los acontecimientos humanos y ayuda a generar la creencia en un mundo independiente de secuencias matemáticamente mensurables (Mumford, 1992:29).
Aunque somos conscientes del —como dice Thompson— grueso impresionismo con que recuperamos el ejemplo de Mumford, no deja de ser ilustrativo a los fines de este trabajo, en la medida que nos permite dimensionar hasta qué punto, y en qué formas este cambio en el sentido del tiempo formó parte de la reorganización y el disciplinamiento del trabajo, y hasta qué punto influyó en la percepción interior del tiempo de la gente trabajadora:
Si la transición a la sociedad industrial madura supuso una severa reestructuración de los hábitos de trabajo —nuevas disciplinas, nuevos incentivos y una nueva naturaleza humana sobre la que pudieran actuar estos incentivos de manera efectiva—, ¿hasta qué punto está, todo esto en relación con los cambios en la representación interna del tiempo? (Thompson, 1984:241).
Hoy sabemos que el conjunto de transformaciones en la dinámica social y la reorganización del trabajo generaron una temporalidad diferenciada que internalizó una nueva vivencia del tiempo, lo que no sólo rompió la tradición de las comunas rurales y generó las grandes urbes modernas, sino que además dio comienzo a un proceso de individuación en el que los hombres y mujeres se volverían ciudadanos individuales, inmersos en colectivos anónimos administrados por grandes estructuras mecánicas exteriores a ellos. De ese modo fue desapareciendo la cultura del tiempo cíclico que —por así decirlo— dialogaba con la naturaleza, y se impuso un tiempo lineal, supuestamente progresivo, que pasó a estar regido por la productividad. A partir de ahí, se perdió de vista el carácter disciplinador que el tiempo tenía para los trabajadores y las trabajadoras, anche para su entorno, ya que de una u otra manera todos los miembros de la familia debieron adaptarse, tanto como sus roles. En términos de Benjamin Coriat (1979) el tiempo se volvería un instrumento político de dominación, tanto dentro como fuera del trabajo.
A mediados del siglo XIX, la teoría del valor-trabajo de Marx, en oposición a los economistas clásicos que ponían el acento en el valor de cambio y el valor de uso, evidenció que ese tiempo de trabajo socialmente necesario opera como un determinante del valor de las mercancías. Esa “revelación” fue, por un lado, la base de lo que conocemos como la “economía del tiempo” y de esa carrera por la productividad que sería organizada, sistematizada y perfeccionada, primero por Frederick Taylor (taylorismo) y más tarde por Henry Ford (fordismo), deshaciéndose del trabajador especializado (saber obrero) y abriendo el camino franco para los asalariados sin filiación sindical y sin formación, por lo tanto más necesitados y menos resistentes (Coriat, 1979). Y fue, por otro, el inicio de las luchas históricas de los sindicatos y las asociaciones de defensa por el tiempo de trabajo, las jornadas de ocho horas, el descanso dominical, las vacaciones, etc. La gramática perversa de todo ese proceso fue expuesta y denunciada fundamentalmente por la teoría crítica, en la que —entre otros autores— se destacaron Jürgen Habermas (1982, 1988, 1989, 1992), Andre Gorz (1997, 1999) y Claus Offe (1992). Lo que se discutió a lo largo de ese proceso, sin embargo, fue más el tiempo que la temporalidad —con la excepción de los llamados autonomistas italianos (Lazzaratto y Negri, 2001; Hard y Negri, 2002, 2004; Virno, 2003; etc.), que argumentaron, sobre todo filosóficamente, en favor de una ética del tiempo y de un divorcio entre la creación de valor y el tiempo12. Es decir, se tendió a discutir el tiempo como unidad de valor, antes que la representación interna del tiempo como un factor gravitante en la configuración de la Weltanschauung moderna (Dilthey, 1949).
Dicho esto, y antes de avanzar, es preciso hacer tres aclaraciones:
1. Cuando hablamos del tiempo no nos referimos al tiempo heideggeriano, anche aristotélico, como aquello que no es nada en sí y que no tiene entidad “sino como consecuencia de los acontecimientos que tienen lugar en él” (Heidegger, 1924:6), incluida la existencia (Dasein). Tampoco nos referimos al modo en que se manifiesta su transcurrir o al modo que impacta en los cuerpos o la materia, produciendo —por así decirlo— el envejecimiento. Esas formas del tiempo no han dejado de existir ni han dejado de producir y motivar debates filosóficos o biológicos, según corresponda (Postone, 2006), pero no nos sirven para abordar la internalización del tiempo y menos aún para entender la internalización del tiempo continuo que actualmente está formateando el mundo del trabajo (Crary, 2015) —fenómeno que se ha hecho particularmente visible durante la pandemia con el llamado “teletrabajo”.
2. De la misma manera, cuando hablamos de espacio no nos referimos al topos o al locus que contemplan la perspectiva situacional y las categorías nativas en las que se forjan la pertenencia y se proyecta la potencia identitaria de los gentilicios. Es innegable que la topografía y las tradiciones locales relativas a los entornos geográficos y culturales son variables que están indisolublemente ligadas a lo territorial y a lo espacial; por lo tanto, están muy presentes en los procesos identitarios que atravesamos como individuos, como culturas y como sociedades. Sin embargo, difícilmente forme parte de la concepción del trabajo, como cuando se habla —por ejemplo— de trabajo rural, connotado por una larga historia de injusticias y explotaciones. En este sentido, lo espacial-geográfico se integra a la tradición laboral de cada lugar, naturalizando que seamos mineros en Potosí, empleados de una automotriz en Detroit, pescadores o estibadores en Valparaíso o recolectores de frutas en Río Negro —por supuesto sin que esto sea monolítico ni universal. Es decir, si bien lo topográfico es homologable con lo espacial-geográfico en tanto estructura estable y determinante con un peso decisivo en los análisis históricos de larga duración (Braudel, 1970), no es una variable que dé cuenta —en los términos que pretende reflexionar este trabajo— de lo que está ocurriendo con lo presencial en un contexto donde lo ubicuo, lo remoto y lo virtual son cada vez más cotidianos, como variables de importancia creciente en la mutación que atraviesa la cultura del trabajo en la actualidad.
3. Tampoco nos referimos a la díada “espacio-temporal” donde confluyen y se entrelazan lo espacial-geográfico y lo temporal-histórico. Esto no quiere decir, empero, que en el recorte epocal de nuestro análisis pierdan sentido las condiciones históricas de producción y acumulación (Marx, 2000; Arrighi, 1999). Entre otras cosas, porque aún están presentes a) en el modo en que la “perspectiva cognitiva” dominante genera nuevas condiciones para la producción y acumulación informacional, y b) en lo que se presenta como invariante, pero en realidad es dinámico y resignifica el sentido de lo espacial y lo temporal para una nueva concepción del trabajo.
Hemos visto que el tiempo lineal funciona como un principio organizador del trabajo —anche del mundo de la vida en general—, al punto que ya no podemos imaginar un orden laboral que excluya la idea del tiempo, o que esté regido por una percepción del tiempo que no sea la cíclica o la lineal, homologadas casi como dos concepciones correspondientes a dos capas geológicas. Sin embargo, como dijimos más arriba, hemos ingresado en una suerte de doble temporalidad, en la que la temporalidad lineal se discontinúa y empiezan a delinearse las formas de una temporalidad diferente a las que conocíamos13, aunque de un modo solapado, ya que la temporalidad que forma parte de dinámica de la sociedad informacional en general, y del capitalismo cognitivo en particular, se enmascara detrás de un aceitado mecanismo de conectividad continua que opera en dos dimensiones simultáneas, concéntricas y sinérgicas: la dimensión individual y la sistémica. En la dimensión individual el tiempo laboral se fragmenta y se entrelaza con el mundo privado, multiplicando las exigencias de competencias, de creatividad, de atención, y de disponibilidad permanente. Algo así como un presente absoluto (Abraham, 2007), que no distingue el tiempo de trabajo del tiempo personal y que no tiene solución de continuidad (Crary, 2015, Zukerfeld, 2020). En la dimensión sistémica, la productividad, la competitividad y la comunicación suceden en una continuidad que se alimenta de todas las formas del devenir y que, como el ojo de un huracán, adquiere las formas de una normalidad que no es tal, si se tienen en cuenta sus consecuencias. Se trata de un dispositivo temporal que funciona como una gran unidad, que transcurre en tiempo real y a escala planetaria (Castells, 2003)14; un fenómeno reciente, que se organizó en menos de tres décadas junto a internet, la telefonía móvil, los flujos financieros, la deslocalización del trabajo y el desdoblamiento de la realidad, y que no tiene antecedentes. En línea con esto, Byung-Chul Han (2018), en Hiperculturalidad rescata un texto póstumo de Vilém Flusser (2001), muy breve15, en el que el comunicólogo checo-brasileño describía —adelantaba— tres tipos de temporalidades históricas, dos conocidas y una por venir, que resulta muy ilustrativa para entender la transfiguración de la temporalidad actual:
El tiempo de la imagen corresponde al tiempo mítico. Aquí gobierna un orden abarcable. Cada cosa tiene su lugar inamovible y, si se aleja de él, será puesta en su lugar nuevamente. El tiempo del libro pertenece al tiempo histórico. A este le es inherente la linealidad histórica; es una corriente que se desliza desde el pasado y se dirige hacia el futuro. Cada suceso hace referencia al progreso o a la decadencia. Por el contrario, el tiempo de hoy no tiene ni un horizonte mítico ni uno histórico. Carece de un horizonte abarcador; es desteologizado o desteleologizado en favor de un “universo-bit” o “universo-mosaico”, en el que posibilidades sin horizonte mítico o histórico “zumban” como puntos o “se deslizan” como “granos […] en tanto sensaciones discretas”: “Estas posibilidades vienen hacia mí: son el futuro. A donde mire, allí es el futuro. […] Dicho de otro modo: el agujero que soy no es pasivo, sino que absorbe como un remolino las posibilidades que se encuentran alrededor” (Han, 2018:26).
Vivimos, pues, en una suerte de “temporalidad pregnante” que adquiere indistinta, simultánea y funcionalmente, las formas del trabajo ubicuo y de la subjetividad líquida (Bauman, 2004), superponiendo de un modo avieso el tiempo de la producción y los modos de existencia, mediante una demanda de atención que es asumida como predisposición tácita, cuando en realidad es inconsulta, sin consentimiento y sin regulación. Ya no se trata entonces, como durante la modernidad, de la adición de un tiempo regulado por fines productivos que se integra y afecta el mundo de la vida; se trata, más bien, de un mecanismo mediante el cual el mundo de la vida propiamente dicho es convertido en una aceitada maquinaria de producción continua, multiplicada por la cantidad de personas que somos y sin discriminar edades, sexos, razas, nacionalidad ni condición social. Este solapamiento de la vida y la producción es inducido mediante lo que se conoce como “economía de la atención” (Davenport y Beck, 2002; Orlowski, 2020), un modelo de negocio conductista y cada vez más extendido que opera sobre la atención como un reflejo condicionado y manipulable que se mide 1) en el tipo de compromiso que establecemos con los productos y/o la información que nos llega en forma de imagen y generalmente a través de pantallas (historias de Instagram, publicidad, memes, posteos, sonidos o notificaciones en segundo plano, etc.)16; pero también 2) en la información (datos) y conocimientos aprovechables que generamos17. Es decir, hablamos de un sistema productivo en el que la atención es tiempo-información transformado en recurso redituable y continuo, ya que no deja de funcionar —producir— ni siquiera durante las pausas o los momentos de ocio, en la medida que se borraron los límites que diferenciaban el tiempo productivo del resto del tiempo.
Si bien en el desarrollo de este apartado no hablamos de discriminación racial ni de género, los solapamientos sobre los que se construye la cultura del trabajo en la actualidad están basados en el mismo principio de naturalización y ocultamiento que presentaba el caso de Emma DeGraffenreid, exhumado y visibilizado por la investigación de Crenshaw. Sólo que en lugar de hablar de una división del trabajo sectorizada por raza y por género bajo la forma de una producción automotriz que, en sus datos globales, simula una empleabilidad inclusiva, hablamos de la simultaneidad de temporalidades organizadas para atender necesidades productivas simultáneas —teleológica y desteleologizada— sin explicitar la fusión del trabajo y el mundo de la vida [ver figura 2].

Interseccionalidad y devenir laboral
A lo largo de esta primera aproximación a las problemáticas en las que se enfoca este artículo hemos tratado de visibilizar el modo en que las percepciones hegemónicas del tiempo y el espacio se corresponden con los principios que organizan y regulan la cultura laboral desde una falsa “externalidad” o una falsa “neutralidad”, como algo que, aún rigiendo la estructura, escapa a la estructura (Derrida, 1989). Esto, que ciertamente no constituye una novedad, por naturalizado e inercial se ha convertido en un obstáculo epistemológico para registrar, abordar y debatir las mutaciones que despliega la temporalidad en la actualidad, y muy particularmente para el movimiento obrero organizado, que no logra componer ni asimilar los rasgos de la nueva percepción del tiempo y sus implicancias en el desarrollo del nuevo orden laboral.
Llegados a este punto, por el modo en que venimos desplegando nuestro argumento, tal vez sea necesario decir que tiempo y espacio no portan intencionalidad alguna ni forman parte de una conspiración contra los trabajadores, las trabajadoras o las organizaciones sindicales y que sólo son variables intrínsecas a un orden social —anche a una cosmovisión— que no ha perdido vigencia pero que se ha vuelto inactual, del mismo modo que se ha vuelto inactual lo analógico frente a la cultura digital, sin que por eso haya desaparecido. En este sentido las esferas del tiempo y el espacio que dialogaron con la revolución industrial primero y que comenzaron a defeccionar con la cultura digital, hoy ya no dialogan ni mantienen la misma correspondencia con la cultura informacional; sus efectos residuales tienen sin embargo gravitación efectiva (Williams, 2001:144) en un presente donde los trabajadores, las trabajadoras y las organizaciones sindicales —lógicamente, con un reflejo más lento que las empresas, que se ven traccionadas por el desarrollo tecnológico, la necesidad de mejorar su producción y de ofrecer servicios acordes a la cultura informacional—, no logran visibilizar e identificar el problema. Y como dice Crenshaw (2016:’3), cuando no se puede ver un problema prácticamente no se puede resolver.
Este trabajo, de acuerdo al rol que —según entendemos— desempeñan las ciencias sociales, no ha pretendido establecer prescripciones sectoriales, sino aportar visibilidad a un problema que crece aceleradamente y que, en la medida que permanezca inadvertido y alejado de los debates de los sectores y las disciplinas involucrados, no sólo prolongará una situación que tiene ganadores y perdedores y en la que los perdedores están claramente concentrados en los trabajadores y las trabajadoras, sino que además impedirá que escuchemos la voz de un actor imprescindible en la configuración del trabajo del futuro.
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Notas
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